Héctor
Tizón nació el 21 de octubre de 1929, en Yala, un pequeño pueblo de la
provincia de Jujuy, un caserío íntimo enclavado entre montañas, bosques y
lagunas, en el camino que sube a la Quebrada de Humahuaca, a 12 kilómetros de la
capital, San Salvador. Allí mismo, en un aula para todos los grados, "en forma
salteada, cuando la escuela funcionaba", realizó sus estudios primarios. Entre
1943 y 1948 vivió en Salta, donde cursó el secundario y publicó sus primeros
cuentos en el diario El Intransigente. En 1949 se radicó en La Plata y cursó la
carrera de Derecho, título que obtuvo en 1953 y que le valió, a partir de 1958,
una carrera diplomática que supo capitalizar para su literatura: durante su
estancia en México como agregado cultural, se vinculó, entre otros, con los
escritores Juan Rulfo, Ernesto Cardenal, Ezequiel Martínez Estrada, Augusto
Monterroso y Tomás Segovia. También en México, publicó, en 1960, su primer
libro, el volumen de relatos A un costado de los rieles. Ese mismo año fue
enviado como cónsul a Milán.
En 1962, renunció a la Cancillería y regresó a su tierra, donde se desempeñó,
fugazmente, como ministro de Gobierno, Justicia y Educación. Lejos ya de las
funciones públicas, dirigió, meses después, el diario Proclama y se abocó de
lleno a la literatura y la abogacía; en gran medida, también, a los viajes:
entre 1963 y 1975 recorrió Europa y África, llegó a Turquía; largamente caminó
la Puna y la Quebrada de Humahuaca. Cada regreso -esa pasión tan suya-le
ofrendó, indefectiblemente, el renovado amor por la propia tierra. En 1976,
emprendió, no obstante, otro viaje, más obligado y triste: tras el golpe militar
que inició el oscuro Proceso de Reorganización Nacional, Héctor Tizón se exilió
en España. Paralizado, pasó allí los primeros cinco años sin escribir; trabajó
en editoriales, diarios y revistas y colaboró, como dactilógrafo, en las
traducciones que su mujer, Flora Guzmán, realizaba para la editorial Siglo XXI.
En 1982, regresó a la Argentina y, una vez más, a Yala. Allí siguió viviendo,
escribiendo, siendo íntegramente Héctor Tizón. Allí conoció, a su vez, el
reconocimiento que, lenta pero sostenidamente, le llegó del país y del
extranjero. En la actualidad, se desempeña, además, como juez de la Corte
Suprema de Justicia de su provincia.
Homenaje constante y tácito a sus orígenes, sus libros están hoy traducidos al
francés, al inglés, al alemán, al ruso y al polaco y le valieron, entre otras
distinciones, la de Caballero de la Orden de las Artes y las Letras, otorgada
por el gobierno francés, el Premio Consagración Nacional y, en 1999, el Premio
Dos Océanos, concedido por el Festival de Cines y Culturas de América Latina de
Biarritz.
Su literatura nace de historias que, generación tras generación, la gente de su
pueblo -de fuerte tradición altoperuana-se transmitió en forma oral. El escritor
escuchó esos relatos desde muy chico. "Me los narraba mi ama de leche -cuenta-en
un lenguaje especial, con palabras quechuas y castellanas, distinción que,
luego, cuando empecé a leer libros, me planteó mi primera inquietud literaria:
el choque entre un lenguaje y otro, entre el lenguaje de los escritores y el de
la gente de mi pueblo." Lejos de las modas y del esnobismo intelectual, Tizón,
ante esa disyuntiva, hizo prevalecer la voz de su tierra y, con calidad poética,
la sumó al amplio registro de la mejor literatura. Murió el 30 de julio de 2012.
Obras
Héctor Tizón - Congreso de la Lengua.
A un costado de los
rieles (1960) Relatos
Fuego en Casabindo (1969) Novela
El cantar del profeta y el bandido (1972) Novela
El jactancioso y la bella (1972) Relatos
Sota de bastos, caballo de espadas (1975) Novela
El traidor venerado (1978) Relatos
La casa y el viento (concluido en España en 1982, publicado en Argentina en
1984) Novela
Recuento (1984) (antología personal) Relatos
El viaje (1988) Novela
El hombre que llegó a un pueblo (1988) Novela breve
El gallo blanco (1992) Cuentos
Luz de las crueles provincias (1995) Novela
La mujer de Strasser (1997) Novela
Tierra de frontera (1998) Ensayo
Obra completa (1998)
Extraño y pálido fulgor (1999) Novela
El viejo soldado (escrito en el exilio, publicada en 2002) Novela
La belleza del mundo (2004) Novela
No es posible callar (2004) Ensayos
Cuentos completos (2006)
El resplandor de la hoguera (2008) Memorias
“Ni siquiera en ceremonias como ésta es posible callar ante actos tan brutales”,
dijo en la Feria del Libro sobre Estados Unidos.
La iniciación, el amor, la traición, la locura y el exilio encontraron en su
pluma una forma de retrato personalísima, en la que tenía que ver su percepción
del entorno y un lenguaje formado en el castellano de la biblioteca y la
oralidad quechua de su pueblo.
Por Silvina Friera
Ningún paisaje está en un solo sitio; se desplaza en los ojos de quien lo
contempla. Las pupilas entristecidas por la partida del sabio y magistral
narrador que fue Héctor Tizón rememoran Yala, Casabindo, Humahuaca, Cochinoca;
silabean bajo el temblor de la emoción la aridez de esa geografía atravesada por
la melodía del viento, la polvareda del camino y el compás minucioso que teje el
silencio. El árbol de la infancia vuelve a crecer en otros suelos. Cualquier
tierra puede ser propia y extraña. Vivir es olvidar, viene a la mente lo que
propone el protagonista de uno de sus relatos. El arte del escritor jujeño, que
murió ayer en San Salvador de Jujuy a los 82 años, consistió en alivianar su
equipaje para viajar con mayor comodidad a través de una red de cuentos y
novelas en los que configuró una intensa épica de la austeridad desde
experiencias de alcance universal como la iniciación, el amor, la traición, la
locura y el exilio. Su escritura se forjó en el cruce de dos lenguas –el
castellano de los libros que leyó mestizado con las inflexiones de la oralidad
quechua– en las que resplandece lo dicho, pero también aquello que permanece en
los márgenes, lo que no es audible o no tiene expresión. El refinamiento, la
belleza poética, emerge justo en el preciso instante en que la lengua apenas
puede emitir susurros desperdigados sobre las páginas, al pie de la letra. “Las
palabras sólo son sombras de los hechos”, postulaba en otro de sus relatos. El
olvido no comienza en la tumba, como creía. Mientras haya un solo lector
memorioso, la llama de Tizón seguirá encendida.
El lugar de nacimiento a veces es accidental. Si en todo escritor anida un gran
mitómano, la biografía puede estar intervenida por lo que el interesado prefiere
orquestar. Aunque en este caso es otro cantar. A diferencia de lo que se cree,
Tizón nació el 21 de octubre de 1929 en Rosario de la Frontera (Salta), en el
Hotel de las Termas, durante un viaje de sus padres, oriundos de Jujuy, el lugar
en el mundo que siempre consideró como su tierra de pertenencia. El mismo se
enteró cuando necesitó ordenar papeles para rumbear hacia el exilio, en 1976, y
pidió una partida de nacimiento. “Como no me la daban, le dije a mi padre: ‘¿Qué
pasa, se han olvidado de inscribirme o qué?’. ‘No –dice–, no la vas a encontrar
nunca porque naciste en otro lado.’ Y cuando di con ella, le pregunté: ‘¿No
encontraron a ningún criollo para ponerme de testigo de mi nacimiento?’. No,
porque mis padres eran los dos únicos pasajeros del hotel.” El abuelo paterno
del escritor –“español cubano casado con cristiana vieja”– llegó a Yala (Jujuy)
por error, buscando Africa, el calor y las palmeras. Los habitantes del pueblo
lo evocaban como el primer plantador de bananas de la zona. Algunos de sus
mejores libros como Fuego en Casabindo (1969) y El gallo blanco (1992) son
lecturas obligatorias en las escuelas del Noroeste. Vivió en Salta, entre 1943 y
1948, donde cursó el secundario y publicó sus primeros cuentos en el diario El
Intransigente, relatos que nunca quiso editar en un libro. Intuía, no obstante,
que no faltará algún investigador entusiasta que escarbe en los archivos hasta
dar con esos textos. “Uno empieza dando tropiezos memorables. Tanto el bípedo
como el ave: se empieza a los golpes”, reconocía el escritor con esa sencillez
que lo caracterizaba. La expectativa literaria era como una olla a presión donde
se cocinaban los sueños y deseos del joven Tizón, que estudió Derecho en La
Plata y arrancó con su periplo diplomático en 1958. Estuvo en México, donde fue
agregado cultural y conoció a Juan Rulfo, Augusto Monterroso, Ernesto Cardenal y
a Ezequiel Martínez Estrada, entre otros autores. Dos años le bastaron para
decidir regresar nuevamente a Jujuy, en 1962.
Afiliado a la UCR
–solía definirse como “yrigoyenista”–, fue juez de la Corte Suprema jujeña. No
se refugiaba en el impacto de una metáfora para escamotear el humus de sus
pensamientos. Le gustaba tirar del hilo para desembrollar la madeja
convulsionada del tiempo que le tocó vivir, como lo hizo en los ensayos de No es
posible callar, donde reflexionó sobre el lugar que ocupa el artista, el destino
de la sociedad occidental y el discurso tramposo de la globalización. En 2003
inauguró la Feria del Libro en el predio de La Rural. “Hubiese preferido un
tiempo diferente para abordar el lema ‘Los argentinos y los libros’, pero ni
siquiera en ceremonias como ésta es posible callar ante actos tan brutales;
hacernos los distraídos sería, más que una mera cobardía, un acto inmoral”, dijo
el autor de La casa y el viento (1984) por la invasión de los EE.UU. a Irak.
Esgrimía que no podía hablar de la literatura cuando “los pistoleros
cibernéticos aplastan pueblos y amenazan con asolar al mundo”. La memorable
ovación estalló cuando afirmó que el cinismo del discurso único ya no puede
disfrazarse: “La fuerza imperial no necesita a un Conrad o a un Kipling. Le
basta apelar a citas de Al Capone”.
No
habrá despedidas
Por Eric
Nepomuceno
En aquellos tiempos de vértigo, cuando Eduardo Galeano dirigía la revista
Crisis, había una figura que, para mí, parecía envuelta en un aura de misterio:
Héctor Tizón. Yo tenía 25 años. Cada tanto, Eduardo me citaba para almorzar con
Mario (y era Benedetti), o tomar un café con Augusto (y era Roa Bastos), o para
saber noticias del Viejo (y era Onetti), y a veces para ir comer a lo de Haroldo
(y era Conti). Pero jamás pude atender a los llamados para conocer a Héctor (y
era Tizón). Leí sus libros que sonaban a voces del desierto y de la soledad, oí
las historias que Galeano me contaba, adiviné cómo sería la casa mítica de un
lugar llamado Yala.
Nos conocimos finalmente en Madrid, a fines de 1976, recién salidos los dos de
una Argentina despedazada, extranjeros los dos, él de Yala, yo de Brasil. Nos
encontramos y fue para siempre. Durante los tres años que viví en España nos
veíamos todos los fines de semana, cuando Flora y él venían a la casa donde
Martha y yo vivíamos en los alrededores de Madrid. Y luego, cuando Héctor
alquiló una casita en Cercedilla, al otro lado de la sierra, igual nos veíamos a
menudo.
De aquellos tiempos quedó sellada una amistad fraterna que ahora, cuando Héctor
cometió la suprema indelicadeza de abandonarnos de una vez, se transformará en
algo intocable en el terreno de mi memoria más profunda.
Habrá quien hable de sus libros, de su prosa escueta y rigurosa, cargada de
silencios y nostalgias afiladas como el agua. Habrá quien mencione la estatura
de ese escritor superior, de la belleza y de la dimensión de una obra tan
singular.
Yo quiero hablar de un hombre suave y digno, dueño de una melancolía callada y
de una de las sonrisas más claras y conmovedoras que he visto jamás. Oigo su voz
con la cadencia de los tiempos, recuerdo aquella entereza cada vez más escasa en
los días de hoy, sé de su generosa solidaridad, ese hermano mío que era pura
integridad y que vi por última vez hace ahora exactos dos años, en la Yala
mítica de sus recuerdos.
Y me acordaré para siempre de sus frases certeras, que tenían la calidez del sol
de invierno en sus parajes.
Oí la última de ellas cuando volvíamos en coche de Yala a Jujuy. Al pasar por un
río me contó que allí se juntaban las aguas de dos ríos angostitos: las claras
de uno, las oscuras de otro. Y que al juntarse hacían un solo río que reflejaba
las dos caras del destino, y se tornaba oscuro como la vida con el paso del
tiempo.
Fue cuando supe que Héctor empezaba a prepararse para la noticia que me llegó en
la mañana de ayer, para la despedida a la cual me niego.
No habrá despedidas, hermano. Seguirás aquí, al lado mío, para siempre.
31/07/12 Página|12
Tizón ha profesado
su orgullo y devoción por la majestuosidad del paisaje donde vivió; atesoraba
las voces de los relatos con los que las niñeras indias esculpieron su infancia
y reconocía que la mujer introduce al hombre en la tierra, que transmite la
palabra. “El mundo –decía Strasser, uno de sus personajes– es siempre lo que una
mujer ha hecho de él.” Más que un paisaje o frontera geográfica, su obra se
construye a través de un narrador que asume una condición lingüística al
proclamarse parte de la cultura altoperuana. Mientras bosquejaba los cuentos del
que sería su primer libro, A un costado de los rieles, publicado en México en
1960, zanjó la tensión entre la lengua libresca, aprendida en la biblioteca
paterna –el castellano de Calderón, Quevedo, Lope–, con la lengua de los
indígenas, “el dulce habla de las criadas”. Cuando esos mundos aparentemente
contradictorios se contaminan –comprendió–, se reconocen mejor. El escritor no
se cansaba de repetir que la materia de su oficio son “las imágenes mentales que
fija con palabras”. Sin embargo, era consciente de la tentación a la que está
sometida la literatura que se amasa lejos de las grandes urbes, esos focos de
irradiación que toman una parte por el todo de la literatura argentina. “En las
provincias podemos ver los pecados capitales caminando por las calles, con
nombre y apellido. Y aprender a observarlos, conviviendo con ellos, es una de
las grandes primeras lecciones para el incipiente escritor”, señala en un
ensayo. “La segunda es olvidarlo para que de todo ello quede su esencia y poder
usar libremente esos atributos, huyendo de la perspectiva provinciana.”
En “Más allá del regionalismo: las transformaciones del paisaje”, texto de
Enrique Foffani y Adriana Mancini que integra el volumen La narración gana la
partida de Historia crítica de la literatura argentina, se plantea que el jujeño
ejecutó el gesto sugerido por Roland Barthes. En uno de los ensayos de El grado
cero de la escritura, el crítico francés asegura que la novedad en el
pensamiento proustiano es haber desplazado el problema del realismo y haber
ubicado “el lugar de lo imaginario en el significado; no en la relación entre
‘la cosa y la forma’, sino en el signo, en la relación del significado con el
significante. ‘El lenguaje del escritor no tiene como objetivo representar lo
real sino significarlo’”. Foffani y Mancini subrayan que la literatura de Tizón
“significa un paisaje, un lenguaje, historias y personajes que responden por sus
características a ese espacio referencial al que el escritor pertenece”. En la
configuración espacial de sus cuentos y novelas –precisan– es donde con mayor
nitidez “se observa el trabajo a partir del cual el lenguaje actúa como mediador
que procesa la belleza natural del paisaje original”. En la premura con la que
se rebobinan fragmentos, frases, remates o principios, tal vez los lectores
recuperen esa sensación de que todos los sentidos oscilan por el entredicho.
“Acaso la historia podría ser sólo este mismo paisaje, las montañas sombrías de
un color confuso cambiante hora a hora desde el amanecer al crepúsculo, el valle
verde y el río y las dos, tres, cinco casas desperdigadas...; queremos decir: un
escenario donde es casi obligado imaginar personajes como los protagonistas de
esta historia que se va a narrar. Por otra parte, todos estos personajes fueron
aquí ellos mismos, con sus nombres y circunstancias reales. Gente que quizás en
otras tierras no hubiera despertado la atención de nadie”, se lee al comienzo de
La mujer de Strasser (1997).
“A veces, percibimos la vida más intensamente cuando la recordamos, con más
tranquilidad que en el momento en el que transcurre”, postula en El resplandor
de la hoguera (2008), que aglutina sus memorias, anticipo crepuscular de la
despedida, donde despliega perspectivas sobre lo real y lo ficticio, lo
biográfico y lo literario. “Este es el impulso que lleva a un escritor a
escribir diarios o anotaciones autobiográficas; esto y la certeza de que el
pasado no permanece en su lugar, nunca se mantiene estático. Sólo puede
revivirse en la memoria, y la memoria es un mecanismo que nos permite tanto
olvidar como recordar; la memoria es arbitraria: redescubre, inventa, organiza.
El verdadero instrumento de la creación es la memoria y de allí también que todo
lo que un escritor escribe sea autobiográfico, con más o menos matices.” En este
libro –donde logra estar “mano a mano con los fantasmas, regresado a lo que más
quise y dispuesto a desaparecer como una sombra, sin ruido, sin memoria, por esa
misma rendija de la vida que lograra vislumbrar y convertir en palabras”–
desfilan el niño que se subía a los techos para pasar horas leyendo, su visita a
la casa de Benito Lynch en La Plata, los prolegómenos de la publicación de Fuego
en Casabindo, la amistad con Martínez Estrada y Rulfo y su encuentro con Onetti
en Madrid, donde se exilió durante la dictadura.
