Otra

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por Vasco Pratolini

Vanda tenía los ojos negros, y dentro una punta áurea; sus cabellos eran rubios. Yo no conseguía decirle que la amaba; no sabía siquiera que se llamase Vanda. Una mañana fue ella la que se detuvo en medio del Puente; esperó que yo tuviera el valor de dar otros dos pasos y dijo: «Oiga, es una obsesión. Desde hace un mes usted se ha convertido en mi sombra. Dígame lo que tiene que decirme y se acabó». Yo dije: «¿Cómo, no ha entendido?». En ese momento pasó una mujer junto a nosotros, traía de la mano una chiquilla y la forzaba a repetir las lecciones; la criatura estaba aún medio dormida y balbuceaba: «Sé tú, sed vosotros, sean ellos». Nosotros dos nos echamos a reír; fue una manera de romper el hielo. Vanda se había apoyado con una mano al parapeto, y así hice yo, miré el río, estaba verde y alto, rozaba los ventanales tras los que trabajaban los plateros. Yo señalé con el dedo en medio del río y dije: «Mire a ése que va en bote». Me parecía la cosa más importante que hubiera de decirle. Respondió: «Se ve que no tiene nada que hacer. Le envidio». Al cabo del Puente estaban las estatuas de las cuatro estaciones que se volvían las espaldas. Teníamos dieciocho años; yo era aprendiz en un diario; ella empleada en una casa de modas, ganaba siete liras por día; vivía con el padre y la abuela; su padre era oficial de justicia, iba a protestar letras de cambio a domicilio. Nos citamos en el Puente, cada mañana, durante un año. Ella vivía del otro lado del río, del lado de la Primavera y del Verano. Tomábamos el café en el bar; había unos bollos apenas salidos del horno; comprábamos uno y lo dividíamos por la mitad; ella mojaba su parte, la mordía despacio, chupando el café antes de hincarle el diente; me censuraba porque yo tragaba la mía de una vez. La acompañaba hasta el negocio; me demoraba un rato y ella encontraba modo de arreglar la vidriera para saludarme de nuevo. A mediodía y por la noche cruzábamos otra vez el Puente. Los días se reflejaban en el río que corría bajo nuestros ojos amarillo, turbio cuando estaba crecido, en enero; arrastraba los troncos de árbol y, muertos, los chanchos que había tumbado al inundar los campos; entonces los plateros se asomaban a los ventanales para examinar el hidrómetro. Con la canícula emergían islas de balastro, la Pecera estaba seca y los niños jugaban desnudos todo el día en ella; sólo bajo el Puente el agua tenía un movimiento imperceptible, tan transparente que se veía el fondo. Pero en primavera era verde; de noche, cuando deambulábamos, Vanda cantaba; los codos apoyados al parapeto, la cara encuadrada entre las manos, miraba el río cantando. Yo le decía: «Amor» y la acariciaba, pero ella no me escuchaba. Bromeando le decía: «Quieres al río más que a mí». Reía: «¡Oh, tonto!». Después venía el verano, la gente se sentaba en los pretiles, pasaban los camaradas tocando la mandolina y apenas terminaba el Puente había el carrito del pepinero.

Era en 1938; los rojos españoles habían perdido Brunete, un marido había matado a su mujer, el gobierno había votado la ley sobre la raza, pero eran todos hechos que pasaban lejos de nosotros, títulos de periódico. Para nosotros contaban las horas en el Puente, los paseos por las avenidas, y su padre que rehusaba conocerme. «Lo convenceré, verás» decía Vanda. «Pero no tiene nada en contra, sólo porque somos menores». Se hacía mujer día a día, crecía en estatura; y a medida que aprendíamos a besarnos era otra cosa. Le quedaba la inquietud, un modo ansioso de preguntar, hasta para las cosas más insignificantes, como si viviera en una pesadilla continua, cada vez reencendida y punzante. «Es una obsesión» repetía entonces, como la primera vez. «¿Por qué encienden tan tarde los faroles? ¿Por qué te has cortado el pelo justamente hoy? ¿Por qué desde hace tantas noches es luna llena?». Soñaba yo con nuestra casa, nuestra casa de casados, y la radio en forma de cofia con el detector para manejarla, linda como un juguete. En junio le regalé un pañuelo de color amaranto; de noche cuando refrescaba se lo ceñía al cuello, sobre el vestido blanco. «No hubiera querido enamorarme. Te enfrenté de ese modo el primer día para que me dejaras en paz» decía. «Lo sé» respondía como un tonto, y me reía. Después le preguntaba: «¿Y el secreto cuándo me lo dices? ¿No crees que ya te quiero bastante para que no pueda asustarme?». «Todavía no». Me miraba seria y yo no sabía más que besarla.

