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Respiración artificial (fragmento)
Segunda parte
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Segunda
parte - Descartes
IV
1 Se lo ha visto a las diez de la mañana bajar del tren que llega de la
Capital. Se detuvo en las escalinatas de la estación, un poco desorientado;
preguntó de qué lado quedaba el río. Nos veremos a las seis. Combinamos
por teléfono. Soy Emilio Renzi, me dice. Ha viajado a Concordia especialmente.
Señor Tardowski. Tardewski, le digo. Se pronuncia Tardewski, con acento
en la segunda vocal. Le explico cómo llegar al Club, cómo encontrarme y
me despido. Mucho gusto, etc. ¿Quién le hablaba? me dice Elvira. Un sobrino
del Profesor. Vino a buscar unos papeles que quedaron acá, le digo. Ella
no me cree. Es difícil decir la verdad cuando se ha abandonado la lengua
materna. Tenga cuidado, por favor, no se mezcle, me dice. Sus ojos de una
claridad líquida son realmente extraordinarios. ¿Claridad líquida? Una de
las primeras cosas que se pierde al cambiar de idioma es la capacidad de
describir. ¿Que no me mezcle? ¿A qué vino? pregunta ella. ¿Quién? le digo.
Ese muchacho ¿a qué vino? Es simple; el Profesor decidió irse de viaje.
Habló con su sobrino, le dijo que me viera. Posiblemente, le digo, el Profesor
regrese hoy. Entonces Elvira me pidió que no mintiera. No mienta, dijo.
Por favor, a mí no me mienta. Y sin embargo yo no miento. Tal vez convenga
demostrar que no miento. Conocí al Profesor Marcelo Maggi en el Club Social;
nos encontrábamos habitualmente para cenar o jugar al ajedrez. Debo decir
que él no era explícito conmigo (ni yo con él); conozco de su vida lo que
ha querido hacerme saber. ¿Tenía una vida secreta? Todos tenemos una vida
secreta. Una tarde, hace de eso casi diez días, el Profesor vino a buscarme
acá, cosa inusual. Me dijo que tenía que pedirme algo, pero prefería que
yo no le hiciera preguntas. Si yo quería hacerle preguntas, dijo, ese era
el momento, antes de que él me pidiera nada. Yo no tenía preguntas que hacerle.
Entonces me pidió pasar la noche en casa. Pasó esa noche en mi casa. Conversamos
hasta la madrugada. ¿Sobre qué se puede conversar hasta la madrugada? En
un momento dado, esa noche, el Profesor dijo que quería dejarme los borradores
y las notas de un libro que estaba escribiendo. Ya habíamos hablado sobre
ese libro en varias oportunidades. Prefería que yo guardara esas carpetas,
me dijo, hasta que él me las pidiera o mandara a alguien a pedirlas por
él. Me dijo también que posiblemente cruzara esa tarde al Uruguay para despedirse
de una mujer con la que había vivido en otra época. Quería despedirse de
ella, dijo, porque pensaba irse de viaje y no estaba seguro de poder volver
a verla. Quedamos en encontrarnos dos días después, a la hora de siempre,
en el Club. Si por algún motivo no llegaba trataría, dijo, de estar de vuelta
a más tardar el 27. Dos días después no vino al Club y tampoco los días
siguientes. Desde entonces (hoy es 27) no tengo noticias de él. Es esto,
más o menos, lo que le explico a Renzi cuando nos encontramos en el Club,
a las seis de la tarde. ¿Y entonces,
me dice él. Nada, le digo.
Vamos a esperarlo. No bien llegue, seguro vendrá por acá. Si llega,
dice él. Claro, le digo, si es que puede volver hoy. Así que entonces,
dice él. Es extraño. De un día para otro. Parecía saber bien, le digo,
lo que estaba haciendo. Por otro lado, le digo, no era un hombre al
que le interesara mucho dar explicaciones. ¿Y por qué, después de todo,
iba a dar explicaciones? Decidió irse, le digo. Eso es todo. Ya veo,
dice él. Pero ¿por qué esa noche, Marcelo?, empieza a decir Renzi. Una
forma, quizás, lo interrumpo, de estar acompañado. Tener alguien con
quien hablar mientras llega la mañana. Fuimos buenos compañeros de ajedrez
el Profesor y yo, durante estos años. Él no tenía muchos amigos; daba
sus clases, se encontraba a veces con sus alumnos, ellos iban a visitarlo.
Desde hace un tiempo, le digo, vivía en un Hotel, uno que está a la
orilla del río, del otro lado de la Plaza, quizás usted lo vio al venir
hacia acá. Parecía querer olvidarse de sí mismo; no le gustaban las
confidencias. Por otro lado ¿a quién pueden interesarle, en estos tiempos,
las confidencias? Renzi pensaba que de todos modos yo debía tener alguna
hipótesis. ¿Qué pensaba yo que había pasado? No soy el más indicado,
quiero que sepa, le digo, para hacer hipótesis o dar explicaciones sobre
la conducta de los demás. Yo vivo ¿cómo le diré? un poco apartado. Incluso
a veces pienso que él cultivó mi amistad, si podemos llamarla así, le
digo, cultivó mi amistad durante todo este tiempo porque estaba preparando
esta retirada y necesitaba de mí, de Vladimir Tardewski, o sea de alguien
como yo, un desterrado, un extranjero. Hace años que nadie se ocupa
mayormente de mí y usted, la verdad, es la primera persona que me visita,
para decirlo así, desde la vez que vino a verme el Cónsul y me pidió
que me naturalizara, a lo que me negué. Después le dije que yo no era
como él, como el Profesor; a mí, le dije, no me gusta cambiar. Por otro
lado cambiar es muy difícil ¿no cree usted? Las cosas deben cambiar,
transformarse, ¿pero uno? Le dije que cambiar era mucho más difícil
y arriesgado de lo que la gente podía imaginarse. Entonces Renzi quiso
saber sobre qué habíamos conversado, aquella noche, el Profesor y yo.
Pensaba que esa noche quizás Marcelo había dicho o insinuado algo que
nos permitiera, dijo, entender por qué había decidido irse. Yo también
pienso, dijo Renzi, que él sabía desde el principio lo que estaba haciendo,
lo que quería hacer, y que si empezó a escribirme fue porque en un sentido
también conmigo, dijo Renzi, estaba preparando la retirada y quería
que en ese momento, cuando eso sucediera, yo estuviera acá, como estoy
ahora, dijo, con usted, preparado, dispuesto a esperarlo. Por eso creía
que si era posible reconstruir, aunque fuera parcialmente, lo que nosotros
habíamos hablado esa noche, tal vez se pudiera encontrar una pista,
o al menos, dijo, un principio de explicación. Yo le dije que lo mejor
era no tratar de explicar con palabras lo que un hombre había decidido
hacer con su vida. En todo caso, le dije, podríamos hablar de eso después,
cuando también nosotros nos hubiéramos conocido un poco mejor. Le pregunté
si no quería tomar otra ginebra y llamé al mozo. En este club, le dije
a Renzi, se puede tomar y tomar sin que nadie se alarme. Ve ese hombre
ahí, ese gordo, de campera, se emborracha todas las noches, siempre
solo, y mantiene una extraña dignidad. Se cuenta de él, le digo a Renzi,
una historia dolorosa. Limpiando una escopeta había matado a su mujer
con la que llevaba tres meses de casado. Le dije que sin duda había
sido un accidente y no un crimen, porque nadie mata a la mujer con quien
se ha casado hace tres meses de esa manera, con un tiro de escopeta
en la cara, salvo que esté loco. Y además, le digo, el hombre ha quedado
literalmente quebrado después del accidente. No hace otra cosa que emborracharse
y decir que a las armas las carga el diablo. Dos ginebras, sí, le digo
entonces ahora al mozo. Traiga, por favor, otro poco de hielo. Usted,
sin duda, le digo a Renzi, habrá leído a mi compatriota Korzeniowski,
el novelista polaco que escribía en inglés. Un renegado, para decir
la verdad, un romántico de la peor especie. Vivía fascinado por esa
clase de personajes. El hombre que tiene un secreto. Pero ¿quién de
nosotros no tiene un secreto? Hasta el tipo más insignificante, le digo,
si dispusiera de un auditorio, podría fascinarnos con el misterio de
su vida. Ni siquiera hace falta haber matado a una mujer con un tiro
de escopeta. Ese otro tipo ¿ve?, el que está ahí, cerca de esa columna,
se llama Iriarte, tiene un negocio de relojes, es el tipo clásico del
insignificante y sin embargo, estoy seguro, cuando ha bebido lo necesario,
también él sueña con el gran hombre que estuvo a punto de ser. En algún
momento de su vida debe haberse encontrado frente a un hecho que necesita
mantener oculto. Nos pasa a todos. Cada uno de nosotros, le digo, tiene
su propio repertorio de momentos extraordinarios y de ilusiones heroicas.
Todos, me dice Renzi, la diferencia está en que algunos son capaces
de realizarlas. ¿Las ilusiones? Depende de la edad. Después de los treinta,
le digo, ya no somos otra cosa que una triste amalgama de ilusiones
y de mujeres a las que hemos matado con un tiro de escopeta. Por otro
lado, le digo a Renzi, lo que un hombre piensa de sí mismo no tiene
ninguna importancia. Renzi me dijo entonces que el Profesor no era
así. No estaba seguro de
conocerlo bien, dijo, pero podía imaginarse perfectamente cómo pensaba.
¿Y cómo pensaba?, le pregunto, según usted. En contra de sí mismo, siempre
en contra de sí mismo, me dijo Renzi, a quien ese método le parecía
una garantía, casi infalible, de lucidez. Es un excelente método de
pensamiento, me dijo. Pensar en contra, le digo, sí, no está mal. Porque
él, Marcelo, me dijo Renzi, desconfiaba de sí mismo. Nos adiestran durante
demasiado tiempo en la estupidez y al final se nos convierte en una
segunda naturaleza, decía Marcelo, me dice Renzi. Lo primero que pensamos
siempre está mal, decía, es un reflejo condicionado. Hay que pensar
en contra de sí mismo y vivir en tercera persona. Eso dice Renzi que
le decía en sus cartas el Profesor Maggi. Brindemos entonces por él,
le digo. Por el Profesor Marcelo Maggi, que aprendió a vivir en contra
de sí mismo. Salud, dice Renzi. Salud, le digo. Y sin embargo ya ve,
el Profesor también hizo lo que pudo, como todo el mundo, le digo ahora
a Renzi. Un día, según parece, decidió irse de viaje, cambiar de vida,
empezar de nuevo ¿quién sabe? en otro lugar. Y ¿qué es eso? después
de todo, le digo, ¿si no una ilusión moderna? A todos nos pasa en el
fondo. Todos queremos, le digo, tener aventuras. Renzi me dijo que estaba
convencido de que ya no existían ni las experiencias, ni las aventuras.
Ya no hay aventuras, me dijo, sólo parodias. Pensaba, dijo, que las
aventuras, hoy, no eran más que parodias. Porque,. dijo, la parodia
había dejado de ser, como pensaron en su momento los tipos de la banda
de Tinianov, la señal del cambio literario para convertirse en el centro
mismo de la vida moderna. No es que esté inventando una teoría o algo
parecido, me dijo Renzi. Sencillamente se me ocurre que la parodia se
ha desplazado y hoy invade los gestos, las acciones. Donde antes había
acontecimientos, experiencias, pasiones, hoy quedan sólo parodias. Eso
trataba a veces de decirle a Marcelo en mis cartas: que la parodia ha
sustituido por completo a la historia. ¿O no es la parodia la negación
misma de la historia? Ineluctable modalidad de lo visible, como decía
el Irlandés disfrazado de Telémaco, en el carnaval de Trieste, año 1921,
dijo, críptico, Renzi. Después me preguntó si realmente yo lo había
conocido a James Joyce. Marcelo me dijo que usted lo conoció a Joyce,
me parece tan fantástico, me dijo Renzi. Lo conocí, le digo, en fin,
lo vi un par de veces; era un tipo extremadamente miope, bastante hosco.
Pésimo jugador de ajedrez. El hubiera aceptado, supongo, su versión
de que sólo existe la parodia (porque en realidad, y dicho entre paréntesis,
¿qué era él sino una parodia de Shakespeare?), pero habría rechazado
su hipótesis de que ya no existen las aventuras. Yo mismo le voy a confesar,
le confieso a Renzi, yo mismo me resisto a aceptar esa hipótesis. ¿Será
porque soy europeo? El profesor decía de mí que yo venía a cerrar la
larga sucesión de europeos aclimatados en este país. Yo era el último
de una lista que se iniciaba, según él, con Pedro de Angelis y llegaba
hasta mi compatriota Witold Gombrowicz. Esos europeos, decía el Profesor,
habían logrado crear el mayor complejo de inferioridad que ninguna cultura
nacional hubiera sufrido nunca desde los tiempos de la ocupación de
España por los moros. Pedro de Angelis era el primero, decía el Profesor,
le digo a Renzi. Un hombre refinado, un erudito, experto en Vico y en
Hegel, preceptor de los hijos de Joaquín Murat, agregado cultural en
la corte de San Petersburgo, colaborador de la Revue Enciclopédique
que, amigo de Michelet y de Desttut de Tracy, recaló en Buenos Aires
y se convirtió en la mano derecha de Rosas. Frente a él Echeverría,
Alberdi, Sarmiento, parecían copistas desesperados, diletantes corroídos
por un saber de segunda mano. Yo era, según Maggi, el último eslabón
de esta cadena: un intelectual polaco que había estudiado filosofía
en Cambridge con Wittgenstein y que terminaba en Concordia, Entre Ríos,
dando clases privadas. En este sentido, le digo, mi situación le parecía
al Profesor la metáfora más pura del desarrollo y la evolución subterránea
del europeísmo como elemento básico en la cultura argentina desde su
origen. Todas las contradicciones de esa tradición se encarnaban en
esos intelectuales europeos que habían vivido en la Argentina y yo no
era más que el ejemplo final de su paulatina disgregación. Conozco,
dijo Renzi, algo me contó en sus cartas Marcelo de todo esto. Una tesis
singular, le digo, pero de todos modos ¿por qué me acordé de eso? Hablábamos
de otra cosa y entonces yo. Ah sí, le digo, en realidad quería discrepar
con su hipótesis sobre la ausencia de aventuras y pensaba que quizás
esa discrepancia se debe a mi origen europeo, fue ahí que me acordé
de De Angelis, etc. En realidad yo pensaba, le dije, que los argentinos,
los sudamericanos, en fin, la generalización que prefiera usar, tienen
una idea excesivamente épica de lo que debe ser considerado una aventura.
Déjeme que le cuente una historia, le digo. Una vez estuve internado
en un hospital, en Varsovia. Inmóvil, sin poder valerme de mi cuerpo,
acompañado por otra melancólica serie de inválidos. Tedio, monotonía,
introspección. Una larga sala blanca, una hilera de camas, era como
estar en la cárcel. Había una sola ventana, al fondo. Uno de los enfermos,
un tipo huesudo, afiebrado, consumido por el cáncer, un hijo de franceses
llamado Guy, había tenido la suerte de caer cerca de ese agujero. Desde
allí, incorporándose apenas, podía mirar hacia afuera, ver la calle.
¡Qué espectáculo! Una plaza, agua, palomas, gente que pasa. Otro mundo.
Se aferraba con desesperación a ese lugar y nos contaba lo que veía.
Era un privilegiado. Lo detestábamos. Esperábamos, voy a ser franco,
que se muriera para poder sustituirlo. Hacíamos cálculos. Por fin, murió.
Después de complicadas maniobras y sobornos conseguí que me trasladaran
a esa cama al final de la sala y pude ocupar su sitio. Bien, le digo
a Renzi. Bien. Desde la ventana sólo se alcanzaba a ver un muro gris
y un fragmento de cielo sucio. Yo también, por supuesto, empecé a contarles
a los demás sobre la plaza y sobre las palomas y sobre el movimiento
de la calle. ¿Por qué se ríe? Tiene gracia, me dice Renzi. Parece una
versión polaca de la caverna de Platón. Cómo no, le digo, sirve para
probar que en cualquier lado se pueden encontrar aventuras. ¿No le parece
una hermosa lección práctica? Una fábula con moraleja, me dice él. Exacto,
le digo. Fíjese en mí, le digo ahora. Vine a este pueblo hace más de
treinta años y desde entonces estoy de paso. Estoy siempre de paso,
soy lo que se dice un ave de paso, sólo que permanezco siempre en el
mismo lugar. Permanezco siempre en el mismo lugar pero estoy de paso,
le digo. Así somos él y yo, tal vez le sirva, le digo a Renzi, tipos
sin arraigo, gente anacrónica, los últimos sobrevivientes de una estirpe
en disolución. Entonces le dije que el único modo de sobrevivir era
matar toda ilusión. Ser reflexivo, matar toda ilusión. Por lo tanto
no vacile en ser reflexivo. El Profesor, por ejemplo, era un hombre
que reflexionaba sobre los principios. Mejor dicho, le digo, era un
hombre de principios. Especie también rara en estos tiempos. ¿Qué tenemos
si no los principios para sostenernos en medio de toda esta mierda?
fue una de las cosas que me dijo esa noche que pasó conmigo en casa,
el Profesor. Tenía fe en las abstracciones, le digo, en eso que comúnmente
uno llama abstracciones. Las ideas abstractas lo ayudaban a tomar decisiones
prácticas, con lo cual, le digo a Renzi, dejaban de ser ideas abstractas.
Entonces Renzi me preguntó por qué le decía yo que tenía que reflexionar.
O en fin, dijo, sobre qué tendría él que reflexionar sin ilusiones.
Sobre él, le digo, sobre el Profesor, sobre el aventurero. Me gustaría
poder verlo, antes que nada, me dice Renzi, para que dejara de ser,
él mismo, una abstracción para mí. ¿Verlo? ¿Por qué no? Si le ha dicho
que viniera hoy, le digo, es porque hoy es el día que ha elegido, sin
duda, para regresar. Vamos a esperarlo, le digo. Si ha querido irse,
también ahora puede querer volver, le digo. Podemos esperarlo toda la
noche. Estoy seguro de que hoy él va a volver. Tenemos tiempo, le digo,
recién a las seis de la mañana sale el tren para Buenos Aires. Si él
no regresa podrá entonces usted tomar ese tren. Nos quedaremos juntos,
le digo, si le parece, hasta la madrugada, esperando que llegue el Profesor.
Iremos a mi casa, después. Ahí, en mi casa, tengo, si no me equivoco,
unas notas que tomé esa noche que pasé con el Profesor, antes de que
él se fuera, unos apuntes sobre lo que hablamos, se los daré a leer,
si para entonces el Profesor no ha vuelto. Mientras, me gustaría que
nos quedáramos un rato más acá, en el Club, podemos incluso comer algo.
Este es el lugar donde yo paso mi vida, en esos salones uno puede hacerse
la ilusión de que tiene un mundo propio, que está acompañado, que el
tiempo no pasa. En aquella mesa ¿ve?, le digo a Renzi, ahí desde donde
ahora nos saludan, están mis amigos. Ellos dos son, aparte del Profesor,
mis mejores compañeros acá. Tokray y Maier. Nos hemos unido, quizás,
porque los tres somos expatriados. Extranjeros. Escorias que la marea
de las guerras europeas depositó sobre estas playas. El más antiguo
de nosotros, no sé si alcanza a verlo, ese hombre de lentes y traje
oscuro, es Antón Tokray. Hijo natural de un noble ruso, sufrió todas
las desventajas que la revolución produjo en su familia, sin recibir
ninguna de sus compensaciones. Cuando el ejército rojo ocupó la inmensa
finca patriarcal, él tenía 18 años y hacía dos que había sido enclaustrado
en un monasterio donde lo esperaba la carrera esclesiástica. En los
bastardos de la nobleza se reclutaban en tiempo de los zares los miembros
de la élite religiosa. Pero estalló la revolución. Los obreros, campesinos
y soldados entraron en el monasterio, pusieron a todos los seminaristas
y a los monjes, incluso, supongo, al mismo padre Zózima, en fila contra
la pared y les preguntaron si sabían que el Zar ya no gobernaba todas
las Rusias. ¿Y quién gobierna en esta tierra por designio y caridad
de Dios, nuestro Señor? preguntó uno de los monjes, muy posiblemente,
como le digo, el padre Zózima. Gobiernan los obreros, campesinos y soldados,
dijeron los obreros, campesinos y soldados. Y en cuanto a Dios, dijeron,
este señor ha escapado de Rusia con toda su corte celestial para ir
a refugiarse bajo la sotana del Papa en el Vaticano. Motivo por el cual
el conde Tokray, recién recuperado su título nobiliario por propia decisión
aprovechando las alteraciones producidas por la historia, vio interrumpida
su carrera eclesiástica y cruzó a Finlandia disfrazado de mujer y desde
allí, luego de infinitas penurias, pudo llegar a París y desde allí,
haciéndose pasar por un campesino judío, se vino a la Argentina con
uno de los últimos contingentes de inmigrantes enviados por el Barón
Hirsh a las colonias de la pampa gringa y se instaló en Concordia, Entre
Ríos, donde abrió un salón dedicado a propagar, por medio de la enseñanza
personal, los ritos, modales y maneras que se deben usar en la mesa
y en la sociedad para ser considerado un caballero o una mujer distinguida.
