Primo Levi
 ¿Por qué el dolor de cada día se traduce en nuestros sueños en la escena repetida de la narración que nadie escucha? P L



 

Los hundidos y los salvados

Ésta, de la que hemos hablado y hablaremos, es la vida ambigua del Lager. De esta manera dura, estrujados contra el fondo, han vivido muchos hombres de nuestros días, pero todos durante un tiempo relativamente breve; por lo que quizás sea posible preguntarse si realmente merece la pena, y si está bien, que de esta excepcional condición humana quede cualquier clase de recuerdo.
A esta pregunta estoy inclinado a responder afirmativamente. En efecto, estoy persuadido de que ninguna experiencia humana carece de sentido ni es indigna de análisis, y de que, por el contrario, hay valores fundamentales, aunque no siempre positivos, que se pueden deducir de este mundo particular del que estamos hablando. Querría hacer considerar de qué manera el Lager ha sido, también y notoriamente, una gigantesca experiencia biológica y social.
Enciérrense tras la alambrada de púas a millares de individuos diferentes en edades, estado, origen, lengua, cultura y costumbres, y sean sometidos aquí a un régimen de vida constante, controlable, idéntico para todos y por debajo de todas las necesidades: es cuanto de más riguroso habría podido organizar un estudioso para establecer qué es esencial y qué es accesorio en el comportamiento del animal­hombre frente a la lucha por la vida.
No creo en la más obvia y fácil deducción: que el hombre es fundamentalmente brutal, egoísta y estúpido tal y como se comporta cuando toda superestructura civil es eliminada, y que el Häftling no es más que el hombre sin inhibiciones. Pienso más bien que, en cuanto a esto, tan sólo se puede concluir que, frente a la necesidad y el malestar físico oprimente, muchas costumbres e instintos sociales son reducidos al silencio.
Me parece, en cambio, digno de atención este hecho: queda claro que hay entre los hombres dos categorías particularmente bien distintas: los salvados y los hundidos. Otras parejas de contrarios (los buenos y los malos, los sabios y los tontos, los cobardes y los valientes, los desgraciados y los afortunados) son bastante menos definidas, parecen menos congénitas, y sobre todo admiten gradaciones intermedias más numerosas y complejas.
Esta división es mucho menos evidente en la vida común; en ésta no sucede con frecuencia que un hombre se pierda, porque normalmente el hombre no está solo y, en sus altibajos, está unido al destino de sus vecinos; por lo que es excepcional que alguien crezca en poder sin límites o descienda continuamente de derrota en derrota hasta la ruina. Además, cada uno posee por regla general reservas espirituales, físicas e incluso pecuniarias tales, que la eventualidad de un naufragio, de una insuficiencia ante la vida, tiene menor probabilidad. Añádase también la sensible acción de amortiguación que ejerce la ley, y el sentimiento moral, que es una ley interior; en efecto, un país se considera tanto más desarrollado cuanto más sabias y eficientes son las leyes que impiden al miserable ser demasiado miserable y al poderoso ser demasiado poderoso.
Pero en el Lager sucede de otra manera: aquí, la lucha por la supervivencia no tiene remisión porque cada uno está desesperadamente, ferozmente solo. Si un tal Null Achtzehn vacila, no encontrará quien le eche una mano; encontrará más bien a alguien que le eche a un lado, porque nadie está interesado en que un «musulmán» más se arrastre cada día al trabajo: y si alguno, mediante un prodigio de salvaje paciencia y astucia, encuentra una nueva combinación para escurrirse del trabajo más duro, un nuevo arte que le rente unos gramos más de pan, tratará de mantenerla en secreto, y por ello será estimado y respetado, y le producirá un beneficio personal y exclusivo; será más fuerte, y será temido por ello, y quien es temido es, ipso facto, un candidato a sobrevivir.
En la historia y en la vida, parece a veces discernirse una ley feroz que reza: «a quien tiene, le será dado; a quien no tiene, le será quitado». En el Lager, donde el hombre está solo y la lucha por la vida se reduce a su mecanismo primordial, esta ley inicua está abiertamente en vigor, es reconocida por todos. Con los adaptados, con los individuos fuertes y astutos, los mismos jefes mantienen con gusto relaciones, a veces casi de camaradas, porque tal vez esperan obtener más tarde alguna utilidad. Pero a los «musulmanes», a los hombres que se desmoronan, no vale la pena dirigirles la palabra, porque ya se sabe que se lamentarán y contarán lo que comían en su casa. Vale menos aún la pena hacerse amigo suyo, porque no tienen en el campo amistades ilustres, no comen nunca raciones extras, no trabajan en Kommandos ventajosos y no conocen ningún modo secreto de organizarse. Y, finalmente, se sabe que están aquí de paso y que dentro de unas semanas no quedará de ellos más que un puñado de cenizas en cualquier campo no lejano y, en un registro, un número de matrícula vencido. Aunque englobados y arrastrados sin descanso por la muchedumbre innumerable de sus semejantes, sufren y se arrastran en una opaca soledad íntima, y en soledad mueren o desaparecen, sin dejar rastros en la memoria de nadie.
El resultado de este despiadado proceso de selección natural habría podido leerse en las estadísticas del movimiento de los Lager. En Auschwitz, en el año 1944, de los prisioneros judíos veteranos (de los otros no hablaré aquí, porque sus condiciones eran diferentes), kleine Nummer, números bajos inferiores al ciento cincuenta mil, pocos centenares sobrevivían: ninguno de éstos era un vulgar Häftling, que vegetase en los Kommandos vulgares y recibiese la ración normal. Quedaban solamente los médicos, los sastres, los zapateros remendones, los músicos, los cocineros, los jóvenes homosexuales atractivos, los amigos y paisanos de alguna autoridad del campo; además de individuos particularmente crueles, vigorosos e inhumanos, instalados (a consecuencia de la investidura por parte del comando de los SS, que en tal selección demostraban poseer un satánico conocimiento de la humanidad) en los cargos de Kapo, de Blockältester u otros: y, en fin, los que, aunque sin desempeñar funciones especiales, siempre habían logrado, gracias a su astucia y energía, organizarse con éxito, obteniendo así, además de ventaja material y reputación, la indulgencia y estima de los poderosos del campo. Quien no sabe convertirse en un Organisator, Kombinator, Prominenz (¡atroz elocuencia de los términos!) termina pronto en «musulmán». Un tercer camino hay en la vida, donde es más bien la norma; no lo hay en el campo de concentración.
Sucumbir es lo más sencillo: basta cumplir órdenes que se reciben, no comer más que la ración, atenerse a la disciplina del trabajo y del campo. La experiencia ha demostrado que, de este modo, sólo excepcionalmente se puede durar más de tres meses. Todos los «musulmanes» que van al gas tienen la misma historia o, mejor dicho, no tienen historia; han seguido por la pendiente hasta el fondo, naturalmente, como los arroyos que van a dar a la mar. Una vez en el campo, debido a su esencial incapacidad, o por desgracia, o por culpa de cualquier incidente trivial, se han visto arrollados antes de haber podido adaptarse; han sido vencidos antes de empezar, no se ponen a aprender alemán y a discernir nada en el infernal enredo de leyes y de prohibiciones, sino cuando su cuerpo es una ruina, y nada podría salvarlos de la selección o de la muerte por agotamiento. Su vida es breve pero su número es desmesurado; son ellos, los Muselmänner, los hundidos, los cimientos del campo; ellos, la masa anónima, continuamente renovada y siempre idéntica, de no–hombres que marchan y trabajan en silencio, apagada en ellos la llama divina, demasiado vacíos ya para sufrir verdaderamente. Se duda en llamarlos vivos: se duda en llamar muerte a su muerte, ante la que no temen porque están demasiado cansados para comprenderla.
Son los que pueblan mi memoria con su presencia sin rostro, y si pudiese encerrar a todo el mal de nuestro tiempo en una imagen, escogería esta imagen, que me resulta familiar: un hombre demacrado, con la cabeza inclinada y las espaldas encorvadas, en cuya cara y en cuyos ojos no se puede leer ni una huella de pensamiento.
Si los hundidos no tienen historia, y una sola y ancha es la vía de la perdición, las vías de la salvación son, en cambio, muchas, ásperas e impensadas.
La vía maestra, como ya he dicho, es la Prominenz. Prominenten se llaman los funcionarios del campo a partir del director–Häftling (Lagerältester), los Kapos, los cocineros, los enfermeros, los guardias nocturnos, hasta los barrenderos de las barracas y los Scheissminister y Bademeister (encargados de letrinas y duchas). Más especialmente interesan aquí los prominentes judíos puesto que, mientras a los otros se los investía de cargos automáticamente al ingresar en el campo, en virtud de su supremacía natural, los judíos debían intrigar y luchar duramente para obtenerlos.
Los prominentes judíos constituyen un triste y notable fenómeno humano. Convergen en ellos los sufrimientos presentes, pasados y atávicos, y las tradiciones y la educación de hostilidad hacia el extranjero, para convertirlos en monstruos de insociabilidad y de insensibilidad.
Son el típico producto de la estructura del Lager alemán: ofrézcase a algunos individuos en estado de esclavitud una posición privilegiada, cierta comodidad y una buena probabilidad de sobrevivir, exigiéndoles a cambio la traición a la solidaridad natural con sus compañeros, y seguro que habrá quien acepte. Éste será sustraído a la ley común y se convertirá en intangible; será por ello tanto más odiado cuanto mayor poder le haya sido conferido. Cuando le sea confiado el mando de una cuadrilla de desgraciados, con derecho de vida y muerte sobre ellos, será cruel y tiránico porque entenderá que si no lo fuese bastante, otro, considerado más idóneo, ocuparía su puesto. Sucederá además que su capacidad de odiar, que se mantenía viva en dirección a sus opresores, se volverá, irracionalmente, contra los oprimidos, y él se sentirá satisfecho cuando haya descargado en sus subordinados la ofensa recibida de los de arriba.
Me doy cuenta de que todo esto está lejos del cuadro que suele imaginarse de los oprimidos que se unen, si no para resistir, cuando menos para sobrellevar algo. No excluyo que así puede ser cuando la opresión no supera un determinado límite, o quizá cuando el opresor, por inexperiencia o por magnanimidad, lo tolera o lo estimula. Pero advierto que en nuestros días, en todos los países en los que un pueblo ha puesto su pie de invasor, se ha establecido una situación análoga de rivalidad y de odio entre los sometidos; y esto, como otros muchos hechos humanos, se ha podido comprobar en los Lager con particular y cruel evidencia.
Sobre los prominentes no judíos hay menos que decir, aunque fuesen con mucho los más numerosos (ningún Häftling «ario» carecía de un cargo, aunque fuese modesto). Que hayan sido estúpidos y bestiales resulta natural si se piensa que la mayor parte eran criminales comunes escogidos en las cárceles alemanas con vistas a su empleo como vigilantes en los campos para judíos; y pienso que ésta fue una elección muy cuidadosa, porque me niego a creer que los escuálidos ejemplares humanos a los que vi en acción representen al tipo medio, no de los alemanes en general, sino tampoco de los presidiarios alemanes en particular. Es más difícil explicarse cómo en Auschwitz los prominentes políticos alemanes, polacos y rusos rivalizasen en brutalidad con los reos comunes. Pero es bien sabido que en Alemania el calificativo de delito político se aplicaba también a hechos tales como el comercio clandestino, las relaciones ilícitas con judías, y los hurtos en perjuicio de funcionarios del Partido. Los políticos «verdaderos» vivían y morían en otros campos, de nombre ahora tristemente famoso, en condiciones notoriamente durísimas, pero diferentes en muchos aspectos de las aquí descritas.
Pero además de los funcionarios propiamente dichos, hay otra vasta categoría de prisioneros que, no favorecidos inicialmente por el destino, luchan tan sólo con sus fuerzas por sobrevivir. Hay que remontar la corriente; dar la batalla todos los días al hambre, al frío y a la consiguiente inercia; resistirse a los enemigos y no apiadarse de los rivales; aguzar el ingenio, ejercitar la paciencia, fortalecer la voluntad. O, también, acallar la dignidad y apagar la luz de la conciencia, bajar al campo como brutos contra otros brutos, dejarse guiar por las insospechadas fuerzas subterráneas que sostienen a las estirpes y a los individuos en los tiempos crueles. Muchísimos han sido los caminos imaginados y seguidos por nosotros para no morir: tantos como son los caracteres humanos. Todos suponen una lucha extenuadora de cada uno contra todos, y muchos, una suma no pequeña de aberraciones y de compromisos. El sobrevivir sin haber renunciado a nada del mundo moral propio, a no ser debido a poderosas y directas intervenciones de la fortuna, no ha sido concedido más que a poquísimos individuos superiores, de la madera de los mártires y de los santos.
En cuántos modos es posible acceder a la salvación, procuraré demostrarlo contando las historias de Schepschel, Alfred L., Elías y Henri.

Schepschel vive en el Lager desde hace cuatro años. Ha visto morir a su alrededor a decenas de millares de sus semejantes a partir del pogromo que lo ha sacado de su pueblo en Galitzia. Tenía mujer y cinco hijos, y un próspero negocio de guarnicionería, pero desde hace mucho tiempo ha dejado de pensar en sí mismo más que como un saco que debe ser llenado periódicamente. Schepschel no es muy robusto, ni muy valiente, ni muy malo; ni siquiera es particularmente astuto, y nunca ha encontrado un empleo que le conceda un poco de respiro, sino que se ha reducido a los expedientes ocasionales e intermitentes, a las kombinacje, como aquí las llaman.
De vez en cuando roba en la Buna una escoba y se la vende al Blockältester, cuando consigue ahorrar un poco de capital–pan, arrienda las herramientas del remendón del Block, que es su paisano, y trabaja un poco por su cuenta; sabe hacer tirantes con cable eléctrico trenzado; Sigi me ha dicho que durante el descanso de mediodía lo ha visto cantar y bailar delante de la barraca de los obreros eslovacos, que lo recompensan a veces con las sobras de su potaje.
Dicho esto, uno puede sentirse inclinado a pensar en Schepschel con indulgente simpatía, como en un mezquino cuyo espíritu no alberga más que un humilde y elemental deseo de vivir, y que lleva adelante valerosamente su pequeña lucha para no sucumbir. Pero Schepschel no es una excepción, y cuando se presentó la ocasión no dudó en hacer condenar a la fustigación a Moischl que había sido su cómplice en un hurto en la cocina, con la esperanza mal fundada de hacer méritos ante los ojos del Blockältester y de promover su candidatura al puesto de lavador de marmitas.

La historia del ingeniero Alfred L. demuestra, entre otras cosas, cuán vano es el mito de la igualdad original de los hombres.
L. dirigía en su país una importantísima fábrica de productos químicos, y su nombre era (y es) conocido en los ambientes industriales de Europa. Era un hombre robusto de unos cincuenta años; no sé cómo fue arrestado, pero en el campo había entrado como entraban todos: desnudo, solo y desconocido. Cuando yo lo conocí estaba muy echado a perder, pero conservaba en la cara los rasgos de una energía disciplinada y metódica; en aquel tiempo, sus privilegios se limitaban a la limpieza diaria de la marmita de los obreros polacos; este trabajo, del que había obtenido no sé cómo la exclusividad, le rendía media escudilla de sopa al día. No bastaba ciertamente esto para satisfacer su hambre; sin embargo, nadie lo había oído nunca lamentarse. Por el contrario, las palabras que dejaba caer eran tales como para hacer pensar en grandiosos recursos secretos, en una «organización» sólida y fructífera.
Cosa que su aspecto confirmaba. L. tenía «una línea»: las manos y la cara siempre perfectamente limpias, tenía la rarísima abnegación de lavarse cada quince días la camisa, sin esperar al cambio bimestral (hagamos notar aquí que lavar la camisa quiere decir encontrar el jabón, encontrar tiempo, encontrar sitio en el lavadero lleno de gente; avenirse a vigilar atentamente, sin desviar los ojos un instante, la camisa mojada, y ponérsela, naturalmente, todavía mojada, a la hora de silencio, en la que se apagan las luces); tenía un par de chanclos de madera para ir a la ducha y, finalmente, su traje a rayas era singularmente apropiado para su talla, limpio y nuevo. L. se había procurado en sustancia todo el aspecto de prominente bastante antes de serlo: ya que sólo mucho tiempo después he sabido que toda esta ostentación de prosperidad se la había sabido ganar L. con increíble tenacidad, pagando cada una de las adquisiciones y servicios con el pan de su misma ración, y constriñéndose así a un régimen de privaciones suplementarias.
Su plan era para un futuro lejano, lo que es tanto más notable cuanto que había sido concebido en un ambiente en el que dominaba la mentalidad de lo provisional; y L. lo llevó a cabo con rígida disciplina interior, sin piedad para consigo mismo ni, con más razón, para con los compañeros que se le cruzaban en el camino. L. sabía que entre el ser considerado poderoso y el llegar a serlo, el paso es corto y que, en todas partes, pero particularmente en medio de la general nivelación del Lager, un aspecto respetable es la mejor garantía de ser respetado. Dedicó todos sus cuidados a no ser confundido con el rebaño: trabajaba con ímpetu ostentoso, exhortando también en ocasiones a los compañeros con tono persuasivo y deprecatorio; evitaba la lucha cotidiana por el mejor puesto en la cola del rancho y se adaptaba a recibir todos los días la primera ración, notoriamente más líquida, de modo que el Blockältester lo advirtiese por su disciplina. Para completar su despego, en las relaciones con los compañeros se comportaba siempre con la mayor cortesía compatible con su egoísmo, que era absoluto.
Cuando fue constituido, como se dirá, el Kommando Químico, L. comprendió que su hora había sonado: no necesitaba sino su ropa limpia y su cara magra, sí, pero afeitada, en medio del rebaño de colegas sórdidos y desaliñados, para convencer inmediatamente al Kapo y al Arbeitsdienst de que era un auténtico salvado, un prominente en potencia; por lo que (a quien tiene, le será dado) fue inmediatamente promovido a «especializado», nombrado jefe técnico del Kommando, y adoptado por la dirección de la Buna como analista del laboratorio de la sección de estiroleno. Fue encargado en seguida de ir inspeccionando las nuevas adquisiciones del Kommando Químico, para juzgar sobre su habilidad profesional, lo que hizo siempre con extremado rigor, especialmente de cara a aquellos en quienes barruntaba posibles futuros competidores.
Ignoro la continuación de su historia, pero me parece muy probable que haya escapado a la muerte y viva hoy su fría vida de dominador resuelto y sin alegría.

Elías Lindzin, 141565, cayó un día, inexplicablemente, en el Kommando Químico. Era un enano, de no más de un metro y medio, pero nunca he visto musculatura como la suya. Cuando está desnudo, se le ve cada uno de sus músculos trabajar bajo la piel, potente y móvil como un animal independiente; agrandado sin alterar sus proporciones, su cuerpo sería un buen modelo para Hércules: pero no hay que mirarle la cabeza.
Bajo el cuero cabelludo, las suturas craneanas sobresalen desmesuradas. El cráneo es macizo y da la impresión de ser de metal o de piedra; se ve el limite negro de los pelos cortados apenas a un dedo por encima de las cejas. La nariz, la barbilla, la frente, los pómulos, son duros y compactos, toda la cara parece una cabeza de ariete, un instrumento hecho para golpear. De su persona emana un aire de vigor bestial.
Ver trabajar a Elías es un espectáculo desconcertante; los Meister polacos, los mismos alemanes se paran a veces para admirar a Elías en acción. Parece que nada le resulta imposible. Mientras nosotros acarreamos a duras penas un saco de cemento, Elías carga con dos, luego tres, luego cuatro, manteniéndolos en equilibrio no se sabe cómo, y mientras anda rápidamente sobre las piernas cortas y enanas, hace muecas bajo la carga, se ríe, insulta, ruge y canta sin parar, como si tuviese pulmones de bronce. Elías, a pesar de los chanclos de madera, se encarama como un simio en los andamios y corre seguro por las vigas suspensas en el vacío; lleva seis ladrillos por vez basculándole en la cabeza; sabe hacerse una cuchara de un pedazo de chapa, y un cuchillo de desecho de acero; encuentra por doquier papel, leña y carbón seco y sabe encender en pocos instantes un fuego, incluso bajo la lluvia. Sabe el oficio de sastre, el de carpintero, el de zapatero, el de barbero; escupe a distancias increíbles; canta, con voz de bajo no desagradable, canciones polacas y yiddish nunca oídas antes; puede ingerir seis, ocho, diez litros de sopa sin vomitar y sin tener diarrea, y reanuda el trabajo inmediatamente después. Sabe hacer que le salga entre los hombros una gruesa joroba y camina alrededor de la barraca patituerto y contrahecho, chillando y declamando de manera incomprensible, entre las risas de los poderosos del campo. Lo he visto luchar con un polaco que le llevaba una cabeza y derribarlo de un cabezazo en el estómago, potente y preciso como una catapulta. Jamás lo he visto descansar, nunca lo he visto callado o quieto, no lo he sabido herido o enfermo.
De su vida de hombre libre nadie sabe nada; por lo demás, representarse a Elías en traje de hombre libre exige un profundo esfuerzo de la fantasía y de la inducción. No habla más que polaco y el yiddish torvo y deforme de Varsovia; además, es imposible conversar con él de manera coherente. Podría tener veinte o cuarenta años; generalmente dice que tiene treinta y tres y que ha tenido diecisiete hijos; lo que no es inverosímil. Habla continuamente de los temas más distintos; siempre con voz tonante, con acento oratorio, con violenta mímica de esquizofrénico. Como si siempre se dirigiese a un público muy nutrido: y, como es natural, el público no le falta nunca. Los que entienden su lenguaje se beben sus palabras declamatorias retorciéndose de risa, le golpean los hombros duros entusiasmados, lo estimulan a proseguir; mientras él, feroz y enfurruñado, se revuelve como una fiera entre el corro de espectadores, apostrofando ora a éste ora a aquél; de repente coge a uno por el pecho con su pequeña garra ganchuda, lo atrae hacia sí irresistiblemente, le vomita en la cara atónita una incomprensible invectiva, después lo arroja hacia atrás como si fuese una gavilla y, entre aplausos y risas, con los brazos alzados hacia el cielo como un pequeño y monstruoso profeta, continúa su discurso furibundo y enloquecido.
Su fama de trabajador excepcional se difundió bastante pronto y, gracias a la absurda ley del Lager, desde entonces dejó prácticamente de trabajar. Su trabajo era directamente solicitado por el Meister para aquellas faenas tan sólo en las que fuesen necesarios una pericia y un vigor particulares. Aparte de estas prestaciones, vigilaba, insolente y violento, nuestra vulgar faena cotidiana, eclipsándose con frecuencia para hacer misteriosas visitas aventureras en quién sabe qué rincones del tajo, de donde volvía con grandes bultos en los bolsillos y frecuentemente con el estómago visiblemente lleno.

Elías es natural e inocentemente ladrón: manifiesta en esto la instintiva astucia de los animales salvajes. Nunca es cogido con las manos en la masa, porque no roba más que cuando se presenta una ocasión segura: pero cuando ésta se presenta, Elías roba, fatal y previsiblemente, como cae una piedra que se arroja. Aparte el hecho de que es difícil sorprenderlo, es claro que de nada serviría castigarlo por sus hurtos, puesto que no son más que un acto vital como cualquier otro, como respirar y dormir.
Puede preguntarse uno ahora qué clase de hombre es este Elías. Si se trata de un loco, incomprensible y extrahumano, que ha acabado en el Lager por casualidad. Si es un atavismo, extraño a nuestro mundo moderno y mejor adaptado a las primordiales condiciones de vida del campo. O si, por el contrario, no será un producto del campo, el que todos nosotros acabaremos por ser si es que en el campo no morimos, si no se acaba antes el mismo campo.
Hay algo de verdad en las tres suposiciones. Elías ha sobrevivido a la destrucción de afuera porque es físicamente indestructible; ha resistido a la aniquilación interior porque es un demente. Es, pues, en primer lugar, un superviviente: es el más adaptado, el ejemplar humano más idóneo para este modo de vivir.
Si Elías recobra la libertad se verá confinado al margen del consorcio humano, en una cárcel o en un manicomio. Pero aquí, en el Lager, no hay criminales ni locos: no hay criminales porque no hay una ley moral que infringir; no hay locos porque estamos programados y toda acción nuestra es, en cuanto a tiempo y lugar, sensiblemente la única posible. En el Lager Elías prospera y triunfa. Es un buen trabajador y un buen organizador, y por esta doble razón está asegurado contra las selecciones y es respetado por los jefes y los compañeros. Para quien no tenga sólidos remedios internos, para quien no sepa sacar de la conciencia de sí mismo la fuerza necesaria para aferrarse a la vida, el único camino de salvación conduce a Elías: a la demencia y a la bestialidad traicionera. Ninguno de los demás caminos tiene salida.
Dicho esto, quizás alguien se vería tentado a sacar conclusiones, y hasta a deducir normas, para la vida cotidiana. ¿No habrá alrededor de nosotros algunos Elías más o menos consumados? ¿No vemos vivir a individuos sin objetivo ninguno, y negados a toda forma de autocontrol y de conciencia?; éstos no viven a pesar de estos fallos, sino, precisamente, como Elías, en función de ellos.
La cuestión es grave, y no será ulteriormente discutida, porque éstas quieren ser historias del Lager, y sobre el hombre de fuera del Lager ya se ha escrito mucho. Pero aún me gustaría añadir algo: Elías, por cuanto me es posible juzgar desde fuera, y por cuanto la frase pueda tener de significativo, Elías era verosímilmente un individuo feliz.

