Primo Levi
¿Por qué el dolor de cada día
se traduce en nuestros sueños en la escena repetida de la narración
que nadie escucha? P L
![](ayer/primolevi1213.jpg)
Los hundidos y los salvados
Ésta, de la que hemos hablado y hablaremos, es la vida ambigua del
Lager. De esta manera dura, estrujados contra el fondo, han vivido
muchos hombres de nuestros días, pero todos durante un tiempo relativamente
breve; por lo que quizás sea posible preguntarse si realmente merece
la pena, y si está bien, que de esta excepcional condición humana
quede cualquier clase de recuerdo.
A esta pregunta estoy inclinado a responder afirmativamente. En
efecto, estoy persuadido de que ninguna experiencia humana carece
de sentido ni es indigna de análisis, y de que, por el contrario,
hay valores fundamentales, aunque no siempre positivos, que se pueden
deducir de este mundo particular del que estamos hablando. Querría
hacer considerar de qué manera el Lager ha sido, también y notoriamente,
una gigantesca experiencia biológica y social.
Enciérrense tras la alambrada de púas a millares de individuos diferentes
en edades, estado, origen, lengua, cultura y costumbres, y sean
sometidos aquí a un régimen de vida constante, controlable, idéntico
para todos y por debajo de todas las necesidades: es cuanto de más
riguroso habría podido organizar un estudioso para establecer qué
es esencial y qué es accesorio en el comportamiento del animalhombre
frente a la lucha por la vida.
No creo en la más obvia y fácil deducción: que el hombre es fundamentalmente
brutal, egoísta y estúpido tal y como se comporta cuando toda superestructura
civil es eliminada, y que el Häftling no es más que el hombre sin
inhibiciones. Pienso más bien que, en cuanto a esto, tan sólo se
puede concluir que, frente a la necesidad y el malestar físico oprimente,
muchas costumbres e instintos sociales son reducidos al silencio.
Me parece, en cambio, digno de atención este hecho: queda claro
que hay entre los hombres dos categorías particularmente bien distintas:
los salvados y los hundidos. Otras parejas de contrarios (los buenos
y los malos, los sabios y los tontos, los cobardes y los valientes,
los desgraciados y los afortunados) son bastante menos definidas,
parecen menos congénitas, y sobre todo admiten gradaciones intermedias
más numerosas y complejas.
Esta división es mucho menos evidente en la vida común; en ésta
no sucede con frecuencia que un hombre se pierda, porque normalmente
el hombre no está solo y, en sus altibajos, está unido al destino
de sus vecinos; por lo que es excepcional que alguien crezca en
poder sin límites o descienda continuamente de derrota en derrota
hasta la ruina. Además, cada uno posee por regla general reservas
espirituales, físicas e incluso pecuniarias tales, que la eventualidad
de un naufragio, de una insuficiencia ante la vida, tiene menor
probabilidad. Añádase también la sensible acción de amortiguación
que ejerce la ley, y el sentimiento moral, que es una ley interior;
en efecto, un país se considera tanto más desarrollado cuanto más
sabias y eficientes son las leyes que impiden al miserable ser demasiado
miserable y al poderoso ser demasiado poderoso.
Pero en el Lager sucede de otra manera: aquí, la lucha por la supervivencia
no tiene remisión porque cada uno está desesperadamente, ferozmente
solo. Si un tal Null Achtzehn vacila, no encontrará quien le eche
una mano; encontrará más bien a alguien que le eche a un lado, porque
nadie está interesado en que un «musulmán» más se arrastre cada
día al trabajo: y si alguno, mediante un prodigio de salvaje paciencia
y astucia, encuentra una nueva combinación para escurrirse del trabajo
más duro, un nuevo arte que le rente unos gramos más de pan, tratará
de mantenerla en secreto, y por ello será estimado y respetado,
y le producirá un beneficio personal y exclusivo; será más fuerte,
y será temido por ello, y quien es temido es, ipso facto, un candidato
a sobrevivir.
En la historia y en la vida, parece a veces discernirse una ley
feroz que reza: «a quien tiene, le será dado; a quien no tiene,
le será quitado». En el Lager, donde el hombre está solo y la lucha
por la vida se reduce a su mecanismo primordial, esta ley inicua
está abiertamente en vigor, es reconocida por todos. Con los adaptados,
con los individuos fuertes y astutos, los mismos jefes mantienen
con gusto relaciones, a veces casi de camaradas, porque tal vez
esperan obtener más tarde alguna utilidad. Pero a los «musulmanes»,
a los hombres que se desmoronan, no vale la pena dirigirles la palabra,
porque ya se sabe que se lamentarán y contarán lo que comían en
su casa. Vale menos aún la pena hacerse amigo suyo, porque no tienen
en el campo amistades ilustres, no comen nunca raciones extras,
no trabajan en Kommandos ventajosos y no conocen ningún modo secreto
de organizarse. Y, finalmente, se sabe que están aquí de paso y
que dentro de unas semanas no quedará de ellos más que un puñado
de cenizas en cualquier campo no lejano y, en un registro, un número
de matrícula vencido. Aunque englobados y arrastrados sin descanso
por la muchedumbre innumerable de sus semejantes, sufren y se arrastran
en una opaca soledad íntima, y en soledad mueren o desaparecen,
sin dejar rastros en la memoria de nadie.
El resultado de este despiadado proceso de selección natural habría
podido leerse en las estadísticas del movimiento de los Lager. En
Auschwitz, en el año 1944, de los prisioneros judíos veteranos (de
los otros no hablaré aquí, porque sus condiciones eran diferentes),
kleine Nummer, números bajos inferiores al ciento cincuenta mil,
pocos centenares sobrevivían: ninguno de éstos era un vulgar Häftling,
que vegetase en los Kommandos vulgares y recibiese la ración normal.
Quedaban solamente los médicos, los sastres, los zapateros remendones,
los músicos, los cocineros, los jóvenes homosexuales atractivos,
los amigos y paisanos de alguna autoridad del campo; además de individuos
particularmente crueles, vigorosos e inhumanos, instalados (a consecuencia
de la investidura por parte del comando de los SS, que en tal selección
demostraban poseer un satánico conocimiento de la humanidad) en
los cargos de Kapo, de Blockältester u otros: y, en fin, los que,
aunque sin desempeñar funciones especiales, siempre habían logrado,
gracias a su astucia y energía, organizarse con éxito, obteniendo
así, además de ventaja material y reputación, la indulgencia y estima
de los poderosos del campo. Quien no sabe convertirse en un Organisator,
Kombinator, Prominenz (¡atroz elocuencia de los términos!) termina
pronto en «musulmán». Un tercer camino hay en la vida, donde es
más bien la norma; no lo hay en el campo de concentración.
Sucumbir es lo más sencillo: basta cumplir órdenes que se reciben,
no comer más que la ración, atenerse a la disciplina del trabajo
y del campo. La experiencia ha demostrado que, de este modo, sólo
excepcionalmente se puede durar más de tres meses. Todos los «musulmanes»
que van al gas tienen la misma historia o, mejor dicho, no tienen
historia; han seguido por la pendiente hasta el fondo, naturalmente,
como los arroyos que van a dar a la mar. Una vez en el campo, debido
a su esencial incapacidad, o por desgracia, o por culpa de cualquier
incidente trivial, se han visto arrollados antes de haber podido
adaptarse; han sido vencidos antes de empezar, no se ponen a aprender
alemán y a discernir nada en el infernal enredo de leyes y de prohibiciones,
sino cuando su cuerpo es una ruina, y nada podría salvarlos de la
selección o de la muerte por agotamiento. Su vida es breve pero
su número es desmesurado; son ellos, los Muselmänner, los hundidos,
los cimientos del campo; ellos, la masa anónima, continuamente renovada
y siempre idéntica, de no–hombres que marchan y trabajan en silencio,
apagada en ellos la llama divina, demasiado vacíos ya para sufrir
verdaderamente. Se duda en llamarlos vivos: se duda en llamar muerte
a su muerte, ante la que no temen porque están demasiado cansados
para comprenderla.
Son los que pueblan mi memoria con su presencia sin rostro, y si
pudiese encerrar a todo el mal de nuestro tiempo en una imagen,
escogería esta imagen, que me resulta familiar: un hombre demacrado,
con la cabeza inclinada y las espaldas encorvadas, en cuya cara
y en cuyos ojos no se puede leer ni una huella de pensamiento.
Si los hundidos no tienen historia, y una sola y ancha es la vía
de la perdición, las vías de la salvación son, en cambio, muchas,
ásperas e impensadas.
La vía maestra, como ya he dicho, es la Prominenz. Prominenten se
llaman los funcionarios del campo a partir del director–Häftling
(Lagerältester), los Kapos, los cocineros, los enfermeros, los guardias
nocturnos, hasta los barrenderos de las barracas y los Scheissminister
y Bademeister (encargados de letrinas y duchas). Más especialmente
interesan aquí los prominentes judíos puesto que, mientras a los
otros se los investía de cargos automáticamente al ingresar en el
campo, en virtud de su supremacía natural, los judíos debían intrigar
y luchar duramente para obtenerlos.
Los prominentes judíos constituyen un triste y notable fenómeno
humano. Convergen en ellos los sufrimientos presentes, pasados y
atávicos, y las tradiciones y la educación de hostilidad hacia el
extranjero, para convertirlos en monstruos de insociabilidad y de
insensibilidad.
Son el típico producto de la estructura del Lager alemán: ofrézcase
a algunos individuos en estado de esclavitud una posición privilegiada,
cierta comodidad y una buena probabilidad de sobrevivir, exigiéndoles
a cambio la traición a la solidaridad natural con sus compañeros,
y seguro que habrá quien acepte. Éste será sustraído a la ley común
y se convertirá en intangible; será por ello tanto más odiado cuanto
mayor poder le haya sido conferido. Cuando le sea confiado el mando
de una cuadrilla de desgraciados, con derecho de vida y muerte sobre
ellos, será cruel y tiránico porque entenderá que si no lo fuese
bastante, otro, considerado más idóneo, ocuparía su puesto. Sucederá
además que su capacidad de odiar, que se mantenía viva en dirección
a sus opresores, se volverá, irracionalmente, contra los oprimidos,
y él se sentirá satisfecho cuando haya descargado en sus subordinados
la ofensa recibida de los de arriba.
Me doy cuenta de que todo esto está lejos del cuadro que suele imaginarse
de los oprimidos que se unen, si no para resistir, cuando menos
para sobrellevar algo. No excluyo que así puede ser cuando la opresión
no supera un determinado límite, o quizá cuando el opresor, por
inexperiencia o por magnanimidad, lo tolera o lo estimula. Pero
advierto que en nuestros días, en todos los países en los que un
pueblo ha puesto su pie de invasor, se ha establecido una situación
análoga de rivalidad y de odio entre los sometidos; y esto, como
otros muchos hechos humanos, se ha podido comprobar en los Lager
con particular y cruel evidencia.
Sobre los prominentes no judíos hay menos que decir, aunque fuesen
con mucho los más numerosos (ningún Häftling «ario» carecía de un
cargo, aunque fuese modesto). Que hayan sido estúpidos y bestiales
resulta natural si se piensa que la mayor parte eran criminales
comunes escogidos en las cárceles alemanas con vistas a su empleo
como vigilantes en los campos para judíos; y pienso que ésta fue
una elección muy cuidadosa, porque me niego a creer que los escuálidos
ejemplares humanos a los que vi en acción representen al tipo medio,
no de los alemanes en general, sino tampoco de los presidiarios
alemanes en particular. Es más difícil explicarse cómo en Auschwitz
los prominentes políticos alemanes, polacos y rusos rivalizasen
en brutalidad con los reos comunes. Pero es bien sabido que en Alemania
el calificativo de delito político se aplicaba también a hechos
tales como el comercio clandestino, las relaciones ilícitas con
judías, y los hurtos en perjuicio de funcionarios del Partido. Los
políticos «verdaderos» vivían y morían en otros campos, de nombre
ahora tristemente famoso, en condiciones notoriamente durísimas,
pero diferentes en muchos aspectos de las aquí descritas.
Pero además de los funcionarios propiamente dichos, hay otra vasta
categoría de prisioneros que, no favorecidos inicialmente por el
destino, luchan tan sólo con sus fuerzas por sobrevivir. Hay que
remontar la corriente; dar la batalla todos los días al hambre,
al frío y a la consiguiente inercia; resistirse a los enemigos y
no apiadarse de los rivales; aguzar el ingenio, ejercitar la paciencia,
fortalecer la voluntad. O, también, acallar la dignidad y apagar
la luz de la conciencia, bajar al campo como brutos contra otros
brutos, dejarse guiar por las insospechadas fuerzas subterráneas
que sostienen a las estirpes y a los individuos en los tiempos crueles.
Muchísimos han sido los caminos imaginados y seguidos por nosotros
para no morir: tantos como son los caracteres humanos. Todos suponen
una lucha extenuadora de cada uno contra todos, y muchos, una suma
no pequeña de aberraciones y de compromisos. El sobrevivir sin haber
renunciado a nada del mundo moral propio, a no ser debido a poderosas
y directas intervenciones de la fortuna, no ha sido concedido más
que a poquísimos individuos superiores, de la madera de los mártires
y de los santos.
En cuántos modos es posible acceder a la salvación, procuraré demostrarlo
contando las historias de Schepschel, Alfred L., Elías y Henri.
Schepschel vive en el Lager desde hace cuatro años. Ha visto morir
a su alrededor a decenas de millares de sus semejantes a partir
del pogromo que lo ha sacado de su pueblo en Galitzia. Tenía mujer
y cinco hijos, y un próspero negocio de guarnicionería, pero desde
hace mucho tiempo ha dejado de pensar en sí mismo más que como un
saco que debe ser llenado periódicamente. Schepschel no es muy robusto,
ni muy valiente, ni muy malo; ni siquiera es particularmente astuto,
y nunca ha encontrado un empleo que le conceda un poco de respiro,
sino que se ha reducido a los expedientes ocasionales e intermitentes,
a las kombinacje, como aquí las llaman.
De vez en cuando roba en la Buna una escoba y se la vende al Blockältester,
cuando consigue ahorrar un poco de capital–pan, arrienda las herramientas
del remendón del Block, que es su paisano, y trabaja un poco por
su cuenta; sabe hacer tirantes con cable eléctrico trenzado; Sigi
me ha dicho que durante el descanso de mediodía lo ha visto cantar
y bailar delante de la barraca de los obreros eslovacos, que lo
recompensan a veces con las sobras de su potaje.
Dicho esto, uno puede sentirse inclinado a pensar en Schepschel
con indulgente simpatía, como en un mezquino cuyo espíritu no alberga
más que un humilde y elemental deseo de vivir, y que lleva adelante
valerosamente su pequeña lucha para no sucumbir. Pero Schepschel
no es una excepción, y cuando se presentó la ocasión no dudó en
hacer condenar a la fustigación a Moischl que había sido su cómplice
en un hurto en la cocina, con la esperanza mal fundada de hacer
méritos ante los ojos del Blockältester y de promover su candidatura
al puesto de lavador de marmitas.
La historia del ingeniero Alfred L. demuestra, entre otras cosas,
cuán vano es el mito de la igualdad original de los hombres.
L. dirigía en su país una importantísima fábrica de productos químicos,
y su nombre era (y es) conocido en los ambientes industriales de
Europa. Era un hombre robusto de unos cincuenta años; no sé cómo
fue arrestado, pero en el campo había entrado como entraban todos:
desnudo, solo y desconocido. Cuando yo lo conocí estaba muy echado
a perder, pero conservaba en la cara los rasgos de una energía disciplinada
y metódica; en aquel tiempo, sus privilegios se limitaban a la limpieza
diaria de la marmita de los obreros polacos; este trabajo, del que
había obtenido no sé cómo la exclusividad, le rendía media escudilla
de sopa al día. No bastaba ciertamente esto para satisfacer su hambre;
sin embargo, nadie lo había oído nunca lamentarse. Por el contrario,
las palabras que dejaba caer eran tales como para hacer pensar en
grandiosos recursos secretos, en una «organización» sólida y fructífera.
Cosa que su aspecto confirmaba. L. tenía «una línea»: las manos
y la cara siempre perfectamente limpias, tenía la rarísima abnegación
de lavarse cada quince días la camisa, sin esperar al cambio bimestral
(hagamos notar aquí que lavar la camisa quiere decir encontrar el
jabón, encontrar tiempo, encontrar sitio en el lavadero lleno de
gente; avenirse a vigilar atentamente, sin desviar los ojos un instante,
la camisa mojada, y ponérsela, naturalmente, todavía mojada, a la
hora de silencio, en la que se apagan las luces); tenía un par de
chanclos de madera para ir a la ducha y, finalmente, su traje a
rayas era singularmente apropiado para su talla, limpio y nuevo.
L. se había procurado en sustancia todo el aspecto de prominente
bastante antes de serlo: ya que sólo mucho tiempo después he sabido
que toda esta ostentación de prosperidad se la había sabido ganar
L. con increíble tenacidad, pagando cada una de las adquisiciones
y servicios con el pan de su misma ración, y constriñéndose así
a un régimen de privaciones suplementarias.
Su plan era para un futuro lejano, lo que es tanto más notable cuanto
que había sido concebido en un ambiente en el que dominaba la mentalidad
de lo provisional; y L. lo llevó a cabo con rígida disciplina interior,
sin piedad para consigo mismo ni, con más razón, para con los compañeros
que se le cruzaban en el camino. L. sabía que entre el ser considerado
poderoso y el llegar a serlo, el paso es corto y que, en todas partes,
pero particularmente en medio de la general nivelación del Lager,
un aspecto respetable es la mejor garantía de ser respetado. Dedicó
todos sus cuidados a no ser confundido con el rebaño: trabajaba
con ímpetu ostentoso, exhortando también en ocasiones a los compañeros
con tono persuasivo y deprecatorio; evitaba la lucha cotidiana por
el mejor puesto en la cola del rancho y se adaptaba a recibir todos
los días la primera ración, notoriamente más líquida, de modo que
el Blockältester lo advirtiese por su disciplina. Para completar
su despego, en las relaciones con los compañeros se comportaba siempre
con la mayor cortesía compatible con su egoísmo, que era absoluto.
Cuando fue constituido, como se dirá, el Kommando Químico, L. comprendió
que su hora había sonado: no necesitaba sino su ropa limpia y su
cara magra, sí, pero afeitada, en medio del rebaño de colegas sórdidos
y desaliñados, para convencer inmediatamente al Kapo y al Arbeitsdienst
de que era un auténtico salvado, un prominente en potencia; por
lo que (a quien tiene, le será dado) fue inmediatamente promovido
a «especializado», nombrado jefe técnico del Kommando, y adoptado
por la dirección de la Buna como analista del laboratorio de la
sección de estiroleno. Fue encargado en seguida de ir inspeccionando
las nuevas adquisiciones del Kommando Químico, para juzgar sobre
su habilidad profesional, lo que hizo siempre con extremado rigor,
especialmente de cara a aquellos en quienes barruntaba posibles
futuros competidores.
Ignoro la continuación de su historia, pero me parece muy probable
que haya escapado a la muerte y viva hoy su fría vida de dominador
resuelto y sin alegría.
Elías Lindzin, 141565, cayó un día, inexplicablemente, en el Kommando
Químico. Era un enano, de no más de un metro y medio, pero nunca
he visto musculatura como la suya. Cuando está desnudo, se le ve
cada uno de sus músculos trabajar bajo la piel, potente y móvil
como un animal independiente; agrandado sin alterar sus proporciones,
su cuerpo sería un buen modelo para Hércules: pero no hay que mirarle
la cabeza.
Bajo el cuero cabelludo, las suturas craneanas sobresalen desmesuradas.
El cráneo es macizo y da la impresión de ser de metal o de piedra;
se ve el limite negro de los pelos cortados apenas a un dedo por
encima de las cejas. La nariz, la barbilla, la frente, los pómulos,
son duros y compactos, toda la cara parece una cabeza de ariete,
un instrumento hecho para golpear. De su persona emana un aire de
vigor bestial.
Ver trabajar a Elías es un espectáculo desconcertante; los Meister
polacos, los mismos alemanes se paran a veces para admirar a Elías
en acción. Parece que nada le resulta imposible. Mientras nosotros
acarreamos a duras penas un saco de cemento, Elías carga con dos,
luego tres, luego cuatro, manteniéndolos en equilibrio no se sabe
cómo, y mientras anda rápidamente sobre las piernas cortas y enanas,
hace muecas bajo la carga, se ríe, insulta, ruge y canta sin parar,
como si tuviese pulmones de bronce. Elías, a pesar de los chanclos
de madera, se encarama como un simio en los andamios y corre seguro
por las vigas suspensas en el vacío; lleva seis ladrillos por vez
basculándole en la cabeza; sabe hacerse una cuchara de un pedazo
de chapa, y un cuchillo de desecho de acero; encuentra por doquier
papel, leña y carbón seco y sabe encender en pocos instantes un
fuego, incluso bajo la lluvia. Sabe el oficio de sastre, el de carpintero,
el de zapatero, el de barbero; escupe a distancias increíbles; canta,
con voz de bajo no desagradable, canciones polacas y yiddish nunca
oídas antes; puede ingerir seis, ocho, diez litros de sopa sin vomitar
y sin tener diarrea, y reanuda el trabajo inmediatamente después.
Sabe hacer que le salga entre los hombros una gruesa joroba y camina
alrededor de la barraca patituerto y contrahecho, chillando y declamando
de manera incomprensible, entre las risas de los poderosos del campo.
Lo he visto luchar con un polaco que le llevaba una cabeza y derribarlo
de un cabezazo en el estómago, potente y preciso como una catapulta.
Jamás lo he visto descansar, nunca lo he visto callado o quieto,
no lo he sabido herido o enfermo.
De su vida de hombre libre nadie sabe nada; por lo demás, representarse
a Elías en traje de hombre libre exige un profundo esfuerzo de la
fantasía y de la inducción. No habla más que polaco y el yiddish
torvo y deforme de Varsovia; además, es imposible conversar con
él de manera coherente. Podría tener veinte o cuarenta años; generalmente
dice que tiene treinta y tres y que ha tenido diecisiete hijos;
lo que no es inverosímil. Habla continuamente de los temas más distintos;
siempre con voz tonante, con acento oratorio, con violenta mímica
de esquizofrénico. Como si siempre se dirigiese a un público muy
nutrido: y, como es natural, el público no le falta nunca. Los que
entienden su lenguaje se beben sus palabras declamatorias retorciéndose
de risa, le golpean los hombros duros entusiasmados, lo estimulan
a proseguir; mientras él, feroz y enfurruñado, se revuelve como
una fiera entre el corro de espectadores, apostrofando ora a éste
ora a aquél; de repente coge a uno por el pecho con su pequeña garra
ganchuda, lo atrae hacia sí irresistiblemente, le vomita en la cara
atónita una incomprensible invectiva, después lo arroja hacia atrás
como si fuese una gavilla y, entre aplausos y risas, con los brazos
alzados hacia el cielo como un pequeño y monstruoso profeta, continúa
su discurso furibundo y enloquecido.
Su fama de trabajador excepcional se difundió bastante pronto y,
gracias a la absurda ley del Lager, desde entonces dejó prácticamente
de trabajar. Su trabajo era directamente solicitado por el Meister
para aquellas faenas tan sólo en las que fuesen necesarios una pericia
y un vigor particulares. Aparte de estas prestaciones, vigilaba,
insolente y violento, nuestra vulgar faena cotidiana, eclipsándose
con frecuencia para hacer misteriosas visitas aventureras en quién
sabe qué rincones del tajo, de donde volvía con grandes bultos en
los bolsillos y frecuentemente con el estómago visiblemente lleno.
Elías es natural e inocentemente ladrón: manifiesta en esto la instintiva
astucia de los animales salvajes. Nunca es cogido con las manos
en la masa, porque no roba más que cuando se presenta una ocasión
segura: pero cuando ésta se presenta, Elías roba, fatal y previsiblemente,
como cae una piedra que se arroja. Aparte el hecho de que es difícil
sorprenderlo, es claro que de nada serviría castigarlo por sus hurtos,
puesto que no son más que un acto vital como cualquier otro, como
respirar y dormir.
Puede preguntarse uno ahora qué clase de hombre es este Elías. Si
se trata de un loco, incomprensible y extrahumano, que ha acabado
en el Lager por casualidad. Si es un atavismo, extraño a nuestro
mundo moderno y mejor adaptado a las primordiales condiciones de
vida del campo. O si, por el contrario, no será un producto del
campo, el que todos nosotros acabaremos por ser si es que en el
campo no morimos, si no se acaba antes el mismo campo.
Hay algo de verdad en las tres suposiciones. Elías ha sobrevivido
a la destrucción de afuera porque es físicamente indestructible;
ha resistido a la aniquilación interior porque es un demente. Es,
pues, en primer lugar, un superviviente: es el más adaptado, el
ejemplar humano más idóneo para este modo de vivir.
Si Elías recobra la libertad se verá confinado al margen del consorcio
humano, en una cárcel o en un manicomio. Pero aquí, en el Lager,
no hay criminales ni locos: no hay criminales porque no hay una
ley moral que infringir; no hay locos porque estamos programados
y toda acción nuestra es, en cuanto a tiempo y lugar, sensiblemente
la única posible.