Al principio la academia funcionó bien, pero después, como decía el
Profesor, el peronismo le tiró el negocio a la mierda con su populoso
desdén por la observancia y conservación de las virtudes aristocráticas.
Hace tantos años que el conde vive exiliado que terminó por adquirir
un aire de soñadora indiferencia y a veces me parece ver en él la imagen
de mi propio porvenir. En cuanto a Rudholf Von Maier ha sido, casi con
seguridad, un nazi. Por supuesto, como todos los nazis entró en el partido
obligado y no se debe olvidar además, según dice, que todos los alemanes
simpatizaban al principio con el Führer y con su campaña contra los
parados, la inflación y el bolchevismo, plagas que estaban a punto de
destruir a la nación. Sobre los campos de concentración, como todos
los alemanes, nunca supo nada hasta el momento de los procesos de Nüremberg,
a los que siguió, según dice, con atención horrorizada pero ya en Buenos
Aires, desde las páginas del Argentinischen Tageblatt. Ni siquiera participó
en la guerra: su colaboración bélica consistió en ordenar los archivos
y la biblioteca científica de una sección especial de los SS dedicada,
a la investigación genética. De allí le viene, como usted pronto podrá
ver, el confuso conglomerado de teorías biológicas y la confianza casi
mística en la especialización científica que circula en sus conversaciones;
sobre todo, le digo, en sus conversaciones con Pedro Arregui, que es
quien está sentado en ese costado de la mesa ¿lo ve ahí? Toda la desordenada
erudición de Maier está destinada a instruir a Arregui que lo escucha
fascinado. Están hechos el uno para el otro. Arregui es el oyente ideal
y su confianza en las virtudes del saber son infinitas. Forman así un
dúo pedagógico perfecto. Comparten la misma pieza en una pensión cerca
de aquí y sobreviven gracias al sueldo de Arregui que trabaja en una
oficina del Catastro Municipal. Maier alecciona a Arregui, lo instruye,
y supongo que mientras el otro trabaja él prepara los temas de sus disertaciones.
Maier es el que está sentado de frente a nosotros. El que ahora nos
sonríe ¿ve? No tiene la menor cara de alemán, como usted puede apreciar,
si es que existe eso que podemos llamar una cara de alemán. En realidad
es una curiosa localización entrerriana de la especie universal de los
enciclopedistas autodidactas. No sé si alcanza a oírlo; si se ubica
así, le digo a Renzi, de este lado; me gustaría que lo escuchara. La
frenología, claro, se oye decir a Maier. Una de las pocas ciencias casi
exactas que se pueden aplicar a la moral. Ahora ha sido sustituida en
gran parte por la superstición vienesa. ¿Vienesa? se oye decir a Arregui.
Sí. De Viena, Austria, donde vivía un tipo que una noche de 1897 soñó
con su tío porque no dejaban enseñar en la Universidad a los judíos.
Frenología, entonces, dijo Maier. Freno, de frenar, del latín: detente
César, o sea control. Logía, de logía, en latín, primera acepción: sociedad
secreta; lógica en su segunda acepción, o sea conocimiento. Ciencia
lógica del control. Se controla a los criminales, a los inadaptados.
Se los clasifica según la forma del cráneo. Es básica, dice Maier, la
forma del cráneo. La maldad siempre ha obedecido a una estructura geométrica.
¿Por qué motivo, por ejemplo, se habla de círculo vicioso? ¿Eh? Círculo
vicioso: como sucede siempre en las expresiones sedimentadas en el lenguaje
se decanta ahí una vieja sabiduría, por eso, dicho sea de paso, dice
Maier, el saber es siempre etimológico. ¿O no vemos en esa frase con
total claridad el enlace secreto entre la geometría (círculo) y la moral
(vicioso) que es el fundamento teórico de la ciencia frenopática? le
oímos decir a Maier. Bouvard y Pécuchet, dice Renzi. Parecen Bouvard
y Pécuchet. ¿Lo oye ahora? le digo. Claro; la teoría de la relatividad.
La presencia del observador altera la estructura del fenómeno observado.
Así la teoría de la relatividad es, como su nombre lo indica, la teoría
de la acción relativa. Relativa, de relata.: narrar. El que narra, el
narrador. Narrator, dice Maier, quiere decir: el que sabe. En ese dúo
entre Maier y Arregui aparece como condensada y llevada al límite esa
relación que interesaba al Profesor: el intelectual europeo que, instalado
en la Argentina, viene a encarnar el saber universal. Había rastreado
una serie de etapas y de parejas típicas, con sus tensiones, sus debates
y sus transformaciones. De Angelis-Echeverría en la época de Rosas.
Paul Groussac–Miguel Cané en el ‘80. Soussens–Lugones en el novecientos.
Hudson–Güiraldes en la década del ‘20. Gombrowicz–Borges en los años
‘40 y la cosa seguía, como declinando y degradándose a medida que el
europeísmo perdía fuerza, para terminar de un modo ejemplar en la relación
entre Maier y Arregui. Las últimas estribaciones de esa larga serie,
sostenía el Profesor, desembocan en Entre Ríos. Cuando estaba contento
el Profesor decía que incluso la relación entre nosotros, entre él y
yo, formaba parte de la misma estructura. En esas parejas el intelectual
europeo era siempre, en especial durante el siglo XIX, el modelo ejemplar,
lo que los otros hubieran querido ser. Al mismo tiempo muchos de estos
intelectuales europeos no eran más que copias fraguadas, sombras platónicas
de otros modelos. Claro, por ejemplo Charles de Soussens, dijo Renzi
y durante un tiempo se hizo cargo él, Renzi, de desarrollar la teoría
de Maggi que nos dedicábamos a reconstruir como un modo de tenerlo al
Profesor entre nosotros. Una especie, dijo Renzi, de copia para uso
nostro de Verlaine, eso era Soussens. Escribía poemas en francés en
la mesa de los bares y era como una representación local de lo que debía
entenderse por un poeta maldito. Encarnaba de un modo absolutamente
perfecto al Bohemio. Deambulaba borracho por la ciudad, en la mayor
miseria, contando anécdotas de su amigo Paul Verlaine mientras Lugones,
funcionario burocrático, escritor encorsetado, delegaba el prestigio
y las desventajas de los apasionados desarreglos del Poeta en su doble
europeo radicado en Buenos Aires. Lugones por supuesto era abstemio,
practicaba esgrima, decía disparates sobre filología y traducía a Homero
sin saber griego, dijo Renzi. Un tipo realmente ridículo este Lugones,
para decir la verdad: el modelo mismo del Poeta Nacional. Escribía de
tal modo que ahora uno lo lee y se da cuenta de que es uno de los más
grandes escritores cómicos de la literatura argentina. Comicidad involuntaria,
dirá usted, pero creo que allí residía su genio, dijo Renzi. Esa capacidad
desmesurada para ser cómico sin darse cuenta lo convierte en el Buster
Keaton de nuestra cultura. ¿Usted leyó La guerra gaucha.? Uno la lee
y encuentra allí un talento cómico tan refinado, tan natural, que al
lado de él, incluso los chistes de Macedonio Fernández no tienen gracia.
Por ejemplo el chiste: “No entiendo cómo Lugones, siendo una persona
tan informada, que ha leído tanto, tan estudioso de la literatura, todavía
no se ha decidido a escribir un libro”. Los chistes de Macedonio Fernández,
incluso ese, carecen totalmente de gracia, comparados con los textos
de Lugones. Un cómico de la lengua, eso era Lugones, dijo Renzi. Un
humorista con el genio de Mark Twain. Incluso, empieza a decir Renzi
pero yo lo interrumpo porque veo acercarse a Tokray. Perdone, le digo
a Renzi, ese que se acerca, el que ahora viene hacia acá, es el conde
Tokray. ¿Molesto? dice el conde Tokray. De ningún modo, señor conde,
le digo. ¿Cómo está usted, señor Tardewski? dice el conde. Muy bien,
le digo. ¿Por qué no se sienta? Le voy a presentar a Emilio Renzi, sobrino
del Profesor Maggi. Un minuto, dice. Los interrumpo sólo un minuto,
dice el conde Tokray mientras se acomoda en la silla. Joven, muy honrado
de conocerlo. El conde dijo que enseguida iba a retirarse porque nunca
había podido acostumbrarse a trasnochar. En realidad, dijo, a veces
pienso que me voy a dormir temprano porque el primer sueño es el más
generoso y tengo siempre la esperanza de poder soñar con mi casa natal.
¿Sabe usted, me dice el conde, que he sido invitado por el cónsul ruso
en Paraná a asistir a un cóctel en el que se festeja no sé qué inexpresivo
aniversario? ¿Cree usted que debo ir? ¿No será una broma siniestra?
Dijo que había recibido una invitación, en realidad una tarjeta oficial,
donde se lo invitaba a un lunch en el consulado. Le confieso, dijo el
conde, que me siento tentado a asistir, si bien temo que sea una broma
o incluso una trampa. ¿Y sabe por qué, a pesar de todo, estoy tentado
a ir? Porque hace más de cincuenta años que no me encuentro en un lugar
donde más de dos personas vivas hablen en ruso. Escucho el idioma de
mis antepasados en los sueños y a veces voy a ver los films soviéticos
sólo para oír los diálogos, pero en ese caso tengo siempre la impresión
de estar viendo una película filmada en Hollywood, digamos por Walt
Disney, y doblada al ruso. Tenía la ingrata sensación, dijo el conde,
de que los rusos actualmente hablaban la lengua de Pushkin como si estuviera
traducida del inglés. Ninguno de ustedes puede imaginarse lo que es
la música de nuestra lengua natal. Vesta fiave soglidatay krasavitsa
movosti jvat, recitó el conde Tokray. Oh, las palabras de mi tierra,
dijo, música inolvidable. Otra cosa que lo hacía dudar sobre las verdaderas
intenciones de esa invitación, dijo después, era que en la tarjeta habían
escrito Señor Antón Tokray. Señor Antón Tokray, eso me ha parecido una
ofensa deliberada e inútil. Puedo asegurarles que si hubiera tenido
la certeza de que en Rusia sería reconocido mi título de Conde, quizás,
digo quizás, me hubiera decidido a regresar. Lo había pensado más de
una vez, dijo. Más de una vez he pensado volver. Incluso, dijo, he pensado
¿en qué podría trabajar yo? Y he tenido una idea. Como guía en un Museo,
pensó el conde que podría trabajar en Rusia de haber decidido regresar.
Podría instruir a las jóvenes generaciones en el sentido y en el valor
de los viejos monumentos que atesoran la historia de nuestra antigua
patria rusa. He pensado, incluso, dijo el conde, que yo mismo me podría
convertir en un Museo. ¿Existirán museos que consistan en una sola persona?
Es algo que no he podido verificar. Yo mismo podría ser ese Museo. Bastaría
que me instalaran en una habitación de alguno de los viejos palacios,
que me rodearan de la decoración adecuada y de la servidumbre que se
usaba entonces y yo podría ser un Museo viviente de las costumbres y
los modales de la antigua Rusia. Podrían visitarme para ver cómo vivía
un noble ruso antes de la revolución. Sería una instructiva experiencia
para los jóvenes; yo podría ser visitado por escolares, delegaciones
provinciales, incluso por turistas extranjeros. No es lo mismo un Museo,
dijo el conde, construido con muñecos o figuras de cera, que un museo
viviente. Podrían observar mis maneras, mis modales, mi forma de usar
el lenguaje, toda esa distinción natural que la marea de las historia
no ha borrado. Y le diré más, dijo el conde, no me sentiría incómodo
sino todo lo contrario. No lo consideraría una afrenta, ni una colaboración
abierta con el Régimen. Sería en realidad un ejemplo de mi fidelidad
al Zar y a la cultura y las costumbres de la época de esplendor de la
nobleza rusa, conservada y preservada por mí. En mí persistiría la memoria
de ese tiempo feliz, cuando todos hablábamos francés desde la cuna,
cuando nuestras institutrices eran francesas y aprendíamos el alfabeto
en francés, aprendíamos a rezar y a escribir en francés. Ustedes sin
duda habrán leído algo de todo eso en los libros del conde León Tolstoy.
Pero en este caso sería distinto: no es lo mismo leer sobre una época,
que ver a esa época aunque sea de un modo restringido y en uno de sus
últimos representantes. De modo, dijo el conde, que si yo hubiera sido
designado ese museo, no vayan a creer ustedes que habría vivido eso
como una forma de colaborar con el Régimen, sino más bien lo contrario.
Por un lado se preservarían, sin distorsiones, las mejores tradiciones
de la antigua cultura, y por otro lado, bajó la voz el conde, estoy
seguro de que sería un modo de retomar el programa y los deberes de
la Restauración defendidos, con heroísmo pero sin suerte, por el Ejército
Blanco; quiero decir, ese museo serviría, estoy seguro, para hacer reflexionar
a los jóvenes rusos a quienes les bastaría comparar el antiguo modo
de vida representado por mí, con la vida actual, con su propia vida
en esos monobloques onereux et bizarres.; les bastaría sólo con comparar
para que los velos cayeran de sus ojos. ¿No podría ser esa una forma
de iniciar el movimiento de conciencia que nos lleve a la derrota del
Régimen y a la Restauración? Dijo que varias veces, en momentos de melancolía
y de honda nostalgia había comenzado a redactar una carta para ofrecer
sus servicios, y si se detuvo, dijo, fue porque comprendió que ellos
no iban a permitir que los esplendores de la inolvidable vida aristocrática
rusa pudieran servir de ejemplo a las jóvenes generaciones educadas
en la ignorancia. A veces, dijo, se imaginaba su regreso, la perspectiva
Nevsky, la primavera de San Petersburg, su vida como modelo y representación
de las glorias perdidas del pasado; pero de a poco, dijo el conde, se
había ido arrancando esa esperanza del corazón. Ya no tenía esperanzas,
dijo, sólo tenía la esperanza de que Dios se apiadara de vez en cuando
de él y le concediera la bendición de soñar con su casa natal. Me había
arrancado esa esperanza y ahora me llega esa invitación. Una invitación,
dijo. ¿Qué hacer frente a una invitación oficial? se preguntaba el conde.
¿Qué debe hacer, se preguntaba, un caballero frente a una invitación?
Vacilo, dijo, ante esa aparente muestra de gentileza. Porque puede ser
una gentileza, sé que allá las cosas han cambiado, se sabe que ya no
son tan fanáticos, ahora mandan los técnicos, esos hombres grises y
realistas. Incluso, dijo con una sonrisa, el hecho de que ellos fueran
realistas ya los acercaba un poco. Yo también soy realista, dijo el
conde; un zar, un rey, no son más que matices. Y ellos son realistas,
han abandonado esas lamentables utopías inventadas por los sans culottes,
les importa cada vez más la eficacia y la técnica. Pero, sin embargo,
temo que esa invitación sea una trampa. Además ¿de qué me serviría concurrir?
Podría recordar el sabor inolvidable del caviar, pero tendría que soportar,
dijo, oír a mi bella lengua natal hablada como si fuera una traducción
del inglés. De todos modos, por lo que sabía, el cónsul ruso en Paraná
no era una persona desagradable, lo había observado desde lo alto, una
noche, en un teatro de Concepción del Uruguay, durante una representación
dada el 9 de julio para el cuerpo diplomático con la presencia del Ballet
Bolshoi. El conde había asistido, dijo, y desde el paraíso, mientras
se emocionaba con la inmortal música de nuestro inmortal Tchaikovski,
se había dedicado a enfocar con sus prismáticos al cónsul ruso. Parece
un hombre distinguido, algo opaque mas distingué. Creo que es ingeniero,
dijo; son todos ingenieros ahora allá, dado que no hay más obreros,
es un estado de ingenieros, soldados y burócratas y el cónsul pertenece
al estamento de los ingenieros. Creo que es músico, pero sobre todo
ingeniero. En realidad el cónsul le parecía una persona bien. Se llama
Igor Suslov y si no recuerdo mal su madre era prima del sobrino de una
hermana de mi abuelo paterno. Quizás por eso me ha invitado, dijo el
conde; en un sentido somos parientes, el ingeniero y yo; pero no iré,
porque las leyes internacionales aseguran de un modo irrebatible el
carácter permanente de los títulos nobiliarios. ¿Señor Tokray? dijo
el conde. Niet. Se trata para mí de una cuestión de honor. Pero, dijo
mirando el reloj de pared al fondo del salón, los he entretenido ya
mucho más de lo necesario. Le preguntó a Renzi si le gustaba la ciudad,
si no le parecía demasiado tropical y después, bajando un poco la voz,
me comunicó el fallecimiento de Malcolm Firmin. ¿Sabía yo que él había
muerto? me preguntó. Se había desnucado en la bañadera, quizás había
bebido demasiado, dijo, lo cierto es que resbaló y se quebró la cabeza
como un oeuf contra el filo de la bañadera. Tendría que haber asistido
a su entierro, dijo, pero la noticia le llegó con retraso. Es un hombre
a quien el alcohol, la mala reputación y la desdicha, dijo el conde,
lo han conducido al más allá. Murió desnudo, dijo, como había nacido.
Desnudo. Y en eso debemos ver una triste imagen de nuestra desolada
situación en este frágil pont de la vida. Hablando de eso, dijo el conde
Tokray, bajando imperceptiblemente aun más la voz, ¿no podría usted,
querido Tardewski, prestarme, usted, si le es posible, a usted, unos
kopeks, quiero decir, un poco de dinero? Me gustaría por lo menos llevar
algunas flores a esa tumba inglesa y no he recibido cierto dinero que
estoy aguardando. ¿Sería posible entonces, dijo el conde, un pequeño
préstamo? ¿una pequeña cantidad por un pequeño lapso para poder llegarme
hasta la oscura tumba donde yace mi amigo? ¿Está bien así, señor conde?,
le digo. Perfectamente. Perfectísimamente. Le agradezco mucho su amabilidad,
señor Tardewski. ¿Nos veremos acá, quizás demain? ¿Le parece bien? Le
dije que me parecía muy bien. Joven, dijo el conde, poniéndose dificultosamente
de pie, ha sido un placer conocerlo. ¿Sabe usted, dijo, que es usted
la viva estampa de su tío? La même figure. ¿No es así Volodia? ¿No tiene
el joven un asombroso parecido con el rostro joven de su tío? Y a propósito,
dijo, hace tiempo que no se lo ve al Profesor por el Club. Está de viaje,
dije yo. ¿De viaje? Parfait. Había oído decir que no estaba bien de
salud. Pero ya no los entretengo más, que estén bien, que la pasen bien,
ya nos veremos, dijo el conde Tokray y empezó a alejarse. ¿Lo ve usted
caminar? le digo a Renzi; su modo de andar es como una cita mal empleada
de las maneras que las institutrices francesas enseñaban a los jóvenes
de la nobleza rusa, incluso a los hijos naturales de esa nobleza, como
las más apropiadas a un caballero en el momento de atravesar un lugar
público. El cuerpo erguido ¿no es verdad?, deslizando apenas los pies
sobre la tierra. Una cita, entonces, de lo que un noble ruso debe pensar
que es alejarse con dignidad. Una cita mal usada, le digo a Renzi, pero
no una parodia. Tiene algo de patético, sin duda, le digo, pero no es
paródico. Trata de un modo desesperado de mantener la dignidad pero
ya le es casi imposible sobrevivir. Lo mantenemos entre varios, es decir,
entre varios europeos que vivimos desterrados en Entre Ríos; somos seis.