Henri es en cambio eminentemente social y culto, y su estilo de supervivencia en el Lager cuenta con una teoría completa y orgánica. Sólo tiene veintidós años; es inteligentísimo, habla francés, alemán, inglés y ruso, tiene una óptima cultura científica y literaria. Su hermano ha muerto en Buna el invierno pasado, y desde aquel día Henri se ha desvinculado de todo afecto; se ha encerrado en sí mismo como en una coraza y lucha para vivir sin distraerse, con todos los recursos que puede obtener de su inteligencia pronta y de su educación refinada. Según la teoría de Henri, para huir de la aniquilación tres son los métodos que el hombre puede poner en práctica sin dejar de ser digno de llamarse hombre: la organización, la compasión y el hurto.
Él mismo practica los tres. Nadie es mejor estratega que Henri para sonsacar («cultivar» dice él) a los prisioneros de guerra ingleses. Éstos se convierten, en sus manos, en auténticas gallinas de los huevos de oro: piénsese que del cambio de un solo cigarrillo inglés se obtiene lo suficiente para el hambre de todo un día. Henri ha sido sorprendido un día en el momento de comerse un auténtico huevo duro.
El tráfico de las mercancías de procedencia inglesa es un monopolio de Henri, y hasta aquí se trata de organización; pero su instrumento de penetración, con los ingleses y con los demás, es la piedad. Henri tiene el cuerpo y la cara delicados y sutilmente perversos del San Sebastián del Sodoma: sus ojos son negros y profundos, todavía no tiene barba, se mueve con lánguida y natural elegancia (aunque cuando es necesario sabe correr y saltar como un gato, y la capacidad de su estómago es apenas inferior a la de Elías). Henri tiene perfecta conciencia de sus dotes naturales, y les saca partido con la fría competencia de quien maneja un instrumento científico: los resultados son sorprendentes. Se trata, en el fondo, de un descubrimiento: Henri ha descubierto que la compasión, siendo un sentimiento primario e irreflexivo, se compagina bastante bien, si es hábilmente instilada, incluso con los ánimos primitivos de los brutos que nos mandan, de los mismos que no tienen reparo en derribarnos a golpes sin porqué, y a patearnos una vez en el suelo, y no se le ha escapado la gran importancia práctica de este descubrimiento, sobre el que ha montado su industria personal.
Como el icneumón paraliza a las gordas orugas peludas hiriéndolas en su único ganglio vulnerable, así aprecia Henri, con una mirada, al sujeto, son type; le habla brevemente, a cada uno con el lenguaje apropiado, y el type es conquistado: escucha con creciente simpatía, se conmueve con la suerte del joven desventurado, y no hace falta mucho tiempo para que empiece a rendirle provecho.
No hay alma tan endurecida en la que Henri no consiga abrir brecha, si se pone a ello seriamente. En el Lager, y también en la Buna, sus protectores son numerosísimos: soldados ingleses, obreros civiles franceses, ucranianos, polacos; «políticos» alemanes: cuatro Blockälteste por lo menos, un cocinero, hasta un SS. Pero su campo preferido es el Ka–Be, en el Ka–Be tiene entrada libre, el doctor Citron y el doctor Weiss son, más que sus protectores, sus amigos, y lo asilan cuando quiere y con el diagnóstico que quiere. Eso sucede especialmente a la vista de las selecciones y en los períodos de trabajo más gravosos: a «invernar», dice él.
Disponiendo de tan importantes amistades, es natural que Henri raramente se vea reducido a la tercera vía, al hurto; por otra parte, se comprende que, sobre este asunto, no se confíe de buena gana.
Es muy agradable conversar con Henri en los momentos de descanso. Hasta es útil: nada hay en el campo que no conozca y sobre lo que no haya hablado a su modo exacto y coherente. De sus conquistas habla con educada modestia como de presas de poca cuenta, pero se extiende con gusto cuando explica el cálculo que lo ha llevado a aproximarse a Hans preguntándole por el hijo que tiene en el frente, y a Otto enseñándole las cicatrices que tiene en las espinillas.
Hablar con Henri es útil y agradable; hasta sucede a veces que al oírle afectuoso y cercano parece posible una comunicación, quizás hasta un afecto; parece hasta percibirse el fondo humano, doliente y cómplice de su personalidad no común. Pero al momento siguiente su sonrisa triste se hiela en una mueca triste que parece estudiada ante un espejo; Henri pide cortésmente perdón («...j’ai quelque chose á faire», «...j’ai quelqu’un á voir»), y helo de nuevo enteramente entregado a su caza y a su lucha: duro y lejano, encerrado en su coraza, enemigo de todos, inhumanamente listo e incomprensible como la Serpiente del Génesis.
De todos los coloquios con Henri, incluso de los más cordiales, he salido siempre con una ligera sensación de derrota; con la sospecha confusa de haber sido yo también, de alguna manera inadvertida, no un hombre frente a él, sino un instrumento en sus manos.
Hoy sé que Henri está vivo. Daría cualquier cosa por saber de su vida de hombre libre, pero no quiero volver a verlo.

EXAMEN DE QUÍMICA

El Kommando 98, llamado Kommando Químico, habría debido ser un departamento de especialistas. El día en que se anunció oficialmente su constitución un flaco grupo de quince Häftlinge se reunió con el nuevo Kapo, en la plaza de la Lista, a la luz gris del alba.
Fue el primer chasco: era otra vez un «triángulo verde»; un delincuente profesional, el Arbeitsdienst no había juzgado necesario que el Kapo del Kommando Químico fuese un químico. Inútil gastar saliva en hacerle preguntas, no habría respondido, o respondido con gritos y patadas. Por lo demás, tranquilizaba su apariencia no demasiado robusta y su estatura inferior a la media.
Pronunció un breve discurso en desgarrado alemán de cuartel y el chasco quedó confirmado. Aquéllos eran, pues, los químicos: bueno, él era Alex, y si pensaban entrar en el paraíso, se equivocaban. En primer lugar, hasta el día del principio de la producción, el Kommando 98 no sería más que un vulgar Kommando de transportes agregado al almacén de Cloruro de Magnesio. Después, si se creían, por ser Intelligenten, intelectuales, que iban a jugar con él, Alex, un Reichsdeutscher, bien, Herrgottsacrament, él les haría ver, los iba a... (y, con el puño cerrado y el índice tieso, cortaba el aire de través con el gesto de amenaza de los alemanes); y finalmente, no debían pensar en engañar a nadie, si alguno se había presentado como químico sin serlo; un examen, sí señores, uno de los próximos días; un examen de química, ante el triunvirato del Departamento de Polimerización: el Doktor Hagen, el Doktor Probst y el Doktor Ingenieur Pannwitz.
Con lo que, meine Herren, se había perdido ya bastante tiempo, los Kommandos 96 y 97 ya estaban funcionando, al frente marchen y, para empezar, quien no caminase al paso y alineado tendría que vérselas con él.
Era un Kapo como todos los demás Kapos.
Al salir del Lager, ante la banda de música y el puesto de conteo de los SS, se marcha en filas de cinco, con la gorra en la mano, los brazos colgando inmóviles a lo largo de los costados y el cuello tieso, y no se debe hablar. Después se va en formación de tres, y entonces se puede tratar de cambiar algunas palabras a través del repiqueteo de los diez mil pares de zuecos de madera.
¿Quiénes son estos químicos compañeros míos? Junto a mí camina Alberto, es estudiante de tercer año, también esta vez ha logrado que no nos separemos.
Al tercero a mi izquierda no lo he visto nunca, parece muy joven, es pálido como la cera, tiene el número de los holandeses. También las tres filas de delante de mí son nuevas. Detrás, es peligroso volverse, podría perderse el paso y tropezar; pero pruebo durante un momento, he visto la cara de Iss Clausner.
Mientras se anda no hay tiempo de pensar, hay que tener cuidado de no sacarle los zuecos al que cojea delante y de no hacérselos sacar uno por el que renquea detrás; de vez en cuando hay un cable que salvar, un charco viscoso que evitar. Sé dónde estamos, por aquí ya he pasado con mi Kommando anterior, es la H–Strasse, la calle de los almacenes. Se lo digo a Alberto: vamos de verdad al Cloruro de Magnesio, por lo menos esto no ha sido un cuento.
Hemos llegado, bajamos a un vasto sótano húmedo y lleno de corrientes de aire; ésta es la sede del Kommando, la que aquí se llama Bude. El Kapo nos divide en tres escuadras; cuatro para descargar los sacos del vagón, siete para traerlos abajo, cuatro para apilarlos en el almacén. Estos últimos somos yo, Alberto, Iss y el holandés.
Por fin se puede hablar, y a cada uno de nosotros lo que ha dicho Alex nos parece el sueño de un loco.
Con nuestras caras vacías, con nuestras cabezas rapadas, con estos trajes vergonzosos, dar un examen de química.
Y será en alemán, evidentemente; y deberemos comparecer ante cualquier rubio Ario Doktor con la esperanza de no tener que sonarnos, porque quizás no sepa que no tenemos pañuelo, y seguro que no se podrá explicárselo. Y tendremos encima a nuestra vieja compañera, el hambre, y nos esforzaremos en que no nos tiemblen las piernas, y él notará nuestro olor, al que ya estamos acostumbrados, pero que nos persigue los primeros días; el olor de las coles y de los nabos crudos, cocidos y digeridos.
Así es, nos asegura Clausner. ¿Tienen los alemanes tanta necesidad de productos químicos? ¿O es un nuevo truco, una nueva máquina pour fair chier les Juifs? ¿Se dan cuenta de la prueba grotesca y absurda a que van a someternos, a los que ya no estamos vivos, a los que estamos medio locos en la triste espera de la nada?
Clausner me enseña el fondo de su escudilla. Allí donde los demás graban su número, y Alberto y yo hemos grabado nuestro nombre, Clausner ha escrito: Ne pas chercher á comprendre.
Aunque no pensamos más que unos minutos al día, y de una manera despegada y exterior, sabemos bien que vamos a acabar en la selección. Yo sé que no soy del paño de los que aguantan, soy demasiado culto, pienso todavía demasiado, me consumo con el trabajo. Y ahora sé también que me salvaré si me convierto en Especialista, y me convertiré en Especialista si supero un examen de química.
Hoy, este verdadero hoy en el que estoy sentado a una mesa y escribo, yo mismo no estoy convencido de que estas cosas hayan sucedido de verdad.
.Pasaron tres días, tres de los acostumbrados días inmemorables, tan largos mientras pasaban y tan breves después de haber pasado, y ya todos se habían cansado de creer en el examen de química.
El Kommando se reducía ya a doce hombres: tres habían desaparecido de la manera allí acostumbrada, quizás en la barraca de al lado, tal vez borrados del mundo. De los doce, cinco no eran químicos; los cinco le habían pedido en seguida a Alex volver a sus anteriores Kommandos. No evitaron los golpes, pero inesperadamente, y quién sabe por qué autoridad, se decidió que se quedasen como auxiliares del Kommando Químico.
Vino Alex a la bodega del Cloromagnesio y nos llamó afuera a los siete para que fuésemos a dar examen. Henos, como siete polluelos torpes detrás de la clueca, siguiendo a Alex por la escalerilla del Polymerisations–Büro. Estamos en el rellano, una chapa en la puerta con los tres nombres famosos. Alex llama tímidamente, se quita la gorra, entra; se oye una voz sosegada; Alex sale:
–Ruhe, jetzt. Warten (esperad en silencio).
De esto, estamos contentos. Cuando se espera, el tiempo pasa solo, sin que haya que empujarlo, pero, en cambio, cuando se trabaja, cada minuto nos atraviesa fatigosamente y debe ser expulsado laboriosamente. Siempre estamos contentos de esperar, somos capaces de esperar durante horas con la completa y obtusa inercia de las arañas en las viejas telas.
Alex está nervioso, pasea de acá para allá, y nosotros nos apartamos a su paso. También nosotros, cada uno a su manera, estamos inquietos; sólo Mendi no lo está. Mendi es rabino; es de la Rusia subcarpática, de aquel ovillo de pueblos en el que cada uno habla por lo menos tres lenguas, y Mendi habla siete. Sabe muchísimas cosas, además de rabino y sionista militante, y glotólogo, ha sido partigiano y es doctor en leyes; no es químico pero quiere probar también, es un hombrecillo tenaz, valiente y agudo.
Bálla tiene un lápiz y todos están a su lado. No estamos seguros de si sabremos todavía escribir, nos gustaría probar.
Kohlenwasserstoffe, Massenwirkungsgesetz. Me afloran los nombres alemanes de las composiciones químicas y de las leyes: estoy agradecido a mi cerebro, no me he ocupado mucho de él y, sin embargo, todavía me sirve tan bien...
He aquí a Alex. Yo soy un químico: ¿qué tengo que ver con este Alex? Se planta delante de mí, me compone el cuello de la chaqueta, me quita la gorra y me la encasqueta bien, después da un paso atrás, escudriña el resultado con aire disgustado y me vuelve la espalda refunfuñando:
–Was für ein Muselmann Zugang? (¡qué nueva desaliñada adquisición!).
La puerta se ha abierto. Los tres doctores han decidido que seis candidatos pasarán por la mañana. El séptimo, no. El séptimo soy yo, tengo el número de matrícula más alto, me toca volver al trabajo. Sólo por la tarde viene Alex a sacarme; qué desdicha, no podré hablar con los otros para saber «qué preguntas hacen».
Esta vez va de veras. Por la escalera, Alex me mira torvamente, se siente de algún modo responsable de mi aspecto miserable. Me odia porque soy italiano, porque soy judío y porque, de entre todos, soy el que más se aparta de su caporalesco ideal viril. Por analogía, aunque sin entender nada, y orgulloso de esta incompetencia suya, ostenta una profunda desconfianza en cuanto a mis probabilidades en el examen.
Hemos entrado. El Doktor Pannwitz está solo, Alex, con la gorra en la mano, le habla a media voz:
–... un italiano, sólo tres meses en el Lager, ya medio kaputt... Er sagt er ist Chemiker... –pero él, Alex, parece que tiene sus reservas al respecto.
Alex es despedido en seguida y relegado aparte, y yo me siento como Edipo ante la Esfinge. Mis ideas no son claras, y también me doy cuenta en este momento de que la apuesta es grande; y, sin embargo, experimento un loco impulso de desaparecer, de sustraerme a la prueba.
Pannwitz es alto, delgado, rubio; tiene los ojos, el pelo y la nariz como todos los alemanes deben tenerlos, y está formidablemente sentado detrás de un complicado escritorio. Yo, Häftling 174517, estoy en pie en su estudio, que es un verdadero estudio, que brilla de limpio y ordenado, y me parece que voy a dejar una mancha sucia donde tenga que tocar.
Cuando hubo terminado de escribir, levantó los ojos y me miró.
Desde aquel día he pensado en el Doktor Pannwitz muchas veces y de muchas maneras. Me he preguntado cuál sería su funcionamiento íntimo de hombre; cómo llenaría su tiempo fuera de la Polimerización y de la conciencia indogermánica; sobre todo, cuando he vuelto a ser hombre libre, he deseado encontrarlo otra vez, y no ya por venganza sino sólo por mi curiosidad frente al alma humana.
Porque aquella mirada no se cruzó entre dos hombres; y si yo supiese explicar a fondo la naturaleza de aquella mirada, intercambiada como a través de la pared de vidrio de un acuario entre dos seres que viven en medios diferentes, habría explicado también la esencia de la gran locura de la tercera Alemania.
Lo que todos nosotros pensábamos y decíamos de los alemanes se percibió en aquel momento de manera inmediata.
El cerebro que controlaba aquellos ojos azules y aquellas manos cuidadas decía: «Esto que hay ante mí pertenece a un género al que es obviamente indicado suprimir. En este caso particular, conviene primero cerciorarse de que no contiene ningún elemento utilizable». Y en mi cabeza, como pepitas en una calabaza vacía: «Los ojos azules y el pelo rubio son esencialmente malvados. Ninguna comunicación posible. Soy especialista en química minera. Soy especialista en síntesis orgánica. Soy especialista...».
Y comenzó el interrogatorio, mientras Alex bostezaba y refunfuñaba en su rincón, Alex, el tercer ejemplar zoológico.
–Wo sind Sie Geboren? –me trata de Sie, de usted: el Doktor Ingenieur Pannwitz no tiene sentido del humor. Maldito sea, no hace el más mínimo es fuerzo por hablar un alemán un poco comprensible.
–Me he doctorado en Turín el 1941, summa cum laude –y, mientras lo digo, tengo la exacta sensación de no ser creído, a decir la verdad no, lo creo yo mismo, basta mirar mis manos sucias y llagadas, mis pantalones de forzado con costras de fango.
Y, sin embargo, soy yo mismo, el doctor de Turín, es más, particularmente en este momento es imposible dudar de mi identidad con él, puesto que el depósito de recuerdos de química orgánica, incluso después de la larga inercia, responde a mis instancias con inesperada docilidad; y, también, esta ebriedad lúcida, esta exaltación que siento cálida por mis venas, cómo la reconozco, es la fiebre de los exámenes, mi fiebre de mis exámenes, aquella espontánea movilización de todas las facultades lógicas que tanto me envidiaban mis compañeros de facultad.
El examen está saliendo bien. Conforme me voy dando cuenta, me parece que aumento de estatura. Ahora me pregunta sobre qué tema he hecho la tesis de doctorado. Debo hacer un esfuerzo violento para suscitar estas secuencias de recuerdos tan profundamente lejanas: es como si tratase de recordar acontecimientos de una encarnación anterior.
Hay algo que me protege. Mis pobres viejas «Medidas de constantes dieléctricas» interesan especialmente a este ario rubio de existencia segura: me pregunta si sé inglés, me enseña el libro de Gattermann, y también esto es absurdo e inverosímil, que allá, al otro lado del alambre espinoso, exista un Gattermann idéntico en todo al que yo estudiaba en Italia, durante el cuarto curso, en mi casa.
Se acabó: la excitación que me ha sostenido a lo largo de toda la prueba cede de golpe y contemplo entontecido la mano de piel rubia que, con signos incomprensibles, escribe mi destino en la página blanca.
–Los, ab.!
Alex vuelve a entrar en escena, estoy de nuevo bajo su jurisdicción. Saluda a Pannwitz con un taconazo, y no obtiene a cambio más que un levísimo gesto de los párpados. Titubeo durante un momento en busca de una fórmula de despedida apropiada: en vano, en alemán sé decir comer, trabajar, robar, morir también sé decir ácido sulfúrico, presión atmosférica y generador de ondas cortas, pero no sé como se puede saludar a una persona de respeto.
Henos de nuevo en la escalera. Alex salta los peldaños, lleva zapatos de piel porque no es judío, va tan ligero sobre sus pies como los diablos de Malasbolsas.
Se vuelve desde abajo mirándome torvamente, mientras bajo torpe y ruidoso con mis zuecos desparejados y enormes, agarrándome a la barandilla como un viejo.
Parece que la cosa ha salido bien, pero sería insensato hacerse ilusiones. Conozco lo bastante el Lager para saber que no se deben aventurar nunca previsiones, en especial si son optimistas. Lo que es cierto es que he pasado un día sin trabajar y que esta noche tendré un poco menos de hambre, y ésta es una ventaja concreta y que ya me he asegurado.
Para volver a la Buna hay que atravesar un espacio lleno de vigas y de armazones metálicos apilados.
El cable de acero de un cabestrante corta el camino, Alex lo agarra para saltarlo, Donnerwetter se mira la mano, negra de grasa viscosa. Mientras tanto he llegado junto a él: sin odio y sin escarnio, Alex restriega la mano por mi espalda, la palma y el dorso, para limpiársela, y se habría asombrado, el inocente bruto Alex, si alguien le hubiese dicho que tomando por patrón esta acción suya yo lo juzgo hoy a él, a él y a Pannwitz y a los innumerables que fueron como él, grandes y pequeños, en Auschwitz y dondequiera.

EL CANTO DE ULISES

Estábamos seis raspando y limpiando el interior de una cisterna subterránea; la luz del día nos llegaba únicamente a través de la pequeña portezuela de entrada. Era un trabajo de lujo, porque nadie nos vigilaba; pero hacía frío y estaba húmedo. El polvo de la herrumbre nos quemaba debajo de los párpados y nos empastaba la garganta y la boca con un sabor casi a sangre.
Osciló la escalerilla de cuerda que colgaba de la portezuela: alguien llegaba. Deutsch apagó el cigarrillo, Goldner despertó a Sivadjan; todos nos pusimos a rascar vigorosamente la sonora pared de planchas.
No era el Vorarbeiter, no era más que Jean, el Pikolo de nuestro Kommando. Jean era un estudiante alsaciano; aunque tenía veinticuatro años, era el Häftling más joven del Kommando Químico. Por eso le había tocado el cargo de Pikolo, es decir de pinche letrado, afecto a la limpieza de la barraca, a la entrega de las herramientas, al lavado de las escudillas, a la contabilidad de las horas de trabajo del Kommando.
Jean hablaba fluidamente francés y alemán: apenas se reconocieron sus zapatos en el peldaño más alto, todos dejaron de raspar.
–Also, Pikolo, was gibt es Neues?
–Qu'est–ce qu'il y a comme soupe aujourd d'hui? ... ¿de qué humor estaba el Kapo? ¿Y el asunto de los veinticinco latigazos a Stern? ¿Qué tal tiempo hacía fuera? ¿Había leído el periódico? ¿A qué olía la cocina civil? ¿Qué hora era?
A Jean lo querían mucho en el Kommando. Hay que saber que el cargo de Pikolo es un grado bastante elevado en la jerarquía de las Prominencias: el Pikolo (que generalmente no tiene más de diecisiete años) no trabaja manualmente, tiene carta blanca en los fondos de la marmita del rancho y puede estar todo el día junto a la estufa: «por eso» tiene derecho a media ración suplementaria y tiene grandes probabilidades de convertirse en amigo y confidente del Kapo, del que recibe oficialmente la ropa y los zapatos usados. Ahora bien, Jean era un Pikolo excepcional. Era despabilado y físicamente robusto, y al mismo tiempo pacífico y amigable: aun conduciendo con tenacidad y coraje su secreta lucha individual contra el campo y contra la muerte, no se olvidaba de mantener relaciones humanas con los compañeros menos privilegiados; por otra parte, había sido tan hábil y perseverante que se había ganado la confianza de Alex, el Kapo.
Alex había cumplido todas sus promesas. Se había mostrado como bicho violento y traidor, acorazado en su sólida y compacta ignorancia y estupidez, excepción hecha de su olfato y su técnica de cómitre experto y consumado. No perdía ocasión de proclamarse orgulloso de su sangre pura y de su triángulo verde, y mostraba un altanero desprecio por sus químicos andrajosos y hambrientos: «Ihr Doktoren! Ihr Intelligenten!», se carcajeaba todos los días al verlos amontonarse con las escudillas tendidas durante la distribución del rancho. Con los Meister civiles era extremadamente dúctil y servil, y con los SS mantenía vínculos de cordial amistad.
Se sentía manifiestamente intimidado por el registro del Kommando y por el informe diario de las prestaciones, y éste era el camino que el Pikolo había escogido para hacérsele necesario. Había sido una faena lenta, cauta y sutil que todo el Kommando había observado durante un mes con el aliento entrecortado; pero, al final, el reducto del puercoespín fue penetrado, y Pikolo confirmado en el cargo, con satisfacción de todos los interesados.
Aun cuando Jean no abusase de su posición, ya habíamos podido comprobar que una palabra suya,dicha con el tono oportuno y en el momento oportuno, surtía gran efecto; ya había servido muchas veces para salvar a alguno de nosotros del látigo o de la denuncia a los SS. Hacía una semana que éramos amigos: nos habíamos encontrado en la excepcional ocasión de una alarma aérea, pero después, víctimas del ritmo feroz, del Lager, no habíamos podido más que saludarnos de pasada, en las letrinas, en el lavadero.