En
el Lager Elías prospera y triunfa. Es un buen trabajador y un buen
organizador, y por esta doble razón está asegurado contra las selecciones
y es respetado por los jefes y los compañeros. Para quien no tenga
sólidos remedios internos, para quien no sepa sacar de la conciencia
de sí mismo la fuerza necesaria para aferrarse a la vida, el único
camino de salvación conduce a Elías: a la demencia y a la bestialidad
traicionera. Ninguno de los demás caminos tiene salida.
Dicho esto, quizás alguien se vería tentado a sacar conclusiones,
y hasta a deducir normas, para la vida cotidiana. ¿No habrá alrededor
de nosotros algunos Elías más o menos consumados? ¿No vemos vivir
a individuos sin objetivo ninguno, y negados a toda forma de autocontrol
y de conciencia?; éstos no viven a pesar de estos fallos, sino,
precisamente, como Elías, en función de ellos.
La cuestión es grave, y no será ulteriormente discutida, porque
éstas quieren ser historias del Lager, y sobre el hombre de fuera
del Lager ya se ha escrito mucho. Pero aún me gustaría añadir algo:
Elías, por cuanto me es posible juzgar desde fuera, y por cuanto
la frase pueda tener de significativo, Elías era verosímilmente
un individuo feliz.
Henri es en cambio eminentemente social y culto, y su estilo de
supervivencia en el Lager cuenta con una teoría completa y orgánica.
Sólo tiene veintidós años; es inteligentísimo, habla francés, alemán,
inglés y ruso, tiene una óptima cultura científica y literaria.
Su hermano ha muerto en Buna el invierno pasado, y desde aquel día
Henri se ha desvinculado de todo afecto; se ha encerrado en sí mismo
como en una coraza y lucha para vivir sin distraerse, con todos
los recursos que puede obtener de su inteligencia pronta y de su
educación refinada. Según la teoría de Henri, para huir de la aniquilación
tres son los métodos que el hombre puede poner en práctica sin dejar
de ser digno de llamarse hombre: la organización, la compasión y
el hurto.
Él mismo practica los tres. Nadie es mejor estratega que Henri para
sonsacar («cultivar» dice él) a los prisioneros de guerra ingleses.
Éstos se convierten, en sus manos, en auténticas gallinas de los
huevos de oro: piénsese que del cambio de un solo cigarrillo inglés
se obtiene lo suficiente para el hambre de todo un día. Henri ha
sido sorprendido un día en el momento de comerse un auténtico huevo
duro.
El tráfico de las mercancías de procedencia inglesa es un monopolio
de Henri, y hasta aquí se trata de organización; pero su instrumento
de penetración, con los ingleses y con los demás, es la piedad.
Henri tiene el cuerpo y la cara delicados y sutilmente perversos
del San Sebastián del Sodoma: sus ojos son negros y profundos, todavía
no tiene barba, se mueve con lánguida y natural elegancia (aunque
cuando es necesario sabe correr y saltar como un gato, y la capacidad
de su estómago es apenas inferior a la de Elías). Henri tiene perfecta
conciencia de sus dotes naturales, y les saca partido con la fría
competencia de quien maneja un instrumento científico: los resultados
son sorprendentes. Se trata, en el fondo, de un descubrimiento:
Henri ha descubierto que la compasión, siendo un sentimiento primario
e irreflexivo, se compagina bastante bien, si es hábilmente instilada,
incluso con los ánimos primitivos de los brutos que nos mandan,
de los mismos que no tienen reparo en derribarnos a golpes sin porqué,
y a patearnos una vez en el suelo, y no se le ha escapado la gran
importancia práctica de este descubrimiento, sobre el que ha montado
su industria personal.
Como el icneumón paraliza a las gordas orugas peludas hiriéndolas
en su único ganglio vulnerable, así aprecia Henri, con una mirada,
al sujeto, son type; le habla brevemente, a cada uno con el lenguaje
apropiado, y el type es conquistado: escucha con creciente simpatía,
se conmueve con la suerte del joven desventurado, y no hace falta
mucho tiempo para que empiece a rendirle provecho.
No hay alma tan endurecida en la que Henri no consiga abrir brecha,
si se pone a ello seriamente. En el Lager, y también en la Buna,
sus protectores son numerosísimos: soldados ingleses, obreros civiles
franceses, ucranianos, polacos; «políticos» alemanes: cuatro Blockälteste
por lo menos, un cocinero, hasta un SS. Pero su campo preferido
es el Ka–Be, en el Ka–Be tiene entrada libre, el doctor Citron y
el doctor Weiss son, más que sus protectores, sus amigos, y lo asilan
cuando quiere y con el diagnóstico que quiere. Eso sucede especialmente
a la vista de las selecciones y en los períodos de trabajo más gravosos:
a «invernar», dice él.
Disponiendo de tan importantes amistades, es natural que Henri raramente
se vea reducido a la tercera vía, al hurto; por otra parte, se comprende
que, sobre este asunto, no se confíe de buena gana.
Es muy agradable conversar con Henri en los momentos de descanso.
Hasta es útil: nada hay en el campo que no conozca y sobre lo que
no haya hablado a su modo exacto y coherente. De sus conquistas
habla con educada modestia como de presas de poca cuenta, pero se
extiende con gusto cuando explica el cálculo que lo ha llevado a
aproximarse a Hans preguntándole por el hijo que tiene en el frente,
y a Otto enseñándole las cicatrices que tiene en las espinillas.
Hablar con Henri es útil y agradable; hasta sucede a veces que al
oírle afectuoso y cercano parece posible una comunicación, quizás
hasta un afecto; parece hasta percibirse el fondo humano, doliente
y cómplice de su personalidad no común. Pero al momento siguiente
su sonrisa triste se hiela en una mueca triste que parece estudiada
ante un espejo; Henri pide cortésmente perdón («...j’ai quelque
chose á faire», «...j’ai quelqu’un á voir»), y helo de nuevo enteramente
entregado a su caza y a su lucha: duro y lejano, encerrado en su
coraza, enemigo de todos, inhumanamente listo e incomprensible como
la Serpiente del Génesis.
De todos los coloquios con Henri, incluso de los más cordiales,
he salido siempre con una ligera sensación de derrota; con la sospecha
confusa de haber sido yo también, de alguna manera inadvertida,
no un hombre frente a él, sino un instrumento en sus manos.
Hoy sé que Henri está vivo. Daría cualquier cosa por saber de su
vida de hombre libre, pero no quiero volver a verlo.
EXAMEN DE QUÍMICA
El Kommando 98, llamado Kommando Químico, habría debido ser un departamento
de especialistas. El día en que se anunció oficialmente su constitución
un flaco grupo de quince Häftlinge se reunió con el nuevo Kapo,
en la plaza de la Lista, a la luz gris del alba.
Fue el primer chasco: era otra vez un «triángulo verde»; un delincuente
profesional, el Arbeitsdienst no había juzgado necesario que el
Kapo del Kommando Químico fuese un químico. Inútil gastar saliva
en hacerle preguntas, no habría respondido, o respondido con gritos
y patadas. Por lo demás, tranquilizaba su apariencia no demasiado
robusta y su estatura inferior a la media.
Pronunció un breve discurso en desgarrado alemán de cuartel y el
chasco quedó confirmado. Aquéllos eran, pues, los químicos: bueno,
él era Alex, y si pensaban entrar en el paraíso, se equivocaban.
En primer lugar, hasta el día del principio de la producción, el
Kommando 98 no sería más que un vulgar Kommando de transportes agregado
al almacén de Cloruro de Magnesio. Después, si se creían, por ser
Intelligenten, intelectuales, que iban a jugar con él, Alex, un
Reichsdeutscher, bien, Herrgottsacrament, él les haría ver, los
iba a... (y, con el puño cerrado y el índice tieso, cortaba el aire
de través con el gesto de amenaza de los alemanes); y finalmente,
no debían pensar en engañar a nadie, si alguno se había presentado
como químico sin serlo; un examen, sí señores, uno de los próximos
días; un examen de química, ante el triunvirato del Departamento
de Polimerización: el Doktor Hagen, el Doktor Probst y el Doktor
Ingenieur Pannwitz.
Con lo que, meine Herren, se había perdido ya bastante tiempo, los
Kommandos 96 y 97 ya estaban funcionando, al frente marchen y, para
empezar, quien no caminase al paso y alineado tendría que vérselas
con él.
Era un Kapo como todos los demás Kapos.
Al salir del Lager, ante la banda de música y el puesto de conteo
de los SS, se marcha en filas de cinco, con la gorra en la mano,
los brazos colgando inmóviles a lo largo de los costados y el cuello
tieso, y no se debe hablar. Después se va en formación de tres,
y entonces se puede tratar de cambiar algunas palabras a través
del repiqueteo de los diez mil pares de zuecos de madera.
¿Quiénes son estos químicos compañeros míos? Junto a mí camina Alberto,
es estudiante de tercer año, también esta vez ha logrado que no
nos separemos.
Al tercero a mi izquierda no lo he visto nunca, parece muy joven,
es pálido como la cera, tiene el número de los holandeses. También
las tres filas de delante de mí son nuevas. Detrás, es peligroso
volverse, podría perderse el paso y tropezar; pero pruebo durante
un momento, he visto la cara de Iss Clausner.
Mientras se anda no hay tiempo de pensar, hay que tener cuidado
de no sacarle los zuecos al que cojea delante y de no hacérselos
sacar uno por el que renquea detrás; de vez en cuando hay un cable
que salvar, un charco viscoso que evitar. Sé dónde estamos, por
aquí ya he pasado con mi Kommando anterior, es la H–Strasse, la
calle de los almacenes. Se lo digo a Alberto: vamos de verdad al
Cloruro de Magnesio, por lo menos esto no ha sido un cuento.
Hemos llegado, bajamos a un vasto sótano húmedo y lleno de corrientes
de aire; ésta es la sede del Kommando, la que aquí se llama Bude.
El Kapo nos divide en tres escuadras; cuatro para descargar los
sacos del vagón, siete para traerlos abajo, cuatro para apilarlos
en el almacén. Estos últimos somos yo, Alberto, Iss y el holandés.
Por fin se puede hablar, y a cada uno de nosotros lo que ha dicho
Alex nos parece el sueño de un loco.
Con nuestras caras vacías, con nuestras cabezas rapadas, con estos
trajes vergonzosos, dar un examen de química.
Y será en alemán, evidentemente; y deberemos comparecer ante cualquier
rubio Ario Doktor con la esperanza de no tener que sonarnos, porque
quizás no sepa que no tenemos pañuelo, y seguro que no se podrá
explicárselo. Y tendremos encima a nuestra vieja compañera, el hambre,
y nos esforzaremos en que no nos tiemblen las piernas, y él notará
nuestro olor, al que ya estamos acostumbrados, pero que nos persigue
los primeros días; el olor de las coles y de los nabos crudos, cocidos
y digeridos.
Así es, nos asegura Clausner. ¿Tienen los alemanes tanta necesidad
de productos químicos? ¿O es un nuevo truco, una nueva máquina pour
fair chier les Juifs? ¿Se dan cuenta de la prueba grotesca y absurda
a que van a someternos, a los que ya no estamos vivos, a los que
estamos medio locos en la triste espera de la nada?
Clausner me enseña el fondo de su escudilla. Allí donde los demás
graban su número, y Alberto y yo hemos grabado nuestro nombre, Clausner
ha escrito: Ne pas chercher á comprendre.
Aunque no pensamos más que unos minutos al día, y de una manera
despegada y exterior, sabemos bien que vamos a acabar en la selección.
Yo sé que no soy del paño de los que aguantan, soy demasiado culto,
pienso todavía demasiado, me consumo con el trabajo. Y ahora sé
también que me salvaré si me convierto en Especialista, y me convertiré
en Especialista si supero un examen de química.
Hoy, este verdadero hoy en el que estoy sentado a una mesa y escribo,
yo mismo no estoy convencido de que estas cosas hayan sucedido de
verdad.
.Pasaron tres días, tres de los acostumbrados días inmemorables,
tan largos mientras pasaban y tan breves después de haber pasado,
y ya todos se habían cansado de creer en el examen de química.
El Kommando se reducía ya a doce hombres: tres habían desaparecido
de la manera allí acostumbrada, quizás en la barraca de al lado,
tal vez borrados del mundo. De los doce, cinco no eran químicos;
los cinco le habían pedido en seguida a Alex volver a sus anteriores
Kommandos. No evitaron los golpes, pero inesperadamente, y quién
sabe por qué autoridad, se decidió que se quedasen como auxiliares
del Kommando Químico.
Vino Alex a la bodega del Cloromagnesio y nos llamó afuera a los
siete para que fuésemos a dar examen. Henos, como siete polluelos
torpes detrás de la clueca, siguiendo a Alex por la escalerilla
del Polymerisations–Büro. Estamos en el rellano, una chapa en la
puerta con los tres nombres famosos. Alex llama tímidamente, se
quita la gorra, entra; se oye una voz sosegada; Alex sale:
–Ruhe, jetzt. Warten (esperad en silencio).
De esto, estamos contentos. Cuando se espera, el tiempo pasa solo,
sin que haya que empujarlo, pero, en cambio, cuando se trabaja,
cada minuto nos atraviesa fatigosamente y debe ser expulsado laboriosamente.
Siempre estamos contentos de esperar, somos capaces de esperar durante
horas con la completa y obtusa inercia de las arañas en las viejas
telas.
Alex está nervioso, pasea de acá para allá, y nosotros nos apartamos
a su paso. También nosotros, cada uno a su manera, estamos inquietos;
sólo Mendi no lo está. Mendi es rabino; es de la Rusia subcarpática,
de aquel ovillo de pueblos en el que cada uno habla por lo menos
tres lenguas, y Mendi habla siete. Sabe muchísimas cosas, además
de rabino y sionista militante, y glotólogo, ha sido partigiano
y es doctor en leyes; no es químico pero quiere probar también,
es un hombrecillo tenaz, valiente y agudo.
Bálla tiene un lápiz y todos están a su lado. No estamos seguros
de si sabremos todavía escribir, nos gustaría probar.
Kohlenwasserstoffe, Massenwirkungsgesetz. Me afloran los nombres
alemanes de las composiciones químicas y de las leyes: estoy agradecido
a mi cerebro, no me he ocupado mucho de él y, sin embargo, todavía
me sirve tan bien...
He aquí a Alex. Yo soy un químico: ¿qué tengo que ver con este Alex?
Se planta delante de mí, me compone el cuello de la chaqueta, me
quita la gorra y me la encasqueta bien, después da un paso atrás,
escudriña el resultado con aire disgustado y me vuelve la espalda
refunfuñando:
–Was für ein Muselmann Zugang? (¡qué nueva desaliñada adquisición!).
La puerta se ha abierto. Los tres doctores han decidido que seis
candidatos pasarán por la mañana. El séptimo, no. El séptimo soy
yo, tengo el número de matrícula más alto, me toca volver al trabajo.
Sólo por la tarde viene Alex a sacarme; qué desdicha, no podré hablar
con los otros para saber «qué preguntas hacen».
Esta vez va de veras. Por la escalera, Alex me mira torvamente,
se siente de algún modo responsable de mi aspecto miserable. Me
odia porque soy italiano, porque soy judío y porque, de entre todos,
soy el que más se aparta de su caporalesco ideal viril. Por analogía,
aunque sin entender nada, y orgulloso de esta incompetencia suya,
ostenta una profunda desconfianza en cuanto a mis probabilidades
en el examen.
Hemos entrado. El Doktor Pannwitz está solo, Alex, con la gorra
en la mano, le habla a media voz:
–... un italiano, sólo tres meses en el Lager, ya medio kaputt...
Er sagt er ist Chemiker... –pero él, Alex, parece que tiene sus
reservas al respecto.
Alex es despedido en seguida y relegado aparte, y yo me siento como
Edipo ante la Esfinge. Mis ideas no son claras, y también me doy
cuenta en este momento de que la apuesta es grande; y, sin embargo,
experimento un loco impulso de desaparecer, de sustraerme a la prueba.
Pannwitz es alto, delgado, rubio; tiene los ojos, el pelo y la nariz
como todos los alemanes deben tenerlos, y está formidablemente sentado
detrás de un complicado escritorio. Yo, Häftling 174517, estoy en
pie en su estudio, que es un verdadero estudio, que brilla de limpio
y ordenado, y me parece que voy a dejar una mancha sucia donde tenga
que tocar.
Cuando
hubo terminado de escribir, levantó los ojos y me miró.
Desde aquel día he pensado en el Doktor Pannwitz muchas veces y
de muchas maneras. Me he preguntado cuál sería su funcionamiento
íntimo de hombre; cómo llenaría su tiempo fuera de la Polimerización
y de la conciencia indogermánica; sobre todo, cuando he vuelto a
ser hombre libre, he deseado encontrarlo otra vez, y no ya por venganza
sino sólo por mi curiosidad frente al alma humana.
Porque aquella mirada no se cruzó entre dos hombres; y si yo supiese
explicar a fondo la naturaleza de aquella mirada, intercambiada
como a través de la pared de vidrio de un acuario entre dos seres
que viven en medios diferentes, habría explicado también la esencia
de la gran locura de la tercera Alemania.
Lo que todos nosotros pensábamos y decíamos de los alemanes se percibió
en aquel momento de manera inmediata.
El cerebro que controlaba aquellos ojos azules y aquellas manos
cuidadas decía: «Esto que hay ante mí pertenece a un género al que
es obviamente indicado suprimir. En este caso particular, conviene
primero cerciorarse de que no contiene ningún elemento utilizable».
Y en mi cabeza, como pepitas en una calabaza vacía: «Los ojos azules
y el pelo rubio son esencialmente malvados. Ninguna comunicación
posible. Soy especialista en química minera. Soy especialista en
síntesis orgánica. Soy especialista...».
Y comenzó el interrogatorio, mientras Alex bostezaba y refunfuñaba
en su rincón, Alex, el tercer ejemplar zoológico.
–Wo sind Sie Geboren? –me trata de Sie, de usted: el Doktor Ingenieur
Pannwitz no tiene sentido del humor. Maldito sea, no hace el más
mínimo es fuerzo por hablar un alemán un poco comprensible.
–Me he doctorado en Turín el 1941, summa cum laude –y, mientras
lo digo, tengo la exacta sensación de no ser creído, a decir la
verdad no, lo creo yo mismo, basta mirar mis manos sucias y llagadas,
mis pantalones de forzado con costras de fango.
Y, sin embargo, soy yo mismo, el doctor de Turín, es más, particularmente
en este momento es imposible dudar de mi identidad con él, puesto
que el depósito de recuerdos de química orgánica, incluso después
de la larga inercia, responde a mis instancias con inesperada docilidad;
y, también, esta ebriedad lúcida, esta exaltación que siento cálida
por mis venas, cómo la reconozco, es la fiebre de los exámenes,
mi fiebre de mis exámenes, aquella espontánea movilización de todas
las facultades lógicas que tanto me envidiaban mis compañeros de
facultad.
El examen está saliendo bien. Conforme me voy dando cuenta, me parece
que aumento de estatura. Ahora me pregunta sobre qué tema he hecho
la tesis de doctorado. Debo hacer un esfuerzo violento para suscitar
estas secuencias de recuerdos tan profundamente lejanas: es como
si tratase de recordar acontecimientos de una encarnación anterior.
Hay algo que me protege. Mis pobres viejas «Medidas de constantes
dieléctricas» interesan especialmente a este ario rubio de existencia
segura: me pregunta si sé inglés, me enseña el libro de Gattermann,
y también esto es absurdo e inverosímil, que allá, al otro lado
del alambre espinoso, exista un Gattermann idéntico en todo al que
yo estudiaba en Italia, durante el cuarto curso, en mi casa.
Se acabó: la excitación que me ha sostenido a lo largo de toda la
prueba cede de golpe y contemplo entontecido la mano de piel rubia
que, con signos incomprensibles, escribe mi destino en la página
blanca.
–Los, ab.!
Alex vuelve a entrar en escena, estoy de nuevo bajo su jurisdicción.
Saluda a Pannwitz con un taconazo, y no obtiene a cambio más que
un levísimo gesto de los párpados. Titubeo durante un momento en
busca de una fórmula de despedida apropiada: en vano, en alemán
sé decir comer, trabajar, robar, morir también sé decir ácido sulfúrico,
presión atmosférica y generador de ondas cortas, pero no sé como
se puede saludar a una persona de respeto.
Henos de nuevo en la escalera. Alex salta los peldaños, lleva zapatos
de piel porque no es judío, va tan ligero sobre sus pies como los
diablos de Malasbolsas.
Se vuelve desde abajo mirándome torvamente, mientras bajo torpe
y ruidoso con mis zuecos desparejados y enormes, agarrándome a la
barandilla como un viejo.
Parece que la cosa ha salido bien, pero sería insensato hacerse
ilusiones. Conozco lo bastante el Lager para saber que no se deben
aventurar nunca previsiones, en especial si son optimistas. Lo que
es cierto es que he pasado un día sin trabajar y que esta noche
tendré un poco menos de hambre, y ésta es una ventaja concreta y
que ya me he asegurado.
Para volver a la Buna hay que atravesar un espacio lleno de vigas
y de armazones metálicos apilados.
El cable de acero de un cabestrante corta el camino, Alex lo agarra
para saltarlo, Donnerwetter se mira la mano, negra de grasa viscosa.
Mientras tanto he llegado junto a él: sin odio y sin escarnio, Alex
restriega la mano por mi espalda, la palma y el dorso, para limpiársela,
y se habría asombrado, el inocente bruto Alex, si alguien le hubiese
dicho que tomando por patrón esta acción suya yo lo juzgo hoy a
él, a él y a Pannwitz y a los innumerables que fueron como él, grandes
y pequeños, en Auschwitz y dondequiera.
EL CANTO DE ULISES
Estábamos seis raspando y limpiando el interior de una cisterna
subterránea; la luz del día nos llegaba únicamente a través de la
pequeña portezuela de entrada. Era un trabajo de lujo, porque nadie
nos vigilaba; pero hacía frío y estaba húmedo. El polvo de la herrumbre
nos quemaba debajo de los párpados y nos empastaba la garganta y
la boca con un sabor casi a sangre.
Osciló la escalerilla de cuerda que colgaba de la portezuela: alguien
llegaba. Deutsch apagó el cigarrillo, Goldner despertó a Sivadjan;
todos nos pusimos a rascar vigorosamente la sonora pared de planchas.
No era el Vorarbeiter, no era más que Jean, el Pikolo de nuestro
Kommando. Jean era un estudiante alsaciano; aunque tenía veinticuatro
años, era el Häftling más joven del Kommando Químico. Por eso le
había tocado el cargo de Pikolo, es decir de pinche letrado, afecto
a la limpieza de la barraca, a la entrega de las herramientas, al
lavado de las escudillas, a la contabilidad de las horas de trabajo
del Kommando.
Jean hablaba fluidamente francés y alemán: apenas se reconocieron
sus zapatos en el peldaño más alto, todos dejaron de raspar.
–Also, Pikolo, was gibt es Neues?
–Qu'est–ce qu'il y a comme soupe aujourd d'hui? ... ¿de qué humor
estaba el Kapo? ¿Y el asunto de los veinticinco latigazos a Stern?
¿Qué tal tiempo hacía fuera? ¿Había leído el periódico? ¿A qué olía
la cocina civil? ¿Qué hora era?
A Jean lo querían mucho en el Kommando. Hay que saber que el cargo
de Pikolo es un grado bastante elevado en la jerarquía de las Prominencias:
el Pikolo (que generalmente no tiene más de diecisiete años) no
trabaja manualmente, tiene carta blanca en los fondos de la marmita
del rancho y puede estar todo el día junto a la estufa: «por eso»
tiene derecho a media ración suplementaria y tiene grandes probabilidades
de convertirse en amigo y confidente del Kapo, del que recibe oficialmente
la ropa y los zapatos usados. Ahora bien, Jean era un Pikolo excepcional.
Era despabilado y físicamente robusto, y al mismo tiempo pacífico
y amigable: aun conduciendo con tenacidad y coraje su secreta lucha
individual contra el campo y contra la muerte, no se olvidaba de
mantener relaciones humanas con los compañeros menos privilegiados;
por otra parte, había sido tan hábil y perseverante que se había
ganado la confianza de Alex, el Kapo.
Alex había cumplido todas sus promesas. Se había mostrado como bicho
violento y traidor, acorazado en su sólida y compacta ignorancia
y estupidez, excepción hecha de su olfato y su técnica de cómitre
experto y consumado. No perdía ocasión de proclamarse orgulloso
de su sangre pura y de su triángulo verde, y mostraba un altanero
desprecio por sus químicos andrajosos y hambrientos: «Ihr Doktoren!
Ihr Intelligenten!», se carcajeaba todos los días al verlos amontonarse
con las escudillas tendidas durante la distribución del rancho.
Con los Meister civiles era extremadamente dúctil y servil, y con
los SS mantenía vínculos de cordial amistad.