Nos pide una módica suma mensual a cada uno, siempre con un pretexto
nuevo. El pretexto de hoy ha sido, para su alivio, verdadero. Firmin
ha muerto, para su desdicha, y así su futuro se ensombrece aun más.
Firmin era uno de los seis que le daba ese pequeño dinero mensual. Supongo
que el temor de que nos vayamos muriendo, uno tras otro antes que él,
no debe ayudarlo a dormir al conde Tokray. Sin embargo no son hombres
como el conde Tokray los europeos sobre quienes, le digo a Renzi, el
Profesor construyó su teoría. No se trataba tampoco de los inmigrantes,
ni siquiera de los viajeros que escriben o han escrito sobre la Argentina.
Se trataba más bien de aquellos intelectuales europeos que, integrados
en la cultura argentina, habían cumplido en ella una función particular.
Esa función no podía estudiarse sin tener en cuenta el carácter dominante
del europeísmo: porque justamente era su línea de continuidad y su transformación
lo que ellos venían a encarnar. El ejemplo más nítido era, para el Profesor,
el caso de Groussac. En realidad veía en Groussac al más representativo
de estos intelectuales trasplantados, antes que nada porque había actuado
en el momento preciso, justo cuando el europeísmo se constituye en elemento
hegemónico. Groussac es el intelectual del ‘80 por excelencia, decía
el Profesor; pero sobre todo es el intelectual europeo en la Argentina
por excelencia. De allí que haya podido cumplir ese papel de árbitro,
de juez y verdadero dictador cultural. Este crítico implacable, a cuya
autoridad todos se sometían, era irrefutable porque era europeo. Tenía
lo que podemos llamar una mirada europea autenticada y desde ahí juzgaba
los logros de una cultura que se esforzaba en parecer europea. Un europeo
legítimo se divertía a costa de estos nativos disfrazados. Se reía de
todos ellos, le parecían meros literatos sudamericanos. Y a su vez,
él, Groussac, no era más que un francesito pretencioso que gracias a
Dios había venido a parar a estas riberas del Plata, porque sin duda
en Europa no habría tenido otro destino que el de perderse en un laborioso
anonimato, disuelto en su meritoria mediocridad. ¿Qué hubiera sido Groussac
de haberse quedado en París? Un periodista de quinta categoría; aquí,
en cambio, era el árbitro de la vida cultural. Este personaje, no sólo
antipático, sino paradójico, era en realidad un síntoma: en él se expresaban
los valores de toda una cultura dominada por la superstición europeísta.
Pero, sin embargo Borges, me dice Renzi, se ríe de él. ¿De Groussac?
le digo, no parece. Claro, no parece, dice Renzi. Por un lado Borges
hace los elogios que le conocemos, dice cosas sobre Groussac. Pero la
verdad de Borges hay que buscarla en otro lado: en sus textos de ficción.
Y Pierre Menard, autor del Quijote no es, entre otras cosas, otra cosa
que una parodia sangrienta de Paul Groussac. No sé si conoce usted,
me dice Renzi, un libro de Groussac sobre el Quijote apócrifo. Ese libro
escrito en Buenos Aires y en francés por este erudito pedante y fraudulento
tiene un doble objetivo: primero, avisar que ha liquidado sin consideración
todos los argumentos que los especialistas pueden haber escrito sobre
el tema antes que él; segundo, anunciar al mundo que ha logrado descubrir
la identidad del verdadero autor del Quijote apócrifo. El libro de Groussac
se llama (con un título que podría aplicarse sin sobresaltos al Pierre
Menard de Borges) Un enigme littéraire y es una de las gaffes más increíbles
de nuestra historia intelectual. Luego de laberínticas y trabajosas
demostraciones, donde no se ahorra la utilización de pruebas diversas,
entre ellas un argumento anagramático extraído de un soneto de Cervantes,
Groussac llega a la inflexible conclusión de que el verdadero autor
del falso Quijote es un tal José Martí (homónimo ajeno y del todo involuntario
del héroe cubano). Los argumentos y la conclusión de Groussac tienen,
como es su estilo, un aire a la vez definitivo y compadre. Es cierto
que entre las conjeturas sobre el autor del Quijote apócrifo las hay
de todas clases, dijo Renzi, pero ninguna, como la de Groussac, tiene
el mérito de ser físicamente imposible. El candidato propiciado en Un
enigme littéraire había muerto en diciembre de 1604, de lo cual resulta
que el supuesto continuador plagiario de Cervantes no pudo ni siquiera
leer impresa la primera parte del Quijote verdadero. ¿Cómo no ver en
esa chambonada del erudito galo, me dice Renzi, el germen, el fundamento,
la trama invisible sobre la cual Borges tejió la paradoja de Pierre
Menard, autor del Quijote..? Ese francés que escribe en español una
especie de Quijote apócrifo que es, sin embargo, el verdadero; ese patético
y a la vez sagaz Pierre Menard, no es otra cosa que una transfiguración
borgeana de la figura de este Paul Groussac, autor de un libro donde
demuestra, con una lógica mortífera, que el autor del Quijote apócrifo
es un hombre que ha muerto antes de la publicación del Quijote verdadero.
Si el escritor descubierto por Groussac había podido redactar un Quijote
apócrifo antes de leer el libro del cual el suyo era una mera continuación
¿por qué no podía Menard realizar la hazaña de escribir un Quijote que
fuera a la vez el mismo y otro que el original? Ha sido Groussac, entonces,
con su descubrimiento póstumo del autor posterior del Quijote falso
quien, por primera vez, empleó esa técnica de lectura que Menard no
ha hecho más que reproducir. Ha sido Groussac en realidad quien, para
decirlo con las palabras que le corresponden, dijo Renzi, enriqueció,
acaso sin quererlo, mediante una técnica nueva el arte detenido y rudimentario
de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones
erróneas. ¿Quién está citando a Borges en este incrédulo recinto? preguntó
Marconi desde una mesa cercana. En esta remota provincia del litoral
argentino ¿quién está citando de memoria a Jorge Luis Borges?, dijo
Marconi y se puso de pie. Déjeme que le estreche la mano, dijo y empezó
a acercarse. Esa técnica de aplicación infinita nos insta a recorrer
la Odisea como si fuera posterior a la Eneida, recitó Marconi. Esa técnica
puebla de aventura los libros más calmosos. Porque la literatura es
un arte, siguió recitando Marconi y se interrumpió para decir: ¿Puedo
sentarme? Porque la literatura es un arte que sabe profetizar aquel
tiempo en que habrá enmudecido y encarnizarse con su propia disolución
y cortejar su fin. Mi nombre, dijo, es Bartolomé Marconi. ¿Cómo estás,
Volodia? Bartolomé, por el padre Bartolomé de las Casas y no por Mitre,
patricio que, como usted sabrá bien, aquí en la provincia de Entre Ríos
es una mala palabra. Bartolomé, entonces, dijo Marconi ya sentado, por
aquel fraile que en 1517 tuvo mucha lástima de los indios que se extenuaban
en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas, y propuso
al emperador Carlos V la importación de negros que se extenuaran en
los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas. A esa curiosa
variación de un filántropo, dijo Marconi, debo mi nombre. En cuanto
a mi apellido es una curiosa variación autóctona del inventor del teléfono.
¿Del teléfono o de la radio, Volodia? De la radio, creo, dije. El joven
Renzi, dije después, es un joven escritor, lo que se dice, dije, una
joven promesa de la joven literatura argentina. Bien, dijo Marconi,
estoy desolado y envidioso. En Buenos Aires, aleph de la patria, por
un desconsiderado privilegio portuario, los escritores jóvenes son jóvenes
incluso después de haber cruzado la foresta infernal de los 33 años.
¿Qué no harían en esa ciudad con Rimbaud o con Keats? Los clasificarían,
estoy seguro, en la sub–especie de la nunca demasiado bien ponderada
literatura infantil. Para decirlo todo, dijo Marconi, sangro por la
herida. Porque ¿cómo podría hacer yo, polígrafo resentido del interior,
para integrar, como un joven, a pesar de mis ya interminables 36 años,
el cuadro de los jóvenes valores de la joven literatura argentina? Me
sirvo un poco de ginebra, dijo Marconi. ¿Volodia? ¿Renzi? No se preocupe,
Marconi, dijo Renzi, ya no existe la literatura argentina. ¿Ya no existe?,
dijo Marconi. ¿Se ha disuelto? Pérdida lamentable. ¿Y desde cuándo nos
hemos quedado sin ella, Renzi? dijo Marconi. ¿Te puedo tutear? Hagamos
una primera aproximación metafórica al asunto, dijo: La literatura argentina
está difunta. Digamos entonces, dijo Marconi, que la literatura argentina
es la difunta Correa. Sí, dijo Renzi, no está mal. Es una correa que
se cortó. ¿Y cuándo? dijo Marconi. En 1942, dijo Renzi. ¿En 1942? dijo
Marconi, ¿justo ahí? Con la muerte de Arlt, dijo Renzi. Ahí se terminó
la literatura moderna en la Argentina, lo que sigue es un páramo sombrío.
Con él ¿terminó todo? dijo Marconi. ¿Qué tal? ¿Y Borges? Borges, dijo
Renzi, es un escritor del siglo XIX. El mejor escritor argentino del
siglo XIX. Puede ser, dijo Marconi. Sí, dijo, correcto. Una especie
de realización perfecta de un escritor del ‘80, dijo Renzi. Un tipo
de la generación del ‘80 que ha leído a Paul Valéry, dijo Renzi. Eso
por un lado, dijo Renzi. Por otro lado su ficción sólo se puede entender
como un intento consciente de concluir con la literatura argentina del
siglo XIX. Cerrar e integrar las dos líneas básicas que definen la escritura
literaria en el XIX. ¿A ver? dijo Marconi. Punto uno, el europeísmo,
dijo Renzi, Lo que se sabe, de eso hablábamos recién con Tardewski;
lo que empieza ya con la primera página del Facundo. La primera página
del Facundo.: texto fundador de la literatura argentina. ¿Qué hay ahí?
dice Renzi. Una frase en francés: así empieza. Como si dijéramos la
literatura argentina se inicia con una frase escrita en francés: On
ne tue point les idées (aprendida por todos nosotros en la escuela,
ya traducida). ¿Cómo empieza Sarmiento el Facundo.? Contando cómo en
el momento de iniciar su exilio escribe en francés una consigna. El
gesto político no está en el contenido de la frase, o no está solamente
ahí. Está, sobre todo, en el hecho de escribirla en francés. Los bárbaros
llegan, miran esas letras extranjeras escritas por Sarmiento, no las
entienden: necesitan que venga alguien y se las traduzca. ¿Y entonces?
dijo Renzi. Está claro, dijo, que el corte entre civilización y barbarie
pasa por ahí. Los bárbaros no saben leer en francés, mejor son bárbaros
porque no saben leer en francés. Y Sarmiento se los hace notar: por
eso empieza el libro con esa anécdota, está clarísimo. Pero resulta
que esa frase escrita por Sarmiento (Las ideas no se matan, en la escuela)
y que ya es de él para nosotros, no es de él, es una cita. Sarmiento
escribe entonces en francés una cita que atribuye a Fourtol, si bien
Groussac se apresura, con la amabilidad que le conocemos, a hacer notar
que Sarmiento se equivoca. La frase no es de Fourtol, es de Volney.
O sea, dice Renzi, que la literatura argentina se inicia con una frase
escrita en francés, que es una cita falsa, equivocada. Sarmiento cita
mal. En el momento en que quiere exhibir y alardear con su manejo fluido
de la cultura europea todo se le viene abajo, corroído por la incultura
y la barbarie. A partir de ahí podríamos ver cómo proliferan, en Sarmiento
pero también en los que vienen después hasta llegar al mismo Groussac,
como decíamos hace un rato con Tardewski, dice Renzi, cómo prolifera
esa erudición ostentosa y fraudulenta, esa enciclopedia falsificada
y bilingüe. Ahí está la primera de las líneas que constituyen la ficción
de Borges: textos que son cadenas de citas fraguadas, apócrifas, falsas,
desviadas; exhibición exasperada y paródica de una cultura de segunda
mano, invadida toda ella por una pedantería patética: de eso se ríe
Borges. Exaspera y lleva al límite, entonces, me refiero a Borges, dice
Renzi, exaspera y lleva al límite, clausura por medio de la parodia
la línea de la erudición cosmopolita y fraudulenta que define y domina
gran parte de la literatura argentina del XIX. Pero hay más, dice Renzi.
¿Querés ginebra? dice Marconi. Dale, dice Renzi. ¿Volodia? Con un poco
más de hielo, le digo. Pero hay más, hay otra línea: lo que podríamos
llamar el nacionalismo populista de Borges. Quiero decir, dice Renzi,
el intento de Borges de integrar en su obra también a la otra corriente,
a la línea antagónica al europeísmo, que tendría como base la gauchesca
y como modelo el Martín Fierro. Borges se propone cerrar también esta
corriente que, en cierto sentido, también define la literatura argentina
del siglo XIX, ¿Qué hace Borges? dice Renzi. Escribe la continuación
del Martín Fierro. No sólo porque le escribe, en El fin, un final. ¿Querés
un cigarrillo? dice Renzi. Esperá. No sólo porque le escribe un final,
dice ahora, sino porque además toma al gaucho convertido en orillero,
protagonista de estos relatos que, no casualmente Borges ubica siempre
entre 1890 y 1900. Pero no sólo eso, dice Renzi, no es sólo una cuestión
temática. Borges hace algo distinto, algo central, esto es, comprende
que el fundamento literario de la gauchesca es la transcripción de la
voz, del habla popular. No hace gauchesca en lengua culta como Güiraldes.
Lo que hace Borges, dice Renzi, es escribir el primer texto de la literatura
argentina posterior al Martín Fierro que está escrito desde un narrador
que usa las flexiones, los ritmos, el léxico de la lengua oral: escribe
Hombre de la esquina rosada. De modo que, dice Renzi, los dos primeros
cuentos escritos por Borges, tan distintos a primera vista: Hombre de
la esquina rosada y Pierre Menard, autor del Quijote son el modo que
tiene Borges de conectarse, de mantenerse ligado y de cerrar esa doble
tradición que divide a la literatura argentina del siglo XIX. A partir
de ahí su obra está partida en dos: por un lado los cuentos de cuchilleros,
con sus variantes; por otro lado los cuentos, digamos, eruditos, donde
la erudición, la exhibición cultural se exaspera, se lleva al límite,
los cuentos donde Borges parodia la superstición culturalista y trabaja
sobre el apócrifo, el plagio, la cadena de citas fraguadas, la enciclopedia
falsa, etc., y donde la erudición define la forma de los relatos. No
es casual entonces que el mejor texto de Borges sea para Borges El sur,
cuento donde esas dos líneas se cruzan, se integran. Todo lo cual no
es más que un modo de decir, dice Renzi, que Borges deber ser leído,
si se quiere entender de qué se trata, en el interior del sistema de
la literatura argentina del siglo XIX, cuyas líneas fundamentales, con
sus conflictos, dilemas y contradicciones, él viene a cerrar, a clausurar.
De modo que Borges es anacrónico, pone fin, mira hacia el siglo XIX.
El que abre, el que inaugura, es Roberto Arlt. Arlt empieza de nuevo:
es el único escritor verdaderamente moderno que produjo la literatura
argentina del siglo XX. Una de las indudables virtudes de los intelectuales
porteños, dijo Marconi, es su nunca del todo envidiada capacidad para
decirlo todo de corrido. Sí, dijo Renzi, las teorías es mejor enunciarlas
de corrido, sobre todo si uno ha tomado suficiente ginebra. Y entonces,
dijo Marconi, ¿puedo esperar ahora una teoría de corrido sobre Roberto
Arlt? Cómo no, dijo Renzi, respiro un poco y enseguida te enuncio una
veloz teoría sobre la importancia de Arlt en la literatura argentina.
En realidad, dijo Marconi, esto parece una novela de Aldous Huxley.
¿Huxley? dijo Renzi. Prefiero el capítulo de la Biblioteca, Escila y
Caribdis, en la Telemaquiada gaélica. Discutamos entonces sobre Hamlet,
dijo Marconi. Che, dijo Renzi, pero Concordia está lleno de eruditos.
Recién empiezo, dijo Marconi: ¿O no demostraremos mediante el álgebra
que el nieto de Hamlet es el abuelo de Shakespeare y que él mismo es
el espectro de su propio padre? ¿Eh, Buck Mulligan? dijo Marconi. Viejo,
vos tenés una memoria que ni el mismo José Hernández, dijo Renzi. Un
poeta sin memoria, dijo Marconi, es como un criminal abrumado y casi
anulado por la decencia. Un poeta sin memoria es un oxímoron. Porque
el Poeta es la memoria de la lengua. ¿Cómo entonces esperar de mí que
hable de Arlt? dijo Marconi. Porque digo yo, con perdón de los presentes,
¿qué era Arlt aparte de un cronista de El mundo.? Era eso, justamente,
dijo Renzi: un cronista del mundo. Después de lo cual vos me dirás,
sin dudas, que podía ser un cronista de las pelotas pero que escribía
mal. Exacto, dijo Marconi, en esta parte yo te digo que Arlt escribía
mal y de ese modo, supongo, te doy pie para tu veloz carrera teórica.
Pero aparte de eso, dijo Marconi, la verdad que escribía como el culo.
¿Quién? dijo Renzi ¿Arlt? No, Joyce, dijo Marconi. Arlt, claro, Arlt,
dijo. Me merece el mayor de los respetos pobre cristo, dijo Marconi,
pero la verdad, escribía como si quisiera arruinarse la vida, desprestigiarse
a sí mismo. El masoquismo que le venía de su lectura de Dostoievski,
ese gusto por el sufrimiento a la manera de Aliosha Karamazov, él lo
destinaba exclusivamente a su estilo: Arlt escribía para humillarse,
dijo Marconi, en el sentido literal de la expresión. Tiene, no hay duda,
un mérito indudable: peor no se puede escribir. En eso es imbatible
y es único. ¿Terminaste, Morriconi? dijo Renzi. Marconi, viejo, dijo
Marconi. Me llamo Marconi, no te hagas el distraído. Tranquilidad, dije
yo. Pacem in terris. No hay como el latín, dijo Marconi, para calmar
los ánimos. Entonces, dijo después, quedamos en que Arlt escribía mal.
Exacto, dijo Renzi, escribía mal: pero en el sentido moral de la palabra.
La suya es una mala escritura, una escritura perversa. El estilo de
Arlt es el Starvroguin de la literatura argentina; es el Pibe Cabeza
de la literatura, para usar un símil nativo. Es un estilo criminal.
Hace lo que no se debe, lo que está mal, destruye todo lo que durante
cincuenta años se había entendido por escribir bien en esta descolorida
república. Cita de Borges, dijo Marconi: descolorida república. Cualquier
maestra de la escuela primaria, incluso mi tía Margarita, dijo Renzi,
puede corregir una página de Arlt, pero nadie puede escribirla. Y no,
dijo Marconi, eso seguro que no, nadie puede escribirla salvo él. Pero
no te interrumpo más, en serio, te escucho, dijo. ¿Ginebra? Sí, dijo
Renzi. ¿Volodia? dijo Marconi. Bueno, dije yo. Arlt escribe contra la
idea de estilo literario, o sea, contra lo que nos enseñaron que debía
entenderse por escribir bien, esto es, escribir pulcro, prolijito, sin
gerundios ¿no? sin palabras repetidas. Por eso el mejor elogio que puede
hacerse de Arlt es decir que en sus mejores momentos es ilegible; al
menos los críticos dicen que es ilegible: no lo pueden leer, desde su
código no lo pueden leer. El estilo de Arlt, dijo Renzi, es lo reprimido
de la literatura argentina. Todos los críticos (salvo dos excepciones),
todos los que escribieron sobre Arlt, desde una punta a otra del espinel,
desde Castelnuovo, digamos, hasta Murena, están de acuerdo en una sola
cosa: en decir que escribía mal. Es una de las pocas coincidencias unánimes
que puede ofrecer la literatura argentina. Cuando llegan a ese punto
bajan todas las banderas y se ponen de acuerdo. Conciliación conmovedora,
dijo Renzi, que no hubiera alegrado al difunto. Tienen razón, dado que
Arlt no escribía desde el mismo lugar que ellos, ni tampoco desde el
mismo código. Y en esto Arlt es absolutamente moderno: está más adelante
que todos esos chitrulos que lo acusan. ¿Porque cuándo aparece en la
literatura argentina la idea de estilo, dijo Renzi, la idea del escribir
bien como valor que distingue a las buenas obras? Por de pronto es una
noción tardía. Aparece recién cuando la literatura consigue su autonomía
y se independiza de la política. La aparición de la idea de estilo es
un dato clave: la literatura ha comenzado a ser juzgada a partir de
valores específicos, de valores, digamos, dijo Renzi, puramente literarios
y no, como sucedía en el XIX, por sus valores políticos o sociales.