Colgado con una mano de la escala oscilante, me indicó:
–Aujourd'hui c'est Primo qui viendra avec moi chercher la soupe.
Hasta la fecha había sido Stern, el transilvano bizco; ahora, éste había caído en desgracia por no sé qué historia de escobas robadas en el almacén, y Pikolo había conseguido hacer triunfar mi candidatura como ayuda en el Essenholen, en la corvée cotidiana del rancho.
Trepó afuera, y yo lo seguí, batiendo los párpados en el esplendor del día. Estaba templado, el sol levantaba de la tierra grasienta un ligero color a barniz y a alquitrán que me recordaba a una playa cualquiera de mi infancia. Pikolo me dio uno de los dos palos y echamos a andar bajo un claro cielo de junio.
Empezaba a darle las gracias, pero me interrumpió, no hacía falta. Se veían los Cárpatos cubiertos de nieve. Respiré el aire fresco, me sentía insólitamente ligero.
–Tu es fou de marcher si vite. On a le temps, tu sais.
El rancho se retiraba a un kilómetro de distancia; había que volver después con la marmita de cincuenta kilos enfilada en los palos. Era un trabajo bastante pesado pero suponía una agradable marcha de ida sin carga, y la ocasión, siempre deseable, de acercarse a las cocinas.
Acortamos el paso. Pikolo, hábil, había elegido diestramente el camino de modo que tendríamos que dar una vuelta larga, caminando por lo menos una hora, sin levantar sospechas. Hablábamos de nuestras casas, de Estrasburgo y de Turín, de nuestras lecturas, de nuestros estudios. De nuestras madres: ¡cuánto se parecen todas las madres! También su madre le reprochaba que no supiese nunca cuánto dinero llevaba en el bolsillo; también su madre se habría asombrado si hubiese sabido que se las arreglaba, que día tras día se las arreglaba.
Pasó un SS en bicicleta. Es Rudi, el Blockführer. Parada, firmes, quitarse la gorra.
–Sale brute, celui–lá. Ein ganz gemeiner Hund.
¿Le resulta indiferente hablar francés o alemán? Le resulta indiferente, puede pensar en ambas lenguas. Ha estado un mes en la Liguria, le gusta Italia, querría aprender italiano. Me alegrará enseñarle italiano: ¿no podemos arreglarlo? Podemos. En seguida, una cosa vale tanto como otra, lo importante es no perder tiempo, no desperdiciar esta hora.
Pasa Limentani, el romano, arrastrando los pies, con una escudilla escondida bajo la chaqueta. Pikolo está atento, coge cualquier palabra de nuestro diálogo y la repite riendo:
–Zup–pa, cam–po, ac–qua.
Pasa Frenkel, el espía. Aceleremos el paso, nunca se sabe, ése hace el mal por gusto.

... El canto de Ulises. Quién sabe por qué me he acordado de él: pero no tenemos tiempo de escoger, esta hora ya no es una hora. Si Jean es inteligente, lo entenderá. Lo entenderá: hoy me siento capaz de todo.
... Quién es Dante. Qué es la Comedia. Qué sensación curiosa de novedad se siente si se procura explicar brevemente lo que es la Divina Comedia. Cómo está dividido el Infierno, qué es la contrapasión. Virgilio es la Razón, Beatriz la Teología. Jean está atentísimo, y yo empiezo, lento y con cuidado:

Y de la antigua llama el más saliente
de los cuernos torcióse murmurando
cual llama que del viento se resiente;
luego se fue la punta meneando
como si fuese lengua y así hablara
y echó fuera la voz y dijo: «Cuando...

Me paro aquí y trato de traducir. Desastroso: ¡pobre Dante y pobre francés! Sin embargo, parece que el experimento promete: Jean admira la rara similitud de la lengua y me sugiere el término apropiado para traducir antica.
¿Y después de «Cuando»? La nada. Un agujero en la memoria. Prima che si Enea la nominasse. Otro agujero. Sale a flote un fragmento no utilizable: ¿la piéta Del vecchio padre, né'l debito amore Che doveva Penelope far lieta... será exacto?

...quise por alta mar aventurarme.

De éste sí, de éste estoy seguro, estoy en condiciones de explicárselo a Pikolo, de distinguir por qué misi me no es je me mis, es mucho más fuerte y más audaz, es una atadura rota, es lanzarse a sí mismo más allá de una barrera, nosotros conocemos bien este impulso. La altamar abierta: Pikolo ha viajado por mar y sabe lo que quiere decir, es cuando el horizonte se cierra sobre sí mismo, libre, recto y simple, y no hay más que olor a mar: dulce cosa ferozmente lejana.
Hemos llegado al Kraftwerk, donde trabaja el Kommando de los tendidos eléctricos. Aquí debe de estar el ingeniero Levi. Míralo, se ve sólo la cabeza fuera de la zanja. Me saluda con la mano, es un hombre en forma, no lo he visto nunca bajo de moral, no habla nunca de comidas.
Mare aperto. Mare aperto. Sé que rima con diserto: ... quella compagna Picciola, dalla grial non fui diserto, pero no recuerdo si viene antes o después.
Y también el viaje, el temerario viaje más allá de las columnas de Hércules, qué tristeza, no tengo más remedio que contarlo en prosa: un sacrilegio. No he salvado más que un verso, pero vale la pena detenerse en él:

…que al navegante niegan la franquía.

Si metta: tenía que venir al Lager para darme cuenta de que es la misma expresión de antes e misi me. Pero no se lo digo a Jean, no estoy seguro de que sea una observación importante. Cuántas otras cosas habría que decir, y el sol ya está alto, pronto será mediodía. Tengo prisa, una prisa furibunda.
Mira, atento Pikolo, abre los oídos y la mente, necesito que entiendas:

«Considerad», seguí, «vuestra ascendencia:
para vida animal no habéis nacido,
sino para adquirir virtud y ciencia»,

Como si yo lo sintiese también por vez primera: como un toque de clarín, como la voz de Dios. por un momento, he olvidado quién soy y dónde estoy.
Pikolo me pide que lo repita. Qué buena persona es Pikolo, se ha dado cuenta de que me está haciendo el bien. O quizás se trata de algo más: quizás, a pesar de la traducción floja y el comentario pedestre y presuroso, ha recibido el mensaje, ha sentido que le atañe, que atañe a todos los hombres en apuros, y a nosotros en especial; y que nos atañe a nosotros dos, que osamos hablar de estas cosas con los palos de la sopa en los hombros.

A mis hombres de tal suerte he movido..,

... y me esfuerzo, pero en vano, por explicar cuántas cosas quiere decir este acuti. Aquí, otra laguna esta vez irreparable. Lo lume era di sotto della luna o algo parecido; ¿y antes? Ninguna idea, keine Ahnung como se dice aquí. Que me perdone Pikolo, se me han olvidado, por lo menos, cuatro tercetos.
–Ca ne fait rien, vas–y tout de méme.

... cuando mostróse una montaña, bruna
por la distancia; y se elevaba tanto
que tan alta no vi jamás ninguna.

Sí, sí, alta tanto, no molto alta, proposición consecutiva. Y las montañas, cuando se ven de lejos... las montañas... oh Pikolo, Pikolo, di algo, habla, no me dejes pensar en mis montañas, que se aparecían en el color oscuro de la tarde cuando volvía en tren de Milán a Turín.
Basta, hay que continuar, éstas son cosas que se piensan pero no se dicen. Pikolo espera y me mira. Daría el potaje de hoy por saber juntar non ne avevo alcuna con el final. Me esfuerzo en reconstruir por medio de las rimas, cierro los ojos, me muerdo los dedos: pero de nada sirve, lo demás es silencio. Me bailan en la cabeza otros versos: ... la terra lagrimosa diede vento..., no, es otra cosa. Es tarde, hemos llegado a la cocina, hay que terminar:

... con las aguas tres veces girar le hace
y a la cuarta la popa es elevada,
se hunde la proa –que a otro así le place–.

Detengo a Pikolo, es absolutamente necesario y urgente, que escuche, que comprenda este come altrui piacque, antes de que sea demasiado tarde, mañana él o yo podemos estar muertos, o no volver a vernos, debo hablarle, explicarle lo de la Edad Media, del tan humano y necesario y, sin embargo, inesperado, anacronismo, y de algo más, de algo gigantesco que yo mismo sólo he visto ahora, en la intuición de un instante, tal vez el porqué de nuestro destino, de nuestro estar hoy aquí...

Estamos ya en la cola del potaje, en medio de la masa sórdida y harapienta de los portasopas de los otros Kommandos. Los recién llegados se amontonan a la espalda. Kraut und Rüben?, Kraut und Rüben. Se anuncia oficialmente que el potaje de hoy es de coles y nabos: Choux et navets. Kapotszka es répak.

«... y nos cubre por fin la mar airada».

LOS ACONTECIMIENTOS DEL VERANO

Durante toda la primavera habían llegado transportes de Hungría; un prisionero de cada dos era húngaro, el húngaro se había convertido, después del yiddish, en la segunda lengua del campo.
En el mes de agosto de 1944, nosotros, internados cinco meses antes, nos contábamos ya entre los veteranos. Como tales, nosotros, los del Kommando 98, no nos habíamos asombrado de que las promesas hechas y el examen de química aprobado no hubiesen tenido consecuencias: ni asombrados ni demasiado tristes: en el fondo, todos teníamos cierto temor a los cambios: «Cuando se cambia, se cambia para peor», decía uno de los proverbios del campo. Mas en general la experiencia nos había demostrado ya infinitas veces la vanidad de toda previsión: ¿con qué objeto esforzarse en prever el porvenir cuando ninguno de nuestros actos, ninguna de nuestras palabras lo habría podido influenciar en lo más mínimo? Éramos viejos Häftlinge; nuestra sabiduría consistía en «no tratar de entender», ni imaginarse el futuro, no atormentarse por cómo y cuándo acabaría todo: no hacer y no hacerse preguntas.
Conservábamos los recuerdos de nuestra vida anterior, pero velados y lejanos, y por ello profundamente dulces y tristes, como lo son para todos los recuerdos de la primera infancia y de todas las cosas acabadas; mientras para cada uno el momento de la entrada en el campo se encontraba en el origen de una diferente secuencia de recuerdos, cercanos y duros éstos, continuamente confirmados por la experiencia presente, como heridas que vuelven a abrirse a diario.
Las noticias, sabidas en el tajo, del desembarco aliado en Normandía, de la ofensiva rusa y del frustrado atentado contra Hitler, habían levantado oleadas de esperanzas violentas pero efímeras. Cada uno sentía, día tras día, que le abandonaban las fuerzas, que el deseo de vivir se desvanecía, que la mente se oscurecía; y Normandía y Rusia eran cosas lejanas, y el invierno estaba tan cerca; tan concretas el hambre y la desolación, y tan irreal todo lo demás, que no parecía posible que verdaderamente existiese un mundo y un tiempo, sino nuestro mundo de fango, y nuestro tiempo estéril y estancado al que ahora éramos incapaces de imaginar un final.
Para los hombres vivos, las unidades de tiempo tienen siempre un valor, tanto mayor cuanto más grandes son los recursos interiores de quien las recorre; pero para nosotros, horas, días, y meses retrocedían tórpidos del futuro al pasado, siempre demasiado lentos, materia vil y superflua de la que tratábamos de deshacernos lo más pronto posible. Concluido el tiempo en que los días se sucedían vivaces, preciosos e irreparables, el futuro estaba ante nosotros gris e inarticulado, como una barrera invencible. Para nosotros, la historia estaba parada.

Pero en agosto del 44 empezaron los bombardeos de la Alta Silesia, y se prolongaron, con pausas y reanudaciones irregulares, durante todo el verano y el otoño hasta la crisis definitiva.
El monstruoso y concorde trabajo de gestación de la Buna se detuvo bruscamente y pronto degeneró en una actividad deshilvanada, frenética y paroxística. El día en que la producción de la goma sintética habría debido comenzar, que en agosto parecía inminente, fue poco a poco retrasado, y los alemanes acabaron por no hablar más del asunto.
El trabajo de construcción cesó; la fuerza del desmesurado rebaño de esclavos fue dirigida a otra parte, y se hizo de día en día más levantisca y pasivamente hostil. A cada incursión, había siempre nuevos daños que reparar; desmontar e inmovilizar la delicada maquinaria pocos días antes puesta en funcionamiento con grandes esfuerzos; construir apresuradamente refugios y protecciones que a la primera prueba se revelaban irónicamente inconsistentes e inútiles.
Nos habíamos creído que cualquier cosa habría sido preferible a la monotonía de las jornadas iguales y encarnizadamente largas, a la rudeza sistemática y ordenada de la Buna en funcionamiento; pero hemos tenido que cambiar de opinión cuando la Buna ha empezado a caerse a pedazos alrededor de nosotros, como herida por una maldición de la que nosotros mismos nos sentíamos comprendidos. Hemos tenido que sudar entre el polvo y los escombros ardientes, y temblar como bestias, aplastados contra el suelo bajo la furia de los aviones; volvíamos al anochecer al campo, deshechos de cansancio y secos de sed, en los crepúsculos larguísimos y ventosos del verano polaco, y encontrábamos el campo en pleno desbarajuste, sin agua para beber y lavarse, sin potaje para las venas vacías, sin luz para defender el propio mendrugo de pan del hambre del otro, y para encontrar, por la mañana, el calzado y la ropa en la lobreguez vacía y llena de gritos del Block.
En la Buna se enfurecían los alemanes civiles, con el furor del hombre seguro que se despierta de un largo sueño de dominio y ve su ruina y no sabe comprenderla. También los Reichsdeutsche del Lager, comprendidos los políticos, sintieron en el momento del peligro el vínculo de la sangre y del suelo. El hecho nuevo condujo el enredo de los odios y de las incomprensiones a sus términos elementales, y dividió aún más los dos campos: los políticos, juntamente con los triángulos verdes y los SS, veían o creían ver en cada una de nuestras caras la burla del desquite y la triste alegría de la venganza. Como se sentían unidos por ello, su ferocidad aumentó.
Ningún alemán podía olvidar ahora que nosotros estábamos de la otra parte: de parte de los terribles sembradores que surcaban el cielo alemán como dueños, por encima de todas las barreras, y retorcían el hierro vivo de sus obras, llevando todos los días el estrago hasta dentro de sus casas, de las casas del pueblo alemán nunca antes violadas.
En cuanto a nosotros, estábamos demasiado destruidos para sentir verdadero temor. Los pocos que todavía podían juzgar y sentir rectamente, sacaron de los bombardeos nueva fuerza y esperanza; aquellos a los que el hambre no había reducido aún a la inercia definitiva, aprovecharon con frecuencia los momentos de pánico general para emprender expediciones doblemente temerarias (puesto que, además del riesgo directo de las incursiones, el hurto consumado en condiciones de emergencia era condenado a la horca) a la cocina de la fábrica y a los almacenes. Pero la mayor parte soportó el nuevo peligro y las nuevas incomodidades con inmutable indiferencia: no se trataba de una resignación consciente, sino del torpor opaco de las bestias domadas a palos, a las que ya no les duelen los palos.
A nosotros, el acceso a los refugios acorazados nos estaba prohibido. Cuando la tierra empezaba a temblar, nos arrastrábamos, aturdidos y renqueantes, a través de los humos corrosivos de las cortinas de humo, hasta las vastas áreas incultas, sórdidas y estériles, comprendidas en el recinto de la Buna; allí yacíamos inertes, amontonados los unos contra los otros como muertos, sensibles, sin embargo, a la momentánea dulzura de los miembros en reposo. Mirábamos con ojos atónitos las columnas de humo surgir en torno a nosotros: en los momentos de tregua, llenos del leve zumbido amenazante que todos los europeos conocen, arrancábamos del suelo cien veces pisoteado las achicorias y las escasas camomilas, y las masticábamos en silencio.
Una vez terminada la alarma, volvíamos desde todas partes a nuestros puestos, rebaño mudo innumerable, acostumbrado a la ira de los hombres y de las cosas; y reanudábamos aquel trabajo nuestro de siempre, odiado como siempre, y además claramente inútil e insensato en aquellos momentos.

En este mundo sacudido más profundamente cada día por los temblores del final cercano, entre nuevos terrores y esperanzas e intervalos de esclavitud exacerbada, sucedió que me encontré con Lorenzo.
La historia de mi relación con Lorenzo es al mismo tiempo larga y breve, sencilla y enigmática; es ésta una historia de un tiempo y de unas condiciones ya borradas por la realidad presente, y por ello no creo que pueda ser comprendida sino como se comprenden hoy los acontecimientos de la leyenda y de la historia más remota.
En términos concretos, se reduce a poca cosa: un obrero civil italiano me trajo un pedazo de pan y las sobras de su rancho todos los días y durante seis meses; me dio una camiseta suya llena de remiendos; escribió para mí una carta a Italia y me hizo recibir la respuesta. Por todo esto, no pidió ni aceptó ninguna recompensa, porque era bueno y simple, y no pensaba que se debiese hacer el bien por una recompensa.
Todo esto no debe parecer poco. Mi caso no ha sido el único; como ya se ha dicho, otros de nosotros mantenían relaciones de varias clases con civiles, y obtenían de qué sobrevivir: pero eran relaciones de naturaleza distinta. Nuestros compañeros hablaban de ellas con el mismo tono ambiguo y lleno de sobreentendidos con que los hombres de mundo hablan de sus relaciones femeninas: es decir, como de aventuras de las que uno puede sentirse orgulloso y por las que se desea ser envidiado, las cuales, sin embargo, incluso para las conciencias más paganas, se mantienen siempre al margen de lo lícito y de lo honesto; por lo que sería incorrecto e inconveniente hablar de ellas con demasiada complacencia. Así hablaban los Häftlinge de sus «protectores» y «amigos civiles» con ostentosa discreción, sin dar nombres, para no comprometerlos y, también y sobre todo, para no crearse indeseables rivales. Los más consumados, seductores profesionales como Henri, no hablaban de esto; envolvían sus asuntos en una aura de equívoco misterio y se limitaban a indicios y alusiones calculados de modo que suscitasen en los oyentes la leyenda confusa e inquietante de que gozaban del favor de civiles infinitamente potentes y generosos. Esto, en vista de un fin muy preciso: la fama improvisada, como he dicho en otro lugar, se muestra de fundamental utilidad a quien sabe rodearse de ella.
La fama de seductor, de «organizado», suscita al mismo tiempo envidia, burla, desprecio y admiración. Quien se deja ver en el acto de comer género «organizado» es juzgado bastante severamente; es ésta una grave falta de pudor y de tacto, además de una evidente estupidez. Igual de estúpido e impertinente sería preguntar «¿quién te lo ha dado?, ¿dónde lo has encontrado?, ¿qué has hecho?». Sólo los Números Altos, bobos, inútiles e indefensos, que nada saben de las reglas del Lager, hacen esta clase de preguntas; a estas preguntas, no se responde, o se responde Verschwinde, Mensch!, Hau'ab, Uciekaj, Schiess' in den Wind, Va chier; con uno, en fin, de los muchísimos equivalentes de «¡Quítate de en medio!» en que es rica la jerga del campo.
Hay también quien se especializa en complicadas y pacientes campañas de espionaje para identificar al civil o al grupo de civiles con los que el tal se entiende, y trata luego de varios modos de suplantarle. Nacen de ello interminables controversias de prioridad, más amargas para el perdedor por el hecho de que un civil ya «trabajado» es casi siempre más rentable, y sobre todo más seguro, que un civil en su primer contacto con nosotros. Es un civil que vale mucho más por evidentes razones sentimentales y técnicas: conoce ya los fundamentos de la «organización», sus reglas y sus peligros, y además ha demostrado estar en condiciones de superar la barrera de casta.

En realidad, para los civiles somos los intocables. Los civiles, más o menos explícitamente y con todos los matices que hay entre el desprecio y la conmiseración, piensan que por haber sido condenados a esta vida nuestra, por estar reducidos a esta condición nuestra, debemos estar manchados por alguna misteriosa y gravísima culpa. Nos oyen hablar en muchas lenguas diferentes que no comprenden y que suenan a sus oídos grotescas como voces de animales; nos ven innoblemente sometidos, sin pelo, sin honor y sin nombre, golpeados a diario, más abyectos cada día, y nunca descubren en nuestros ojos una chispa de rebeldía, de paz ni de fe. Nos saben ladrones e indignos de confianza, enfangados, andrajosos y hambrientos y, confundiendo el efecto con la causa, nos juzgan dignos de nuestra abyección. ¿Quién podría distinguir nuestras caras? Para ellos somos Kazett, neutro singular.
Naturalmente, esto no impide a muchos de ellos echarnos a veces un mendrugo de pan o una patata, o confiarnos, después de la distribución de la Zivilsuppe en la cantera, sus escudillas para que las raspemos y se las devolvamos lavadas. Les induce a ello el haber captado de paso alguna importuna mirada famélica, o bien un impulso momentáneo de humanidad, o la simple curiosidad de vernos acudir de todas partes para disputarnos el bocado los unos a los otros, bestialmente y sin recato, hasta que el más fuerte se lo zampa, y, entonces, todos los demás se ven afrentados y renqueantes.
Ahora bien, entre Lorenzo y yo no sucede nunca nada de esto. Por el sentido que pueda tener tratar de explicar las causas por las que mi vida, entre millares de otras equivalentes, ha podido resistir la prueba, diré que creo que es a Lorenzo a quien debo el estar hoy vivo; y no tanto por su ayuda material como por haberme recordado constantemente con su presencia, con su manera tan llana y fácil de ser bueno, que todavía había un mundo justo fuera del nuestro, algo y alguien todavía puro y entero, no corrompido ni salvaje, ajeno al odio y al miedo; algo difícilmente definible, una remota posibilidad de bondad, debido a la cual merecía la pena salvarse.
Los personajes de estas páginas no son hombres. Su humanidad está sepultada, o ellos mismos la han sepultado, bajo la ofensa súbita o infligida a los demás. Los SS malvados y estúpidos, los Kapos, los políticos, los criminales, los prominentes grandes y pequeños, hasta los Häftlinge indiferenciados y esclavos, todos los escalones de la demente jerarquía querida por los alemanes, están paradójicamente emparentados por una unitaria desolación interna.
Pero Lorenzo era un hombre; su humanidad era pura e incontaminada, se encontraba fuera de este mundo de negación. Gracias a Lorenzo no me olvidé yo mismo de que era un hombre.