Tizón conjuró la inexorable sensación de epílogo –la antesala al silencio– con
un tímido anhelo del porvenir. Acaso pasado cierto umbral, la memoria se vuelve
silenciosa y opta por callarse. La prórroga al silencio, esas páginas que de
pronto reparó que valía la pena escribir, está en Memorial de la Puna, de
reciente publicación, seis bellísimos relatos imbricados por la Puna, tierra
“lijada por los vientos y la sal”, “el gran desierto lunar cálido y frío”,
región que asume como destino vital y literario. “Nacer es una casualidad, pero
también una fatalidad, puesto que nadie elige por sí mismo el lugar donde nacer.
De modo que un escritor ronda y da vueltas sobre el mismo tema, los mismos
hombres y las mismas cosas”, escribió en un ensayo de los ’90. La Puna es la
Comala o la Santa María de viento y polvo; las luces y sombras de una obsesión
–todo transmite una especie de “mensaje cifrado”– que sólo la muerte vino a
clausurar. Quedan los gestos modestos, las pinceladas mínimas con las que
labraba la densa complejidad de sus criaturas y ese cielo tramando preguntas
durante el atardecer. ¿O serán los lectores que miran esas puestas de sol con el
interrogante a flor de piel, como si estuviéramos ahí mismo, contemplando los
murmullos de la tierra cuando se abre a la noche?
Al principio no quiso irse: continuaba presentando hábeas corpus por sus amigos
perseguidos en 1976. Su mujer, Flora Guzmán, lo interpeló con la espada de
Damocles de un terror letal. Le dijo que estaba loco si pensaba discutir con
Hitler. Y lo convenció. La familia se exilió en Madrid; recién volvió tras la
guerra de Malvinas. El viejo soldado (2002), “el menos querido de mis libros, si
ello fuese posible”, es la única novela que escapa a las reglas del mundo
tizoniano. Quizá por eso eligió publicarla casi veinte años después de
escribirla. Como el protagonista Raúl –que para sobrevivir en un país ajeno se
emplea como escritor a sueldo de un viejo fascista decidido a publicar sus
memorias–, Tizón se las ingenió en España para hacerse del dinero para subsistir
sin dejar de escribir. “Fui un negro de la literatura. Presté mi pluma a otros
que ni siquiera pensaban como yo, y eso es tremendamente humillante”, recordaba.
El también, como Raúl, soportó en tierras lejanas el tedio, el miedo y la
tristeza.
El autor de Sota de bastos, caballo de espadas (1975), El hombre que llegó a un
pueblo (1975), Luz de las crueles provincias (1995), Extraño y pálido fulgor
(1999) y La belleza del mundo (2004), entre otros títulos notables, despliega en
Memorial de la Puna una meditación “casi póstuma” sobre la muerte: “Nada ni
nadie puede reprimir los recuerdos que iluminan de pronto aquello que creíamos
perdido y desaparecido. El olvido es más fuerte e irremediable que la muerte.
Sólo está muerto aquello que definitivamente hemos olvidado”.
VIVIO EL LARGO
TIEMPO DEL EXILIO, PERO PARECE QUE NUNCA SE HA IDO DE YALA, UN PUEBLITO DE
OCHOCIENTOS HABITANTES. ALLI VIVE EN ESE TIEMPO MOROSO EN QUE REPARTE SUS HORAS
ENTRE LA ESCRITURA Y SU OFICIO DE JUEZ. ARRIBA DE SU AUTO, EN EL AGRESTE
PAISAJE, HECTOR TIZON HABLO DE SUS LIBROS Y DE SU VIDA.
Esta es la historia de un viaje. O de dos. El primero es de papel y tiene forma
y nombre de novela -Extraño y pálido fulgor-aunque haya sido soñado para el cine
como guión de una road movie jamás filmada. El segundo (pensado con intenciones
fotográficas), fue el escenario de una entrevista sobre cuatro ruedas bajo un
sol sin sombra, que alternó asfalto y ripio a lo largo de los sesenta y tres
kilómetros que van desde San Salvador de Jujuy hasta la localidad de Purmamarca.
Un pueblito donde la quebrada de Humahuaca -soledad y frontera-comienza a
insinuarse en 339 habitantes, calles de tierra, casitas de adobe, cerros de
siete colores, aire puro a 2.139 metros sobre el nivel del mar y tiempo parado
en seco hace tres siglos.
El anfitrión de ambos viajes (autor de la novela y entrevistado de la road
interview) es el escritor Héctor Tizón, ya un clásico de la literatura
argentina, que encontró en su largo romance con la palabra (treinta y nueve años
han pasado desde A un costado de los rieles, su primer libro de relatos editado
en México) una forma personal de ser fiel a su historia y su geografía sin caer
en pintoresquismos ni nostalgias folclóricas. Hombre de saco y corbata incluso
los domingos, juez, casado, ex fumador de dos atados y medio por día hasta su
conversión -forzosa pero no fanática-al aire sin humo, padre de tres y abuelo de
seis en gustoso ejercicio para doblarle la apuesta a la vida y con sesenta y
nueve años que bien podrían renunciar a una sota, este jujeño (traducido a cinco
idiomas y reconocido como uno de los más grandes narradores contemporáneos en
lengua española), nació y vive en Yala, donde las almas no llegan a ochocientas
y las votaciones se resuelven en cuatro mesas electorales.
Al volante de su auto, mientras cronista y fotógrafo metidos a copilotos,
ajustan sus cinturones de seguridad, Tizón habla largo y sin prisa, y tiene más
anécdotas para contar que días de lluvia su pueblo. En ellas caben viajes,
amigos y recuerdos de su padre, en cuya biblioteca aprendió a leer y en donde,
todavía con pantalones cortos, empezó a cuestionarse si iba a escribir en la
lengua del Siglo de Oro español (la de los primeros libros que lo asombraron) o
con el habla de Jujuy, tachonada de aportes quechuas.
Cuitas sabrosas
también, por el racimo inacabable de nombres de pesos pesados de la literatura y
el arte que barajan: Borges (que lo visitó en Yala), Rulfo (a quien conoció y
trató en México, siendo embajador), el artista plástico Antonio Seguí (cuyos
grabados visten las paredes blancas de su casa) y Ricardo Piglia, que -amigo y
colega-terminó cargando con la cuenta de la carnicería del pueblo cuando López
-uno de los perros antológicos de Tizón, que vivió usando por nombre un
apellido-salió hecho un rayo del boliche con un costillar aguándole la boca.
Cuando recuerda estas historias, Tizón ríe. A veces (pocas) se empoza y lo gana
el silencio. Y uno supone que lo nublan memorias del exilio y de un tiempo de
palabras demoradas, en el que escribir dolía.
Extraño y pálido fulgor, recién editado por Alfaguara, es su libro número quince
y, a la vez, un catálogo de solitarios que no han perdido (o no del todo) la fe.
La novela narra la historia de un viajante de comercio que recorre pueblos sin
nombre, traga polvo a lo pavote, rumia desencantos y siente cómo su vida se
convierte en arena, comido por una rara tristeza en la que se ve engordar,
envejecer y estar solo, mientras vende cosas inútiles a gente que las compra sin
necesidad. Hasta que en uno de los cuartos de hotel que le depara el camino,
encuentra, gracias a un azar nunca neutral, las cartas apasionadas de Abigail,
una mujer que le reprocha a un tal Juan Fernández su silencio. Y se enamora. O
cree hacerlo.
En dos páginas, el viajante decide convertirse en Juan Fernández, contestar las
cartas y llevar esta partida de truco hasta el quiero vale cuatro. A ese par
(destinatario y remitente), Tizón suma otros rostros: el de J.J., gerente y
amigo del protagonista, metido a místico piola después de la viudez, que vive
con humor contagioso su lugar en la trama, el de una ex esposa que rehace su
vida con un político local y las prehistorias de un padre borrachín y jugador
aunque buen tipo, de un abuelo uxoricida que batalla con la culpa y de un cura
recluido en una capillita de provincia por prédicas no ortodoxas. En esta
charla, que incluye reflexiones robadas al camino, mientras espera que su novela
Fuego en Casabindo se convierta en ópera (un estreno que el Teatro Colón
programa para el 2001), el autor de La mujer de Strasser, desovilla los orígenes
de su nuevo libro: un relato intenso, donde las palabras rozan la pureza de los
elementos más nobles -madera, piedra, tierra y tiempo-, que permite leer en el
revés de cada personaje la aridez de la Puna y prueba la solidez de un escritor
sin artificios, que donde escribe "lluvia" moja y quema cada vez que dice
"fuego".
-¿Cómo es escribir y vivir en la frontera? -Para mí, la frontera es, ante todo,
misteriosa. Porque no es el país sino su límite y eso la emparenta con lo
extranjero, con otras culturas, con otras formas de ver y de sentir. Por eso se
la asocia con el intercambio pero además, la frontera es muy significativa
también como imagen del borde, de la cornisa. En verdad, no creo que la
Argentina se sienta distinta o se vea menos desde aquí, su norte más norte.
Cuando me preguntan por qué diablos vivo acá lo primero que contesto es que ya
nada es lejos de nada. La distancia hoy no se mide en kilómetros ni en millas,
sino en dólares y cada vez más asequibles. Y en segundo lugar, creo que un
escritor lo que necesita, básicamente, es tiempo y el tiempo en las ciudades
grandes es muy caro. Aquí, en cambio, el tiempo es barato. ¿Ve? (señala hacia
una plaza). Aquellas mujeres están hablando de la vida, que quiere decir
hablando un poco de todo o charlando de nada, sólo por charlar. Pueden pasar
meses así. No las apura nadie. Yo siento lo mismo. Me levanto temprano por la
mañana y mientras el sol me llena de luz el escritorio, escribo. Si me
empantano, renuncio a la computadora y sigo a mano. Soy juez, leo, converso con
la gente, duermo la siesta... para mí la frontera es rica, muy rica.
-Extraño y pálido fulgor es su libro número... ¿quince, ya? -Catorce o quince.
Son demasiados, ¿no? Ya no alcanzan los dedos de las manos para contarlos.
-¿Qué cambió en su aproximación a la literatura del primer libro a éste? -Cuando
empecé a escribir, yo sentía que pertenecía a una región del país destinada a
perder sus formas culturales propias y nació en mí cierta pretensión de
anticuario: la idea de conservar voces destinadas a morir, no por buenas o
malas, sino porque el mundo cambia y el cambio arrastra consigo muchas cosas.
Ese fue el afán que me llevó a escribir Fuego en Casabindo, El cantar del
profeta y el bandido, y de alguna manera, también Sota de bastos, caballo de
espadas. Después, el tiempo me enseñó que lo que tiene que perderse se pierde,
aunque el voluntarismo pretenda lo contrario. Y que, paradójicamente, nada muere
del todo cuando el cambio y la mixturación enriquecen. Por eso, desde hace unos
cinco libros, mis historias ya no están localizadas. Casi no hay sitios que
señalen directamente hacia el noroeste argentino y los personajes no tienen
nombre. Se llaman "el hombre flaco" o "el hombre gordo", nomás. En Extraño y
pálido fulgor también se da eso. El protagonista sólo tiene un alias: elige ser
Juan Fernández, el destinatario de las cartas que encuentra en un cuarto de
hotel, pero no conocemos su nombre antes de eso.
Textos de Tizón en la mítica revista
Crisis. Clic para descargar el número 40 completo en pdf.
-¿Por qué le
interesa la figura del impostor? -Quizá porque siempre pensé que nadie realmente
es lo que cree ser y yo mismo, muchas veces, me siento un impostor. En
ocasiones, me despierto de algo que puede haber sido una pesadilla, desorientado
y pensando que soy uno de ellos. Que es mentira esto de ser juez. Que nunca fui
a la Facultad de Derecho ni me recibí de abogado. Que jamás escribí una sola
línea y que soy, en verdad, un mentiroso profesional que no tardará en ser
descubierto.
-¿La suya es una forma cortés de decirme que no estoy hablando con Héctor Tizón?
-(Se ríe.) No, despreocúpese. Nunca se me ocurrió dudar de mi nombre pero sí
dudo en esos minutos de lo que la gente cree que soy. Y me da una gran
preocupación, que debe durar, supongo, pocos segundos ¿no? Hasta que me
reencuentro. Pero creo que todos hemos sentido eso alguna vez. Cuando uno pasa
la noche en un cuarto de hotel, por ejemplo, y se despierta, no sabe dónde está,
qué hace ahí, cómo fue que llegó. Se tarda un rato en volver a sentirse cómodo
en la propia piel. En cuanto a la literatura... Tengo una novelita anterior, El
hombre que llegó a un pueblo, que fue la primera que escribí al volver del
exilio en el 83. Es la historia de un hombre que se fuga de prisión y llega a un
pueblo al que muchos años atrás el obispo le prometió un cura. Nadie duda que el
cura va a llegar porque el obispo no puede mentir. Así que esperan. Veinte años.
Y llega el fugitivo. Primero, el hombre no quiere saber nada con eso de hacer de
cura. Pero después entiende que es la única manera de no volver a la cárcel y
asume ese rol. Una historia que es medio parecida a la de la última novela...
Perdón, ¿no?, pero miren: esto ya es la Quebrada de Humahuaca. Venimos por las
entrañas de la quebrada. Después el paisaje se hace más agreste, claro, y todo
se vuelve seco y solo, como la luna.
("Más agreste" suena increíble cuando uno mira a los costados del camino y,
entre los cerros y los corderos, el único verde disponible es el de uno que otro
cactus con forma de tridente, al mejor estilo de los de El gran Chaparral, la
serie de TV que en los 70 recreaba la vida en una finca del desierto de
Arizona.) -¿Me decía, entonces? -Pensaba que en esta novela, a diferencia de la
que comentaba recién, el impostor actúa por propia voluntad. -Sí. Lo que pasa es
que a este viajante de comercio las cosas no le van muy bien. Se separó de su
mujer, a sus hijos los ve poco, está sumido en una gran depresión y meta
recorrer pueblos ajenos, siempre de paso, solo de soledad absoluta, a no ser por
sus recuerdos y los consejos de su jefe y amigo J.J. Niemayer, que para colmo de
males, en un ataque místico se cambia de nombre, se transforma en reverendo e
inicia una búsqueda espiritual sui generis. Entonces, un día cualquiera,
encuentra unas cartas. Las lee: son cartas de amor de Abigail, una mujer que le
reclama al destinatario su falta de respuesta. El no sabe nada de ese hombre
pero tomar su lugar es una forma de renacer en otro su vida, que ya viene
haciendo agua, ¿no? Y bueno, se arriesga. Cuando el libro empieza todo eso es
pasado y la historia se cuenta desde el recuerdo.
-¿Es esencial la
memoria como alimento de su literatura? -Yo creo que un escritor escribe
fundamentalmente con el recuerdo, con la memoria, y también por eso, quizá, con
cierta nostalgia: una especie de dolor por alguna cosa que cree que ha perdido
irremediablemente. Alguna historia, un gesto, un rostro, la mirada de los otros,
un nombre, que le hacen evocar una cosa perdida ya. Quizá por eso, porque es
esencialmente la memoria la que escribe, tampoco puedo contar algo sin tener en
cuenta el lugar en el que vivo. He conocido escritores que se desplazan y se
instalan en un lugar para escribir sobre él. Yo no podría escribir prosa de
turista. Es más, casi nunca pude escribir ni siquiera sintiéndome viajero, que
es algo mucho más importante y digno. Si no conozco profundamente el lugar, sus
bosques, sus especies de hierbas, las variaciones de su clima, las casas por
dentro... no me sale nada. Y eso creo que tiene que ver, por lo menos en mi
caso, con la necesaria verosimilitud de la historia: que lo que se dice sea
creíble, que cierre, aunque no sea real ni exacto. La idea de esta novela, ¿sabe
cómo nació? -No, pero me gustaría oír la historia. -Un conocido mío tiene
negocios. Uno de ellos es una confitería. Un día viene y me dice: "Le voy a
contar algo a usted que le gusta escribir." "A ver, digo yo, cómo es." Y él
cuenta: "Hace mucho tiempo, venía un hombre y se sentaba, preferentemente en esa
mesa que da a la calle. Pedía algo, leía el diario y se iba. A veces, me decía
dos o tres palabras. Eso se repitió durante años y yo siempre pensé que era una
especie de vendedor, un viajante de comercio. Hasta que un día me llamó a la
mesa y me dijo que me sentara, que quería decirme algo importante. Me senté.
Mirá, me dijo, tengo cáncer y los médicos piensan que no me quedan más de 6
meses de vida. Pero no quería morirme sin decírtelo: yo soy tu padre." Ahora
bien, ¿cómo se mete eso en un libro? Nadie es capaz de hacer que el lector crea
esa dosis de caballo de realismo. Porque no es verosímil y sin embargo es
cierto.
-Y tomó sólo parte de la historia... -Sí, me quedé con lo creíble de la realidad
y lo usé para la ficción: el oficio del que sería mi protagonista. Yo tenía
escritas algunas páginas. Las vieron unos amigos y surgió el proyecto de
convertir eso en un guión de cine. Juan Carlos De Sanzo me pidió algo que
sirviera para hacer una road movie. La idea de un viajante de comercio era justa
porque nadie se larga a viajar porque sí. En cambio, un viajante de comercio
viaja para vivir y además, el personaje tiene el gran atractivo de un oficio que
ya no existe, porque hoy todo se hace por fax o por e-mail. Es como el
deshuesador de jamones de los viejos convenios de gastronomía: ya no se los
encuentra.