A Sarmiento o a Hernández jamás se les hubiera ocurrido decir que escribían
bien. La autonomía de la literatura, la correlativa noción de estilo
como valor al que el escritor se debe someter, nace en la Argentina
como reacción frente al impacto de la inmigración. En este caso se trata
del impacto de la inmigración sobre el lenguaje. Para las clases. dominantes
la inmigración viene a destruir muchas cosas ¿no? destruye nuestra identidad
nacional, nuestros valores tradicionales, etc., etc. En la zona ligada
a la literatura lo que se dice es que la inmigración destruye y corrompe
la lengua nacional. En ese momento la literatura cambia de función en
la Argentina; pasa a tener una función, digamos, específica. Una función
que, sin dejar de ser ideológica y social, sólo la literatura como tal,
sólo la literatura como actividad específica puede cumplir. La literatura,
decían a cada rato y en todo lugar, tiene ahora una sagrada misión que
cumplir: preservar y defender la pureza de la lengua nacional frente
a la mezcla, el entrevero, la disgregación producida por los inmigrantes.
Esta pasa a ser ahora la función ideológica de la literatura: mostrar
cuál debe ser el modelo, el buen uso de la lengua nacional; el escritor
pasa a ser el custodio de la pureza del lenguaje. En ese momento, hacia
el 900 digamos, dijo Renzi, las clases dominantes delegan en sus escritores
la función de imponer un modelo escrito de lo que debe ser la verdadera
lengua nacional. El que viene a encamar esta nueva función del escritor
en la Argentina es Leopoldo Lugones. Lugones es el primer escritor argentino
que, a diferencia de Sarmiento, Hernández, etc., cumple en la sociedad
una función política exclusivamente como escritor. Es el poeta nacional,
el guardián de la pureza del lenguaje. Hace un rato hablábamos con Tardewski
sobre el estilo de este hombre, así que no vamos a insistir. Pero lo
que hay que decir es esto: Lugones cumple un papel decisivo en la definición
del estilo literario en la Argentina. Los textos de Lugones son el ejemplo
de qué cosa es escribir bien; él cristaliza y define el paradigma de
la escritura literaria. Para nosotros, decía Borges, vos te debes acordar
Marconi, dice Renzi, para nosotros, se arrepiente ahora Borges, escribir
bien quería decir escribir como Lugones. El estilo de Lugones se construye
arduamente y con el diccionario, ha dicho también Borges. Es un estilo
dedicado a borrar cualquier rastro del impacto, o mejor, de la mezcolanza
que la inmigración produjo en la lengua nacional. Porque ese buen estilo
le tiene horror a la mezcla. Arlt, está claro, trabaja en un sentido
absolutamente opuesto. Por de pronto maneja lo que queda y se sedimenta
en el lenguaje, trabaja con los restos, los fragmentos, la mezcla, o
sea, trabaja con lo que realmente es una lengua nacional. No entiende
el lenguaje como una unidad, como algo coherente y liso, sino como un
conglomerado, una marea de jergas y de voces. Para Arlt la lengua nacional
es el lugar donde conviven y se enfrentan distintos lenguajes, con sus
registros y sus tonos. Y ese es el material sobre el cual construye
su estilo. Este es el material que él transforma, que hace entrar en
“la máquina polifacética”, para citarlo, de su escritura. Arlt transforma,
no reproduce. En Arlt no hay copia del habla. Arlt no sufría de esa
ilusión que abunda entre los escritores que rodean a Borges, como Bioy,
Peyrou, el primer Cortázar, que por un lado escribían “bien”, pulcramente,
con “elegancia”, y por otro lado mostraban que podían transcribir y
copiar el habla pintoresca de las clases “bajas”. El estilo de Arlt
es una masa en ebullición, una superficie contradictoria, donde no hay
copia del habla, transcripción cruda de lo oral. Arlt entonces trabaja
esa lengua atomizada, percibe que la lengua nacional no es unívoca,
que son las clases dominantes las que imponen, desde la escuela, un
manejo de la lengua como el manejo correcto; percibe que la lengua nacional
es un conglomerado. Eso por un lado, dijo Renzi. Por otro lado, Arlt
se zafa de la tradición del bilingüismo; está afuera de eso, Arlt lee
traducciones. Si en todo el XIX y hasta Borges se encuentra la paradoja
de una escritura nacional construida a partir de una escisión entre
el español y el idioma en que se lee, que es siempre un idioma extranjero,
basta ver la marca del galicismo en Sarmiento, en Cané, en Güiraldes
para entender lo que quiero decir, Arlt no sufre ese desdoblamiento
entre la lengua de la literatura que se lee en otro idioma y el lenguaje
en el que se escribe: Arlt es un lector de traducciones y por lo tanto
recibe la influencia extranjera ya tamizada y transformada por el pasaje
de esas obras desde su lenguaje original al español. Arlt es el primero,
por otro lado, que defiende la lectura de traducciones. Fijate lo que
dice sobre Joyce en el Prólogo a Los Lanzallamas y vas a ver. De allí
que el modelo del estilo literario ¿dónde lo encuentra? Lo encuentra
donde puede leer, esto es, en las traducciones españolas de Dostoievski,
de Andreiev. Lo encuentra en el estilo de los pésimos traductores españoles,
en las ediciones baratas de Tor. Y ése es el segundo material sobre
el que se construye el estilo de Arlt: “jamelgo”, “mozalbete”, sus textos
están llenos de eso, porque lo que los traductores españoles fijaban
como cliché de traducción y como léxico, Arlt lo trabaja y lo transforma
en materia prima de su escritura. Arlt viene entonces desde un lugar
que es totalmente otro lugar de ese desde el cual se escribe “bien”
y se hace “estilo” en la Argentina. No hay nada igual al estilo de Arlt;
no hay nada tan transgresivo como el estilo de Roberto Arlt. Pero hay
más, dijo Renzi, y ya termino. Ese estilo de Arlt, hecho de conglomerados,
de restos, ese estilo alquímico, perverso, marginal, no es otra cosa
que la transposición verbal, estilística, del tema de sus novelas. El
estilo de Arlt es su ficción. Y la ficción de Arlt es su estilo: no
hay una cosa sin la otra. Arlt escribe eso que cuenta: Arlt es su estilo,
porque el estilo de Arlt está hecho, en el plano lingüístico, del mismo
material con el que construye el tema de sus novelas. Por eso me dan
risa los tipos que son condescendientes con él y dicen: Arlt es un gran
escritor a pesar de su estilo; los tipos que piensan que cuando un escritor
tiene tanto que decir, como se supone que tenía Arlt tanto para decir,
la fuerza arrolladora de su “mundo interior” lo obliga a olvidarse de
la forma. Esos son los que piensan que cuanto más “sincero”, para usar
una palabra que les gusta, es un escritor, cuantas más verdades tiene
para decir, peor escribe; porque según ellos justamente el no preocuparse
por la forma, el dejarse llevar, sería una muestra de su fuerza, de
esa naturaleza arrolladora, etc. Arlt no tiene nada que ver con eso.
Hay muchos escritores que escriben mal en ese sentido, pero Arlt no
es de esa clase. La literatura de Arlt es una máquina que funciona toda
ella con el mismo combustible. Pero en fin, dijo Renzi, explicar qué
significa Arlt en la literatura argentina habría que hablar una semana.
Estoy decepcionado Renzi, dijo Marconi. Habíamos empezado tan bien.
Por supuesto, si uno lee a Arlt como vos lo leés no puede leer a Borges.
O puede leerlo de otro modo, dijo Renzi; leerlo, por ejemplo, desde
Arlt. Mejor sí, dijo Marconi, mejor leer a Borges desde Arlt, porque
si uno lee a Arlt desde Borges no queda nada. Aparte que la sola idea
de imaginarme a Borges leyendo una página de Arlt me produce honda tristeza.
No creo que el Viejo pueda resistir sin sufrir un ataque de catalepsia
más de dos renglones de eso que vos denominas el estilo de Arlt. No
creo, por lo demás, que Borges se haya tomado jamás el trabajo de leerlo,
dijo Marconi. ¿De leer a Arlt?, dijo Renzi, no creas. No creas, dijo.
Mira, vos te debés acordar, estoy seguro, de ese cuento de El informe
de Brodie que se llama “El indigno”. Releelo, hacé el favor y vas a
ver. Es El juguete rabioso. Quiero decir, dijo Renzi, una transposición
típicamente borgeana, esto es, una miniatura del tema de El juguete
rabioso. Joven fascinado por el mundo del delito que aparece encarnado,
para él, en un marginal que lo inicia y al que admira y a quien, en
el momento de pasar al otro lado, es decir, en el momento de abandonar
el mundo, digamos, legal y convertirse él también en un delincuente,
el protagonista delata. El núcleo temático es el mismo en los dos textos,
dijo Renzi, y la delación es la clave en los dos textos. Ahora bien,
dijo Renzi, el policía a quien el protagonista del cuento de Borges
va a ver para delatar a su amigo se llama, en el relato de Borges, Alt.
Sabés mejor que yo, sin duda, el significado que tienen los nombres
en los textos de Borges, de modo que nadie me hará creer que ese apellido,
con esa R que falta, letra inicial, diría yo, de otro nombre, con esa
R justamente que falta, está puesto ahí por azar. Es como decir que
Borges le puso porque sí Beatriz Viterbo a la mina de El aleph o que
en ese cuento Daneri no es una contracción de Dante Alighieri. Ingenuos
no, dijo Renzi; para ingenuos, según parece, alcanza con Arlt que, como
todo el mundo dice, era un escritor naif. ¿Quién es entonces el indigno
sino Roberto Arlt? El Gran Indigno de la literatura argentina. ¿Y qué
es ese cuento si no un homenaje de Borges al único escritor contemporáneo
que siente a la par? Sabés mejor que yo, dijo Renzi. Parala, viejo,
dijo de pronto Marconi, con eso de decidir cuáles son las cosas que
yo sé. Escucho con atención y paciencia lo que vos decís que sabés,
sobre lo que yo sé déjame opinar a mí, dijo Marconi. ¿Qué querés ahora,
que nos agarremos a bollos? dijo Renzi. Bollos, copia del habla, dijo
Marconi. Digamos trompis, dijo. Pero no, yo soy un tipo pacífico; desde
que lo liquidaron a López Jordán los entrerrianos estamos totalmente
pacificados y nuestros conflictos con los porteños pertenecen al pasado.
Sencillamente, no me gusta esa retórica canchera que te hace empezar
las frases con tus opiniones sobre lo que yo debo saber. ¿Y?, digo yo,
¿cómo sigue el asunto? Nada, dice Renzi, pienso que Borges escribe en
términos de ficción sus homenajes y sus lecturas de la literatura argentina
(y no sólo argentina, digamos entre paréntesis). Si uno quiere saber
qué escritores valora Borges en la literatura argentina no hay que escuchar
ni preocuparse por lo que dice, si no uno se encuentra con elogios a
Mallea, a Carmen Gándara y a otros maestros por el estilo. Hay que mirar
sobre quién ha escrito Borges su ficción, o mejor, a qué escritores
argentinos usó como tema de sus relatos. Y Borges ha escrito ficciones
sobre, enumeró Renzi: 1. José Hernández (Tadeo Isidoro Cruz, El fin
y otro más en El hacedor, que no me acuerdo). 2. Sarmiento (Diálogo
de muertos). 3. Groussac (Pierre Menard). 4. Lugones (el texto que abre
El hacedor). 5. Roberto Arlt, el cuento este que digo. Eso es para Borges
lo único que vale, los únicos nombres que valen en la historia de la
literatura argentina. ¿Y entonces, Marconi?, dijo Renzi. ¿No estás de
acuerdo? ¿O todavía te sigue la mufa? No, dijo Marconi, soy un hombre
de odios y pasiones pasajeras. ¿Y estás de acuerdo? No, claro que no,
dijo Marconi. Demasiado sofisticado para mi gusto. Pero en fin, dijo,
para seguir cumpliendo mi papel de anfitrión amable, suponete que nos
ponemos de acuerdo en dejar de lado a Borges, escritor del siglo XIX,
etc.; suponete entonces que nos ponemos de acuerdo en dejar de lado
a Borges que es más o menos lo mismo que ponernos de acuerdo en dejar
de lado el río y de un modo que no vacilaré en llamar platónico nos
decidimos a cruzar al Uruguay de a pie, como si no hubiera agua. Dejando
entonces a Borges de lado gracias a esta modesta operación filosófica
digna del obispo Berkeley, para citar uno de los que cita el tipo que
estamos dejando de lado, lo ponemos a un costado a Borges, dijo Marconi,
como Berkeley a la realidad sensible y ¿entonces? pregunta retórica
destinada a obtener una respuesta del joven escritor capitalino que
nos visita, y ¿entonces? Entonces, dice Renzi, partimos de ese supuesto,
Borges es un escritor del XIX, cierra, clausura, etc., etc. Arlt, por
su lado, murió en 1942. ¿Quién sería, pregunto yo ahora, dijo Renzi,
el escritor actual que podríamos considerar para decidir que la literatura
argentina no ha muerto? Hay muchos, dijo Marconi. ¿Por ejemplo? dice
Renzi. Qué sé yo. Por ejemplo Mujica Lainez. ¿Quién? dijo Renzi. Mujica
Lainez, dijo Marconi. Es una cruza, dijo Renzi. Mujica Lainez es una
cruza. Una cruza en el sentido que este término tiene en el cuento de
Kafka titulado precisamente Una cruza. Una cruza, dijo Renzi, eso es
Mujica Lainez. De Hugo Wast y de Enrique Larreta. Eso es Mujica Lainez,
dijo Renzi. Una mezcla tilinga de Hugo Wast y de Enrique Larreta. Escribe
best sellers “refinados” para que los lea Nacha Regules. Por otra parte,
y sin ánimo de ser rencoroso, para volver al asunto del estilo, dijo
Renzi, es evidente que hay más estilo en una página de Arlt que en todo
Mujica Lainez. ¿Terminaste? dijo Marconi. Terminé, dijo Renzi. ¿Alguna
otra de esas evidencias por el estilo? dijo Marconi. Por el momento
no, dijo Renzi. Bien, dijo Marconi; no estoy de acuerdo. Lo siento en
el alma, dijo Renzi. Tus evidencias, dijo Marconi, lo dejan chiquito
a Santo Tomás. ¿Era Santo Tomás o San Agustín, Volodia? me dice Marconi
¿El de las evidencias? le digo. Santo Tomás. Bueno, dijo Marconi, al
lado de Renzi, Santo Tomás es un poroto, en lo que respecta, por lo
menos, al asunto de las 138 evidencias. De todos modos, dijo Marconi,
pedante y todo, se ve que sos un tipo simpático. ¿Cuándo te vas? No
sé todavía, dijo Renzi. Está esperando al Profesor, digo yo. ¿Al Profesor?
dice Marconi; me parece que me lo crucé hace un rato, en la Plaza. Venía
de Salto Uruguayo, creo. ¿A Marcelo? dice Renzi, Casi seguro era él,
dijo Marconi, No es lo que se dice una evidencia, más bien una impresión
en medio de la oscuridad. Porque si no te vas, dijo, sería bárbaro que
armáramos algo, qué sé yo, una mesa redonda, una reunión, cualquier
cosa en la Biblioteca ¿eh Volodia?, cosa de poder discutir todo este
asunto con la gente y mover el avispero. Podría ser, dijo Renzi, si
me quedo no hay problema. ¿Sería Marcelo? me pregunta Renzi. Puede ser,
digo yo. Ahora vamos para el Hotel, si llegó debe estar allí. Yo me
voy, che, dijo Marconi, ya se me hizo tardísimo. ¿Ya te vas? dijo Renzi.
¿No querés venir con nosotros hasta el Hotel? No, dice Marconi, la verdad,
se me hace tarde, tengo que pasar por el diario todavía y escribir una
nota de 36 líneas sobre la última novela de Nabokov, ¿Trabajás en el
diario? dijo Renzi, Bueno, trabajar es un decir, dijo Marconi. Pero
aparte de eso ¿qué hacés? ¿Yo? dijo Marconi, nada. Leo a Borges y escribo
sonetos. ¿Sonetos? dijo Renzi. Y sí, dijo Marconi, acá en la provincia
todo nos llega con atraso. Ya ves, nosotros todavía seguimos pensando
que Arlt escribe como el orto. No son los únicos, dice Renzi, hay tipos
que viven en Nueva York, en París y en otras metrópolis por el estilo
y sin embargo piensan lo mismo. ¿Así que escribís sonetos? dijo Renzi.
Sí, dijo Marconi, quiero ver si me puedo convertir en el Enrique Banchs
del Litoral. Sabes qué pasa, dijo, nosotros acá no manejamos el código.
¿Código? dijiste ¿no? No me cargués, dijo Renzi. No te cargo, dijo Marconi,
acá somos así, aguerridos pero nada rencorosos. Che ¿y en Buenos Aires
todavía siguen jodiendo con la lingüística? Menos, dijo Renzi. Ahora
la onda es el psicoanálisis. No ves, dijo Marconi, tengo que viajar
más seguido a la capital. Acá me desactualizo. En Concordia recién termina
de popularizar se la lingüística y parece que ya estamos atrasados.
¿Popularizarse? dijo Renzi. La lingüística, dijo Marconi. Si te cuento
lo que me contó hoy Antuñano, me dice, Renzi se va a dar cuenta de la
receptividad del interior. ¿Sabés que por acá todavía hay gauchos? dijo
Marconi. Vi uno, sí, dijo Renzi, hoy a la mañana, cuando bajé del tren,
con bombacha bataraza y chambergo. Pensé que era un policía disfrazado.
No, dijo Marconi, seguro era un gaucho. Acá sólo, por la zona de Concordia,
hay cerca de doscientos cincuenta. Por eso aquí la gauchesca todavía
persiste, dijo Marconi, pero no sin sufrir, también ella, el impacto
de la lingüística. ¿La gauchesca? dijo Renzi. La gauchesca y los paisanos
mesmos, dijo Marconi. Al menos si es cierto lo que me contó hoy Antuñano.
Te transcribo, dijo, así llevas a Buenos Aires el folklore vivo de la
patria. Hjelmslev entre los gauderios entrerrianos o un ejemplo de gauchesca
semiológica, anunció Marconi, según relato de Antuñano, testigo presencial
y relator del hecho acaecido en la pulpería La colorada, de su propiedad,
ubicada entre Ubajav y Derrida, a 70 kilómetros de la capital de la
provincia. Una tarde, dijo Marconi que le había contado Antuñano, una
tarde varios gauchos en la pulpería conversan sobre temas de escritura
y fonética. El santiagueño Albarracín no sabe leer ni escribir, pero
supone que Cabrera ignora su analfabetismo; afirma que la palabra trara
no puede escribirse. Crisanto Cabrera, también analfabeto, sostiene
que todo lo que se habla puede ser escrito. Pago la copa para todos,
le dice al santiagueño, si escribe trara. Se la juego, contesta Cabrera;
saca el cuchillo y con la punta traza unos garabatos en el piso de tierra.