OCTUBRE DE 1944

Con todas nuestras fuerzas hemos luchado para que no llegase el invierno. Nos hemos agarrado a todas las horas tibias, y a cada puesta de sol hemos procurado sujetar el sol en el cielo todavía un poco, pero todo ha sido inútil. Ayer por la tarde el sol se ha puesto irrevocablemente en un enredo de niebla sucia, de chimeneas y de cables, y esta mañana es invierno.
Sabemos lo que quiere decir, porque estábamos aquí el invierno pasado, y los demás lo aprenderán pronto. Quiere decir que, en el curso de estos meses, de octubre a abril, de cada diez de nosotros, morirán siete. Quien no se muera sufrirá minuto por minuto, día por día, durante todos los días: desde la mañana antes del alba hasta la distribución del potaje vespertino, deberá tener constantemente los músculos tensos, dar saltos primero sobre un pie y luego sobre el otro, darse palmadas bajo los sobacos para resistir el frío. Deberá gastar pan para procurarse guantes, y perder horas de sueño para repararlos cuando estén descosidos. Como no se podrá comer nunca al aire libre, tendremos que consumir nuestro pienso en la barraca, de pie, disponiendo cada uno de un palmo de pavimento, y apoyarse en las literas está prohibido. A todos se nos abrirán heridas en las manos y para conseguir una venda habrá que esperar toda la tarde durante horas y de pie en la nieve y al viento.
Del mismo modo que nuestra hambre no es la sensación de quien ha perdido una comida, así nuestro modo de tener frío exigiría un nombre particular. Decimos «hambre», decimos «cansancio», «miedo» y «dolor», decimos «invierno», y son otras cosas. Son palabras libres, creadas y empleadas por hombres libres que vivían, gozando y sufriendo, en sus casas. Si el Lager hubiese durado más, un nuevo lenguaje áspero habría nacido; y se siente necesidad de él para explicar lo que es trabajar todo el día al viento, bajo cero, no llevando encima más que la camisa, los calzoncillos, la chaqueta y unos calzones de tela, y, en el cuerpo, debilidad y hambre y conciencia del fin que se acerca.
Del mismo modo en que se ve desvanecerse una esperanza, así ha llegado el invierno esta mañana. Nos hemos dado cuenta cuando hemos salido del barracón para ir a lavarnos: no había estrellas, el aire oscuro y frío olía a nieve. En la plaza de la Lista, bajo la primera luz, al reunirnos para el trabajo, nadie ha hablado. Cuando hemos visto los primeros copos de nieve, hemos pensado que si el año pasado en esta época nos hubiesen dicho que íbamos a ver otro invierno en el Lager, nos habríamos dirigido a tocar el tendido eléctrico; y también lo haríamos ahora si fuésemos lógicos, si no fuera por este insensato y loco residuo de inconfesable esperanza.
Porque «invierno» quiere decir todavía una cosa más.
La primavera pasada los alemanes han construido dos enormes tiendas en una explanada de nuestro Lager. Cada una, durante el buen tiempo, ha hospedado a más de mil hombres; ahora, las tiendas han sido desmontadas y un exceso de dos mil hombres se hacinan en nuestras barracas. Nosotros, los veteranos prisioneros, sabemos que estas irregularidades no les gustan a los alemanes y que pronto sucederá algo que haga disminuir nuestro número.
La selección se siente llegar. Selekcja: la híbrida palabra latina y polaca se oye una vez, dos veces, muchas veces, intercalada en conversaciones extranjeras; al principio no se la individualiza, después se impone a la atención, finalmente nos persigue.
Esta mañana, los polacos dicen Selekcja. Los primeros son los que primero saben las noticias, y generalmente procuran que no se difundan, por que saber algo mientras los demás no lo saben todavía puede resultar ventajoso. Cuando todos sepan que la selección es inminente, lo poquísimo que cada uno podría intentar para escurrirse (corromper con pan o con tabaco a algún médico o a algún prominente; pasar de la barraca al Ka–Be o viceversa en el momento exacto, de manera que se cruce uno con la comisión) será su monopolio.
En los días siguientes, la atmósfera del Lager y de la cantera está saturada de Selekcja: nadie sabe nada preciso y todos hablan de ello, hasta los obreros libres, polacos, italianos, franceses, que vemos a escondidas durante las horas de trabajo. No se puede decir que se produzca una ola de abatimiento. Nuestra moral colectiva está demasiado desarticulada y aplastada para que sea inestable. La lucha contra el hambre, el frío y el trabajo deja poco margen al pensamiento, aun tratándose de este pensamiento. Cada cual reacciona a su manera, pero casi ninguno con las actitudes que parecerían más plausibles por ser realistas, es decir con la resignación o con la desesperación.
Quien puede tomar providencias, las toma; pero son los menos, porque sustraerse a la selección es muy difícil, los alemanes hacen estas cosas con gran seriedad y diligencia.
Quien no puede prevenirse materialmente trata de defenderse de otro modo. En los retretes, en el lavadero, nos enseñamos el uno al otro el pecho, las nalgas, los muslos, y los compañeros se tranquilizan: «Puedes estar tranquilo, seguro que esta vez no te toca... du bist kein Muselmann... más bien yo», y al mismo tiempo se bajan los pantalones y se levantan la camisa.
Ninguno niega a otro esta limosna: ninguno está tan seguro de su suerte como para tener el valor de condenar a otro. Yo mismo he mentido descaradamente al viejo Wertheimer; le he dicho que, si lo interrogan, responda que tiene cuarenta y cinco años y que no se olvide de afeitarse la tarde antes, aun a costa de quitarse de la boca un cuarto de pan; que, aparte de esto, no debe alimentar temores, y que además no es nada cierto que se trate de una selección para el gas: ¿no le ha oído decir al Blockältester que los seleccionados irán al campo de convalecencia de Jaworszno?
Es absurdo que Wertheimer tenga esperanzas: aparenta sesenta años, tiene gruesas varices, casi no siente el hambre. Y, sin embargo, se va a la litera sereno y tranquilo y, a quien le hace preguntas, le responde con mis palabras; son las palabras de orden del campo durante estos días: yo mismo las he repetido como, con menos detalles, me las he sentido recitar por Jaim, que está en el Lager desde hace tres años y, como es fuerte y robusto, está admirablemente seguro de sí; y le he creído.
Sobre esta exigua base también yo he atravesado la gran selección de octubre de 1944 con inconcebible tranquilidad. Estaba tranquilo porque había logrado mentirme cuanto era necesario. El hecho de que yo no haya sido elegido ha dependido sobre todo del azar y no demuestra que mi confianza estuviese bien fundada.
También Monsieur Pinkert es, a priori, un condenado: basta con mirarle a los ojos. Me llama con una seña, y me cuenta con aire confidencial que ha sabido, de qué fuente no puede decírmelo, que, efectivamente, esta vez hay una novedad: la Santa Sede, por medio de la Cruz Roja Internacional... en fin, me asegura personalmente que, tanto para él como para mí, de la manera más absoluta, está excluido todo peligro: cuando civil, era, como es sabido, agregado a la embajada belga en Varsovia.
De varios modos pues, también estos días de vigilia, que cuando se habla de ellos, parece que deberían haber sido tormentosos más allá de todo límite humano, pasan de una manera no muy diferente que los demás.
La disciplina del Lager y de la Buna no se relaja en modo alguno; el trabajo, el frío y el hambre son suficientes para acaparar toda nuestra atención.
Hoy es domingo de trabajo, Arbeitssonntag: se trabaja hasta las trece, después se vuelve al campo para la ducha, el afeitado y el control general de la sarna y de los piojos y, en el tajo, misteriosamente, todos hemos sabido que la selección será hoy.
La noticia ha llegado, como siempre, rodeada de un halo de detalles contradictorios y recelos: esta misma mañana ha habido una selección en la enfermería; el porcentaje ha sido del siete, del treinta, del cincuenta por ciento del total de los enfermos. En Birkenau, la chimenea del Crematorio humea desde hace diez días. Hay que hacerle sitio a una enorme expedición que va a llegar del gueto de Posen. Los jóvenes dicen a los jóvenes que serán elegidos todos los viejos. Los sanos dicen a los sanos que sólo serán elegidos los enfermos. Serán excluidos los especialistas. Serán excluidos los judíos alemanes. Serán excluidos los Números Bajos. Serás elegido tú. Seré excluido yo.
Con toda normalidad, a partir de las trece en punto, el taller se vacía y la formación gris e interminable desfila durante dos horas hacia los dos puestos de control, donde como todos los días somos contados y recontados, ante la orquesta que, durante horas sin interrupción, toca como todos los días las marchas con las que, a la entrada y a la salida, debemos sincronizar nuestros pasos. Parece que todo marcha como todos los días, la chimenea de la cocina humea como de costumbre, ya ha empezado la distribución del potaje. Pero luego se ha oído la campana, y ahora hemos comprendido que va en serio.
Porque esta campana suena siempre al alba, y entonces es la diana, pero cuando suena a media jornada quiere decir Blocksperre, encierro en la barraca, y esto sucede cuando hay selección, para que nadie se sustraiga a ella y, cuando los seleccionados salgan hacia el gas, para que nadie los vea partir.

Nuestro Blockältester conoce su oficio. Se ha cerciorado de que todos hemos entrado, ha hecho cerrar la puerta con llave, ha dado a cada uno la ficha en que constan la matrícula, el nombre, la profesión, la edad y la nacionalidad, y ha dado orden de que todos se desnuden completamente quedándose sólo con el calzado. De este modo, desnudos y con la ficha en la mano, esperaremos a que la comisión llegue a nuestra barraca. Nosotros somos la barraca 48, pero no se puede prever si se empezará por la barraca 1 o por la 60. De todos modos, podemos estar tranquilos durante una hora por lo menos, y no hay motivo alguno para que no nos metamos bajo las mantas de las literas para calentarnos.

Ya dormitan muchos cuando un desencadenamiento de órdenes, de blasfemias y de golpes indica que la comisión está llegando. El Blockältester y sus ayudantes, a gritos y puñetazos, a partir del fondo del dormitorio, empujan hacia delante a la turba de desnudos asustados y los apiñan dentro del Tagesraum, que es la Comandancia. El Tagesraum es un cuarto de siete metros por cuatro: cuando la caza ha terminado, dentro del Tagesraum está comprimida una masa humana caliente y compacta que invade y rellena perfectamente todos los rincones y ejerce en las paredes de madera una presión que las hace crujir.
Ahora estamos todos en el Tagesraum y además de no haber tiempo, ni siquiera hay espacio para tener miedo. La sensación de la carne caliente que oprime por todo alrededor de uno es singular y no es desagradable. Hay que procurar tener la nariz en alto para encontrar aire, y no arrugar o perder la ficha que tenemos en la mano.
El Blockältester ha cerrado la puerta del Tagesraum que da al dormitorio y ha abierto las otras dos que, del Tagesraum y del dormitorio dan al exterior. Aquí, delante de las dos puertas, está el árbitro de nuestro destino, que es un suboficial de la SS. Tiene a la derecha al Blockältester, a la izquierda al furriel de la barraca. Cada uno de nosotros, saliendo desnudos del Tagesraum al frío aire de octubre, debe dar corriendo los pocos pasos que hay entre las puertas delante de los tres, entregar la ficha al SS y entrar por la puerta del dormitorio. El SS, en la fracción de segundo entre las dos pasadas sucesivas, con una mirada de frente y de espaldas, decide la suerte de cada uno y entrega a su vez la ficha al hombre que está a su derecha o al hombre que está a su izquierda, y esto es la vida o la muerte de cada uno de nosotros. En tres o cuatro minutos, una barraca de doscientos hombres está «terminada» y, durante la tarde, el campo entero de doce mil hombres.
Yo, inmovilizado en la carnicería del Tagesraum, he sentido gradualmente disminuir la presión humana en torno a mí, y pronto me ha tocado el turno. Como todos, he pasado con paso enérgico y elástico, procurando llevar la cabeza alta, el pecho fuera y los músculos contraídos y marcados. Con el rabillo del ojo, he procurado ver a mi espalda y me ha parecido que mi ficha ha ido a la derecha.
Conforme íbamos volviendo al dormitorio, podíamos vestirnos. Nadie conoce ahora con seguridad el propio destino, hay que saber primero con seguridad si las fichas condenadas son las pasadas a la derecha o a la izquierda. Ahora no es el caso de tener consideraciones los unos con los otros ni de tener escrúpulos supersticiosos. Todos se amontonan en torno a los más viejos, a los más desnutridos, a los más «musulmanes»; si sus fichas han ido a la izquierda, la izquierda es con toda seguridad el lado de los condenados.
Antes de que la selección haya terminado, todos saben ya que la izquierda ha sido efectivamente la «schlechte Seite», el lado infausto. Hay, naturalmente, irregularidades: René, por ejemplo, tan joven y robusto, ha terminado en la izquierda: quizás porque tiene gafas, quizás porque anda un poco encorvado como los miopes, pero más probablemente por un simple descuido: René ha pasado delante de la comisión inmediatamente antes que yo, y podría haberse producido un cambio de fichas. Lo pienso, hablo con Alberto y convenimos en que la hipótesis es verosímil: no sé lo que pensaré mañana y después; hoy, la cosa no despierta en mí ninguna emoción precisa.
Del mismo modo, también ha debido de haber un error en el caso de Sattler, un macizo campesino transilvano que veinte días antes estaba en su casa; Sattler no entiende alemán, no ha comprendido nada de lo que ha sucedido y está en un rincón remendándose la camisa. ¿Debo ir a decirle que la camisa ya no va a servirle?
No hay por qué asombrarse de estas equivocaciones: el examen es muy rápido y sumario y, por otra parte, para la administración del Lager, lo importante no es tanto que sean eliminados precisamente los inútiles, como que queden rápidamente libres los sitios de acuerdo con determinado tanto por ciento preestablecido.

En nuestra barraca, la selección ha terminado, pero continúa en las otras, por lo que ahora estamos en clausura. Pero puesto que, mientras tanto, han llegado los bidones de potaje, el Blockältester decide proceder sin más a su distribución. A los seleccionados se les distribuirá una ración doble. No he sabido nunca si ésta sería una iniciativa absurdamente compasiva del Blockältester o una explícita disposición de los SS, pero de hecho, en el intervalo de dos o tres días (también a veces mucho más largo) entre la selección y la partida, las víctimas de Monowitz–Auschwitz disfrutan de este privilegio.
Ziegler presenta la escudilla, recibe la ración normal y se queda esperando. «¿Qué más quieres?», le pregunta el Blockältester: no le parece que a Ziegler le toque suplemento, lo aparta de un empujón, pero Ziegler vuelve e insiste humildemente: me han puesto de verdad a la izquierda, todos lo han visto, que vaya el Blockältester a consultar las fichas: tiene derecho a ración doble. Cuando la ha conseguido, se va tan tranquilo a la litera y empieza a comérsela.

Ahora todos están raspando atentamente con la cuchara el fondo de la escudilla para sacar las últimas pizcas de potaje, y se forma un trasteo sonoro que quiere decir que la jornada ha terminado. Poco a poco, prevalece el silencio y entonces, desde mi litera que está en el tercer piso, se ve y se oye que el viejo Kuhn reza, en voz alta, con la gorra en la cabeza y oscilando el busto con violencia. Kuhn da gracias a Dios porque no ha sido elegido.
Kuhn es un insensato. ¿No ve, en la litera de al lado, a Beppo el griego que tiene veinte años y pasado mañana irá al gas, y lo sabe, y está acostado y mira fijamente a la bombilla sin decir nada y sin pensar en nada? ¿No sabe Kuhn que la próxima vez será la suya? ¿No comprende Kuhn que hoy ha sucedido una abominación que ninguna oración propiciatoria, ningún perdón, ninguna expiación de los culpables, nada, en fin, que esté en poder del hombre hacer, podrá remediar ya nunca?
Si yo fuese Dios, escupiría al suelo la oración de Kuhn.

KRAUS

Cuando llueve uno querría poder llorar. Estamos en noviembre, llueve desde hace diez días y la tierra es como el fondo de un pantano. Todas las cosas de madera huelen a moho.
Si pudiese dar diez pasos a la izquierda, hasta donde está el cobertizo, estaría a salvo; me bastaría con un saco para cubrirme la espalda, o tan sólo la esperanza de un fuego donde secarme; o quizás con un trapo seco que meterme entre la camisa y el espinazo. Lo pienso, entre una palada y otra, y me convenzo de que tener un trapo seco sería una auténtica felicidad.
Es imposible estar ya más mojado; lo único que hace falta es procurar moverse lo menos posible, y sobre todo no hacer movimientos nuevos, no sea que cualquier otra porción de piel se ponga en contacto sin necesidad con la ropa empapada y gélida.
Es una suerte que hoy no sople el viento. Es extraño, de alguna manera se tiene siempre la impresión de tener suerte, de que cualquier circunstancia, tal vez infinitesimal, nos sujeta junto al abismo de la desesperación y nos permite vivir. Llueve, pero no sopla el viento. O tal vez llueve y sopla el viento: pero sabes que esta tarde te toca a ti el suplemento de potaje y, entonces, también hoy encuentras fuerzas para superar la tarde. O incluso tienes lluvia, viento y el hambre cotidiana, y entonces piensas que si no te quedase otro remedio, si no sintieses en el corazón más que sufrimiento y tedio, como a veces sucede, que te parece en verdad yacer en el fondo, pues bien, aun entonces pensamos que si queremos, en cualquier momento, siempre podemos llegarnos hasta la alambrada eléctrica y tocarla o arrojarnos bajo los trenes que maniobran, y entonces dejaría de llover.

Desde esta mañana estamos clavados en el fango, hasta los muslos, sin mover nunca los pies de los dos agujeros que han hecho en el terreno viscoso; oscilando sobre las caderas a cada palada. Yo estoy a mitad de la excavación, Kraus y Clausner están en el fondo, Gounan por encima de mí, al nivel del suelo. Sólo Gounan puede mirar en torno a sí, y advierte con monosílabos a Kraus, de cuando en cuando, de la oportunidad de acelerar el ritmo, o eventualmente de descansar, según quien pase por el camino. Clausner pica, Kraus me sube la tierra palada a palada y yo se la subo a Gounan, que la amontona de lado. Otros hacen la lanzadera con las carretillas y llevan la tierra quién sabe adónde, no nos interesa, hoy nuestro mundo es este agujero fangoso.
Kraus ha errado un golpe, un puñado de barro vuela y se me aplasta contra las rodillas. No es la primera vez que sucede, sin mucha confianza le advierto que tenga cuidado: es húngaro, entiende bastante mal el alemán y no sabe una palabra de francés. Es largo, largo, tiene gafas y una cara curiosa, pequeña y torcida; cuando se ríe parece un niño, y se ríe con frecuencia. Trabaja demasiado, y demasiado vigorosamente: no ha aprendido todavía nuestro arte subterráneo de economizarlo todo, el aliento, los movimientos, hasta el pensamiento. No sabe todavía que es mejor hacerse golpear, porque de los golpes en general no se muere, pero sí de cansancio, y malamente, y cuando uno se da cuenta ya es demasiado tarde. Piensa todavía... oh, no, pobre Kraus, no es un razonamiento el suyo, es tan sólo una absurda honestidad de empleadillo, se la ha traído aquí dentro, y ahora le parece que es como afuera, donde trabajar es decente y lógico, además de conveniente, porque, según dicen todos, cuanto más trabaja uno, más gana y come.
–Regardez–moi ça! Pas si vite, idiot! –impreca Gounan desde arriba; después se lo traduce al alemán: Langsan, du blöder Einer, langsam, verstanden?
Kraus puede matarse de cansancio, se sabe, pero no hoy, que trabajamos en cadena y el ritmo de nuestro trabajo es condicionado por el suyo.
Ahí está, es la sirena del Carburo, ahora se van los prisioneros ingleses, son las cuatro y media. Después pasarán las chicas ucranianas y entonces serán las cinco, podremos enderezar la espalda, y ahora sólo la marcha de retorno, la llamada y el control de los piojos nos alejarán del reposo.
Es la reunión, Antreten de todas partes; por todas partes se arrastran los fantoches del fango, estiran, los miembros envarados, llevan las herramientas a las barracas. Nosotros sacamos los pies del foso, cautamente para no dejarnos pegados los zuecos, y nos vamos, bamboleantes y chorreantes, a formar para la marcha de vuelta. Zu dreien, de tres en fondo. He procurado ponerme junto a Alberto, hoy hemos trabajado separados, tenemos que preguntarnos qué tal nos ha ido: pero alguien me ha dado un manotazo en el estómago, me he quedado detrás, mira, exactamente junto a Kraus.
Ahora partimos. El Kapo canta el paso con voz fuerte: Links, links, links; al principio duelen los pies, poco a poco uno se calienta y los nervios se distienden. También hoy, también este hoy, que esta mañana parecía invencible y eterno, lo hemos perforado a través de todos sus minutos; ahora yace concluido e inmediatamente olvidado, ya no es un día, no ha dejado rastro en la memoria de nadie. Lo sabemos, mañana será como hoy: quizás llueva un poco más o un poco menos, o quizás en vez de a cavar vayamos al Carburo a descargar ladrillos. O mañana también puede acabarse la guerra, o nos matarán a todos nosotros, o seremos trasladados a otro campo, o se realizarán algunas de las grandes innovaciones que, desde que el Lager es Lager, son incansablemente pronosticadas como inminentes y seguras. Pero ¿quién podría pensar seriamente en mañana?
La memoria es un instrumento curioso: desde que estoy en el campo me han bailado en la cabeza dos versos que ha escrito un amigo mío hace mucho tiempo:

... hasta que un día
no tenga sentido decir mañana.

Aquí es así. ¿Sabéis cómo se dice «nunca» en la jerga del campo? Morgen früh, mañana por la mañana.

Ahora es la hora de links, links, links und links, la hora en que no hay que perder el paso. Kraus es torpe y ya se ha ganado un puntapié del Kapo porque no sabe marchar alineado: y ahora empieza a gesticular y a masticar un alemán miserable, oye, oye, quiere pedirme perdón por la paletada de barro, todavía no ha comprendido dónde estamos, hay que admitir que los húngaros son una gente muy singular.
Ir marcando el paso y pronunciar un discurso complicado en alemán es demasiado, esta vez soy yo quien me doy cuenta de que lleva mal el paso, y lo he mirado, y he visto sus ojos, detrás de las gotas de lluvia de las gafas, y eran los ojos del hombre Kraus.
Entonces sucedió algo importante, y viene a cuento contarlo ahora, quizás por la misma razón que fue oportuno que sucediese entonces. Se me ocurrió hablarle largamente a Kraus: en mal alemán, pero lento y recalcado, convenciéndome, después de cada frase, de que la había comprendido.
Le conté que había soñado que estaba en mi casa, en la casa donde había nacido, sentado con mi familia, con las piernas bajo la mesa, y encima, mucha, muchísima comida. Y estábamos en verano, y en Italia: ¿en Nápoles?... pues sí, en Nápoles, no es caso de afinar. Y de pronto, sonaba el timbre y yo me levantaba lleno de ansiedad, e iba a abrir, ¿y qué veía? A él, el aquí presente Kraus Páli, con pelo, limpio y gordo, y vestido de hombre libre, y con una hogaza en la mano. Dos kilos, todavía caliente. Entonces Servus, Páli, wie geht's? y me sentía lleno de alegría, y le decía que entrase y le explicaba a mi familia quién era, y que venía de Budapest, y por qué estaba tan mojado: porque estaba empapado, así, como ahora. Y le daba de comer y de beber, y después una buena cama para dormir, y era de noche, pero había una maravillosa tibieza gracias a la cual en un momento estábamos todos secos (sí, porque también yo estaba muy mojado).
Qué buen muchacho debía ser Kraus de paisano: no vivirá mucho tiempo aquí dentro, esto se advierte a la primera mirada y se demuestra como un teorema. Siento no saber húngaro, ahora que su emoción ha roto los diques e irrumpe en una marea de estrambóticas palabras magiares. No he podido entender más que mi nombre, pero de estos gestos solemnes se deduciría que jura y augura.
Pobre tonto de Kraus. Si supiese que no es verdad, que no he soñado nada de él, que para mí tampoco es él nada, sino durante un instante, nada como todo es nada aquí abajo, salvo el hambre dentro, y el frío y la lluvia alrededor.