Se ponía siempre más pálida y distraída, preocupada. «Los quehaceres de tu casa te fatigan demasiado» le decía. «No puedes seguir». Acariciándome, preguntaba: «¿Tanto me quieres?». Y una noche me dijo: «Pero si tanto me quieres, ¿por qué no procuras mirar más en el fondo de mí? Espero ese momento para decirte el secreto». «Lo sé todo de ti, eres como el aire que respiro. Te conozco como un libro impreso» respondí. «Oh, tonto» ella dijo, y había un tono en su voz, de afecto y desaliento a la vez, que luego hube de recordar. Nos habíamos apoyado en el pretil; corría viento y el Parque estaba cubierto de niebla; en ella se perdían las dos filas de faroles. El río era una masa negra en movimiento que desembocaba de bajo las bóvedas, oíamos el romper de su continuo asalto a los pilones. Vanda dijo: «Es una obsesión. Tú dices siempre: lo sé, lo sé. Mira, no sabes nada. ¿Por qué soy rubia? No debería serlo. ¿Esto lo sabes?». «Eres rubia porque sí» dije yo. «No debería ser rubia. Es una obsesión. Y te quiero. ¿Por qué te quiero yo también? Tú lo sabes seguramente, oigamos. ¿Por qué? No lo sé. Sólo sé que te quiero y que no consigo saber por qué». Estaba extrañamente serena, sólo el sentido de sus palabras era desordenado, no su voz, llena en cambio de ternura, pero de la ternura de quien ha sufrido un agravio y trata de perdonar. «Lo sabes todo, naturalmente» repitió. «Sabes también que el río llega al mar. Pero no sabes que nunca he visto el mar. Mira, tengo veinte años y nunca he visto el mar, y ni siquiera he subido en tren. ¿Esto lo sabes?». «Tontuela» le dije. «¿Este era el secreto?». Se tomó la cabeza entre las manos, tenía los codos sobre el parapeto, dijo: «Ahora crees que éste sea el secreto. Es una obsesión». Le eché un brazo al hombro, le volví el rostro con la mano: me di cuenta que lloraba. Recogí una lágrima con el dedo y le humedecí los labios. «Oye» le dije. «Así de salado es el mar». La besé en la mejilla. «El domingo iremos al mar. Y justamente en tren. Alcanzaremos a volver la misma noche. Para tu padre hallarás un pretexto». «No hay necesidad» respondió lentamente, mirando el río delante de sí. «Papá se ha ido y estará fuera por un tiempo». «¿A lo de tus parientes?». «Sí» dijo.

Mientras la acompañaba de vuelta a su casa, al dejar el Puente se volvió a mirar las estatuas, luego dijo: «¿Qué hace la Primavera en esta estación? ¿Esto lo sabes?». Me dio con el puño en el pecho, afectuosamente, antes de ofrecerme la boca; pero los ojos estaban de nuevo húmedos de lágrimas. Se los sequé con el pañuelo.

Esa noche me despertó mamá entrando en mi cuarto. «He venido a ver si habías cerrado la ventana» dijo. «¿No oyes qué temporal?». El agua caía a cantaros, sus ráfagas batían los vidrios a cada soplo del viento. Al marcharse mi madre dijo: «Mañana el río habrá desbordado». Por la mañana había sol en el Puente; y en las calles, en las fachadas de las casas, ese aire de novedad que sucede a la tormenta. El río había alcanzado a los ventanales de los plateros, cerrados por las compuertas de hierro. Esperé a Vanda y no vino; anduve por el mercado de frutas sin hallarla; pensé que la fresca de la noche anterior la habría causado fiebre; decidí subir a su casa. Llamé y me abrió una mujer no ya joven, magra, de lentes; llevaba encima una bata celeste, descolorida; secaba con un repasador un recipiente en la cocina. «Vanda no está en casa» me dijo, descortés y como fastidiada. «Debe haber salido muy temprano. Ha venido un enfermero a buscarla dos veces ya, pero ella no se ha dejado ver». «Un enfermero, ¿por qué?» pregunté. «Su padre ha tenido una crisis más violenta, parece que esta vez…». Hizo un gesto para decir: morirse. Yo estaba aún en el umbral, turbado, sólo con fuerzas para preguntar: «¿Su padre está enfermo?». La mujer dejó el recipiente y el repasador en la mesa cercana, se arregló la bata, dijo: «¿Usted no es de la policía?». «No» dije, «soy un amigo». «Oh, perdóneme usted, vienen casi todos los días. Bueno, el padre de Vanda enloqueció hace tres meses, cuando lo despidieron por judío. Enloqueció de desesperación». «¿Y Vanda?» pregunté. «No tengo idea de dónde habrá ido», me respondió la mujer. «Acaso a pedir un préstamo en alguna parte. Sabe, hacemos lo posible por ayudarla, porque ella también ha perdido el empleo, pero nosotros tampoco nadamos en oro…».

Dos días después, lejos, casi en el estuario, el río devolvió el cuerpo de Vanda.

 

(De: Oficio de vagabundo, 1947. Traducción: Osiris Troiani)