De atrás se asoma el viejo Alvarez, mira el suelo y sentencia: Clarito,
trara. Buenísimo, dice Renzi. Es buenísimo, che, le dice a Marconi.
¿Por qué no te dejás de joder con los sonetos y te dedicas a pintar
tu aldea? Bueno, dijo Marconi, por el momento estoy tratando de escribir
sonetos en lengua gauchesca. Quiero integrar, en realidad, el lenguaje
de Hilario Ascasubi y la forma soneto tal como fue fijada por Stéphane
Mallarmé. En ese intento, ya ves, soy borgeano. Para mejor, dijo Marconi,
anoche soñé un poema. En serio. Vinieron unos amigos a comer a casa,
trajeron un vino chileno increíble y nos bajamos como seis botellas;
después me fui a dormir y a la madrugada me desperté con el poema en
la cabeza. Lo anoté tal cual lo había soñado; ahí va, dijo. Soy el equilibrista
que en el aire camina descalzo sobre un alambre de púas recitó Marconi
el poema que había soñado. No será un soneto, pero lo soñé, sin joda.
Es una especie de haiku ¿no? Demasiado narrativo, dijo, nada del otro
mundo la verdad, pero lo soñé yo. Mira si al final me pasa como a Coleridge.
Lo que en el sueño no salió fue el título, dijo. Ponele: Retrato del
artista, dijo Renzi. No, dijo Marconi, se trata de eso por ahí, pero
ese título es demasiado explícito. En un poema que trata sobre el artista,
la palabra artista no tiene que aparecer y menos en el título. ¿Es una
ley o no es una ley? En literatura, dijo, lo más importante nunca deber
ser nombrado. Epigrama, dijo, que sirve de final a esta larga sesión
o payada intelectual. Me voy, en serio, dijo, ya se me ha hecho tardísimo
hasta para escribir sobre Nabokov, dijo Marconi y empezó a despedirse.
Tipo increíble, dijo Renzi. Personaje local, le digo, como todos acá.
Eso es lo que tiene de bueno vivir en un pueblo: todos somos personajes
importantes. Quedó loco con esa teoría, le digo a Renzi. Mañana la va
a empezar a repetir como si fuera de él. No estaría mal, dijo Renzi.
Vamos yendo, le digo. ¿Sería Marcelo el tipo que vio? me dice él. A
lo mejor, le digo. No parece muy convencido, me dice. Sí ¿por qué no?
De todos modos ahora vemos. Salimos por acá, le digo. Este Club era
una de las casas de verano de Urquiza. Le gustaban los espejos, dice
Renzi. Extraño este pasillo. ¿Se sale por aquí? dice. No, mejor por
este lado, le digo, así salimos al Bulevar. Está bastante fresco, dice
Renzi. ¿Vamos caminando? Sí, le digo, es cerca, por acá se va derecho
al Hotel, serán diez cuadras. De paso le muestro la ciudad. Aunque ya
anduvo paseando hoy a la tarde. Todo se sabe en estos lugares, como
se puede imaginar, le digo. Bueno, no todo, dice Renzi. Cierto, no todo.
Me gustan estos pueblos de la costa, dice Renzi, tienen como un aire
melancólico. ¿Y ese edificio? dice Renzi. La cárcel, le digo. Recién,
le digo, cuando lo escuchaba hablar con Marconi. Me pasé un poco, dice
Renzi, de golpe me embalé, demasiada ginebra. No, le digo, al contrario;
pero yo lo escuchaba hablar y me acordaba de su tío. Son muy parecidos,
en el fondo, le digo. Todos me dicen eso, hoy, dice Renzi. Yo aprendí
de él, dice, en un sentido difícil de explicar. Nos escribimos durante
casi un año y recién ahora me doy cuenta de que fue como si él hubiera
querido explicarme algo. Marcelo tiene una especie de tendencia innata
a la pedagogía, me dice. Es un tipo muy divertido ¿no? dijo Renzi. Lo
más increíble es que yo no lo conozco; personalmente digo. Nunca hablé
con él, nunca lo vi. Él venía a casa cuando yo era recién nacido pero
después dejó de venir y entonces yo oía hablar de él, pero nunca lo
vi. Ahora estoy acá y vamos a verlo, pero tampoco sabemos si lo vamos
a encontrar. Cuanto más lo pienso, dice, más increíble me parece. Él
me hablaba siempre de usted, le digo, a veces me leía parte de sus cartas.
Se divertía como loco con esas discusiones que tenían, le digo. Emilio,
me dijo, me acuerdo, una noche, Emilio piensa que lo único que existe
en el mundo es la literatura, cuando se le pase, y espero estar para
ver ese momento, me decía el Profesor, le digo a Renzi, recién entonces
se va a poder sacar de encima toda la mierda de la familia. No entiendo,
me dice Renzi. Yo tampoco, le digo, pero eso fue lo que dijo. Después
Renzi me dijo otra vez que le parecía increíble que yo lo hubiera conocido
a Joyce. Bueno conocer, lo que se dice conocer, le digo. Lo vi un par
de veces, en Zurich. Hablaba poco, casi nada; venía a un bar donde se
jugaba al ajedrez y se ponía a leer un diario irlandés que los tipos
recibían, se sentaba en un rincón y empezaban a leerlo con una lupa,
el papel casi pegado a la cara, recorriendo las páginas con un solo
ojo, el ojo izquierdo. Se estaba horas ahí, tomando cerveza y leyendo
el diario de punta a punta, incluso los avisos, las necrológicas, todo;
cada tanto se reía solo, con una risita de lo más curiosa, una especie
de susurro más que una risa. Una vez me preguntó cómo se decía “mariposa”
en polaco, creo que fue la única vez que me habló directamente. Otra
vez lo escuché tener un cambio de palabras con un tipo, con un francés
que le dijo que el Ulises le parecía un libro trivial. Sí, dijo Joyce.
Es un poco trivial y también un poco cuatrivial. ¿En serio? dice Renzi.
Genial. El que lo visitó fue un amigo, Arno Schmidt, un crítico notablemente
sagaz que después murió en la guerra. Una tarde se animó a preguntarle
si lo podía visitar. ¿Y para qué? le preguntó Joyce. Bueno, dijo Arno,
admiro muchísimo sus libros, Mr. Joyce, me gustaría, en fin, me gustaría
hablar con usted. Venga mañana a las cinco, a mi casa, le dijo Joyce.
Arno se pasó la noche preparando una especie de cuestionario, anotando
preguntas, estaba nerviosísimo, como si tuviera que ir a dar un examen.
Mejor crucemos, le digo a Renzi. Joyce mismo le abrió la puerta, la
casa estaba como desmantelada, casi no tenía muebles, en la cocina estaba
Nora friendo un riñon a la sartén y Lucía se miraba los dientes en un
espejo; cruzaron un corredor larguísimo y después Joyce se tiró en una
silla. Fue un infierno. Arno le empezó a repetir que admiraba muchísimo
su obra, que el procedimiento de las epifanías era el primer paso adelante
en la técnica del cuento desde Chejov, ese tipo de cosas, y en un momento
dado le dijo que Stephen Dedalus le parecía un personaje de la estatura
de Hamlet. ¿De la estatura de quién? lo cortó Joyce. ¿Qué quiere decir
con eso? Probablemente Hamlet era petiso y gordo, le dice, como eran
gordos y petisos todos los ingleses en el siglo XVI. Stephen en cambio
mide un metro setenta y ocho, le dijo Joyce. No, dijo Arno, quiero decir
un personaje del nivel de Hamlet, él mismo una especie de Hamlet. Cierto,
dice Renzi. Es una especie de Hamlet jesuítico. Y es cierto también,
me dice Renzi, que hay como una continuidad: el joven esteta ¿no? que
no hace más que vivir en medio de sus sueños y que en lugar de escribir
se la pasa exponiendo sus teorías, dice Renzi. Yo veo como una línea,
dice, digamos Hamlet, Stephen Dedalus, Quentin Compson. Quentin Compson,
explicó Renzi, el personaje de Faulkner. Bueno, le digo, Arno le decía
eso y supongo que también algunas otras cosas y Joyce no decía nada.
Lo miraba y de vez en cuando se pasaba una mano blanda por la cara,
así. Este es el Bulevar, le digo, pasamos la Plaza y estamos en el Hotel.
¿Y entonces? dice Renzi. Entonces Arno le empieza a hacer preguntas
más directas, quiero decir preguntas que había que contestar. Por ejemplo:
Le gusta Swift, qué opina de Sterne, ha leído a Freud, ese tipo de cosas
y Joyce le contestaba sí o no y se quedaba callado. Me acuerdo un diálogo,
creo que es uno de los pocos diálogos que tuvieron durante toda la conversación.
Arno lo contaba con mucha gracia. ¿Qué opina usted de Gertrude Stein,
Mr. Joyce? le dice Arno. ¿De quién? dice Joyce. De Gertrude Stein, la
escritora norteamericana, ¿conoce su obra? le dice Arno, y Joyce se
estuvo inmóvil durante un momento interminable hasta que al final le
dice: ¿A quién se le puede ocurrir llamarse Gertrude? le dijo. En Irlanda
ese nombre se lo ponemos a la vacas, le dice Joyce y después se quedó
mudo durante los siguientes quince minutos, con lo que se terminó la
entrevista. Le importaba un carajo el mundo, dice Renzi. A Joyce. Le
importaba un carajo del mundo y de sus alrededores. Y en el fondo tenía
razón. ¿A usted le gusta su obra? le digo. ¿La obra de Joyce? No creo
que se pueda nombrar a ningún otro escritor en este siglo, me dice.
Bueno, le digo, no le parece que era un poco ¿cómo le diré? ¿no le parece
que era un poco exageradamente realista? ¿Realista? dice Renzi. ¿Realista?
Sin duda. Pero ¿qué es el realismo? dijo. Una representación interpretada
de la realidad, eso es el realismo, dijo Renzi. En el fondo, dijo después,
Joyce se planteó un solo problema: ¿Cómo narrar los hechos reales? ¿Los
hechos qué? le digo. Los hechos reales, me dice Renzi. Ah, le digo,
había entendido los hechos morales. Bueno, le digo, ahí enfrente está
el Hotel. ¿Y cómo se dice “mariposa” en polaco? me pregunta Renzi; pero
antes que me olvide, dice, ¿dónde puedo comprar cigarrillos? Acá, le
digo, en este Bar. Si quiere yo tengo, le digo. No, mejor compro, dice
él. Yo estoy matando el tiempo con el viejo Troy, justo en la esquina,
está diciendo un tipo parado frente al mostrador del Bar. Estoy ahí
lo más choto, acá González no me va a dejar mentir; estoy ahí, el viejo
Troy, Gonzalito ¿eh? estamos los tres; me dice Troy, el viejo Troy va
y me dice, Che Cholo, me dijo, juná quién viene. Yo estoy, un supongamos,
parado ahí, como si ésta fuera propiamente la esquina, este vaso soy
yo, aquí el viejo Troy ¿eh, Gonzalito? Correcto, dice Gonzalito. Juná,
Cholo, me dice Troy, juná quién viene, dijo el tipo que estaba parado
frente el mostrador. Cigarrillos, dice Renzi. Casi me caigo de culo,
miro hacia el lado del tallercito, lo veo a Goñi propiamente, que se
aprosima, empilchado como un duque. Gonzalito ¿es así no? Correcto,
dice Gonzalito. Yo siempre digo que en este mundo los turros y los colifas
andan sueltos, dice el tipo que está parado frente al mostrador. Siempre
lo digo, dice, pero cuando lo veo a Goñi casi me caigo de culo. Cholo,
me dijo Troy, no hagás macanas, me dice, no seas chauchón. Pero lo ves
o no, le digo, al plantado ese, lo ves o no, le digo. Lo veo, me dice.
Al Triste, libre como una paloma, lo ves; pero yo digo, le digo a Troy,
¿está todo al revés? Teikerisi Cholo, me dice Troy. Pero no, viejo,
le digo, qué teikerisi ni qué carajo no puede ser, mirá mirá, le digo.
Miro, me dice Troy. ¿Lo ves? todo empilchado. Algo anda mal, le digo
a Troy, acá hay algo que anda para la mierda. ¿O ustedes no saben que
de un viaje liquidó a cinco de sus hermanos, el Triste Goñi? Los limpió
a los cinco, de un viaje, con una aguja de colchonero, y ahora resulta
que los fue liquidando uno por uno, a los cinco, mientras apoliyaban,
con un alfiletazo, chas, el Triste, como quien diría una incisión, acá,
en el pescuezo, justo acá, chas, en la tráquea, acá, ¿ven? en el gañote,
tocate ahí González ¿ves que hay como un pocito?, dice el tipo que está
parado frente al mostrador. Colorado corto, dice Renzi. ¿Ves que hay
como un pocito?, dice el tipo. Correcto, dice González. Uno hace una
incisión ahí y chau, si te he visto no me acuerdo; la vida se para en
seco. Y el degenerado ese, el petiso Goñi, empilchado de punta en blanco,
los ojitos acá, sobre la nariz, que encima es medio virola, lo veo venir,
vestido como un duque, lo veo, no lo puedo creer. Juná, pero juná, le
digo a Troy. Tranquilo Cholo, me dice el viejo. Quedate piola, me dice
cuando ve que se me sube la mostaza. Pero ¿cómo? Los limpió a todos
de un viaje, chas, con la aguja de colchonero mientras estaban de apoliyo,
a todos sus propios hermanos, pero yo digo ¿en qué país vivimos? uno
atrás del otro, en la tráquea, cómo sería el mambo que tiene en la cabeza
este turro que el hermanito más chico se salvó ¿sabés por qué se salvó
el hermanito más chico, González? dice el tipo. No, dice González. Fíjense
cómo será de rayado, que al hermanito más chico agarra y lo manda a
la terminal de colectivo a comprarle un boleto a Baradero. Le dijo,
le dice: Andá y me comprás un pasaje a Baradero. Ida sola, le dice.
A Baradero, date cuenta un poco: ¿Y saben por qué? Porque pensaba que
Baradero quedaba fuera de la circuncisión de la policía federal y pensaba
quedarse ahí, en Baradero, hasta que pasara el espamento. ¿Y entonces
qué pasa? dice el tipo parado frente al mostrador. El niño Goñi, el
hermano más chico, sale a los rajes, y enfila para la comisería, meta
y ponga, porque de inmediato se malicia que se viene algo jodido, el
chico, se malicia, que no era ningún tarado, te voy a decir, tenía siete
ocho años en ese entonces, ahora labura de camionero, hace la ruta Santa
Fe – Resistencia, Chaco – Santa Fe ¿es así o no, Gonzalito? dice el
tipo. Correcto, dice Gonzalito. Ve la cara como de alegría que tiene
el Triste, el pibe, y enseguida se da cuenta que va a pasar algo fulero,
pero cuando vuelve a los piques con toda la policía, ya es tarde. Chas,
la tráquea, listo, de un viaje. Los cinco hermanitos Goñi desparramados
en el patio, todos en fila, en el patio, los cinco, fiambre fiambre,
dice el tipo. ¿Colorado corto? dice el que atiende el Bar. Sí, dice
Renzi, un atado. Un espetáculo que te la voglio dire, dijo él tipo,
otra que la masacre de San Quintín; desparramados abajo la parra, cada
uno de los hermanos, escuchen bien lo que voy a decir ¿eh? cada uno
de los hermanos con un redondelito rojo en el gañote, como si llevaran
un alfiler de corbata, un suponer, un alfiler de corbata que tuviera
de adorno un rubí. ¿Un qué? preguntó un tipo sentado en una mesa cerca
de la puerta. Un rubí, hablando en sentido figurado, dice el tipo que
está parado frente al mostrador. Un punto rojo en el pescuezo, propio
en este pocito, en la tráquea, ahí les hundió la aguja. Qué espectáculo,
me cago en Dios, dice el tipo. Sus propios hermanos, en bolas, los cinco
desparramados ahí, en el patio, en pelotas, los cinco, porque los agarró
durmiendo, y el petiso Goñi sentado en un banquito, de traje y sombrero,
esperando que el pibe le trajera el boleto a Baradero. ¿Se dan cuenta
un poco? Y resulta que hoy, estamos en la esquina ¿eh Gonzalito? Juná,
me dice Troy, y el degenerado ese que se aprosima, caminando tranquilamente,
todo empilchado, dice el tipo. Acá tiene, dice el que atiende el Bar.
Gracias, dice Renzi. Me dio una cosa, vi todo amarillo, te lo juro por
la luz que me alumbra, todo amarillo vi. Le digo a Gonzalito. Che, Gonzalito,
le digo ¿y ahora qué hacemos? ¿es así o no? Gonzalito. Correcto, dice
Gonzalito. ¿Vamos? le digo a Renzi. Pero mira ese cabrón, le digo, te
dije o no te dije que en este país si sos turro, pero turro turro ¿eh?
no más o menos, turro lo que se dice turro, le digo, al final la pasás
como un duque. Dijiste, me dice Troy. Va a pasar propiamente acá mismo,
dice el tipo que está parado frente al mostrador del Bar. Propio propio
acá mismo ¿y nosotros? ¿qué vamos a hacer? le digo a Troy. Sí, vamos,
me dijo Renzi. Parecía indignado el hombre, me dice. Propiamente, le
digo. Justo para Marconi, me dice Renzi. Cuidado al cruzar, le digo,
que el Bulevar tiene doble mano. ¿Y entonces? me dice Renzi, ¿cómo se
decía “mariposa” en polaco? Alaika, le digo. Se dice alaika. Este es
el Hotel, le digo. Acá es donde vive el Profesor. 2 El Hotel parecía
haber sido construido hacia el 900. Tenía un frente de mármol negro
con ventanales que daban sobre la plaza. Por acá, me dice Tardewski.
Primero vamos a pasar por la recepción. ¿No sabe si regresó el Profesor
Maggi? pregunta Tardewski. El recepcionista dice que recién ha tomado
el turno, pero quizás alguien ha vuelto, dice, porque la llave no está
en el tablero. Vamos a subir, entonces, dice Tardewski. Es muy posible
que si volvió lo encontremos durmiendo, dice, quizás ni sabe que usted
ha venido. Golpeamos la puerta de una habitación en el cuarto piso;
como nadie contesta y la puerta está sin llave, entramos. La pieza está
vacía. Sería cómico, me dice Tardewski, que nos estuviera buscando en
el Club. Dice que lo mejor va a ser hablar por teléfono y preguntar
si está ahí. Desde los ventanales del cuarto, que es amplio, se ve el
río, al fondo, entre los sauces. Hay un escritorio contra la pared.
Una cama. Un ropero. Un sillón. Algunos libros sobre una repisa. Me
acerco y miro los títulos mientras Tardewski habla por teléfono al Club
y deja dicho que si el Profesor va por ahí le digan que estamos en su
casa. De pie frente al estante, leo: Vida de Juan Manuel de Rosas a
través de su correspondencia de Irazusta. Los antecedentes europeos
de Pedro de Angelis de Ignacio Weiss. La vida cotidiana en Estados Unidos
(1830-1860) de Robert Lacour. Alberdi y su tiempo de Mayer. Nacionalismo
y liberalismo de José Carlos Chiaramonte. Alejandro Dumas, Rosas y Montevideo
de Jacques Duprey. Revolución y guerra de Tulio Halperin. Después me
acerco al escritorio que está limpio, quiero decir, no hay nada sobre
él, salvo una lata de té Mazawattee, vacía, usada para guardar lápices,
un marcador rojo, una regla, una goma de borrar, un broche de metal;
en un costado de la mesa hay un anotador donde se lee: Llamar a Angela
(Lunes) y después algo escrito a lápiz y tachado con el marcador rojo.
Sólo se distingue con claridad la palabra seminario y después otra,
casi ilegible, que puede ser proyecto o proceso o quizás prócer. En
el centro de la hoja hay varios triángulos, círculos y otras figuras
geométricas dibujadas con lápiz y una cuenta, al menos una serie de
números, encolumnados, sobre la izquierda del papel, abajo: 6. 750 12.
800 17. 300 8. 970 22. 500 Abro uno de los cajones del escritorio. En
realidad el Profesor trabaja siempre en la Biblioteca, me dice Tardewski.
