"El goleador es siempre el mejor
poeta del año", escribió Pier Paolo Pasolini, en la cumbre del romance entre
la literatura y el fútbol. Camus había dicho que el fútbol le enseñó todo
lo que sabía y el desprecio de los intelectuales por esa pasión se había
superado cuando estalló una nueva polémica: ya no fútbol vs. cultura, o
civilización vs. barbarie, sino literatura versus oportunismo editorial
y venta. Además, cómo el fútbol devora la cultura general.
Por Hernán Brienza
Jorge Luis Borges fue el encargado de marcar la divisoria de aguas. Con
lapidaria ironía, reformuló el "civilización y barbarie" sarmientino y sentenció
en más de una entrevista periodística que el fútbol era "una cosa estúpida
de ingleses... Un deporte estéticamente feo: once jugadores contra once
corriendo detrás de una pelota no son especialmente hermosos". La frase
hendía el cuchillo en el corazón de la patria futbolera y convocaba al escándalo.
Pero más allá de la humorada —"una forma perversa de razonamiento; un cinismo
que invalida todas las letras del mundo: Así, el Quijote no es otra cosa
que un conjunto de letras negras sobre papel blanco", como lo definiría
para Ñ Alejandro Dolina— el anatema borgeano selló la relación entre quienes
practicaban el deporte de la literatura y los habilidosos en el arte del
fútbol. Durante décadas —salvo excepciones— ambos mundos sucedieron en dimensiones
paralelas. En forma esquemática podría resumirse de la siguiente manera:
los escritores desdeñaban el fútbol y los futboleros huían de la literatura.
La división también se experimentaba entre lectores e hinchas en una remake
del divorcio original entre pueblo e ilustración aventado por Domingo Faustino
Sarmiento. Pero la segunda mitad del siglo XX sería testigo de una plebeyización
de la literatura —el periodismo fue gran artífice de este proceso— y decenas
de literatos se volcarían a una producción mestiza gracias a la cual el
fútbol ya no quedaría en "orsai" literario. Finalmente, a mediados de los
noventa, la pelota ganó la batalla y hoy —a horas del mundial de Alemania—
se asiste a lo que algunos denominan la futbolización del universo y de
la que no puede escapar ni siquiera el apocado e íntimo mundo de las letras.
La mala relación entre fútbol y literatura se inició en 1880 cuando el escritor
británico Rudyard Kipling (1865-1936) despreció a ese deporte y a "las almas
pequeñas que pueden ser saciadas por los embarrados idiotas que lo juegan".
Y prácticamente desde esa fecha el desencuentro se hizo sostenido. Sin embargo,
el recorrido de una buena biblioteca demostrará que no faltaron las gratas
excepciones: en los años 20, el peruano Juan Parra del Riego y el argentino
Bernardo Canal Feijóo escribieron "Penúltimo poema del fútbol" y Horacio
Quiroga publicó "Suicidio en la cancha", un cuento sobre el caso real de
un jugador de Nacional que se pegó un tiró en el círculo central de la cancha.
De aquellos tiempos es el primer relato totalmente ficcional sobre fútbol
en el Río de la Plata: la novela del francés Henri de Montherlant Los once
ante la puerta dorada. En 1923, nada menos que en su meláncolico libro Crepusculario,
Pablo Neruda escribió el poema "Los jugadores", y 12 años después, "Colección
nocturna", incluido en Residencia en la tierra. Durante el primer medio
siglo hubo escasos coqueteos de la literatura con el fútbol —una aguafuerte
de Roberto Arlt sobre el Seleccionado Nacional y poco más—; quien entró
a saco lleno en el tema fue el uruguayo Mario Benedetti con su ya célebre
cuento "Puntero izquierdo", escrito en 1955, y publicado en el libro Montevideanos.
Dos grandes que ya no están:
Roberto Fontanarrosa y Osvaldo Soriano
El llamado boom de la literatura
latinoamericana se acercó al mundo del fútbol, no sólo desde la escritura
sino también desde las tribunas. Tras un partido entre Junior y Millonarios,
Gabriel García Márquez declaró: "No creo haber perdido nada con este irrevocable
ingreso que hoy hago públicamente a la santa hermandad de los hinchas. Lo
único que deseo, ahora, es convertir a alguien". Y el salvoconducto del
futuro Premio Nobel dio resultados. Aunque, en realidad, ya por aquella
época había salido del placard un gran número de escritores que se reconocían
como hinchas de fútbol: el poeta gaditano Rafael Alberti —quien escribió
"Oda a Platko", dedicada al arquero húngaro del Barcelona—, Miguel Hernández,
Miguel Delibes, Manuel Vázquez Montalbán, Juan Carlos Onetti, Mario Benedetti,
Jorge Amado, Augusto Roa Bastos, Ernesto Sabato, Rubem Fonseca, Mario Vargas
Llosa, Julio Ramón Rivadaneyro y Alfredo Bryce Echenique.
Pero la literatura no sólo ha dado hinchas al mundo: también se ha enriquecido
de ellos. Albert Camus, por ejemplo, aprendió cuando era arquero en Argelia
que "la pelota nunca viene hacia uno por donde uno espera que venga. Esto
me ayudó mucho en la vida... Lo que más sé acerca de moral y de las obligaciones
de los hombres se lo debo al fútbol". A la pelota se le debe, entonces,
El mito de Sísifo, Los justos y La peste.