-¿Qué pasó con la película? -Problemas de financiamiento y a otra cosa. Pero
nació el libro. Yo ya tenía un protagonista, pero un hombre que viaja y alterna
camino con hoteles no es muy interesante. Entonces recordé a un tío mío,
empleado del ferrocarril y famoso donjuán. Imagínese: ~tenía cuatro familias en
distintos pueblos! Siempre me he preguntado cómo hacía para no confundir nombres
y aniversarios, pero bueno... Los recuerdos se fueron sumando y se me ocurrió lo
de las cartas. A mí me encanta escuchar conversaciones ajenas y leer cartas de
otros. No con malicia sino porque creo que a veces, en una sala de espera, por
ejemplo, escuchando a otros, uno encuentra claves para resolver asuntos de su
propia vida. Bueno, en la novela, este hombre se da cuenta de que Abigail no
conoce a Juan Fernández ni siquiera por fotos. Por eso se anima, toma su lugar,
le escribe y ella le contesta. Eso les cambia la vida a los dos. A él porque la
suya ha sido una historia de derrotas y de traición a su sueño más profundo: ser
poeta. Y a ella, porque ha crecido sin animarse a vivir muchas cosas, ultrajada
de niña por su padrastro y marcada por el desamor de su madre. Ambos escriben y
contestan, sintiendo que ésta, quizá, sea su chance de tener una vida.
-Sus últimos libros son mucho más intimistas que los primeros, más preocupados
por lo social. ¿Usted nota eso? -Sí, pero no ha sido deliberado y yo mismo me
sorprendo. Creo que el comienzo de ese giro se dio en España cuando, luego del
golpe del 76 y después de 4 o 5 años de vivir en el exilio en un país en donde,
como dice Guillermo Cabrera Infante "tenemos todo en común salvo la lengua",
corregían mis escritos sin piedad. Donde yo escribía "durazno" me ponían
"melocotón", que es una especie de palabrota espantosa, ¿no? Y yo les decía a
los españoles: "Pero Quevedo no sabía qué era el melocotón. Quevedo decía
durazno. Ustedes se han olvidado". Recuerdo que pensé que no iba a poder volver
nunca a la Argentina y que tampoco podía convertirme yo en español. Sentí que mi
destino era no escribir más. Pero pensé también que no podía irme así, que tenía
que despedirme. Entonces, como quien cuenta la historia de un hombre que se
exilia y para poder hacerlo recorre todo su mundo, conté los lugares que fueron
míos, los de mi infancia y mi juventud. Le fui diciendo adiós a todo. Eso fue lo
que después se llamó La casa y el viento. No fue el último libro sino el
comienzo del fin del exilio y la recuperación de mi lugar, que es éste.
-¿Cree usted que a los argentinos nos falta una literatura de los sentimientos?
-Sí, creo que sí. A veces los escritores intelectualizamos demasiado. Es como si
quisiera imponerse una tesis y como si la vida fuera una imposición dogmática,
cuando en verdad la vida tiene más de divagación, de duda y de conjeturas que de
tesis, ¿no? Creo que la falta de una literatura de los sentimientos es lo que
diferencia, de alguna manera, la literatura argentina de la de otros países de
América latina.
-¿Cuáles serían las razones de esa carencia, si las hay? -Lo que pasa es que
nosotros pretendemos justificarnos por el discurso y no por lo que somos. Y a
veces olvidamos que el razonamiento cartesiano impide ver otras cosas, ejercitar
la frescura. En ese sentido, yo aprendo mucho de los chicos. Ellos no se atan y
por eso a veces ven cosas que a los adultos se nos escapan y que muestran las
grietas de la razón pura. Cuando mi hija Guadalupe, que hoy tiene más de veinte
años, era chiquita, estábamos sentados en el patio y frente a nosotros cayó un
higo maduro. Ella me preguntó por qué había caído la fruta y yo le expliqué, muy
sesudamente, que Isaac Newton había descubierto la ley de la gravedad. Cuando
terminé el cuento, Guadalupe me dijo: "íAh! ¿Entonces, si ese señor Newton no
hubiera descubierto esa ley, los higos caerían para arriba?" ¿Qué podía decirle
yo? íPerdí por goleada! -A lo mejor existe también una subestimación, la idea de
que la emotividad es un rasgo de la mala literatura... -Quizá sí. Tal vez se
tome el sentimiento como una pérdida de afirmación, una pérdida de fuerza. Como
si el intelecto perdiera cuando los sentimientos se muestran. Es una forma de
pensar, me parece a mí, absolutamente aberrante. Empobrecedora, en definitiva,
¿no? Porque el hombre vale por lo que siente, no por lo que piensa. Yo creo que
cuando Borges decía "Muchas vidas le faltaron a mi vida", quería decir un poco
eso: que no se dio chance a cosas que parecían impropias en un hombre como él,
un intelectual. Además, siento yo, en las emociones uno no miente. Podrá fingir
un ratito pero a la larga es insostenible. En cambio, en lo otro -ideas,
ideologías, intenciones-, sí se puede impostar... Disculpemé otra vez, miren
allá: eso es lo que quedó del tren.
Yala
Hace ya muchos años, cuando yo era un niño, a Yala sólo se podía llegar por
tren; en los prolongados veranos, que aquí van de noviembre a marzo, el estiaje
de los ríos cortaba los caminos y nadie -hombre ni bestia-se atrevía a desafiar
sus torrentes desmadrados y rugientes que a su paso, cuesta abajo arrastraban
piedras, troncos muertos y árboles arrancados de cuajo. Yala entonces, un pueblo
no más grande y numeroso que un par de familias, gozaba de autonomía, la gente
moría longeva y era enterrada en el camposanto que entonces estaba junto a la
antigua y pequeña iglesia. Contaba el pueblo con dos boliches ejemplares, un
peluquero ambulante, un loco manso y patético como Job, dos ingleses, un
húngaro, que enseñó en mi casa a fabricar embutidos de hígado de ganso, una
bruja que había perdido la gracia y un lapidario, no de piedras preciosas ni de
mármol, sino de cantos rodados y lajas.
Aquí puede decirse que he nacido y aquí estoy sintiendo cómo transcurre la vida.
No ha cambiado mucho, salvo la velocidad, que ha muerto a las distancias. Aunque
ahora ya hay muchos que no nos conocemos. Pero, en lo que importa, todo está
como lo veían mis ojos cuando se deslumbraban con la luz y la oscuridad y las
tormentas y las nubes amontonadas vagabundas en el cielo. Ya no está aquí la
dulce voz de mi madre ni los silencios de mi padre. Ya no está "Madreselvas en
flor" ni hay "Noches de ronda" en la victrola familiar. Pero sí están y
seguramente estarán sus altas montañas verdes y sus bosques y sus lagunas, sus
cielos surcados por bandadas de golondrinas y de loros que se turnaban en sus
exilios y regresos, y apenas dejo que mis recuerdos escapen, escucho el
gorgotear de aguas que se deslizan con indisciplina en el silencio, y casi
siempre en mis paseos por los callejones de Yala, me cruzo con Hesíodo, con el
Buen Ladrón, con la Celestina o Estebanillo González, con un campesino que fue
tripulante del Pequod, con una mujer del coro griego con sus paños de luto, con
un parroquiano de las tabernas de Chaucer, con un discípulo de Jesús. También
veo a Shylock despachando harina al menudeo en su almacén y anotando ávidamente
en las libretas de al fiado de sus clientes; a todos los habitantes de
Fuenteovejuna, al cochero de un sueño de Quevedo, a Huckleberry Finn; veo el
esplendor de una siesta en Typasa y una puesta de sol en Laponia; al Diablo de
Fausto, pero jugando a la taba. Y escucho ladrar a los perros del porquero de
Ulises. Me cuentan de una ciega que recuperó la vista al golpear la cabeza
contra un poste, y de un peón ferroviario, que atormentado por los celos,
balaceó la fotografía de su mujer. Escucho hablar de los ómnibus que llegan de
La Quiaca y el eco de las palabras de aquellos que esperaban las naves de Sidón
y Tiro o los bajeles vikings. Hay un rasgueo de guitarra común a Lorca, Santos
Vega y Borges, y un paisaje de bruma y de verde que ya ha sido señalado por
Baroja. Yo he llevado una canasta y compro vino y pan y vuelvo a comprobar que
esa hambre y esa sed no hacen más que reflejar como en una sucesión de espejos
el antiguo ritual. Y pienso, o siento -que es pensar con ganas-que el símbolo
encarnado en Jesucristo, vida, pasión y muerte, no es más que la repetición de
ese sueño soñado por el viejo Heráclito.
Todos en realidad, al cabo de los años, llevamos Yala en el fondo de nuestro
corazón.
(Tizón frena el auto
y señala hacia la derecha: un tramo de riel de unos 300 metros se sostiene sólo
en los extremos, como un puente tendido entre dos paredones que todavía no
devoró la erosión. La tierra sobre la que descansaba el resto de la vía se
nombra por ausencia. Se conserva uno de cada cinco durmientes originales y uno
tiene la impresión de ver una boca desdentada, sonriendo a desgano en una tierra
donde llorar sale caro porque el agua no sobra. Hay un minuto de silencio por
los trenes que la privatización mudó a áreas más rentables y el viaje sigue.)
-¿Qué cosas le duelen del país hoy? -Esas vías sin tren, por ejemplo. Cada vez
que pienso en lo que costó traerlo hasta acá y en el pedazo de historia que es
el ferrocarril para esta zona, me da mucha rabia. Me duele que el daño profundo
que se le causó al país con esta política thatcherista no sea más evidente, que
no se explicite a viva voz, en los estadios de fútbol; que la gente crea que
todo eso nos pasó, como le pasó a Edipo acostarse con su madre: porque no hubo
más remedio. ¿íCómo que no hubo más remedio!? George Steiner dice que la
tragedia es un género reaccionario. Yo siempre me pregunté qué quería decir con
eso. Y claro, tiene razón, porque la tragedia ocurre cuando no existe nada más,
cuando no hay poder de réplica y no se puede cambiar la suerte propia ni la de
los demás. Por eso la tragedia no puede ser nunca revolucionaria, ni siquiera
democrática, porque en la democracia no sucede ese tipo de cosas. No hay cosas
que suceden porque tienen que ser así necesariamente. Acá estamos tomando la
globalización, el neocapitalismo salvaje y un mundo insolidario como si fueran
una tragedia que nos cayó de arriba y ahora no hubiera más remedio que
arrancarse los ojos. Eso me preocupa y me duele profundamente porque siento que
asumir un destino trágico es echarle la culpa a otro y lavarse las manos.
-Cuando habla de Yala usted da a entender que no la eligió, que simplemente vive
allí porque es su sitio. ¿Pero por qué cree que Yala lo sigue eligiendo a usted?
-Quizá porque volví. Creo que un hombre puede nacer y renacer muy pocas veces en
su vida. Yo he intentado renacer en otro lugar y creí haberlo logrado durante un
tiempo largo, pero después me di cuenta de que mi lugar de origen era mejor que
aquel otro -España-en el que había sobrevivido al exilio y estaba echando
raíces. Y volví. No es una falta que un hombre no quiera ser del lugar donde
nació y trate de irse a otro lado. Lo que sí es lastimoso y se da a menudo es
pensar que los lugares de prestigio lo prestigian a uno. He visto en ciudades
estupendas una cantidad de imbéciles suficiente como para saber que vivir en
París o en Nueva York, por sí solo, no prestigia a nadie.
-¿Y de usted mismo qué le enseñaron los viajes? -Mi familia y yo hemos cambiado
32 veces de casa; de país, un montón y otro montón de ciudad. Lo curioso de eso
es que yo lo contrastaba con mi sincero afán de ser un hombre sedentario, de
quedarme, por ejemplo, en este rinconcito. Lo que pasa es que hay tantos lugares
del mundo que a uno le gustaría conocer -una isla griega, alguna parte de
Mallorca...-. Pero quizá sea mi tiempo de ser, en verdad, un viajero sedentario.
Creo que me gustaría terminar mis días en algún lugar muy quieto, viendo pasar
las nubes, conversando, eventualmente, con alguien a quien, también
eventualmente, le guste conversar. Jujuy se ajusta a ese deseo. Los hombres y
las mujeres silenciosos, como son aquí, no dicen tonterías ni emplean la lengua
en palabras inútiles. -Se van a reeditar tres libros suyos:Fuego en Casabindo,
El cantar del profeta y el bandido y La casa y el viento, y hace poco salieron
en dos tomos sus Obras Escogidas. ¿Cómo lo hace sentir eso? -Como que estoy
llegando al fondo del barril, ¿no? Pero, bueno, llega el momento en que uno
tiene que dejar el sitio a los que siguen. Así debe ser. Pienso, también, que
quizá sirva para llegar a otros. Recuerdo que apenas volvimos del exilio, en el
83, se hizo una mesa en la Feria del Libro en Buenos Aires, para presentar la
segunda época de la revista Crisis, y yo le dije a Eduardo Galeano: "Esto no va
a funcionar". Y él contestó: "Pero si está lleno de gente, ¿no ves?" "Sí, pero
no hay nadie de menos de cuarenta", le dije yo. "No hay chicos, no hay lectores
nuevos".Y es que eso nos pasó a escritores como Saer, Piglia y yo mismo: no
tuvimos parricidas, jóvenes que nos leyeran, cuestionaran y "mataran" primero,
para asumirnos luego como herencia. Los diezmó el Proceso. El paso de una
generación a otra no fue gradual sino brutal: no hubo trasvasamiento, sino
vacío. Y hubo que sobreponerse también a eso.
-¿Le asusta la idea de la vejez? -No. No todavía, al menos.
-¿Y la muerte? -La muerte, aunque ensayemos definiciones, de tan rotunda es
inaceptable. Nuestras posturas frente a la muerte, creo yo, son un intento por
exorcizarla. Pero bueno, a la muerte uno no tiene el deber de creerla. A ella no
le importa, llega nomás. Cuando yo era chico, recuerdo, a uno lo llamaban y
decían: "La abuela está muriéndose, vengan a despedirse". Y uno iba, y rodeaba
el lecho de la abuela, y la abuela le daba la bendición, y apoyaba la mano sobre
la de uno, y le decía adiós. Pero ahora, ya ni los viejos admiten la idea de la
muerte, y la muerte es una abstracción, algo que pasa fuera de la casa de uno,
en un sanatorio, lejos. Pero no, creo que tampoco le temo a la muerte.
-Son curiosos los antecedentes que elige para presentarse en la solapa de su
libro: "Ex embajador, vagabundo, exiliado y regresado". -Es que esas palabras
resumen mi vida.
-¿Es positivo el saldo de sus vagabundeos? -Sí, sí. Aunque de toda la vida que
uno vive sólo aprovecha un exiguo porcentaje. Un hombre está hecho en verdad de
muy pocos momentos importantes. Un puñadito de personas queridas, tal vez...
Todo lo demás es ruido y anonimato. Al cabo de los años, cuando uno ya ha
probado bastante, se da cuenta de que son muy pocas cosas las que lo hacen
feliz. Por ejemplo, la idea de ir conformándose con lo que se ha sido y también
con lo que no se pudo ser. Unos cuantos -muy pocos, los posibles, que siempre
son muy pocos-amigos con los que uno tenga un lenguaje común, valores
entendidos. Tener la certeza de no haber hecho deliberadamente daño a nadie, y,
en mi caso, haber tratado de ser justo como juez y como hombre.
-¿Y al escritor le queda algún sueño pendiente? -Yo creo que un novelista es
igual a los demás, sólo que ciertas cosas le impactan más que a otros. Si uno
entra en un bar y ve sentado a un hombre al que se le caen las lágrimas, le
parece que vale la pena indagar, jugar a construirle una historia. Y la escribe
porque necesita expresar ése y otros pedazos de vida que le faltó vivir. Escribe
para decir: "Aquí estoy yo. Estas pocas palabras que he escrito son mi
biografía. Apócrifa, pero mía. Es el resumen de mis propias carencias porque no
pude ser más rico que el conjunto de estas vidas que les cuento". Una vez conocí
al dueño de un burdel en el que había un cartel con letras de neón que decían:
"Recuerdos del 37". "¿Pero recuerdos de qué, cómo eran?", le preguntaba la
gente. El siempre contestaba lo mismo: "Aaaahhh". "Sí, pero, a ver, cuentemé,
¿por qué del 37?" Y él repetía: "Ahhhh". Algo muy estupendo le había pasado ese
año, pero nadie supo, salvo él, qué había sido. Para mí, la biografía de ese
hombre es ese gesto: un ademán y una cara de felicidad extraordinaria. Ojalá yo
pudiera decir lo mismo, al cabo del tiempo. Claro, a lo mejor, es mucho lo que
estoy pretendiendo.
Fuente: Clarín, 29 de agosto de 1999
En aquel otoño de 1976 ó 1981 llegó a su casa muy de madrugada, en realidad casi
ya de día, aunque los lecheros no habían dejado aún las botellas en las puertas
ni los diarieros los diarios. Los enamorados, satisfechos, dormían indiferentes;
los raros gallos de la ciudad esperaban, pero los divanes de los prostíbulos ya
estaban fríos. El coche lo dejó en la esquina porque él prefirió bajarse allí y
caminar hasta el portal para sentir el aire fresco de esa hora. Las veredas
estaban vacías, como es natural, y él debió, en el trecho de la casa vecina en
construcción, descender a la calle para no pasar debajo de los andamios, que
estaban hechos de tubos metálicos y en la punta de esos tubos alguien,
seguramente uno de los obreros, había dejado olvidado un pañuelo que apenas si
ondeaba en el viento del amanecer. Sus hijos dormían pero su mujer, que tenía el
sueño liviano o simulado de las gatas, despertó con el imperceptible ruido del
pestillo y preguntó si era él, y él dijo "sí soy yo", contrariado o asombrado
por aquella voz. Cruzó el living a tientas y entró en el cuarto de baño. Allí se
quitó la chaqueta y comenzó a lavarse las manos. Intentó mirarse en el espejo
pero, sin luz, sólo era como una sombra sobre la luna. Se mojó la cara y se lavó
las manos dos y tres veces. Después no quiso entrar en el dormitorio donde
estaba su mujer y se echó sobre el sofá. Se tapó los oídos con algodones, pero
enseguida sintió que algo extraño lo incomodaba sobre la piel de las manos.