Se sentía manifiestamente intimidado por el registro del Kommando
y por el informe diario de las prestaciones, y éste era el camino
que el Pikolo había escogido para hacérsele necesario. Había sido
una faena lenta, cauta y sutil que todo el Kommando había observado
durante un mes con el aliento entrecortado; pero, al final, el reducto
del puercoespín fue penetrado, y Pikolo confirmado en el cargo,
con satisfacción de todos los interesados.
Aun cuando Jean no abusase de su posición, ya habíamos podido comprobar
que una palabra suya,dicha con el tono oportuno y en el momento
oportuno, surtía gran efecto; ya había servido muchas veces para
salvar a alguno de nosotros del látigo o de la denuncia a los SS.
Hacía una semana que éramos amigos: nos habíamos encontrado en la
excepcional ocasión de una alarma aérea, pero después, víctimas
del ritmo feroz, del Lager, no habíamos podido más que saludarnos
de pasada, en las letrinas, en el lavadero.
Colgado con una mano de la escala oscilante, me indicó:
–Aujourd'hui c'est Primo qui viendra avec moi chercher la soupe.
Hasta la fecha había sido Stern, el transilvano bizco; ahora, éste
había caído en desgracia por no sé qué historia de escobas robadas
en el almacén, y Pikolo había conseguido hacer triunfar mi candidatura
como ayuda en el Essenholen, en la corvée cotidiana del rancho.
Trepó afuera, y yo lo seguí, batiendo los párpados en el esplendor
del día. Estaba templado, el sol levantaba de la tierra grasienta
un ligero color a barniz y a alquitrán que me recordaba a una playa
cualquiera de mi infancia. Pikolo me dio uno de los dos palos y
echamos a andar bajo un claro cielo de junio.
Empezaba a darle las gracias, pero me interrumpió, no hacía falta.
Se veían los Cárpatos cubiertos de nieve. Respiré el aire fresco,
me sentía insólitamente ligero.
–Tu es fou de marcher si vite. On a le temps, tu sais.
El rancho se retiraba a un kilómetro de distancia; había que volver
después con la marmita de cincuenta kilos enfilada en los palos.
Era un trabajo bastante pesado pero suponía una agradable marcha
de ida sin carga, y la ocasión, siempre deseable, de acercarse a
las cocinas.
Acortamos el paso. Pikolo, hábil, había elegido diestramente el
camino de modo que tendríamos que dar una vuelta larga, caminando
por lo menos una hora, sin levantar sospechas. Hablábamos de nuestras
casas, de Estrasburgo y de Turín, de nuestras lecturas, de nuestros
estudios. De nuestras madres: ¡cuánto se parecen todas las madres!
También su madre le reprochaba que no supiese nunca cuánto dinero
llevaba en el bolsillo; también su madre se habría asombrado si
hubiese sabido que se las arreglaba, que día tras día se las arreglaba.
Pasó un SS en bicicleta. Es Rudi, el Blockführer. Parada, firmes,
quitarse la gorra.
–Sale brute, celui–lá. Ein ganz gemeiner Hund.
¿Le resulta indiferente hablar francés o alemán? Le resulta indiferente,
puede pensar en ambas lenguas. Ha estado un mes en la Liguria, le
gusta Italia, querría aprender italiano. Me alegrará enseñarle italiano:
¿no podemos arreglarlo? Podemos. En seguida, una cosa vale tanto
como otra, lo importante es no perder tiempo, no desperdiciar esta
hora.
Pasa Limentani, el romano, arrastrando los pies, con una escudilla
escondida bajo la chaqueta. Pikolo está atento, coge cualquier palabra
de nuestro diálogo y la repite riendo:
–Zup–pa, cam–po, ac–qua.
Pasa Frenkel, el espía. Aceleremos el paso, nunca se sabe, ése hace
el mal por gusto.
... El canto de Ulises. Quién sabe por qué me he acordado de él:
pero no tenemos tiempo de escoger, esta hora ya no es una hora.
Si Jean es inteligente, lo entenderá. Lo entenderá: hoy me siento
capaz de todo.
... Quién es Dante. Qué es la Comedia. Qué sensación curiosa de
novedad se siente si se procura explicar brevemente lo que es la
Divina Comedia. Cómo está dividido el Infierno, qué es la contrapasión.
Virgilio es la Razón, Beatriz la Teología. Jean está atentísimo,
y yo empiezo, lento y con cuidado:
Y de la antigua llama el más saliente
![](ayer/LVI.jpg)
de los cuernos torcióse murmurando
cual llama que del viento se resiente;
luego se fue la punta meneando
como si fuese lengua y así hablara
y echó fuera la voz y dijo: «Cuando...
Me paro aquí y trato de traducir. Desastroso: ¡pobre Dante y pobre
francés! Sin embargo, parece que el experimento promete: Jean admira
la rara similitud de la lengua y me sugiere el término apropiado
para traducir antica.
¿Y después de «Cuando»? La nada. Un agujero en la memoria. Prima
che si Enea la nominasse. Otro agujero. Sale a flote un fragmento
no utilizable: ¿la piéta Del vecchio padre, né'l debito amore Che
doveva Penelope far lieta... será exacto?
...quise por alta mar aventurarme.
De éste sí, de éste estoy seguro, estoy en condiciones de explicárselo
a Pikolo, de distinguir por qué misi me no es je me mis, es mucho
más fuerte y más audaz, es una atadura rota, es lanzarse a sí mismo
más allá de una barrera, nosotros conocemos bien este impulso. La
altamar abierta: Pikolo ha viajado por mar y sabe lo que quiere
decir, es cuando el horizonte se cierra sobre sí mismo, libre, recto
y simple, y no hay más que olor a mar: dulce cosa ferozmente lejana.
Hemos llegado al Kraftwerk, donde trabaja el Kommando de los tendidos
eléctricos. Aquí debe de estar el ingeniero Levi. Míralo, se ve
sólo la cabeza fuera de la zanja. Me saluda con la mano, es un hombre
en forma, no lo he visto nunca bajo de moral, no habla nunca de
comidas.
Mare aperto. Mare aperto. Sé que rima con diserto: ... quella compagna
Picciola, dalla grial non fui diserto, pero no recuerdo si viene
antes o después.
Y también el viaje, el temerario viaje más allá de las columnas
de Hércules, qué tristeza, no tengo más remedio que contarlo en
prosa: un sacrilegio. No he salvado más que un verso, pero vale
la pena detenerse en él:
…que al navegante niegan la franquía.
Si metta: tenía que venir al Lager para darme cuenta de que es la
misma expresión de antes e misi me. Pero no se lo digo a Jean, no
estoy seguro de que sea una observación importante. Cuántas otras
cosas habría que decir, y el sol ya está alto, pronto será mediodía.
Tengo prisa, una prisa furibunda.
Mira, atento Pikolo, abre los oídos y la mente, necesito que entiendas:
«Considerad», seguí, «vuestra ascendencia:
para vida animal no habéis nacido,
sino para adquirir virtud y ciencia»,
Como si yo lo sintiese también por vez primera: como un toque de
clarín, como la voz de Dios. por un momento, he olvidado quién soy
y dónde estoy.
Pikolo me pide que lo repita. Qué buena persona es Pikolo, se ha
dado cuenta de que me está haciendo el bien. O quizás se trata de
algo más: quizás, a pesar de la traducción floja y el comentario
pedestre y presuroso, ha recibido el mensaje, ha sentido que le
atañe, que atañe a todos los hombres en apuros, y a nosotros en
especial; y que nos atañe a nosotros dos, que osamos hablar de estas
cosas con los palos de la sopa en los hombros.
A mis hombres de tal suerte he movido..,
... y me esfuerzo, pero en vano, por explicar cuántas cosas quiere
decir este acuti. Aquí, otra laguna esta vez irreparable. Lo lume
era di sotto della luna o algo parecido; ¿y antes? Ninguna idea,
keine Ahnung como se dice aquí. Que me perdone Pikolo, se me han
olvidado, por lo menos, cuatro tercetos.
–Ca ne fait rien, vas–y tout de méme.
... cuando mostróse una montaña, bruna
por la distancia; y se elevaba tanto
que tan alta no vi jamás ninguna.
Sí, sí, alta tanto, no molto alta, proposición consecutiva. Y las
montañas, cuando se ven de lejos... las montañas... oh Pikolo, Pikolo,
di algo, habla, no me dejes pensar en mis montañas, que se aparecían
en el color oscuro de la tarde cuando volvía en tren de Milán a
Turín.
Basta, hay que continuar, éstas son cosas que se piensan pero no
se dicen. Pikolo espera y me mira. Daría el potaje de hoy por saber
juntar non ne avevo alcuna con el final. Me esfuerzo en reconstruir
por medio de las rimas, cierro los ojos, me muerdo los dedos: pero
de nada sirve, lo demás es silencio. Me bailan en la cabeza otros
versos: ... la terra lagrimosa diede vento..., no, es otra cosa.
Es tarde, hemos llegado a la cocina, hay que terminar:
... con las aguas tres veces girar le hace
y a la cuarta la popa es elevada,
se hunde la proa –que a otro así le place–.
Detengo a Pikolo, es absolutamente necesario y urgente, que escuche,
que comprenda este come altrui piacque, antes de que sea demasiado
tarde, mañana él o yo podemos estar muertos, o no volver a vernos,
debo hablarle, explicarle lo de la Edad Media, del tan humano y
necesario y, sin embargo, inesperado, anacronismo, y de algo más,
de algo gigantesco que yo mismo sólo he visto ahora, en la intuición
de un instante, tal vez el porqué de nuestro destino, de nuestro
estar hoy aquí...
Estamos ya en la cola del potaje, en medio de la masa sórdida y
harapienta de los portasopas de los otros Kommandos. Los recién
llegados se amontonan a la espalda. Kraut und Rüben?, Kraut und
Rüben. Se anuncia oficialmente que el potaje de hoy es de coles
y nabos: Choux et navets. Kapotszka es répak.
«... y nos cubre por fin la mar airada».
LOS ACONTECIMIENTOS DEL VERANO
Durante toda la primavera habían llegado transportes de Hungría;
un prisionero de cada dos era húngaro, el húngaro se había convertido,
después del yiddish, en la segunda lengua del campo.
En el mes de agosto de 1944, nosotros, internados cinco meses antes,
nos contábamos ya entre los veteranos. Como tales, nosotros, los
del Kommando 98, no nos habíamos asombrado de que las promesas hechas
y el examen de química aprobado no hubiesen tenido consecuencias:
ni asombrados ni demasiado tristes: en el fondo, todos teníamos
cierto temor a los cambios: «Cuando se cambia, se cambia para peor»,
decía uno de los proverbios del campo. Mas en general la experiencia
nos había demostrado ya infinitas veces la vanidad de toda previsión:
¿con qué objeto esforzarse en prever el porvenir cuando ninguno
de nuestros actos, ninguna de nuestras palabras lo habría podido
influenciar en lo más mínimo? Éramos viejos Häftlinge; nuestra sabiduría
consistía en «no tratar de entender», ni imaginarse el futuro, no
atormentarse por cómo y cuándo acabaría todo: no hacer y no hacerse
preguntas.
Conservábamos los recuerdos de nuestra vida anterior, pero velados
y lejanos, y por ello profundamente dulces y tristes, como lo son
para todos los recuerdos de la primera infancia y de todas las cosas
acabadas; mientras para cada uno el momento de la entrada en el
campo se encontraba en el origen de una diferente secuencia de recuerdos,
cercanos y duros éstos, continuamente confirmados por la experiencia
presente, como heridas que vuelven a abrirse a diario.
Las noticias, sabidas en el tajo, del desembarco aliado en Normandía,
de la ofensiva rusa y del frustrado atentado contra Hitler, habían
levantado oleadas de esperanzas violentas pero efímeras. Cada uno
sentía, día tras día, que le abandonaban las fuerzas, que el deseo
de vivir se desvanecía, que la mente se oscurecía; y Normandía y
Rusia eran cosas lejanas, y el invierno estaba tan cerca; tan concretas
el hambre y la desolación, y tan irreal todo lo demás, que no parecía
posible que verdaderamente existiese un mundo y un tiempo, sino
nuestro mundo de fango, y nuestro tiempo estéril y estancado al
que ahora éramos incapaces de imaginar un final.
Para los hombres vivos, las unidades de tiempo tienen siempre un
valor, tanto mayor cuanto más grandes son los recursos interiores
de quien las recorre; pero para nosotros, horas, días, y meses retrocedían
tórpidos del futuro al pasado, siempre demasiado lentos, materia
vil y superflua de la que tratábamos de deshacernos lo más pronto
posible. Concluido el tiempo en que los días se sucedían vivaces,
preciosos e irreparables, el futuro estaba ante nosotros gris e
inarticulado, como una barrera invencible. Para nosotros, la historia
estaba parada.
Pero en agosto del 44 empezaron los bombardeos de la Alta Silesia,
y se prolongaron, con pausas y reanudaciones irregulares, durante
todo el verano y el otoño hasta la crisis definitiva.
El monstruoso y concorde trabajo de gestación de la Buna se detuvo
bruscamente y pronto degeneró en una actividad deshilvanada, frenética
y paroxística. El día en que la producción de la goma sintética
habría debido comenzar, que en agosto parecía inminente, fue poco
a poco retrasado, y los alemanes acabaron por no hablar más del
asunto.
El trabajo de construcción cesó; la fuerza del desmesurado rebaño
de esclavos fue dirigida a otra parte, y se hizo de día en día más
levantisca y pasivamente hostil. A cada incursión, había siempre
nuevos daños que reparar; desmontar e inmovilizar la delicada maquinaria
pocos días antes puesta en funcionamiento con grandes esfuerzos;
construir apresuradamente refugios y protecciones que a la primera
prueba se revelaban irónicamente inconsistentes e inútiles.
Nos habíamos creído que cualquier cosa habría sido preferible a
la monotonía de las jornadas iguales y encarnizadamente largas,
a la rudeza sistemática y ordenada de la Buna en funcionamiento;
pero hemos tenido que cambiar de opinión cuando la Buna ha empezado
a caerse a pedazos alrededor de nosotros, como herida por una maldición
de la que nosotros mismos nos sentíamos comprendidos. Hemos tenido
que sudar entre el polvo y los escombros ardientes, y temblar como
bestias, aplastados contra el suelo bajo la furia de los aviones;
volvíamos al anochecer al campo, deshechos de cansancio y secos
de sed, en los crepúsculos larguísimos y ventosos del verano polaco,
y encontrábamos el campo en pleno desbarajuste, sin agua para beber
y lavarse, sin potaje para las venas vacías, sin luz para defender
el propio mendrugo de pan del hambre del otro, y para encontrar,
por la mañana, el calzado y la ropa en la lobreguez vacía y llena
de gritos del Block.
En la Buna se enfurecían los alemanes civiles, con el furor del
hombre seguro que se despierta de un largo sueño de dominio y ve
su ruina y no sabe comprenderla. También los Reichsdeutsche del
Lager, comprendidos los políticos, sintieron en el momento del peligro
el vínculo de la sangre y del suelo. El hecho nuevo condujo el enredo
de los odios y de las incomprensiones a sus términos elementales,
y dividió aún más los dos campos: los políticos, juntamente con
los triángulos verdes y los SS, veían o creían ver en cada una de
nuestras caras la burla del desquite y la triste alegría de la venganza.
Como se sentían unidos por ello, su ferocidad aumentó.
Ningún alemán podía olvidar ahora que nosotros estábamos de la otra
parte: de parte de los terribles sembradores que surcaban el cielo
alemán como dueños, por encima de todas las barreras, y retorcían
el hierro vivo de sus obras, llevando todos los días el estrago
hasta dentro de sus casas, de las casas del pueblo alemán nunca
antes violadas.
En cuanto a nosotros, estábamos demasiado destruidos para sentir
verdadero temor. Los pocos que todavía podían juzgar y sentir rectamente,
sacaron de los bombardeos nueva fuerza y esperanza; aquellos a los
que el hambre no había reducido aún a la inercia definitiva, aprovecharon
con frecuencia los momentos de pánico general para emprender expediciones
doblemente temerarias (puesto que, además del riesgo directo de
las incursiones, el hurto consumado en condiciones de emergencia
era condenado a la horca) a la cocina de la fábrica y a los almacenes.
Pero la mayor parte soportó el nuevo peligro y las nuevas incomodidades
con inmutable indiferencia: no se trataba de una resignación consciente,
sino del torpor opaco de las bestias domadas a palos, a las que
ya no les duelen los palos.
A nosotros, el acceso a los refugios acorazados nos estaba prohibido.
Cuando la tierra empezaba a temblar, nos arrastrábamos, aturdidos
y renqueantes, a través de los humos corrosivos de las cortinas
de humo, hasta las vastas áreas incultas, sórdidas y estériles,
comprendidas en el recinto de la Buna; allí yacíamos inertes, amontonados
los unos contra los otros como muertos, sensibles, sin embargo,
a la momentánea dulzura de los miembros en reposo. Mirábamos con
ojos atónitos las columnas de humo surgir en torno a nosotros: en
los momentos de tregua, llenos del leve zumbido amenazante que todos
los europeos conocen, arrancábamos del suelo cien veces pisoteado
las achicorias y las escasas camomilas, y las masticábamos en silencio.
Una vez terminada la alarma, volvíamos desde todas partes a nuestros
puestos, rebaño mudo innumerable, acostumbrado a la ira de los hombres
y de las cosas; y reanudábamos aquel trabajo nuestro de siempre,
odiado como siempre, y además claramente inútil e insensato en aquellos
momentos.
En este mundo sacudido más profundamente cada día por los temblores
del final cercano, entre nuevos terrores y esperanzas e intervalos
de esclavitud exacerbada, sucedió que me encontré con Lorenzo.
La historia de mi relación con Lorenzo es al mismo tiempo larga
y breve, sencilla y enigmática; es ésta una historia de un tiempo
y de unas condiciones ya borradas por la realidad presente, y por
ello no creo que pueda ser comprendida sino como se comprenden hoy
los acontecimientos de la leyenda y de la historia más remota.
En términos concretos, se reduce a poca cosa: un obrero civil italiano
me trajo un pedazo de pan y las sobras de su rancho todos los días
y durante seis meses; me dio una camiseta suya llena de remiendos;
escribió para mí una carta a Italia y me hizo recibir la respuesta.
Por todo esto, no pidió ni aceptó ninguna recompensa, porque era
bueno y simple, y no pensaba que se debiese hacer el bien por una
recompensa.
Todo esto no debe parecer poco. Mi caso no ha sido el único; como
ya se ha dicho, otros de nosotros mantenían relaciones de varias
clases con civiles, y obtenían de qué sobrevivir: pero eran relaciones
de naturaleza distinta. Nuestros compañeros hablaban de ellas con
el mismo tono ambiguo y lleno de sobreentendidos con que los hombres
de mundo hablan de sus relaciones femeninas: es decir, como de aventuras
de las que uno puede sentirse orgulloso y por las que se desea ser
envidiado, las cuales, sin embargo, incluso para las conciencias
más paganas, se mantienen siempre al margen de lo lícito y de lo
honesto; por lo que sería incorrecto e inconveniente hablar de ellas
con demasiada complacencia. Así hablaban los Häftlinge de sus «protectores»
y «amigos civiles» con ostentosa discreción, sin dar nombres, para
no comprometerlos y, también y sobre todo, para no crearse indeseables
rivales. Los más consumados, seductores profesionales como Henri,
no hablaban de esto; envolvían sus asuntos en una aura de equívoco
misterio y se limitaban a indicios y alusiones calculados de modo
que suscitasen en los oyentes la leyenda confusa e inquietante de
que gozaban del favor de civiles infinitamente potentes y generosos.
Esto, en vista de un fin muy preciso: la fama improvisada, como
he dicho en otro lugar, se muestra de fundamental utilidad a quien
sabe rodearse de ella.
La fama de seductor, de «organizado», suscita al mismo tiempo envidia,
burla, desprecio y admiración. Quien se deja ver en el acto de comer
género «organizado» es juzgado bastante severamente; es ésta una
grave falta de pudor y de tacto, además de una evidente estupidez.
Igual de estúpido e impertinente sería preguntar «¿quién te lo ha
dado?, ¿dónde lo has encontrado?, ¿qué has hecho?». Sólo los Números
Altos, bobos, inútiles e indefensos, que nada saben de las reglas
del Lager, hacen esta clase de preguntas; a estas preguntas, no
se responde, o se responde Verschwinde, Mensch!, Hau'ab, Uciekaj,
Schiess' in den Wind, Va chier; con uno, en fin, de los muchísimos
equivalentes de «¡Quítate de en medio!» en que es rica la jerga
del campo.
Hay también quien se especializa en complicadas y pacientes campañas
de espionaje para identificar al civil o al grupo de civiles con
los que el tal se entiende, y trata luego de varios modos de suplantarle.
Nacen de ello interminables controversias de prioridad, más amargas
para el perdedor por el hecho de que un civil ya «trabajado» es
casi siempre más rentable, y sobre todo más seguro, que un civil
en su primer contacto con nosotros. Es un civil que vale mucho más
por evidentes razones sentimentales y técnicas: conoce ya los fundamentos
de la «organización», sus reglas y sus peligros, y además ha demostrado
estar en condiciones de superar la barrera de casta.
En realidad, para los civiles somos los intocables. Los civiles,
más o menos explícitamente y con todos los matices que hay entre
el desprecio y la conmiseración, piensan que por haber sido condenados
a esta vida nuestra, por estar reducidos a esta condición nuestra,
debemos estar manchados por alguna misteriosa y gravísima culpa.
Nos oyen hablar en muchas lenguas diferentes que no comprenden y
que suenan a sus oídos grotescas como voces de animales; nos ven
innoblemente sometidos, sin pelo, sin honor y sin nombre, golpeados
a diario, más abyectos cada día, y nunca descubren en nuestros ojos
una chispa de rebeldía, de paz ni de fe. Nos saben ladrones e indignos
de confianza, enfangados, andrajosos y hambrientos y, confundiendo
el efecto con la causa, nos juzgan dignos de nuestra abyección.
¿Quién podría distinguir nuestras caras? Para ellos somos Kazett,
neutro singular.
Naturalmente, esto no impide a muchos de ellos echarnos a veces
un mendrugo de pan o una patata, o confiarnos, después de la distribución
de la Zivilsuppe en la cantera, sus escudillas para que las raspemos
y se las devolvamos lavadas. Les induce a ello el haber captado
de paso alguna importuna mirada famélica, o bien un impulso momentáneo
de humanidad, o la simple curiosidad de vernos acudir de todas partes
para disputarnos el bocado los unos a los otros, bestialmente y
sin recato, hasta que el más fuerte se lo zampa, y, entonces, todos
los demás se ven afrentados y renqueantes.
Ahora bien, entre Lorenzo y yo no sucede nunca nada de esto. Por
el sentido que pueda tener tratar de explicar las causas por las
que mi vida, entre millares de otras equivalentes, ha podido resistir
la prueba, diré que creo que es a Lorenzo a quien debo el estar
hoy vivo; y no tanto por su ayuda material como por haberme recordado
constantemente con su presencia, con su manera tan llana y fácil
de ser bueno, que todavía había un mundo justo fuera del nuestro,
algo y alguien todavía puro y entero, no corrompido ni salvaje,
ajeno al odio y al miedo; algo difícilmente definible, una remota
posibilidad de bondad, debido a la cual merecía la pena salvarse.
Los personajes de estas páginas no son hombres. Su humanidad está
sepultada, o ellos mismos la han sepultado, bajo la ofensa súbita
o infligida a los demás. Los SS malvados y estúpidos, los Kapos,
los políticos, los criminales, los prominentes grandes y pequeños,
hasta los Häftlinge indiferenciados y esclavos, todos los escalones
de la demente jerarquía querida por los alemanes, están paradójicamente
emparentados por una unitaria desolación interna.
Pero Lorenzo era un hombre; su humanidad era pura e incontaminada,
se encontraba fuera de este mundo de negación. Gracias a Lorenzo
no me olvidé yo mismo de que era un hombre.
OCTUBRE
DE 1944
Con todas nuestras fuerzas hemos luchado para que no llegase el
invierno. Nos hemos agarrado a todas las horas tibias, y a cada
puesta de sol hemos procurado sujetar el sol en el cielo todavía
un poco, pero todo ha sido inútil. Ayer por la tarde el sol se ha
puesto irrevocablemente en un enredo de niebla sucia, de chimeneas
y de cables, y esta mañana es invierno.
Sabemos lo que quiere decir, porque estábamos aquí el invierno pasado,
y los demás lo aprenderán pronto. Quiere decir que, en el curso
de estos meses, de octubre a abril, de cada diez de nosotros, morirán
siete. Quien no se muera sufrirá minuto por minuto, día por día,
durante todos los días: desde la mañana antes del alba hasta la
distribución del potaje vespertino, deberá tener constantemente
los músculos tensos, dar saltos primero sobre un pie y luego sobre
el otro, darse palmadas bajo los sobacos para resistir el frío.
Deberá gastar pan para procurarse guantes, y perder horas de sueño
para repararlos cuando estén descosidos. Como no se podrá comer
nunca al aire libre, tendremos que consumir nuestro pienso en la
barraca, de pie, disponiendo cada uno de un palmo de pavimento,
y apoyarse en las literas está prohibido. A todos se nos abrirán
heridas en las manos y para conseguir una venda habrá que esperar
toda la tarde durante horas y de pie en la nieve y al viento.