A partir de los años 60 y 70 la lista de escritores que se animaron a escribir
sobre fútbol se acrecentó considerablemente: el poeta brasileño Vinicius
de Moraes escribió un célebre poema al puntero Garrincha, el español Camilo
José Cela, sus Once cuentos de fútbol, el mexicano Juan Villoro, un texto
sobre el maracanazo —el día que Uruguay le ganó a Brasil la Copa del Mundo
en el estadio Maracaná— titulado El hombre que murió dos veces, Humberto
Constantini, su relato "Inside izquierdo", y Leopoldo Marechal, elige la
tribuna de un River-Boca para lanzar la batalla del protagonista de Megafón
o la guerra. Mientras tanto, en Europa, el austríaco Peter Handke ponía
la piedra basal con su novela La angustia del arquero frente al tiro penal
—que poco habla de fútbol, es verdad— pero tiene una de las definiciones
más bellas de ese instante crucial en un partido.
Los años ochenta marcaron el
fin de la separación entre el fútbol y las letras en la Argentina. Y eso
ocurrió de la mano del periodismo gráfico: Osvaldo Soriano, Roberto Fontanarrosa
y Juan Sasturain se convirtieron en la delantera implacable que se abocaba
a escribir sin tapujos ni complejos sobre fútbol, primero desde las crónicas
de prensa y el humor y, finalmente, desde la literatura.
Clásicos de esta etapa son los cuentos publicados en El mundo ha vivido
equivocado, en el que el escritor rosarino incluyó los inolvidables relatos
sobre fútbol como "Lo que se dice de un ídolo", "Memorias de un wing derecho",
y "¡Qué lástima, Cattamarancio!". Osvaldo Soriano, por su parte, reunió
en su libro Rebeldes, soñadores y fugitivos los memorables relatos como
"El penal más largo del mundo" y "Maradona sí, Galtieri no". Y completa
el trío de mosqueteros Juan Sasturain con la publicación de El día del arquero,
que incluye el cuento "La poesía del chanfle al segundo palo". Al mismo
tiempo, Alejandro Dolina coqueteaba con el fútbol desde sus Crónicas del
Angel Gris que incluían "Apuntes de fútbol en Flores", una toma de posición
respecto del tema: "En un partido de fútbol caben infinidad de novelescos
episodios", sentencia la primera frase del cuento.
Pero si bien se produjo la irrupción
del fútbol como componente de lo popular en el espectro de las letras, la
relación seguía siendo distante. La crítica de la revista Babel al libro
de Soriano fue lapidaria: "No se puede escribir literatura con el banderín
de San Lorenzo enfrente", como recuerda Sergio Olguín, autor del libro El
equipo de los sueños, una novela que entrecruza la adolescencia en un barrio
del sur del Gran Buenos Aires con la literatura griálica, el fútbol y la
figura de Maradona. "Siempre hubo una negación temática en la literatura
argentina, huyó de lo popular, que muchos autores entienden como populismo.
El fútbol fue siempre marginado por la crítica pero no por los lectores.
Estados Unidos no tuvo este problema. Paul Auster y Don DeLillio escribieron
sobre béisbol y no escandalizaron a nadie", asegura el autor de Lanús. Casualmente,
Olguín viajará a Alemania mientras se juegue el Mundial, invitado por la
editorial Suhrkamp para representar a la literatura argentina en los debates
sobre fútbol y literatura que se realizarán en las ciudades sede del torneo.
Respecto de este desencuentro, Martín Caparrós, autor de Boquita, explicó
a Ñ que "el anatema de Borges está relacionado con esa idea de los años
setenta de que el fútbol es el opio de los pueblos, que engaña a millones
de estúpidos a los que les pone, por delante de la lucha de clases, la lucha
de cuadros. Esta posición se sintetiza perfectamente en Juan José Sebreli".
En lo que podría caracterizarse con cierto sarcasmo como "sociología del
centro al segundo palo" —la frase pertenece al presidente de River Plate,
José María Aguilar— Sebreli sostuvo que "el acto de patear una pelota es
ya de por sí esencialmente agresivo y crea un sentimiento de poder, amén
de que la picardía de vencer al adversario basada en la trampa, la mentira,
el disimulo, la zancadilla, tan alabada por todos los apologistas del fútbol
como una forma de inteligencia natural y espontánea, no es sino una característica
de la personalidad autoritaria". Sus libros Fútbol y masas y La era del
fútbol le valieron al sociólogo la humorada de Sasturain, quien desde una
reseña bibliográfica le espetó: "Sebreli, vos andá al arco".
Liliana Heker dice: "No hay un desdén de la literatura hacia el fútbol,
no se puede generalizar; Borges no deja de ser Borges incluso cuando desdeña
al fútbol. Pero muchos escritores son hinchas apasionados, no hay un rechazo
particular en el gremio. Yo tengo una relación apasionada desde muy chica.
Para la literatura es un campo interminable, ya que el deporte pone en juego
conflictos muy interesantes", dice Heker, autora del cuento "La música de
los domingos".