DIE DREI LEUTE VOM LABOR

¿Cuántos meses han pasado desde que entramos en el campo? ¿Cuántos desde el día en que me dieron de alta en el Ka–Be? ¿Y desde el día del examen de química? ¿Y desde la selección de octubre?
Alberto y yo nos hacemos a veces estas preguntas, y también otras muchas. Éramos noventa y siete cuando entramos, nosotros, los italianos del convoy ciento setenta y cuatro mil; sólo veintinueve hemos sobrevivido hasta octubre, y de éstos ocho se han ido con la selección. Ahora somos veintiuno y apenas si ha empezado el invierno. ¿Cuántos llegaremos vivos al año nuevo? ¿Cuántos a la primavera?
Desde hace unas semanas las incursiones han cesado; la lluvia de noviembre se ha convertido en nieve y la nieve ha cubierto las ruinas. Los alemanes y los polacos van al trabajo con las botas de goma, los cubreorejas de pelo y los monos puestos, los prisioneros ingleses con sus maravillosas pellizas. En nuestro Lager no han distribuido capotes más que a algunos privilegiados; somos un Kommando especializado que, en teoría, no trabaja más que a cubierto: por eso nos hemos quedado con el uniforme de verano.
Somos los químicos y por eso trabajamos con los sacos de fenilbeta. Hemos despejado el almacén después de las primeras incursiones, en pleno verano: la fenilbeta se nos pegaba por debajo de la ropa a los miembros sudados y nos roía corno una lepra; la piel se nos caía de la cara en gruesas escamas quemadas. Luego se han interrumpido las incursiones y hemos devuelto los sacos al almacén. Después el almacén ha sido alcanzado y hemos puesto los sacos en la cantina de la Sección Estireno. Ahora, el almacén ha sido reparado y otra vez hay que apilar en él los sacos. El olor agudo de la fenilbeta impregna nuestro único traje y nos acompaña de día y de noche con nuestra sombra. Hasta el momento, las ventajas de ser del Kommando Químico se han reducido a éstas: los demás han recibido los capotes y nosotros no; los demás han llevado sacos de cincuenta kilos de cemento, y nosotros sacos de sesenta kilos de fenilbeta. ¿Cómo pensar ahora en el examen de química y en las ilusiones de entonces? Cuatro veces cuando menos, durante el verano, se ha hablado del laboratorio del Doktor Pannwitz en el Bau 939 y ha corrido la voz de que seríamos elegidos algunos de los analistas para la sección de Polimerización.
Ahora basta, ahora se acabó. Es el último acto: el invierno ha empezado, y con él nuestra última batalla. Ya no se puede dudar de que será la última. En cualquier momento del día en que prestemos oído a las voces de nuestros cuerpos, en que interroguemos a nuestros miembros, la respuesta es la misma: no nos bastarán las fuerzas. Todo, en torno a nosotros, habla de destrucción y de fin. La mitad del Bau 939 es un amasijo de chapas retorcidas y cascotes; de las tuberías enormes donde antes rugía el vapor sobrecalentado penden ahora hasta el suelo carámbanos azules tan gruesos como pilastras. La Buna está ahora silenciosa, y cuando el viento es propicio, si se tiende la oreja, se siente un sordo y continuo temblor subterráneo, que es el frente que se acerca. Han llegado al Lager trescientos prisioneros del ghetto de Lodz, que los alemanes han transferido ante el avance de los rusos: han traído hasta nosotros la noticia de la lucha legendaria en el ghetto de Varsovia y nos han contado cómo, hace ya un año, los alemanes han liquidado el campo de Lublín: cuatro ametralladoras en las esquinas y las barracas incendiadas; el mundo civil nunca lo sabrá. ¿Cuándo nos toca a nosotros?
Como de costumbre, esta mañana el Kapo ha distribuido las cuadrillas. Los diez del Cloromagnesio, al Cloromagnesio: y éstos parten, arrastrando los pies, lo más lentamente posible, porque el Cloromagnesio es un trabajo durísimo: se está todo el día hasta los tobillos en el agua salobre y helada que ablanda los zapatos, la ropa y la piel. El Kapo coge un ladrillo y se lo tira al grupo: se esquivan malamente pero no avivan el paso. Esta es casi una costumbre, pasa todas las mañanas y no siempre supone en el Kapo un propósito de hacer daño.
Los cuatro del Scheisshaus, a su trabajo: y parten los cuatro agregados a la construcción de las nuevas letrinas. Es preciso saber que, desde que con la llegada de los convoyes de Lodz y de Transilvania, habíamos superado el número de cincuenta mil Häftlinge, el misterioso burócrata alemán que se ocupa de estos asuntos nos ha autorizado la erección de un Zweiplatziges Kommandoscheisshaus, es decir, de un retrete de dos asientos reservado a nuestro Kommando. Nosotros no somos insensibles a este signo de distinción que hace del nuestro uno de los pocos comandos a los que uno puede jactarse de pertenecer: pero es evidente que viene así a faltar el más sencillo de los pretextos para ausentarse del trabajo y para trabar relaciones con los civiles. Noblesse oblige, dice Henri, que tiene otras cuerdas en su arco.
Los doce de los ladrillos. Los cinco de Meister Dahm. Los dos de las cisternas. ¿Cuántos ausentes? Tres ausentes. Homolka, ingresado esta mañana en el Ka–Be; Fabbro, muerto ayer; François, trasladado quién sabe adónde ni por qué. La cuenta cuadra; el Kapo toma nota y está satisfecho. No quedamos ya más que los dieciocho de la fenilbeta, además de los prominentes del Kommando. Y he aquí lo imprevisible.
El Kapo dice:
–El Doktor Pannwitz ha comunicado al Arbeitsdienst que tres Häftlinge han sido escogidos para el laboratorio. 169509, Brackier; 175633, Kandel; 174517, Levi.
Durante un instante me zumban los oídos y la Buna da vueltas a mi alrededor. Somos tres Levi en el Kommando 98, pero Hundert Vierunsiebzig Fünf Hundert Siebzehn sólo yo, no cabe duda. Soy uno de los tres elegidos.
El Kapo nos escudriña con una risa enconada. Un belga, un rumano y un italiano: tres Franzosen, en resumen. ¿Es posible que tuviesen que ser tres Franzosen los elegidos para el paraíso del laboratorio?
Muchos compañeros se alegran; el primero de todos Alberto, con verdadera alegría, sin sombra de envidia. Alberto no encuentra nada de qué burlarse en cuanto a la suerte que me ha tocado, y está por el contrario muy contento, ya sea por amistad, ya sea porque también le supondrá algunas ventajas pues los dos estamos unidos por un estrechísimo pacto de alianza, por lo que cada bocado «organizado» es dividido en dos partes rigurosamente iguales. No tiene por qué envidiarme, puesto que entrar en el Laboratorio no era una de sus esperanzas, ni siquiera uno de sus deseos. La sangre de sus venas es demasiado libre para que Alberto, mi viejo amigo no domado, piense en arrellanarse en una colocación; su instinto lo conduce a otra parte, hacia otras soluciones, hacia lo imprevisto, lo extemporáneo, lo nuevo. A un buen empleo, Alberto prefiere sin dudar las incertidumbres y las batallas de la «profesión liberal».

Tengo en el bolsillo un boleto del Arbeitsdienst, donde está escrito que el Häftling 174517, como obrero especializado tiene derecho a camisa y calzoncillos nuevos y debe ser afeitado los miércoles.
La Buna destruida yace bajo la primera nieve, silenciosa y rígida como un desmesurado cadáver; todos los días aúllan las sirenas del Fliegeralarm; los rusos están a ochenta kilómetros. La central eléctrica está parada, las columnas del Metanol ya no existen, tres de cuatro gasómetros de acetileno han volado. A nuestro Lager afluyen todos los días a granel prisioneros «recuperados»» de todos los campos de la Polonia oriental; los menos van al trabajo, los más continúan hacia Birkenau y hacia el Horno. La ración ha vuelto a ser disminuida. El Ka–Be rebosa, los E–Häftlinge han traído al campo la escarlatina, la difteria y el tifus exantemático.
Pero el Häftling 174517 ha sido nombrado especialista y tiene derecho a camisa y calzoncillos nuevos y debe ser afeitado los miércoles. Nadie puede jactarse de comprender a los alemanes.

Hemos entrado en el laboratorio tímidamente, recelosos y desorientados como tres bestias salvajes que se adentrasen en una gran ciudad. ¡Qué liso y que limpio está el pavimento! Éste es un laboratorio sorprendentemente parecido a cualquier otro laboratorio. Tres largos pupitres de trabajo llenos de centenares de objetos familiares. La cristalería secándose en un rincón, la balanza analítica, una estufa Heraeus, un termostato Höppler. El olor me hace sobresaltar como un latigazo: el débil olor aromático de los laboratorios de química orgánica. Durante un instante, evocada con violencia brutal y en seguida desvanecida, la gran sala semioscura de la universidad, el cuarto curso, el aire suave de mayo en Italia.
Herr Stawinoga nos asigna los puestos de trabajo. Stawinoga es un alemán–polaco todavía joven, de cara enérgica pero al mismo tiempo triste y cansada. También es Doktor: no en química, pero (ne pas chercher á comprendre) en glotología; sin embargo, es el jefe del laboratorio. Con nosotros, no habla de buena gana, pero no parece mal dispuesto. Nos llama «Monsieur», lo que resulta ridículo y desconcertante.
En el laboratorio la temperatura es maravillosa: el termómetro marca 24°C. Pensamos que también podemos ponernos a lavar la cristalería, o a barrer el suelo, o a transportar las bombonas de hidrógeno, cualquier cosa con tal de quedarnos aquí dentro, y el problema del invierno estará resuelto para nosotros. Y además, pensándolo bien, tampoco el problema del hambre debería ser difícil de resolver. ¿Van a registrarnos todos los días a la salida? ¿O aunque así fuese, cada vez que pidamos permiso para ir a la letrina? Evidentemente, no. Y aquí hay jabón, hay bencina, hay alcohol. Me haré un bolsillo secreto por dentro de la chaqueta, me pondré en combinación con el inglés que trabaja en la oficina y comercia en bencina. Veremos cuán severa va a ser la vigilancia: pero ya llevo un año de Lager y sé que si uno quiere robar, y si se dedica a ello con seriedad, no hay vigilancia ni registros que puedan impedírselo.
Por lo que parece, pues, la suerte, llegada por caminos insospechados, ha hecho que nosotros tres, objeto de envidia para diez mil condenados, no tengamos este invierno ni frío ni hambre. Esto significa grandes posibilidades de no enfermar de gravedad, de salvarse de la congelación, de superar las selecciones. En estas condiciones, personas menos expertas que nosotros en las cosas del Lager también podrían ser tentadas por la esperanza de sobrevivir y por el pensamiento de la libertad. Nosotros no, nosotros sabemos cómo funcionan estas cosas; todo esto es un regalo del destino, que como tal es gozado lo más intensamente posible, y de prisa: pero del mañana no hay certeza. Al primer tubo que rompa, al primer error de medida, a la primera distracción, volveré a consumirme en la nieve y el viento, hasta que yo también esté maduro para el Horno. Y además, ¿quién puede saber lo que ocurrirá cuando vengan los rusos?
Porque los rusos vendrán. El suelo tiembla noche y día bajo nuestros pies; en el vacío silencio de la Buna el fragor sumergido y sordo de la artillería resuena ahora ininterrumpidamente. Se respira un aire tenso, un aire de resolución. Los polacos no trabajan ya, los franceses andan de nuevo con la cabeza alta. Los ingleses se guiñan el ojo y se saludan á escondidas con la V del índice y del corazón; y no siempre a escondidas.
Pero los alemanes son sordos y ciegos, encerrados en una coraza de obstinación y de deliberada ignorancia. Una vez más han fijado la fecha del principio de la producción de goma sintética: será el 1 de febrero de 1945. Construyen refugios y trincheras, reparan los daños, construyen, combaten, mandan, organizan y matan. ¿Qué otra cosa podrían hacer? Son alemanes: este comportamiento suyo no es meditado y deliberado, sino que procede de su naturaleza y del destino que han elegido. No podrían hacer otra cosa: si se hiere el cuerpo de un agonizante la herida empieza a cicatrizar, aunque todo el cuerpo vaya a morirse al día siguiente.

Ahora, todas las mañanas al separar las cuadrillas, el Kapo nos llama, antes que a todos los demás, a nosotros tres, los del Laboratorio, die drei Lente vom Labor. En el campo, por la noche y por la mañana nada me distingue del rebaño, pero durante el día, durante el trabajo, estoy a cubierto y caliente y nadie me pega; robo y vendo jabón y bencina, sin riesgos serios, y quizás consiga un bono para unos zapatos de cuero. Además ¿se puede llamar trabajo al mío? Trabajar es empujar vagones, llevar vigas, picar piedras, palear tierra, apretar con las manos desnudas el escalofrío del hierro helado. Yo, en cambio, estoy sentado todo el día, tengo un cuaderno y un lápiz, y hasta me han dado un libro para que me refresque la memoria sobre los métodos analíticos. Hay un cajón donde puedo poner la gorra y los guantes, y cuando quiera salir basta con que avise a Herr Stawinoga, el cual nunca dice que no y, si tardo, no hace preguntas; tiene el aspecto de sufrir en su carne por la ruina que lo rodea.
Los compañeros del Kommando me envidian, y tienen razón, ¿quizás no debería declararme contento? Pero apenas me sustraigo por la mañana a la rabia del viento y traspaso el umbral del laboratorio, he aquí a mi lado la compañía de todos los momentos de tregua, del Ka–Be y de los domingos de descanso: el dolor del recuerdo, la vieja y feroz desazón de sentirme hombre, que me asalta como un perro en el instante en que la conciencia emerge de la oscuridad. Entonces cojo el lápiz y el cuaderno y escribo aquello que no sabría decirle a nadie.
Y después, las mujeres. ¿Desde hace cuántos meses no veía una mujer? No era raro encontrarse por la Buna con las obreras ucranianas y polacas, en pantalones y chaqueta de cuero, macizas y violentas como sus hombres. Estaban sudadas y despeinadas en verano, embutidas en ropa gruesa en invierno; trabajaban con pico y pala y no se las sentía al lado como mujeres.
Aquí es diferente. Frente a las chicas del laboratorio nosotros tres nos sentimos abismados en la vergüenza y el embarazo. No sabemos qué aspecto tenemos: nos vemos el uno al otro, y a veces nos reflejamos en un cristal terso. Somos ridículos y repugnantes. Nuestro cráneo está calvo el lunes y cubierto por una corta pelusa oscura el sábado. Tenemos la cara hinchada y amarilla permanentemente marcada por las cortaduras del barbero apresurado, y frecuentemente por cardenales y llagas entumecidas; tenemos el cuello largo y nudoso como pollos desplumados. Nuestra ropa está increíblemente sucia, manchada de barro, sangre y pringue; los pantalones de Kandel le llegan a mitad de las pantorrillas y dejan ver los tobillos huesudos y peludos; mi chaqueta me cuelga de los hombros como de un perchero de madera. Estamos llenos de pulgas, y nos rascamos a menudo desvergonzadamente; estamos obligados a pedir permiso para ir a las letrinas con humillante frecuencia. Nuestros zuecos de madera son insoportablemente ruidosos y llenos de capas superpuestas de barro y de grasa reglamentaria.
Y luego, a nuestro olor nosotros estamos acostumbrados pero las chicas no, y no desperdician ocasión de manifestárnoslo. No es el olor genérico del mal lavado, sino el olor a Häftling, suave y dulzón, que se nos ha agarrado a nuestra llegada al Lager y se exhala tenaz de los dormitorios, de las cocinas, de los lavaderos y de los retretes del Lager. Se lo adquiere en seguida y no se lo pierde nunca: «¿tan joven y ya hiedes?», así se suele acoger entre nosotros a los recién llegados.
A nosotros, estas muchachas nos parecen criaturas ultraterrenales. Son tres jóvenes alemanas, y Fräulein Liczba, polaca, que es la guarda del almacén, y Frau Mayer, que es la secretaria. Tienen la piel suave y rosada, bonitos vestidos de colores, limpios y calientes, los cabellos rubios, largos y bien peinados; hablan con mucha gracia y compostura y en lugar de tener el laboratorio ordenado y limpio, como deberían, fuman en los rincones, comen a ojos vistas rebanadas de pan con mermelada, se liman las uñas, rompen muchos tubos de ensayo y después tratan de echarnos la culpa a nosotros; cuando barren, nos barren los pies. No hablan con nosotros, y arrugan la nariz cuando nos ven arrastrarnos por el laboratorio, escuálidos y sucios, inadaptados y tambaleantes en los zuecos. Una vez le he pedido una información a Fräulein Liczba y no me ha contestado, sino que se ha vuelto rápidamente a Stawinoga con cara de fastidio y le ha hablado rápidamente. No he entendido la frase; pero «Stinkjude» lo he entendido claramente, y se me han encogido las tripas. Stawinoga me ha dicho que, para todas las cuestiones de trabajo, nos debemos dirigir a él directamente.
Estás chicas cantan, como cantan todas las chicas de todos los laboratorios del mundo, y esto nos hace profundamente desgraciados. Conversan entre sí, hablan del racionamiento, de sus novios, de sus casas, de las próximas fiestas...
–¿Vas el domingo a casa? Yo no: ¡es tan incómodo viajar!
–Yo iré en Navidad. Sólo dos semanas, y ya será Navidad: no parece verdad, ¡este año se ha pasado tan pronto!
... Este año se ha pasado pronto. El año pasado a esta hora yo era un hombre libre: fuera de la ley pero libre, tenía un nombre y una familia, tenía una mente ávida e inquieta y un cuerpo ágil y sano. Pensaba en muchas cosas lejanísimas: en mi trabajo, en el final de la guerra, en el bien y en el mal, en Ia naturaleza de las cosas y en las leyes que gobiernan la conducta humana; y además en las montañas, en cantar, en el amor, en la música, en la poesía. Tenía una enorme, arraigada, estúpida fe en la benevolencia del destino, y matar y morir me parecían cosas extrañas y literarias. Mis días eran alegres y tristes, pero todos los añoraba, todos eran densos y positivos; el porvenir estaba delante de mí como un gran tesoro. De mi vida de entonces no me queda hoy más que lo necesario para sufrir el hambre y el frío; no estoy ya lo suficientemente vivo para poder suprimirme.
Si hablase alemán mejor, podría tratar de explicarle todo esto a Frau Mayer; pero seguro que no lo entendería, o si fuese tan inteligente o tan buena como para entender, no podría soportar estar junto a mí, y huiría como se huye al contacto de un enfermo incurable o de un condenado a muerte.
O quizás me regalaría un bono de medio litro de potaje civil.
Este año se ha pasado pronto.

EL ÚLTIMO

Ya está cerca la Navidad. Alberto y yo caminamos hombro con hombro en la larga fila gris echados hacia delante para aguantar mejor el viento. Es de noche y nieva; no es fácil tenerse en pie, y más difícil todavía es guardar el paso y la formación: de vez en cuando, uno de los que van delante tropieza y rueda por el barro negro, hay que estar atento para evitarlo y para recobrar nuestro puesto en la fila.
Desde que estoy en el Laboratorio Alberto y yo trabajamos separados y, en la marcha de regreso, tenemos siempre muchas cosas que contarnos. Por lo general no se trata de cosas muy elevadas: del trabajo, de los compañeros, del pan, del frío; pero desde hace una semana hay algo nuevo: Lorenzo nos trae todas las tardes tres o cuatro litros de potaje de los trabajadores civiles italianos. Para resolver el problema del transporte hemos debido procurarnos lo que se llama una menaschka, es decir, una escudilla fuera de serie de chapa de cinc, más parecida a un cubo que a una escudilla. Silberlust, el hojalatero, nos la ha hecho con dos trozos de canalón a cambio de tres raciones de pan: es un espléndido recipiente, sólido y capaz, con el característico aspecto de un utensilio del neolítico.
En todo el campo sólo algún griego posee una menaschka más grande que la nuestra. Esto, además de las ventajas materiales, ha acarreado una sensible mejora de nuestra condición social. Una menaschka como la nuestra es un título de nobleza, es un blasón heráldico: Henri se está haciendo amigo nuestro y habla con nosotros de igual a igual; L. ha adoptado un tono paternal y condescendiente; en cuanto a Elías, está constantemente encima de nosotros, y mientras por una parte nos espía con tenacidad para descubrir el secreto de nuestra organisacja, por la otra nos abruma con incomprensibles declaraciones de solidaridad y de afecto y nos atruena con una letanía de portentosas obscenidades y blasfemias italianas y francesas que ha aprendido quién sabe dónde y con las que se ve claramente que cree honrarnos.
En cuanto al aspecto moral del nuevo estado de cosas, Alberto y yo hemos debido convenir en que no hay de qué estar orgullosos; ¡pero es tan fácil hallar justificaciones! Por otra parte, el mismo hecho de tener cosas nuevas de las que hablar, no es una ventaja despreciable.
Hablamos de nuestro proyecto de comprarnos una segunda menaschka para alternarla con la primera, de modo que nos baste con una sola expedición al día al rincón remoto del taller donde trabaja ahora Lorenzo. Hablamos de Lorenzo y de la manera de pagarle; después, si volvemos, sí, claro es que haremos cuanto podamos por él; pero ¿de qué sirve hablar ahora de esto? Tanto él como nosotros sabemos muy bien que es difícil que volvamos. Habría que hacer algo ya; podríamos probar a hacer que le arreglasen los zapatos en la zapatería de nuestro Lager, donde las reparaciones son gratuitas (parece una paradoja, pero, oficialmente, en los campos de aniquilación todo es gratuito). Alberto lo intentará: es amigo del zapatero jefe, quizás baste un litro de potaje.
Hablamos de tres novísimas empresas nuestras, y estamos de acuerdo en deplorar que evidentes razones de secreto profesional desaconsejen ponerlas en circulación: qué lástima, nuestro prestigio personal ganaría mucho.
De la primera, la paternidad es mía. He sabido que el Blockältester del 44 anda escaso de escobas, y he robado una en el taller: y hasta aquí, nada hay de extraordinario. La dificultad era la de contrabandear la escoba en el Lager durante la marcha de vuelta, y la he resuelto de una manera que me parece inédita, desmembrando el cuerpo del delito en barredera y mango, cortando este último en dos piezas, llevando al campo los diferentes artículos por separado (los dos tacones de mango atados a los muslos, debajo de los pantalones) y reconstruyendo el utensilio en el Lager, para lo que he tenido que encontrar un trozo de chapa, martillo y clavos para soldar los dos palos. El trabajo sólo ha requerido cuatro días.
Contrariamente a cuanto me temía, el comprador no ha devaluado mi escoba, sino que se la ha enseñado como una curiosidad a varios de sus amigos, los cuales me han encargado otras dos escobas «del mismo modelo».
Pero Alberto tiene algo muy distinto en preparación. En primer lugar, ha puesto a punto la «operación lima», y la ha realizado ya con éxito un par de veces. Alberto se presenta en el almacén de herramientas, pide una lima y la escoge más bien grande. El almacenero escribe «una lima» junto a su número de matrícula, y Alberto se va. Se va derecho a un civil de confianza (un triestino que es todo un señor truhán, que sabe más que el diablo y ayuda a Alberto más por amor al arte que por interés o filantropía), el cual no tiene dificultad en cambiar en el mercado libre la lima grande por dos pequeñas de valor igual o menor. Alberto devuelve «una lima» al almacén y vende la otra.
Y, en fin, ha coronado en estos días su obra maestra, una combinación audaz, nueva y de singular elegancia. Es preciso saber que desde hace unas semanas a Alberto le ha sido confiada una misión especial: por la mañana, en el taller, le es entregado un cubo con pinzas, destornilladores y unos cientos de tarjetas de celuloide de distintos colores, las cuales debe montar mediante pinzas a propósito para distinguir las numerosas y largas tuberías de agua fría y caliente, vapor, aire comprimido, gas, nafta, vacío, etcétera, que recorren en todos los sentidos la Sección de Polimerización. También hay que saber (y parece que no tiene nada que ver, pero ¿no consiste quizás el ingenio en encontrar o crear relaciones entre órdenes de ideas aparentemente extrañas?) que para todos nosotros, los Häftlinge, la ducha es un asunto bastante desagradable por muchas razones (el agua es escasa y fría, o está hirviendo, no hay vestuario, no tenemos toallas, no tenemos jabón, y durante la forzada ausencia es fácil ser robado). Como la ducha es obligatoria, los Blockältester necesitan de un sistema de control que permita aplicar sanciones a quien se sustrae: por lo común, uno de confianza del Blockältester se instala junto a la puerta y toca, como Polifemo, a quien sale para ver si está mojado; quien lo está, recibe una contraseña, el que está seco recibe cinco vergajazos. Sólo mediante la presentación de la contraseña se puede obtener el pan a la mañana siguiente.
La atención de Alberto se ha dirigido a las contraseñas. Por lo general, no son otra cosa que míseros pedazos de papel, que se devuelven húmedos, despedazados e irreconocibles. Alberto conoce a los alemanes, y los Blockältester son todos alemanes o de escuela alemana: les gusta el orden, el sistema, la burocracia; además, aunque son groseros, sueltos de mano e iracundos, tienen un amor infantil por los objetos relucientes y variopintos.
Así expuesto el tema, he aquí su brillante desarrollo. Alberto ha sustraído sistemáticamente una serie de tarjetitas del mismo color; de cada una ha recortado tres fichas redondas (el instrumento necesario, un sacabocados, lo he «organizado» yo en el laboratorio): cuando ha tenido listas doscientas fichas, suficientes para un Block, se ha presentado al Blockältester y le ha ofrecido la Spezialität por la disparatada cantidad de diez raciones de pan en consignación gradual. El cliente ha aceptado con entusiasmo, y ahora dispone Alberto de un portentoso artículo de moda que ofrecer con garantía de éxito en todas las barracas, un color por barraca (ningún Blockältester querrá pasar por tacaño o misoneísta) y, lo que es más importante, no tiene que temer a la competencia porque sólo él tiene acceso a la materia prima. ¿No está bien estudiado?