Regresó al cuarto de baño, se las lavó y cepilló y volvió a hacerlo nuevamente.
Se tiró sobre el sofá -aún tenía los tapones en los oídos- y cerró los ojos,
pero no pudo conciliar el sueño; él, un hombre fuerte, y disciplinado, que
estaba seguro de todo, que creía que la Tierra era redonda y que los astros
giraban alrededor del horizonte y que los cuerpos más pesados como la tierra
tendían a colocarse debajo y los más ligeros como el fuego y el aire arriba, y
así incluso había hallado la explicación del mar, situado sobre la tierra y
debajo del aire; y que no había dos cosas parecidas y que las verdades eran
nítidas y tenían su contrario y que éste era nítido también, como una verdad,
pero abominable y subversiva, y que Dios era también el príncipe, aunque su cara
estuviese reflejada en las aguas de un estanque y el viento, que es Dios, las
agitara y confundiera, y borrara. Entonces se quitó las botas y el correaje de
la pistola pero, aunque la luz del sol se obstinaba ya en colarse a través del
ventanal, la mueca, el rictus de los labios, la mirada inmensa de aquellos ojos
aterrados todavía estaban allí.
2. Unos vecinos
Han escuchado un ruido inusual que seguramente proviene de la calle, la calle
que está abajo y está fría, inhóspita y desierta. Alguien que da voces, tal vez.
Un grito insólito en la noche. Pero hace mal tiempo y, quizá, por eso la gente
grita, así como en el buen tiempo alguien puede silbar o cantar o estrellar una
botella o un cascote en las vidrieras y gritar y divertirse y dar alaridos. Allí
viven los dos -es un departamento discreto y con macetas-, aunque la paga de
ambos, jubilados, sea escasa. No han tenido hijos, o si los tuvieron están lejos
e indiferentes, como suelen ser los hijos con los viejos, y no sólo con los
viejos propios sino también con los demás; están en Formosa o en Tucumán, o todo
lo contrario, y se casaron y sólo envían tarjetas postales y cosas así. Pero
antes del ruido inusual se oyeron rugir motores y estampidos y voces llamando.
Está de noche oscura, las puertas bien cerradas y allí está tibio, e incluso
pueden ser voces enemigas, no enemigas de ellos, claro, que sólo son inofensivos
y cobran su jubilación -la que esperan de un momento a otro sea aumentada de
acuerdo con el índice del costo de vida-, sino enemigas de otros enemigos. Y
ellos no tienen ninguna culpa ni son ellos -ni siquiera sus hijos- los que
llaman. Y además ahora llueve, o llovizna, y hace frío, y si encendieran las
luces podrían, tal vez, ser después llamados como testigos y tendrían que salir
vestidos como en domingo o para misa y prestar juramento y esperar horas delante
de un suboficial frente a la máquina de escribir y volverían a ser citados ante
los jueces, por una culpa ajena o por una equivocación, o porque alguien gritó
clamando socorro. Y ellos no hicieron nada para que eso sucediera y eran ajenos
y distintos de los perseguidores y de los acorralados. Y están cansados. Y,
después de todo, ahora a punto de pasar la noche durmiendo. La noche anterior al
día siguiente en que no habrá pasado nada, seguramente.
3. Un gato
El lo había dicho: si llegan a mí, no lo soportaré, porque creía que el cuerpo
de un hombre sirve para todo menos para el dolor.
¿Y si después reaparecía y confesaba voluntariamente, lealmente ? ¿Qué es lo que
podría decir sin perder la cara, sin pecar? Que en un principio, sí, creyó ("Yo
no vengo a pacificar, sino a meter espada"). Sí, claro, vean ustedes mismos: los
mercaderes y el templo y los hipócritas. Sólo queríamos lo bueno y lo justo.
Pero no. Nadie quiere por ahora las confesiones espontáneas, sino el horror del
potro de tormento. Es como un juego y ninguno quiere cambiar sus papeles. Un
hombre sólo obtiene su justificación en la carne de otro hombre: saber lo peor
no nos consuela cuando lo peor es irremediable.
Al ser descubiertos pudieron escapar, disgregados, y él echó a correr en la
noche, a lo largo de la calle junto al terraplén ferroviario. Ahora estaba aquí.
Pero habían sido tres, ¿dónde estarían los otros? No hay valientes, sino gente
que enmascara su miedo. Sus pulmones estaban a punto de estallar cuando en su
carrera encontró el galpón, aparentemente abandonado. ¿O sólo era domingo? En un
estrecho corredor, entre cajones superpuestos, se echó a descansar, a respirar
en calma, a esperar. Todo estaba oscuro, luego comenzó a clarear. Con las
primeras luces distinguió la ventana, se arrastró hasta ella y con un dedo hizo
un trazo sobre el polvo del vidrio: las casas del frente eran bajas y modestas;
apenas si llovía. Vio pasar un perro siguiendo a otro perro y, mucho después, a
una niña. Apoyó la frente en la ventana para verla mejor. ¿Adónde iría? También
su hermana a esas horas quizá se aprestaba para ir a la escuela. A pesar de la
diferencia de edades, aún jugaban o él hacía que jugaban aunque al rato estaban
jugando de verdad. Su padre, el juez, había muerto hacía mucho, cuando cayó
sobre el estrado en plena audiencia, y él había sido con él como su padre y
también como el hermano de su padre y, a veces, como el hermano menor o su hijo.
La madre apenas si contaba, ocupada todo el día en su consultorio. La madre le
había prohibido llevar la gata a la cama. Pero cuando ella no llegaba para darle
las buenas noches y conversar un rato simulando una visita de gente mayor, se
desquitaba llevándola. El había leído que un héroe, o un político famoso, o un
célebre gángster amaba a un gato; que en su despacho rondaba siempre entre las
carpetas un gato mimado por los jóvenes, solícitos y fornidos guardaespaldas.
Después transcurrieron varias horas en que nadie pasó junto a su ventana, ni
siquiera esos perros vagabundos. Y otra vez anocheció. A tientas regresó a
dormitar en el corredor entre los bultos apilados, pero inmediatamente oyó, no
tan lejanas, las sirenas de los vehículos policiales. Y después, nítidamente,
unas descargas como en una tormenta, como cuando se cierne la tormenta. Se
acurrucó quieto en su lugar y trató de pensar en otra cosa. Amanecía otra vez.
Pero las sensaciones obstruían sus recuerdos, los tejados, una galería de
gruesas columnas blancas en su casa paterna en las montañas durante las
vacaciones densas y breves y donde hacía siempre verano. Enseguida volvió a
escuchar la clara, evidente llegada de automóviles y, de inmediato, creyó
escuchar voces, ininteligibles. Se arrastró entre los cajones apilados,
apartándose del estrecho corredor. Después, paralizado, oyó que algo, un
florero, una lámpara, un objeto rotundo caía haciéndose trizas en el suelo.
Apoyándose en las rodillas y los antebrazos comenzó a buscar la salida, pero al
cabo se dio cuenta de que iba en sentido contrario. Los ruidos se hacían más
promiscuos, y también las voces, que antes creyó lejanas. Entonces descubrió
junto a uno de los cajones un trozo de alambre y no lo pensó más: trepó a los
cajones y se colgó de uno de los tirantes del techo, en el momento en que el
gato volvía a saltar echando al suelo otro de los frascos de pintura y los
primeros trabajadores, que acababan de descender de los camiones, penetraban en
el galpón esa mañana de lunes.
Nunca es posible regresar a nada
La última de sus visitas había ocurrido quizá cuatro años atrás. Aunque para
alguien como él, que había pasado largos años encerrado, el tiempo era distinto
-pesado, lento, denso y distinto-, aun así recién ahora -que en verdad lo
pensaba- sentía que había transcurrido, desde entonces, mucho más que la mera
suma de meses y de años. En aquel momento le había vuelto a decir -lo quiso
decir por última vez- que no volviera más; que nada valía la pena, que él ya era
otro y que ella también era y sería distinta a medida que el tiempo pasaba.
Estaban esa mañana de un domingo sentados frente a frente, aunque separados por
la tela metálica y la discretamente alerta mirada de los guardianes. Las pocas
palabras que ambos se dijeron fueron en voz baja, en un tono que pretendía ser
objetivo y neutral, pero cohibido por un sentimiento que tal vez simulaba o
disfrazaba de indiferencia y quedaba en algo semejante al vacío. En esa última
visita había otras gentes, no lejos, en la misma situación, que también hablaban
con voz aplacada, aunque de vez en cuando reían. Hacía calor, lo recordaba
porque volvía a escuchar el seco, amortiguado, suave golpe de las aspas de los
grandes ventiladores que pendían del techo de aquella sala de recibo en el
penal. Luego sonó un timbre y él se levantó. "Es el primero", dijo ella. Y él
dijo que sí, que era el primero -faltaban dos más-, pero que era mejor así y que
era inútil esperar los otros dos. Ya estaba de pie cuando lo dijo. Ahora
recordaba la clara mirada de sus ojos, velados por la desdicha.
Ella después escribió tres o cuatro cartas, que le entregaron abiertas, como
siempre, y que sin leerlas rompió y echó a la basura.
Después, empleando varios sistemas impuestos por la voluntad y la disciplina, la
expulsó de sus recuerdos. Y, cuando al cabo de un largo y esforzado tiempo,
cuando ya estaba seguro de no tener nada ni a nadie, tuvo un sueño, y en el
sueño la volvió a ver, casi simultáneamente le notificaron que había sido
indultado por el gobernador. En el sueño estaba ella como la había conocido, su
imagen, la mirada de sus ojos, su indumentaria y su voz que le hablaba sin que
sus labios se movieran, como ocurre en los sueños; y ya no pudo apartarla de sí
durante los días y las noches, hasta que el pesado portal del cautiverio se
abrió y él estuvo luego de todos aquellos años en la calle. Era la víspera de
Navidad.
A bordo del ómnibus que lo llevaba al centro de la ciudad, iba redescubriendo el
paisaje, que era el de siempre; los edificios, algunos iguales a sí mismos y los
automóviles tan distintos, veloces y asombrosamente numerosos en comparación con
los que hacía mucho tiempo había dejado de ver. El sol se ponía. Nadie puede
atrapar la temblorosa belleza de un atardecer, pensó. Por la radio se escuchaban
villancicos una y otra vez.
Era ya de noche cuando cobró el valor necesario y comenzó a caminar hacia la
casa, en cuyo frente un arbolito lucía adornos de luces encendidas; aquella
misma casa adonde, casi al mismo tiempo llegaba otro, que no era él, y con quien
ella, que seguramente ya esperaba en la puerta, estuvo largo momento abrazada,
como si extrañamente hubiese presentido alguna sombra ajena.
Después, definitivamente, los arbustos de enfrente lo ocultaron.
ANTICLEA: ¡Ay de mí, hijo
mío, el más desgraciado de todos los hombres! No te engaña Persefonea, hija de
Zeus, sino que ésta es la condición de los mortales cuando fallecen: los nervios
ya no mantienen unidos la carne y los huesos, pues los consume la viva fuerza de
las ardientes llamas tan pronto como la vida desampara la blanca osamenta; y el
alma se va volando, como un sueño. Mas procura volver lo antes posible a la luz
y llévate sabidas todas estas cosas para que luego las refieras a tu consorte.
HOMERO, Odisea, Canto Undécimo, 216.
Aquí la tierra es dura y estéril; el cielo está más cerca que en ninguna otra
parte y es azul y vacío. No llueve, pero cuando el cielo ruge su voz es
aterradora, implacable, colérica. Sobre esta tierra, en donde es penoso
respirar, la gente depende de muchos dioses. Ya no hay aquí hombres
extraordinarios y seguramente no los habrá jamás. Ahora uno se parece a otro
como dos hojas de un mismo árbol y el paisaje es igual al hombre. Todo se
confunde y va muriendo.
Los que escucharon hablar a los más viejos, dicen que no siempre reinaron la
oscuridad y la pobreza, que hubieron aquí grandes señores, hombres sabios que
hablaban con elocuencia, mujeres que parían hijos de ánimo esforzado, orfebres
de la madera, de la arcilla y de los metales de paz y de guerra, músicos,
pastores de grandes majadas y sacerdotes que sabían conjurar los excesos
divinos, gente que edificaba sus casas con piedra. Pero eso ocurrió en otros
tiempos, antes de que el Diablo, al arribo de los invasores, desguarneciera la
puna arreando a este pueblo hacia los valles y llanuras bajas, donde crece el
bosque.
La última batalla -por el dominio de estos páramos- quizá fuera consecuencia de
aquel vago recuerdo de grandeza. Pero, de todos modos, de este combate nada
quedó. Salvo unos cantares y muchos muertos, algunos de cuyos cuerpos errantes
fueron encontrados luego, lejos del campo de la lucha. Cuentan que a uno de
éstos, un niño halló en un zanjón, mientras jugaba. Al cadáver le faltaba un
ojo; por lo demás, aunque muerto hacía muchos días, parecía tranquilo, sin las
rigideces que al cuerpo deja el alma que lo abandona de golpe y huye antes de
que se corrompa, sin tiempo para despedirse, sin haber sido enterrado ni
llorado.
La vieja sintió que el sol había llegado a su puerta. Alcanzó a distinguir
aquella luz sobre el suelo por contraste con esta nubosidad oscura del interior.
Se quedó entonces unos momentos mirando esa luz y le entraron ganas de ir hacia
afuera; primero lo pensó y luego trató de incorporarse. Sus años -tal vez
ochenta, o ciento, quién sabe- le habían matado los reflejos. Ya no podía
acostarse, o ponerse en pie o empezar a caminar sin antes pensarlo largamente y
con el pensamiento y las ganas dar órdenes al cuerpo. La vieja movía sus
mandíbulas baldías con un movimiento casi rítmico, como si mascara comida, pero
no era comida lo que mascaba sino palabras, palabras que revolvía en su boca,
las hacía bolas, sin poder convertirlas en sonidos. Se había pasado la noche en
vela, sentada junto al lacrimoso fuego, ya casi muerto al amanecer, hurgando las
cenizas calientes entre las conchanas, con su bastón de rama de chaguaral que
vaya a saber cómo vino a ella para rodrigarla. Por fin de su boca, que era como
un tajito hundido oscuro y sucio, salió un sonido, algo así como diciendo:
-Zocalitos...
-Madre -dijo una voz en la oscuridad, apagada también, y confusa, como alzada de
un sueño, de una agonía, o de una borrachera.
-Zócalos-zocalitos... -la vieja se incorporó; ya los años le habían abreviado
considerablemente la estatura y dio unos pasos tentando el piso con su bastón.
El sol que había nacido detrás de las serranías de Cochinoca llegó de un salto y
ahora alumbraba oblicuo y casi a ras; pegó así, de plano sobre la cruz de
palitos de queñua que estaba asegurada en la cumbrera y la sombra de la cruz se
reflejó en el suelo; la vieja, que ya avanzaba, la alcanzó a ver y cayó de
rodillas besándola.
-Señor Obispo y santos Hermógenes y Simón -murmuró, con la boca sobre la tierra.
Así estuvo echada un tiempo largo, como dormida o muerta, luego se incorporó
poco a poco, apoyada en el bastón; y cuando dio unos pasos pudo observarse que
se había orinado, recorrió una distancia de un par de metros, deslumbrada,
emitió una risa como un cloqueo y enseguida dijo muy quedo:
-Zócalo celeste, pared rosada.
Una bomba de estruendo retumbó en la plaza, frente al atrio de la iglesia y el
ruido fue rebotando por las montañas de piedra y arena. Enseguida el eco de los
perros enloquecidos y luego el cuajarón de humo denso elevándose al cielo como
un arcángel.
-San Simón -dijo la vieja, ahora llorando-, San Simón y Cantores del Octavo
Coro.
Se llevó luego sus negros sarmientos a la cara, para persignarse, y comenzó a
desandar el trecho ganado. Por eso es que no pudo advertir la cabalgadura que se
acercaba, chacoloteando por el lecho escarchado y plano del arroyuelo.
El
caballero -que llegó casi junto a la vivienda- primero, de pie sobre los
estribos de madera, echó una mirada por encima del grueso techo de barro con su
único ojo bien abierto, y luego se apeó. La vieja lo miraba, parada y
acurrucada, apoyada en su palo, desde una distancia de no más unos dos metros,
pero lo miraba como si fuese de muy lejos y reía bajito.
-Buenas, doña Santusa -parece que dijo el jinete, ya de a pie. Ella cloqueó sin
que pudiera entenderse qué y sin dejar de sonreír con sus ojillos de bicho, con
cada arruga de su cara curtida.
No venía muy bien entrazado el jinete: poncho corto, por cuya abertura asomaba
la camisa de lienzo, pantalones castaños de picote de baja ley, botas maltrechas
a través de cuyas roturas se veían los calcetines carpachos, pero sombrero alón
de sombrerero, bien encumbrado, con orgullo metido hasta agobiar las orejas.
-¿Qué de malo puede haber en que me apee, eh? -dijo, tranquilizador, pero la
vieja retrocedió dos pasos-. Vengo en busca de Doroteo.
La vieja, sin dejar de sonreír, aunque en realidad esa sonrisa se le formaba y
permanecía allí, en su cara, de puro aflojados los músculos, dijo:
-Doroteo se ha muerto.
El que vino jinete se acercó.
-¿Cómo, agüela? Pero si lo he visto ayer nomás...
La vieja entró a la vivienda, demorando en recorrer desde el lugar donde estaba
hasta la puerta, varios minutos, luego volvió a salir con un barreño mugroso que
no cesaba de temblar en su mano y ofreció de beber algo al visitante, diciendo
al mismo tiempo:
-Se ha muerto el Doroteo.