Claro que, desde los noventa, la relación entre fútbol y literatura se conjugó
en un maridaje tan extraño y sospechoso como su anterior desencuentro. En
un proceso de globalización del negocio del fútbol, la literatura acompañó
ese devenir y también el mercado editorial. Hoy no se trata tanto de un
acercamiento del arte a los sectores populares sino lisa y llanamente —con
excepciones— de una operación de mercado. Primero fue el realismo político,
luego la novela histórica y la literatura new age y actualmente el fútbol.
"Es posible que se trate de una moda relativa —admite Olguín— pero la buena
literatura no depende del tema que uno elija sino de una buena prosa, la
construcción de personajes y una trama. La literatura futbolera es un gran
negocio y alimenta al mercado pero seguramente pasará de moda".
Quien anda a los rezongos contra
la nueva moda de la literatura futbolística es, sorpresivamente, un hombre
que gusta practicar ese deporte y que a mediados de la década del ochenta
escribió sobre el tema. Arrepentido, según sus propias palabras, de haber
escrito sobre esos tópicos por haber transitado el paño sensiblero y el
cliché, Dolina protesta porque "en esta relación de maridaje pierde la literatura.
En los últimos años se produjo una futbolización del universo, una invasión
del área del pensamiento en la que se utilizan una cantera de metáforas
banales tomadas del juego, en el periodismo y en la literatura. Un género
no se basa en una temática, porque lo que ocurre es que nace un género acrisolado
—salvo en el caso de los buenos escritores— que consiste simplemente en
exaltar los estados de ánimo de quiénes ven fútbol o quienes lo juegan.
La metáfora más recurrida se relaciona con la guerra y la pasión, como padecimiento,
pero esos escritos suelen dejar una melancólica sensación de que se trata
de sentimientos construidos. Se busca una épica que trascienda largamente
una vida con ausencia de emociones. Existe cierta demagogia en la literatura
que exalta la pasión deportiva, una necesidad de contacto popular. Esta
demagogia consiste en el hecho de que en ese encuentro entre el gran arte
y lo popular, no asciende lo popular sino que desciende el gran arte. La
operación consiste en que si el pueblo no lee a Flaubert, que lean a Coelho.
El fútbol es un hecho interesante cultural y antropológicamente pero no
es el gran arte. Es un tema, pero no se puede convertir en una superstición,
porque se transforma en una patología literaria. Resulta conveniente no
entregarse a la tentación y, en todo caso, si hay que imitar a Gardel hay
que hacerlo no en la pronunciación de la eme como ere sino en su afinación".
Ante el torrente de publicaciones que anegó la industria cultural en los
últimos años, una pregunta se hace evidente: ¿es obligatorio escribir sobre
fútbol? Mempo Giardinelli cree que no. "Entre fútbol y literatura existe
la misma relación que entre cocina y poesía, o filosofía y novela, o automovilismo
e historia. No creo que haya nada esquemático, simplemente sucede que para
mí la literatura es la vida por escrito. Y entonces puedo escribir lo que
se me antoja. Nunca escribí sobre fútbol. Soy un narrador, y he escrito
un par de cuentos de tema futbolero porque me pareció que podían ser narraciones
eficaces. Mi relación con este deporte es como la de cualquier argentino:
pasional, intensa, en lo posible festiva, pero no intelectual. Lo cual no
impide que en determinado momento uno reflexione críticamente sobre las
pasiones, intensidades, violencias y taras argentinas", dice el autor del
clásico cuento "El hincha", escrito a principios de los ochenta.
Ideas similares profesa Pablo
Ramos: "En literatura no debería haber nada más que lo que el escritor cree
que debería. La mayoría de los cuentos sobre fútbol que se escriben se acercan
a lo tanguero, a lo humorístico y reflejan una parte muy romántica del deporte.
La otra, el negocio, la trampa, la decadencia del deporte cuando se hace
profesional, es poco común. La literatura debe incluirlo todo, porque cada
cosa contiene su propia literatura. El fútbol es danza y es cuerda floja
cuando se lo juega como Riquelme, o cuando un pibe como el Tuna Agüero,
cansado de jugar en la Villa Corina (la misma de mi novela El origen de
la tristeza, de ahí es él) se enfrenta a los grandes con 17 años y les pinta
la cara. Lo patean, se levanta y les vuelve a pintar la cara. Y el fútbol
es horrible cuando viene un Mundial y nos olvidamos del desempleo, de la
contaminación de San Juan con cianuro... Cuando es olvido es un veneno,
es el opio de los pueblos", sostiene el autor del cuento "Celeste y roja",
en el que el protagonista muere envuelto en la bandera de Arsenal de Sarandi.
Caparrós aporta un elemento
original a esta controversia: "La literatura no tiene ninguna obligatoriedad
respecto del fútbol. Existe una relación larga y fecunda de cierta narrativa
desde hace 50 años. Hasta la televisión, había un 95 por ciento de aficionados
deportivos que lo hacían desde el relato escrito o radial. Lo que constituye
al fútbol en un hecho narrativo en sí mismo. Ahora el fútbol se ve, entonces,
es muy complicado hacer un metarrelato, porque se trata de un relato en
sí mismo. A mí el género de la literatura futbolística no me atrajo para
desarrollarlo porque frente al relato del fútbol, lo demás es un metarrelato
menor".