De estas cosas hablamos, tropezando de un charco a otro, entre la negrura del cielo y el fango del camino. Hablamos y caminamos. Yo llevo las dos escudillas vacías, Alberto el peso de la menaschka agradablemente llena. Una vez más la música de la banda, la ceremonia del Mützen ab, fuera las gorras, de golpe, ante la SS; una vez más Arbeit Macht Frei y el anuncio del Kapo: Kommando 98, zwei und sechzig Häftlinge, Stürke stimmt (sesenta y dos prisioneros, la cuenta cuadra). Pero la columna se ha roto, nos hacen marchar hasta la plaza de la Lista. ¿Pasarán lista? No la pasan. Hemos visto la luz cruda del faro, y el perfil bien conocido de la horca.
Durante más de una hora las escuadras han estado llegando, con el pataleo duro de las suelas de madera sobre la nieve helada. Una vez que todos los Kommandos han vuelto, la banda se ha parado de golpe, y una ronca voz alemana ha impuesto silencio. De la improvisada quietud se ha levantado otra voz alemana, y en el aire oscuro y enemigo ha hablado durante mucho tiempo coléricamente. En fin, el condenado ha sido metido en el haz de luz del faro.
Todo este aparato, y este encarnizado ceremonial, no son nuevos para nosotros. Desde que estoy en el campo he tenido que asistir a trece ahorcamientos públicos; pero las otras veces se trataba de delitos comunes, hurtos en la cocina, sabotajes, tentativas de fuga. Hoy se trata de otra cosa.
El mes pasado, uno de los crematorios de Birkenau ha sido hecho saltar por los aires. Ninguno de nosotros sabe (y tal vez no lo sepa nunca) cómo ha sido exactamente realizada la empresa: se habla del Sonderkommando del Kommando Especial adscrito a las cámaras de gas y a los hornos, el cual viene siendo periódicamente exterminado, y que es mantenido escrupulosamente segregado del resto del campo. Lo que es cierto es que en Birkenau un centenar de hombres, de esclavos inermes y débiles como nosotros, han sacado de sí mismos la fuerza necesaria para actuar, para madurar los frutos de su odio.
El hombre que va a morir hoy entre nosotros ha tomado parte de algún modo en la revuelta. Se dice que mantenía relaciones con los insurrectos de Birkenau, que ha llevado armas de nuestro campo, que estaba tramando un amotinamiento simultáneo también entre nosotros. Morirá hoy bajo nuestras miradas: y quizás los alemanes no comprendan que la muerte solitaria, la muerte de hombre que le ha sido reservada, le servirá de gloria y no de infamia.
Cuando terminó el discurso del alemán, que nadie pudo entender, de nuevo se elevó la primera voz ronca: Habt ihr verstanden? (¿Lo habéis entendido?)
¿Quién respondió, Jawohl? Todos y ninguno: fue como si nuestra maldita resignación tomase cuerpo de por sí, se hiciese voz colectivamente por encima de nuestras cabezas. Pero todos oyeron el grito del moribundo, éste traspasó las gruesas y antiguas barreras de inercia y de sumisión, golpeó el centro vivo del hombre en cada uno de nosotros:
–Kamaraden, ich bin der Letze! (i Compañeros, yo soy el último!)
Me gustaría poder contar que entre nosotros, rebaño abyecto, se hubiese levantado una voz, un murmullo, un signo de asentimiento. Pero no sucedió nada. Hemos continuado en pie, encorvados y grises, con la cabeza inclinada, y no nos hemos descubierto la cabeza más que cuando el alemán nos lo ha ordenado. El escotillón se ha abierto, el cuerpo se ha deslizado atrozmente; la banda ha vuelto a tocar, y nosotros, de nuevo formados en columna, hemos desfilado ante los últimos temblores del moribundo.
Al pie de la horca, los SS nos veían pasar con miradas indiferentes: su obra estaba realizada y bien realizada. Los rusos pueden venir ya: ya no quedan hombres fuertes entre nosotros, el último pende ahora sobre nuestras cabezas, y para los demás, pocos cabestros han bastado. Pueden venir los rusos: no nos encontrarán más que a los domados, a nosotros los acabados, dignos ahora de la muerte inerme que nos espera.
Destruir al hombre es difícil, casi tanto corno crearlo: no ha sido fácil, no ha sido breve, pero lo habéis conseguido, alemanes. Henos aquí dóciles bajo vuestras miradas: de nuestra parte nada tenéis que temer: ni actos de rebeldía, ni palabras de desafío, ni siquiera una mirada que juzgue.

Alberto y yo hemos vuelto a la barraca y no hemos podido mirarnos a la cara. Aquel hombre debía de ser duro, debía de ser de un metal distinto del nuestro, si esta condición por la que nosotros hemos sido destrozados no ha podido plegarlo.
Porque también nosotros estamos destrozados, vencidos: aunque hayamos sabido adaptarnos, aunque hayamos, al fin, aprendido a encontrar nuestra comida y a resistir el cansancio y el frío, aunque regresemos.
Hemos puesto la menaschka en la litera, hemos hecho el reparto, hemos satisfecho la rabia cotidiana del hambre, y ahora nos oprime la vergüenza.

HISTORIA DE DIEZ DÍAS

Desde hacía ya muchos meses se sentía a intervalos el retumbar de los cañones rusos cuando, el 11 de enero de 1945, enfermé de escarlatina y fui de nuevo hospitalizado en el Ka–Be. InfektionsabteiIurng: es decir, en un cuartito, a decir verdad bastante limpio, con diez literas en dos pisos; un armario; tres banquetas y la silleta con el cubo para las necesidades corporales. Todo en tres metros por cinco.
A las literas de arriba era desagradable subir, pues no había escalera; por eso, cuando un enfermo se agravaba era transferido a las literas de abajo.
Cuando yo entré fui el decimotercero: de los otros doce, cuatro tenían escarlatina, dos franceses «políticos» y dos muchachos judíos húngaros; había tres con difteria, dos con tifus y uno con una repugnante erisipela facial. Los otros dos padecían de más de una enfermedad y estaban increíblemente echados a perder.
Yo tenía mucha fiebre. "Tuve la suerte de tener una litera entera para mí; me acosté con sensación de alivio, sabía que tenía derecho a cuarenta días de aislamiento y, en consecuencia, de reposo, y me consideraba lo bastante bien conservado para no temer las consecuencias de la escarlatina, por una parte, ni las selecciones, por otra.
Gracias a mi ya larga experiencia de las cosas del campo, había conseguido llevarme mis pertenencias personales; un cinto de cables eléctricos trenzados; la cuchara–cuchillo; una aguja con tres hebras de hilo; cinco botones y, en fin, dieciocho piedras de eslabón que había robado en el Laboratorio. De cada una podían sacarse, afinándola pacientemente con el cuchillo, tres piedrecitas más pequeñas del tamaño adecuado para un encendedor normal de cigarrillos. Habían sido tasadas en seis o siete raciones de pan.
Pasé cuatro días tranquilos. Afuera nevaba y hacía mucho frío, pero la barraca estaba caliente. Recibía grandes dosis de sulfamidas, sufría unas náuseas muy fuertes y me costaba trabajo comer; no tenía ganas de trabar conversación.
Los dos franceses con escarlatina eran simpáticos. Eran dos provincianos de los Vosgos, ingresados en el campo pocos días antes con una gran expedición de civiles rastreados por los alemanes que se retiraban de la Lorena. El mayor, su compañero de litera, se llamaba Charles, era maestro de escuela y tenía treinta y dos años; en lugar de camisa, le había tocado una camiseta de verano cómicamente corta.
El quinto día vino el barbero. Era un griego de Salónica; sólo hablaba el bonito español de su gente, pero entendía algunas palabras de todas las lenguas que se hablaban en el campo. Se llamaba Askenazi y estaba en el campo desde hacía casi tres años; no se cómo había podido conseguir el cargo de Frisör del Ka–Be: no hablaba alemán ni polaco y no era demasiado brutal. Antes de que entrase, le había oído hablar con excitación en el pasillo durante un buen rato con el médico, que era compatriota suyo. Me pareció que tenía una expresión insólita, pero como la mímica de los levantinos no se corresponde con la nuestra, no comprendía si estaba asustado, contento o emocionado. Me conocía, o por lo menos sabía que yo era italiano.
Cuando llegó mi turno me bajé trabajosamente de la litera. Le pregunté en italiano si había algo de nuevo: interrumpió el afeitado, guiñó los ojos de manera solemne y alusiva, apuntó a la ventana con la barbilla, después hizo con la mano un gesto amplio hacia poniente:
–Morgen, alle Kamarad weg,
Me miró un momento con los ojos muy abiertos, como a la espera de mi estupor, y añadió:
–Todos todos –y reanudó su trabajo. Sabía lo de mis piedrecitas, por eso me afeitó con cierta delicadeza.
La noticia no provocó en mí ninguna emoción directa. Desde hacía muchos meses ya no conocía el dolor, la alegría, el temor, sino de ese modo despegado y lejano que es característico del Lager y que se podría llamar condicional: si tuviese ahora –pensaba– mi sensibilidad de antes, éste sería un momento en extremo emocionante.
Tenía las ideas perfectamente claras; desde hacía mucho tiempo Alberto y yo habíamos previsto los peligros que acompañarían al momento de la evacuación del campo y de la liberación. Además, la noticia dada por Askenazi no era más que la confirmación de un rumor que circulaba desde hacía varios días: que los rusos estaban en Czenstochowa, a cien kilómetros al norte; que estaban en Zakopane, a cien kilómetros al sur; que, en la Buna, los alemanes preparaban ya las minas de sabotaje.
Miré uno por uno a los rostros de mis compañeros de habitación: estaba claro que no se me ocurría hablar con ninguno de ellos. Me habrían contestado: «¿Y qué?». Y todo habría terminado allí. Los franceses eran diferentes, todavía estaban frescos.
–¿Sabéis? –les dije–: Mañana se evacua el campo.
Me agobiaron a preguntas:
–¿Hacia dónde? ¿A pie?, ¿... y también los enfermos?, ¿los que no pueden andar?
Sabían que era un prisionero veterano y que entendía el alemán: deducían de ello que también sabía sobre el asunto mucho más de lo que quería admitir.
No sabía nada más: lo dije, pero ellos siguieron preguntando. Qué fastidio. Pero, claro, estaban en el Lager desde hacía unas semanas, todavía no habían aprendido que en el Lager no se hacen preguntas.

Por la tarde vino el médico griego. Dijo que, también de entre los enfermos, todos los que podían andar serían provistos de zapatos y de ropa y saldrían al día siguiente, con los sanos, para una marcha de veinte kilómetros. Los otros se quedarían en el Ka–Be, con personal de asistencia escogido entre los enfermos menos graves.
El médico estaba insólitamente alegre, parecía borracho. Lo conocía, era un hombre culto, inteligente, egoísta y calculador. Dijo también que todos sin distinción recibirían triple ración de pan, de lo que los enfermos se alegraron visiblemente. Le hicimos algunas preguntas sobre lo que iba a ser de nosotros. Contestó que probablemente los alemanes nos abandonarían a nuestro destino: no, no creía que nos matasen. No ponía mucho empeño en ocultar que pensaba lo contrario, su misma alegría era significativa.
Ya estaba equipado para la marcha; apenas hubo salido los dos muchachos húngaros empezaron a hablar excitados entre sí. Se encontraban en convalecencia avanzada, pero muy desmejorados. Se entendía que tenían miedo de quedarse con los enfermos, deliberaban sobre la posibilidad de partir con los sanos. No se trataba de un razonamiento: es probable que también yo, si no me hubiese sentido tan débil, hubiese seguido el instinto del rebaño; el terror es muy contagioso y el individuo aterrorizado, en lo primero que piensa es en la fuga.
Fuera de la barraca se oía el campo en insólita agitación. Uno de los dos húngaros se levantó, salió y volvió al cabo de media hora cargado de trapos asquerosos. Debía de haberlos robado en el almacén de los efectos destinados a la desinfección. Su compañero y él se vistieron febrilmente, endosándose un trapo encima de otro. Se veía que tenían prisa por ver el hecho consumado antes de que el mismo miedo los hiciese retroceder. Era insensato pensar aunque sólo fuera en una hora de camino, tan débiles como estaban, y además por la nieve, y con aquellos zapatos rotos encontrados en el último momento.Traté de explicárselo, pero me miraron sin responder. Tenían ojos de bestias asustadas.
Sólo durante un momento se me pasó por la cabeza que también podían tener razón. Salieron con dificultad por la ventana, los vi, mamarrachos informes, tambalearse fuera, en la noche. No han vuelto; he sabido mucho después que, no pudiendo continuar, fueron abatidos por los SS pocas horas después de haber empezado la marcha.
También yo necesitaba un par de zapatos: estaba claro. Pero necesité una hora para vencer las náuseas, la fiebre y la inercia. Encontré un par en el pasillo (los sanos habían saqueado el depósito de los zapatos de los hospitalizados y habían cogido los mejores: los más deteriorados, agujereados y desparejados andaban por todos los rincones). Allí mismo me encontré con Kosman, un alsaciano. De civil, era corresponsal de la Reuter en Clermont–Ferrand: también estaba excitado y eufórico. Dijo:
–Si por casualidad vuelves antes que yo, escríbele al alcalde de Metz que estoy a punto de volver.
Se sabía que Kosman tenía conocidos entre los prominentes, por eso su optimismo me pareció un buen indicio y lo utilicé para justificar mi inercia ante mí mismo. Escondí los zapatos y me volví a la cama.
Bien entrada la noche vino otra vez el médico griego, con un saco a la espalda y un pasamontañas. Echó en mi litera una novela francesa:
–Ten, lee, italiano. Me la devolverás cuando volvamos a vernos.
Todavía lo odio por esta frase. Sabía que nosotros estábamos condenados.
Y vino al fin Alberto, desafiando la prohibición, a decirme adiós por la ventana. Era mi inseparable: nosotros éramos «los dos italianos» y las más de las veces los compañeros extranjeros confundían nuestros nombres. Desde hacía seis meses compartíamos la litera y cada gramo de comida «organizada» extrarración; pero él había tenido escarlatina de pequeño y yo no había podido contagiarlo. Por eso, él partió y yo me quedé. Nos despedimos, no hacían falta muchas palabras, ya nos lo habíamos dicho todo infinitas veces. No creíamos que estaríamos separados durante mucho tiempo. Había encontrado unos zapatos gruesos de piel en discreto estado de conservación: era uno de los que encuentran en seguida todo lo que necesitan.
También él estaba alegre y confiado, como todos los que se iban. Era comprensible: estaba a punto de suceder algo grande y nuevo: se sentía por fin alrededor una fuerza que no era la de Alemania, se sentía materialmente derrumbarse todo nuestro maldito mundo. O por lo menos, esto era lo que sentían los sanos que por muy cansados y hambrientos que estuviesen, tenían la posibilidad de moverse; pero es indiscutible que quien está demasiado débil, o desnudo, o descalzo, piensa y siente de otra manera, y lo que se adueñaba de nuestras mentes era la sensación de estar totalmente inermes y en manos de la suerte.
Todos los sanos (quitado algún bien aconsejado que en el último instante se desnudó y se echó en cualquier litera de la enfermería) partieron duran te la noche del 18 de enero de 1945. Debían de ser cerca de veinte mil, procedentes de varios campos. En su casi totalidad, desaparecieron durante la marcha de evacuación: Alberto entre ellos. Quizás alguien escriba un día su historia.
Nosotros nos quedamos, pues, en nuestras yacijas, solos con nuestras enfermedades y con nuestra inercia más fuerte que el miedo.
En todo el Ka–Be éramos quizás ochocientos. En nuestra habitación nos habíamos quedado once, cada uno en una litera, salvo Charles y Arthur que dormían juntos. Extinguido el ritmo de la gran máquina del Lager, empezaron para nosotros diez días fuera del mundo y del tiempo.

18 de enero. Durante la noche de la evacuación las cocinas del campo todavía habían funcionado, y a la mañana siguiente se distribuyó en la enfermería el potaje por última vez. La instalación de la calefacción central había sido abandonada; en las barracas quedaba todavía un poco de calor, pero a cada hora que pasaba la temperatura iba bajando, y se comprendía que muy pronto íbamos a tener frío. Fuera debían de estar por lo menos a 20 grados bajo cero; la mayor parte de los enfermos no tenía más que la camisa, y algunos ni eso.
Nadie sabía en qué situación estábamos. Algunos de lo SS se habían quedado; algunas torres de guardia estaban todavía ocupadas.
Hacia mediodía un sargento de la SS hizo la inspección de las barracas. Nombró en cada una a un jefe de barraca, escogiéndolo de entre los no judíos, y dispuso que fuese inmediatamente hecha una lista de enfermos en la que se distinguiese a los judíos de los no judíos. La cosa parecía clara. Nadie se asombró de que hasta el final los alemanes conservasen su amor nacional por las clasificaciones, y ningún judío pensó ya seriamente en vivir hasta el día siguiente.
Los dos franceses no habían entendido v estaban muy asustados. Les traduje de mala gana lo que había dicho el SS; me parecía irritante que tuviesen miedo: no tenían todavía un mes de Lager, todavía casi no tenían hambre, ni siquiera eran judíos, y tenían miedo.
Se hizo otro reparto de pan. Por la tarde empecé a leer el libro dejado por el médico: era muy interesante y lo recuerdo con extraña precisión. Hice también una visita al departamento de al lado, en busca de mantas: de allí muchos enfermos habían sido evacuados, sus mantas habían quedado libres. Me llevé algunas bastante calientes.
Cuando supo que venían de la Sección de Disentería, Arthur arrugó la nariz:
–Y–avait point besoin de le dire. –En efecto estaban manchadas. Yo pensaba que de todas maneras, dado lo que nos esperaba, sería mejor dormir bien arropados.
Se hizo pronto de noche pero todavía funcionaba la luz eléctrica. Vimos con tranquilo espanto que en la esquina de la barraca había un SS armado. Yo no tenía ganas de hablar y no sentía temor sino de la manera exterior y condicional que ya he dicho. Seguí leyendo hasta bastante tarde.
No había reloj, pero debían de ser las doce cuando se apagaron todas las luces, incluso las de los reflectores de las torres de guardia. Se veían a lo lejos los haces de luz de los fotoeléctricos. Floreció en el cielo un racimo de luces intensas que se mantuvieron inmóviles iluminando crudamente el terreno. Se oía el trepidar de los aparatos.
Luego empezó el bombardeo. No era nada nuevo, me bajé de la litera, enfilé los pies desnudos en los zapatos y esperé.
Parecía lejano, quizás encima de Auschwitz.
Pero he aquí una explosión cercana y, antes de poder formular un pensamiento, una segunda y una tercera de las que rompen los oídos. Se oyó un estrépito de cristales rotos, la barraca oscilo, cayó al suelo la cuchara que tenía clavada en un encastre de la pared de madera.
Luego pareció que había terminado. Cagnolati, un joven campesino, también de los Vosgos, no debía de haber visto nunca una incursión: se había tirado desnudo de la cama, se había agazapado en un rincón y chillaba.
Después de unos minutos fue evidente que el campo había sido alcanzado. Dos barracones ardían violentamente, otros dos habían sido pulverizados, pero todos eran barracones vacíos. Llegaron decenas de enfermos, desnudos y miserables, de un barracón amenazado por el fuego: pedían asilo. Imposible acogerlos. Insistieron, suplicando y amenazando en muchas lenguas: tuvimos que atrancar la puerta. Se arrastraron hacia otro sitio, iluminados por las llamas, descalzos sobre la nieve en fusión. A muchos les colgaban por detrás los vendajes deshechos. Para nuestro barracón no parecía que hubiese peligro, a no ser que cambiase el viento.
Los alemanes ya no estaban allí. Las torres estaban vacías.
Hoy pienso que, sólo por el hecho de haber existido un Auschwitz, nadie debería hablar en nuestros días de Providencia: pero lo cierto es que, en aquel momento, el recuerdo de los salvamentos bíblicos en las adversidades extremas pasó como un viento por todos los ánimos.
No se podía dormir; se había roto un cristal y hacía mucho frío. Pensaba que teníamos que buscar una estufa para instalarla, y procurarnos carbón, leña y víveres. Sabía que todo esto era necesario, pero sin ayuda nunca habría podido hacerlo. Hablé de ello con los dos franceses.

19 de enero. Los franceses estuvieron de acuerdo. Nos levantamos al alba, nosotros tres. Me sentía enfermo e inerme, tenía frío y miedo.
Los demás enfermos nos miraron con curiosidad recelosa: ¿no sabíamos que a los enfermos les estaba prohibido salir del Ka–Be? ¿Y si todavía no se habían ido todos los alemanes? Pero no dijeron nada, estaban contentos de que alguien fuese a hacer la prueba.
Los franceses no tenían ninguna idea de la topografía del Lager, pero Charles era valiente y robusto, y Arturo era sagaz y tenía un excelente sentido práctico de campesino. Salimos al viento de un gélido día de niebla, mal envueltos en mantas.
Lo que vimos no se parecía a nada que yo haya visto nunca ni oído describir.
El Lager, apenas muerto, ya estaba descompuesto. Ni agua ni electricidad: las ventanas y puertas desbaratadas eran batidas por el viento, chirriaban las chapas desajustadas de los tejados y las cenizas del incendio volaban alto y lejos. A la obra de las bombas se juntaba la obra de los hombres: andrajosos, deshechos, esqueléticos, los enfermos en condiciones de moverse se arrastraban por todas partes como una invasión de gusanos, sobre la tierra endurecida por el hielo. Habían revuelto todas las barracas vacías en busca de alimentos y de leña; habían violado con furia insensata las habitaciones de los odiados Blockältester, grotescamente adornadas, cerradas hasta el día anterior a los vulgares Häftlinge; como no eran los dueños de sus vísceras, se habían ensuciado en todas partes, contagiando la preciosa nieve, única fuente de agua para todo el campo.
En torno a las ruinas humeantes de las barracas quemadas, los grupos de enfermos estaban acostados en el suelo para absorber su último calor. Otros habían encontrado patatas en cualquier parte y las asaban en las brasas del incendio, mirando en torno con ojos feroces. Pocos habían tenido fuerzas para encender un verdadero fuego, y hacían fundir la nieve en recipientes de ocasión.
Nos dirigimos a las cocinas lo más de prisa que pudimos, pero casi se habían terminado las patatas. Llenamos dos sacos de ellas y confiamos su custodia a Arthur. Entre los escombros del Prominenzblock, Charles y yo encontramos por fin todo lo que buscábamos: una pesada estufa de hierro colado, con tubos todavía utilizables; Charles acudió con una carretilla y la cargamos; después me dejó a mí el encargo de llevarla a la barraca y se fue corriendo a los sacos. Allí encontró a Arthur desfallecido de frío; Charles cargó con los dos sacos y los puso a salvo, y luego se ocupó del amigo.
Mientras tanto yo, sosteniéndome a duras penas, trataba de manejar lo mejor que podía la pesada carretilla. Se oyó el ruido de un motor, y un SS en motocicleta entró en el campo. Como siempre, cuando veíamos sus rostros duros, me sentí presa del terror y del odio. Era demasiado tarde para desaparecer, y no quería abandonar la estufa. El reglamento del Lager prescribía ponerse firme y descubrirse la cabeza. Yo no tenía gorra y me hallaba embarazado por la manta. Me alejé unos pasos de la carretilla e hice una especie de torpe inclinación. El alemán siguió adelante sin verme, dio la vuelta junto a un barracón y se fue. Más tarde supe qué peligro había corrido.
Llegué por fin a la puerta de nuestra barraca y dejé la estufa a cargo de Charles. El esfuerzo me había dejado sin aliento, veía bailar ante mí unas manchas negras.
Se trataba de ponerla a funcionar. Los tres teníamos las manos paralizadas y el metal gélido se pegaba a la piel de los dedos, pero era urgente que la estufa funcionase para calentarnos y para hervir las patatas. Habíamos encontrado leña y carbón, y también brasas procedentes de las barracas quemadas.
Cuando quedó reparada la ventana desvencijada y la estufa empezó a calentar, pareció como si algo se ensanchase en cada uno de nosotros, y fue entonces cuando Towarowski (un franco–polaco de veintitrés años, con tifus) propuso a los otros enfermos que cada uno de ellos nos diese una rebanada de pan a los tres que trabajábamos, y su proposición fue aceptada.
Sólo un día antes un acontecimiento semejante habría sido inconcebible. La ley del Lager decía: «Come tu pan y, si puedes, el de tu vecino», y no dejaba lugar a la gratitud. Quería decir que el Lager había muerto.
Fue aquél el primer gesto humano que se produjo entre nosotros. Creo que se podría fijar en aquel momento el principio del proceso mediante el cual, nosotros, los que no estábamos muertos, de Häftlinge empezamos lentamente a volver a ser hombres.
Arthur se había recobrado bastante, pero en adelante evitó siempre coger frío; se encargó del mantenimiento de la estufa, de la cocción de las patatas, de la limpieza de la habitación y del cuidado de los enfermos. Charles y yo nos repartimos los diferentes servicios del exterior. Todavía quedaba una hora de luz: una salida nos rindió medio litro de alcohol y un tarro de levadura de cerveza, tirado en la nieve por no sabíamos quién; hicimos un reparto de patatas cocidas y de una cucharada de levadura por cabeza. Pensaba vagamente que podría ser útil contra la avitaminosis.
Se hizo la oscuridad; de todo el campo, la nuestra era la única habitación provista de estufa, de lo que nos sentíamos muy orgullosos. Muchos enfermos de otras secciones se amontonaban a la puerta, pero la estatura de Charles los mantenía a raya. Ninguno, ni nosotros ni ellos, pensaba que la promiscuidad inevitable con nuestros enfermos hacía peligrosísima la permanencia en nuestro cuarto, y que enfermar de difteria en aquellas condiciones era más seguramente mortal que tirarse desde un tercer piso.
Yo mismo, que era consciente de ello, no me paraba demasiado a pensarlo: desde hacía demasiado tiempo me había acostumbrado a pensar en la muerte por enfermedad como en un evento posible, y en tal caso inevitable y, en consecuencia, fuera del alcance de cualquier medida tomada por nosotros. Y ni siquiera se me pasaba por la cabeza que habría podido establecerme en otro cuarto, en otra barraca con menos peligro de contagio; aquí estaba la estufa, obra nuestra, que difundía una maravillosa tibieza; y aquí tenía una cama; y, en fin, ahora nos unía un lazo, a nosotros, los once enfermos de la Infektionsabteilung.
Se oía de tarde en tarde un fragor cercano y lejano de artillería y, a intervalos, una crepitación de fusiles automáticos. En la oscuridad, rota únicamente por el enrojecimiento de las brasas, Charles, Arthur y yo estábamos sentados fumando cigarrillos de hierbas aromáticas encontradas en la cocina y hablando de muchas cosas pasadas y futuras. En medio de la inmensa llanura llena de hielo y de guerra, nos sentíamos en paz con nosotros y con el mundo. Estábamos deshechos de cansancio pero nos parecía, después de tanto tiempo, haber hecho por fin algo útil; quizás como Dios tras el primer día de la creación.