Después el hombre dijo: -Tengo frío, y traigo unas novedades -y pasó adentro
acuclillándose junto al fuego que empezaba a avivarse con la resina de las
raíces que la vieja había agregado. El hombre se quitó el sombrero y con él
comenzó a soplar, aumentando algunas chamizas que extrajo de entre otras
amontonadas en un rincón, donde también se agrupaban un par de ollas de fierro,
una bateíta con harina de chucán y unos calzones de lana.
En eso explotó otra bomba y de seguido un rebuzno.
La vieja ahora vino también a acurrucarse junto al fogón y quizá miraba al
visitante a través del humo esparcido como una neblina hedionda en el recinto. Y
cuando al visitante se le hizo la claridad en el ojo, lo paseó por la estancia,
que era grande y casi despoblada de enseres; a un costado el poyo para dormir,
de piedra y barro, con el pellejo puesto; piso natural, un atadito de ropas en
un rincón, junto a una pila de panes de sal; y sobre el ventanuco que daba al
oriente una hornacina con la imagen de Santa Genoveva alumbrada por una velita.
Por el boquete de luz entraban algunas ráfagas de vez en cuando, de tal modo que
entonces la llama era un vaivén que iluminaba y entenebrecía la cara de Santa
Genoveva.
El hombre, mientras contemplaba todo eso con el ojo sano, daba a la vieja el ojo
blanco, torvo y vacío. La vieja le preguntó de pronto:
-¿Vos quién sos, y a qué has venido? ¿Tenés platita? -Luego agregó: -El señor
Obispo hái'tar al llegar. Se oyen las bombas.
-No he venido a ver a ningún Obispo -dijo el hombre-. Vengo con un mensaje.
-Coquita tendrás -dijo la vieja.
-Debo hablar con varios; pero voy a esperar a que el sol esté más alto. -Después
agregó: - ¿Son muchos aquí los propietarios?
-Dios es aquí el propietario, por intermedio de los señores; Monseñor Obispo
dice que en la tierra somos arrenderos del Señor.
El hombre se puso de pie, luego volvió a sentarse junto a las conchanas.
-Busco a Doroteo -dijo, hablando para sí.
-Doroteo'tá en Abra Pampa. Se ha ido a culiar.
Otra bomba sonó, aún más detonante, y un breve reguero de polvo desprendido del
maderamen de la puerta cayó al suelo. El hombre pensó en el largo camino
sorteando la frontera hasta Calahoyoc, volvió a ver un cielo inmenso y
alumbrado, vio las montañas al oeste y la extensión del altiplano frío de noche
y ardiente al mediodía, y los buitres volando y los keos flotando en el espacio
pesado sobre las ensenadas y los valles estériles, y de noche escuchando
contrito el tum tum de las patas de su cabalgadura sobre las calles desiertas,
de fondo hueco en Rinconada, subsuelo de cuarzo socavado, aún debajo de la
iglesia y del Cabildo, por los buscadores de oro. Volvió a temblar ahora como
antes tembló cuando alguien asomó un farol a una puerta y nuevamente escondió la
cara en el sombrero y apuró el paso. Durmió tres noches junto al río Doncellas
escuchando el ssss de las aguas bien cerca de su cabeza, tres noches que en este
instante volvía a dormir, sin coca, sin alcohol, sin charque; evocó unas
gallinas asadas que alguna vez había visto en el mercado de Oruro y que ahora se
aparecían nuevamente y como afiebrado soportó la alta presencia fría y siniestra
del Esmoraca, la negra noche-hollín de tola que, interminable, sobrevivió a sus
faldas guarecido en una cueva, los brillantes carámbanos que luego debió quebrar
con una piedra, para salir; los aullidos del diablo de pronto muy lejos, de
pronto cerca, de pronto montado en ancas soplándole en la nuca un aliento cálido
y maloliente. Contempló, desmontado, la blanda, azulada y tibia superficie de la
gran laguna de Pozuelos, y vio, en una siesta demasiado clara reflejada en las
Salinas Grandes toda la Jerarquía Celestial, con sus tronos orlados, flores de
piedra roja y verde, batientes de oro, árboles de una sola gran hoja, ángeles
silbadores, pájaros del Paraíso con música en las alas, fraguas inmensas y
calientes donde nacían los rayos y las centellas, balanzas, lenguas de llamas
verdes, bueyes alados, el curso de cuatro ríos de aguas inmóviles que nacían de
un altozano verde en forma de dedal y una gran serpiente traslúcida quieta y
atormentada por una lluvia fría. El hombre se tapó el ojo con el anverso de la
mano y la punta de su talero le golpeó el pecho. Intentó caminar dos pasos por
la habitación esquivando los trozos de chalona, cuartos secos de cabritos y
bolazancos que colgaban del techo y dijo:
-Debo hablar con Doroteo.
La vieja, que ahora hacía como si masticara algo, dijo:
-El Doroteo no está. Está rodeando los toritos de la Virgen, porque ya vienen el
señor Obispo y el Gobernador.
El hombre dio otro gran sorbo del barreño y ahora se le figuró, en esa reunión
de hombres para ver al Obispo y al Gobernador de que hablaba la vieja, su
pueblo, un pueblo que andaba a gatas por esta tierra seca y dura y que antes
había sido capaz de crear más de dos mil cantares.
A la vieja se le desató la lengua y dijo:
-Venís huyendo, forastero; huís de tu ojo vacío pero tu ojo grita. Lo he visto
en la piedra-lumbre. Ahí está todo. Y ahí te'i visto, montado en esa mula
cagona.
-Madre -se escuchó.
Y la vieja dijo:
-Ahí'ta la voz.
Cuando regresó ya habían pasado muchos años, y de la belleza de tía Gertrudes
sólo restaban su ligereza de piernas y aquella luz en los ojos. Su hermana,
Gerencia, hacía tiempo que había fallecido. La onda de un rayo en seco la había
estrellado contra un poste, pero no terminó de golpe sino que estuvo muñéndose
como un mes pues el cura no acababa de llegar. Durante ese mes por su lecho de
moribunda desfilaron todos, incluso forasteros provenientes de los valles,
contrabandistas con asiento en Sococha, arrieros, turcos gentiles que acudieron
por las dudas valiera el tocarla, rozar sus ropas o sus manos ya tendidas y
secas junto a su cuerpo flaco sobre la cama. Y todos regresaban esperanzados en
que si ese azote del Diablo resultaba al fin inocuo la pobrecita se
bienaventuraba. La casa se les llenó de gentes en esos días, ciegos, locos,
palúdicos, jorobados, chancrosos que lo habían probado todo, contando las
piedras de meteoritos sobre los labios de las heridas, viejos impotentes que
padecían de amor, mineros que extraviaron las vetas, esposas repudiadas, niños
con mal de susto, sordos tapias, y hasta llegó uno con una cerda enferma, pero a
ése le explicaron que no había modo, puesto que la curación, si se daba, era por
la Gracia Superior y de alma a alma, no de cristiano a bestia porque ya era
sabido que éstas carecían de aquélla. Pero esta fama transitoria aparejó también
sus quebrantos: muy pocos de los dolientes traían sus cosas y, al faltarles,
acabaron con los bastimentos de la casa, los granos de maíz, el charque, el vino
y hasta los cueritos puestos a curtir a poco desaparecieron. Los burros y
mulares diezmaron las dehesas. Acudieron los baratijeros, los jugadores de mala
fe, los revendedores de quincalla, tabeadores, cantores de coplas por el trago,
desocupados, políticos; se concertaron compraventas de inmuebles, todo tipo de
transacciones, y las noches largas y febriles dieron para estupros y adulterios.
Mientras Gerencia, quietecita y estirada sobre la cama de hierro, en la
semipenumbra difusa bajo el dosel fabricado alguna vez con muchas varas de
terciopelo bermejo traído de España, iluminada por cuatro velones respiraba aún,
pero sin comer ni beber, ni defecar grano ni orinar.
De aquellos días databa asimismo el amor inolvidable de tía Gertrudes. Y ese
amor a él le tocaba de cerca.
Entre los que acudieron a soportar la prolongada agonía de la mujer fulminada,
estuvo Gonzalo Dies, su padrino de bautismo en épocas mejores. De este Gonzalo
se decían dos cosas, de cualquier modo improbables: que había estado alguna vez
en Buenos Aires y que debajo de su propiedad, enorme fundo en Sansana, se
hallaba escondida la más formidable mina de oro de América, con una
particularidad, que a algunos parecía increíble: aquel metal no era sólido sino
líquido, espumoso y fluyente, que corría de un lado a otro debajo del feudo en
una especie de complicado espiral de túneles ocultos y que su existencia
dependía de una sola condición: tocar música -más bien con instrumentos de
viento- casi permanentemente, o al menos nueve días antes y nueve después de
cada luna. Caso contrario el flujo dorado huiría del lugar porque está
comprobado que la alegría es música y ruido, y el oro, consecuencia de la
alegría.
Entonces, naturalmente, él podía ver con sus dos ojos. Pero ni aun así -y ni
siquiera con cuatro ojos por barba- nadie pudo haber descubierto el loco y
desgraciado amor de tía Gertrudes. "Sus ojos eran como refulgencias de escamas
de culebra, y cuando los veía, o cuando escuchaba la música de su acordeón,
cuando me andaban buscando y los veía, ya todo lo demás, la agonía y las gentes
y los testigos y los rebuznos y relinchos de los cuadrúpedos encelados y aun los
rezos y las promesas y los monólogos y las apuestas eran tan sólo como murmullos
lejanos, sus ojos como en el firmamento de su cara, tan suave y sus durezas
febriles cuando llegó a abrazarme.
"Sí, yo le dije -evocaba la tía del tuerto- que estaba San Juan de por medio.
Pero él tenía sus defensas y sabía conversar. Me dijo: Ya lo sé. Pero es el
destino -dijo-. Lo que tiene fuerza natural no puede detenerse, ¿ves cómo la
azada cava y fructifica aun la tierra ajena?" -Yo debí quedar virgen, sobrino
-dijo la tía Gertrudes-. Pero te confieso que, con el perdón de Dios, aún siento
nostalgias de aquella música.
El hombre tuerto, antes, había golpeado los aldabones de aquella casa. Había
llegado al pueblo después de muchas etapas en una noche oscura pero no tan fría
para agosto. Preguntó por ellas y le dijeron: -No sé por quién pregunta. Puede
ser sí y puede ser no. Una de ellas dicen que vive, pero hace años que nadie la
ve, y de la otra todos sabemos que ha muerto-. De todos modos comenzó a
develarse el solar ante su ojo cuando las sombras menguaron y dio de
aldabonazos. Nadie acudió. Empujó entonces con la punta de su bota y el portón
de viejas maderas de cardón cedió; dos pasos más y estuvo ya en aquel zaguán
estrecho que daba al antepatio de piedras bolas. Sin saber por qué, recordó en
aquel instante dos versos de un cantar, que quizá venían al pelo:
¿Cuántas leguas hay al cielo?
¿Qué hondura tiene la mar?
Después creyó escuchar una voz que decía, con la boca llena de risa: Pañuelito
empapado en azafrán, para el pecho de las vírgenes.
Después una suave tonada de acordeón, como un son de misa.
-Tía Gertrudes -dijo-. Tía Gertrudes.
Y una sombra enlutada y sonriente apareció en el dintel de la sala.
Cuando despertó el sol le picaba en la cara, una oveja balaba cerca. Escuchó el
grito de una pastora y notó que, exhausto, o quizá borracho, se había dormido en
un pajonal y que aún sangraba por un ojo.
A él se le evaporaban las horas estando sentado quietecito sobre un costal de
raíces secas en el rincón más limpio de la cocina. La gran habitación había sido
hecha con sabiduría, previéndose incluso que si por casualidad la chimenea de
sobre la campana no tirase, de todos modos el viento, que siempre soplaba de
este lado de los Siete Hermanos se adentrara empujando el humo, a través del
tragaluz rectangular, antes que los ojos derramaran.
El cocinero de la fonda era un gordo marica que acostumbraba estarse allí en
camiseta y calzoncillos largos, de frisa, y borceguíes, recitando coplas y rimas
sin cesar.
-Todas combinan con amor y dolor -decía el cocinero-. Nada con trabajos ni
libros, y es una de las pocas referencias exactas para nuestra historia. Nada de
rimas con trabajo, ni un minuto de inspiración para la alegría. Y a la muerte le
temen por eso la nombran poco. Sólo el dolor, en esta tierra ventosa.
-¿Y el amor, Jiménez? -decía él.
-Sí, también el amor niño; pero sólo como una forma de decir.
Después agregaba:
-Cuando están en pedo, poetas; cuando sanos, vagos.
Parte de la techumbre de la cocina era de cinc. Ya nadie sabía fabricar tejas en
la región y el techo quedó así de desparejo. Pero eso tenía ventaja en los dos o
tres días de lluvias fuertes del año, en que los goterones golpeaban con ritmo
loco, soplaba el viento fuerte y eso, con el calor de adentro y el lento
contemplar de las llamas, a uno lo adormecía y le hacía pensar en cosas.
"Borracho
y moribundo."
Sentía el ojo que ya no existía como si tuviese los párpados pegados con queresa
endurecida.
"Leche de burra con aguardiente."
Trató de abrirlos del todo y sólo tuvo una visión, esquinada y fugaz, como de
ensueño, de una parte del techo; gruesos travesaños de vigas arrastradas por
mulas desde leguas, desde el lugar donde antaño se detenían de golpe los
carretones. Quiso mover el brazo pero estaba apresado debajo de tres cobijas
pesadas y frías. Ruidos apagados de pasos sobre los tablones del piso. Un
pañuelo empapado en vinagre le cubría la frente y alguna mano suave con un
trapito fresco le mojaba sus labios.
"Gran pecador."
De tan presentes los ruidos de galopes le daban en la cabeza; un aluvión de
piedras cayó sobre su lado y el comandante Zurita diciéndole me voy en sangre.
"Agárrenlo", tronó una voz educada. "Agárrenlo fuerte", dijo una voz baja, "que
delira y se desangra más". Con la sola visión de un ojo en la frente, como un
gigante, entra nuevamente en combate bajo la lluvia de plomo y ruido de
tercerolas, ya no galopa sino que flota y vuela; el sol comienza a descaecerse y
la comba del cielo se agrisa y se oscurece como el techo de una cueva muy alta.
Vuela y remolinea sobre el desorden de caballos e infanterías con un pañuelo de
batista empapado sobre la frente y la cama de hierro es el tapete volador, el de
Jiménez, que, lampiño y gordo, comienza ya a conjugar las sílabas finales de un
cantar:
En Cochinoca ha vencido.
En Quera ya no ha podido.
Luego una mujer muy alta y muy flaca se lleva las manos a la cabeza y grita: -¡A
que se va, a que se va!
-Ellos se desplazarán por el Puesto del Marqués -dice. Llegan los
parlamentarios, quieren evitar la pelea, que la gesta pase de largo sin hacerse
oír-. Les cortaremos las bolas -grita Laureano Saravia saliendo de atrás de una
piedra-. Vayan y díganles.
-Por estos baldíos inmundos -dice un principal a su escolta.
Ahora dirige su cama sobre el combate, ruidos y alaridos, las ganas de ganar
mayores que este pobre triunfo, mayores que estos combates que no mejorarán ni
cambiarán la tierra. Volando en el tapete volador de Jiménez, que está buscando
las rimas a sucedido y que enseguida le viene la de vencido.
"La espuma de la sopa denuncia la sopa", dice Jiménez.
El cantar es la espuma
de hechos perdidos.
-Diezmados y vencidos -murmura debajo del trapo de vinagre-. Que cada cual se
salve como pueda.
De pronto explota un ruido de voces, como cuando revienta el vacío, y es el
benedictine rezado por las mujeres.
"Una tierra seca y pobre sólo puede engendrar gigantes", decía el Poeta. ¿Por
qué le perseguía ese recuerdo? Pertinacias de juventud, se dijo muchas veces. Y
los gigantes batidos y derrotados. -¡Sepárense que nos pueden! -fue lo último
que escuchó, ya lanceado quizá por uno de los suyos.
Espuelita dorada
Caballo verde.
En un rocín muy viejo (el único que no tenía la maldita costumbre de cagarse,
por nerviosismo, en las paradas y ceremonias) se acercó el jefe al palco y le
dijo al Gobernador: -Hemos vencido. Que manden las campanas a volar y en cada
esquina se diga un bando breve -dijo el coronel. La autoridad eclesiástica dijo:
-Son todos hijos del Señor.
Cuando uno se ha batido derrumbando enemigos por los costados y le ha probado el
filo a la espada y ha sentido el frenesí del miedo ajeno venciendo al miedo
propio, resulta difícil aceptar la derrota colectiva. Siguió peleando de a pie
hasta que vio venir la lanza.
El artista que tañía esos sones ha muerto. Se ha derrumbado como una planta. De
modo que su recuerdo no es más que una ilusión. Ahora es el viento quien
resucita estos sones, el viento y el azar, que se complace en gemir,
imitándolos.
El mayor López se levantó muy temprano esa mañana y empezó a tronar en el
excusado, a causa de esa flatulencia que de largo padecía. Cuando le ocupaban
tales quehaceres, colgaba su cinturón de la puerta, como advertencia para otros
necesitados, y se dejaba estar allí mucho tiempo, con el sombrero puesto, ya que
de lo contrario -afirmaba- el vientre no le movía con fluidez. Todo anduvo bien
ahora, y sin embargo, su humor no mejoraba. Aliviado en parte, salió y se puso a
meditar a la sombra del tapial, sentado en un mojón de adobe. Separado -con
cinco o seis jornadas de por medio- de su mujer, ella en los valles fértiles, el
oficial ayudó con su ruda timidez al celo de una de las mujeres.
-Trate de servirme sin chorrear -le había advertido en el primer almuerzo.
-Es delicado mi coronel -dijo la cruceña.
-Coronel no, mayor nomás -dijo él.
-Para mí todo lo que brilla es oro -dijo ella.