Del mismo modo que nuestra hambre no es la sensación de quien ha
perdido una comida, así nuestro modo de tener frío exigiría un nombre
particular. Decimos «hambre», decimos «cansancio», «miedo» y «dolor»,
decimos «invierno», y son otras cosas. Son palabras libres, creadas
y empleadas por hombres libres que vivían, gozando y sufriendo,
en sus casas. Si el Lager hubiese durado más, un nuevo lenguaje
áspero habría nacido; y se siente necesidad de él para explicar
lo que es trabajar todo el día al viento, bajo cero, no llevando
encima más que la camisa, los calzoncillos, la chaqueta y unos calzones
de tela, y, en el cuerpo, debilidad y hambre y conciencia del fin
que se acerca.
Del mismo modo en que se ve desvanecerse una esperanza, así ha llegado
el invierno esta mañana. Nos hemos dado cuenta cuando hemos salido
del barracón para ir a lavarnos: no había estrellas, el aire oscuro
y frío olía a nieve. En la plaza de la Lista, bajo la primera luz,
al reunirnos para el trabajo, nadie ha hablado. Cuando hemos visto
los primeros copos de nieve, hemos pensado que si el año pasado
en esta época nos hubiesen dicho que íbamos a ver otro invierno
en el Lager, nos habríamos dirigido a tocar el tendido eléctrico;
y también lo haríamos ahora si fuésemos lógicos, si no fuera por
este insensato y loco residuo de inconfesable esperanza.
Porque «invierno» quiere decir todavía una cosa más.
La primavera pasada los alemanes han construido dos enormes tiendas
en una explanada de nuestro Lager. Cada una, durante el buen tiempo,
ha hospedado a más de mil hombres; ahora, las tiendas han sido desmontadas
y un exceso de dos mil hombres se hacinan en nuestras barracas.
Nosotros, los veteranos prisioneros, sabemos que estas irregularidades
no les gustan a los alemanes y que pronto sucederá algo que haga
disminuir nuestro número.
La selección se siente llegar. Selekcja: la híbrida palabra latina
y polaca se oye una vez, dos veces, muchas veces, intercalada en
conversaciones extranjeras; al principio no se la individualiza,
después se impone a la atención, finalmente nos persigue.
Esta mañana, los polacos dicen Selekcja. Los primeros son los que
primero saben las noticias, y generalmente procuran que no se difundan,
por que saber algo mientras los demás no lo saben todavía puede
resultar ventajoso. Cuando todos sepan que la selección es inminente,
lo poquísimo que cada uno podría intentar para escurrirse (corromper
con pan o con tabaco a algún médico o a algún prominente; pasar
de la barraca al Ka–Be o viceversa en el momento exacto, de manera
que se cruce uno con la comisión) será su monopolio.
En los días siguientes, la atmósfera del Lager y de la cantera está
saturada de Selekcja: nadie sabe nada preciso y todos hablan de
ello, hasta los obreros libres, polacos, italianos, franceses, que
vemos a escondidas durante las horas de trabajo. No se puede decir
que se produzca una ola de abatimiento. Nuestra moral colectiva
está demasiado desarticulada y aplastada para que sea inestable.
La lucha contra el hambre, el frío y el trabajo deja poco margen
al pensamiento, aun tratándose de este pensamiento. Cada cual reacciona
a su manera, pero casi ninguno con las actitudes que parecerían
más plausibles por ser realistas, es decir con la resignación o
con la desesperación.
Quien puede tomar providencias, las toma; pero son los menos, porque
sustraerse a la selección es muy difícil, los alemanes hacen estas
cosas con gran seriedad y diligencia.
Quien no puede prevenirse materialmente trata de defenderse de otro
modo. En los retretes, en el lavadero, nos enseñamos el uno al otro
el pecho, las nalgas, los muslos, y los compañeros se tranquilizan:
«Puedes estar tranquilo, seguro que esta vez no te toca... du bist
kein Muselmann... más bien yo», y al mismo tiempo se bajan los pantalones
y se levantan la camisa.
Ninguno niega a otro esta limosna: ninguno está tan seguro de su
suerte como para tener el valor de condenar a otro. Yo mismo he
mentido descaradamente al viejo Wertheimer; le he dicho que, si
lo interrogan, responda que tiene cuarenta y cinco años y que no
se olvide de afeitarse la tarde antes, aun a costa de quitarse de
la boca un cuarto de pan; que, aparte de esto, no debe alimentar
temores, y que además no es nada cierto que se trate de una selección
para el gas: ¿no le ha oído decir al Blockältester que los seleccionados
irán al campo de convalecencia de Jaworszno?
Es absurdo que Wertheimer tenga esperanzas: aparenta sesenta años,
tiene gruesas varices, casi no siente el hambre. Y, sin embargo,
se va a la litera sereno y tranquilo y, a quien le hace preguntas,
le responde con mis palabras; son las palabras de orden del campo
durante estos días: yo mismo las he repetido como, con menos detalles,
me las he sentido recitar por Jaim, que está en el Lager desde hace
tres años y, como es fuerte y robusto, está admirablemente seguro
de sí; y le he creído.
Sobre esta exigua base también yo he atravesado la gran selección
de octubre de 1944 con inconcebible tranquilidad. Estaba tranquilo
porque había logrado mentirme cuanto era necesario. El hecho de
que yo no haya sido elegido ha dependido sobre todo del azar y no
demuestra que mi confianza estuviese bien fundada.
También Monsieur Pinkert es, a priori, un condenado: basta con mirarle
a los ojos. Me llama con una seña, y me cuenta con aire confidencial
que ha sabido, de qué fuente no puede decírmelo, que, efectivamente,
esta vez hay una novedad: la Santa Sede, por medio de la Cruz Roja
Internacional... en fin, me asegura personalmente que, tanto para
él como para mí, de la manera más absoluta, está excluido todo peligro:
cuando civil, era, como es sabido, agregado a la embajada belga
en Varsovia.
De varios modos pues, también estos días de vigilia, que cuando
se habla de ellos, parece que deberían haber sido tormentosos más
allá de todo límite humano, pasan de una manera no muy diferente
que los demás.
La disciplina del Lager y de la Buna no se relaja en modo alguno;
el trabajo, el frío y el hambre son suficientes para acaparar toda
nuestra atención.
Hoy es domingo de trabajo, Arbeitssonntag: se trabaja hasta las
trece, después se vuelve al campo para la ducha, el afeitado y el
control general de la sarna y de los piojos y, en el tajo, misteriosamente,
todos hemos sabido que la selección será hoy.
La noticia ha llegado, como siempre, rodeada de un halo de detalles
contradictorios y recelos: esta misma mañana ha habido una selección
en la enfermería; el porcentaje ha sido del siete, del treinta,
del cincuenta por ciento del total de los enfermos. En Birkenau,
la chimenea del Crematorio humea desde hace diez días. Hay que hacerle
sitio a una enorme expedición que va a llegar del gueto de Posen.
Los jóvenes dicen a los jóvenes que serán elegidos todos los viejos.
Los sanos dicen a los sanos que sólo serán elegidos los enfermos.
Serán excluidos los especialistas. Serán excluidos los judíos alemanes.
Serán excluidos los Números Bajos. Serás elegido tú. Seré excluido
yo.
Con toda normalidad, a partir de las trece en punto, el taller se
vacía y la formación gris e interminable desfila durante dos horas
hacia los dos puestos de control, donde como todos los días somos
contados y recontados, ante la orquesta que, durante horas sin interrupción,
toca como todos los días las marchas con las que, a la entrada y
a la salida, debemos sincronizar nuestros pasos. Parece que todo
marcha como todos los días, la chimenea de la cocina humea como
de costumbre, ya ha empezado la distribución del potaje. Pero luego
se ha oído la campana, y ahora hemos comprendido que va en serio.
Porque esta campana suena siempre al alba, y entonces es la diana,
pero cuando suena a media jornada quiere decir Blocksperre, encierro
en la barraca, y esto sucede cuando hay selección, para que nadie
se sustraiga a ella y, cuando los seleccionados salgan hacia el
gas, para que nadie los vea partir.
Nuestro Blockältester conoce su oficio. Se ha cerciorado de que
todos hemos entrado, ha hecho cerrar la puerta con llave, ha dado
a cada uno la ficha en que constan la matrícula, el nombre, la profesión,
la edad y la nacionalidad, y ha dado orden de que todos se desnuden
completamente quedándose sólo con el calzado. De este modo, desnudos
y con la ficha en la mano, esperaremos a que la comisión llegue
a nuestra barraca. Nosotros somos la barraca 48, pero no se puede
prever si se empezará por la barraca 1 o por la 60. De todos modos,
podemos estar tranquilos durante una hora por lo menos, y no hay
motivo alguno para que no nos metamos bajo las mantas de las literas
para calentarnos.
Ya dormitan muchos cuando un desencadenamiento de órdenes, de blasfemias
y de golpes indica que la comisión está llegando. El Blockältester
y sus ayudantes, a gritos y puñetazos, a partir del fondo del dormitorio,
empujan hacia delante a la turba de desnudos asustados y los apiñan
dentro del Tagesraum, que es la Comandancia. El Tagesraum es un
cuarto de siete metros por cuatro: cuando la caza ha terminado,
dentro del Tagesraum está comprimida una masa humana caliente y
compacta que invade y rellena perfectamente todos los rincones y
ejerce en las paredes de madera una presión que las hace crujir.
Ahora estamos todos en el Tagesraum y además de no haber tiempo,
ni siquiera hay espacio para tener miedo. La sensación de la carne
caliente que oprime por todo alrededor de uno es singular y no es
desagradable. Hay que procurar tener la nariz en alto para encontrar
aire, y no arrugar o perder la ficha que tenemos en la mano.
El Blockältester ha cerrado la puerta del Tagesraum que da al dormitorio
y ha abierto las otras dos que, del Tagesraum y del dormitorio dan
al exterior. Aquí, delante de las dos puertas, está el árbitro de
nuestro destino, que es un suboficial de la SS. Tiene a la derecha
al Blockältester, a la izquierda al furriel de la barraca. Cada
uno de nosotros, saliendo desnudos del Tagesraum al frío aire de
octubre, debe dar corriendo los pocos pasos que hay entre las puertas
delante de los tres, entregar la ficha al SS y entrar por la puerta
del dormitorio. El SS, en la fracción de segundo entre las dos pasadas
sucesivas, con una mirada de frente y de espaldas, decide la suerte
de cada uno y entrega a su vez la ficha al hombre que está a su
derecha o al hombre que está a su izquierda, y esto es la vida o
la muerte de cada uno de nosotros. En tres o cuatro minutos, una
barraca de doscientos hombres está «terminada» y, durante la tarde,
el campo entero de doce mil hombres.
Yo, inmovilizado en la carnicería del Tagesraum, he sentido gradualmente
disminuir la presión humana en torno a mí, y pronto me ha tocado
el turno. Como todos, he pasado con paso enérgico y elástico, procurando
llevar la cabeza alta, el pecho fuera y los músculos contraídos
y marcados. Con el rabillo del ojo, he procurado ver a mi espalda
y me ha parecido que mi ficha ha ido a la derecha.
Conforme íbamos volviendo al dormitorio, podíamos vestirnos. Nadie
conoce ahora con seguridad el propio destino, hay que saber primero
con seguridad si las fichas condenadas son las pasadas a la derecha
o a la izquierda. Ahora no es el caso de tener consideraciones los
unos con los otros ni de tener escrúpulos supersticiosos. Todos
se amontonan en torno a los más viejos, a los más desnutridos, a
los más «musulmanes»; si sus fichas han ido a la izquierda, la izquierda
es con toda seguridad el lado de los condenados.
Antes de que la selección haya terminado, todos saben ya que la
izquierda ha sido efectivamente la «schlechte Seite», el lado infausto.
Hay, naturalmente, irregularidades: René, por ejemplo, tan joven
y robusto, ha terminado en la izquierda: quizás porque tiene gafas,
quizás porque anda un poco encorvado como los miopes, pero más probablemente
por un simple descuido: René ha pasado delante de la comisión inmediatamente
antes que yo, y podría haberse producido un cambio de fichas. Lo
pienso, hablo con Alberto y convenimos en que la hipótesis es verosímil:
no sé lo que pensaré mañana y después; hoy, la cosa no despierta
en mí ninguna emoción precisa.
Del mismo modo, también ha debido de haber un error en el caso de
Sattler, un macizo campesino transilvano que veinte días antes estaba
en su casa; Sattler no entiende alemán, no ha comprendido nada de
lo que ha sucedido y está en un rincón remendándose la camisa. ¿Debo
ir a decirle que la camisa ya no va a servirle?
No hay por qué asombrarse de estas equivocaciones: el examen es
muy rápido y sumario y, por otra parte, para la administración del
Lager, lo importante no es tanto que sean eliminados precisamente
los inútiles, como que queden rápidamente libres los sitios de acuerdo
con determinado tanto por ciento preestablecido.
En nuestra barraca, la selección ha terminado, pero continúa en
las otras, por lo que ahora estamos en clausura. Pero puesto que,
mientras tanto, han llegado los bidones de potaje, el Blockältester
decide proceder sin más a su distribución. A los seleccionados se
les distribuirá una ración doble. No he sabido nunca si ésta sería
una iniciativa absurdamente compasiva del Blockältester o una explícita
disposición de los SS, pero de hecho, en el intervalo de dos o tres
días (también a veces mucho más largo) entre la selección y la partida,
las víctimas de Monowitz–Auschwitz disfrutan de este privilegio.
Ziegler presenta la escudilla, recibe la ración normal y se queda
esperando. «¿Qué más quieres?», le pregunta el Blockältester: no
le parece que a Ziegler le toque suplemento, lo aparta de un empujón,
pero Ziegler vuelve e insiste humildemente: me han puesto de verdad
a la izquierda, todos lo han visto, que vaya el Blockältester a
consultar las fichas: tiene derecho a ración doble. Cuando la ha
conseguido, se va tan tranquilo a la litera y empieza a comérsela.
Ahora todos están raspando atentamente con la cuchara el fondo de
la escudilla para sacar las últimas pizcas de potaje, y se forma
un trasteo sonoro que quiere decir que la jornada ha terminado.
Poco a poco, prevalece el silencio y entonces, desde mi litera que
está en el tercer piso, se ve y se oye que el viejo Kuhn reza, en
voz alta, con la gorra en la cabeza y oscilando el busto con violencia.
Kuhn da gracias a Dios porque no ha sido elegido.
Kuhn es un insensato. ¿No ve, en la litera de al lado, a Beppo el
griego que tiene veinte años y pasado mañana irá al gas, y lo sabe,
y está acostado y mira fijamente a la bombilla sin decir nada y
sin pensar en nada? ¿No sabe Kuhn que la próxima vez será la suya?
¿No comprende Kuhn que hoy ha sucedido una abominación que ninguna
oración propiciatoria, ningún perdón, ninguna expiación de los culpables,
nada, en fin, que esté en poder del hombre hacer, podrá remediar
ya nunca?
Si yo fuese Dios, escupiría al suelo la oración de Kuhn.
KRAUS
Cuando llueve uno querría poder llorar. Estamos en noviembre, llueve
desde hace diez días y la tierra es como el fondo de un pantano.
Todas las cosas de madera huelen a moho.
Si pudiese dar diez pasos a la izquierda, hasta donde está el cobertizo,
estaría a salvo; me bastaría con un saco para cubrirme la espalda,
o tan sólo la esperanza de un fuego donde secarme; o quizás con
un trapo seco que meterme entre la camisa y el espinazo. Lo pienso,
entre una palada y otra, y me convenzo de que tener un trapo seco
sería una auténtica felicidad.
Es imposible estar ya más mojado; lo único que hace falta es procurar
moverse lo menos posible, y sobre todo no hacer movimientos nuevos,
no sea que cualquier otra porción de piel se ponga en contacto sin
necesidad con la ropa empapada y gélida.
Es una suerte que hoy no sople el viento. Es extraño, de alguna
manera se tiene siempre la impresión de tener suerte, de que cualquier
circunstancia, tal vez infinitesimal, nos sujeta junto al abismo
de la desesperación y nos permite vivir. Llueve, pero no sopla el
viento. O tal vez llueve y sopla el viento: pero sabes que esta
tarde te toca a ti el suplemento de potaje y, entonces, también
hoy encuentras fuerzas para superar la tarde. O incluso tienes lluvia,
viento y el hambre cotidiana, y entonces piensas que si no te quedase
otro remedio, si no sintieses en el corazón más que sufrimiento
y tedio, como a veces sucede, que te parece en verdad yacer en el
fondo, pues bien, aun entonces pensamos que si queremos, en cualquier
momento, siempre podemos llegarnos hasta la alambrada eléctrica
y tocarla o arrojarnos bajo los trenes que maniobran, y entonces
dejaría de llover.
Desde esta mañana estamos clavados en el fango, hasta los muslos,
sin mover nunca los pies de los dos agujeros que han hecho en el
terreno viscoso; oscilando sobre las caderas a cada palada. Yo estoy
a mitad de la excavación, Kraus y Clausner están en el fondo, Gounan
por encima de mí, al nivel del suelo. Sólo Gounan puede mirar en
torno a sí, y advierte con monosílabos a Kraus, de cuando en cuando,
de la oportunidad de acelerar el ritmo, o eventualmente de descansar,
según quien pase por el camino. Clausner pica, Kraus me sube la
tierra palada a palada y yo se la subo a Gounan, que la amontona
de lado. Otros hacen la lanzadera con las carretillas y llevan la
tierra quién sabe adónde, no nos interesa, hoy nuestro mundo es
este agujero fangoso.
Kraus ha errado un golpe, un puñado de barro vuela y se me aplasta
contra las rodillas. No es la primera vez que sucede, sin mucha
confianza le advierto que tenga cuidado: es húngaro, entiende bastante
mal el alemán y no sabe una palabra de francés. Es largo, largo,
tiene gafas y una cara curiosa, pequeña y torcida; cuando se ríe
parece un niño, y se ríe con frecuencia. Trabaja demasiado, y demasiado
vigorosamente: no ha aprendido todavía nuestro arte subterráneo
de economizarlo todo, el aliento, los movimientos, hasta el pensamiento.
No sabe todavía que es mejor hacerse golpear, porque de los golpes
en general no se muere, pero sí de cansancio, y malamente, y cuando
uno se da cuenta ya es demasiado tarde. Piensa todavía... oh, no,
pobre Kraus, no es un razonamiento el suyo, es tan sólo una absurda
honestidad de empleadillo, se la ha traído aquí dentro, y ahora
le parece que es como afuera, donde trabajar es decente y lógico,
además de conveniente, porque, según dicen todos, cuanto más trabaja
uno, más gana y come.
–Regardez–moi ça! Pas si vite, idiot! –impreca Gounan desde arriba;
después se lo traduce al alemán: Langsan, du blöder Einer, langsam,
verstanden?
Kraus puede matarse de cansancio, se sabe, pero no hoy, que trabajamos
en cadena y el ritmo de nuestro trabajo es condicionado por el suyo.
Ahí está, es la sirena del Carburo, ahora se van los prisioneros
ingleses, son las cuatro y media. Después pasarán las chicas ucranianas
y entonces serán las cinco, podremos enderezar la espalda, y ahora
sólo la marcha de retorno, la llamada y el control de los piojos
nos alejarán del reposo.
Es la reunión, Antreten de todas partes; por todas partes se arrastran
los fantoches del fango, estiran, los miembros envarados, llevan
las herramientas a las barracas. Nosotros sacamos los pies del foso,
cautamente para no dejarnos pegados los zuecos, y nos vamos, bamboleantes
y chorreantes, a formar para la marcha de vuelta. Zu dreien, de
tres en fondo. He procurado ponerme junto a Alberto, hoy hemos trabajado
separados, tenemos que preguntarnos qué tal nos ha ido: pero alguien
me ha dado un manotazo en el estómago, me he quedado detrás, mira,
exactamente junto a Kraus.
Ahora partimos. El Kapo canta el paso con voz fuerte: Links, links,
links; al principio duelen los pies, poco a poco uno se calienta
y los nervios se distienden. También hoy, también este hoy, que
esta mañana parecía invencible y eterno, lo hemos perforado a través
de todos sus minutos; ahora yace concluido e inmediatamente olvidado,
ya no es un día, no ha dejado rastro en la memoria de nadie. Lo
sabemos, mañana será como hoy: quizás llueva un poco más o un poco
menos, o quizás en vez de a cavar vayamos al Carburo a descargar
ladrillos. O mañana también puede acabarse la guerra, o nos matarán
a todos nosotros, o seremos trasladados a otro campo, o se realizarán
algunas de las grandes innovaciones que, desde que el Lager es Lager,
son incansablemente pronosticadas como inminentes y seguras. Pero
¿quién podría pensar seriamente en mañana?
La memoria es un instrumento curioso: desde que estoy en el campo
me han bailado en la cabeza dos versos que ha escrito un amigo mío
hace mucho tiempo:
... hasta que un día
no tenga sentido decir mañana.
Aquí es así. ¿Sabéis cómo se dice «nunca» en la jerga del campo?
Morgen früh, mañana por la mañana.
Ahora es la hora de links, links, links und links, la hora en que
no hay que perder el paso. Kraus es torpe y ya se ha ganado un puntapié
del Kapo porque no sabe marchar alineado: y ahora empieza a gesticular
y a masticar un alemán miserable, oye, oye, quiere pedirme perdón
por la paletada de barro, todavía no ha comprendido dónde estamos,
hay que admitir que los húngaros son una gente muy singular.
Ir marcando el paso y pronunciar un discurso complicado en alemán
es demasiado, esta vez soy yo quien me doy cuenta de que lleva mal
el paso, y lo he mirado, y he visto sus ojos, detrás de las gotas
de lluvia de las gafas, y eran los ojos del hombre Kraus.
Entonces sucedió algo importante, y viene a cuento contarlo ahora,
quizás por la misma razón que fue oportuno que sucediese entonces.
Se me ocurrió hablarle largamente a Kraus: en mal alemán, pero lento
y recalcado, convenciéndome, después de cada frase, de que la había
comprendido.
Le conté que había soñado que estaba en mi casa, en la casa donde
había nacido, sentado con mi familia, con las piernas bajo la mesa,
y encima, mucha, muchísima comida. Y estábamos en verano, y en Italia:
¿en Nápoles?... pues sí, en Nápoles, no es caso de afinar. Y de
pronto, sonaba el timbre y yo me levantaba lleno de ansiedad, e
iba a abrir, ¿y qué veía? A él, el aquí presente Kraus Páli, con
pelo, limpio y gordo, y vestido de hombre libre, y con una hogaza
en la mano. Dos kilos, todavía caliente. Entonces Servus, Páli,
wie geht's? y me sentía lleno de alegría, y le decía que entrase
y le explicaba a mi familia quién era, y que venía de Budapest,
y por qué estaba tan mojado: porque estaba empapado, así, como ahora.
Y le daba de comer y de beber, y después una buena cama para dormir,
y era de noche, pero había una maravillosa tibieza gracias a la
cual en un momento estábamos todos secos (sí, porque también yo
estaba muy mojado).
Qué buen muchacho debía ser Kraus de paisano: no vivirá mucho tiempo
aquí dentro, esto se advierte a la primera mirada y se demuestra
como un teorema. Siento no saber húngaro, ahora que su emoción ha
roto los diques e irrumpe en una marea de estrambóticas palabras
magiares. No he podido entender más que mi nombre, pero de estos
gestos solemnes se deduciría que jura y augura.
Pobre tonto de Kraus. Si supiese que no es verdad, que no he soñado
nada de él, que para mí tampoco es él nada, sino durante un instante,
nada como todo es nada aquí abajo, salvo el hambre dentro, y el
frío y la lluvia alrededor.
DIE DREI LEUTE VOM LABOR
![](ayer/struthof2074_440.jpg)
¿Cuántos meses han pasado desde que entramos en el campo? ¿Cuántos
desde el día en que me dieron de alta en el Ka–Be? ¿Y desde el día
del examen de química? ¿Y desde la selección de octubre?
Alberto y yo nos hacemos a veces estas preguntas, y también otras
muchas. Éramos noventa y siete cuando entramos, nosotros, los italianos
del convoy ciento setenta y cuatro mil; sólo veintinueve hemos sobrevivido
hasta octubre, y de éstos ocho se han ido con la selección. Ahora
somos veintiuno y apenas si ha empezado el invierno. ¿Cuántos llegaremos
vivos al año nuevo? ¿Cuántos a la primavera?
Desde hace unas semanas las incursiones han cesado; la lluvia de
noviembre se ha convertido en nieve y la nieve ha cubierto las ruinas.
Los alemanes y los polacos van al trabajo con las botas de goma,
los cubreorejas de pelo y los monos puestos, los prisioneros ingleses
con sus maravillosas pellizas. En nuestro Lager no han distribuido
capotes más que a algunos privilegiados; somos un Kommando especializado
que, en teoría, no trabaja más que a cubierto: por eso nos hemos
quedado con el uniforme de verano.
Somos los químicos y por eso trabajamos con los sacos de fenilbeta.
