Piezas de resistencia
ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA
Por Tununa Mercado
I. La mano que firmó el papel
Hay un desgaste imperceptible de la memoria que no es el olvido y que no puede detenerse. El recuerdo, único hacedor de la memoria, en cuyo taller se hilvanan y cosen los fragmentos para reconstituir la red de la historia, no se desgasta aunque así lo parezca. Lo que se desgasta es la voluntad de conservar la memoria. Lo que se debilita es el deseo de componer una forma con ese remanente cuyo valor de totalidad se ha perdido y sólo se recupera precisamente cuando la memoria se ejerce. El remanente es un residuo que emerge de lo vivido traído por un viento que se lo vuelve a llevar; es la resaca vallejeana de todo lo sufrido que se lleva consigo, en su arrastre, las huellas y nos deja abandonados y sin materia. Saber conservar esa materia, hacerla inextinguible es una profesión de fe en la condición humana, un desafío antropológico. Quienes cuidan el agua no están pensando que ellos mismos pueden sufrir sed. Piensan en la especie a futuro, y se exaltan en imaginar que habrán preservado la fuente de donde habrá de manar. Apresar el recuerdo es repetir el gesto más primario y más excelso de acumulación, el que se ejecuta a través de las acciones propias del ser humano: soñar, recordar, narrar, de las cuales narrar es la que más cerca está de un principio de transformación material y palpable: se llega al cuento, se plasma el relato en la voz y en la letra. El sueño se subsume en la vigilia; el recuerdo puede borrarse, la voz perderse en la transmisión oral; la página escrita, en cambio, desvela más que el sueño.
En pleno vuelo, a unas escasas millas, sin embargo, de Buenos Aires hacia México, cuando ya nadie podía perturbar con una lista, una intimidación o un control, Ricardo Obregón Cano, hasta hacía poco tiempo gobernador de Córdoba, se levantó de su asiento y se acercó al que ocupábamos mis hijos y yo. Me tendió un papel y ese acto constituyó, aunque constituir sea un verbo demasiado estricto para lo que en ese momento sucedía, más bien depositó en mí en ese instante un recuerdo. Él, por su parte, a pocos minutos de iniciar su exilio, que en ese instante era como iniciar su libertad, en ese acto de levantarse de su asiento y de alcanzar el papel, estableció un territorio propio en el que nos incluyó, a mí y a mis hijos; en el aire circunscribió nuestro espacio, que habría de serlo por mucho tiempo. Y también estableció una fecha: 15 de octubre de 1974, que todos los años sería el aniversario de aquel corte el cual nos desprendía de Córdoba y de la Argentina.
El texto que me alcanzó era el discurso que había pronunciado en el entierro de Atilio López, su vicegobernador, asesinado por el grupo de tareas del entonces régimen de Isabel Perón-López Rega, la Triple A. En ese mismo vuelo en que huíamos iban a un Congreso en Bogotá –la única escala del viaje hasta México– Manuel Sadosky y Cora Ratto, quienes no sabían pero seguramente ya intuían que ese día habría de ser también para ellos el primero de su destierro. No recuerdo las palabras de aquel discurso. Tal vez fuera una pieza oratoria de esas que ya no se encuentran en los modos y estilos de la política de hoy; lo cierto es que era fuerte y acusatorio, sin que la denuncia llegara a cubrir el tono acongojado de la despedida al correligionario y amigo. Ahora pienso que ese papel era una especie de salvoconducto que legitimaba el paso de una condición caracterizada por la estabilidad que da la pertenencia a un sitio y el nuevo estatuto de apátrida que caía pesadamente sobre un individuo que, por añadidura, había ejercido el poder en democracia. Ese papel documentaba una identidad, daba cuenta de un acontecimiento trágico y de sus efectos en la sociedad y en la subjetividad de quien lo había escrito. En ese papel así transportado por el viajero, casi como único equipaje, se escribía un capítulo de la historia que todos protagonizábamos. El exilio empezaba con una página escrita. Esa hoja era como la proclama pegada o clavada en la plaza de la aldea que llama a congregarse porque algo va a comenzar. Y si era una «carta de presentación», al entregármela a mí, igualmente desposeída de país, su destino no podía ser sino irrisorio. Hasta hoy en que la imagen regresa más de treinta años después, recursiva y obstinada, para ocupar un lugar en este escrito.