En la Biblioteca o en el Archivo provincial. En el cajón hay varios
recortes de diarios, en especial noticias del diario La Prensa y del
Buenos Aires Herald de cinco semanas atrás, unidos con ganchitos de
alambre y una caja de pastillas para el hígado (Novo–prohepat.) y varias
tiras de aspirinas y un boleto de ómnibus Paraná-Santa Fe, de la línea
El cóndor, del mes pasado. Mejor bajamos, me dice Tardewski, y vamos
hasta casa. Abro el otro cajón: hay una foto enmarcada. Es una fotografía
de Marcelo, joven, sentado en un bar al aire libre en la Rambla de Mar
del Plata junto a una mujer que parece ser la Coca. Como quiera, le
digo a Tardewski. Dejé dicho en el Club que estaremos en mi casa y ahora
le escribimos una nota por si viene acá, dice. En la pieza hay un solo
cuadro, en la pared de la izquierda. En realidad no es un cuadro, sino
la tapa de una revista, recortada y pegada sobre cartulina blanca, donde
se ve una gran multitud en una escena que, estoy casi seguro, corresponde
al entierro de Hipólito Yrigoyen. Me acerco al ropero; por la luna del
espejo veo que Tardewski se ha sentado en el escritorio, ha tomado un
lápiz de la lata de té Mazawattee y después de arrancar la primera hoja
del anotador se ha puesto a escribir. No veo qué ha hecho con la primera
hoja del anotador. Quizás la ha tirado, pero el piso sin embargo está
limpio. El ropero también está vacío, salvo un traje de verano, blanco,
que cuelga de una percha y un par de alpargatas, muy gastadas, en uno
de los estantes de abajo. Bueno, dice Tardewski, podemos ir. Profesor
Maggi, ha escrito Tardewski, su sobrino Emilio y yo lo hemos estado
buscando. Son las doce y media (0.30). Estaremos en casa hasta la hora
en que sale el tren de la mañana a la Capital. Lo esperamos, Volodia.
Vamos a dejar la nota aquí, no puede dejar de verla, dice. Bajamos y
también en la recepción del Hotel dejamos dicho que si el Profesor Maggi
vuelve, a cualquier hora que sea, le avisen que lo esperamos en la casa
de Tardewski. El recepcionista de la noche nos escucha con expresión
sorprendida y después asiente, pero no toma nota. Sólo dice: Está bien,
señor, y nos repite que su turno termina a las seis de la mañana. Parecía
no entender bien, le digo a Tardewski. Medio dormido, el pobre, dice
Tardewski. Volvemos a cruzar la Plaza y tomamos el Bulevar costeando
el río. Tardewski me habla de las obras de Salto Grande; me dice que
mucha gente de la costa está siendo desalojada. Toda esa parte de allá,
me dice y me señala un costado del río, va a ser barrida por la represa.
De todos modos para mí la naturaleza ya no existe, me dice ahora y comienza
a exponerme su teoría sobre el carácter artificial de eso que llamamos
naturaleza, que en realidad Marcelo ya me ha contado en una de sus cartas.
Cuando yo llegué acá, en el año ‘45, me está diciendo, todo esto era
un páramo. Había estado viviendo unos años en Buenos Aires, dijo, recién
llegado de Europa, trabajando en el Banco Polaco y después lo trasladaron
a la sucursal de Concordia que recién había sido inaugurada. Mientras
nos acercábamos a su casa me fue contando parte de su vida. Había nacido
en Varsovia, pero a los 23 años, dijo, se radicó en Inglaterra para
preparar un doctorado en filosofía, dirigido por Wittgenstein, en Cambridge.
La guerra lo sorprendió en Varsovia, dijo, donde había ido a pasar las
vacaciones de verano. Conseguí escapar en medio de la desbandada del
ejército polaco y, después de cruzar media Europa, embarcamos en Marsella
en el último buque que cruzó el océano antes que la guerra submarina
interrumpiera el tráfico. En su juventud, dijo, jamás se le hubiera
ocurrido imaginar que iba a pasar cuarenta años en este rincón del mundo.
A veces, dijo, se le daba por pensar qué hubiera sido de su vida de
haberse quedado en Europa o de haber regresado al final de la guerra.
Quizás hubiese muerto en un campo de concentración o quizás, dijo, de
haber seguido en Londres sin la ocurrencia de irse a veranear a Varsovia
justo en agosto de 1939 y en caso de haber sobrevivido a los bombardeos,
tal vez, en ese caso, dijo, hubiera terminado mi doctorado y hoy sería
profesor de filosofía en alguna universidad inglesa o norteamericana.
Más de una vez, dijo, había reflexionado sobre su vida, sobre el azar
que había tejido su destino. Hablábamos de eso mientras costeábamos
el río, a lo largo del Bulevar y yo veía, a lo lejos, titilar las luces
de la costa uruguaya. En un sentido, me dijo Tardewski, se puede decir
de mí que soy un fracasado. Y sin embargo cuando pienso en mi juventud
estoy seguro de que eso era lo que yo en realidad buscaba. En aquella
época, mientras estudiaba en Cambridge, dijo, bebía muchísimo. Digamos,
dijo, que bebía mucho más que ahora. Me emborrachaba por lo menos dos
veces a la semana, y al regresar ebrio a casa, leía los Pensamientos
de Pascal, el libro de cabecera de mis borracheras. Dijo que de un modo
consciente y clandestino oponía sus lecturas alcohólicas de Pascal a
la enseñanza luminosa de Wittgenstein. Veía en ese libro fragmentario,
hecho de borradores y de ideas anotadas y a medio pensar, el mayor monumento
que inteligencia alguna hubiera construido en honor del fracaso. En
su caso personal, dijo que veía con claridad que esa fascinación por
el fracaso era algo que se remontaba a su juventud, a sus años en Varsovia,
anteriores, por supuesto, a sus lecturas alcohólicas de los Pensamientos
de Pascal en Cambridge. Sentía inclinación por lo que uno llama tipos
fracasados, dijo. Pero ¿qué es, dijo, un fracasado? Un hombre que no
tiene quizás todos los dones, pero sí muchos, incluso bastantes más
que los comunes en ciertos hombres de éxito. Tiene esos dones, dijo,
y no los explota. Los destruye. De modo, dijo, que en realidad destruye
su vida. Debo confesar, dijo Tardewski, que me fascinaban. Todos esos
fracasados que circulan especialmente en los alrededores de los ambientes
intelectuales, siempre con proyectos y libros por escribir, lo fascinaban,
dijo. Hay muchos, dijo, en todos lados, pero algunos de ellos son hombres
muy interesantes, sobre todo cuando han empezado a envejecer y se conocen
bien a sí mismos. Yo acudía a ellos dijo, en aquellos años de mi juventud,
como uno se acerca a los sabios. Había un tipo, por ejemplo, con el
que me veía muy a menudo. En Polonia. Este nombre se había eternizado
en la Universidad, sin decidirse nunca a rendir los exámenes que le
faltaban para terminar su carrera. De hecho había abandonado la Universidad
poco antes de obtener su diploma en matemáticas y después había dejado
plantada a su novia el día de la boda. No veía ningún mérito especial
en realizar nada. Una noche, me dice Tardewski, estábamos juntos y nos
presentan a una mujer que me entusiasma, que me gusta muchísimo. Al
observar esto me dice: Ah, ¿cómo? ¿es que no le ha mirado usted la oreja
derecha? ¿La oreja derecha? Le contesto: Está usted loco, no me interesa.
Pero vamos, fíjese, me dijo, cuenta Tardewski. Fíjese. Mire. Al final
me las arreglo para ver lo que tenía detrás de la oreja. Tenía una verruga
infame, en fin, una verruga. Todo se derrumbó. Una verruga. ¿Se da cuenta?
El tipo era el demonio. Su función era sabotear el ímpetu de los demás.
Era un gran conocedor de los hombres. Tardewski dijo que en su juventud
se había interesado mucho por gente así, por gente, dijo, que siempre
estaba como mirando en exceso. Se trataba de eso, dijo, en el fondo,
de un modo particular de ver. Hay un término ruso, usted debe conocerlo,
me dice, ya que por lo que he sabido le interesan los formalistas, el
término, en fin, es ostranenie. Sí, le digo, me interesa, claro, pienso
que es de ahí de donde Brecht tomó el concepto de distanciamiento. No
había pensado en eso, me dice Tardewski. Brecht conoció bien la teoría
de los formalistas y toda la experiencia de la vanguardia rusa de los
años ‘20, le digo, a través de Sergio Tretiakov, un tipo realmente notable;
fue él quien inventó la teoría de la literatura fakta, es decir, eso
que después ha circulado mucho, la literatura debe trabajar con el documento
crudo, con el montaje de textos, con el testimonio directo, con la técnica
del reportaje. La ficción, decía Tretiakov, le digo a Tardewski, es
el opio de los pueblos. Era muy amigo de Brecht y a través de él fue
como conoció, sin duda, el concepto de ostranenie. Interesante, dijo
Tardewski. Pero retomando lo que le decía, esa forma de mirar afuera,
a distancia, en otro lugar y poder así ver la realidad más allá del
velo de los hábitos, de las costumbres. Paradójicamente es al mismo
tiempo la mirada del turista, pero también, en última instancia, la
mirada del filósofo. Quiero decir, dijo, que en definitiva la filosofía
no es más que eso. Se constituye así, digamos desde Sócrates. ¿Qué es
esto? ¿No? La pregunta de Sócrates. Un fracasado, no todos, claro, cierta
clase especial de fracasado ven todo, continuamente, con ese tipo de
mirada. Esa lucidez aberrante, por supuesto, los hunde todavía más en
el fracaso. Me interesé mucho por gente así, en los años de mi juventud.
Tenían para mí un encanto demoníaco. Estaba convencido de que esos individuos
eran los que ejercían, dijo, la verdadera función de conocimiento que
siempre es destructiva. Pero ya estamos en casa, dice ahora Tardewski
y se adelanta para abrir el portón de entrada. La casa era baja y blanca,
de una sola planta, y me hizo pensar, no sé por qué, en una pajarera.
Cruzamos un jardín muy bien cuidado y Tardewski tardó un rato en poder
abrir la puerta de entrada. Pase, por favor, dijo, después. Podemos
sentamos aquí, dijo y me señaló unos sillones enfrentados en medio de
una sala casi vacía. Tengo, creo, un poco de vino blanco en la heladera.
Tardewski salió de la pieza y yo me quedé solo. Aparte de los sillones
y de una mesita baja, octogonal, pintada de negro, no había en el cuarto
otros muebles, salvo una especie de aparador con varios cajones y una
puerta de dos hojas. En la pared frente a mí, pegada con chinches había
una foto ampliada de alguien que me pareció vagamente conocido, pero
cuyo rostro no pude identificar. Vivo solo aquí, dijo Tardewski mientras
acomodaba los vasos y la botella de vino. Viene una mujer todos los
días y se ocupa de la casa. Se llama Elvira, está conmigo desde hace
años y sin embargo no sé absolutamente nada de su vida. Sólo que se
llama Elvira y que vive en las afueras. El Profesor la quería mucho,
dijo Tardewski. Enseguida se rectificó: había querido en realidad decir
que el Profesor la quiere mucho. A veces, dijo, basta que alguien falte
unas horas para que hablemos de él como si hubiera muerto. Al revés
de lo que pasa en los sueños. Después dijo que mientras estaba en la
cocina había pensado en mi conversación con Marconi. En seguida, dijo,
había recordado una conversación que él, Tardewski, había tenido a su
vez con Marconi tiempo atrás. En esa conversación Marconi le había contado
un hecho extraordinario referido a una mujer. Esa charla que ellos dos
habían mantenido tiempo atrás en el Club, dijo, comenzó con ciertos
comentarios de Marconi sobre las mujeres. Marconi era, dijo, como ya
me había dicho, una especie de personaje local. El personaje local del
Poeta. Sus poemas, quizás no los que sueña, pero sí los pocos que escribe
o al menos los pocos que publica, le voy a decir, me dijo, no están
nada mal. Son de un hermetismo cultivado, de una oscuridad casi maníaca.
Esa vez, como le digo, me dice Tardewski mientras me sirve vino, hablamos
con Marconi sobre cierta particularidad de las mujeres, o mejor, de
cierta particularidad de la relación que las mujeres establecían con
él, con Marconi. Atraigo a las muy jóvenes, a las adolescentes de 15,
16 años o a las viejas, pero a las viejas viejísimas, me decía Marconi,
cuenta Tardewski. Recibe una abundante correspondencia en el diario
donde trabaja y donde muy de vez en cuando publica sus sonetos. Recibo,
me contaba Marconi, por lo menos dos o tres cartas semanales que me
escriben mujeres diversas. Algunas de esas cartas son notables; las
hay de todas clases, me decía Marconi, cuenta Tardewski, usted se puede
imaginar niñas que se sienten atraídas por la poesía y escriben cartas
cursis y sentimentales; señoras que me escriben en secreto para confesarme
que siempre les ha interesado la literatura pero que el matrimonio,
los hijos, las obligaciones de la vida doméstica las han ido alejando
de lo que entienden es su verdadera vocación. Muchas me escriben para
contarme ese tipo de cosas. Pero hay otro tipo de cartas que son realmente
notables, por ejemplo cartas obscenas, me contaba Marconi. Suelo recibir
cartas de una obscenidad aterradora de mujeres que me escriben al diario
sin darse a conocer. Casi nunca soy yo el objeto de esas cartas, no
se trata de que piensen en mí al escribirlas. Yo soy, simplemente, el
destinatario. Ellas me cuentan aventuras con sus amantes actuales o
recuerdan sus historias sexuales del pasado. Algunas son cartas con
fantasías de una perversidad fascinante, acompañadas, a veces, de dibujos
infames, descripciones anatómicas para ejemplificar el carácter de sus
ilusiones o de sus experiencias eróticas. ¿No es notable? me decía Marconi
esa noche en el Club, me cuenta Tardewski. ¿No es notable que me elijan
a mí, al poeta, como destinatario de esas cartas? En general no esperan
respuesta, sencillamente se sientan y me escriben, me contaba, dice
Tardewski. Marconi, en fin, dijo, recibo una nutrida correspondencia
y a veces una misma mujer me escribe durante meses. Por principio, me
decía, jamás contesto y jamás incluyo en mis sonetos la menor alusión,
por más oscura o anagramática que pueda imaginase, al contenido de esa
correspondencia que recibo. Y sin embargo, dijo Tardewski que le había
dicho Marconi, algunas de esas cartas son tan extraordinarias que puedo
decir, me decía, dice Tardewski, que allí se encuentra no sólo la materia
única, sino la inspiración más profunda de toda mi poesía. Hace algún
tiempo, me contaba Marconi, comencé a recibir cartas excepcionales de
una mujer. No se trataba en este caso de cartas pornográficas o de cartas
tan cursis que uno, como suele sucederme a veces, pudiera considerarlas
excepcionales. Estas cartas que comencé a recibir eran excepcionales
en todo sentido. En todo sentido eran excepcionales, diría, dijo Tardewski
que le había contado Marconi. Eran cartas de una calidad literaria tal,
que si no fuera una palabra cómica, yo diría, me contaba Marconi, que
parecían escritas por un escritor de un talento absolutamente fuera
de lo común. Por de pronto venían escritas en un español levemente arcaico,
casi quevediano, diría, estaban escritas en un español tan puro y cristalino
que al leerlas, lo escrito por mí me parecía de una tosquedad insoportable
y de una torpeza inesperada. La sola idea de comparar esas cartas con
lo escrito por mí, me paralizaba por completo. Por otro lado, en esas
cartas la mujer no escribía sobre sí misma, sino que contaba extrañas
historias, relatos que tenían la textura y la firmeza impersonal de
una parábola. Al final de la carta, la mujer añadía una frase que era,
en realidad, pensaba yo, decía Marconi, la única parte de lo escrito
que me estaba personalmente dirigida. Al final de la carta, la mujer
siempre escribía: De usted y después firmaba con su nombre y apellido,
que no revelaré, dijo Tardewski que le había dicho Marconi aquella noche
en el Club, y abajo de su nombre, los datos de una casilla de correo
y un número de teléfono. El final de las cartas era, entonces, siempre
el mismo, pero las cartas eran siempre distintas y eran siempre perfectas,
dijo Marconi, lo más parecido a la perfección literaria que yo he leído
en años de años. Al cabo de tres meses me decidí por fin a contestarle,
contaba Marconi, dijo Tardewski. Le contesté. Le dije que no pensaba
verla y que por lo tanto el número de teléfono era inútil; le dije que
tampoco pensaba contestarle y que sólo le había escrito esa única vez
para decirle que sus cartas me parecían un esfuerzo insensato porque
lo que ella escribía, esas parábolas estúpidas, no eran otra cosa que
pésima literatura. La saluda atentamente: Bartolomé Marconi. Estuvo
dos semanas sin escribirme, dijo Marconi, me dice Tardewski; hasta que
continuó. Sus cartas no variaron, quiero decir que por un lado no se
dignó discutir mis opiniones y que por otro lado siguió escribiendo
los mismos extraños y bellísimos relatos de siempre, en ese hipnótico
español sólo suyo que tenia la pureza de un cristal y la flexible elegancia
de los gatos en el soneto de Charles Baudelaire. Una tarde, contó Marconi,
me cuenta Tardewski, estaba escuchando música. A mi me gustan mucho
los cuartetos de Beethoven, y agregó, dice Tardewski, Marconi agregó
que en eso por supuesto no era nada original. Me gustan muchísimo esos
cuartetos de Beethoven, dijo Marconi, cuenta Tardewski, y me ponen en
un estado de ánimo particular. Así habría que escribir, pienso cada
vez que los escucho. Cada vez que escucho los cuartetos de Beethoven,
repitió Marconi que a esa altura estaba un poco borracho, me cuenta
Tardewski, pienso: Daría diez años de mi vida por llegar a escribir
algo que sonara, al leerse, como los cuartetos de Beethoven. ¿Usted
ha leído el Doktor Faustus.? me preguntó Marconi, dice Tardewski. No,
le contesté, no me gusta Mann, prefiero a Kafka, pero he leído, me cuenta
Tardewski que le contestó a Marconi esa noche, en el Club cuando él
le preguntó si había leído el Doktor Faustas de Thomas Mann, los ensayos
sobre música de Adorno, así que lo comprendo perfectamente. Lo comprendo
perfectamente, le dije, me cuenta Tardewski, ¿y entonces? Entonces,
me contestó Marconi, esa tarde yo escuchaba los cuartetos de Beethoven
y pensaba: Así habría que escribir, me cago en Dios, y estaba dispuesto
a suscribir ahí mismo un pacto con el Diablo. Es decir, dijo Marconi,
que me sentía en un estado de ánimo muy particular y entonces me dije:
Tengo que ver a esa mujer. La llamo por teléfono, contó Marconi. Le
digo: Tengo que verla de inmediato. ¿Puede venir a mi casa? Vivo a más
de veinte kilómetros de Concordia, pero puedo tomar un taxi, contó Marconi
que le había contestado la mujer, dijo Tardewski. Venga inmediatamente,
le dice Marconi. Sí, dijo la mujer. Me cambio de ropa, me pongo un traje,
una corbata, contaba Marconi. Estaba en un estado de ánimo tan particular
que necesitaba que esa mujer y ninguna otra persona en el mundo, me
dijera: Usted es el más grande, es el mejor, no hay otro poeta como
usted. Momentos de debilidad que uno tiene, dijo Marconi. Momentos de
debilidad en todo el sentido de la palabra. Me paseaba por la habitación,
esperando. Una hora más tarde tocan a la puerta. Abro y al abrir, dice
Tardewski que le contó Marconi aquella noche en el Club, empecé a reírme
o a toser como un idiota. Tenía un vaso en la mano, un vaso de vidrio,
con gin o ginebra o whisky, con algún líquido alcohólico que yo estaba
tomando con hielo, al toser el vaso me temblaba y el hielo hacía un
ruido que yo no dejaba de escuchar mientras pensaba: es el ruido que
hace el hielo al golpear contra las paredes de un vaso de vidrio. Era
una mujer increíblemente fea, de una fealdad fascinante, casi perversa.