Amagando entre el consumismo snob, la demagogia pop-fashion (condensada
en los palcos de la Bombonera) y cierta autenticidad popular que transitan
algunas experiencias literarias, la narrativa futbolera estalló en los últimos
15 años. En Europa, el ejemplo más claro es la novela Fiebre en las gradas,
del británico Nick Hornby, en la que relata su vida como hincha. Por estas
costas, poco después de que el escritor uruguayo Eduardo Galeano escribiera
Fútbol a sol y a sombra, la industria cultural parece haber encontrado una
veta redituable: así, se sucedieron los libros de los ex futbolistas Jorge
Valdano y Angel Cappa, y los libros periodísticos, émulos del Fútbol: dinámica
de lo impensado, de Dante Panzeri. En el 2003 se produjo una nueva operación
de acercamiento que consistió en la campaña "Cuando leés ganás siempre"
y que consistió en la distribución gratuita de 50 mil cuentos todos los
domingos. La última buena nueva fue el nacimiento de Ediciones al Arco,
un legítimo emprendimiento para encausar la publicación de la literatura
deportiva.
Ni siquiera la poesía pudo quedarse afuera del fenómeno. Washington Cucurto
ha utilizado como materia prima para sus obras el imaginario popular para
homenajear a Enzo Francescoli o Diego Maradona y en su poema Entre hombres,
dice: "El fútbol es un deporte de hombres dulces / el fútbol es un deporte
de hombres que se quieren con locura". Fabián Casas, por su parte, escribió
Cancha rayada, en el que describe el regreso de un estadio luego de una
derrota. Consultado sobre qué lugar tiene el fútbol en su obra, Casas respondió:
"Ser hincha de San Lorenzo tiñó mi personalidad. En términos heideggerianos
soy-un-ser-para-la-Copa-Libertadores".
Amalgamados, los dos géneros del arte caminan, finalmente, tomados de la
mano. Quedan en el tintero algunas frases elegidas que definen con belleza
irrefutable la belleza del fútbol. Javier Marías dijo que "el fútbol es
la recuperación semanal de la infancia" y el intelectual comunista Antonio
Gramsci lo definía como "el reino de la lealtad humana ejercida al aire
libre". Con cierto tono meloso, el checo Milan Kundera escribía que "tal
vez los jugadores tengan la hermosura y la tragedia de las mariposas, que
vuelan tan alto y tan bello pero que jamás pueden apreciar y admirarse en
la belleza de su vuelo". Por último, el multifacético Pier Paolo Pasolini
dejó la mejor definición que la literatura pudo hacer de este deporte que
remite a los juegos circenses de la Roma antigua: "El fútbol es un sistema
de signos, por lo tanto es un lenguaje. Hay momentos que son puramente poéticos:
se trata de los momentos de gol. Cada gol es siempre una invención, es siempre
una subversión del código: es una ineluctabilidad, fulguración, estupor,
irreversibilidad. Igual que la palabra poética. El goleador de un campeonato
es siempre el mejor poeta del año. El fútbol que produce más goles es el
más poético. Incluso el dribbling es de por sí poético (aunque no siempre
como la acción del gol). En los hechos, el sueño de cada jugador (compartido
por cada espectador) es partir de la mitad del campo, dribbliar a todos
y marcar el gol. Si, dentro de los límites consentidos, se puede imaginar
en el fútbol una cosa sublime, es ésa. Pero no sucede nunca. Es un sueño".
Pasolini, obviamente, no había visto jugar a Diego Maradona. A pesar de
desmentidas por el segundo gol del "Diez" a los ingleses, sus palabras están
llenas de verdad poética. Pero de eso podría tratarse este desencuentro
entre las letras y la pelota: Maradona tampoco había leído a Pasolini.
Te cuento que el otro día estuve
en el supermercado "Carrefour", donde antes estaba la cancha de San Lorenzo.
Fui con José Sanfilippo, el héroe de mi infancia, que fue goleador de San
Lorenzo cuatro temporadas seguidas. Caminamos entre las góndolas, rodeados
de cacerolas, quesos y ristras de chorizos. De pronto, mientras nos acercamos
a las cajas, Sanfilippo abre los brazos y me dice: "Pensar que acá se la
clavé de sobrepique a Roma, en aquel partido contra Boca". Se cruza delante
de una gorda que arrastra un carrito lleno de latas, bifes y verduras y
dice: "Fue el gol más rápido de la historia".
Concentrado, como esperando un córner, me cuenta: "Le dije al cinco, que
debutaba: no bien empiece el partido, me mandás un pelotazo al área. No
te calentés que no te voy a hacer quedar mal. Yo era mayor y el chico, Capdevila
se llamaba, se asustó, pensó: a ver si no cumplo". Y ahí nomás Sanfilippo
me señala la fila de frascos de mayonesa y grita: "¡Acá la puso!". La gente
nos mira, azorada. "La pelota me cayó atrás de los centrales, atropellé
pero se me fue un poco hasta ahí, donde está el arroz, ¿ve?" -me señala
el estante de abajo, y de golpe como un conejo a pesar del traje azul y
los zapatos lustrados-: "La dejé picar y ¡plum!". Tira el zurdazo. Todos
nos damos vuelta para mirar hacia la caja, donde estaba el arco hace treinta
y tantos años, y a todos nos parece que la pelota se mete arriba, justo
donde están las pilas para radio y las hojitas de afeitar.