El sol cayó a pique en la mañana y en la siesta, y no por ello alcanzó a
derretir la película de hielo en los charquitos que bordeaban, en la sombra, las
calles de Abra Pampa. Para peor, un viento de arena comenzó a soplar a eso de
las cinco, y sólo se escucharon balidos de bestias en los ciénagos. De Casabindo
y Rinconada llegaban malas noticias, que, junto a la escarcha y al viento,
amenazaban la moral de las tropas del gobernador. Y, encima, al niño de pocos
meses se le dio por berrear, lo que, sumado al gallo de riña del encargado,
formaba una barahúnda de viento, voces y miedos.
-¡O mato al gallo o al niño! -gritó el mayor. El encargado, de quien nadie oyó
jamás palabra, retiró al gallo. El niño siguió berreando hasta que se prendió a
una de las tetas de la cruceña. El oficial, que espiaba al sesgo de la puerta,
se apaciguó.
Medio siglo de costumbres tranquilas se habían acumulado ya sobre el alma de ese
hombre y, con la salvedad de esporádicas correrías, su espada de servicio había
permanecido inmóvil en su vaina. Y ahora debía desnudarla por causa de esta
roñosa pesadumbre.
De noche, en la cena, la cintura de la cruceña estuvo demasiado cerca como para
no tentarlo. Ella no se esquivó; le dio a entender, por el contrario, algunas
premoniciones. -Subiendo por Macoraite podrán sorprenderlos -le dijo, pero él,
con tal premura, sólo se dio cuenta después, cuando quedó descargado y solitario
en esa habitación oscura y sin ventanas.
-Palabras de mujer arrecha -dijo el mayor muy luego; pero al acabar se quedó
escuchándolas.
-Ella se dio el doble gusto -diría después-. Y por un par de suspiros cayeron
cientos.
La costumbre de vivir, el impulso, la inercia, le mantenían en este mundo. Y la
vida era esa música profunda de compases apagados, música de recónditos
albañales, serpentinas de viento, goterones; viento sobre los techos, hálito de
las siestas; tronar del cielo. Era el flujo dorado. Era el Tiempo. Fuerza
invisible y lenta que corroe, debilita, acumula, destruye. Que entorpece el ala
de las aves, licúa las osamentas de los muertos; que seca los ojos.
Cuando reventó otra bomba, el hombre que había perdido un ojo, abandonó la
vivienda y, de a pie, se aventuró a andar hasta la plaza. A un costado del atrio
ya había no menos de treinta o cuarenta puestos de venta de comidas, tejidos,
ropa nueva y usada, pequeñas herramientas; las vendedoras, mujeres en cuclillas,
parecían completamente ajenas al comercio, no hablaban, no ofertaban, no
llamaban la atención. Por los puestos aún no desfilaba mucha gente, un par de
mozos comía carne picante de cordero de un plato común, una mujer gorda
regateaba sin escándalo el precio de unas ramitas secas de floripondio,
excelentes para curar el asma, y un anciano mendigo, escoltado por tres perros,
uno de ellos lanudo y feo, pedía sin hablar.
Desde una casa en esquina -cuando el viento ayudaba- llegaban sones de un yaraví
en guitarra.
El tuerto avanzó decidido en dirección de la iglesia.
Un perro se le cruzó de costado, intentó gruñir pero sólo le salió una voz
quejumbrosa, de miedo instintivo o de dolor y apuró el trote. Él siguió
caminando. El sonido de sus espuelas de plata moría inaudito en el camino de
tierra donde los calcañares se asentaban sordos y firmes. Avanzó unos pasos por
el atrio, allí, contra el muro, un par de erkes de plata labrada se cruzaban
unidos por una guirnalda de flores de papel. Y, en silencio, pensó en su corazón
que ya no latía. Se quitó el sombrero, que requintado, le cubría el ojo vacío, y
confió en las penumbras de la nave. -Dios -dijo el hombre, y esa palabra inicial
fue como un conjuro. Develado en el círculo de luz marchita y sucia del quinqué
con pantallas de flecos de oro, reinando sobre la pesada mesa del comedor, se
sintió -ahora nuevamente- como desnudo cuando su tía le dijo, como para sí: -Él
se apiada de los que gozan, siempre que luego se lo participemos con humildad.
Si en el pecado está la penitencia, en la confesión nos salvamos, y al relatarlo
volvemos a gozar; ésa es la señal de su perdón. Si el relato del pecado nos sabe
caimo, o amargo, o aburrido, es que no hay perdón, entonces debemos esperar.
Gonzalo le sabía hablar a Él. Y el hecho y el dicho eran como una sola cosa
prolongada.
Pero el hombre, que había avanzado a lo largo de la nave apenas iluminada por la
luz que se colaba a través de las láminas de ónix de los ventanucos, no sentía
ninguna emoción especial al contemplar esas imágenes ahumadas por los velones y
envejecidas. Señora de Cocharcas, Cristo de la Soledad, con los brazos atados a
la cruz por tientos de cabritos. Santos Roque, aparta ese perro, y Santiago dame
la pólvora y la espada. La paz luego del combate. Avanzó hasta el altar mayor;
con tres padrenuestros cumplió con él y enseguida se desplazó al camarín de
nuestro protector Santiago; echó allí de lado su poncho, que manchó el piso frío
y sagrado con un sanguazo y se estuvo de rodillas hablándole. Los ojos de
Santiago lo aturdían, inmóviles y pintados, su oscura barba, su capita de
terciopelo negro envejecido, y su cabalgadura de madera pesada y deforme, como
caballo de ensueños. Y en el reflejo opacado de los ojos del caballo y del
jinete leía el hombre las respuestas de su propio corazón.
-Por qué permitís hechos tan desparejos -parece que dijo.
-Lo que puedan hacer o deshacer los hombres no tiene importancia. Basta con
vivir. Todo el que ambiciona la tierra la tendrá -se le escuchó, casi nítida la
voz, y vio que un fleco del calzón se le movía.
-Me culpo de siete muertes, aunque sé que las en combate no se cuentan... Dios
vino a meter la espada. Santo barbudito, quiero que fulmines al telégrafo, a los
que ya no muelen su maíz, a los que venden la carne de sus corderos.
-Hagámosle donación de unas ovejas -dijeron.
El vuelo de un pajarraco tiñó de sombra por un segundo la luz difusa de la
ventana y esa sombra se le pintó en la cara como un claro pensamiento. Santiago
seguía inmóvil, el arcabuz de plata cruzado sobre el pecho. -Triunfo y
desventura tan iguales y cambiantes y mentidos, como un reflejo de luz en los
arenales.
-No hay nada bueno-bueno, ni nada malo-malo -dijo el Santo.
La nave comenzó a poblarse de feligreses y un fuerte olor a cueros y acullicos.
Otra bomba estampió, cada vez más alto. Y en eso el erkencho, como una vejiga
que se desinfla. Pronto empezarían las matracas y las zamponas, los
hombres-suris, y él, que había perdido su alma, se quedaría allí sin hallarla,
el alma huyendo a causa de los ruidos y explosiones. La gente que entraba
-todavía de a poco- desanudaba sus pañuelos para atrapar una monedita de plata
boliviana y depositarla en el cepillo. Una congregación de sombreros se
amontonaba hacia el primer escalón del altar. Sabía que lo habían matado, tenía
su certeza, pero sabía también que aún hay posibilidad de reconciliación antes
de que el cuerpo se corrompa. Cuando aparecieron de atrás él pensó que era
imposible equivocarse y el lanzazo lo delató inocentemente. Después lo buscó en
el desorden, siendo por eso el último en huir. Doroteo trató de hablarle, de
gritarle algo, por el apuro no fue posible y esgrimió esa espada vieja y pesada
sobre su cabeza. Ya el combate, aquel hachazo, eran de vicio.
Muy luego... cuando galopaba. A poco andar al galope, su caballo cansado; el
caballo debió advertir el doble peso y empezó a encabritarse no obstante el
cansancio. Él tenía la cara ensangrentada y la sangre se le enfriaba y le
escocía sobre la cara y el cuello y las manos de esa presencia le quemaban el
pecho, la cintura; espoleó al animal y en cuanto pudo se tiró violentamente
sobre el arenal. Entonces lo vio: sombrero verde de fieltro y una mano de plata,
montado torpemente en las grupas del caballo, que huyó despavorido galopando
sobre el salar hasta que se perdió a lo lejos.
-No tengo pausa desde que sucedió -dijo.
El arriero dijo:
-Sí, señor.
Iban los dos por el mismo rumbo y se desconocían.
-¿De dónde sos? -preguntó el guerrero malherido.
-De aquicito nomás; voy y vengo.
-¿Dónde está tu casa?
-Aquí nomás.
-¿No has oído unos líos cercanos al Puesto del Marqués?
-Sí he oído, señor. Las tropas de la autoridad ya están distanciadas. Yo no he
visto nada, señor.
-Decíme de seguro en cuál dirección van.
-Por allá.
El hombre le dio una moneda de plata.
-Por allá -dijo al cabo el arriero, señalando con el dedo.
Entonces estuvo casi seguro.
El otro ganó distancia en pocos minutos, atravesó un campo de piedras lóbregas,
iridiscentes sólo cuando la tenue luz les daba oblicuamente. Después se
empequeñeció por la distancia y se perdió deslizado en un chaflán de arenas.
Pero, minutos antes, el arriero dijo que lo habían llevado amarrado sobre un
burro. -No dejaba de echar una baba brillante por la boca -dijo; después pareció
arrepentido por el compromiso y se persignó a escondidas.
Quedaba otra vez solo y de a pie, sin libertad de acercarse confiado a las casas
porque aún merodeaban las patrullas de rastreo. Mirando dolorosamente hacia el
cielo, muy bajo y lechoso entonces, trató de buscar el oeste, el rumbo más
inofensivo, y recomenzó a andar.
-Debes ir y regresar tan rápido como que la barba no te crezca un centímetro en
la pera -le habían advertido-. De lo contrario te ahorcamos. Él clavó los
talones, en las puntas de sus piernas largas, y casi dio con ellos en las
verijas del animal.
El campamento, en acecho, esperaba.
-Ven a mi pecho, mi alma -murmuró. Un grupo, cumplido ya con el Señor, se había
retirado del templo.
-Ahora -dijo, desesperado-. Ahora. Y no hagas que de balde te esté mirando.
-Señor -dijo el tuerto en voz alta.
La algarabía quería comenzar en la plaza, los vendedores se animaban y varias
columnas de humo de fuego de las cocinas se elevaban, fuminosas, zamarreadas por
el viento. Él se había guarecido en la iglesia para evitar la sombra que lo
seguía y no saldría de allí hasta tener la certeza. Santiago le temblaba en el
ojo y se empequeñecía y agrandaba, y se llenaba de luz y de sombra.
-Señor -dijo-, ahuyéntalo con tu arcabuz.
Un alivio le vino de bien adentro y fue como si por primera vez se supiera
completo. Sentía algo distinto: como si fuese él, entero, y como si fuese una
mera comunicación con esa imagen.
... piadoso y valiente, se escuchó diciendo, cuando advirtió una sombra encima.
Se volvió de golpe y vio a la vieja.
-Doña Santusa... -balbuceó.
La vieja lo miró con sus ojos cenicientos.
-Ahí'sta -dijo, en voz alta, haciendo caso omiso del lugar.
-Ha vuelto y te espera.
Juez de pedanía y terrateniente de un feudo que confinaba y se perdía en
Suripugio, no lejos de Santa Victoria, su padre había querido legarle un
porvenir más abierto que el suyo. La ciudad, adonde entró a caballo, fatigado y
sin entusiasmo, doliéndole muy hondo lo que había dejado, distaba doce jornadas;
el sol sobre los callejones empedrados, abrumados por las casas que se le venían
encima. Sólo la ceremonia del cambio de guardia frente a la casa del gobernador
le sacó de adentro por unos instantes. Destinado a servir en casa de unos
parientes por afinidad, a cambio de la instrucción, no le veía el rédito ni el
sentido a semejante actitud y por eso lloraba para sí, aun cuando el acompañante
carajeaba a las mulas para que se detuviesen en el patio trasero -la entrada de
los carros carboneros- de la casa.
-No olvides agregar "señor" y "señora" y "niña", cada vez que tengas que
contestar; me lo ha dicho tu padre tantas veces que te lo recuerde que casi no
he pensado en otra cosa en el camino. Y ahora adiós, que yo sigo a entregar
estas cartas que llevo y me vuelvo.
Entonces lo dejaron solo en ese lugar que le parecía tan grande, y cuando quiso
echar a correr detrás del arriero alguien lo paralizó de un grito y le ordenó
que entrase.
Aquella vida la vivió tan sólo con un pedazo de su alma; con todo el resto
estuvo muy lejos siempre ajeno y adormecido, sin allanarse a esta obligación. De
los primeros días retenía su memoria nomás lo triste, aquello que luego supo
cómo le había dolido. Vino una mujer gorda y lo zamarreó para que entrara de una
vez. Después, siempre de pie, veía una mesa larga y la cocina enorme, más grande
que muchas de las iglesias que había conocido, con los calderos colgando, las
simbas de ajo, los peroles ennegrecidos y las tinajas con tapas de piedra de
amolar, y caras que eran tan distintas; "lo primero, meterlo en una tina, éstos
no conocen el agua sino con las yemas, para santiguarse", dijo alguien.
-Todos están en misa y sólo volverán a mediodía. Mientras tanto tenemos que
quitarte ese olor a burro que traes. ¿Tenés algún papel, alguna carta? -Él
alargó ese sobre lacrado con tres lacres que le habían recomendado guardar como
su propio aliento.
-No, a mí no -dijo la mujer gorda, cuando él, después de buscar entre sus ropas
se lo alcanzó.
-¿Sabrás hacer algo? -él llevaba presente la recomendación de siempre contestar
que sí, cuando se le preguntara.
-¿Y qué, pues?
Dijo entonces que sabía muchos versos y que podría repetirlos allí mismo sin
equivocarse. Lo dijo de un solo golpe e instantáneamente se sintió animado y
seguro de sí, y acto seguido, para afirmarse, erguido, comenzó con voz clara:
En el país de los muertos
vagará mi sombra errante.
Pero no pudo continuar, atajado por las risotadas y enmudeció intuyendo que
había cometido un grave error. Luego de esta introducción para el encuentro con
su padrino se halló muy disminuido.
-Señor -dijo de entrada. Calzado, o sostenido, en unas botas de caña alta
increíblemente delgadas el señor casi no se tenía en pie. Pero sus ojos
brillantes no eran malignos, le gritó preguntándole cómo se sentía, y agregó
enseguida que él tenía muchas ganas de volver a la puna, recorrerla.
-Siento ganas de volver a andar en esa tierra hueca como un bombo -dijo. Le
preguntó cuántos años de edad tendría.
-Son muy muchos, señor -dijo él. El otro rió a carcajadas.
Ese hombre sólo llegaba a la ciudad a emborracharse. Por entonces en cualquier
almacén uno podía proveerse de vinos de Chile, whisky escocés y emulsión de
Scott en voluntarias cantidades. Cuando se hartaba de beber y hacía sus
provisiones regresaba a su isla distante. Por un milagro de amor, según lo había
enterado la cocinera -esa mujer gorda a quien le causaran hilaridad los versos
iniciales- se había quedado en Jujuy, desintegrado de una de las expediciones
suecas que rastreaban la cuna del hombre en la puna. Con monedas de oro sonantes
adquirió unas hectáreas de tierra cercanas al punto donde previeran el trazado
del ferrocarril y el recatado amor de una solterona -lejana pariente de su
padre-, de familia vieja. Por aquellas hectáreas se deslizaba un río y el
hombre, empleando mil peones, hizo cavar una fosa circular, ancha de cincuenta
metros y profunda, y en medio dejó la tierra firme; ésa era su isla, donde
enseguida trasplantó unas palmeras traídas en retoño de Ledesma y mandó
construir una gran vivienda, de techos de palma, compuesta de una sola
habitación de muchos metros de largo y ancho. En aquella habitación colgó su
hamaca y allí se estaba los días y los meses, solitario, sin que nadie pudiera
llegar hasta él puesto que a la única lancha del lugar la mantenía amarrada a un
poste no lejos de la entrada del galpón de pajas. Merced a eso los del lugar
conocieron el significado de la palabra "isla". Allí el pariente lo llevaba, de
borrachera en borrachera, para que le sirviese más bien de punto de referencia
en su soledad y, en ocasiones, de recadero, cuando se le agotaban las bebidas.
No hay más precario escondite que el desierto. Esto lo había escuchado, lo sabía
desde el nacer. Por eso en este país sin amparos disminuían los hombres y los
animales. De los suris y vicuñas sólo cuidaba Dios, que, imposibilitado ya de
hacerse presente a menudo, protegía a esas criaturas dándoles velocidad a sus
piernas. Pero ahora Dios iba siendo derrotado por las carabinas, y también por
la soledad; el trueno de los fusiles y el desierto ¿dónde ocultarse el hombre en
este inmenso mar de tierras duras? Por eso él había buscado el poblado y en día
de fiesta, por añadidura, por eso y por esta fiera comezón que no le dejaba en
paz, no obstante que en la cabeza podía tener la certidumbre de haber procedido
bien, matando. Allí estaban los ojos cenicientos de la vieja, aquí los ojos de
madera pintados del santito. Los ojos de la virgen, los ojos vacíos de su pena,
"no pena de dolor, sino pena de no saber, de no querer. Yo no he querido esta
pelea, señor Santiago, yo no tenía entusiasmo". Dijo también, aunque sus labios
no se movieron, "yo me estaba muy quieto, pero elegí de este lado". Santiago no
se movía, impasible. El tuerto escuchó unos golpecitos detrás, y supuso que era
la vieja, pero él debía seguir con esa plática. "Si yo digo que vengo a hablar
con él de seguro que no abrigarán sospechas", dijo. El Santo no parpadeó. "Entré
en Cochinoca como si tal cosa, espada en mano. Entonces creí darme cuenta de que
ello era porque no había perdido la costumbre de matar. Lo mismo ellos." "Vos
galopabas en medio y yo te vi. Reconocí tu sombrero adornado con una cinta
trenzada de Granadillas de la Pasión."