Hemos despejado el almacén después de las primeras incursiones,
en pleno verano: la fenilbeta se nos pegaba por debajo de la ropa
a los miembros sudados y nos roía corno una lepra; la piel se nos
caía de la cara en gruesas escamas quemadas. Luego se han interrumpido
las incursiones y hemos devuelto los sacos al almacén. Después el
almacén ha sido alcanzado y hemos puesto los sacos en la cantina
de la Sección Estireno. Ahora, el almacén ha sido reparado y otra
vez hay que apilar en él los sacos. El olor agudo de la fenilbeta
impregna nuestro único traje y nos acompaña de día y de noche con
nuestra sombra. Hasta el momento, las ventajas de ser del Kommando
Químico se han reducido a éstas: los demás han recibido los capotes
y nosotros no; los demás han llevado sacos de cincuenta kilos de
cemento, y nosotros sacos de sesenta kilos de fenilbeta. ¿Cómo pensar
ahora en el examen de química y en las ilusiones de entonces? Cuatro
veces cuando menos, durante el verano, se ha hablado del laboratorio
del Doktor Pannwitz en el Bau 939 y ha corrido la voz de que seríamos
elegidos algunos de los analistas para la sección de Polimerización.
Ahora basta, ahora se acabó. Es el último acto: el invierno ha empezado,
y con él nuestra última batalla. Ya no se puede dudar de que será
la última. En cualquier momento del día en que prestemos oído a
las voces de nuestros cuerpos, en que interroguemos a nuestros miembros,
la respuesta es la misma: no nos bastarán las fuerzas. Todo, en
torno a nosotros, habla de destrucción y de fin. La mitad del Bau
939 es un amasijo de chapas retorcidas y cascotes; de las tuberías
enormes donde antes rugía el vapor sobrecalentado penden ahora hasta
el suelo carámbanos azules tan gruesos como pilastras. La Buna está
ahora silenciosa, y cuando el viento es propicio, si se tiende la
oreja, se siente un sordo y continuo temblor subterráneo, que es
el frente que se acerca. Han llegado al Lager trescientos prisioneros
del ghetto de Lodz, que los alemanes han transferido ante el avance
de los rusos: han traído hasta nosotros la noticia de la lucha legendaria
en el ghetto de Varsovia y nos han contado cómo, hace ya un año,
los alemanes han liquidado el campo de Lublín: cuatro ametralladoras
en las esquinas y las barracas incendiadas; el mundo civil nunca
lo sabrá. ¿Cuándo nos toca a nosotros?
Como de costumbre, esta mañana el Kapo ha distribuido las cuadrillas.
Los diez del Cloromagnesio, al Cloromagnesio: y éstos parten, arrastrando
los pies, lo más lentamente posible, porque el Cloromagnesio es
un trabajo durísimo: se está todo el día hasta los tobillos en el
agua salobre y helada que ablanda los zapatos, la ropa y la piel.
El Kapo coge un ladrillo y se lo tira al grupo: se esquivan malamente
pero no avivan el paso. Esta es casi una costumbre, pasa todas las
mañanas y no siempre supone en el Kapo un propósito de hacer daño.
Los cuatro del Scheisshaus, a su trabajo: y parten los cuatro agregados
a la construcción de las nuevas letrinas. Es preciso saber que,
desde que con la llegada de los convoyes de Lodz y de Transilvania,
habíamos superado el número de cincuenta mil Häftlinge, el misterioso
burócrata alemán que se ocupa de estos asuntos nos ha autorizado
la erección de un Zweiplatziges Kommandoscheisshaus, es decir, de
un retrete de dos asientos reservado a nuestro Kommando. Nosotros
no somos insensibles a este signo de distinción que hace del nuestro
uno de los pocos comandos a los que uno puede jactarse de pertenecer:
pero es evidente que viene así a faltar el más sencillo de los pretextos
para ausentarse del trabajo y para trabar relaciones con los civiles.
Noblesse oblige, dice Henri, que tiene otras cuerdas en su arco.
Los doce de los ladrillos. Los cinco de Meister Dahm. Los dos de
las cisternas. ¿Cuántos ausentes? Tres ausentes. Homolka, ingresado
esta mañana en el Ka–Be; Fabbro, muerto ayer; François, trasladado
quién sabe adónde ni por qué. La cuenta cuadra; el Kapo toma nota
y está satisfecho. No quedamos ya más que los dieciocho de la fenilbeta,
además de los prominentes del Kommando. Y he aquí lo imprevisible.
El Kapo dice:
–El Doktor Pannwitz ha comunicado al Arbeitsdienst que tres Häftlinge
han sido escogidos para el laboratorio. 169509, Brackier; 175633,
Kandel; 174517, Levi.
Durante un instante me zumban los oídos y la Buna da vueltas a mi
alrededor. Somos tres Levi en el Kommando 98, pero Hundert Vierunsiebzig
Fünf Hundert Siebzehn sólo yo, no cabe duda. Soy uno de los tres
elegidos.
El Kapo nos escudriña con una risa enconada. Un belga, un rumano
y un italiano: tres Franzosen, en resumen. ¿Es posible que tuviesen
que ser tres Franzosen los elegidos para el paraíso del laboratorio?
Muchos compañeros se alegran; el primero de todos Alberto, con verdadera
alegría, sin sombra de envidia. Alberto no encuentra nada de qué
burlarse en cuanto a la suerte que me ha tocado, y está por el contrario
muy contento, ya sea por amistad, ya sea porque también le supondrá
algunas ventajas pues los dos estamos unidos por un estrechísimo
pacto de alianza, por lo que cada bocado «organizado» es dividido
en dos partes rigurosamente iguales. No tiene por qué envidiarme,
puesto que entrar en el Laboratorio no era una de sus esperanzas,
ni siquiera uno de sus deseos. La sangre de sus venas es demasiado
libre para que Alberto, mi viejo amigo no domado, piense en arrellanarse
en una colocación; su instinto lo conduce a otra parte, hacia otras
soluciones, hacia lo imprevisto, lo extemporáneo, lo nuevo. A un
buen empleo, Alberto prefiere sin dudar las incertidumbres y las
batallas de la «profesión liberal».
Tengo en el bolsillo un boleto del Arbeitsdienst, donde está escrito
que el Häftling 174517, como obrero especializado tiene derecho
a camisa y calzoncillos nuevos y debe ser afeitado los miércoles.
La Buna destruida yace bajo la primera nieve, silenciosa y rígida
como un desmesurado cadáver; todos los días aúllan las sirenas del
Fliegeralarm; los rusos están a ochenta kilómetros. La central eléctrica
está parada, las columnas del Metanol ya no existen, tres de cuatro
gasómetros de acetileno han volado. A nuestro Lager afluyen todos
los días a granel prisioneros «recuperados»» de todos los campos
de la Polonia oriental; los menos van al trabajo, los más continúan
hacia Birkenau y hacia el Horno. La ración ha vuelto a ser disminuida.
El Ka–Be rebosa, los E–Häftlinge han traído al campo la escarlatina,
la difteria y el tifus exantemático.
Pero el Häftling 174517 ha sido nombrado especialista y tiene derecho
a camisa y calzoncillos nuevos y debe ser afeitado los miércoles.
Nadie puede jactarse de comprender a los alemanes.
Hemos entrado en el laboratorio tímidamente, recelosos y desorientados
como tres bestias salvajes que se adentrasen en una gran ciudad.
¡Qué liso y que limpio está el pavimento! Éste es un laboratorio
sorprendentemente parecido a cualquier otro laboratorio. Tres largos
pupitres de trabajo llenos de centenares de objetos familiares.
La cristalería secándose en un rincón, la balanza analítica, una
estufa Heraeus, un termostato Höppler. El olor me hace sobresaltar
como un latigazo: el débil olor aromático de los laboratorios de
química orgánica. Durante un instante, evocada con violencia brutal
y en seguida desvanecida, la gran sala semioscura de la universidad,
el cuarto curso, el aire suave de mayo en Italia.
Herr Stawinoga nos asigna los puestos de trabajo. Stawinoga es un
alemán–polaco todavía joven, de cara enérgica pero al mismo tiempo
triste y cansada. También es Doktor: no en química, pero (ne pas
chercher á comprendre) en glotología; sin embargo, es el jefe del
laboratorio. Con nosotros, no habla de buena gana, pero no parece
mal dispuesto. Nos llama «Monsieur», lo que resulta ridículo y desconcertante.
En el laboratorio la temperatura es maravillosa: el termómetro marca
24°C. Pensamos que también podemos ponernos a lavar la cristalería,
o a barrer el suelo, o a transportar las bombonas de hidrógeno,
cualquier cosa con tal de quedarnos aquí dentro, y el problema del
invierno estará resuelto para nosotros. Y además, pensándolo bien,
tampoco el problema del hambre debería ser difícil de resolver.
¿Van a registrarnos todos los días a la salida? ¿O aunque así fuese,
cada vez que pidamos permiso para ir a la letrina? Evidentemente,
no. Y aquí hay jabón, hay bencina, hay alcohol. Me haré un bolsillo
secreto por dentro de la chaqueta, me pondré en combinación con
el inglés que trabaja en la oficina y comercia en bencina. Veremos
cuán severa va a ser la vigilancia: pero ya llevo un año de Lager
y sé que si uno quiere robar, y si se dedica a ello con seriedad,
no hay vigilancia ni registros que puedan impedírselo.
Por lo que parece, pues, la suerte, llegada por caminos insospechados,
ha hecho que nosotros tres, objeto de envidia para diez mil condenados,
no tengamos este invierno ni frío ni hambre. Esto significa grandes
posibilidades de no enfermar de gravedad, de salvarse de la congelación,
de superar las selecciones. En estas condiciones, personas menos
expertas que nosotros en las cosas del Lager también podrían ser
tentadas por la esperanza de sobrevivir y por el pensamiento de
la libertad. Nosotros no, nosotros sabemos cómo funcionan estas
cosas; todo esto es un regalo del destino, que como tal es gozado
lo más intensamente posible, y de prisa: pero del mañana no hay
certeza. Al primer tubo que rompa, al primer error de medida, a
la primera distracción, volveré a consumirme en la nieve y el viento,
hasta que yo también esté maduro para el Horno. Y además, ¿quién
puede saber lo que ocurrirá cuando vengan los rusos?
Porque los rusos vendrán. El suelo tiembla noche y día bajo nuestros
pies; en el vacío silencio de la Buna el fragor sumergido y sordo
de la artillería resuena ahora ininterrumpidamente. Se respira un
aire tenso, un aire de resolución. Los polacos no trabajan ya, los
franceses andan de nuevo con la cabeza alta. Los ingleses se guiñan
el ojo y se saludan á escondidas con la V del índice y del corazón;
y no siempre a escondidas.
Pero los alemanes son sordos y ciegos, encerrados en una coraza
de obstinación y de deliberada ignorancia. Una vez más han fijado
la fecha del principio de la producción de goma sintética: será
el 1 de febrero de 1945. Construyen refugios y trincheras, reparan
los daños, construyen, combaten, mandan, organizan y matan. ¿Qué
otra cosa podrían hacer? Son alemanes: este comportamiento suyo
no es meditado y deliberado, sino que procede de su naturaleza y
del destino que han elegido. No podrían hacer otra cosa: si se hiere
el cuerpo de un agonizante la herida empieza a cicatrizar, aunque
todo el cuerpo vaya a morirse al día siguiente.
Ahora, todas las mañanas al separar las cuadrillas, el Kapo nos
llama, antes que a todos los demás, a nosotros tres, los del Laboratorio,
die drei Lente vom Labor. En el campo, por la noche y por la mañana
nada me distingue del rebaño, pero durante el día, durante el trabajo,
estoy a cubierto y caliente y nadie me pega; robo y vendo jabón
y bencina, sin riesgos serios, y quizás consiga un bono para unos
zapatos de cuero. Además ¿se puede llamar trabajo al mío? Trabajar
es empujar vagones, llevar vigas, picar piedras, palear tierra,
apretar con las manos desnudas el escalofrío del hierro helado.
Yo, en cambio, estoy sentado todo el día, tengo un cuaderno y un
lápiz, y hasta me han dado un libro para que me refresque la memoria
sobre los métodos analíticos. Hay un cajón donde puedo poner la
gorra y los guantes, y cuando quiera salir basta con que avise a
Herr Stawinoga, el cual nunca dice que no y, si tardo, no hace preguntas;
tiene el aspecto de sufrir en su carne por la ruina que lo rodea.
Los compañeros del Kommando me envidian, y tienen razón, ¿quizás
no debería declararme contento? Pero apenas me sustraigo por la
mañana a la rabia del viento y traspaso el umbral del laboratorio,
he aquí a mi lado la compañía de todos los momentos de tregua, del
Ka–Be y de los domingos de descanso: el dolor del recuerdo, la vieja
y feroz desazón de sentirme hombre, que me asalta como un perro
en el instante en que la conciencia emerge de la oscuridad. Entonces
cojo el lápiz y el cuaderno y escribo aquello que no sabría decirle
a nadie.
Y después, las mujeres. ¿Desde hace cuántos meses no veía una mujer?
No era raro encontrarse por la Buna con las obreras ucranianas y
polacas, en pantalones y chaqueta de cuero, macizas y violentas
como sus hombres. Estaban sudadas y despeinadas en verano, embutidas
en ropa gruesa en invierno; trabajaban con pico y pala y no se las
sentía al lado como mujeres.
Aquí es diferente. Frente a las chicas del laboratorio nosotros
tres nos sentimos abismados en la vergüenza y el embarazo. No sabemos
qué aspecto tenemos: nos vemos el uno al otro, y a veces nos reflejamos
en un cristal terso. Somos ridículos y repugnantes. Nuestro cráneo
está calvo el lunes y cubierto por una corta pelusa oscura el sábado.
Tenemos la cara hinchada y amarilla permanentemente marcada por
las cortaduras del barbero apresurado, y frecuentemente por cardenales
y llagas entumecidas; tenemos el cuello largo y nudoso como pollos
desplumados. Nuestra ropa está increíblemente sucia, manchada de
barro, sangre y pringue; los pantalones de Kandel le llegan a mitad
de las pantorrillas y dejan ver los tobillos huesudos y peludos;
mi chaqueta me cuelga de los hombros como de un perchero de madera.
Estamos llenos de pulgas, y nos rascamos a menudo desvergonzadamente;
estamos obligados a pedir permiso para ir a las letrinas con humillante
frecuencia. Nuestros zuecos de madera son insoportablemente ruidosos
y llenos de capas superpuestas de barro y de grasa reglamentaria.
Y luego, a nuestro olor nosotros estamos acostumbrados pero las
chicas no, y no desperdician ocasión de manifestárnoslo. No es el
olor genérico del mal lavado, sino el olor a Häftling, suave y dulzón,
que se nos ha agarrado a nuestra llegada al Lager y se exhala tenaz
de los dormitorios, de las cocinas, de los lavaderos y de los retretes
del Lager. Se lo adquiere en seguida y no se lo pierde nunca: «¿tan
joven y ya hiedes?», así se suele acoger entre nosotros a los recién
llegados.
A nosotros, estas muchachas nos parecen criaturas ultraterrenales.
Son tres jóvenes alemanas, y Fräulein Liczba, polaca, que es la
guarda del almacén, y Frau Mayer, que es la secretaria. Tienen la
piel suave y rosada, bonitos vestidos de colores, limpios y calientes,
los cabellos rubios, largos y bien peinados; hablan con mucha gracia
y compostura y en lugar de tener el laboratorio ordenado y limpio,
como deberían, fuman en los rincones, comen a ojos vistas rebanadas
de pan con mermelada, se liman las uñas, rompen muchos tubos de
ensayo y después tratan de echarnos la culpa a nosotros; cuando
barren, nos barren los pies. No hablan con nosotros, y arrugan la
nariz cuando nos ven arrastrarnos por el laboratorio, escuálidos
y sucios, inadaptados y tambaleantes en los zuecos. Una vez le he
pedido una información a Fräulein Liczba y no me ha contestado,
sino que se ha vuelto rápidamente a Stawinoga con cara de fastidio
y le ha hablado rápidamente. No he entendido la frase; pero «Stinkjude»
lo he entendido claramente, y se me han encogido las tripas. Stawinoga
me ha dicho que, para todas las cuestiones de trabajo, nos debemos
dirigir a él directamente.
Estás chicas cantan, como cantan todas las chicas de todos los laboratorios
del mundo, y esto nos hace profundamente desgraciados. Conversan
entre sí, hablan del racionamiento, de sus novios, de sus casas,
de las próximas fiestas...
–¿Vas el domingo a casa? Yo no: ¡es tan incómodo viajar!
–Yo iré en Navidad. Sólo dos semanas, y ya será Navidad: no parece
verdad, ¡este año se ha pasado tan pronto!
... Este año se ha pasado pronto. El año pasado a esta hora yo era
un hombre libre: fuera de la ley pero libre, tenía un nombre y una
familia, tenía una mente ávida e inquieta y un cuerpo ágil y sano.
Pensaba en muchas cosas lejanísimas: en mi trabajo, en el final
de la guerra, en el bien y en el mal, en Ia naturaleza de las cosas
y en las leyes que gobiernan la conducta humana; y además en las
montañas, en cantar, en el amor, en la música, en la poesía. Tenía
una enorme, arraigada, estúpida fe en la benevolencia del destino,
y matar y morir me parecían cosas extrañas y literarias. Mis días
eran alegres y tristes, pero todos los añoraba, todos eran densos
y positivos; el porvenir estaba delante de mí como un gran tesoro.
De mi vida de entonces no me queda hoy más que lo necesario para
sufrir el hambre y el frío; no estoy ya lo suficientemente vivo
para poder suprimirme.
Si hablase alemán mejor, podría tratar de explicarle todo esto a
Frau Mayer; pero seguro que no lo entendería, o si fuese tan inteligente
o tan buena como para entender, no podría soportar estar junto a
mí, y huiría como se huye al contacto de un enfermo incurable o
de un condenado a muerte.
O quizás me regalaría un bono de medio litro de potaje civil.
Este año se ha pasado pronto.
EL ÚLTIMO
Ya está cerca la Navidad. Alberto y yo caminamos hombro con hombro
en la larga fila gris echados hacia delante para aguantar mejor
el viento. Es de noche y nieva; no es fácil tenerse en pie, y más
difícil todavía es guardar el paso y la formación: de vez en cuando,
uno de los que van delante tropieza y rueda por el barro negro,
hay que estar atento para evitarlo y para recobrar nuestro puesto
en la fila.
Desde que estoy en el Laboratorio Alberto y yo trabajamos separados
y, en la marcha de regreso, tenemos siempre muchas cosas que contarnos.
Por lo general no se trata de cosas muy elevadas: del trabajo, de
los compañeros, del pan, del frío; pero desde hace una semana hay
algo nuevo: Lorenzo nos trae todas las tardes tres o cuatro litros
de potaje de los trabajadores civiles italianos. Para resolver el
problema del transporte hemos debido procurarnos lo que se llama
una menaschka, es decir, una escudilla fuera de serie de chapa de
cinc, más parecida a un cubo que a una escudilla. Silberlust, el
hojalatero, nos la ha hecho con dos trozos de canalón a cambio de
tres raciones de pan: es un espléndido recipiente, sólido y capaz,
con el característico aspecto de un utensilio del neolítico.
En todo el campo sólo algún griego posee una menaschka más grande
que la nuestra. Esto, además de las ventajas materiales, ha acarreado
una sensible mejora de nuestra condición social. Una menaschka como
la nuestra es un título de nobleza, es un blasón heráldico: Henri
se está haciendo amigo nuestro y habla con nosotros de igual a igual;
L. ha adoptado un tono paternal y condescendiente; en cuanto a Elías,
está constantemente encima de nosotros, y mientras por una parte
nos espía con tenacidad para descubrir el secreto de nuestra organisacja,
por la otra nos abruma con incomprensibles declaraciones de solidaridad
y de afecto y nos atruena con una letanía de portentosas obscenidades
y blasfemias italianas y francesas que ha aprendido quién sabe dónde
y con las que se ve claramente que cree honrarnos.
En cuanto al aspecto moral del nuevo estado de cosas, Alberto y
yo hemos debido convenir en que no hay de qué estar orgullosos;
¡pero es tan fácil hallar justificaciones! Por otra parte, el mismo
hecho de tener cosas nuevas de las que hablar, no es una ventaja
despreciable.
Hablamos de nuestro proyecto de comprarnos una segunda menaschka
para alternarla con la primera, de modo que nos baste con una sola
expedición al día al rincón remoto del taller donde trabaja ahora
Lorenzo. Hablamos de Lorenzo y de la manera de pagarle; después,
si volvemos, sí, claro es que haremos cuanto podamos por él; pero
¿de qué sirve hablar ahora de esto? Tanto él como nosotros sabemos
muy bien que es difícil que volvamos. Habría que hacer algo ya;
podríamos probar a hacer que le arreglasen los zapatos en la zapatería
de nuestro Lager, donde las reparaciones son gratuitas (parece una
paradoja, pero, oficialmente, en los campos de aniquilación todo
es gratuito). Alberto lo intentará: es amigo del zapatero jefe,
quizás baste un litro de potaje.
Hablamos de tres novísimas empresas nuestras, y estamos de acuerdo
en deplorar que evidentes razones de secreto profesional desaconsejen
ponerlas en circulación: qué lástima, nuestro prestigio personal
ganaría mucho.
De la primera, la paternidad es mía. He sabido que el Blockältester
del 44 anda escaso de escobas, y he robado una en el taller: y hasta
aquí, nada hay de extraordinario. La dificultad era la de contrabandear
la escoba en el Lager durante la marcha de vuelta, y la he resuelto
de una manera que me parece inédita, desmembrando el cuerpo del
delito en barredera y mango, cortando este último en dos piezas,
llevando al campo los diferentes artículos por separado (los dos
tacones de mango atados a los muslos, debajo de los pantalones)
y reconstruyendo el utensilio en el Lager, para lo que he tenido
que encontrar un trozo de chapa, martillo y clavos para soldar los
dos palos. El trabajo sólo ha requerido cuatro días.
Contrariamente a cuanto me temía, el comprador no ha devaluado mi
escoba, sino que se la ha enseñado como una curiosidad a varios
de sus amigos, los cuales me han encargado otras dos escobas «del
mismo modelo».
Pero Alberto tiene algo muy distinto en preparación. En primer lugar,
ha puesto a punto la «operación lima», y la ha realizado ya con
éxito un par de veces. Alberto se presenta en el almacén de herramientas,
pide una lima y la escoge más bien grande. El almacenero escribe
«una lima» junto a su número de matrícula, y Alberto se va. Se va
derecho a un civil de confianza (un triestino que es todo un señor
truhán, que sabe más que el diablo y ayuda a Alberto más por amor
al arte que por interés o filantropía), el cual no tiene dificultad
en cambiar en el mercado libre la lima grande por dos pequeñas de
valor igual o menor. Alberto devuelve «una lima» al almacén y vende
la otra.
Y, en fin, ha coronado en estos días su obra maestra, una combinación
audaz, nueva y de singular elegancia. Es preciso saber que desde
hace unas semanas a Alberto le ha sido confiada una misión especial:
por la mañana, en el taller, le es entregado un cubo con pinzas,
destornilladores y unos cientos de tarjetas de celuloide de distintos
colores, las cuales debe montar mediante pinzas a propósito para
distinguir las numerosas y largas tuberías de agua fría y caliente,
vapor, aire comprimido, gas, nafta, vacío, etcétera, que recorren
en todos los sentidos la Sección de Polimerización. También hay
que saber (y parece que no tiene nada que ver, pero ¿no consiste
quizás el ingenio en encontrar o crear relaciones entre órdenes
de ideas aparentemente extrañas?) que para todos nosotros, los Häftlinge,
la ducha es un asunto bastante desagradable por muchas razones (el
agua es escasa y fría, o está hirviendo, no hay vestuario, no tenemos
toallas, no tenemos jabón, y durante la forzada ausencia es fácil
ser robado). Como la ducha es obligatoria, los Blockältester necesitan
de un sistema de control que permita aplicar sanciones a quien se
sustrae: por lo común, uno de confianza del Blockältester se instala
junto a la puerta y toca, como Polifemo, a quien sale para ver si
está mojado; quien lo está, recibe una contraseña, el que está seco
recibe cinco vergajazos. Sólo mediante la presentación de la contraseña
se puede obtener el pan a la mañana siguiente.
La atención de Alberto se ha dirigido a las contraseñas. Por lo
general, no son otra cosa que míseros pedazos de papel, que se devuelven
húmedos, despedazados e irreconocibles. Alberto conoce a los alemanes,
y los Blockältester son todos alemanes o de escuela alemana: les
gusta el orden, el sistema, la burocracia; además, aunque son groseros,
sueltos de mano e iracundos, tienen un amor infantil por los objetos
relucientes y variopintos.
Así expuesto el tema, he aquí su brillante desarrollo. Alberto ha
sustraído sistemáticamente una serie de tarjetitas del mismo color;
de cada una ha recortado tres fichas redondas (el instrumento necesario,
un sacabocados, lo he «organizado» yo en el laboratorio): cuando
ha tenido listas doscientas fichas, suficientes para un Block, se
ha presentado al Blockältester y le ha ofrecido la Spezialität por
la disparatada cantidad de diez raciones de pan en consignación
gradual. El cliente ha aceptado con entusiasmo, y ahora dispone
Alberto de un portentoso artículo de moda que ofrecer con garantía
de éxito en todas las barracas, un color por barraca (ningún Blockältester
querrá pasar por tacaño o misoneísta) y, lo que es más importante,
no tiene que temer a la competencia porque sólo él tiene acceso
a la materia prima. ¿No está bien estudiado?