20 de enero. Llegó el alba y yo estaba de turno para encender la estufa. Además de la debilidad, el dolor de las articulaciones me recordaba a cada instante que mi escarlatina estaba lejos de haber desaparecido. El pensamiento de tener que zambullirme en el aire helado en busca de fuego por las otras barracas me hacía temblar de espanto.
Me acordé de las piedras de mechero; empapé en alcohol una hojita de papel y, con paciencia, saqué de una piedra un montoncito de polvo negro, después empecé a rascar con más fuerza la piedra con el cuchillo. Y, tras haber arrancado unas chispas, el montoncito se incendió y del papel se levantó una llamita pálida de alcohol.
Arthur bajó entusiasmado de la litera y calentó tres patatas por cabeza de entre las hervidas el día anterior; después de lo cual, hambrientos y tiritando, Charles y yo partimos de nuevo a explorar el campo en ruinas.
Nos quedaban víveres (es decir, patatas) sólo para dos días; para el agua, estábamos reducidos a fundir la nieve, operación penosa debido a la falta de recipientes grandes, de la que se obtenía un líquido negruzco y turbio que teníamos que filtrar. El campo estaba en silencio. Otros espectros hambrientos deambulaban explorando como nosotros: barbas ya largas, ojos hundidos, miembros esqueléticos y amarillentos entre los andrajos. Mal sostenidos por las piernas, entrábamos y salíamos de los barracones desiertos sacando de ellos los más diferentes objetos: contraventanas, cubos, cazos, clavos: todo podía servir, y los más previsores ya pensaban en fructuosas operaciones mercantiles con los polacos de los campos circundantes.
En la cocina, dos andaban a la greña por las últimas patatas podridas. Se habían agarrado por los andrajos y se golpeaban con curiosos gestos lentos e inseguros, vituperándose en yiddish por entre los labios helados.
En el patio del almacén había dos grandes montones de coles y de nabos (los gordos nabos insípidos, base de nuestra alimentación). Estaban tan helados que sólo se podían separar con el pico. Charles y yo nos alternamos, echando todas nuestras energías en cada golpe, y extrajimos unos cincuenta kilos. Hubo algo más: Charles encontró un paquete de sal y (¡une fameuse trouvaille) un bidón de agua de quizás medio hectolitro en estado de hielo macizo.
Lo cargamos todo en una carretilla (servían antes para distribuir el rancho en las barracas: había muchas abandonadas por todas partes) y nos volvimos empujándola trabajosamente sobre la nieve. Durante aquel día nos contentamos también con patatas hervidas y rodajas de nabo asado en la estufa, pero para el día siguiente Arthur nos prometió importantes innovaciones.
Por la tarde, fui al ex ambulatorio en busca de algo útil. Se me habían adelantado: todo estaba estropeado por saqueadores inexpertos. Ni una botella entera; en el suelo, una capa de pingajos, estiércol y material de enfermería, un cadáver desnudo y retorcido. Pero he aquí algo que se les había escapado a mis predecesores: una batería de camión. Toqué los polos con el cuchillo: una chispita. Estaba cargada.
Por la noche, nuestra habitación tenía luz. Metido en la cama, veía por la ventana un largo trecho de carretera: pasaba por él, desde hacía tres días, la Wehrmacht fugitiva. Carros blindados, carros «tigre» camuflados de blanco, alemanes a caballo, alemanes en bicicleta, alemanes a pie, armados y desarmados. Se oía en la noche el estruendo de las cremalleras mucho antes de que los carros estuviesen visibles.
Preguntaba Charles:
–Ça roule encore?
–Ça roule toujours.
Parecía que no iba a terminar nunca.

21 de enero. Pero terminó. Con el alba del 21 la llanura apareció desierta y rígida, blanca hasta donde llegaba la vista bajo el vuelo de los cuervos, mortalmente triste.
Casi habría preferido seguir viendo algo que se moviese. También habían desaparecido los paisanos polacos, agazapados quién sabe dónde. Parecía que el viento se había parado por fin. Sólo una cosa habría deseado: quedarme en la cama bajo las mantas, abandonarme al cansancio total de los músculos, los nervios y la voluntad; esperar que todo acabase, o no acabase, lo mismo daba, como un muerto.
Pero Charles ya había encendido la estufa, el hombre Charles, el alegre, confiado y amigo, y me llamaba al trabajo:
–Vas–y, Primo, descends–toi de lá–haut; il y a Jules à attraper par les oreilles...
«Jules» era el cubo de la letrina, que todos los días había que coger por las asas, llevarlo fuera y verterlo en el pozo negro: era ésta la primera faena de la jornada, y si se piensa que no era posible lavarse las manos y que tres de los nuestros estaban enfermos de tifus, se comprenderá que no fuese un trabajo agradable.
Teníamos que inaugurar las coles y los nabos. Mientras yo iba a buscar leña, y Charles a recoger nieve para derretirla, Arthur movilizó a los enfermos que podían estar sentados para que ayudasen a mondar. Towarowski, Sertelet, Alcalai y Schenck respondieron a la llamada.
También Sertelet era un campesino de los Vosgos, de veinte años; parecía en buenas condiciones pero a medida que pasaban los días su voz iba adquiriendo un siniestro timbre nasal, que nos recordaba que la difteria raras veces perdona. Alcalai era un vidriero judío de Tolosa; era muy tranquilo y sensato, padecía de erisipela en la cara.
Schenck era un comerciante eslovaco, judío: convaleciente de tifus, tenía un formidable apetito. Y también Towarowski judío franco–polaco, majadero y parlanchín, pero útil a nuestra comunidad debido a su comunicativo optimismo. Mientras los enfermos trabajaban, con el cuchillo, cada uno sentado en su litera, Charles y yo nos dedicamos a buscar un sitio posible para las operaciones culinarias.
Una indescriptible suciedad había invadido todas las secciones del campo. Colmadas todas las letrinas, de cuyo mantenimiento ya no se cuidaba nadie, los disentéricos (eran más de un centenar) habían ensuciado todos los rincones del Ka–Be, llenado todos los cubos, todos los bidones antes destinados al rancho, todas las escudillas. No se podía dar un paso sin ver dónde iban a ponerse los pies; en la oscuridad era imposible desplazarse. Aun sufriendo con el frío, que seguía siendo muy intenso, pensábamos horrorizados en lo que habría sucedido si se nos hubiese echado encima el deshielo: las infecciones se habrían extendido sin obstáculos, el hedor se habría hecho sofocante y, además, una vez disuelta la nieve, nos habríamos quedado definitivamente sin agua.
Tras una larga búsqueda, encontramos por fin, en un local dedicado antes a lavadero, unos pocos palmos de pavimento no excesivamente sucio. Encendimos un fuego vivo y, después, para ahorrar tiempo y complicaciones, nos desinfectamos las manos friccionándolas con cloramina mezclada con nieve.
La noticia de que se estaba cociendo un potaje se esparció rápidamente entre los semivivos; se formó en la puerta un grupo de caras famélicas. Charles, con el cazo levantado, les dirigió un vigoroso y breve discurso que, aun siendo en francés, no necesitaba traducción.
Los más se dispersaron pero uno se echó hacia delante: era un parisino, sastre de categoría (decía él), enfermo de los pulmones. A cambio de un litro de potaje se pondría a nuestra disposición para cortarnos trajes de las numerosas mantas que quedaban en el campo.
Maxime demostró ser verdaderamente hábil. Al día siguiente Charles y yo teníamos chaqueta, pantalones y guantes de basto tejido de colores chillones.
Por la noche, después del primer potaje distribuido con entusiasmo y devorado con avidez, fue roto el gran silencio de la llanura. Desde nuestras literas, demasiado cansados para estar muy inquietos, tendíamos la oreja a los disparos de misteriosos cañones de artillería que parecían situados en todos los puntos del horizonte, y a los silbidos de los proyectiles por encima de nuestras cabezas.
Yo pensaba que la vida era bella afuera, y que todavía iba a ser bella, y habría sido verdaderamente una lástima dejarnos hundir ahora. Desperté a los enfermos que estaban adormilados y, cuando estuve seguro de que todos escuchaban, les dije, primero en francés, en mi mejor alemán después, que todos debíamos pensar ahora en volver a casa y que, en lo que de nosotros dependía, era preciso hacer algo y evitar algunas cosas. Que cada uno conservase cuidadosamente su escudilla y su cuchara; que ninguno le ofreciese a otro la sopa que eventualmente le sobrase; que nadie se bajase de la cama más que para ir a la letrina; quien necesitase algún servicio, que no se dirigiese más que a nosotros tres; Arthur estaba especialmente encargado de cuidarse de la disciplina y de la higiene y debía recordar que era mejor dejar las escudillas y las cucharas sucias que lavarlas con el peligro de cambiar la de un diftérico por la de un tifoso.
Tuve la impresión de que los enfermos sentían ya demasiada indiferencia por todo para preocuparse de lo que les había dicho; pero tenía mucha confianza en la diligencia de Arthur.

22 de enero. Si es valiente quien afronta un peligro grave con buen ánimo; Charles y yo fuimos valientes aquella mañana. Extendimos nuestras exploraciones al campo de los SS, inmediatamente fuera de la alambrada eléctrica.
Las guardias del campo debían de haber partido muy precipitadamente. Encontramos en las mesas platos medio llenos de menestra ya congelada, que devoramos con gran satisfacción; jarras todavía llenas de cerveza transformada en un hielo amarillento, un tablero con una partida empezada. En los cuartos, gran cantidad de cosas preciosas.
Nos llevamos una botella de vodka, varias medicinas, periódicos y revistas, y cuatro estupendas mantas acolchadas, una de las cuales está hoy en mi casa de Turín. Alegres e inconscientes, nos llevamos al cuartito el fruto de nuestra salida, confiándolo a la administración de Arthur. Hasta la noche no se supo lo que había sucedido quizás media hora más tarde.
Algunos SS, probablemente dispersos, pero armados, penetraron en el campo abandonado. Se encontraron con que dieciocho franceses se habían instalado en el refectorio de la SS–Waffe. Allí los mataron a todos metódicamente, de un tiro en la nuca, y alinearon después los cuerpos retorcidos en la nieve del camino; hecho lo cual, se fueron. Los dieciocho cadáveres se quedaron expuestos hasta la llegada de los rusos; nadie tuvo fuerzas para darles sepultura.
Por lo demás, en todas las barracas había ya camas ocupadas por cadáveres, tiesos como leños, a los que ninguno se ocupaba de llevarse de allí. La tierra estaba demasiado helada para que se pudiesen cavar fosas; muchos cadáveres fueron apilados en una zanja, pero ya desde los primeros días el montón emergía del hoyo y era ignominiosamente visible desde nuestra ventana.
Sólo una pared de madera nos separaba de la sección de los disentéricos. Allí eran muchos los moribundos, muchos los muertos. El suelo estaba cubierto por una capa de excrementos congelados. Nadie tenía ya fuerzas para salir de debajo de las mantas a buscar comida, y quien primero lo había hecho no había vuelto para socorrer a sus compañeros. En una misma cama, apretados para resistir mejor el frío, exactamente junto a la pared divisoria, estaban dos italianos: los oía hablar con frecuencia, pero como yo sólo hablaba francés, durante mucho tiempo no advirtieron mi presencia. Por casualidad oyeron mi nombre aquel día, pronunciado a la italiana por Charles, y desde entonces no pararon de gemir e implorar.
Naturalmente habría querido ayudarles si hubiese tenido los medios y las fuerzas; aunque sólo fuese para que cesase la obsesión de sus gritos. Por la noche, cuando todos los trabajos estuvieron terminados, venciendo la fatiga y el asco, me arrastré a tientas por el pasillo puerco y oscuro hasta su sección, con una escudilla de agua y las sobras de nuestro potaje del día. El resultado fue que desde entonces, a través de la delgada pared, toda la sección de los diarreicos me llamó noche y día por mi nombre, con las inflexiones de todas las lenguas de Europa, acompañado de súplicas incomprensibles, sin que yo pudiese ponerle remedio. Me sentía al borde del llanto, los habría maldecido.
La noche nos reservaba feas sorpresas. Lakmaker, el de la litera de debajo de la mía, era un calamitoso desecho humano. Era (o había sido) un judío holandés de diecisiete años, alto, delgado y apacible. Estaba en cama desde hacía tres meses, no sé cómo se había escapado de las selecciones. Había tenido sucesivamente el tifus y la escarlatina; mientras tanto se le había manifestado un grave trastorno cardíaco, y estaba lleno de llagas de decúbito, tanto que no podía yacer más que sobre el vientre. A pesar de todo esto, un apetito feroz; no hablaba más que holandés, ninguno de nosotros estaba en condiciones de entenderlo.
Quizás la causa de todo fue la menestra de coles y nabos, de la que Lakmaker había querido dos raciones. En mitad de la noche gimió y luego se tiró de la cama. Quería llegar a la letrina pero estaba demasiado débil y se cayó al suelo, llorando y gritando fuerte.
Charles encendió la luz (el acumulador demostró ser providencial) y pudimos darnos cuenta de la gravedad del incidente. La litera del muchacho y el suelo estaban ensuciados. El olor, en aquel reducido ambiente, se hacía rápidamente insoportable. No teníamos más que una mínima provisión de agua y carecíamos de mantas y de jergones de recambio. Y el pobrecillo tifoso era un terrible foco de infección; por supuesto, no se le podía dejar toda la noche en el suelo gimiendo y temblando de frío en medio de la suciedad.
Charles bajó de la cama y se vistió en silencio. Mientras yo sostenía la luz, cortó con el cuchillo todas las partes sucias del jergón y de la manta: levantó del suelo a Lakmaker con delicadeza maternal, lo limpió lo mejor que pudo con paja sacada del jergón y lo colocó en la cama vuelta a hacer en la única posición en que podía yacer el desgraciado: raspó el suelo con un pedazo de chapa; diluyó un poco de cloramina y, finalmente, lo roció todo de desinfectante, y también a sí mismo.
Yo medía su abnegación con el cansancio que habría tenido que vencer en mí para hacer todo lo que él estaba haciendo.

23 de enero. Nuestras patatas se habían acabado. Circulaba desde hacía unos días por los barracones el rumor de que había un enorme silo de patatas en algún sitio, fuera del alambre de púas, no lejano del campo.
Algún pionero desconocido debió de haber hecho pacientes investigaciones, o alguien debía saber con precisión el sitio: en efecto, la mañana del 23 un trecho de alambre de púas había sido derribado y una procesión doble de miserables salía y entraba por la abertura.
Charles y yo partimos, en el viento de la llanura lívida. Fuimos más allá de la barrera abatirla.
–Dis donc, Primo, on est dehors?
Así era: por primera vez desde el día de mi arresto, me encontraba libre, sin guardias armados, sin alambradas entre yo y mi casa.
A unos cuatrocientos metros del campo, se encontraban las patatas: un tesoro. Dos fosas larguísimas llenas de patatas y recubiertas de tierra alternada con paja para defenderlas del hielo. Nadie se moriría ya de hambre.
Pero la extracción no era un trabajo de nada. Debido al hielo, la superficie del terreno estaba dura como el mármol. Mediante un arduo trabajo de pico se conseguía perforar la costra y poner al descubierto el depósito; pero los más preferían meterse en los agujeros abandonados por los otros, llegando muy adentro y pasándoles las patatas a los compañeros que estaban afuera.
Un viejo húngaro había sido sorprendido allí por la muerte. Yacía rígido en el acto del hambriento: cabeza y hombros bajo el montón de tierra, el vientre en la nieve, tendía las manos a las patatas. Quien llegó después apartó el cadáver a un metro y reanudó el trabajo a través de la apertura que había quedado libre.
A partir de entonces nuestra comida mejoró. Además de las patatas cocidas y el potaje de patatas, ofrecimos a nuestros enfermos buñuelos de patatas, según una receta de Arthur: se raspan patatas crudas y se ponen con otras cocidas y deshechas; la mezcla se tuesta en una chapa muy caliente. Sabían a hollín.
Pero Sertelet, cuya enfermedad progresaba, no pudo probarlos. Además de hablar con un acento cada vez más nasal, aquel día no logró tragar debidamente ningún alimento: algo se le había estropeado en la garganta, cada bocado amenazaba sofocarlo.
Fui a buscar a un médico húngaro que se había quedado como enfermo en la barraca de enfrente. Al oír hablar de difteria dio tres pasos hacia atrás y me ordenó salir.
Por puras razones de propaganda les hice a todos instilaciones nasales de aceite alcanforado. Le aseguré a Sertelet que iba a sentarle bien: yo mismo trataba de convencerme de ello.

24 de enero. Libertad. La brecha del alambre de púas nos ofrecía su imagen concreta. Pensándolo con atención quería decir que ya no había alemanes, no había más selecciones, nada de trabajo, nada de golpes, nada de listas y, quizás dentro de poco, la vuelta.
Pero había que hacer un esfuerzo para convencerse y ninguno tenía tiempo de alegrarse. Alrededor todo era destrucción y muerte.
El montón de cadáveres de enfrente de nuestra ventana se derrumbaba ya fuera de la zanja. A pesar de las patatas, la debilidad de todos era extrema: en el campo ningún enfermo se curaba, por el contrario, muchos enfermaban de pulmonía y de diarrea: los que no habían estado en condiciones de moverse o no habían tenido energía para hacerlo yacían entumecidos en las literas, rígidos de frío, y nadie se daba cuenta de cuándo se morían.
Todos los demás estaban espantosamente cansados: después de haber estado meses y años en el Lager, no son las patatas las que pueden devolver le las fuerzas a un hombre. Cuando, una vez terminada la cocción, Charles y yo habíamos arrastrado los veinticinco litros de potaje diario del lavadero a la habitación, debíamos echarnos jadeantes en la litera, mientras Arthur, diligente y doméstico, hacía el reparto, procurando que sobrasen las tres raciones de rabiot pour les travailleurs y un poco de lo del fondo pour les italiens d'à côté.
En el segundo cuarto de Infecciosos, también contiguo al nuestro y ocupado en su mayoría por tuberculosos, la situación era muy diferente. Todos los que habían podido hacerlo habían ido a establecerse en otras barracas. Los compañeros más graves y más débiles se morían uno a uno en soledad.
Yo había entrado allí una mañana para pedir prestada una aguja. Un enfermo jadeaba entre estertores en una de las literas de arriba. Me oyó, se alzó para sentarse, luego se quedó colgado cabeza abajo fuera del borde, vuelto hacia mí, con el busto y los brazos rígidos y los ojos en blanco. El de la litera de abajo, automáticamente, alzó los brazos para sujetar aquel cuerpo y se dio cuenta entonces de que estaba muerto. Cedió lentamente bajo el peso, el otro resbaló hasta el suelo y allí se quedó. Nadie sabía su nombre.
Pero en la barraca 14 había sucedido algo nuevo. Allí los obreros habían ido mejorando y algunos estaban en bastante buenas condiciones. Organizaron una expedición al campo de los ingleses prisioneros de guerra, que se presumía había sido evacuado. Fue una empresa fructífera. Volvieron vestidos de caqui, con una carretilla llena de maravillas nunca vistas: margarina, polvos de budín, tocino, harina de soja, aguardiente.
Por la tarde, en la barraca 14 estaban cantando. Ninguno de nosotros se sentía con fuerza para hacer los dos kilómetros de camino al campo de los ingleses y volver con la carga. Pero, indirectamente, la afortunada expedición fue ventajosa para muchos. El desigual reparto de los bienes provocó un nuevo florecimiento de la industria y el comercio. En nuestro cuartucho de atmósfera mortal nació una fábrica de velas con mecha empapada de ácido bórico, hechas con moldes de cartón. Los ricos de la barraca 14 absorbían toda nuestra producción y nos pagaban con tocino y harina.
Yo mismo había encontrado el bloque de cera virgen en el Elektromagazin; recuerdo la expresión de contrariedad de los que me vieron llevármelo, y el diálogo que siguió:
–¿Qué quieres hacer con eso?
No era caso de descubrir un secreto de fabricación; me oí responder con las palabras que había oído a menudo a los antiguos del campo, y que contienen su jactancia preferida: la de ser «buenos prisioneros», gente apta que siempre sabe arreglárselas:
–Ich verstehe verschiedene Sachen... (entiendo de bastantes cosas...).