Otra bomba tronó.
"Jinete sos y de tus actos tu caballo te pedirá cuentas."
Pero el caballero de palo siguió impasible. Él regresó de donde estaba y vio a
la vieja en un rincón, arrodillada o en cuclillas, asentada en sus talones,
tenía los ojos cerrados, la piel flaca, los párpados como chupados de adentro,
muerta, en silencio, con sus manos abiertas con los dedos duros dirigidos al
santo, un fuerte olor a orines derramados, mezclados y hechos uno con el
penetrante olor a incienso de maderas de tola que como viboritas de humo blanco
salían de los ojos del sahumador de barro colgado en la pared.
"¿Con quién estás, santo de los combates?" -gritó, callado, el tuerto-
"...siquiera fueras mortal" -creyó decir.
... "Brisa que acaso pasando, jugaste con sus cabellos"...
En el atrio, blanco a consecuencia de un par de brochas pecadoras mingadas la
víspera, se hallaba un hombre cobijado en un quitasol, recitando: sus párpados
semiabiertos parecían los de un ciego, pero quizá sólo fuera por la unción, por
el frenesí de hablar para adentro. "Tras de la muerte el amor, sobre el sepulcro
las alas, a Él, que necesitó y echó mano de tan sólo Siete Días para hacer esto
que padecemos, le está bastando nomás un soplo para llevarse lo que queda. Él le
dijo al Arcángel que descansaba con el arma en la mano, las canillas abrigadas
por cueros de cabrito: ve y vigila a estos hombres; vino el ángel y le
desconocimos y el ángel que había venido desarmado por comisión del Señor nada
pudo hacer para corregirnos y se volvió a informarle que aquí vivíamos,
apareados, o solos, sin amor, pecando, dándonos de cabeza los unos con los otros
las mujeres con los hombres, los hombres con las mujeres, pecando, que habíamos
aprendido ya a encender el fuego y que éramos soberbios. Y Él dijo 'echaré el
agua sobre esos inmisericordiosos y perdularios', y vino una lluvia, no tan
asperjadita como las de aquí y ahora sino de a chorros y lo inundó todo,
llegando el agua hasta cerca del cielo y entonces el mundo fue como dos planchas
de espejos que se miraban sin reflejar nada hasta que, cansadas las aguas se
retiraron cuando tocaron las Trompetas y sonaron los ruidos; los animales
perecieron ahogados y se salvaron unos cuantos: con esos cuantos el mundo se
volvió a formar sin hacer escarmiento..."
Ya la voz, la media voz del que recitaba en el atrio había sido tapada por los
ladridos de unos perros que lo rodeaban, ochando como locos; pero el hombre
continuaba, aunque ahora cada vez más bajo, con una espuma de baba seca
acumulada en las comisuras de sus labios; hasta que se quedó sin hilo de habla y
sólo entonces abrió los ojos que fueron oscuros y vacíos y se estuvo en
silencio. Junto con el silencio comenzó una charanga, se hizo oír un rebuzno,
sonó otra bomba, atronó un trueno a pleno sol. Y el tuerto otra vez con el
sombrero requintado salió escalones afuera y desandó el camino de la plazuela
cuadrangular donde preparaban el toreo para la siesta.
La tierra enmudecía sus espuelas, que le agobiaban las botas resquebrajadas y al
llegar a uno de los portones de la plaza lo encontró cerrado; debió saltar la
barda entonces y, al cabo, se halló en medio de un callejón sombrío y solitario,
tan fuera de lo otro que recién había dejado que le parecía a muchas leguas de
distancia. Otra pirca por delante y se dio de pleno el cementerio. Un cementerio
viejo, con tumbas de piedras amontonadas, por cuyas señas se dio cuenta de que
allí no habían enterrado a nadie desde hacía muchos años. Empezó a caminar entre
las piedras, a leer los epitafios y sentencias -tan breves y apeñuscadas que
cabían en los travesaños de las cruces marcadas a fuego: Pagó su culpa y subió,
decía una. No has muerto solo; Soy ya polvo y fino amante; Me fui con Todo...
Otras, de latines errados, y otras desmoronadas y anónimas. Sintió de golpe una
necesidad y la satisfizo. No había sol ya aquí en el camposanto pero llegaban
los rumores prolegómenos de la fiesta. Él apuró el paso porque empezaba a sentir
frío y observó que al final de las pircas, donde comenzaba el farallón de una
loma, estaba el sol. Entonces creyó escuchar como que unas piedras se
desmoronaban y al volverse estaban los ojos de la vieja, pero ahora vio que sus
cabellos eran negros y brillantes, apresados en dos gruesas trenzas debajo del
sombrero: la observó también más alta y erguida y notó que, inmóvil y en su
sitio, se le acercaba. Clavó el tuerto los pies en la tierra y se le aproximó a
su vez y cuando la tuvo cara a cara, le dijo:
-Madre, ¿qué me querés?
Notó al hablar que su rejuvenecimiento fue sólo como una idea. La vieja fue
achicándose y ahora estiraba sus manos pidiéndole algo. Él avanzó un paso más,
echó mano al ala del sombrero y escuchó otro ruido de piedras esparcidas a un
costado, enseguida el sonar de patas de caballo detrás de las pircas. Miró hacia
allí, no vio nada y volvió la mirada a la vieja, que dijo:
-Ahí’sta. De nuevo no lo apercibiste.
El conjunto de músicos continuando el ensayo de sones y pasos, ahora arrancaba
por enésima vez dirigido por el alférez de fiesta y a poco volvía a detenerse de
golpe, como un acto de amor que deseara prolongarse. Los hombres-suris habían
comenzado a vestirse, sin premura, en el cuarto contiguo a aquel en que
esperaban las mujeres, algunas de ellas visiblemente embarazadas, las que en esa
siesta serían casadas por el Obispo, en ceremonia colectiva, con sus ya
consagrados hombres. Esperaban allí, solas, multicolores y pacientes, apenas si
hablando muy quedo y riéndose por nada, de puro nerviosismo. El Obispo en tales
ocasiones, acostumbraba casar a las parejas de un solo golpe de agua bendita.
Ahora una, joven como de doce o trece años, de enorme vientre, no pudo con los
ritmos y los estruendos y se escabulló hasta la puerta. De allí espiaba el
cielo, lloviznoso, por momentos muy claro, comiendo una guagua de durazno, los
ojos oscuros atentos a los sones. Nadie cantaba y, cuando por casualidad cesaba
el ruido de la pólvora, el silencio era pesado y el mundo volvía a ser,
seguramente, como cuando los hombres huyeron, antes, en los viejos tiempos.
Los toritos de la Virgen aguardaban en el corral de pircas, junto al cementerio.
Él podría haberlos observado por encima del tapial, pero, sin saber por qué, eso
no fue suficiente y de un salto se metió adentro. Recogióse el poncho sobre los
hombros y avanzó, el piso estaba sembrado de bostas calientes y piedras;
frunciendo la boca emitió un sonido perentorio y provocador, azuzando a las
bestias, pero en voz baja, como ansiando un combate secreto. Los seis toritos
-cuatro titulares y dos suplentes- no le oyeron en principio, él repitió el
vilipendio, ahora desplegando el poncho agazapado, entonces las bestias,
levantando la cabeza, huyeron atropelladamente buscando el portón, mugiendo con
un mugido de dolor y él pudo observar el espanto en sus grandes ojos. Abatido,
cayó sentado en los pastos, llevándose las manos a la cara. Era verdad entonces.
Estuvo así; pero sólo unos instantes después se incorporó y de un salto regresó
al cementerio tratando de evitar que el alboroto de los animales provocara un
escándalo.
-Parece
criollo por la investidura -dijo el que acudió al grito de la pastora-. Está
malherido de un ojo y la sangre se le ha derramado por ahí. Buscáte alguno para
que lo carguemos -añadió luego de observarlo. Él creía estar en esa moribundia
que causan la falta de sueño, la hemorragia y el frío intenso del amanecer. Oía
las voces, sin alcanzarles el sentido, sin voluntad. Oía balidos de ovejas y el
viento sobre la cara.
-Tiene las piernas entumecidas -dijo alguien.
-Tía Gertrudes -dijo-. Traté de cortarle la oreja con la espada y le erré, o se
me fue la mano.
Luego su cabeza volvió a caer hacia un costado como una piedra.
Lo alzaron en vilo.
Seis o siete golpes de remo luego del envión inicial, ya alcanzaban para cruzar
el brazo de agua que separaba la isla. Era cuando iba por alguna diligencia. En
un principio cumplía ese derrotero a menudo, cuando veía que el pariente,
aletargado, la boca un poco torcida y los ojos abiertos, se dejaba estar en cama
semejante a un muerto, se iba entonces despavorido en busca de remedio. Después
se acostumbró a ver que eran tan sólo pacíficas borracheras y permanecía,
sentado en la orilla bajo el follaje, viendo pasar las horas y el agua turbia y
pensando en esa tierra triste y asolada por la miseria que había dejado para
venir a educarse. A menudo el aletargamiento duraba uno o dos días que él no
sabía emplear en otra forma sino en esa contemplación para adentro. Ya había
husmeado por todos los rincones de la vivienda, se había detenido en cada uno de
los frascos cerrados, de sobre los largos anaqueles, que contenían toda clase de
serpientes, retorcidas, bellas, repugnantes y muertas, cuyos nombres estaban
inscriptos en rótulos pegados. Había ojeado cientos de veces ese libro que el
hombre leía sin tregua, llamado Sol del Nuevo Mundo o Vida de Santo Toribio y
desplegado los rollos de mapas trazados por él, sobre enormes papeles, con
derroteros marcados plagados de cruces, signos de interrogación y lugares con
nombres que decían: "Acampamentos de los cobardes", "Lacangayé", "Pozo del
leal", "San Fernando de las Sepulturas", "Puerta de Macomita", "Sierra de
Alumbre", "Lachirikin". También el panel poblado de mariposas clavadas, y la
enorme mesa de roble con instrumentos.
Cuando el pariente estaba sobrio era respetuoso y hasta cordial con él, entonces
jamás lo tuteaba. Se bañaba, peinándose en el agua cabellos y barba, mudaba de
ropa y le encargaba prepararse "algo para comer", que después apenas si probaba.
Estaba siempre ocupado con la idea de trazar un mapa indicando esa ruta
navegable entre Potosí y el Río de la Plata, "perdida hoy". Conocía palmo a
palmo la puna y afirmaba que el Chaco fue poblado por la gente que ahuyentó el
Diablo, en forma de huracán, cuando los invasores llegaron por el norte.
"Entonces se desparramaron espantados y sólo quedaron estos coyas tercos y
taciturnos, de los cuales desciende usted."
-Era gente cruel y legalista -dice de los invasores-. Antes de entrar a saco
preguntaba a los juristas si era lícito hacer guerra ofensiva a los indios, y la
misma consulta formulaba a los teólogos de Lima. La respuesta era siempre
afirmativa "porque los agravios debían vengarse".
Él perfeccionó su lectura en aquellos textos: El Sol del Nuevo Mundo, los
Evangelios, y un par de gruesos volúmenes del Anuario de Correos y Telégrafos.
A veces la pariente lejana, mujer piadosa, flaca y fea, llegaba hasta la orilla
del río -se hacía llevar hasta allí montada en una mula y escoltada por una
docena de peones y mujeres de servicio- y desde la orilla, desamparada al
solazo, llamaba a grandes voces al solitario, que, en cuanto divisaba la
caravana, ordenaba apagar el fuego para que no lo delatase el humo y se ocultaba
en la vegetación sobre el borde del islote. Desde allí la espiaba con el
catalejo, maldiciéndola, furioso, en voz baja; hasta que la mujer, cansada de
dar gritos, luego de permanecer de rodillas, orando al parecer, era levantada
por dos de las sirvientas, que la tomaban de debajo de los brazos, y llevada
hasta la cabalgadura, como un muñeco.
-Salgamos -decía, cuando todos se habían ido. Después, sacándolo del fondo de un
arcón de madera pintado de verde, retiraba un viejo acordeón, le soplaba
prolijamente el polvo acumulado en los muelles y comenzaba a tocar, muy quedito,
canciones que él, luego, ya hombre, creyó volver a escuchar cuando el viento
mecía los tolares en la estepa.
Sintió vagamente que le frotaban el bajo vientre. Le habían aflojado el cinturón
y metían las manos por allí.
-Frotále suave pero sin cesar; se ha ido en sangre y eso le hará volver porque
en esas partes está la fábrica de sangre -dijo uno.
-Tal vez unas cataplasmas de quimpe.
-¿Ande ha visto eso, comadre? Eso no es bueno sino para hinchazones y aquí no
aparecen.
-Sigalé frotando y no se aflija si se pone al palo; será la mejor señal.
-Más creo que no tiene vuelta, ¿no estará muerto ya?
Nuevamente llovía, pero el agua golpeaba sólo un pedazo del techo de la cocina.
De ahí llegaban murmullos, rumores de líquidos hirviendo, aromas dulzones de
pailas que derramaban, crepitares lentos, perezosos; tintineos, picar de
cuchillos sobre las tablas de cortar cebolla fina. De pronto un hondo, helado
silbido y un golpe de batiente de ventanal.
-Está igual que en el vientre de su madre -dijo la misma voz que habló primero.
Quería decir maltrecho, latente o palpitante, pegajoso; pero también estaba
frío, como tragado y vomitado por un monstruo. De la cocina vino alguien más, y,
con la mano tibia, que olía a carqueja, asentándola en la frente del caído le
viró la cara, observó el ojo destrozado y dijo:
-Acaben de estirarle las piernas.
Por momentos semejaba que el viento corría a sus anchas como si no hubiese
paredes y hasta creyó ver unas aves en el cielo, en ese cielo de piedra de donde
a veces alguna se desprendía, para caer como un pétalo pesado.
La actividad en la cocina fue en aumento y a cada instante parecía llegar más
gente.
Dicen que de pronto entró un perro y se oyó una música, como en los cuentos.
-¡Niña Gertrudes...!
Ella caminaba levemente y sonreía; se llevó el índice a los labios. Miró al
yacente con dulzura, le descubrió la cara. Después, sentándose en el mismo
lecho, tan alto que sus pequeños pies no tocaban siquiera el escabel, lo regañó
diciéndole que ya le había recomendado cientos de veces no trepar tan alto en
busca de lechuzas. Escurrió los paños fríos, se los volvió a colocar en la
frente, y dijo:
-Viértanle en ese ojo un dedal de plata con lágrimas de virgen.
El perro, amedrentado, calado por la lluvia y sucio de lodo, con el rabo sumido,
acabó por echarse en un rincón, gimiendo de a momentos.
Una de las mujeres dejó caer sus brazos, se quitó, derrotada, la cofia y
murmuró:
-Está muerto.
Las luces de las fogatas, opacadas por la niebla, al anochecer, se distinguían
desde mucha distancia. Eran varias las fogatas que en ese angosto faldeo,
reparado por una alta barranca, parecían danzar o flotar, tironeadas para aquí y
para allá por ráfagas de viento, virazones helados que nacían rodando de las
cumbres del noroeste y recorrían las estepas hasta perder el aliento, lejos.
Varias docenas de soldados, en adelante veteranos, calientes todavía los huesos,
los músculos y el entusiasmo, habían salido a buscar los pobres combustibles de
la región, yaretas cuya resina coloreaba las llamas de azules y amarillos, iros
secos que sirvieron de yesqueros para hacerlas nacer.
El Quebradeño Álvarez, como todo guerrero, sabía que luego de la refriega se
hacía necesaria la meditación y para ello nada mejor que contemplar el fuego,
así el fantasma de las llamas se tragaba las crueldades, los miedos, las
euforias por seguir peleando que ataca a los hombres que sintieron tan cerca
vida y muerte. Dio esas órdenes, sin gritos estentóreos. Él mismo, luego de una
breve caminata por entre la tropa acampada, abrigado en un poncho blanco
endurecido por la llovizna y el sudor, no acababa de recapitular los hechos,
ahora que, sentado sobre una piedra garrapateaba el parte de batalla dirigido al
Gobernador: "... desde este momento se empeñó un combate cuerpo a cuerpo entre
nuestros valientes soldados y los no menos bravos indígenas" -¿indígenas?, esta
palabra lo había sumido un momento en dudas, la había escrito en principio, de
corrido, luego la borroneó, pensó en "pobladores" y en "nativos", también
"compatriotas" se le vino a la mente, pero después, sobre la tachadura, volvió a
escribir igual- "de la puna que, sin tener quién los dirija por haber huido
cobardemente -también trepidó aquí, miró unos instantes las débiles llamas- al
principio del combate, se batían cada uno por su cuenta pero con un valor
individual superior a todo elogio y digno de mejor causa".
El cirujano de la división, remangado a pesar del frío, con un espeso mechón de
pelos cenicientos en la frente y una vasija con yodo y agua de quebrantahuesos
en la mano, atendía en silencio a los heridos propios y a los prisioneros.
Serían las nueve de la noche y la nieve caía como un párpado entorpecido por el
sueño.
Pero las fogatas también serían para indicar a los rezagados el punto de
reunión. Ellas y las clarinadas y el ronco y largo sonar de los erkenchos en esa
noche plana y fría que de pronto se hizo como una tregua de Dios para amortiguar
las ganas y los odios, los resentimientos, para hacer admisible la derrota y
para meditar desganadamente sobre el triunfo.