Dejé el vaso sobre un mueble. Le invité a pasar. Nos sentamos. Se quedó
cuatro horas. Jamás voy a poder olvidarla. Fue algo extraordinario.
Me contó todo lo que no me había dicho en sus cartas, quiero decir,
me habló de su vida. Situaciones, momentos de su vida, su adolescencia;
era un monstruo pero tenía una inteligencia refinadísima, sutil, y ese
extraño y tan bello manejo un poco arcaico, como latinizado, del español.
La mujer vivía con su hermana en una casa de las afueras y se ganaba
la vida bordando manteles. Le había empezado a escribir porque le gustaban,
dijo, los sonetos que escribía Marconi, si bien veía en ellos una excesiva
voluntad de asombrar por medio de la destreza técnica. En cuanto a ella,
se apasionaba por la literatura desde siempre, pero no se sentía capaz
de dedicarse a escribir porque, dijo la mujer, contó Marconi, me dice
Tardewski: ¿Sobre qué puede un escritor construir su obra si no es sobre
su propia vida? ¿Sobre qué si no sobre su propia vida? dijo. Y su vida,
dijo, era algo tan abominable como su cuerpo y por lo tanto era imposible
que pudiera dedicarse a la literatura porque para ella escribir era
justamente olvidarse de eso que debería ser el tema de su obra. Esas
cartas las había escrito, dijo, porque a veces, de noche, no podía más.
A veces, de noche, no podía más y escribir esas cartas la aliviaba,
le permitían desentenderse por un tiempo de sí misma y de su vida. Pero
él, Marconi, había tenido razón al decirle que eran pésima literatura.
Ella lo presentía, dijo, sabía que eran pésima literatura porque la
literatura sólo puede construirse con la trama de la vida. Uno escribe,
dijo la mujer, y las palabras son su cuerpo: al querer borrar mi cuerpo
en lo que escribo jamás voy a poder construir otra cosa que palabras
vacías, sin sangre, palabras huecas, como hechas de aire. Eso, pero
dicho de un modo mucho más bello y enigmático, fue lo que dijo la mujer,
dijo Marconi, me cuenta Tardewski. Y entonces yo, dijo Marconi, que
comprendía muy bien que la mujer estaba totalmente equivocada con esa
absurda teoría sobre la literatura que se construye con la propia vida,
que me daba cuenta de que la mujer estaba totalmente equivocada porque
además había leído lo que ella era capaz de escribir, entonces yo, contó
Tardewski que le había dicho Marconi aquella noche en el Club, le dije
que tenía razón, que ella no había nacido para la literatura, que sus
cartas eran, a pesar de su esfuerzo por olvidarse de sí misma al escribirlas,
tan informes como su cuerpo. Le aconsejé, dijo Marconi, me cuenta Tardewski,
que pusiera todo su empeño en el bordado de manteles o en algún otro
arte impersonal por el estilo. Le dije lo que por supuesto en mi puta
vida había creído, le dije que ella tenía razón, que la literatura era
siempre autobiográfica y que ella debía olvidar para siempre esa tentación.
¿Se da cuenta, Tardewski? me preguntó Marconi. Con una frialdad que
me sorprendió a mí mismo, la convencí de que era una insensatez que
ella pudiera sospechar siquiera la posibilidad de dedicarse a la literatura.
Y lo hice en un estado de extraña exaltación, ayudado sin duda por el
clima que me habían creado los cuartetos de Beethoven, sintiendo a la
vez en el fondo de mí un sórdido temor, contó Marconi, dice Tardewski.
El sórdido temor de que la mujer no se dejara convencer. Porque si no
puedo convencerla, pensaba, y esta mujer, este monstruo, se decide a
publicar cualquier cosa que escriba, seré yo quien tendrá que abandonar
por completo la escritura. Si esa mujer seguía escribiendo, nadie, en
el presente ni en los años que siguieran, nadie, iba nunca a recordar
que había existido un poeta llamado Bartolomé Marconi. Pensaba eso,
estaba exaltado por mi misma sordidez, me cuenta Tardewski que le dijo
Marconi. Y la mujer me agradeció que hubiera sido sincero, aunque ella,
dijo, en el fondo ya lo sabía, e incluso se lo había dicho a sí misma,
casi con las mismas palabras que él estaba usando ahora. Uno sólo puede
escribir sobre su cuerpo, me dijo la mujer, cuenta Tardewski que le
dijo Marconi. Uno sólo puede escribir sobre su cuerpo, grabar los libros
en la carne de su cuerpo, pero mi cuerpo, dijo, es tan abominable y
yo lo odio como nadie jamás ha podido odiar nada en este mundo. Nadie
puede saber, dijo la mujer, qué clase de odio es el odio que yo tengo
por mi cuerpo. Nadie, dijo, puede saber como sé yo, qué cosa es tener
asco de sí mismo. ¿Cómo podría entonces ella, dijo, escribir sobre su
vida? y por eso otra vez, estoy condenada, dijo la mujer; porque entonces
lo que escribo no puede ser más que esas historias tejidas en la pobre
tela del olvido. Falsas historias que no tienen carne, porque la literatura
no puede tener otra materia que la propia experiencia vivida. Historias
falsas, fraudulentas, artificiales, donde la sinceridad y la verdad
son como el aro hueco de madera donde bordo mis manteles. Deshilachadas
fantasías que usted, señor, dijo la mujer, ha tenido el coraje y amabilidad
de definir tal como son. Eso dijo la mujer, de otro modo y con mejores
palabras, y después se puso trabajosamente de pie y yo la acompañé hasta
la puerta, me cuenta Tardewski lo que Marconi le ha contado esa noche
en el Club. Fui atrás de ella y la miré caminar: se movía con un patético
bamboleo, como si atravesar el aire le costara a ella el mismo esfuerzo
que puede costamos a cualquiera de nosotros caminar por el río, con
el agua a la altura de la ingle. La seguí hasta la puerta, nos despedimos
y nunca más he vuelto a saber nada de esa mujer, dice Tardewski que
ha contado Marconi, aquella noche, en el Club. Después Tardewski volvió
a hablar de esa cualidad destructiva, de esa rara lucidez que se adquiere
cuando se ha conseguido fracasar lo suficiente. Porque otra de las virtudes
del fracaso, dijo, es que nos enseña que nunca nada deja su huella en
el mundo. Todo lo que hemos vivido se borra y eso quizás, dijo, es lo
que había comprendido esa mujer en el cuento de Marconi. ¿Se sirve más
vino? dijo entonces Tardewski y de a poco empezó a retomar el relato
de su vida. Si le he hablado de todo esto, dijo, es porque yo mismo,
claro, soy un fracasado. Quiero decir, un fracasado en el verdadero
sentido, es decir, dijo, alguien que ha desperdiciado su vida, que ha
derrochado sus condiciones. He sido, dijo, lo que suele llamarse un
joven brillante, una promesa, alguien frente a quien se abren todas
las posibilidades. Yo he sido, dijo, marcado por Wittgenstein. Debo
decirle que él no era lo que suele llamarse un hombre caritativo, pero
yo no vacilaría en decir que era genial, o lo más parecido a un genio
que uno pueda imaginar. Por de pronto, dice Tardewski, es el único en
la historia que produjo dos sistemas filosóficos totalmente diferentes
en el curso de su vida, cada uno de los cuales dominó por lo menos a
una generación y generó dos corrientes de pensamiento, con sus protagonistas,
sus comentadores y sus discípulos absolutamente antagónicos. Tratar
de conocer a Wittgenstein, escribió Bertrand Russell que durante un
semestre lo tuvo entre sus alumnos porque Wittgenstein, después que
leyó Los principios matemáticos abandonó su carrera de ingeniero y se
fue a Cambridge y se anotó en los seminarios de Russell. Tratar de conocerlo,
decía Russell, fue la aventura intelectual más excitante de mi vida.
Wittgenstein era un hombre de genio, si es que eso existe, pero en su
vida fue desdichado como pocos y vivió atormentado hasta su muerte.
Atormentado por sus ideas, no por otra cosa; atormentado porque quería
pensar bien y porque tenía enormes dificultades para escribir. De hecho
publicó un solo libro antes de su muerte el Tractatus logico–philosophicus
en 1922, concluido, por lo demás, a los 29 años. Pocas obras produjeron
en la historia de la filosofía el efecto de ese libro de 60 páginas.
Wittgenstein estaba convencido y así lo escribió, con una especie de
desaforada humildad, en el Prefacio, que su libro resolvía por fin en
todos los puntos esenciales los problemas que la filosofía se había
planteado desde Parménides. Siendo así, señalaba, no había por qué continuar
haciendo filosofía. Se despidió entonces de ella, de la filosofía, para
dedicarse, dijo, me cuenta Tardewski, a otras actividades, entre ellas
el álgebra. Sin embargo de a poco, a los dos o tres años, comenzó a
tener el oscuro sentimiento de que el Tractatus era un fraude. Situación
trágica, si las hay, dijo Tardewski. Trágica, antes que nada, porque
él era el único en darse cuenta dónde estaba el error de su libro. De
modo que volvió a Cambridge para decirlo y empezó otra vez a filosofar
o al menos, como decía, si no a filosofar, a enseñar filosofía. Mientras
su libro expandía su influencia, mientras sus ideas influían de un modo
decisivo en el Círculo de Viena y en general en todo el desarrollo posterior
del positivismo lógico, Wittgenstein se sentía cada vez más vacío e
insatisfecho. Veía, dijo una vez en clase, a su propia filosofía tal
como Husserl había dicho que debía ser visto el psicoanálisis: como
una enfermedad que a sí misma se confunde con su cura. Eso que Husserl
dijo del psicoanálisis, dijo esa vez Wittgenstein en clase, dijo Tardewski,
es lo que yo digo de mi propia filosofía tal como ella está expuesta
en un libro, a saber: en el Tractatus. Eso decía sobre sí mismo y sobre
sus ideas Ludwig Wittgenstein a sus alumnos de Cambridge, año 1936,
me dice Tardewski, lo cual, por lo menos, debe ser considerado un ejemplo
de lo que puede entenderse por eso que algunos llaman coraje intelectual
y fidelidad a la verdad. Era lo más parecido a lo que yo me imaginaba
que debía haber sido Sócrates, sólo que era muchísimo más despiadado.
Más despiadado y más sombrío que Sócrates o al menos de lo que Platón
nos ha hecho creer que era Sócrates. Tenía por supuesto un prestigio
enorme y un éxito mundial, pero estaba desesperado porque lo desesperaba
la sola posibilidad de no poder llegar a la verdad. Era esa clase de
persona, y pasó todos los años de su vida hasta su muerte en 1951, en
un estado de exasperante vacío, construyendo trabajosamente otro sistema
filosófico sobre las ruinas de su propia filosofía que él mismo se encargó
de destruir. Recién después de su muerte aparecieron sus Investigaciones
filosóficas, libro impresionante e inconcluso, construido a partir de
las notas dispersas escritas en esos años en los que rechazaba todo
lo que antes había sostenido, y fundaba, como le digo, dice Tardewski,
un nuevo sistema filosófico destinado a influir sobre toda la filosofía
moderna en lengua inglesa. Sobre aquello de lo que no se puede hablar,
hay que callar, había escrito, última frase de su libro que se ha hecho
famosa si medimos la fama con el criterio de la cantidad de veces en
que una frase ha sido citada. En fin, dijo Tardewski, durante todos
esos largos años en Cambridge, cuando se sentía derrotado por sí mismo
y por su propia inteligencia, en esos años, que fueron los años en que
yo fui uno de sus discípulos, no diré que Wittgenstein era un hombre
que se mostrara generoso o amable. Era más bien un hombre amargo y cruel,
pedante, cínico, un hombre despiadado que usaba su maravillosa inteligencia
contra los otros, con el mismo desprecio con que la usaba, antes que
nada, contra sí mismo y contra sus ideas y convicciones. Y sin embargo
no puedo negar que él tuvo por mí una especial predilección y que fue
generoso y me ofreció todas las posibilidades que un hombre de su posición
puede ofrecer para abrirle las puertas de una brillante carrera académica
a cualquiera de sus discípulos más favorecidos. Me hizo saber, sin decirlo
jamás, que me ofrecía todas las posibilidades para que mi carrera alcanzara
los triunfos más altos a los que puede aspirar alguien que tenga como
objetivo en la vida triunfar en el mundo universitario. Y ahora, lo
he pensado muchas veces, dijo Tardewski, ahora sé que fue esa suerte
de expectativa, extremadamente elusiva y sutil y nada explícita que
él ponía en mí, lo que me impulsó, incluso habría que decir, dijo Tardewski,
lo que me ayudó a escaparme, literalmente, a Varsovia, ese verano del
‘39, en un momento en que todos, hasta los muy abstractos estudiantes
de filosofía de Cambridge, teníamos la certeza de que la guerra iba
a empezar en el momento y en el lugar donde empezó. Podría decirse,
dijo Tardewski, que ese acto aparentemente irreflexivo o, si se prefiere,
ese acto azaroso por el cual me vi atrapado por la entrada de las tropas
nazis en Varsovia fue mi primera decisión consciente (aunque entonces
no lo sabía) de llegar a donde ahora estoy: viviendo en Concordia, provincia
de Entre Ríos, dedicado a la enseñanza privada de la filosofía, lo cual
quiere decir que me gano la vida preparando a los estudiantes secundarios
que deben presentarse a rendir examen de Filosofía o de Lógica o como
se llamen esas materias que los jóvenes argentinos estudian en un manual
escrito por un tipo de una ignorancia casi genial llamado, creo, Federico
García Morente, Federico o Manolo García Morente, a quien yo denomino
El Asno Español II. Y todo esto ¿por qué?, dirá usted, me dice Tardewski,
quizás por esa predilección fascinada que sentí en mi juventud por el
mundo de los fracasados que circulan en los ambientes intelectuales.
Dijo que en el fondo se sentía orgulloso de haber sido capaz de llevar
hasta sus últimas consecuencias las ilusiones más secretas de su juventud.
Pocos hombres, dijo, pueden decir lo mismo de sí mismo: que han sido
fieles a las ilusiones de su juventud. Muchos capitulan, dijo; que yo
no haya capitulado y haya sido capaz de llegar hasta donde estoy ahora,
Concordia, Entre Ríos, es uno de mis motivos de orgullo, aunque naides,
como diría el Profesor, pueda darse cuenta. Todo eso, dijo, le había
costado un esfuerzo que a veces le parecía interminable. Había necesitado
fortaleza y voluntad férrea. Fuerza de voluntad, por ejemplo, en 1939
para no volver a Londres y encaminarse, en cambio, hacia Marsella y
tomar el primer barco (que a la vez era el último) que salía para América.
Y lo más notable, dijo, era que al embarcarse, él, por otro lado, ni
siquiera sabía que el punto terminal de ese viaje era un país llamado
Argentina. Un país, dijo, del que, podía creerle, tenía un desconocimiento
tan absoluto que no vacilaba en calificar, dijo, a ese desconocimiento
suyo sobre las características o la misma realidad de un país llamado
la Argentina, no vacilaba, dijo, en calificarlo de un desconocimiento
erudito. No sabía nada sobre la Argentina, subrayó Tardewski, no sólo
casi no sabía que existía un país llamado así, sino que además ni siquiera
sabía que ese viaje me llevaba a la Argentina. Había subido, dijo, al
barco, atropelladamente, a último momento, para ocupar, estaba seguro,
el último lugar que quedaba disponible, en medio, dijo, de una banda
de tipos que escapaban, desesperados, de la guerra, sin saber bien,
él, Tardewski, dijo Tardewski, hacía dónde iba. Creo que pensé que íbamos
hacia los Estados Unidos, hubiera sido lo más lógico, dijo, dado que
yo hablaba bien el inglés mientras que no sabía una palabra de castellano,
pero en un momento dado de la travesía me enteré que nos dirigíamos
hacia un lugar llamado la Argentina. De todos modos, dijo, no había
sido fácil realizar las ilusiones de fracaso que había soñado en su
juventud. Durante un tiempo, dijo, incluso en medio de una situación
general desesperada, las oportunidades de éxito se siguieron presentando
y más de una vez, dijo, fue necesaria la ayuda del azar para lograr
que un joven brillante como se suponía que yo era, alcanzara la altura
más plena de ese fracaso que él había descubierto, tardíamente pero
con total certeza, como la única verdadera forma de vivir que puede
considerarse, de un modo cabal, filosófica. Por ejemplo, dijo, cuando
llegué a Buenos Aires y me presenté en el consulado polaco y les dije
que había sido durante cuatro años un becario del gobierno polaco que
hacía su tesis de doctorado en Cambridge bajo la dirección de Ludwig
Wittgenstein (una tesis, dicho entre paréntesis, dijo Tardewski, cuyo
tema era Heidegger en los presocráticos) y de la que no conservo nada,
porque por supuesto dejé los papeles en mi pensión de Cambridge y fueron,
creo, destruidos, junto con el resto de mi cuarto, por una V.2; esa
tesis, dijo, de la que no conservaba nada salvo el recuerdo del título,
a partir del cual se podía inferir que se trataba de probar, no tanto
la influencia por ejemplo de Parménides o de Hippias, dijo, en Heidegger,
sino la influencia ejercida por la lectura de Ser y tiempo sobre nuestra
concepción de los presocráticos, algo en el estilo, dijo, se me ocurre,
para que usted me comprenda, de Kafka y sus precursores. Los amables
y un poco desesperados funcionarios de la embajada polaca en Buenos
Aires se ocuparon de él. Le consiguieron alojamiento, se comprometieron,
dijo, a mantenerme la asignación de la beca, como si estuviera en Cambridge,
durante seis meses, mientras se aclaraba la situación europea, y me
pusieron de inmediato en contacto con lo que podríamos llamar los círculos
filosóficos de Buenos Aires. Se trataba, en realidad, dijo, de un grupo
de profesores de filosofía ligados a la Universidad de Buenos Aires,
si bien el surtido que frecuentaba a esos soi disant filósofos, dijo
Tardewski, era variado y uno podía encontrar entre ellos ramas y gajos
diversos del saber humanístico. En general los tipos estaban fascinados
por el orientalismo y había uno, sobre todo, que era una suerte de burócrata
del budismo zen, se llamaba, me parece, Victorio Fatoni o Valentín Fratone,
algo así. Pero estos tipos, dijo Tardewski refiriéndose a los círculos
filosóficos que había comenzado a frecuentar a su llegada a Buenos Aires
a fines de 1939, estos tipos, dijo, no sólo se entusiasmaban con el
budismo zen: simultáneamente, dijo, admiraban y exaltaban como a los
grandes filósofos de nuestro tiempo (esto, dicho entre paréntesis, quiero
decir: la expresión nuestro tiempo, les encantaba y la repetían a cada
rato) a dos individuos, dos sujetos, a los que catalogaré, por ahora,
así: indescriptibles. Uno de estos dos grandes filósofos de nuestro
tiempo era, dijo Tardewski, el que voy a nombrar Rey de los Asnos Españoles
o Asno I, José Ortega y Gasset (no soy bueno para los juegos de palabras,
dijo Tardewski entre paréntesis, lo era antes, quiero decir, cuando
podía jugar con la lengua de mi madre). ¿Quiere más vino? me dice Tardewski,
hace tanto que no cuento mis aventuras, me dice, que me entusiasmo,
ya ve, pero puede detenerme o dormirse cuando quiera; se dedicaba, como
le digo, este buen hombre, a escribir filosofía en una especie de disparatada
declinación alemana del español. Era lo que se denomina un charlista
español ¿no? El charlista radiofónico español par excellence, a quien,
me entero yo al llegar, todos consideraban en esos círculos de Buenos
Aires un Verdadero Maestro del Pensamiento de Nuestro Tiempo, un verdadero
As ¿no? Pero además, me entero en cuanto termino de desembarcar con
la voz grave y reflexiva de Wittgenstein todavía resonando en mis oídos,
dice Tardewski, había otro Filósofo, otro Pensador al que todos, me
entero, admiraban. Uno, digamos, que estaba a la misma altura del otro:
o sea que este Asno compartía la gracia de la admiración incondicional
con otro Asno, en este caso un Deutsche Asno, o sea un alemán legítimo
que en realidad, según creo, era suizo: nada menos que el conde de Keyserling.