Sanfilippo levanta los brazos para festejar. Los clientes y las cajeras
se rompen las manos de tanto aplaudir. Casi me pongo a llorar. El Nene Sanfilippo
había hecho de nuevo aquel gol de 1962, nada más que para que yo pudiera
verlo.
El penal más fantástico del
que yo tenga noticia se tiró en 1958 en un lugar perdido del valle de Río
Negro, en Argentina, un domingo por la tarde en un estadio vacío. Estrella
Polar era un club de billares y mesas de baraja, un boliche de borrachos
en una calle de tierra que terminaba en la orilla del río. Tenía un equipo
de fútbol que participaba en el campeonato del valle porque los domingos
no había otra cosa que hacer y el viento arrastraba la arena de las bardas
y el polen de las chacras.
Los jugadores eran siempre los mismos, o los hermanos de los mismos. Cuando
yo tenía quince años, ellos tendrían treinta y me parecían viejísimos. Díaz,
el arquero, tenía casi cuarenta y el pelo.
El blanco que le caía sobre la frente de indio araucano. En el campeonato
participaban dieciséis clubes y Estrella Polar siempre terminaba más abajo
del décimo puesto. Creo que en 1957 se habían colocado en el decimotercer
lugar y volvían a sus casas cantando, con la camiseta roja bien doblada
en el bolso porque era la única que tenían. En 1958 empezaron ganándole
a Escudo Chileno, otro club de miseria.
A nadie le llamo la atención eso. En cambio, un mes después, cuando habían
ganado cuatro partidos seguidos y eran los punteros del torneo, en los doce
pueblos del valle empezó a hablarse de ellos.
Las victorias habían sido por un gol, pero alcanzaban para que Deportivo
Belgrano, el eterno campeón, el de Padini, Constante Gauna y Tata Cardiles,
quedara relegado al segundo puesto, un punto más abajo. Se hablaba de Estrella
Polar en la escuela, en el ómnibus, en la plaza, pero no imaginaba todavía
que al terminar el otoño tuvieran 22 puntos contra 21 de los nuestros.
Las canchas se llenaban para verlos perder de una buena vez. Eran lentos
como burros y pesados como roperos, pero marcaban hombre a hombre y gritaban
como marranos cuando no tenían la pelota. El entrenador, un tipo de traje
negro, bigotitos recortados, lunar en frente y pucho apagado entre los labios,
corría junto a la línea de toque y los azuzaba con una vara de mimbre cuando
pasaban a su lado. El público se divertía con eso y nosotros, que por ser
menores jugábamos los sábados, no nos explicábamos como ganaban si eran
tan malos.
Futbolista
y escritor
Por Néstor López
En el sur profundo, Patagonia y alrededores, las canchas de fútbol
son pedregosas, grises y muy ventosas, las marcas no se hacen con
cal sino con una zanja poco profunda. Allí se hizo jugador de fútbol
Osvaldo Soriano. Jugaba de centrofóbal, con el 9 en la espalda y el
oportunismo a flor de piel para meterse en el área contraria. Nunca
pudo emular a sus ídolos, esos héroes vestidos de azul y rojo que la
voz brillante de Fioravanti acercaba gracias a la radio. El Loco
Dobal, Toscano Rendo, el Bambino Veira y el Manco Casa eran los
mejores futbolistas del mundo para la imaginación y el corazón
azulgrana de Soriano.
Recién a los 20 años, ese 9 rubio y morrudo, cansado de tragar
tierra patagónica, se dio cuenta de que su futuro no estaba en las
canchas de fútbol. Y se dedicó a escribir. Y se transformó en uno de
los mejores escritores argentinos del siglo XX. Pero el fútbol
siempre corrió por su sangre hasta llegar al papel. En toda su obra
como novelista, cuentista y periodista, Soriano mezcló realidad con
ficción de tal forma que se transformó en su sello propio, su estilo
para contar, su forma de llegar a ser masivo. Y quizás por eso fue
ninguneado por los académicos de las letras, así como alguna vez
intentaron ignorar a Roberto Arlt y ahora no reconocen como
corresponde a Eduardo Sacheri.
Allá perdido en los estantes de una librería cualquiera, donde
cuesta llegar, se puede encontrar un libro entrañable, maravilloso
de Osvaldo Soriano. Se llama
Arqueros,
ilusionistas y goleadores. Es una recopilación de todo (en
realidad gran parte) de lo que escribió referido al fútbol. Hay
ficción y realidad. Pero cuesta encontrar el límite, porque en una
misma edición conviven Butch Cassidy, el Míster Peregrino Fernández
y Obdulio Varela. Hay cuentos, notas que escribió para Página 12 y
parte de la cobertura del Mundial 86 que realizó para Il Manifesto,
de Roma. Aparece Maradona y, como no podía ser de otra manera, es
posible disfrutar una vez más de El penal más largo del mundo.
En esas páginas en las que algunos perdedores épicos son más
queribles que varios ganadores tristes, Soriano junta sus dos
amores, pinta su vida, recuerda su juventud, entrega su mirada del
mundo y cita a Camus para expresar que "en una cancha de fútbol se
juegan todos los dramas humanos"
21/10/12 Tiempo Argentino
Daban y recibían golpes con tanta lealtad y entusiasmo, que terminaban apoyándose
unos sobre otros para salir de la cancha mientras la gente les aplaudía
el 1 a 0 y les alcanzaba botellas de vino refrescadas en la tierra húmeda.