No sé si en el «territorio» fundado por ese papel en el exilio –o en mi memoria– se delimitaron parcelas o se establecieron tiempos que pudieran llevarnos a un ordenamiento o una clasificación de material; si la llamada literatura del exilio es la que se hizo durante o después del exilio; si para serlo tuvo que tener un tema doliente; si ese cuerpo fue permeable a las incitaciones de lo diferente, si la mudez o el silencio que sobrevinieron por el desplazamiento traumático pautaron la escritura; si la lengua tardó en destrabarse ante lo desconocido y cuando lo hizo fue catarsis o reacomodación antes de ser literatura. Todo eso y nada al mismo tiempo, porque si quisiéramos descender desde la ética hasta el acontecimiento literario legítimamente dicho, no faltará quien sostenga con irrefutable argumento que lo que se escribió en el mismo país, en la clandestinidad, en la cárcel, fue también obra de exilio, y no demorará demasiado en aparecer el concepto de exilio interno como contraparte del exilio propiamente real.
La literatura suele ser objeto de restricciones y de prejuicios. Se la sospecha de ser un hechizo, una falsificación de lo real, una demasía que desborda la verdad que sólo los hechos sostendrían. «Y el resto es sólo literatura» se dice, para separarla de esa «realidad» que se toca y se huele, que lastima y sobrecoge. De este modo, paradójicamente, se la confina a un ámbito formal que se pretende circunscrito, con sus leyes y normas, al conferirle el sagrado atributo de no ser real, de ser ficción.
Pero esas fijaciones formales nunca han llegado a perdurar: las categorías estallan una y otra vez y cristalizan en formas nuevas. Ha sido un gran beneficio la validación del concepto de escritura como el universo que concierne a la letra, en sus infinitas variantes, una idea integradora que permite ver la textura, el espesor, la armonía y la desarmonía en todos los hechos de la lengua. Esa perspectiva nos autoriza a encabezar la literatura del exilio con ese papel de recién excluido, entregado en mano, como corresponde en esta «alegoría» inaugural; encabezar la escritura de esos años con el mensaje cifrado que intercambian los presos o con el mensaje escrito en el aire desde un pabellón a otro de las cárceles de la dictadura, con el testimonio guardado que será confiado a quien corresponda y los legados que dejaron las víctimas o los victimarios. Y seguir con otros documentos que fueron piezas de resistencia: los testimonios de sobrevivientes de los campos, que esclarecieron, ya en 1979, que la palabra traslado significaba muerte; textos directos y dramáticos escritos con la urgencia que exigía la denuncia del terror, y que si fueron gritos en el desierto, o gritos que resonaron fuerte pero no se escucharon, treinta años después se convirtieron en la materia misma de la literatura de la memoria. Las denuncias que se publicaban en la prensa. Los libros de autor que interpretaron los hechos o discurrieron teóricamente sobre ellos. Y la letra más chica de la redacción de un manifiesto, de una consigna; que pudiera sustentar un deslinde, una crítica o una propaganda. Y la letra íntima de las cartas a los amigos o a los familiares que consagraron el eufemismo como forma de comunicación. Y el colmo de la mejor letra: «Juan se iba por el río», el cuento de Rodolfo Walsh que iba entre los papeles que se llevaron de su casa, ametrallada por los militares con fuego cerrado. Lilia Ferreyra, su mujer, lo había escuchado de sus labios una tarde. Recordaba esa lectura de la que quedaban imágenes, el meollo de una historia, un tono de relato, sin final. Años después pudo reconstruirlo. Martín Grass, sobreviviente de la Escuela de Mecánica de la Armada, el campo de exterminio al que llevaron el cuerpo acribillado de Walsh, había podido leerlo en el «archivo» de ese lugar de muerte, entre los papeles saqueados. «Juan se iba por el río» volvió a tener entidad en el cruce de esas dos memorias.
II. Escrito al amanecer
En su celda, la víspera de su fusilamiento en una cárcel franquista de Gijón, en 1942, un hombre llamado Perfecto González Fernández escribió una carta para su hermano Aquilino. Su hijo, Ovidio González Díaz, hombre del exilio español, me la entregó en México, unos meses después de cumplir ochenta años, a fines de los 80. Estábamos en un almuerzo familiar, con su gente. Me llamó aparte y me dijo: «Quiero confiarle algo». Tuve la impresión de recibir ese sobre de primera mano, como si todo fuera muy reciente, el día después de aquella víspera. Si ese hermano, Aquilino, no hubiera tenido el doloroso privilegio de ser su destinatario y el compromiso más doloroso aún de trasmitir esa carta a la mujer y a los hijos del ajusticiado, habría pensado que Ovidio me elegía para ser destinataria de un legado que no podía confiar a otros, una última voluntad, por así decirlo, tanto de su padre como en ese momento de él. Nunca había yo leído un documento semejante, conclusivo y final, de adiós definitivo. En ese instante supe que la carta del padre era el comienzo de una historia que Ovidio y yo escribiríamos juntos.
