Osvaldo Soriano

Un 6 de enero como hoy de 1943 nació en Mar del Plata Osvaldo Soriano. Escritor y periodista, colaborador de Primera Plana, La Opinión, Confirmado y Página 12, distinguido en Italia con el premio de literatura «Scanno» por su libro «Pensare con i Pieri», el premio «Carrasco Tapia» de Chile y el prestigioso «Raymond Chandler Award».

En 1973 publicó su primera novela Triste, solitario y final, traducida a doce idiomas.

En 1976, después del golpe de Estado, se trasladó a Bélgica y luego vivió en París hasta 1984, año en que regresó a Buenos Aires.

En 1983 se conoció en No habrá mas penas ni olvido, llevada al cine por Héctor Olivera, que ganó el Oso de Plata en el festival de cine de Berlín.

En 1983 se publicaron seis ediciones de Cuarteles de invierno, ya considerada la mejor novela extranjera de 1981 en Italia, y llevada dos veces al cine.

En 1984 apareció Artistas, locos y criminales, y en 1988 Rebeldes, soñadores y fugitivos, colecciones de textos e historias de vidas.

Ese mismo año se publicó A sus plantas rendido un león, la novela de más éxito editorial de los últimos años.

Entre 1989 y 1990 escribió Una sombra ya pronto serás, llevada al cine en 1994, una vez más, por Héctor Olivera.

En 1993 publica Cuentos de los años felices, historias cortas, la mayoría de las cuales aparecieron en el diario Página|12, del cual Soriano era asiduo colaborador.

Murió en Buenos Aires el 29 de enero de 1997.

 

Nada mejor para recordarlo que un pequeño texto donde habla de uno de sus grandes amores: los gatos. Su otro gran amor fue San Lorenzo de Almagro.

El gato y el fuego

Por Osvaldo Soriano

La primera película que vi fue un cortometraje del Gordo y el Flaco en el que todo el mundo se tira tortas de crema a la cara. Todavía me hace morir de risa, aunque Ojo por ojo, de 1929, es mucho mejor. La casualidad hizo que en la primera novela que contó en mi vida, Laurel y Hardy aparecieran de nuevo, esta vez como vampiros. La leí en 1961 y conservo el ejemplar de la colección Minotauro, mortecino y pegado con cinta scotch. Es Soy leyenda, de Richard Matheson, el tipo que hace unos días, ya viejo, se jugó la vida en el incendio de California para salvar a su gato. Me hubiera gustado ver las películas del otro, un tal Duncan Gibbins, que sí murió en el intento. (…)

La mitología dice que, al morir, los gatos van a sentarse sobre la redondez de la luna. Hay quienes sólo pueden verlos en las noches claras. Otros los vemos en todas las penumbras. Gibbins hacía películas de segunda clase y llevaba a su gato a todas partes. Matheson, en cambio, es un gran novelista. En 1954 empezó su carrera con un relato que entró en todas las buenas antologías de ciencia ficción: Nacido de hombre y de mujer. Ese mismo año publicó Soy leyenda, una fábula de vampiros de rara originalidad. El gusto por contar historias se lo debo primero a Matheson. Después vino Chandler con su mirada desencantada y hostil. Un mundo de tipos grandes como roperos, noches lluviosas y rubias fatales.

Los fantásticos vampiros de Matheson, entre los que estaban Laurel y Hardy, y el realismo romántico de Chandler sobreviven a las modas y las vanguardias porque el lector quiere verse ahí en sangre de papel. Necesita leer sus miedos. Con eso Stephen King escribe ahora una obra excesiva e inquietante. En uno de sus libros, un personaje acusa de plagiario al narrador, le mata el gato y se lo deja frente a la puerta. Es un momento insoportable en la literatura de terror. Algo cercano a los escalofriantes efectos de H. P. Lovecraft. Todos los escritores con corazón se han ganado un gato que los sigue y los protege. Tal vez el de Gibbins, cercado por el fuego, le haya pedido auxilio en nombre de los gatos inspiradores: el del Dante, el de Baudelaire, el de Lewis Carrol, el de Borges. (…)

Yo creía, Dios me perdone, que Matheson se había muerto de viejo. Pero no: allí estaba, peleando frente al fuego, apartando maderas en llamas, abriendo un camino para que su gato pudiera escapar con él. En el revoltijo alcanzó a salvar una carpeta con su último manuscrito. Es que siempre cuando uno rescata un manuscrito, hay un gato adentro. (…) Richard Matheson perdió todo: la casa, los muebles y los premios, pero alcanzó a salvar lo esencial: esa mirada que lo sostiene por las noches, cuando la palabra no viene y la novela no avanza. Esa mirada que nos atornilla al sillón, ese ronroneo que precede a la llegada del diablo.

[Fragmentos de “Una educación sentimental”, publicado en Página/12 el 28 de noviembre de 1993]

 

Gorilas

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