Por las noches celebraban en el prostíbulo de Santa Ana y la gorda Leticia
se quejaba de que se comieran los restos del pollo que ella guardaban en
la heladera. Eran la atracción y en el pueblo se les permitía todo. Los viejos les recogían
de los bares cuando tomaban demasiado y se ponían pendencieros; los comerciantes
les regalaban algún juguete o caramelos para los hijos y en el cine, las
novias les consentían caricias por encima de las rodillas. Fuera de su pueblo
nadie los tomaba en serio, ni siquiera cuando le ganaron a Atlético San
Martín por 2 a1.
En medio de la euforia perdieron,
como todo el mundo, en Barda del Medio y al terminar la primera rueda dejaron
el primer puesto cuando Deportivo Belgrano los puso en su lugar con siete
goles. Todos creímos, entonces, que la normalidad empezaba a restablecerse.
Pero el domingo siguiente ganaron 1 a 0 y siguieron con su letanía de laboriosos,
horribles triunfos y llegaron a la primavera con apenas un punto menos que
el campeón.
El último enfrentamiento fue histórico por el penal. El estadio estaba repleto
y los techos de las casas también. Todo el mundo esperaba que Deportivo
Belgrano repitiera los siete goles de la primera rueda. El día era fresco
y soleado y las manzanas empezaban a colorearse en los arboles. Estrella Polar trajo más de quinientos hinchas que tomaron una tribuna por
asalto y los bomberos tuvieron que sacar las mangueras para que se quedaran
quietos.
El referí que pitó el penal era Herminio Silva, un epiléptico que vendía
las rifas del club local y todo el mundo entendió que se estaba jugando
el empleo cuando a los cuarenta minutos del segundo tiempo estaban uno a
uno y todavía no había cobrado la pena por más que los de Deportivo Belgrano
se tiraran de cabeza en el área de Estrella Polar y dieran volteretas y
malabarismos para impresionarlo. Con el empate el local era campeón y Herminio
Silva quería conservar el respeto por sí mismo y no daba penal porque no
había infracción.
Pero a los 42 minutos, todos nos quedamos con la boca abierta cuando el
puntero izquierdo de Estrella Polar clavó un tiro libre desde muy lejos
y se pusieron arriba 2 a 1. Entonces sí, Herminio Silva pensó en su empleo
y alargó el partido hasta que Padín entró en el área y ni bien se le acercó
un defensor pitó. Ahí nomás dio un pitazo estridente, aparatoso y sancionó
el penal. En ese tiempo el lugar de ejecución no estaba señalado con una
mancha blanca y había que contar doce pasos de hombre. Herminio Silva no
alcanzó siquiera a recoger la pelota porque el lateral derecho de Estrella
Polar, el Colo Rivero, lo durmió de un cachetazo en la nariz. Hubo tanta
pelea que se hizo de noche y no hubo manera de despejar la cancha ni de
despertar a Herminio Silva. El comisario, con la linterna encendida, suspendió
el partido y ordenó disparar al aire. Esa noche el comando militar dictó
estado de emergencia, o algo así, y mandó a enganchar un tren para expulsar
del pueblo a toda persona que no tuviera apariencia de vivir allí.
Según el tribunal de al Liga, que se reunió el martes, faltaban jugarse
veinte segundos a partir de la ejecución del tiro penal y ese match aparte
entre Constante Gauna, el shoteador y el gato Díaz al arco, tendría lugar
el domingo siguiente, en el mismo estadio a puertas cerradas. De manera
que el penal duro una semana y fue, si nadie me informa lo contrario, el
más largo de toda la historia. El miércoles faltamos al colegio y nos fuimos
al pueblovecino a curiosear. El club estaba cerrado y todos los hombres
se habían reunido do en la cancha, entre las bardas. Formaban una larga
fila para patearle penales al Gato Díaz y el entrenador de traje negro y
lunar trataba de explicarles que esa era la mejor manera de probar al arquero.
Al final, todos tiraron su penal y el Gato atajó unos cuantos porque le
pateaban con alpargatas y zapatos de calle. Un soldado bajito, callado,
que estaba en la cola, le tiró un puntazo con el borseguí militar y casi
arranca la red. Al caer la tarde volvieron al pueblo, abrieron el club y
se pusieron a jugar a las cartas. Díaz se quedó toda la noche sin hablar,
tirándose para atrás el pelo blanco y duro hasta que después de comer se
puso un escarbadientes en la boca y dijo:
-Constante los tira a la derecha.
-Siempre -dijo el presidente del club. -Pero él sabe que yo sé. -Entonces estamos jodidos.
-Sí, pero yo sé que él sabe -dijo el Gato. -Entonces tírate a la izquierda y listo -dijo uno de los que estaban en
la mesa. -No. El sabe que yo sé que él sabe -dijo el Gato Díaz y se levantó para
ir a dormir. -El Gato esta cada vez más raro -dijo el presidente el club cuando lo vio
salir pensativo, caminando despacio.