Así que al abrir la puerta de los círculos académicos de la filosofía
argentina me encuentro con ese batido de orientalismo burocrático, radiofonía
española y un conde: esa era la trinidad sobre la cual se relizaban
Altas Especulaciones. Todo era, en realidad, lo que se dice una cosa
filosófica ¿no?, en verdad una Cosa verdaderamente filosófica. Frecuentaban
esas reuniones, además, varias señoritas muy elegantes y una serie de
caballeros educados y muy silenciosos. Tardewski dijo entonces que no
quería ser injusto. Existían en ese momento, dijo, otros filósofos en
la Argentina y por lo menos dos de ellos eran excelentes, tipos de primer
nivel. Por de pronto, dijo, estaba Mondolfo, que se había exiliado,
huyendo de Mussolini y cuya edición crítica de los fragmentos de Heráclito
había yo manejado en Cambridge, pero del que no tenía la menor noticia
de que estuviera en la Argentina. Y además, dijo, estaba Carlos Astrada,
sin duda el único verdadero filósofo que este país ha producido en toda
su historia y que en ese momento era discípulo de Heidegger; el único
en toda el área latina a quien Heidegger consideraba verdaderamente
su discípulo. Tipos de cuya existencia me enteré muchísimo después y
con los que había mantenido durante años una correspondencia, dijo,
tan infrecuente como cálida. (Entre paréntesis, dijo, debo tener por
ahí una carta muy divertida de Astrada, escrita en la época en que ya
había roto con el heideggerianismo mientras los admiradores, súbditos
y recitadores de Heidegger habían empezado a reproducirse como conejos
en la que Astrada, en esa carta, aparte de discutir el viraje cada vez
más abiertamente místico del filósofo alemán, se reía de la moda heideggeriana
y de la proliferación de discípulos, recordando la anécdota de un filósofo
argentino que luego de hacer su peregrinación iniciática a Friburgo
había fotografiado con devoción, pero equivocándose, la casa vecina;
foto de la morada falsa que exhibía, si no con discreción al menos con
respeto sobre una de las paredes de su oficina en la Universidad con
un cartelito, abajo, donde había escrito, este filósofo argentino: Aquí
habita hoy la verdad de Ser. Lo que muestra, se divertía Astrada, la
exactitud filosófica de ese error fotográfico: porque sin duda la morada
del ser queda al lado de la casa de Heidegger, de allí que los muros
no le dejen ver al pobre Martín otra cosa que la oscura esencia indecible
del lenguaje, me decía Astrada en esa carta, dijo Tardewski cerrando
el imaginario paréntesis que había abierto al iniciar la digresión)
Bien, dijo, comencé entonces yo, joven polaco, estudiante de Cambridge,
discípulo (quizás, sospechaban acá, fraudulento) de Wittgenstein, a
frecuentar ese círculo de pensadores que desarrollaban sus actividades
en las instituciones académicas oficiales y difundían su saber en publicaciones
melancólicas. Yo, el polaco, me sentía un poco desorientado, un poco
perdido y desanimado. Sin embargo, Tardewski dijo que había sido capaz,
otra vez en su vida, de tomar la dirección que le indicaban los ideales
más profundos y más puros de su juventud. Yo hablaba con esas eminencias
argentinas y de a poco comencé a insinuar, con cierta tímida reserva
en francés, a insinuar que Ortega y Gasset, ese dúo, me parecía, dicho
con todo respeto, les dijo, dice Tardewski, el ejemplo más pleno de
la identidad de los contrarios planteada por Hegel como una de las leyes
de su lógica, si bien en este caso la identidad primaba de un modo absoluto,
y los contrarios eran totalmente especulares, porque este filósofo español,
a pesar de la duplicación ilusoria que insinuaba su apellido, no deja
de ser, les decía yo, con timidez, en mi suave francés, no deja de ser
Uno, esto es, les dije: un asno. A ellos esto les pareció un exceso,
fruto de los excesos de la juventud y de la desdichada situación por
la que atravesaba mi tierra natal, arrasada por una conjunción donde
se entreveraban la filosofía alemana, los blindados nazis y los voluntarios
españoles de la Legión Azul. Confiaban en el paso del tiempo que todo
lo aplaca y todo lo sosiega, y en mi lenta pero paulatina asimilación
a las tradiciones culturales argentinas, para que yo terminara, como
quien dice, por amaestrarme. Fue por ese entonces, prosiguió Tardewski,
que debí, como San Antonio, sortear otra de las tentaciones que me presentaba
la vida para llevarme al éxito. Porque ellos insinuaron que bastaba
con que yo aprendiera a respetar un poco más a sus maestros y fuera
un poco menos irreverente con las autoridades (filosóficas) y consiguiera
cualquier papel que acreditara mis relaciones y mis estudios con Wittgenstein,
para lograr lo que cualquier joven filósofo no debe nunca dejar de ambicionar
como culminación de sus reflexiones metafísicas, esto es, una cátedra
universitaria. Tentación. Ofrecimiento. Dicho en francés: la securité
académique. En ese momento, a los 29 años, yo era bastante ignorante,
ahora lo sé, pero igual sabía más filosofía que todos ellos juntos,
y se los demostraba, incluso sin querer, con una pedantería al principio
involuntaria. Por otro lado yo brillaba como un sol y mi brillo consistía
en el hecho, natural para mí, de pasar, en las conversaciones filosóficas
o no del griego al alemán, de allí otra vez al francés, al alemán, al
griego, al inglés, al latín y otra vez al francés, cosa que en este
país, como diría el Profesor Maggi, impresiona al más pintao. Así que
de haber sido un poco más respetuoso, sofrenado en los excesos de mi
juventud y aprovechando los seis meses a los que la generosidad del
cónsul polaco había extendido mi beca para perfeccionar aceleradamente
mi castellano, cosa de poder afrontar al alumnado, podría haberme dejado
tentar. Es lo que hizo Mondolfo, con infinitos mayores méritos que yo
en ese momento, pero a la vez sin ninguna perversa vocación por ver
en el fracaso la verdadera realización de la vida de un filósofo. Podría
haber aceptado, ser gentil, dejarme tentar. En ese caso hoy sería, hoy
podría ser yo, Vladimir Tardewski, digamos un profesor full time (en
caso, dijo, de haber sabido encerrarse en los recintos cristalinos de
la pura exégesis filosófica, sin salir para nada de allí a ver qué pasaba
en el mundo) en filosofía moderna o contemporánea o antigua o medieval
o cualquier otra desdichada mierda por el estilo, en lugar de estar
aquí, en Concordia, Entre Ríos, dedicado a preparar jóvenes estudiantes
secundarios a sortear con éxito sus exámenes de marzo en la asignatura
Lógica de quinto. En lugar de estar aquí, quiero decir, dijo Tardewski,
convertido en una versión paródica (para usar un término que a usted
le gusta) de los privatydozent, de tradición tan prestigiosa en la historia
de la filosofía europea desde Kant. Pero rechacé, como usted se imagina,
esa tentación: en lugar de ser respetuoso me fui arrastrando cada vez
más hacia la franqueza, delito imperdonable entre académicos. Empecé
a expresar cada vez con mayor claridad lo que realmente pensaba. Yo,
el polaco, bien tratado por esos caballeros, me dejé arrastrar por la
cruda expresión de mis propios pensamientos. Entonces, contó Tardewski,
en una selecta reunión de selectos pensadores y gente de cultura en
cuyas manos estaba, como quien dice, mi porvenir, empecé a discutir
con uno de estos maestros del pensamiento argentino, cuyo nombre ahora
no quiero recordar. Me puse a discutir, contó Tardewski, siempre en
francés, pero con unas copas encima. O mejor dicho, no a discutir sino
a insultar a todos los imbéciles que podían pretender o insinuar o llegar
siquiera a vislumbrar la remota posibilidad que un idiota de la calidad
del soi–disant conde de Keyserling pudiera ser considerado por alguien
que se encontrara en su sano juicio; alguien, cualquier persona sensata,
no ya un filósofo cuya profesión se supone que es pensar, tener ideas,
alguien, cualquier persona sensata que a usted se le ocurra, sólo con
leer dos páginas de ese malhadado conde West-West que intenta habitar
el castillo de la filosofía; incluso diré más, dije en aquella selecta
reunión, sólo con verle la cara o apenas una fotografía, ese hombre
se daría cuenta instantáneamente que quien considera a ese conde un
filósofo o un individuo con ideas, no era, ese alguien que así lo considerara,
otra cosa, les dije, que un imbécile. General consternación, estupor
general. Todo el mundo me miró estupefacto. ¿Discípulo de quién? preguntó
uno sentado en una sillita. De Wittgenstein, le susurró otro sentado
en otra sillita. Mon vieux, oh la, la... dijo el otro. Tal vez creían
que me había vuelto loco. En fin, mi frase o párrafo antes citado causó
general consternación entre los presentes. Todos entonces se escandalizaron
cuando yo dije que este conde de Montecristo de la philosophie (a quien,
me enteré después en la embajada polaca, había invitado repetidas veces
a visitar la Argentina como Huésped de Honor, huésped distinguido; a
quien incluso una vez el presidente de la república ¿Ortiz sería? pongamos
Ortiz, había ido a esperar a la Dársena Norte con escolta y banda como
si hubiera llegado el mismísimo Tales de Mileto. Porque por otro lado
este conde no sólo visitaba el país, era agasajado y homenajeado y mimado,
sino que además, con un leve vistazo de sus ojos de conde, comenzaba
de inmediato, no bien había desembarcado, apenas terminaba de estrechar
la diestra presidencial de Roberto M. Ortiz, ahí mismo, este conde,
en la Dársena Norte, luego de echar una rápida ojeada, comenzaba a disparar
una presurosa, pero a la vez lenta y meditada, radiografía metafísica
del Ser argentino, y explicación que era apuntada de inmediato en cuadernos
y libretas llevadas al efecto por los atentos pensadores que integraban
el comité de recepción quienes, unos meses después, según me contaron,
mimaban, parafraseaban y comentaban las reflexiones del conde y elaboraban
así, con esta invalorable ayuda externa, una interpretación filosófica
nacional, una propia, quiero decir, dijo Tardewski, hecha aquí, interpretación
metafísica de la Argentina y de su Ser Nacional que incluía a la pampa
como Ahí–del–Dasein y al gaucho como representante en–sí del argentino
invisible, esto es, el rústico pampeano como una especie de versión
ecuestre del noúmeno kantiano, dijo Tardewski cerrando el paréntesis
abierto tiempo atrás) cuando yo dije que el conde de Keyserling, ese
conde, era un muñeco parlante que ni siquiera podía sentarse sobre las
rodillas de su ventrílocuo, ellos, entonces, los presentes en esa reunión,
se sobresaltaron y me miraron con cierto desdén; con una educada suficiencia
desdeñosa fui mirado desde ese momento por los círculos filosóficos
argentinos. Me miraron como a un polaquito malsonante, disonante, malsano,
insano, insalubre, enfermizo, enclenque, achacoso, maltrecho, estropeado,
resentido, dañino, dañoso, nocivo, perjudicial, pernicioso, ruin, bellaco,
fastidioso, deslucido, penoso, desagradable, fracasado. Así me miraron
ellos, así me vieron: como lo que yo realmente era, dijo Tardewski.
De modo, dijo, que salí de ese Salón habiendo roto para siempre con
esa zona o comarca de la inteligencia argentina que hubiera podido asegurarme
un ingreso decoroso en el decorativo mundo universitario nacional. Entonces
¿qué hacer? dijo Tardewski. Mi posibilidad de triunfar en los círculos
académicos argentinos estaba cerrada; kaputt. Pero sin embargo me quedaba
todavía una oportunidad, la última en realidad, de aferrarme a la posibilidad
del éxito. Y para lograr en este punto el fracaso, dijo, debieron encadenarse,
una vez más en su vida, ciertos hechos. Pero ¿qué hora es? me dice Tardewski.
Las dos y media, le digo. ¿Tiene sueño? me dice. No, le digo, para nada.
Su tío, me dijo Tardewski, debe estar por llegar. Sí, le digo, debe
estar por llegar. Siga, le dije, y ¿entonces? Entonces, siguió contando
Tardewski, caminaba yo por Buenos Aires, en esos meses del verano de
1940, solo, desterrado, conociendo unas pocas palabras de castellano
y por lo tanto sin ninguna posibilidad de hablar con nadie. Y a medida
que la guerra se desarrollaba en Europa, a medida que las tropas nazis
iban arrasando la cultura europea, yo mismo iba siendo arrasado, como
si fuera su representante. Vivía entre ruinas, entre los restos de mí
mismo; y entonces me aferré a lo que era mi última oportunidad. Me aferré
a eso que, justamente, me había llevado a donde estaba: en aquel verano
de 1940, yo caminaba por la calle Tres Sargentos y meditaba sobre Hitler
y la devastación de la cultura europea, aunque en realidad lo que hacía
era meditar sobre Hitler y Kafka. Porque dos años antes, dijo Tardewski,
él había hecho un descubrimiento que podía ser considerado, con toda
objetividad, un descubrimiento extraordinario. Me aferraba a ese descubrimiento:
lo esperaba todo de él, porque, dijo, no había llegado aún a convencerme
de que debía esperarlo todo del fracaso. Yo caminaba por la ciudad y
pensaba en mi descubrimiento, dijo. Se daba cuenta con claridad que
allí podía estar la oportunidad de hacerse un renombre que le permitiera,
dijo, vengarme y demostrar mis condiciones a los despreciativos integrantes
de los círculos académicos argentinos. Porque quiero que sepa, me dijo
Tardewski, que el orgullo intelectual, la esperanza de poder probar
lo que uno realmente vale (o cree que vale) es lo más difícil de abandonar.
El orgullo intelectual, sepa usted, es lo último que se pierde, aunque
uno se haya convertido en una escoria. No pensaba en eso sólo por ese
motivo sino porque además algunos resultados de ese descubrimiento eran
el único material de lectura y de reflexión que yo tenía en esos meses
de verano de 1940 en Buenos Aires. Tenía un ejemplar de la primera edición
de las Obras Completas de Kafka en seis volúmenes y un cuaderno con
notas y apuntes personales: eso era lo único que yo había logrado salvar
de mi naufragio europeo. En realidad, dijo, esas notas y los libros
de Kafka se habían salvado del desastre porque eran todo lo que él se
había llevado para trabajar en Varsovia durante las vacaciones cuando
lo sorprendió la guerra. Se trataba, dijo, de los primeros resultados
de ese extraordinario descubrimiento que había hecho, por casualidad,
en la biblioteca del British Museum, una tarde de 1938. Realizado ese
hallazgo comencé una especie de febril actividad que me hizo descuidar,
en más de un sentido, mi tesis y mis estudios. Yo no sabía que ese descubrimiento
había comenzado a socavar, como enseguida le explicaré, mis convicciones
filosóficas; sencillamente pensaba que, por azar, había encontrado algo
excepcional y que, como quien dice, no tenía que perdérmelo. Mi tesis
se podía postergar un par de semanas. Fueron más de un par de semanas:
ese descubrimiento me trajo aquí, donde ahora estoy. 1938: eran años
duros, usted no había nacido pero se lo puede imaginar. Munich. Los
Sudetes. La expansión alemana. En medio de esa situación yo buscaba
datos sobre Kafka, ciertos datos sobre Kafka. Conocía bien sus textos.
En 1936, como complemento a su curso sobre lenguaje natural y lenguaje
formal, Wittgenstein había invitado al crítico checo Oskar Vazick a
dar un seminario sobre Kafka en Cambridge. El uso conciso y casi artificial
del alemán que hacía Kafka interesaba especialmente a Wittgenstein,
que veía ahí la confirmación de algunas de las hipótesis que desarrollaría
luego en sus Investigaciones filosóficas. Kafka manejaba el alemán como
si fuera una lengua muerta y su condición de bilingüe, su pertenencia
a la minoría de habla alemana en medio de una población mayoritariamente
eslava, su situación desplazada y como ajena respecto al lenguaje sirvieron,
al ser expuestas y analizadas por Vazick (integrante del recién creado
Círculo de Praga) como ejemplo práctico de alguno de los problemas teóricos
expuestos por Wittgenstein. Recuerdo que al comenzar la primera de sus
cuatro conferencias Vazick dijo: Quiero hablarles de un escritor apenas
conocido y que está llamado, sin duda, a ocupar, junto con Proust y
Joyce, la trilogía decisiva de la literatura del siglo XX. Todos nosotros,
dijo Tardewski, conocíamos a Proust y a Joyce pero ¿Kafka? ¿Quién era
ese tipo de nombre tan cacofónico? Para ese entonces se habían publicado
ya los tres primeros tomos de sus Obras Completas y la mayoría de los
estudiantes que cursamos ese seminario nos lanzamos, por supuesto, a
la lectura del autor de La metamorfosis. Todavía hoy, dijo Tardewski,
recuerdo la impresión que me produjo y no creo que jamás otro escritor
me haya producido o me vaya a producir el mismo efecto. O al menos eso
espero. No era entonces un mejor conocimiento de los textos de Kafka
lo que yo buscaba en esos días de fines de 1938 y comienzos de 1939
sino otra cosa. Ciertos datos de su vida que sirvieran para documentar
y asegurar un descubrimiento de cuya verdad yo no tenía dudas. Necesitaba
eso que los universitarios llamamos mayor seguridad en las pruebas documentales.
Necesitaba en realidad confirmar algunos datos sobre la vida de Kafka.
Pensaba entrevistar a Oskar Braum, a Janouch, y por supuesto, si era
posible, a Max Brod. Decidí dirigirme, antes que nada, a Praga, pero
la invasión alemana borró toda posibilidad. Durante un tiempo pensé
que no encontraría modo de atestiguar lo que necesitaba por medio de
alguien que hubiera frecuentado a Kafka en los años 1909 y 1910. Me
llegaron entonces ciertos rumores de que Oskar Braum se había trasladado
de Praga a Varsovia y que residía ahí. Por eso decidí pasar mis vacaciones
de verano en Varsovia, año 1939. El choque de Kafka y las tropas nazis
se cruzó otra vez en mi vida. A los diez días de estar en Polonia, y
sin que yo hubiera podido localizar a Oskar Braum (que por lo demás
era ciego) estalló la guerra. De modo que por ese motivo el único material,
digamos intelectual, que traía en mi valija al desembarcar en Buenos
Aires eran algunos apuntes, resultado parcial de mis investigaciones,
y los seis tomos de las Obras de Kafka. Ese era todo el bagaje al que
podía recurrir para salvarme cuando rompí con los círculos filosóficos
de Buenos Aires. Vagaba entonces por la ciudad y me encerraba en mi
pieza del Hotel Tres Sargentos a trabajar en lo que yo consideraba (y
tenía razón como usted verá) un gran descubrimiento. En esos meses del
verano de 1940, mientras Hitler arrasaba Europa, me decidí a escribir
un artículo con la intención de asegurarme la propiedad de esa idea
que yo tenía sobre las relaciones entre el nazismo y la obra de Franz
Kafka. Lo redacté en inglés y lo hice traducir en una casa de la calle
Talcahuano por una chica, me acuerdo, que no sabía ni polaco ni inglés,
pero que conocía tan bien el español que hizo, creo, una excelente traducción.
El consejero cultural de la embajada polaca consiguió hacerlo publicar
en La Prensa el domingo 21 de febrero de 1940. Polonia significaba en
ese momento el símbolo mismo del holocausto provocado por los nazis
y eso ayudó a que se publicara un ensayo que, dicho sea de paso, pasó
totalmente inadvertido. Mientras trabajaba en el artículo no me sentí
del todo mal, pero después que lo entregué empecé a comprender mi verdadera
situación y el vacío que me rodeaba. La noche que se publicó, quiero
decir la víspera, yo me sentía tan desesperado que decidí esperar la
madrugada para comprar el diario en cuanto apareciera. Hacía mucho calor
esa noche y yo anduve paseando por la ciudad y terminé sentado en un
bar de la Avenida de Mayo esperando que llegara el diario.
[EN PROTECCION DE LOS DERECHOS
DE AUTOR FINALIZA EL FRAGMENTO DE RESPIRACION ARTIFICIAL]
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