-¡Ay, Santo Dios!, ¿qué nomás ha sucedido? -farfulla un puneño, con la garganta
seca por los coágulos y las puteadas. Yace sobre una manta con las manos atadas
por la tendencia que tiene de llevárselas a los ojos; él desde esta noche deberá
acostumbrarse a la suya, más larga y permanente, porque una cantimplora de
pólvora le ha reventado en las manos, encegueciéndole. El cirujano lo contempla
un rato, iluminándole el rostro con el hachón de mano y dice, como replicando
unas acusaciones:
-Aun ha tenido suerte.
Muy cerca de allí, el Mayor López, por fin su vientre liberado del cinturón, da
órdenes a los suyos para que le resuman el balance que muy luego pondrá en
conocimiento del coronel: "Bajas del enemigo -dice un sargento- 194 muertos, 231
prisioneros, 87 heridos".
-Póngale un punto y coma -dice el mayor.
¿Por qué él los veía y escuchaba con esa nitidez que le hacía tan insoportable
la derrota?
-123 fusiles; 27 lanzas; 4 sables y espadas; dos banderas; una caja de guerra;
5.730 tiros de bala; 207 cantimploras y tarros de pólvora...
Aburrido de ramonear entre esos pastos duros y amargos, su caballo dio un tirón
y lo arrastró de la punta del pie todavía atrapado en el estribo, que, así, se
desprendió. Entonces escuchó las clarinadas y el erkencho, y el resplandor de
las fogatas y al ejército enemigo vivaqueando.
-¡Doroteo! -gritó-. ¡Doroteo! -en tanto blandía la espada y sintió el lanzazo.
A la mujer de cofia el grito se le quedó mudo en los ojos y sus manos cesaron de
moverse como alas de paloma por sobre el vientre. Permaneció, muda, dejándose
mecer por las voces: Solimán
de la tierra...
-Yo, pecador.
eneldos machacados
-... me confieso
raíz de la tierra, pulpa de higo, anís de hinojos
-a la Bienaventurada siempre virgen
Flor de Eupatorio, aguas de borraja, lágrimas de achicoria
-a los Santos Apóstoles
Sombrerito ovejuno
-y a vos, Padre
orina de los cielos, vejiga alada
-Por tu culpa y por mi culpa
...un monte exhalando fuego y el otro humo.
-Ya estuvo muerto y frío cuando llegó -dijo la mujer.
Mudando siete caballos llegó el emisario a la ciudad, desde Cochinoca casi sin
probar bocado; o, para ejemplificar, con la saliva de tan sólo un par de
acullicos. Se apareció hecho sopas, empapado por un agua pertinaz que había
comenzado a caer en Tumbaya y que en Yala se hizo copiosa; y dio unos fuertes
golpes en el portal. Le habían expresado que por la entrada del norte debía
andar, sin distraerse, todavía una legua por un callejón de tarcos que moría o
se transformaba en una calle empedrada. Era un amanecer opaco y frío, con
ráfagas de agua que descendían de arrumazones oscuros y chicoteaban el sombrero
y la cara del jinete.
También el jinete aquella vez llegó a la casa por la trastienda, justamente
cuando el campanario de San Francisco sonaba las cinco y media, y aporreó la
puerta con el cabezal del talero. Dijo que el padre se moría, que lo llamaba en
voz baja, que se dirigía a él como si estuviese a su lado y que ello era la más
clara señal de que se iba, porque ya no diferenciaba las distancias. Pero todo
este discurso, que traía el emisario ensayado desde Yala, lo dijo en vano,
porque en la misma puerta le advirtieron, después de escucharlo, que allí no
estaba, sino en la isla y que debía esperarse sentado o como quisiese, en la
cocina, hasta que escampase y le pudieran indicar el camino.
Al día siguiente partió a la isla y se encontró con el muchacho, curtido por el
sol, que se educaba junto al pariente, y le transmitió la novedad.
Cuando llegaron el padre ya se iba. Sin médico ni sacerdote a su cabecera, debió
ponerse en paz sólo ayudado por la mujer de la cofia blanca, que ya le venía
sosteniendo la cabeza a cada vómito de bilis y saliva que lo convulsionaba.
Padre e hijo, con la muerte exigiendo de por medio, se desconocieron; el
muchacho, de rodillas junto a la cama, lo llamó pero el hombre se ve que ya no
sentía, ocupado como estaba ese último instante, en arreglar sus cosas con la
Señora de Canchillas, para quien había donado seis corderos y dos llamas,
importe equivalente a cien misas, garrapateando su voluntad, dificultosamente,
en un papel. Una vez que lo hizo pareció quedar sosegado, mirando porfiadamente
a la Señora, que a su vez lo miraba, de pie, el niño en brazos, junto a un par
de viejos anteojos de cristales redondos con armazón de cobre, un mazo de naipes
y un candelabro de plata labrado a martillo, sobre la velonera. La pobre
Gerencia había partido antes, casi disuelta en fiebres, postrada en esa misma
cama grande -que parecía ser el trampolín de la familia- quietecita y fría en
medio de un murmullo de plegarias, junto a la misma mujer de cofia que sólo
atinaba a aventarle supuestas moscas de sobre la cara con un manojo de cedrón.
Varios días después llegó el párroco -ya escaseaban para entonces- de
guardapolvo de seda cruda sobre la sotana, montado en una mula con sombrilla. En
la casa sólo quedaban tía Gertrudes y don Gonzalo. Apeado el cura, pidió algo
para alimentarse y se comidió con unas cuantas avemarías bendiciendo los
rincones del cuarto y de la casa; Gertrudes y el huérfano, enlutados, por
detrás, y el isleño, en silencio, y el sacerdote diciendo con una hermosa voz
varonil: Apiádate Señor y pon Tus ojos aquí, y no solamente aquí, sino en todas
estas tierras, tan perseguidas por las viruelas y el alcoholismo.
Entonces fue que él escuchó los primeros discursos acerca de la propiedad de las
tierras de este país.
Pasaron semanas y meses y el preceptor, padrino y lejano pariente del huérfano,
demoraba el regreso. A pesar de las cartas, continuaba paseándose taciturno, y
dicen que ebrio, por el solar y los rastrojos contiguos y contemplando las
serranías que los circundaban. Mientras las cartas de su mujer, en gruesos
sobres lacrados, sin abrir, se iban acumulando en una gran petaca, la misma en
que había traído el acordeón. Así llegaron a la casa Benjamín Gonza, Nicolás
Tito, María Chaleco, José Condeluis, Aromante Espinosa y otros pobladores para
arrimar evidencias al pleito que se formaba. El pariente se había posesionado de
uno de los cuartos que daban al este, puesto que le gustaba "amanecer con el
sol", y allí desplegó su instrumental: brújulas; compases secos; escuadras;
leznas de púas de vinal; orinados astrolabios; catalejos; botijas para pólvora;
saquitos con polvillo de canilla-de-vaca para las ponzoñas; un pectoral de usar
oculto bajo de la camiseta, con la imagen de Santa Rosa de Lima, talismán para
repeler, a voluntad, la atracción de las hembras; una colección de yesqueros por
si faltaba lumbre. Allí escuchaba los agravios y demandas, que iba anotando
cuidadosamente en un libro de referencias que alguna vez sería elevado al
Gobernador y tal vez al Presidente. Dicho libro empezaba así: "Señor: los
primeros propietarios de la Puna, por el año 1594, fueron don Francisco Chavez
Barrasa, don Diego de Torres, el Fundador Argañaraz y el Licenciado Téllez...".
Mezclado entre aquellos vecinos llegó quien le anoticiara del yacimiento en
Sansana. Una sola conversación tuvieron -dicen que duró lo que una tormenta de
vientos y rayos, tan común en la puna- y al cabo el isleño desapareció durante
varias semanas (las que empleó, seguramente, en formalizar los pedimentos
mineros, tanto en Bolivia como en este lado, puesto que eran tierras confusas).
Después regresó, convertido en Gonzalo Dies, más flaco y curtido por el sol,
para volver a desaparecer, ahora por espacio de meses, período en que corrió el
rumor de que había viajado hasta Buenos Aires. Quién sabe, decían las gentes, en
tono misterioso.
Una tarde de ésas -ya la tía Gertrudes sola, con tres o cuatro criados, habiendo
licenciado a los peones que cosecharon el maíz, la papa verde y acondicionaron
las chalonas a la intemperie- él volvió, le contó lo del yacimiento, lo ubicó en
corte vertical sobre los planos, dibujando los puntos cardinales con la figura
de un gallito en el medio, trazó las distancias aproximadas, redujo las leguas a
hectáreas y le dijo que la amaba pero ya debía regresarse a ese lugar porque
faltaban dos jornadas para el cambio de luna. Cuando él se fue los litigantes
quedaron en la casa, y cada día interpolaban un escrito más en ese mamotreto que
poco a poco iba adquiriendo tamaño monstruoso, con las esquinas destruidas de
tanto tachar y corregir las foliaturas, por los agregados.
El huérfano, en tanto, vagaba por allí, entre los huéspedes y de vez en cuando
su tía Gertrudes le acariciaba vagamente la cabeza, preguntando, como para sí,
cuándo sería el regreso. A veces ella mataba el tiempo componiendo versos, con
la ayuda o el estupor de Jiménez, pero nunca pudieron hallarle a la palabra
"Gonzalo" una rima que valiese la pena.
Las aguas llovedizas se escurrían. La sangre se escurría. Las aguas claras,
tenues, benditas de la lluvia del amanecer se iban por los vierteaguas de la
iglesia formando un manchón oscuro de humedad al pie de los paramentos; la
sangre, no ya colorada, sino como un moco fluido, se deslizaba apenas y le
mojaba una mano; pero el dolor había desaparecido. Ya no estaba en condiciones
de separar lo que era delirio de lo que era verdad, pensó; y en estos pastizales
y tierras arrasadas sólo quedaba huir. Pero la lluvia, tan pacífica, le marcaría
fácilmente las huellas, ¿entonces quedarse quietecito? Sólo esperar la noche, ya
que faltaba tan poco. Volvió a poner la palma de la mano bajo su cara adormecida
por el dolor del lanzazo. Las aguas ni la sangre ya no escurrían.
-Cagarse en estas nubes -dijo la voz. La voz era más nítida que el horizonte en
el que de vez en cuando flameaba el fuego del vivac.
Otra voz dijo:
-Justito.
Después surgió un cantar borracho y errante, voz y figura fantasmales, como un
floripondio brumoso, como una aparición. Y la cabalgadura, que arrastraba al
jinete con el pie apresado en el estribo se detuvo, espantada.
Y luego nuevamente la voz:
-La muy puerca dijo: "por lo alargado y fino del talón, se conoce que esa huella
no es de varón" -dijo el Mayor imitando la voz de la mujer. Un coro de
carcajadas, apagadas y broncas, como ronquidos de sapo, se desató.
-Pero usté obtuvo lo suyo, mi mayor -dijo el coro.
Luego, el coro, imitando aullidos de animales peludos que ya no existían en la
región.
Luego el Mayor describiendo algo obsceno. Y el coro, coreando, y el Mayor que a
los gritos repetía: "... y ahora laváte el culo". La llovizna que no era que
cayera sino que se estaba allí, pendiente en la atmósfera, por ratos
convirtiéndose en finos copos de nieve. El coro de voces de soldados del
Gobernador, ahora veteranos, que comenzaba a corear, retrocediendo a cada
estrofa:
Tengo una piedra marcada
Con la punta de una espada Mi corazón.
El caballo, que había arrastrado al jinete con el pie atrapado en el estribo, ya
libre de esa cuarta, se acercó y asomó su cara por el hondón de la barranca y su
cara de golpe se iluminó con la luz de unas llamas empujadas por el viento. El
animal era un tordillo joven, que retrocedió tres pasos y lamió el ojo
derramado; volvió a avanzar, carabina a las cinchas. Paró las orejas:
De aquel cerro verde
Baja la neblina
-De tuerto y mujer arrecha no te fíes -gritó el Mayor, terminado el balance.
-... ciento once carabinas, destrozadas -el eco de una voz de soldado.
-Cuanto más si cruceña -dijo el coro.
-¡Atención! -gritó el Mayor-. Vean ese caballo.
Los tres que estaban más cerca se largaron barranca abajo en la noche, cuando el
jefe les ordenó buscaran al jinete. Caballo ensillado, jinete cerca. El caballo
se acurrucó entre unos cardones. Los tres soldados se convirtieron en un tropel
de voces, pasos, carcajadas, azuzados por las órdenes y aprestos de persecución.
El caballo caviló unos instantes en su escondite y luego se lanzó al galope, en
dirección contraria al que yacía con el ojo derramado: los soldados por detrás,
antorchas en mano, buscando por el suelo, en tanto que unas clarinadas, dando
por concluida oficialmente la batalla, llamaban a reunión ante la carpa del
jefe. El animal se lanzó al galope hacia unas dunas de arena muy fina, para
entorpecer el paso de sus persecutores, quienes al poco rato chapoteaban
torpemente, enterrándose hasta los tobillos a cada paso. El arenal se perdía
confusamente a corta distancia, y en esa línea de sombras el caballo esperó. Los
soldados comenzaron a insultarse y a llamarse entre sí, a grandes voces,
cansados de gritar al animal para que se detuviese. Frenados los hombres en la
arena, dio el caballo un rodeo, pisando con cuidado, ganó terreno firme
nuevamente y, ya de regreso, trotó entre unos cardones gigantes desandando en
círculo, para llegar al punto de partida. Otra vez contempló a lo lejos el
resplandor del vivac. En la carrera había perdido la carabina del apero, y ahora
estaba nuevamente junto al hombre caído. Las voces de los soldados, vecinas y
lejanas, llevadas y traídas por el viento. La bestia agachó la cabeza y acercó
los belfos a la cara del hombre, sobresaltado, sintió que las sombras pronto
cederían y se acurrucó a su lado sin hacer ruido: tenía los ojos abiertos y
mojados.
El hombre no se movió.
El imaginero da los últimos toques y con la punta seca de su herramienta, apenas
teñida en anilina de raíz de oruzús quemada, arquea las cejas del arcángel,
sensualiza la carita de la virgen, poniéndole un lunar microscópico en la
mejilla. Pedalea el alfarero y el tallista se cubre de virutas de cardón
esponjosas; ensaya el violinista ciego -una vez más- el inventario de sus
miserias, que dirá en voz baja, ininteligiblemente, para que resulten más
facundiosas. Piensa el señor Obispo en la travesía. Los angelitos barren y
recogen las nubes del cielo de Casabindo para hacerlo más abierto y hueco a fin
de que se oigan los estruendos desde lejos. Los toritos saben que serán
humillados y castrados en la flor de la edad. Aplacan su polvareda los caminos,
el viento se recoge, temeroso de Dios y de Santiago.
Un indio picado de viruelas discute el valor de unos calcetines en el atrio,
pero sin ganas. Todo parece un ritual cansado, repetido.
El tuerto creyó escuchar como que unas piedras se desmoronaban, aprestado miró
hacia el lugar y sólo vio a la mujer de trenzas negras.
-Señora -dijo, descubriéndose. La mujer muy pronto se hizo vieja, estiró las
manos hacia el hombre y dijo:
-¡Doroteo, hijo!
-Madre ¿qué me querés? -dijo el hombre, sin saber por qué. Pero ya todo cambió.
Estaba de hinojos en el cementerio, poblado de piedras, huesos de mandíbulas de
burros, vidrios rotos de antiguas ofrendas.
"Señora, y señor Santiago; él se me atravesó y le di muerte."
Asomando la cabeza sobre el borde de la pirca el hombre observó cómo la vieja
Santusa, apoyada en su bastón de chaguaral se alejaba otra vez camino de la
iglesia. Tardó una eternidad en andar la distancia, pero siguió sus pasos,
viéndola ir, como un recuerdo que no atrapamos, que se nos escapa.
Dicen que justo antes de morir lo recordamos todo. Él recordaba eso.
-Ya tendrás tu hijuela, cuando seas mayor. Tu padre fue un avaro y llenó de
condiciones el testamento; así, para poder gozar del final, tu vida será igual
que una carrera de embolsados, en tanto no se cumplan. -Su tía le hablaba ahora
despojada del cuidado, liberada del temor en que había vivido mientras el viejo
respiraba. Él no tomó entonces nota de eso ni del tono en que se lo dijeron.
"Cosas de mujeres viejas", pensó, y trató de seguir como hasta entonces, sólo
ocupado en vagabundear y pensar en fantasías.
Recordó sin embargo aquella noche, que llevó consigo durante un tiempo.
Estaba cálido para esas latitudes; los peones terminaron de chiquerear temprano
y él, aburrido de los cuentos de Jiménez, atravesó la cocina sin decir palabra y
se metió en el comedor. No había allí luz ni gente. Volvió a salir a la galería,
el cielo era plomizo y el tiempo lento. Sólo alguna voz lejana de los
sirvientes. Volvió a entrar, atravesó nuevamente el comedor en busca de su
pariente. El primer acorde, muy bajo, lo hizo detener, como encantado. Aguzó el
oído y se previno, el acorde cesó y enseguida escuchó un jadeo, como si alguien,
en trance, rezara. Esperó otro momento. Luego pegó la cara contra esa rajadura
horizontal del postigo y pudo verlos. Tía Gertrudes tenía unas nalgas gruesas y
muy blancas y el vestido de luto se le había trepado a la espalda. Después
cambiaron de lugar y sólo escuchó pequeños ruidos, sin ver nada, sólo pedazos de
muebles, una parte del piso. Vino un silencio, esperó. Al cabo comenzaron los
acordes del bandoneón muy bajos. Clavó los ojos nuevamente en la rajadura y pudo
ver al isleño, desnudo, con el instrumento sobre sus piernas flacas.
Corrió en busca de Doroteo, que, seguramente, en la cocina, escuchaba los
cuentos del cocinero. Pero no pudo. Atravesó sin hacer ruido el comedor y la
galería y continuó corriendo en dirección de los potreros.
[EN PROTECCION DE
LOS DERECHOS DE AUTOR FINALIZA EL FRAGMENTO DE FUEGO EN CASABINDO]