90 minutos. Relatos de fútbol
Empezó el partido. Arde el fuego de la pasión entre todos los
hinchas. Esa pasión que inflama sus corazones con el mismo
entusiasmo que al pibe que va con el padre por primera vez a la
cancha, a conocer en persona al equipo que será dueño de su amor por
el resto de su vida. Este libro homenajea esa pasión con cuentos
sobre padres e hijos, hinchas, relatores y jugadores de ayer, que
dejaban la piel en el césped más allá de los premios y los sueldos,
se peinaban con gomina por respeto y se bancaban todos los
guadañazos, descosiendo los hilos gruesos de las pelotas de tiento y
salían a la cancha aún con fiebre o resaca, haciendo de su profesión
un culto al amor por la camiseta.
Para ustedes, fieles amantes del deporte más popular, son estas
historias.
Fuente: Programa Libros y Casas,
Clic para descargar.
El martes no fue a entrenar y el miércoles tampoco. El jueves, cuando lo
encontraron caminando por las vías del tren estaba hablando solo y lo seguía
un perro con el rabo cortado.
-¿Lo vas a atajar?- le preguntó, ansioso, el empleado de la bicicletería.
-No sé. ¿Qué me cambia eso?- preguntó.
-Que nos consagramos todos, Gato. Les tocamos el culo a esos maricones de
Belgrano.
-Yo me voy consagrar cuando la rubia de Ferreyra me quiera querer -dijo
y silbó al perro para volver a su casa.
El viernes, la rubia de Ferreyra esta atendiendo la mercería cuando el intendente
del pueblo entró con un ramo de flores y una sonrisa ancha como una sandía
abierta. Esto te lo manda el Gato Díaz y hasta el lunes vos decís que es tu novio.
-Pobre tipo -dijo ella con una mueca y ni miro las flores que habían llegado
de Neuquén por el ómnibus de las diez y media.
A la noche fueron juntos al cine. En el entreacto el Gato salió al hall
a fumar y la rubia de los Ferreyra se quedó sola en la media luz, con la
cartera sobre la falda, leyendo cien veces el programa sin levantar la vista.
El sábado a la tarde el Gato Díaz pidió prestadas dos bicicletas y fueron
a pasear a las orillas del río. Al caer la tarde la quiso besar, pero ella
dio vuelta la cara y dijo que el domingo a la noche, tal vez, después que
atajara el penal, en el baile.
-¿Y yo cómo sé? -dijo él.
-¿Cómo sabés qué?
-Si me tengo que tirar para ese lado.
La rubia Ferreyra lo tomó de la mano y lo llevó hasta donde habían dejado
las bicicletas.
-En esta vida nunca se sabe quién engaña a quién -dijo ella.
¿Y si no lo atajo? -preguntó él.
Entonces quiere decir que no me querés -respondió la rubia, y volvieron
al pueblo.
El domingo del penal salieron del club veinte camiones cargados de gente,
pero la policía los detuvo a la entrada del pueblo y tuvieron que quedarse
a un costado de la ruta, esperando bajo el sol. En aquel tiempo y en aquel
lugar no había emisoras de radio, ni forma de enterarse de lo que ocurría
en una cancha cerrada, de manera que los de Estrella Polar establecieron
una posta entre el estadio y la ruta.
El empleado del bicicletero subió a un techo desde donde se veía el arco
del Gato Díaz y desde allí narraba lo que ocurría a otro muchacho que había
quedado en la vereda que a su vez transmitía a otro que estaba a veinte
metros y así hasta que cada detalle llegaba a donde esperaban los hinchas
de Estrella Polar.
A las tres de la tarde, los dos equipos salieron a la cancha vestidos como
si fueran a jugar un partido en serio. Herminio Silva tenía un uniforme
negro, desteñido pero limpio y cuando todos estuvieron reunidos en el centro
de la cancha fue derecho hasta donde estaba el Colo Rivero que le había
dado el cachetazo el domingo anterior y lo expulsó de la cancha. Todavía
no se había inventado la tarjeta roja, y Herminio señala la entrada del
túnel con una mano temblorosa de la que colgaba el silbato.
Al fin, la policía sacó a empujones al Colo que quería quedarse a ver el
penal. Entonces el arbitro fue hasta el arco con la pelota apretada contra
una cadera, contó doce pasos y la puso en su lugar. El Gato Díaz se había
peinado a la gomina y la cabeza le brillaba como una cacerola de aluminio.
Nosotros los veíamos desde el paredón que rodeaba la cancha, justo detrás
del arco, y cuando se colocó sobre la raya de cal y empezó a frotarse las
manos desnudas, empezamos a apostar hacía dónde tiraría Constante Gauna.
En la ruta habían cortado el tránsito y todo el Valle estaba pendiente de
ese instante porque hacía diez años que el Deportivo Belgrano no perdía
un campeonato. También la policía quería saber, así que dejaron que la cadena
de relatores se organizara a lo largo de tres kilómetros y las noticias
llegaban de boca en boca apenas espaciadas por los sobresaltos de la respiración.
Recién a las tres y media, cuando Herminio Silva consiguió que los dirigentes
de los dos clubes, los entrenadores y las fuerzas vivas del pueblo abandonaran
la cancha, Constante Gauna se acercó a acomodar la pelota. Era flaco y musculoso
y tenía las cejas tan pobladas que parecían cortarle la cara en dos. Había
tirado ese penal tantas veces -contó después- que volvería a patearlo a
cada instante de su vida, dormido o despierto.