De estas cosas hablamos, tropezando de un charco a otro, entre la
negrura del cielo y el fango del camino. Hablamos y caminamos. Yo
llevo las dos escudillas vacías, Alberto el peso de la menaschka
agradablemente llena. Una vez más la música de la banda, la ceremonia
del Mützen ab, fuera las gorras, de golpe, ante la SS; una vez más
Arbeit Macht Frei y el anuncio del Kapo: Kommando 98, zwei und sechzig
Häftlinge, Stürke stimmt (sesenta y dos prisioneros, la cuenta cuadra).
Pero la columna se ha roto, nos hacen marchar hasta la plaza de
la Lista. ¿Pasarán lista? No la pasan. Hemos visto la luz cruda
del faro, y el perfil bien conocido de la horca.
Durante más de una hora las escuadras han estado llegando, con el
pataleo duro de las suelas de madera sobre la nieve helada. Una
vez que todos los Kommandos han vuelto, la banda se ha parado de
golpe, y una ronca voz alemana ha impuesto silencio. De la improvisada
quietud se ha levantado otra voz alemana, y en el aire oscuro y
enemigo ha hablado durante mucho tiempo coléricamente. En fin, el
condenado ha sido metido en el haz de luz del faro.
Todo este aparato, y este encarnizado ceremonial, no son nuevos
para nosotros. Desde que estoy en el campo he tenido que asistir
a trece ahorcamientos públicos; pero las otras veces se trataba
de delitos comunes, hurtos en la cocina, sabotajes, tentativas de
fuga. Hoy se trata de otra cosa.
El mes pasado, uno de los crematorios de Birkenau ha sido hecho
saltar por los aires. Ninguno de nosotros sabe (y tal vez no lo
sepa nunca) cómo ha sido exactamente realizada la empresa: se habla
del Sonderkommando del Kommando Especial adscrito a las cámaras
de gas y a los hornos, el cual viene siendo periódicamente exterminado,
y que es mantenido escrupulosamente segregado del resto del campo.
Lo que es cierto es que en Birkenau un centenar de hombres, de esclavos
inermes y débiles como nosotros, han sacado de sí mismos la fuerza
necesaria para actuar, para madurar los frutos de su odio.
El hombre que va a morir hoy entre nosotros ha tomado parte de algún
modo en la revuelta. Se dice que mantenía relaciones con los insurrectos
de Birkenau, que ha llevado armas de nuestro campo, que estaba tramando
un amotinamiento simultáneo también entre nosotros. Morirá hoy bajo
nuestras miradas: y quizás los alemanes no comprendan que la muerte
solitaria, la muerte de hombre que le ha sido reservada, le servirá
de gloria y no de infamia.
Cuando terminó el discurso del alemán, que nadie pudo entender,
de nuevo se elevó la primera voz ronca: Habt ihr verstanden? (¿Lo
habéis entendido?)
¿Quién respondió, Jawohl? Todos y ninguno: fue como si nuestra maldita
resignación tomase cuerpo de por sí, se hiciese voz colectivamente
por encima de nuestras cabezas. Pero todos oyeron el grito del moribundo,
éste traspasó las gruesas y antiguas barreras de inercia y de sumisión,
golpeó el centro vivo del hombre en cada uno de nosotros:
–Kamaraden, ich bin der Letze! (i Compañeros, yo soy el último!)
Me gustaría poder contar que entre nosotros, rebaño abyecto, se
hubiese levantado una voz, un murmullo, un signo de asentimiento.
Pero no sucedió nada. Hemos continuado en pie, encorvados y grises,
con la cabeza inclinada, y no nos hemos descubierto la cabeza más
que cuando el alemán nos lo ha ordenado. El escotillón se ha abierto,
el cuerpo se ha deslizado atrozmente; la banda ha vuelto a tocar,
y nosotros, de nuevo formados en columna, hemos desfilado ante los
últimos temblores del moribundo.
Al pie de la horca, los SS nos veían pasar con miradas indiferentes:
su obra estaba realizada y bien realizada. Los rusos pueden venir
ya: ya no quedan hombres fuertes entre nosotros, el último pende
ahora sobre nuestras cabezas, y para los demás, pocos cabestros
han bastado. Pueden venir los rusos: no nos encontrarán más que
a los domados, a nosotros los acabados, dignos ahora de la muerte
inerme que nos espera.
Destruir al hombre es difícil, casi tanto corno crearlo: no ha sido
fácil, no ha sido breve, pero lo habéis conseguido, alemanes. Henos
aquí dóciles bajo vuestras miradas: de nuestra parte nada tenéis
que temer: ni actos de rebeldía, ni palabras de desafío, ni siquiera
una mirada que juzgue.
Alberto y yo hemos vuelto a la barraca y no hemos podido mirarnos
a la cara. Aquel hombre debía de ser duro, debía de ser de un metal
distinto del nuestro, si esta condición por la que nosotros hemos
sido destrozados no ha podido plegarlo.
Porque también nosotros estamos destrozados, vencidos: aunque hayamos
sabido adaptarnos, aunque hayamos, al fin, aprendido a encontrar
nuestra comida y a resistir el cansancio y el frío, aunque regresemos.
Hemos puesto la menaschka en la litera, hemos hecho el reparto,
hemos satisfecho la rabia cotidiana del hambre, y ahora nos oprime
la vergüenza.
HISTORIA DE DIEZ DÍAS
Desde hacía ya muchos meses se sentía a intervalos el retumbar de
los cañones rusos cuando, el 11 de enero de 1945, enfermé de escarlatina
y fui de nuevo hospitalizado en el Ka–Be. InfektionsabteiIurng:
es decir, en un cuartito, a decir verdad bastante limpio, con diez
literas en dos pisos; un armario; tres banquetas y la silleta con
el cubo para las necesidades corporales. Todo en tres metros por
cinco.
A las literas de arriba era desagradable subir, pues no había escalera;
por eso, cuando un enfermo se agravaba era transferido a las literas
de abajo.
Cuando yo entré fui el decimotercero: de los otros doce, cuatro
tenían escarlatina, dos franceses «políticos» y dos muchachos judíos
húngaros; había tres con difteria, dos con tifus y uno con una repugnante
erisipela facial. Los otros dos padecían de más de una enfermedad
y estaban increíblemente echados a perder.
Yo tenía mucha fiebre. "Tuve la suerte de tener una litera entera
para mí; me acosté con sensación de alivio, sabía que tenía derecho
a cuarenta días de aislamiento y, en consecuencia, de reposo, y
me consideraba lo bastante bien conservado para no temer las consecuencias
de la escarlatina, por una parte, ni las selecciones, por otra.
Gracias a mi ya larga experiencia de las cosas del campo, había
conseguido llevarme mis pertenencias personales; un cinto de cables
eléctricos trenzados; la cuchara–cuchillo; una aguja con tres hebras
de hilo; cinco botones y, en fin, dieciocho piedras de eslabón que
había robado en el Laboratorio. De cada una podían sacarse, afinándola
pacientemente con el cuchillo, tres piedrecitas más pequeñas del
tamaño adecuado para un encendedor normal de cigarrillos. Habían
sido tasadas en seis o siete raciones de pan.
Pasé cuatro días tranquilos. Afuera nevaba y hacía mucho frío, pero
la barraca estaba caliente. Recibía grandes dosis de sulfamidas,
sufría unas náuseas muy fuertes y me costaba trabajo comer; no tenía
ganas de trabar conversación.
Los dos franceses con escarlatina eran simpáticos. Eran dos provincianos
de los Vosgos, ingresados en el campo pocos días antes con una gran
expedición de civiles rastreados por los alemanes que se retiraban
de la Lorena. El mayor, su compañero de litera, se llamaba Charles,
era maestro de escuela y tenía treinta y dos años; en lugar de camisa,
le había tocado una camiseta de verano cómicamente corta.
El quinto día vino el barbero. Era un griego de Salónica; sólo hablaba
el bonito español de su gente, pero entendía algunas palabras de
todas las lenguas que se hablaban en el campo. Se llamaba Askenazi
y estaba en el campo desde hacía casi tres años; no se cómo había
podido conseguir el cargo de Frisör del Ka–Be: no hablaba alemán
ni polaco y no era demasiado brutal. Antes de que entrase, le había
oído hablar con excitación en el pasillo durante un buen rato con
el médico, que era compatriota suyo. Me pareció que tenía una expresión
insólita, pero como la mímica de los levantinos no se corresponde
con la nuestra, no comprendía si estaba asustado, contento o emocionado.
Me conocía, o por lo menos sabía que yo era italiano.
Cuando llegó mi turno me bajé trabajosamente de la litera. Le pregunté
en italiano si había algo de nuevo: interrumpió el afeitado, guiñó
los ojos de manera solemne y alusiva, apuntó a la ventana con la
barbilla, después hizo con la mano un gesto amplio hacia poniente:
–Morgen, alle Kamarad weg,
Me miró un momento con los ojos muy abiertos, como a la espera de
mi estupor, y añadió:
–Todos todos –y reanudó su trabajo. Sabía lo de mis piedrecitas,
por eso me afeitó con cierta delicadeza.
La noticia no provocó en mí ninguna emoción directa. Desde hacía
muchos meses ya no conocía el dolor, la alegría, el temor, sino
de ese modo despegado y lejano que es característico del Lager y
que se podría llamar condicional: si tuviese ahora –pensaba– mi
sensibilidad de antes, éste sería un momento en extremo emocionante.
Tenía las ideas perfectamente claras; desde hacía mucho tiempo Alberto
y yo habíamos previsto los peligros que acompañarían al momento
de la evacuación del campo y de la liberación. Además, la noticia
dada por Askenazi no era más que la confirmación de un rumor que
circulaba desde hacía varios días: que los rusos estaban en Czenstochowa,
a cien kilómetros al norte; que estaban en Zakopane, a cien kilómetros
al sur; que, en la Buna, los alemanes preparaban ya las minas de
sabotaje.
Miré uno por uno a los rostros de mis compañeros de habitación:
estaba claro que no se me ocurría hablar con ninguno de ellos. Me
habrían contestado: «¿Y qué?». Y todo habría terminado allí. Los
franceses eran diferentes, todavía estaban frescos.
–¿Sabéis? –les dije–: Mañana se evacua el campo.
Me agobiaron a preguntas:
–¿Hacia dónde? ¿A pie?, ¿... y también los enfermos?, ¿los que no
pueden andar?
Sabían que era un prisionero veterano y que entendía el alemán:
deducían de ello que también sabía sobre el asunto mucho más de
lo que quería admitir.
No sabía nada más: lo dije, pero ellos siguieron preguntando. Qué
fastidio. Pero, claro, estaban en el Lager desde hacía unas semanas,
todavía no habían aprendido que en el Lager no se hacen preguntas.
Por la tarde vino el médico griego. Dijo que, también de entre los
enfermos, todos los que podían andar serían provistos de zapatos
y de ropa y saldrían al día siguiente, con los sanos, para una marcha
de veinte kilómetros. Los otros se quedarían en el Ka–Be, con personal
de asistencia escogido entre los enfermos menos graves.
El médico estaba insólitamente alegre, parecía borracho. Lo conocía,
era un hombre culto, inteligente, egoísta y calculador. Dijo también
que todos sin distinción recibirían triple ración de pan, de lo
que los enfermos se alegraron visiblemente. Le hicimos algunas preguntas
sobre lo que iba a ser de nosotros. Contestó que probablemente los
alemanes nos abandonarían a nuestro destino: no, no creía que nos
matasen. No ponía mucho empeño en ocultar que pensaba lo contrario,
su misma alegría era significativa.
Ya estaba equipado para la marcha; apenas hubo salido los dos muchachos
húngaros empezaron a hablar excitados entre sí. Se encontraban en
convalecencia avanzada, pero muy desmejorados. Se entendía que tenían
miedo de quedarse con los enfermos, deliberaban sobre la posibilidad
de partir con los sanos. No se trataba de un razonamiento: es probable
que también yo, si no me hubiese sentido tan débil, hubiese seguido
el instinto del rebaño; el terror es muy contagioso y el individuo
aterrorizado, en lo primero que piensa es en la fuga.
Fuera de la barraca se oía el campo en insólita agitación. Uno de
los dos húngaros se levantó, salió y volvió al cabo de media hora
cargado de trapos asquerosos. Debía de haberlos robado en el almacén
de los efectos destinados a la desinfección. Su compañero y él se
vistieron febrilmente, endosándose un trapo encima de otro. Se veía
que tenían prisa por ver el hecho consumado antes de que el mismo
miedo los hiciese retroceder. Era insensato pensar aunque sólo fuera
en una hora de camino, tan débiles como estaban, y además por la
nieve, y con aquellos zapatos rotos encontrados en el último momento.Traté
de explicárselo, pero me miraron sin responder. Tenían ojos de bestias
asustadas.
Sólo durante un momento se me pasó por la cabeza que también podían
tener razón. Salieron con dificultad por la ventana, los vi, mamarrachos
informes, tambalearse fuera, en la noche. No han vuelto; he sabido
mucho después que, no pudiendo continuar, fueron abatidos por los
SS pocas horas después de haber empezado la marcha.
También yo necesitaba un par de zapatos: estaba claro. Pero necesité
una hora para vencer las náuseas, la fiebre y la inercia. Encontré
un par en el pasillo (los sanos habían saqueado el depósito de los
zapatos de los hospitalizados y habían cogido los mejores: los más
deteriorados, agujereados y desparejados andaban por todos los rincones).
Allí mismo me encontré con Kosman, un alsaciano. De civil, era corresponsal
de la Reuter en Clermont–Ferrand: también estaba excitado y eufórico.
Dijo:
–Si por casualidad vuelves antes que yo, escríbele al alcalde de
Metz que estoy a punto de volver.
Se sabía que Kosman tenía conocidos entre los prominentes, por eso
su optimismo me pareció un buen indicio y lo utilicé para justificar
mi inercia ante mí mismo. Escondí los zapatos y me volví a la cama.
Bien entrada la noche vino otra vez el médico griego, con un saco
a la espalda y un pasamontañas. Echó en mi litera una novela francesa:
–Ten, lee, italiano. Me la devolverás cuando volvamos a vernos.
Todavía lo odio por esta frase. Sabía que nosotros estábamos condenados.
Y vino al fin Alberto, desafiando la prohibición, a decirme adiós
por la ventana. Era mi inseparable: nosotros éramos «los dos italianos»
y las más de las veces los compañeros extranjeros confundían nuestros
nombres. Desde hacía seis meses compartíamos la litera y cada gramo
de comida «organizada» extrarración; pero él había tenido escarlatina
de pequeño y yo no había podido contagiarlo. Por eso, él partió
y yo me quedé. Nos despedimos, no hacían falta muchas palabras,
ya nos lo habíamos dicho todo infinitas veces. No creíamos que estaríamos
separados durante mucho tiempo. Había encontrado unos zapatos gruesos
de piel en discreto estado de conservación: era uno de los que encuentran
en seguida todo lo que necesitan.
También él estaba alegre y confiado, como todos los que se iban.
Era comprensible: estaba a punto de suceder algo grande y nuevo:
se sentía por fin alrededor una fuerza que no era la de Alemania,
se sentía materialmente derrumbarse todo nuestro maldito mundo.
O por lo menos, esto era lo que sentían los sanos que por muy cansados
y hambrientos que estuviesen, tenían la posibilidad de moverse;
pero es indiscutible que quien está demasiado débil, o desnudo,
o descalzo, piensa y siente de otra manera, y lo que se adueñaba
de nuestras mentes era la sensación de estar totalmente inermes
y en manos de la suerte.
Todos los sanos (quitado algún bien aconsejado que en el último
instante se desnudó y se echó en cualquier litera de la enfermería)
partieron duran te la noche del 18 de enero de 1945. Debían de ser
cerca de veinte mil, procedentes de varios campos. En su casi totalidad,
desaparecieron durante la marcha de evacuación: Alberto entre ellos.
Quizás alguien escriba un día su historia.
Nosotros nos quedamos, pues, en nuestras yacijas, solos con nuestras
enfermedades y con nuestra inercia más fuerte que el miedo.
En todo el Ka–Be éramos quizás ochocientos. En nuestra habitación
nos habíamos quedado once, cada uno en una litera, salvo Charles
y Arthur que dormían juntos. Extinguido el ritmo de la gran máquina
del Lager, empezaron para nosotros diez días fuera del mundo y del
tiempo.
18 de enero. Durante la noche de la evacuación las cocinas del campo
todavía habían funcionado, y a la mañana siguiente se distribuyó
en la enfermería el potaje por última vez. La instalación de la
calefacción central había sido abandonada; en las barracas quedaba
todavía un poco de calor, pero a cada hora que pasaba la temperatura
iba bajando, y se comprendía que muy pronto íbamos a tener frío.
Fuera debían de estar por lo menos a 20 grados bajo cero; la mayor
parte de los enfermos no tenía más que la camisa, y algunos ni eso.
Nadie sabía en qué situación estábamos. Algunos de lo SS se habían
quedado; algunas torres de guardia estaban todavía ocupadas.
Hacia mediodía un sargento de la SS hizo la inspección de las barracas.
Nombró en cada una a un jefe de barraca, escogiéndolo de entre los
no judíos, y dispuso que fuese inmediatamente hecha una lista de
enfermos en la que se distinguiese a los judíos de los no judíos.
La cosa parecía clara. Nadie se asombró de que hasta el final los
alemanes conservasen su amor nacional por las clasificaciones, y
ningún judío pensó ya seriamente en vivir hasta el día siguiente.
Los dos franceses no habían entendido v estaban muy asustados. Les
traduje de mala gana lo que había dicho el SS; me parecía irritante
que tuviesen miedo: no tenían todavía un mes de Lager, todavía casi
no tenían hambre, ni siquiera eran judíos, y tenían miedo.
Se hizo otro reparto de pan. Por la tarde empecé a leer el libro
dejado por el médico: era muy interesante y lo recuerdo con extraña
precisión. Hice también una visita al departamento de al lado, en
busca de mantas: de allí muchos enfermos habían sido evacuados,
sus mantas habían quedado libres. Me llevé algunas bastante calientes.
Cuando
supo que venían de la Sección de Disentería, Arthur arrugó la nariz:
–Y–avait point besoin de le dire. –En efecto estaban manchadas.
Yo pensaba que de todas maneras, dado lo que nos esperaba, sería
mejor dormir bien arropados.
Se hizo pronto de noche pero todavía funcionaba la luz eléctrica.
Vimos con tranquilo espanto que en la esquina de la barraca había
un SS armado. Yo no tenía ganas de hablar y no sentía temor sino
de la manera exterior y condicional que ya he dicho. Seguí leyendo
hasta bastante tarde.
No había reloj, pero debían de ser las doce cuando se apagaron todas
las luces, incluso las de los reflectores de las torres de guardia.
Se veían a lo lejos los haces de luz de los fotoeléctricos. Floreció
en el cielo un racimo de luces intensas que se mantuvieron inmóviles
iluminando crudamente el terreno. Se oía el trepidar de los aparatos.
Luego empezó el bombardeo. No era nada nuevo, me bajé de la litera,
enfilé los pies desnudos en los zapatos y esperé.
Parecía lejano, quizás encima de Auschwitz.
Pero he aquí una explosión cercana y, antes de poder formular un
pensamiento, una segunda y una tercera de las que rompen los oídos.
Se oyó un estrépito de cristales rotos, la barraca oscilo, cayó
al suelo la cuchara que tenía clavada en un encastre de la pared
de madera.
Luego pareció que había terminado. Cagnolati, un joven campesino,
también de los Vosgos, no debía de haber visto nunca una incursión:
se había tirado desnudo de la cama, se había agazapado en un rincón
y chillaba.
Después de unos minutos fue evidente que el campo había sido alcanzado.
Dos barracones ardían violentamente, otros dos habían sido pulverizados,
pero todos eran barracones vacíos. Llegaron decenas de enfermos,
desnudos y miserables, de un barracón amenazado por el fuego: pedían
asilo. Imposible acogerlos. Insistieron, suplicando y amenazando
en muchas lenguas: tuvimos que atrancar la puerta. Se arrastraron
hacia otro sitio, iluminados por las llamas, descalzos sobre la
nieve en fusión. A muchos les colgaban por detrás los vendajes deshechos.
Para nuestro barracón no parecía que hubiese peligro, a no ser que
cambiase el viento.
Los alemanes ya no estaban allí. Las torres estaban vacías.
Hoy pienso que, sólo por el hecho de haber existido un Auschwitz,
nadie debería hablar en nuestros días de Providencia: pero lo cierto
es que, en aquel momento, el recuerdo de los salvamentos bíblicos
en las adversidades extremas pasó como un viento por todos los ánimos.
No se podía dormir; se había roto un cristal y hacía mucho frío.
Pensaba que teníamos que buscar una estufa para instalarla, y procurarnos
carbón, leña y víveres. Sabía que todo esto era necesario, pero
sin ayuda nunca habría podido hacerlo. Hablé de ello con los dos
franceses.
19 de enero. Los franceses estuvieron de acuerdo. Nos levantamos
al alba, nosotros tres. Me sentía enfermo e inerme, tenía frío y
miedo.
Los demás enfermos nos miraron con curiosidad recelosa: ¿no sabíamos
que a los enfermos les estaba prohibido salir del Ka–Be? ¿Y si todavía
no se habían ido todos los alemanes? Pero no dijeron nada, estaban
contentos de que alguien fuese a hacer la prueba.
Los franceses no tenían ninguna idea de la topografía del Lager,
pero Charles era valiente y robusto, y Arturo era sagaz y tenía
un excelente sentido práctico de campesino. Salimos al viento de
un gélido día de niebla, mal envueltos en mantas.
Lo que vimos no se parecía a nada que yo haya visto nunca ni oído
describir.
El Lager, apenas muerto, ya estaba descompuesto. Ni agua ni electricidad:
las ventanas y puertas desbaratadas eran batidas por el viento,
chirriaban las chapas desajustadas de los tejados y las cenizas
del incendio volaban alto y lejos. A la obra de las bombas se juntaba
la obra de los hombres: andrajosos, deshechos, esqueléticos, los
enfermos en condiciones de moverse se arrastraban por todas partes
como una invasión de gusanos, sobre la tierra endurecida por el
hielo. Habían revuelto todas las barracas vacías en busca de alimentos
y de leña; habían violado con furia insensata las habitaciones de
los odiados Blockältester, grotescamente adornadas, cerradas hasta
el día anterior a los vulgares Häftlinge; como no eran los dueños
de sus vísceras, se habían ensuciado en todas partes, contagiando
la preciosa nieve, única fuente de agua para todo el campo.
En torno a las ruinas humeantes de las barracas quemadas, los grupos
de enfermos estaban acostados en el suelo para absorber su último
calor. Otros habían encontrado patatas en cualquier parte y las
asaban en las brasas del incendio, mirando en torno con ojos feroces.
Pocos habían tenido fuerzas para encender un verdadero fuego, y
hacían fundir la nieve en recipientes de ocasión.
Nos dirigimos a las cocinas lo más de prisa que pudimos, pero casi
se habían terminado las patatas. Llenamos dos sacos de ellas y confiamos
su custodia a Arthur. Entre los escombros del Prominenzblock, Charles
y yo encontramos por fin todo lo que buscábamos: una pesada estufa
de hierro colado, con tubos todavía utilizables; Charles acudió
con una carretilla y la cargamos; después me dejó a mí el encargo
de llevarla a la barraca y se fue corriendo a los sacos. Allí encontró
a Arthur desfallecido de frío; Charles cargó con los dos sacos y
los puso a salvo, y luego se ocupó del amigo.
Mientras tanto yo, sosteniéndome a duras penas, trataba de manejar
lo mejor que podía la pesada carretilla. Se oyó el ruido de un motor,
y un SS en motocicleta entró en el campo. Como siempre, cuando veíamos
sus rostros duros, me sentí presa del terror y del odio. Era demasiado
tarde para desaparecer, y no quería abandonar la estufa. El reglamento
del Lager prescribía ponerse firme y descubrirse la cabeza. Yo no
tenía gorra y me hallaba embarazado por la manta. Me alejé unos
pasos de la carretilla e hice una especie de torpe inclinación.
El alemán siguió adelante sin verme, dio la vuelta junto a un barracón
y se fue. Más tarde supe qué peligro había corrido.
Llegué por fin a la puerta de nuestra barraca y dejé la estufa a
cargo de Charles. El esfuerzo me había dejado sin aliento, veía
bailar ante mí unas manchas negras.
Se trataba de ponerla a funcionar. Los tres teníamos las manos paralizadas
y el metal gélido se pegaba a la piel de los dedos, pero era urgente
que la estufa funcionase para calentarnos y para hervir las patatas.
Habíamos encontrado leña y carbón, y también brasas procedentes
de las barracas quemadas.