25 de enero. Fue el turno de Sómogyi. Era un químico húngaro de unos cincuenta años, delgado, alto y taciturno. Como el holandés, estaba convaleciente de tifus y de escarlatina; pero le sobrevino algo nuevo. Fue presa de una fiebre muy alta. Desde hacía tal vez cinco días no había dicho palabra: abrió la boca aquel día y dijo con voz enérgica:
–Tengo una ración de pan debajo del jergón. Repartíosla vosotros tres. Yo ya no volveré a comer.
No supimos qué decir, pero de momento no tocamos el pan. Se le había hinchado la mitad de la cara. Mientras permaneció consciente, continuó encerrado en un silencio áspero.
Pero por la tarde, y durante toda la noche, y durante dos días sin interrupción, el silencio fue roto por el delirio. Entregado a un último e interminable sueño de liberación y esclavitud, empezó a murmurar Jawohl a cada expiración de aire; regular y constante como una máquina, Jawohl a cada bajada de su pobre hilera de costillas, miles de veces, hasta dar ganas de sacudirlo, de sofocarlo, o de que, por lo menos, cambiase de palabra.
Nunca he comprendido como entonces lo trabajosa que es la muerte de un hombre.
Afuera, todavía el silencio absoluto. El número de cuervos había aumentado mucho, y todos sabían por qué. Sólo a largos intervalos se despertaba el diálogo de la artillería.
Todos se decían unos a otros que pronto, de repente, llegarían los rusos; todos lo proclamaban, todos estaban seguros, pero nadie lograba convencerse de ello. Porque en el Lager se pierde la costumbre de esperar, y también la confianza en la propia razón. En el Lager pensar es inútil, porque los acontecimientos se desarrollan las más de las veces de manera imprevisible; y es perjudicial, porque mantiene viva una sensibilidad que es fuente de dolor y que alguna próvida ley natural embota cuando los sufrimientos exceden un límite determinado.
Lo mismo que de la alegría, del miedo, del mismo dolor, así se cansa uno de la espera. Llegados al 25 de enero, rotas desde hacía ocho días las relaciones con aquel feroz mundo que, sin embargo, era un mundo, los más de entre nosotros estaban demasiado agotados incluso para esperar.
Por la noche, alrededor de la estufa, una vez más Carlos, Arthur y yo sentíamos que volvíamos a ser hombres. Podíamos hablar de todo. Me apasionaba la conversación de Arthur sobre la manera en que pasan los domingos en Provenchéres, en los Vosgos, y Charles casi lloraba cuando le hablé del armisticio en Italia, del principio confuso y desesperado de la resistencia partisana, del hombre que nos había traicionado y de nuestra captura en las montañas.
En la oscuridad, detrás y sobre nosotros, los ocho enfermos no se perdían una sílaba, incluso los que no entendían francés. Sólo Sómogyi se encarnizaba en confirmar a la muerte su entrega.

26 de enero. Yacíamos en un mundo de muertos y de larvas. La última huella de civismo había desaparecido alrededor de nosotros y dentro de nosotros. La obra de bestialización de los alemanes triunfantes había sido perfeccionada por los alemanes derrotados.
Es hombre quien mata, es hombre quien comete o sufre injusticias; no es hombre quien, perdido todo recato, comparte la cama con un cadáver. Quien ha esperado que su vecino terminase de morir para quitarle un cuarto de pan, está, aunque sin culpa suya, más lejos del hombre pensante que el más zafio pigmeo y el sádico más atroz.
Parte de nuestra existencia reside en las almas de quien se nos aproxima: he aquí por qué es no humana la experiencia de quien ha vivido días en que el hombre ha sido una cosa para el hombre. Nosotros tres fuimos en gran parte inmunes, y nos debemos por ello mutua gratitud; es por lo que mi amistad con Charles resistirá al tiempo.
Pero a miles de metros sobre nosotros, en los desgarrones que hay entre las nubes grises, se desarrollaban los complicados milagros de los duelos aéreos. Sobre nosotros, desnudos, impotentes, inermes, unos hombres de nuestro tiempo procuraban su muerte recíproca con los más refinados instrumentos. El gesto de uno de sus dedos podía provocar la destrucción del campo entero, aniquilar a millares de hombres; mientras la suma de todas nuestras energías y voluntades no habría bastado para prolongar ni un minuto la vida de uno solo de nosotros.
La zarabanda cesó por la noche y la habitación estuvo de nuevo llena del monólogo de Sómogyi. En plena oscuridad me desperté sobresaltado. L'pauv' vieux callaba: había terminado. Con el último sobresalto de vida se había tirado al suelo desde la litera: oí el golpe de las rodillas, de las caderas, de la espalda y de la cabeza.
–La mort l’a chassé de son lit –definió Arthur.
Desde luego no podíamos llevarlo afuera por la noche. No nos quedaba más remedio que dormirnos.

27 de enero. El alba. En el suelo, el infame revoltijo de miembros secos, la cosa Sómogyi.
Hay trabajos más urgentes: no podemos lavarnos, no podemos tocarlo hasta después de haber cocinado y comido. Y además ... rien de si dégoûtant que les débordements, dice justamente Charles; hay que vaciar la letrina. Los vivos son más exigentes; los muertos pueden esperar. Nos ponemos a trabajar como todos los días.
Los rusos llegaron mientras Charles y yo llevábamos a Sómogyi cerca de allí. Pesaba muy poco. Volcamos la camilla en la nieve gris.
Charles se quitó la gorra. Yo sentí no tener gorra.
De los once de la Infektionsabteilung fue Sómogyi el único que murió en los diez días. Sertelet, Cagnolati, Towarowski, Lakmaker y Dorget (de este último no he hablado hasta ahora; era un industrial francés que, después de operado de peritonitis, se había enfermado de difteria nasal), murieron unas semanas más tarde en la enfermería rusa provisional de Auschwitz. En abril me encontré en Katowice con Schenck y Alcalai, que estaban con buena salud. Arthur se reunió felizmente con su familia, y Charles ha vuelto a su profesión de maestro; nos hemos escrito largas cartas y espero volverlo a ver algún día.

APÉNDICE DE 1976

He redactado este apéndice en 1976 para la edición escolar de Si esto es un hombre, en respuesta a las preguntas que constantemente me hacen los lectores estudiantes. Sin embargo, ya que aquéllas coinciden ampliamente con las preguntas que recibo de mis lectores adultos, me pareció adecuado incorporar íntegramente mis respuestas también en esta edición.

Alguien, hace mucho tiempo, escribió que también los libros, como los seres humanos, tienen un destino, imprevisible, distinto del que para ellos se deseaba y que de ellos se esperaba. También este libro ha tenido un extraño destino. Su acta de nacimiento es remota: se la puede hallar en una de sus páginas (la número 153 de esta edición), en donde se puede leer que «escribo aquello que no sabría decir a nadie»: tan fuertemente sentíamos la necesidad de relatar, que había comenzado a redactar el libro allí, en ese laboratorio alemán lleno de hielo, de guerra y de miradas indiscretas, aun sabiendo que de ninguna manera habría podido conservar esos apuntes garabateados como mejor podía; que habría debido tirarlos en seguida, porque si me los hubieran encontrado encima me habrían costado la vida.
Pero escribí el libro apenas regresé, en unos pocos meses: a tal punto los recuerdos me quemaban por dentro. Rechazado por algunos grandes editores, el manuscrito fue aceptado en 1947 por una pequeña editorial dirigida por Franco Antonicelli: se imprimieron 2.500 ejemplares, luego la editorial se disolvió y el libro cayó en el olvido, entre otras cosas porque en esos tiempos de áspera posguerra la gente no tenía muchas ganas de regresar con la memoria a los dolorosos años que acababan de pasar. Halló nueva vida sólo en 1958, cuando fue reimpreso por el editor Einaudi, y desde entonces el interés del público nunca faltó. Se tradujo a seis lenguas y fue adaptado para la radio y el teatro.
Fue acogido por estudiantes y enseñantes con un favor que superó todas las expectativas, tanto del editor como mías. Centenares de clases, de todas las regiones de Italia, me invitaron a comentar el libro, por escrito o, si fuese posible, personalmente: dentro de los límites de mis ocupaciones, he respondido siempre afirmativamente a estos pedidos, al punto de que de buen grado he debido agregar a mis dos oficios un tercero, el de presentador y comentarista de mí mismo o, mejor dicho, de aquel lejano yo que había vivido la aventura de Auschwitz y la había narrado. Durante estos numerosos encuentros con mis lectores estudiantes he debido responder a muchas preguntas: ingenuas o no, conmovidas o provocadoras, superficiales o fundamentales. Me di cuenta muy pronto de que algunas de estas preguntas se repetían con frecuencia, que nunca faltaban: debían pues nacer de una curiosidad motivada y razonada, a la que de algún modo el texto del libro no daba satisfactoria respuesta. Me propongo responder a estas preguntas aquí.

1. En su libro no hay expresiones de odio hacia los alemanes, ni rencor, ni deseo de venganza. ¿Los ha perdonado?
Por naturaleza el odio no me viene fácilmente. Lo considero un sentimiento animal y torpe, y prefiero en cambio que mis acciones y mis pensamientos, dentro de lo posible, nazcan de la razón; por ello nunca cultivé en mí mismo el odio como deseo primitivo de revancha, de sufrimiento infligido a mi enemigo real o presunto, de venganza privada. Debo agregar que, por lo que creo percibir, el odio es personal, se dirige a una persona, un hombre, un rostro: pero nuestros perseguidores de entonces no tenían rostro ni nombre, lo demuestran las páginas de este libro: estaban alejados, eran invisibles, inaccesibles. El sistema nazi, prudentemente, hacía que el contacto directo entre esclavos y señores se redujese al mínimo. Habréis notado que en este libro se describe un solo encuentro del autor–protagonista con un SS (p. 173), y no es casual que tenga lugar sólo durante los últimos días, en el Lager en descomposición, una vez que el sistema ha estallado.
Por lo demás, en los meses en que este libro fue escrito, en 1946, el nazismo y el fascismo parecían realmente carecer de rostro: parecían haber vuelto a la nada, desvanecidos como un sueño monstruoso, según justicia y mérito, tal como desaparecen los fantasmas al cantar del gallo. ¿Cómo habría podido cultivar el rencor, querer la venganza contra un conjunto de fantasmas?
Pocos años después Europa e Italia se dieron cuenta de que se trataba de una ingenua ilusión: el fascismo estaba muy lejos de haber muerto, sólo estaba escondido, enquistado; estaba mutando de piel, para presentarse con piel nueva, algo menos reconocible, algo más respetable, mejor adaptado al nuevo mundo que había salido de la catástrofe de esa Segunda Guerra Mundial que el fascismo mismo había provocado. Debo confesar que ante ciertos rostros no nuevos, ante ciertas viejas mentiras, ante ciertas figuras en busca de respetabilidad, ante ciertas indulgencias, ciertas complicidades, la tentación de odiar nace en mí, y hasta con alguna violencia: pero yo no soy fascista, creo en la razón y en la discusión como supremos instrumentos de progreso, y por ello antepongo la justicia al odio. Por esta misma razón, para escribir este libro he usado el lenguaje mesurado y sobrio del testigo, no el lamentoso lenguaje de la víctima ni el iracundo lenguaje del vengador: pensé que mi palabra resultaría tanto más creíble cuanto más objetiva y menos apasionada fuese; sólo así el testigo en un juicio cumple su función, que es la de preparar el terreno para el juez. Los jueces sois vosotros.
No querría empero que el abstenerme de juzgar explícitamente se confundiese con un perdón indiscriminado. No, no he perdonado a ninguno de los culpables, ni estoy dispuesto ahora ni nunca a perdonar a ninguno, a menos que haya demostrado (en los hechos: no de palabra, y no demasiado tarde) haber cobrado conciencia de las culpas y los errores del fascismo nuestro y extranjero, y que esté decidido a condenarlos, a erradicarlos de su conciencia y de la conciencia de los demás. En tal caso sí, un no cristiano como yo, está dispuesto a seguir el precepto judío y cristiano de perdonar a mi enemigo; pero un enemigo que se rectifica ha dejado de ser un enemigo.

2. ¿Los alemanes sabían? ¿Los aliados sabían? ¿Cómo es posible que el genocidio, el exterminio de millones de seres humanos, haya podido llevarse a cabo en el corazón de Europa sin que nadie supiese nada?
El mundo en que vivimos hoy nosotros, los occidentales, presenta muchos y muy graves defectos y peligros, pero con respecto al mundo de ayer goza de una enorme ventaja: todos pueden saber inmediatamente todo acerca de todo. La información es hoy «el cuarto poder»: al menos en teoría, el cronista y el periodista tienen vía libre en todas partes, nadie puede detenerlos ni alejarlos ni hacerlos callar. Todo es fácil: si uno quiere, escucha la radio de su país o de cualquier país; va hasta el kiosco y elige los periódicos que prefiere, italiano de cualquier tendencia, o americano, o soviético, dentro de una amplia gama de alternativas; puede comprar y leer los libros que quiera, sin peligro de que se lo inculpe por «actividades antiitalianas» ni de que sea allanada su casa por la policía política. Desde luego, no es sencillo sustraerse a todo condicionamiento, pero por lo menos es posible elegir el condicionamiento que uno prefiere.
En un Estado autoritario no es así. La Verdad es sólo una, proclamada desde arriba; los diarios son todos iguales, todos repiten esta única idéntica verdad; así también las radios, y no es posible escuchar las de los otros países porque, en primer lugar, tratándose de un delito, el riesgo es el de ir a parar a la cárcel; en segundo lugar, las transmisoras del propio país emiten en las frecuencias apropiadas una señal perturbadora que se superpone a los mensajes extranjeros impidiendo su escucha. En cuanto a los libros, sólo se publican y se traducen los que agradan al Estado: los demás hay que irlos a buscar al extranjero e introducirlos en el propio país a propio riesgo, puesto que se los considera más peligrosos que la droga o los explosivos, y si se los descubre en la frontera son confiscados y su portador es castigado. Con los libros no gratos, o ya no gratos de épocas anteriores, se encienden hogueras públicas en las plazas. Así era Italia entre 1924 y 1945; así, la Alemania nacionalsocialista; así sigue siendo en muchos países, entre los que es doloroso tener que incluir a la Unión Soviética, que tan heroicamente supo luchar contra el fascismo. En un Estado autoritario se considera lícito alterar la verdad, reescribir retrospectivamente la Historia, distorsionar las noticias, suprimir las verdaderas, agregar falsas: la propaganda sustituye a la información. De hecho, en estos países no se es ciudadano, detentador de derechos, sino súbdito y, como tal, deudor al Estado (y al dictador que lo encarna) de fanática lealtad y sojuzgada obediencia.
Es evidente que en tales condiciones es posible (si bien no siempre fácil: nunca es fácil violentar a fondo la naturaleza humana) borrar fragmentos incluso amplios de la realidad. En la Italia fascista, la operación de asesinar al diputado socialista Matteotti y acallar todo el asunto al cabo de pocos meses dio buen resultado; Hitler, y su ministro de propaganda Joseph Goebbels, demostraron ser muy superiores a Mussolini en esta tarea de control y enmascaramiento de la verdad.
Sin embargo, esconder del pueblo alemán el enorme aparato de los campos de concentración no era posible, y además (desde el punto de vista de los nazis) no era deseable. Crear y mantener en el país una atmósfera de indefinido terror formaba parte de los fines del nazismo: era bueno que el pueblo supiese que oponerse a Hitler era extremadamente peligroso. Efectivamente, cientos de miles de alemanes fueron encerrados en los Lager desde los comienzos del nazismo: comunistas, socialdemócratas, liberales, judíos, protestantes, católicos, el país entero lo sabía, y sabía que en los Lager se sufría y se moría.
No obstante, es cierto que la gran masa de alemanes ignoró siempre los detalles más atroces de lo que más tarde ocurrió en los Lager: el exterminio metódico e industrializado en escala de millones, las cámaras de gas tóxico, los hornos crematorios, el abyecto uso de los cadáveres, todo esto no debía saberse y, de hecho, pocos lo supieron antes de terminada la guerra. Para mantener el secreto, entre otras medidas de precaución, en el lenguaje oficial sólo se usaban eufemismos cautos y cínicos: no se escribía «exterminación» sino «solución final», no «deportación» sino «traslado», no «matanza con gas» sino «tratamiento especial», etcétera. No sin razón, Hitler temía que estas horrorosas noticias, una vez divulgadas, comprometieran la fe ciega que le tributaba el país, como así la moral de las tropas de combate; además, los aliados se habrían enterado y las habrían utilizado como instrumento de propaganda: cosa que, por otra parte, ocurrió, si bien a causa de la enormidad de los horrores de los Lager, descritos repetidamente por la radio de los aliados, no ganaron el crédito de la gente.
El resumen más convincente de la situación de entonces en Alemania la he hallado en el libro Der SS Staat (El Estado de la SS), de Eugen Kogon, ex prisionero en Buchenwald y luego profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de Munich:

¿Qué sabían los alemanes acerca de los campos de concentración? A más del hecho concreto de su existencia, casi nada, y aún hoy saben poco. Indudablemente, el método de mantener rigurosamente secretos los detalles del sistema terrorista, indeterminando así la angustia y por ende haciéndola mucho más honda, se mostró eficaz. Como dije en otra parte, incluso muchos funcionarios de la Gestapo ignoraban qué sucedía dentro de los Lager, a los que, sin embargo, enviaban sus prisioneros; la mayor parte de los prisioneros mismos tenían una idea bastante vaga del funcionamiento de su campo y de los métodos que ahí se empleaban. ¿Cómo iba a conocerlos el pueblo alemán? Quien ingresaba se encontraba ante un universo abismal, totalmente nuevo para él: ésta es la mejor demostración de la potencia y eficacia del secreto.
... Y, sin embargo..., y sin embargo, no había un alemán que no supiese de la existencia de los campos, o que los considerase sanatorios. Pocos eran los alemanes que no tenían un pariente o un conocido en un campo, o que al menos no supiesen que tal o cual persona allí había sido enviada. Todos los alemanes eran testigos de la multiforme barbarie antisemita: millones de ellos habían presenciado, con indiferencia o con curiosidad, con desdén o quizás con maligna alegría, el incendio de las sinagogas o la humillación de los judíos y judías obligados a arrodillarse en el fango de la calle. Muchos alemanes habían sabido algo por las radios extranjeras, y muchos habían estado en contacto con prisioneros que trabajaban fuera de los campos. No pocos alemanes habían encontrado, en la calle o en las estaciones de ferrocarril, filas miserables de detenidos: en una circular fechada el 9 de noviembre de 1941 y dirigida por el jefe de Policía y de los Servicios de Seguridad a todas [...] las comisarías de Policía y a los comandantes de los Lager, se puede leer: «En particular, hemos debido constatar que durante los traslados a pie, por ejemplo de la estación al campo, un número apreciable de prisioneros cae muerto en la calle o desvanecido por agotamiento... Es imposible impedir que la población se entere de hechos semejantes». Ni siquiera un alemán podía ignorar que las cárceles estaban llenas a rebosar ni que en todo el país tenían lugar continuamente ejecuciones capitales; por miles se contaban los magistrados y funcionarios de policía, abogados, sacerdotes y asistentes sociales que sabían en términos generales que la situación era bastante grave. Muchos eran los hombres de negocios que tenían relaciones de proveedores con la SS de los Lager, los industriales que solicitaban mano de obra de trabajadores–esclavos a las oficinas administrativas y económicas de la SS, y los empleados de las oficinas de empleo que [...] estaban al corriente del hecho de que muchas grandes sociedades explotaban mano de obra esclava. No eran pocos los trabajadores que desarrollaban su actividad cerca de los campos de concentración o incluso dentro de los mismos. Varios profesores universitarios colaboraban con los centros de investigación médica instituidos por Himmler, y varios médicos del Estado y de los institutos privados colaboraban con los asesinos profesionales. Buen número de miembros de la Aviación Militar habían sido trasladados a los locales de la SS, y debían seguramente estar al tanto de lo que allí sucedía. Muchos eran los altos oficiales del Ejército que conocían las matanzas masivas de prisioneros de guerra rusos en los Lager, y muchísimos los soldados y miembros de la Policía Militar que debían conocer con precisión qué horrores espantosos se cometían en los campos, en los guetos, en las ciudades y zonas rurales de los territorios orientales ocupados. ¿Es acaso falsa una sola de estas afirmaciones?

A mi modo de ver, ninguna de estas afirmaciones es falsa, pero hay que agregar otra para completar el cuadro: pese a las varias posibilidades de informarse, la mayor parte de los alemanes no sabía porque no quería saber o más: porque quería no saber. Es cierto que el terrorismo de Estado es un arma muy fuerte a la que es muy difícil resistir, pero también es cierto que el pueblo alemán, globalmente, ni siquiera intentó resistir. En la Alemania de Hitler se había difundido una singular forma de urbanidad: quien sabía no hablaba, quien no sabía no preguntaba, quien preguntaba no obtenía respuesta. De esta manera el ciudadano alemán típico conquistaba y defendía su ignorancia, que le parecía suficiente justificación de su adhesión al nazismo: cerrando el pico, los ojos y las orejas, se construía la ilusión de no estar al corriente de nada, y por consiguiente de no ser cómplice, de todo lo que ocurría ante su puerta.
Saber, y hacer saber, era un modo (quizás tampoco tan peligroso) de tomar distancia con respecto al nazismo; pienso que el pueblo alemán, globalmente, no ha usado de ello, y de esta deliberada omisión lo considero plenamente culpable.

3. ¿Había prisioneros que lograban escapar de los Lager? ¿Cómo es que no hubo rebeliones en masa?
Estas son preguntas que me hacen muy frecuentemente, y por ello deben nacer de alguna curiosidad o exigencia particularmente importante. Mi interpretación es optimista: los jóvenes de hoy sienten la libertad como un bien al que de ninguna manera se puede renunciar, y por eso, para ellos, la idea de cárcel está ligada inmediatamente con la idea de fuga o de rebelión. Por otra parte, es cierto que, según los códigos militares de muchos países, el prisionero de guerra ha de intentar liberarse por todos los medios, para volver a ocupar su puesto de combatiente, y que, según la Convención de La Haya, el intento de fuga no debe ser castigado. El concepto de evasión como obligación moral está continuamente reafirmado en la literatura romántica (¿os acordáis del conde de Montecristo?), en la literatura popular, en el cine, donde el héroe, injustamente (o justamente) encarcelado, intenta siempre evadirse, aun en las circunstancias menos verosímiles, y su tentativa se ve siempre coronada por el éxito.
Quizás sea bueno resentir la condición de prisionero, la no libertad, como una condición indebida, anormal: como una enfermedad en fin, que debe curarse mediante la fuga o la rebelión. Desgraciadamente este marco se asemeja bastante poco al marco real del campo de concentración.
Los prisioneros que intentaron fugarse, por ejemplo, de Auschwitz, fueron pocos centenares, y los que lo lograron fueron unas pocas decenas. La evasión era difícil y extremadamente peligrosa: los prisioneros estaban debilitados, además de desmoralizados, por el hambre y los malos tratos, tenían la cabeza rapada, ropa de rayas inmediatamente identificable, zapatos de madera que impedían el paso rápido y silencioso; no tenían dinero y, en general, no hablaban polaco, la lengua local, ni tenían contactos en la región –cuya geografía por otra parte desconocían–. Además, para reprimir las fugas se adoptaban represalias feroces: a quien atrapaban lo colgaban públicamente en la plaza de la Lista, a menudo después de torturarlo cruelmente; cuando se descubría una fuga, se consideraba a los amigos del evadido como cómplices suyos y se los dejaba morir de hambre en las celdas de la prisión, el barracón entero debía permanecer de pie durante veinticuatro horas y, a veces, se arrestaba y se deportaba a los Lager a los padres del «culpable».
A los SS que mataban a un prisionero que intentaba huir se les concedía una licencia premio: por ello solía suceder a menudo que un SS disparase a un prisionero que no tenía ninguna intención de escapar, únicamente con el fin de conseguir el premio. Este hecho aumenta artificialmente el número oficial de casos de fuga registrados en las estadísticas; como indiqué antes, el número real era en cambio muy pequeño. Dada esta situación, del campo de Auschwitz se evadieron con éxito sólo algunos prisioneros polacos «arios» (es decir, no judíos, según la terminología de entonces) que vivían no muy lejos del Lager y que por consiguiente tenían una meta a la que encaminarse y la seguridad de que la población los protegería. En los demás campos las cosas tuvieron lugar de manera análoga.
Por lo que respecta a la ausencia de rebeliones, se trata de algo distinto. En primer lugar cabe recordar que en algunos Lager hubo efectivamente insurrecciones: en Treblinka, en Sobibor y también en Birkenau, uno de los campos dependientes de Auschwitz. No tuvieron gran peso numérico: como la parecida insurrección del ghetto de Varsovia, fueron más bien ejemplos de extraordinaria fuerza moral. En todos los casos fueron planeadas y dirigidas por prisioneros de alguna manera privilegiados, por lo tanto en condiciones físicas y espirituales mejores que las de los prisioneros comunes. Esto no debe sorprender: sólo a primera vista puede parecer paradójico que se subleve quien menos sufre. También fuera de los Lager, las luchas raramente son lideradas por el subproletariado. Los «harapientos» no se rebelan.

[EN PROTECCION DE LOS DERECHOS DE AUTOR FINALIZA EL FRAGMENTO DE SI ESTO ES UN HOMBRE]

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