A las cuatro menos cuarto, Herminio Silva se puso a medio camino entre el
arco y la pelota, se llevó el silbato a la boca y sopló con todas sus fuerzas.
Estaba tan nervioso y el sol le había machacado tanto sobre la nuca, que
cuando la pelota salió hacía el arco, el referí sintió que los ojos se reviraban
y cayó de espalda echando espuma por la boca. Díaz dio un paso al frente
y se tiró a su derecha. La pelota salió dando vueltas hacía el medio del
arco y Constante Gauna adivinó enseguida que las piernas del Gato Díaz llegarían
justo para desviarla hacia un costado. El gato pensó en el baile de la noche,
en la gloria tardía y en que alguien corriera a tirar la pelota al córner
porque había quedado picando en el área.
El petiso Mirabelli llegó primero que nadie y la sacó afuera, contra el
asombrado, pero el arbitro Herminio Silva no podía verlo porque estaba en
el suelo, revolcándose con su epilepsia. Cuando todo Estrella Polar se tiró
sobre el Gato Díaz, el juez de línea corrió hacía Herminio Silva con la
bandera parada y desde el paredón donde estábamos sentados oímos que gritaba
“¡no vale, no vale!”. La noticia corrió de boca en boca, jubilosa. La atajada del Gato y el desmayo
del árbitro. Entonces en la ruta todos abrieron las botellas de vino y empezaron
a festejar, aunque el “no vale” llegara balbuceado por los mensajeros como
una mueca atónita.
Hasta que Herminio Silva no se puso de pie, desencajado por el ataque, no
hubo respuesta definitiva. Lo primero que preguntó fue “qué pasó” y cuando
se lo contaron sacudió la cabeza y dijo que había que patear de nuevo porque
él no había estado allí y el reglamento decía que el partido no puede jugarse
con un árbitro desmayado. Entonces el Gato Díaz apartó a los que querían
pegarle al vendedor de rifas de Deportivo Belgrano y dijo que había que
apurarse porque esa noche él tenía una cita y una promesa y fue otra vez
bajo el arco.
Constante Gauna debía tenerse poca fe, porque le ofreció el tiro a Padini
y recién después fue hacía la pelota mientras el juez de línea ayudaba a
Herminio Silva a mantenerse parado. Afuera se escuchaban bocinazos de festejo
y los jugadores de Estrella Polar empezaron a retirarse de la cancha rodeados
por la policía.
El pelotazo salió hacía la izquierda y el Gato Díaz se fue para el mismo
lado con una elegancia y una seguridad que nunca más volvió a tener. Costante Gauna miró al cielo y después se echó a llorar. Nosotros saltamos
del paredón y fuimos a mirar de cerca a Díaz, el viejo, el grandote, que
miraba la pelota que tenía entre las manos como si hubiera sacado la sortija
de la calesita.
Dos años más tarde, cuando él era una ruina y yo un joven insolente, me
lo encontré otra vez, a doce pasos de distancia y lo vi inmenso, agazapado
en punta de pie, con los dedos abiertos y largos. En una mano llevaba un
anillo de matrimonio que no era de la rubia de los Ferreyra sino del hermano
del Colo Rivero, que era tan india y tan vieja como él. Evité mirarlo a
los ojos y le cambié la pierna; después tiré de zurda, abajo, sabiendo que
no llegaría porque estaba un poco duro y le pesaba la gloria. Cuando fui
a buscar la pelota dentro del arco, el Gato Díaz estaba levantándose como
un perro apaleado.
-Bien, pibe -me dijo-. Algún día, cuando seas viejo, vas a andar contando
por ahí que le hiciste un gol al Gato Díaz, pero para entonces ya nadie
se va a acordar de mí.
El
gordo Soriano, contador de patos
Durante la filmación del documental Soriano, Osvaldo Bayer
le contó al director Eduardo Montes Bradley una anécdota que le habían relatado
sobre su amigo escritor.
Resulta que en el exilio en Bélgica, cagado de hambre, Osvaldo Soriano consiguió
un laburo de contador de patos en el Lago de los Cien Patos de Bruselas.
El trabajo consistía en contar los patos todas las noches y reportar los
posibles faltantes a las autoridades, que al instante los repondrían para
que el Lago de los Cien Patos no dejara de tener, efectivamente, cien patos.
El problema era que nunca desaparecía ningún pato, siempre había cien patos
en el Lago de los Cien Patos. Y Soriano empezó a temer que las autoridades
notaran la inutilidad del puesto y lo rajaran. Entonces acordó con un amigo
exiliado peruano para que cada tanto se robara un par de patos.
De esa manera pudo mantener su trabajo y, según dicen, eran legendarios
los asados que se organizaban entre varios exiliados latinoamericanos, con
Soriano como huésped de honor. Obviamente, el menú era siempre el mismo:
pato a las brasas.
Maravillado por la anécdota, y con la intención de hacer más interesante
su documental, Montes Bradley le dijo a Bayer: ¿Por qué no vamos a Bruselas
para ver si existe ese puesto de contador de patos? Y Bayer le contestó
que mejor no, que para qué...
Enterarse que en Bruselas no existe un Lago de los Cien Patos ni un puesto
de contador de patos sería como dejar de soñar, de esperar, de creer que
en algún lugar lejano, escondido y maravilloso de este perro mundo, existe
la felicidad.