Cuando quedó reparada la ventana desvencijada y la estufa empezó
a calentar, pareció como si algo se ensanchase en cada uno de nosotros,
y fue entonces cuando Towarowski (un franco–polaco de veintitrés
años, con tifus) propuso a los otros enfermos que cada uno de ellos
nos diese una rebanada de pan a los tres que trabajábamos, y su
proposición fue aceptada.
Sólo un día antes un acontecimiento semejante habría sido inconcebible.
La ley del Lager decía: «Come tu pan y, si puedes, el de tu vecino»,
y no dejaba lugar a la gratitud. Quería decir que el Lager había
muerto.
Fue aquél el primer gesto humano que se produjo entre nosotros.
Creo que se podría fijar en aquel momento el principio del proceso
mediante el cual, nosotros, los que no estábamos muertos, de Häftlinge
empezamos lentamente a volver a ser hombres.
Arthur se había recobrado bastante, pero en adelante evitó siempre
coger frío; se encargó del mantenimiento de la estufa, de la cocción
de las patatas, de la limpieza de la habitación y del cuidado de
los enfermos. Charles y yo nos repartimos los diferentes servicios
del exterior. Todavía quedaba una hora de luz: una salida nos rindió
medio litro de alcohol y un tarro de levadura de cerveza, tirado
en la nieve por no sabíamos quién; hicimos un reparto de patatas
cocidas y de una cucharada de levadura por cabeza. Pensaba vagamente
que podría ser útil contra la avitaminosis.
Se hizo la oscuridad; de todo el campo, la nuestra era la única
habitación provista de estufa, de lo que nos sentíamos muy orgullosos.
Muchos enfermos de otras secciones se amontonaban a la puerta, pero
la estatura de Charles los mantenía a raya. Ninguno, ni nosotros
ni ellos, pensaba que la promiscuidad inevitable con nuestros enfermos
hacía peligrosísima la permanencia en nuestro cuarto, y que enfermar
de difteria en aquellas condiciones era más seguramente mortal que
tirarse desde un tercer piso.
Yo mismo, que era consciente de ello, no me paraba demasiado a pensarlo:
desde hacía demasiado tiempo me había acostumbrado a pensar en la
muerte por enfermedad como en un evento posible, y en tal caso inevitable
y, en consecuencia, fuera del alcance de cualquier medida tomada
por nosotros. Y ni siquiera se me pasaba por la cabeza que habría
podido establecerme en otro cuarto, en otra barraca con menos peligro
de contagio; aquí estaba la estufa, obra nuestra, que difundía una
maravillosa tibieza; y aquí tenía una cama; y, en fin, ahora nos
unía un lazo, a nosotros, los once enfermos de la Infektionsabteilung.
Se oía de tarde en tarde un fragor cercano y lejano de artillería
y, a intervalos, una crepitación de fusiles automáticos. En la oscuridad,
rota únicamente por el enrojecimiento de las brasas, Charles, Arthur
y yo estábamos sentados fumando cigarrillos de hierbas aromáticas
encontradas en la cocina y hablando de muchas cosas pasadas y futuras.
En medio de la inmensa llanura llena de hielo y de guerra, nos sentíamos
en paz con nosotros y con el mundo. Estábamos deshechos de cansancio
pero nos parecía, después de tanto tiempo, haber hecho por fin algo
útil; quizás como Dios tras el primer día de la creación.
20 de enero. Llegó el alba y yo estaba de turno para encender la
estufa. Además de la debilidad, el dolor de las articulaciones me
recordaba a cada instante que mi escarlatina estaba lejos de haber
desaparecido. El pensamiento de tener que zambullirme en el aire
helado en busca de fuego por las otras barracas me hacía temblar
de espanto.
Me acordé de las piedras de mechero; empapé en alcohol una hojita
de papel y, con paciencia, saqué de una piedra un montoncito de
polvo negro, después empecé a rascar con más fuerza la piedra con
el cuchillo. Y, tras haber arrancado unas chispas, el montoncito
se incendió y del papel se levantó una llamita pálida de alcohol.
Arthur bajó entusiasmado de la litera y calentó tres patatas por
cabeza de entre las hervidas el día anterior; después de lo cual,
hambrientos y tiritando, Charles y yo partimos de nuevo a explorar
el campo en ruinas.
Nos quedaban víveres (es decir, patatas) sólo para dos días; para
el agua, estábamos reducidos a fundir la nieve, operación penosa
debido a la falta de recipientes grandes, de la que se obtenía un
líquido negruzco y turbio que teníamos que filtrar. El campo estaba
en silencio. Otros espectros hambrientos deambulaban explorando
como nosotros: barbas ya largas, ojos hundidos, miembros esqueléticos
y amarillentos entre los andrajos. Mal sostenidos por las piernas,
entrábamos y salíamos de los barracones desiertos sacando de ellos
los más diferentes objetos: contraventanas, cubos, cazos, clavos:
todo podía servir, y los más previsores ya pensaban en fructuosas
operaciones mercantiles con los polacos de los campos circundantes.
En la cocina, dos andaban a la greña por las últimas patatas podridas.
Se habían agarrado por los andrajos y se golpeaban con curiosos
gestos lentos e inseguros, vituperándose en yiddish por entre los
labios helados.
En el patio del almacén había dos grandes montones de coles y de
nabos (los gordos nabos insípidos, base de nuestra alimentación).
Estaban tan helados que sólo se podían separar con el pico. Charles
y yo nos alternamos, echando todas nuestras energías en cada golpe,
y extrajimos unos cincuenta kilos. Hubo algo más: Charles encontró
un paquete de sal y (¡une fameuse trouvaille) un bidón de agua de
quizás medio hectolitro en estado de hielo macizo.
Lo cargamos todo en una carretilla (servían antes para distribuir
el rancho en las barracas: había muchas abandonadas por todas partes)
y nos volvimos empujándola trabajosamente sobre la nieve. Durante
aquel día nos contentamos también con patatas hervidas y rodajas
de nabo asado en la estufa, pero para el día siguiente Arthur nos
prometió importantes innovaciones.
Por la tarde, fui al ex ambulatorio en busca de algo útil. Se me
habían adelantado: todo estaba estropeado por saqueadores inexpertos.
Ni una botella entera; en el suelo, una capa de pingajos, estiércol
y material de enfermería, un cadáver desnudo y retorcido. Pero he
aquí algo que se les había escapado a mis predecesores: una batería
de camión. Toqué los polos con el cuchillo: una chispita. Estaba
cargada.
Por la noche, nuestra habitación tenía luz. Metido en la cama, veía
por la ventana un largo trecho de carretera: pasaba por él, desde
hacía tres días, la Wehrmacht fugitiva. Carros blindados, carros
«tigre» camuflados de blanco, alemanes a caballo, alemanes en bicicleta,
alemanes a pie, armados y desarmados. Se oía en la noche el estruendo
de las cremalleras mucho antes de que los carros estuviesen visibles.
Preguntaba Charles:
–Ça roule encore?
–Ça roule toujours.
Parecía que no iba a terminar nunca.
21 de enero. Pero terminó. Con el alba del 21 la llanura apareció
desierta y rígida, blanca hasta donde llegaba la vista bajo el vuelo
de los cuervos, mortalmente triste.
Casi habría preferido seguir viendo algo que se moviese. También
habían desaparecido los paisanos polacos, agazapados quién sabe
dónde. Parecía que el viento se había parado por fin. Sólo una cosa
habría deseado: quedarme en la cama bajo las mantas, abandonarme
al cansancio total de los músculos, los nervios y la voluntad; esperar
que todo acabase, o no acabase, lo mismo daba, como un muerto.
Pero Charles ya había encendido la estufa, el hombre Charles, el
alegre, confiado y amigo, y me llamaba al trabajo:
–Vas–y, Primo, descends–toi de lá–haut; il y a Jules à attraper
par les oreilles...
«Jules» era el cubo de la letrina, que todos los días había que
coger por las asas, llevarlo fuera y verterlo en el pozo negro:
era ésta la primera faena de la jornada, y si se piensa que no era
posible lavarse las manos y que tres de los nuestros estaban enfermos
de tifus, se comprenderá que no fuese un trabajo agradable.
Teníamos que inaugurar las coles y los nabos. Mientras yo iba a
buscar leña, y Charles a recoger nieve para derretirla, Arthur movilizó
a los enfermos que podían estar sentados para que ayudasen a mondar.
Towarowski, Sertelet, Alcalai y Schenck respondieron a la llamada.
También Sertelet era un campesino de los Vosgos, de veinte años;
parecía en buenas condiciones pero a medida que pasaban los días
su voz iba adquiriendo un siniestro timbre nasal, que nos recordaba
que la difteria raras veces perdona. Alcalai era un vidriero judío
de Tolosa; era muy tranquilo y sensato, padecía de erisipela en
la cara.
Schenck era un comerciante eslovaco, judío: convaleciente de tifus,
tenía un formidable apetito. Y también Towarowski judío franco–polaco,
majadero y parlanchín, pero útil a nuestra comunidad debido a su
comunicativo optimismo. Mientras los enfermos trabajaban, con el
cuchillo, cada uno sentado en su litera, Charles y yo nos dedicamos
a buscar un sitio posible para las operaciones culinarias.
Una indescriptible suciedad había invadido todas las secciones del
campo. Colmadas todas las letrinas, de cuyo mantenimiento ya no
se cuidaba nadie, los disentéricos (eran más de un centenar) habían
ensuciado todos los rincones del Ka–Be, llenado todos los cubos,
todos los bidones antes destinados al rancho, todas las escudillas.
No se podía dar un paso sin ver dónde iban a ponerse los pies; en
la oscuridad era imposible desplazarse. Aun sufriendo con el frío,
que seguía siendo muy intenso, pensábamos horrorizados en lo que
habría sucedido si se nos hubiese echado encima el deshielo: las
infecciones se habrían extendido sin obstáculos, el hedor se habría
hecho sofocante y, además, una vez disuelta la nieve, nos habríamos
quedado definitivamente sin agua.
Tras una larga búsqueda, encontramos por fin, en un local dedicado
antes a lavadero, unos pocos palmos de pavimento no excesivamente
sucio. Encendimos un fuego vivo y, después, para ahorrar tiempo
y complicaciones, nos desinfectamos las manos friccionándolas con
cloramina mezclada con nieve.
La noticia de que se estaba cociendo un potaje se esparció rápidamente
entre los semivivos; se formó en la puerta un grupo de caras famélicas.
Charles, con el cazo levantado, les dirigió un vigoroso y breve
discurso que, aun siendo en francés, no necesitaba traducción.
Los más se dispersaron pero uno se echó hacia delante: era un parisino,
sastre de categoría (decía él), enfermo de los pulmones. A cambio
de un litro de potaje se pondría a nuestra disposición para cortarnos
trajes de las numerosas mantas que quedaban en el campo.
Maxime demostró ser verdaderamente hábil. Al día siguiente Charles
y yo teníamos chaqueta, pantalones y guantes de basto tejido de
colores chillones.
Por la noche, después del primer potaje distribuido con entusiasmo
y devorado con avidez, fue roto el gran silencio de la llanura.
Desde nuestras literas, demasiado cansados para estar muy inquietos,
tendíamos la oreja a los disparos de misteriosos cañones de artillería
que parecían situados en todos los puntos del horizonte, y a los
silbidos de los proyectiles por encima de nuestras cabezas.
Yo pensaba que la vida era bella afuera, y que todavía iba a ser
bella, y habría sido verdaderamente una lástima dejarnos hundir
ahora. Desperté a los enfermos que estaban adormilados y, cuando
estuve seguro de que todos escuchaban, les dije, primero en francés,
en mi mejor alemán después, que todos debíamos pensar ahora en volver
a casa y que, en lo que de nosotros dependía, era preciso hacer
algo y evitar algunas cosas. Que cada uno conservase cuidadosamente
su escudilla y su cuchara; que ninguno le ofreciese a otro la sopa
que eventualmente le sobrase; que nadie se bajase de la cama más
que para ir a la letrina; quien necesitase algún servicio, que no
se dirigiese más que a nosotros tres; Arthur estaba especialmente
encargado de cuidarse de la disciplina y de la higiene y debía recordar
que era mejor dejar las escudillas y las cucharas sucias que lavarlas
con el peligro de cambiar la de un diftérico por la de un tifoso.
Tuve la impresión de que los enfermos sentían ya demasiada indiferencia
por todo para preocuparse de lo que les había dicho; pero tenía
mucha confianza en la diligencia de Arthur.
22 de enero. Si es valiente quien afronta un peligro grave con buen
ánimo; Charles y yo fuimos valientes aquella mañana. Extendimos
nuestras exploraciones al campo de los SS, inmediatamente fuera
de la alambrada eléctrica.
Las guardias del campo debían de haber partido muy precipitadamente.
Encontramos en las mesas platos medio llenos de menestra ya congelada,
que devoramos con gran satisfacción; jarras todavía llenas de cerveza
transformada en un hielo amarillento, un tablero con una partida
empezada. En los cuartos, gran cantidad de cosas preciosas.
Nos llevamos una botella de vodka, varias medicinas, periódicos
y revistas, y cuatro estupendas mantas acolchadas, una de las cuales
está hoy en mi casa de Turín. Alegres e inconscientes, nos llevamos
al cuartito el fruto de nuestra salida, confiándolo a la administración
de Arthur. Hasta la noche no se supo lo que había sucedido quizás
media hora más tarde.
Algunos SS, probablemente dispersos, pero armados, penetraron en
el campo abandonado. Se encontraron con que dieciocho franceses
se habían instalado en el refectorio de la SS–Waffe. Allí los mataron
a todos metódicamente, de un tiro en la nuca, y alinearon después
los cuerpos retorcidos en la nieve del camino; hecho lo cual, se
fueron. Los dieciocho cadáveres se quedaron expuestos hasta la llegada
de los rusos; nadie tuvo fuerzas para darles sepultura.
Por lo demás, en todas las barracas había ya camas ocupadas por
cadáveres, tiesos como leños, a los que ninguno se ocupaba de llevarse
de allí. La tierra estaba demasiado helada para que se pudiesen
cavar fosas; muchos cadáveres fueron apilados en una zanja, pero
ya desde los primeros días el montón emergía del hoyo y era ignominiosamente
visible desde nuestra ventana.
Sólo una pared de madera nos separaba de la sección de los disentéricos.
Allí eran muchos los moribundos, muchos los muertos. El suelo estaba
cubierto por una capa de excrementos congelados. Nadie tenía ya
fuerzas para salir de debajo de las mantas a buscar comida, y quien
primero lo había hecho no había vuelto para socorrer a sus compañeros.
En una misma cama, apretados para resistir mejor el frío, exactamente
junto a la pared divisoria, estaban dos italianos: los oía hablar
con frecuencia, pero como yo sólo hablaba francés, durante mucho
tiempo no advirtieron mi presencia. Por casualidad oyeron mi nombre
aquel día, pronunciado a la italiana por Charles, y desde entonces
no pararon de gemir e implorar.
Naturalmente habría querido ayudarles si hubiese tenido los medios
y las fuerzas; aunque sólo fuese para que cesase la obsesión de
sus gritos. Por la noche, cuando todos los trabajos estuvieron terminados,
venciendo la fatiga y el asco, me arrastré a tientas por el pasillo
puerco y oscuro hasta su sección, con una escudilla de agua y las
sobras de nuestro potaje del día. El resultado fue que desde entonces,
a través de la delgada pared, toda la sección de los diarreicos
me llamó noche y día por mi nombre, con las inflexiones de todas
las lenguas de Europa, acompañado de súplicas incomprensibles, sin
que yo pudiese ponerle remedio. Me sentía al borde del llanto, los
habría maldecido.
La noche nos reservaba feas sorpresas. Lakmaker, el de la litera
de debajo de la mía, era un calamitoso desecho humano. Era (o había
sido) un judío holandés de diecisiete años, alto, delgado y apacible.
Estaba en cama desde hacía tres meses, no sé cómo se había escapado
de las selecciones. Había tenido sucesivamente el tifus y la escarlatina;
mientras tanto se le había manifestado un grave trastorno cardíaco,
y estaba lleno de llagas de decúbito, tanto que no podía yacer más
que sobre el vientre. A pesar de todo esto, un apetito feroz; no
hablaba más que holandés, ninguno de nosotros estaba en condiciones
de entenderlo.
Quizás la causa de todo fue la menestra de coles y nabos, de la
que Lakmaker había querido dos raciones. En mitad de la noche gimió
y luego se tiró de la cama. Quería llegar a la letrina pero estaba
demasiado débil y se cayó al suelo, llorando y gritando fuerte.
Charles encendió la luz (el acumulador demostró ser providencial)
y pudimos darnos cuenta de la gravedad del incidente. La litera
del muchacho y el suelo estaban ensuciados. El olor, en aquel reducido
ambiente, se hacía rápidamente insoportable. No teníamos más que
una mínima provisión de agua y carecíamos de mantas y de jergones
de recambio. Y el pobrecillo tifoso era un terrible foco de infección;
por supuesto, no se le podía dejar toda la noche en el suelo gimiendo
y temblando de frío en medio de la suciedad.
Charles bajó de la cama y se vistió en silencio. Mientras yo sostenía
la luz, cortó con el cuchillo todas las partes sucias del jergón
y de la manta: levantó del suelo a Lakmaker con delicadeza maternal,
lo limpió lo mejor que pudo con paja sacada del jergón y lo colocó
en la cama vuelta a hacer en la única posición en que podía yacer
el desgraciado: raspó el suelo con un pedazo de chapa; diluyó un
poco de cloramina y, finalmente, lo roció todo de desinfectante,
y también a sí mismo.
Yo medía su abnegación con el cansancio que habría tenido que vencer
en mí para hacer todo lo que él estaba haciendo.
23 de enero. Nuestras patatas se habían acabado. Circulaba desde
hacía unos días por los barracones el rumor de que había un enorme
silo de patatas en algún sitio, fuera del alambre de púas, no lejano
del campo.
Algún pionero desconocido debió de haber hecho pacientes investigaciones,
o alguien debía saber con precisión el sitio: en efecto, la mañana
del 23 un trecho de alambre de púas había sido derribado y una procesión
doble de miserables salía y entraba por la abertura.
Charles y yo partimos, en el viento de la llanura lívida. Fuimos
más allá de la barrera abatirla.
–Dis donc, Primo, on est dehors?
Así era: por primera vez desde el día de mi arresto, me encontraba
libre, sin guardias armados, sin alambradas entre yo y mi casa.
A unos cuatrocientos metros del campo, se encontraban las patatas:
un tesoro. Dos fosas larguísimas llenas de patatas y recubiertas
de tierra alternada con paja para defenderlas del hielo. Nadie se
moriría ya de hambre.
Pero la extracción no era un trabajo de nada. Debido al hielo, la
superficie del terreno estaba dura como el mármol. Mediante un arduo
trabajo de pico se conseguía perforar la costra y poner al descubierto
el depósito; pero los más preferían meterse en los agujeros abandonados
por los otros, llegando muy adentro y pasándoles las patatas a los
compañeros que estaban afuera.
Un viejo húngaro había sido sorprendido allí por la muerte. Yacía
rígido en el acto del hambriento: cabeza y hombros bajo el montón
de tierra, el vientre en la nieve, tendía las manos a las patatas.
Quien llegó después apartó el cadáver a un metro y reanudó el trabajo
a través de la apertura que había quedado libre.
A partir de entonces nuestra comida mejoró. Además de las patatas
cocidas y el potaje de patatas, ofrecimos a nuestros enfermos buñuelos
de patatas, según una receta de Arthur: se raspan patatas crudas
y se ponen con otras cocidas y deshechas; la mezcla se tuesta en
una chapa muy caliente. Sabían a hollín.
Pero Sertelet, cuya enfermedad progresaba, no pudo probarlos. Además
de hablar con un acento cada vez más nasal, aquel día no logró tragar
debidamente ningún alimento: algo se le había estropeado en la garganta,
cada bocado amenazaba sofocarlo.
Fui a buscar a un médico húngaro que se había quedado como enfermo
en la barraca de enfrente. Al oír hablar de difteria dio tres pasos
hacia atrás y me ordenó salir.
Por puras razones de propaganda les hice a todos instilaciones nasales
de aceite alcanforado. Le aseguré a Sertelet que iba a sentarle
bien: yo mismo trataba de convencerme de ello.
24 de enero. Libertad. La brecha del alambre de púas nos ofrecía
su imagen concreta. Pensándolo con atención quería decir que ya
no había alemanes, no había más selecciones, nada de trabajo, nada
de golpes, nada de listas y, quizás dentro de poco, la vuelta.
Pero había que hacer un esfuerzo para convencerse y ninguno tenía
tiempo de alegrarse. Alrededor todo era destrucción y muerte.
El montón de cadáveres de enfrente de nuestra ventana se derrumbaba
ya fuera de la zanja. A pesar de las patatas, la debilidad de todos
era extrema: en el campo ningún enfermo se curaba, por el contrario,
muchos enfermaban de pulmonía y de diarrea: los que no habían estado
en condiciones de moverse o no habían tenido energía para hacerlo
yacían entumecidos en las literas, rígidos de frío, y nadie se daba
cuenta de cuándo se morían.
Todos los demás estaban espantosamente cansados: después de haber
estado meses y años en el Lager, no son las patatas las que pueden
devolver le las fuerzas a un hombre. Cuando, una vez terminada la
cocción, Charles y yo habíamos arrastrado los veinticinco litros
de potaje diario del lavadero a la habitación, debíamos echarnos
jadeantes en la litera, mientras Arthur, diligente y doméstico,
hacía el reparto, procurando que sobrasen las tres raciones de rabiot
pour les travailleurs y un poco de lo del fondo pour les italiens
d'à côté.
En el segundo cuarto de Infecciosos, también contiguo al nuestro
y ocupado en su mayoría por tuberculosos, la situación era muy diferente.
Todos los que habían podido hacerlo habían ido a establecerse en
otras barracas. Los compañeros más graves y más débiles se morían
uno a uno en soledad.
Yo había entrado allí una mañana para pedir prestada una aguja.
Un enfermo jadeaba entre estertores en una de las literas de arriba.
Me oyó, se alzó para sentarse, luego se quedó colgado cabeza abajo
fuera del borde, vuelto hacia mí, con el busto y los brazos rígidos
y los ojos en blanco. El de la litera de abajo, automáticamente,
alzó los brazos para sujetar aquel cuerpo y se dio cuenta entonces
de que estaba muerto. Cedió lentamente bajo el peso, el otro resbaló
hasta el suelo y allí se quedó. Nadie sabía su nombre.
Pero en la barraca 14 había sucedido algo nuevo. Allí los obreros
habían ido mejorando y algunos estaban en bastante buenas condiciones.
Organizaron una expedición al campo de los ingleses prisioneros
de guerra, que se presumía había sido evacuado. Fue una empresa
fructífera. Volvieron vestidos de caqui, con una carretilla llena
de maravillas nunca vistas: margarina, polvos de budín, tocino,
harina de soja, aguardiente.
Por la tarde, en la barraca 14 estaban cantando. Ninguno de nosotros
se sentía con fuerza para hacer los dos kilómetros de camino al
campo de los ingleses y volver con la carga. Pero, indirectamente,
la afortunada expedición fue ventajosa para muchos. El desigual
reparto de los bienes provocó un nuevo florecimiento de la industria
y el comercio. En nuestro cuartucho de atmósfera mortal nació una
fábrica de velas con mecha empapada de ácido bórico, hechas con
moldes de cartón. Los ricos de la barraca 14 absorbían toda nuestra
producción y nos pagaban con tocino y harina.
Yo mismo había encontrado el bloque de cera virgen en el Elektromagazin;
recuerdo la expresión de contrariedad de los que me vieron llevármelo,
y el diálogo que siguió:
–¿Qué quieres hacer con eso?
No era caso de descubrir un secreto de fabricación; me oí responder
con las palabras que había oído a menudo a los antiguos del campo,
y que contienen su jactancia preferida: la de ser «buenos prisioneros»,
gente apta que siempre sabe arreglárselas:
–Ich verstehe verschiedene Sachen... (entiendo de bastantes cosas...).
25 de enero. Fue el turno de Sómogyi. Era un químico húngaro de
unos cincuenta años, delgado, alto y taciturno. Como el holandés,
estaba convaleciente de tifus y de escarlatina; pero le sobrevino
algo nuevo. Fue presa de una fiebre muy alta. Desde hacía tal vez
cinco días no había dicho palabra: abrió la boca aquel día y dijo
con voz enérgica:
–Tengo una ración de pan debajo del jergón. Repartíosla vosotros
tres. Yo ya no volveré a comer.
No supimos qué decir, pero de momento no tocamos el pan. Se le había
hinchado la mitad de la cara. Mientras permaneció consciente, continuó
encerrado en un silencio áspero.
Pero por la tarde, y durante toda la noche, y durante dos días sin
interrupción, el silencio fue roto por el delirio. Entregado a un
último e interminable sueño de liberación y esclavitud, empezó a
murmurar Jawohl a cada expiración de aire; regular y constante como
una máquina, Jawohl a cada bajada de su pobre hilera de costillas,
miles de veces, hasta dar ganas de sacudirlo, de sofocarlo, o de
que, por lo menos, cambiase de palabra.
Nunca he comprendido como entonces lo trabajosa que es la muerte
de un hombre.
Afuera, todavía el silencio absoluto. El número de cuervos había
aumentado mucho, y todos sabían por qué. Sólo a largos intervalos
se despertaba el diálogo de la artillería.
Todos se decían unos a otros que pronto, de repente, llegarían los
rusos; todos lo proclamaban, todos estaban seguros, pero nadie lograba
convencerse de ello. Porque en el Lager se pierde la costumbre de
esperar, y también la confianza en la propia razón. En el Lager
pensar es inútil, porque los acontecimientos se desarrollan las
más de las veces de manera imprevisible; y es perjudicial, porque
mantiene viva una sensibilidad que es fuente de dolor y que alguna
próvida ley natural embota cuando los sufrimientos exceden un límite
determinado.
Lo mismo que de la alegría, del miedo, del mismo dolor, así se cansa
uno de la espera. Llegados al 25 de enero, rotas desde hacía ocho
días las relaciones con aquel feroz mundo que, sin embargo, era
un mundo, los más de entre nosotros estaban demasiado agotados incluso
para esperar.
Por la noche, alrededor de la estufa, una vez más Carlos, Arthur
y yo sentíamos que volvíamos a ser hombres. Podíamos hablar de todo.
Me apasionaba la conversación de Arthur sobre la manera en que pasan
los domingos en Provenchéres, en los Vosgos, y Charles casi lloraba
cuando le hablé del armisticio en Italia, del principio confuso
y desesperado de la resistencia partisana, del hombre que nos había
traicionado y de nuestra captura en las montañas.
En la oscuridad, detrás y sobre nosotros, los ocho enfermos no se
perdían una sílaba, incluso los que no entendían francés. Sólo Sómogyi
se encarnizaba en confirmar a la muerte su entrega.
26 de enero. Yacíamos en un mundo de muertos y de larvas. La última
huella de civismo había desaparecido alrededor de nosotros y dentro
de nosotros. La obra de bestialización de los alemanes triunfantes
había sido perfeccionada por los alemanes derrotados.
Es hombre quien mata, es hombre quien comete o sufre injusticias;
no es hombre quien, perdido todo recato, comparte la cama con un
cadáver. Quien ha esperado que su vecino terminase de morir para
quitarle un cuarto de pan, está, aunque sin culpa suya, más lejos
del hombre pensante que el más zafio pigmeo y el sádico más atroz.
Parte de nuestra existencia reside en las almas de quien se nos
aproxima: he aquí por qué es no humana la experiencia de quien ha
vivido días en que el hombre ha sido una cosa para el hombre. Nosotros
tres fuimos en gran parte inmunes, y nos debemos por ello mutua
gratitud; es por lo que mi amistad con Charles resistirá al tiempo.
Pero a miles de metros sobre nosotros, en los desgarrones que hay
entre las nubes grises, se desarrollaban los complicados milagros
de los duelos aéreos. Sobre nosotros, desnudos, impotentes, inermes,
unos hombres de nuestro tiempo procuraban su muerte recíproca con
los más refinados instrumentos. El gesto de uno de sus dedos podía
provocar la destrucción del campo entero, aniquilar a millares de
hombres; mientras la suma de todas nuestras energías y voluntades
no habría bastado para prolongar ni un minuto la vida de uno solo
de nosotros.
La zarabanda cesó por la noche y la habitación estuvo de nuevo llena
del monólogo de Sómogyi. En plena oscuridad me desperté sobresaltado.
L'pauv' vieux callaba: había terminado. Con el último sobresalto
de vida se había tirado al suelo desde la litera: oí el golpe de
las rodillas, de las caderas, de la espalda y de la cabeza.
–La mort l’a chassé de son lit –definió Arthur.
Desde luego no podíamos llevarlo afuera por la noche. No nos quedaba
más remedio que dormirnos.
27 de enero. El alba. En el suelo, el infame revoltijo de miembros
secos, la cosa Sómogyi.
Hay trabajos más urgentes: no podemos lavarnos, no podemos tocarlo
hasta después de haber cocinado y comido. Y además ... rien de si
dégoûtant que les débordements, dice justamente Charles; hay que
vaciar la letrina. Los vivos son más exigentes; los muertos pueden
esperar. Nos ponemos a trabajar como todos los días.
Los rusos llegaron mientras Charles y yo llevábamos a Sómogyi cerca
de allí. Pesaba muy poco. Volcamos la camilla en la nieve gris.
Charles se quitó la gorra. Yo sentí no tener gorra.
De los once de la Infektionsabteilung fue Sómogyi el único que murió
en los diez días. Sertelet, Cagnolati, Towarowski, Lakmaker y Dorget
(de este último no he hablado hasta ahora; era un industrial francés
que, después de operado de peritonitis, se había enfermado de difteria
nasal), murieron unas semanas más tarde en la enfermería rusa provisional
de Auschwitz. En abril me encontré en Katowice con Schenck y Alcalai,
que estaban con buena salud. Arthur se reunió felizmente con su
familia, y Charles ha vuelto a su profesión de maestro; nos hemos
escrito largas cartas y espero volverlo a ver algún día.
APÉNDICE DE 1976
He redactado este apéndice en 1976 para la edición escolar de Si
esto es un hombre, en respuesta a las preguntas que constantemente
me hacen los lectores estudiantes. Sin embargo, ya que aquéllas
coinciden ampliamente con las preguntas que recibo de mis lectores
adultos, me pareció adecuado incorporar íntegramente mis respuestas
también en esta edición.
Alguien, hace mucho tiempo, escribió que también los libros, como
los seres humanos, tienen un destino, imprevisible, distinto del
que para ellos se deseaba y que de ellos se esperaba. También este
libro ha tenido un extraño destino. Su acta de nacimiento es remota:
se la puede hallar en una de sus páginas (la número 153 de esta
edición), en donde se puede leer que «escribo aquello que no sabría
decir a nadie»: tan fuertemente sentíamos la necesidad de relatar,
que había comenzado a redactar el libro allí, en ese laboratorio
alemán lleno de hielo, de guerra y de miradas indiscretas, aun sabiendo
que de ninguna manera habría podido conservar esos apuntes garabateados
como mejor podía; que habría debido tirarlos en seguida, porque
si me los hubieran encontrado encima me habrían costado la vida.
Pero escribí el libro apenas regresé, en unos pocos meses: a tal
punto los recuerdos me quemaban por dentro. Rechazado por algunos
grandes editores, el manuscrito fue aceptado en 1947 por una pequeña
editorial dirigida por Franco Antonicelli: se imprimieron 2.500
ejemplares, luego la editorial se disolvió y el libro cayó en el
olvido, entre otras cosas porque en esos tiempos de áspera posguerra
la gente no tenía muchas ganas de regresar con la memoria a los
dolorosos años que acababan de pasar. Halló nueva vida sólo en 1958,
cuando fue reimpreso por el editor Einaudi, y desde entonces el
interés del público nunca faltó. Se tradujo a seis lenguas y fue
adaptado para la radio y el teatro.
Fue acogido por estudiantes y enseñantes con un favor que superó
todas las expectativas, tanto del editor como mías. Centenares de
clases, de todas las regiones de Italia, me invitaron a comentar
el libro, por escrito o, si fuese posible, personalmente: dentro
de los límites de mis ocupaciones, he respondido siempre afirmativamente
a estos pedidos, al punto de que de buen grado he debido agregar
a mis dos oficios un tercero, el de presentador y comentarista de
mí mismo o, mejor dicho, de aquel lejano yo que había vivido la
aventura de Auschwitz y la había narrado. Durante estos numerosos
encuentros con mis lectores estudiantes he debido responder a muchas
preguntas: ingenuas o no, conmovidas o provocadoras, superficiales
o fundamentales. Me di cuenta muy pronto de que algunas de estas
preguntas se repetían con frecuencia, que nunca faltaban: debían
pues nacer de una curiosidad motivada y razonada, a la que de algún
modo el texto del libro no daba satisfactoria respuesta. Me propongo
responder a estas preguntas aquí.
1. En su libro no hay expresiones de odio hacia los alemanes, ni
rencor, ni deseo de venganza. ¿Los ha perdonado?
Por naturaleza el odio no me viene fácilmente. Lo considero un sentimiento
animal y torpe, y prefiero en cambio que mis acciones y mis pensamientos,
dentro de lo posible, nazcan de la razón; por ello nunca cultivé
en mí mismo el odio como deseo primitivo de revancha, de sufrimiento
infligido a mi enemigo real o presunto, de venganza privada. Debo
agregar que, por lo que creo percibir, el odio es personal, se dirige
a una persona, un hombre, un rostro: pero nuestros perseguidores
de entonces no tenían rostro ni nombre, lo demuestran las páginas
de este libro: estaban alejados, eran invisibles, inaccesibles.
El sistema nazi, prudentemente, hacía que el contacto directo entre
esclavos y señores se redujese al mínimo. Habréis notado que en
este libro se describe un solo encuentro del autor–protagonista
con un SS (p. 173), y no es casual que tenga lugar sólo durante
los últimos días, en el Lager en descomposición, una vez que el
sistema ha estallado.
Por lo demás, en los meses en que este libro fue escrito, en 1946,
el nazismo y el fascismo parecían realmente carecer de rostro: parecían
haber vuelto a la nada, desvanecidos como un sueño monstruoso, según
justicia y mérito, tal como desaparecen los fantasmas al cantar
del gallo. ¿Cómo habría podido cultivar el rencor, querer la venganza
contra un conjunto de fantasmas?
Pocos años después Europa e Italia se dieron cuenta de que se trataba
de una ingenua ilusión: el fascismo estaba muy lejos de haber muerto,
sólo estaba escondido, enquistado; estaba mutando de piel, para
presentarse con piel nueva, algo menos reconocible, algo más respetable,
mejor adaptado al nuevo mundo que había salido de la catástrofe
de esa Segunda Guerra Mundial que el fascismo mismo había provocado.
Debo confesar que ante ciertos rostros no nuevos, ante ciertas viejas
mentiras, ante ciertas figuras en busca de respetabilidad, ante
ciertas indulgencias, ciertas complicidades, la tentación de odiar
nace en mí, y hasta con alguna violencia: pero yo no soy fascista,
creo en la razón y en la discusión como supremos instrumentos de
progreso, y por ello antepongo la justicia al odio. Por esta misma
razón, para escribir este libro he usado el lenguaje mesurado y
sobrio del testigo, no el lamentoso lenguaje de la víctima ni el
iracundo lenguaje del vengador: pensé que mi palabra resultaría
tanto más creíble cuanto más objetiva y menos apasionada fuese;
sólo así el testigo en un juicio cumple su función, que es la de
preparar el terreno para el juez. Los jueces sois vosotros.
No querría empero que el abstenerme de juzgar explícitamente se
confundiese con un perdón indiscriminado. No, no he perdonado a
ninguno de los culpables, ni estoy dispuesto ahora ni nunca a perdonar
a ninguno, a menos que haya demostrado (en los hechos: no de palabra,
y no demasiado tarde) haber cobrado conciencia de las culpas y los
errores del fascismo nuestro y extranjero, y que esté decidido a
condenarlos, a erradicarlos de su conciencia y de la conciencia
de los demás. En tal caso sí, un no cristiano como yo, está dispuesto
a seguir el precepto judío y cristiano de perdonar a mi enemigo;
pero un enemigo que se rectifica ha dejado de ser un enemigo.
2. ¿Los alemanes sabían? ¿Los aliados sabían? ¿Cómo es posible que
el genocidio, el exterminio de millones de seres humanos, haya podido
llevarse a cabo en el corazón de Europa sin que nadie supiese nada?
El mundo en que vivimos hoy nosotros, los occidentales, presenta
muchos y muy graves defectos y peligros, pero con respecto al mundo
de ayer goza de una enorme ventaja: todos pueden saber inmediatamente
todo acerca de todo. La información es hoy «el cuarto poder»: al
menos en teoría, el cronista y el periodista tienen vía libre en
todas partes, nadie puede detenerlos ni alejarlos ni hacerlos callar.
Todo es fácil: si uno quiere, escucha la radio de su país o de cualquier
país; va hasta el kiosco y elige los periódicos que prefiere, italiano
de cualquier tendencia, o americano, o soviético, dentro de una
amplia gama de alternativas; puede comprar y leer los libros que
quiera, sin peligro de que se lo inculpe por «actividades antiitalianas»
ni de que sea allanada su casa por la policía política. Desde luego,
no es sencillo sustraerse a todo condicionamiento, pero por lo menos
es posible elegir el condicionamiento que uno prefiere.
En un Estado autoritario no es así. La Verdad es sólo una, proclamada
desde arriba; los diarios son todos iguales, todos repiten esta
única idéntica verdad; así también las radios, y no es posible escuchar
las de los otros países porque, en primer lugar, tratándose de un
delito, el riesgo es el de ir a parar a la cárcel; en segundo lugar,
las transmisoras del propio país emiten en las frecuencias apropiadas
una señal perturbadora que se superpone a los mensajes extranjeros
impidiendo su escucha. En cuanto a los libros, sólo se publican
y se traducen los que agradan al Estado: los demás hay que irlos
a buscar al extranjero e introducirlos en el propio país a propio
riesgo, puesto que se los considera más peligrosos que la droga
o los explosivos, y si se los descubre en la frontera son confiscados
y su portador es castigado. Con los libros no gratos, o ya no gratos
de épocas anteriores, se encienden hogueras públicas en las plazas.
Así era Italia entre 1924 y 1945; así, la Alemania nacionalsocialista;
así sigue siendo en muchos países, entre los que es doloroso tener
que incluir a la Unión Soviética, que tan heroicamente supo luchar
contra el fascismo. En un Estado autoritario se considera lícito
alterar la verdad, reescribir retrospectivamente la Historia, distorsionar
las noticias, suprimir las verdaderas, agregar falsas: la propaganda
sustituye a la información. De hecho, en estos países no se es ciudadano,
detentador de derechos, sino súbdito y, como tal, deudor al Estado
(y al dictador que lo encarna) de fanática lealtad y sojuzgada obediencia.
Es evidente que en tales condiciones es posible (si bien no siempre
fácil: nunca es fácil violentar a fondo la naturaleza humana) borrar
fragmentos incluso amplios de la realidad. En la Italia fascista,
la operación de asesinar al diputado socialista Matteotti y acallar
todo el asunto al cabo de pocos meses dio buen resultado; Hitler,
y su ministro de propaganda Joseph Goebbels, demostraron ser muy
superiores a Mussolini en esta tarea de control y enmascaramiento
de la verdad.
Sin embargo, esconder del pueblo alemán el enorme aparato de los
campos de concentración no era posible, y además (desde el punto
de vista de los nazis) no era deseable. Crear y mantener en el país
una atmósfera de indefinido terror formaba parte de los fines del
nazismo: era bueno que el pueblo supiese que oponerse a Hitler era
extremadamente peligroso. Efectivamente, cientos de miles de alemanes
fueron encerrados en los Lager desde los comienzos del nazismo:
comunistas, socialdemócratas, liberales, judíos, protestantes, católicos,
el país entero lo sabía, y sabía que en los Lager se sufría y se
moría.
No obstante, es cierto que la gran masa de alemanes ignoró siempre
los detalles más atroces de lo que más tarde ocurrió en los Lager:
el exterminio metódico e industrializado en escala de millones,
las cámaras de gas tóxico, los hornos crematorios, el abyecto uso
de los cadáveres, todo esto no debía saberse y, de hecho, pocos
lo supieron antes de terminada la guerra. Para mantener el secreto,
entre otras medidas de precaución, en el lenguaje oficial sólo se
usaban eufemismos cautos y cínicos: no se escribía «exterminación»
sino «solución final», no «deportación» sino «traslado», no «matanza
con gas» sino «tratamiento especial», etcétera. No sin razón, Hitler
temía que estas horrorosas noticias, una vez divulgadas, comprometieran
la fe ciega que le tributaba el país, como así la moral de las tropas
de combate; además, los aliados se habrían enterado y las habrían
utilizado como instrumento de propaganda: cosa que, por otra parte,
ocurrió, si bien a causa de la enormidad de los horrores de los
Lager, descritos repetidamente por la radio de los aliados, no ganaron
el crédito de la gente.
El resumen más convincente de la situación de entonces en Alemania
la he hallado en el libro Der SS Staat (El Estado de la SS), de
Eugen Kogon, ex prisionero en Buchenwald y luego profesor de Ciencias
Políticas en la Universidad de Munich:
¿Qué sabían los alemanes acerca de los campos de concentración?
A más del hecho concreto de su existencia, casi nada, y aún hoy
saben poco. Indudablemente, el método de mantener rigurosamente
secretos los detalles del sistema terrorista, indeterminando así
la angustia y por ende haciéndola mucho más honda, se mostró eficaz.
Como dije en otra parte, incluso muchos funcionarios de la Gestapo
ignoraban qué sucedía dentro de los Lager, a los que, sin embargo,
enviaban sus prisioneros; la mayor parte de los prisioneros mismos
tenían una idea bastante vaga del funcionamiento de su campo y de
los métodos que ahí se empleaban. ¿Cómo iba a conocerlos el pueblo
alemán? Quien ingresaba se encontraba ante un universo abismal,
totalmente nuevo para él: ésta es la mejor demostración de la potencia
y eficacia del secreto.
... Y, sin embargo..., y sin embargo, no había un alemán que no
supiese de la existencia de los campos, o que los considerase sanatorios.
Pocos eran los alemanes que no tenían un pariente o un conocido
en un campo, o que al menos no supiesen que tal o cual persona allí
había sido enviada. Todos los alemanes eran testigos de la multiforme
barbarie antisemita: millones de ellos habían presenciado, con indiferencia
o con curiosidad, con desdén o quizás con maligna alegría, el incendio
de las sinagogas o la humillación de los judíos y judías obligados
a arrodillarse en el fango de la calle. Muchos alemanes habían sabido
algo por las radios extranjeras, y muchos habían estado en contacto
con prisioneros que trabajaban fuera de los campos. No pocos alemanes
habían encontrado, en la calle o en las estaciones de ferrocarril,
filas miserables de detenidos: en una circular fechada el 9 de noviembre
de 1941 y dirigida por el jefe de Policía y de los Servicios de
Seguridad a todas [...] las comisarías de Policía y a los comandantes
de los Lager, se puede leer: «En particular, hemos debido constatar
que durante los traslados a pie, por ejemplo de la estación al campo,
un número apreciable de prisioneros cae muerto en la calle o desvanecido
por agotamiento... Es imposible impedir que la población se entere
de hechos semejantes». Ni siquiera un alemán podía ignorar que las
cárceles estaban llenas a rebosar ni que en todo el país tenían
lugar continuamente ejecuciones capitales; por miles se contaban
los magistrados y funcionarios de policía, abogados, sacerdotes
y asistentes sociales que sabían en términos generales que la situación
era bastante grave. Muchos eran los hombres de negocios que tenían
relaciones de proveedores con la SS de los Lager, los industriales
que solicitaban mano de obra de trabajadores–esclavos a las oficinas
administrativas y económicas de la SS, y los empleados de las oficinas
de empleo que [...] estaban al corriente del hecho de que muchas
grandes sociedades explotaban mano de obra esclava. No eran pocos
los trabajadores que desarrollaban su actividad cerca de los campos
de concentración o incluso dentro de los mismos. Varios profesores
universitarios colaboraban con los centros de investigación médica
instituidos por Himmler, y varios médicos del Estado y de los institutos
privados colaboraban con los asesinos profesionales. Buen número
de miembros de la Aviación Militar habían sido trasladados a los
locales de la SS, y debían seguramente estar al tanto de lo que
allí sucedía. Muchos eran los altos oficiales del Ejército que conocían
las matanzas masivas de prisioneros de guerra rusos en los Lager,
y muchísimos los soldados y miembros de la Policía Militar que debían
conocer con precisión qué horrores espantosos se cometían en los
campos, en los guetos, en las ciudades y zonas rurales de los territorios
orientales ocupados. ¿Es acaso falsa una sola de estas afirmaciones?
A mi modo de ver, ninguna de estas afirmaciones es falsa, pero hay
que agregar otra para completar el cuadro: pese a las varias posibilidades
de informarse, la mayor parte de los alemanes no sabía porque no
quería saber o más: porque quería no saber. Es cierto que el terrorismo
de Estado es un arma muy fuerte a la que es muy difícil resistir,
pero también es cierto que el pueblo alemán, globalmente, ni siquiera
intentó resistir. En la Alemania de Hitler se había difundido una
singular forma de urbanidad: quien sabía no hablaba, quien no sabía
no preguntaba, quien preguntaba no obtenía respuesta. De esta manera
el ciudadano alemán típico conquistaba y defendía su ignorancia,
que le parecía suficiente justificación de su adhesión al nazismo:
cerrando el pico, los ojos y las orejas, se construía la ilusión
de no estar al corriente de nada, y por consiguiente de no ser cómplice,
de todo lo que ocurría ante su puerta.
Saber, y hacer saber, era un modo (quizás tampoco tan peligroso)
de tomar distancia con respecto al nazismo; pienso que el pueblo
alemán, globalmente, no ha usado de ello, y de esta deliberada omisión
lo considero plenamente culpable.
3. ¿Había prisioneros que lograban escapar de los Lager? ¿Cómo es
que no hubo rebeliones en masa?
Estas son preguntas que me hacen muy frecuentemente, y por ello
deben nacer de alguna curiosidad o exigencia particularmente importante.
Mi interpretación es optimista: los jóvenes de hoy sienten la libertad
como un bien al que de ninguna manera se puede renunciar, y por
eso, para ellos, la idea de cárcel está ligada inmediatamente con
la idea de fuga o de rebelión. Por otra parte, es cierto que, según
los códigos militares de muchos países, el prisionero de guerra
ha de intentar liberarse por todos los medios, para volver a ocupar
su puesto de combatiente, y que, según la Convención de La Haya,
el intento de fuga no debe ser castigado. El concepto de evasión
como obligación moral está continuamente reafirmado en la literatura
romántica (¿os acordáis del conde de Montecristo?), en la literatura
popular, en el cine, donde el héroe, injustamente (o justamente)
encarcelado, intenta siempre evadirse, aun en las circunstancias
menos verosímiles, y su tentativa se ve siempre coronada por el
éxito.
Quizás sea bueno resentir la condición de prisionero, la no libertad,
como una condición indebida, anormal: como una enfermedad en fin,
que debe curarse mediante la fuga o la rebelión. Desgraciadamente
este marco se asemeja bastante poco al marco real del campo de concentración.![](ayer/za.jpg)
Los prisioneros que intentaron fugarse, por ejemplo, de Auschwitz,
fueron pocos centenares, y los que lo lograron fueron unas pocas
decenas. La evasión era difícil y extremadamente peligrosa: los
prisioneros estaban debilitados, además de desmoralizados, por el
hambre y los malos tratos, tenían la cabeza rapada, ropa de rayas
inmediatamente identificable, zapatos de madera que impedían el
paso rápido y silencioso; no tenían dinero y, en general, no hablaban
polaco, la lengua local, ni tenían contactos en la región –cuya
geografía por otra parte desconocían–. Además, para reprimir las
fugas se adoptaban represalias feroces: a quien atrapaban lo colgaban
públicamente en la plaza de la Lista, a menudo después de torturarlo
cruelmente; cuando se descubría una fuga, se consideraba a los amigos
del evadido como cómplices suyos y se los dejaba morir de hambre
en las celdas de la prisión, el barracón entero debía permanecer
de pie durante veinticuatro horas y, a veces, se arrestaba y se
deportaba a los Lager a los padres del «culpable».
A los SS que mataban a un prisionero que intentaba huir se les concedía
una licencia premio: por ello solía suceder a menudo que un SS disparase
a un prisionero que no tenía ninguna intención de escapar, únicamente
con el fin de conseguir el premio. Este hecho aumenta artificialmente
el número oficial de casos de fuga registrados en las estadísticas;
como indiqué antes, el número real era en cambio muy pequeño. Dada
esta situación, del campo de Auschwitz se evadieron con éxito sólo
algunos prisioneros polacos «arios» (es decir, no judíos, según
la terminología de entonces) que vivían no muy lejos del Lager y
que por consiguiente tenían una meta a la que encaminarse y la seguridad
de que la población los protegería. En los demás campos las cosas
tuvieron lugar de manera análoga.
Por lo que respecta a la ausencia de rebeliones, se trata de algo
distinto. En primer lugar cabe recordar que en algunos Lager hubo
efectivamente insurrecciones: en Treblinka, en Sobibor y también
en Birkenau, uno de los campos dependientes de Auschwitz. No tuvieron
gran peso numérico: como la parecida insurrección del ghetto de
Varsovia, fueron más bien ejemplos de extraordinaria fuerza moral.
En todos los casos fueron planeadas y dirigidas por prisioneros
de alguna manera privilegiados, por lo tanto en condiciones físicas
y espirituales mejores que las de los prisioneros comunes. Esto
no debe sorprender: sólo a primera vista puede parecer paradójico
que se subleve quien menos sufre. También fuera de los Lager, las
luchas raramente son lideradas por el subproletariado. Los «harapientos»
no se rebelan.
[EN PROTECCION DE LOS
DERECHOS DE AUTOR FINALIZA EL FRAGMENTO DE SI ESTO ES UN HOMBRE]
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