Ya otras veces habíamos sido «socios» en estos asuntos de la memoria: en un viaje a Asturias a fines de los 70 visité su aldea, los lugares de su infancia, la gente que había sobrevivido y que evocaba a sus muertos con el mismo luto que cuando cayeron víctimas de Franco. Lo había hecho por él, quise devolverle imágenes para su nostalgia, para que no la cultivara con fantasmas sino con mi visión desprevenida que recogería detalles, atmósferas, paisajes sumidos en la bruma que él no vería más, por decisión propia. Los dos compartíamos exilios; yo pude regresar por él a España y ver su pueblo, Sama de Langreo, y el de su padre, El Entrego.
Volví finalmente a Buenos Aires en 1987 pero viajaba regularmente a México. Fue en uno de esos viajes que sellamos el pacto. Cuando regresé al año siguiente, dispuesta a empezar el relato, Ovidio ya no estaba. Había muerto unas semanas atrás. Ese compromiso incumplido de escritura se detuvo y permaneció en su núcleo generador, aquella carta del condenado a muerte, en cuyos repliegues subyace una historia no narrada, inenarrable tal vez.
Me he preguntado por Perfecto, he querido saber quién era, por qué se lo llevaron, dónde estaba cuando llegaron sus captores, dónde encontrar sus rastros y sus restos, cómo era la cárcel del Coto, en Gijón, donde lo encerraron, por qué lo fusilaron en 1942. ¿No había terminado la guerra? No, Ovidio decía que no había terminado. Pero la fecha de aquella ejecución parecía más injusta por lo tardía, aunque se sabe que hubo más y más muertes en las prisiones en los tiempos que siguieron, así como también indultos para aligerar la población carcelaria y, finalmente, el indulto de octubre de 1945 para los condenados por rebelión militar que no habían sido fusilados.
¿Quién era ese agnóstico que había escrito?:
Para Aquilino González Fernández. Ciaño – Santa Ana.
Querido hermano:
Al fin llegó la hora. Cuando esta carta llegue a tus manos, mi espíritu, mi yo consciente, se habrá diluido en el misterio de lo desconocido; de la Materia, que también es eterna y es infinita. Mi nombre aún vivirá algún tiempo en el recuerdo de quienes me habéis estimado, hasta que también se vaya esfumando en las sombra del olvido. Luego, nada…
Después de todo, quizá yo no haya sido nunca más que eso: un cadáver. Un cadáver galvanizado que deambuló por el mundo como un autómata hasta que alguien ha roto el resorte que le daba movimiento. Lo que haya tenido de vida, ahí queda rencarnado en los que llevan mi propia sangre y durará hasta que se extinga mi casta. Yo resucitaré en ellos. ¿No se llama metempsicosis a esto?
Probablemente sea esta la hora más oportuna para el tránsito definitivo. Próxima ya la edad senil, en la que comienza el declive de nuestras facultades y se eclipsan el carácter y la personalidad del individuo, correría el riesgo de quedarme a la deriva y a mí, la verdad, nunca me cautivó el sosiego de los remansos claudicantes. Prefiero las turbulencias y las inquietudes de la corriente fertilizadora. Cuando un hombre deja de ser útil, empieza a ser un estorbo, esto es indudable y mal que nos pese, tenemos que reconocerlo.
He hecho examen de conciencia y no tengo nada de qué arrepentirme. Cumplí con mi deber como mejor supe y pude y no llevo conmigo rencores ni remordimientos. Voy tranquilo sobre ese particular; pero una pena aflige mi pecho sobre todo lo demás ¿por qué no decirlo? ¿Quién puede sustraerse en momentos así a la reacción de los afectos entrañables? Siento dolor por la ausencia de la madre de mis hijos; de la sencilla, noble y abnegada compañera mía, que supo compartir conmigo, contenta o resignada, todas las alegrías y todas las amarguras de cuarenta años de matrimonio. La fatalidad no ha querido que pudiéramos en esta hora solemne, hallarnos juntos quienes estrechamente unidos hemos vivido siempre.
Para ella es también esta carta y para ella mis últimos pensamientos. Para ella y para todos los míos, para todos cuantos habéis sabido quererme con el interés apasionado de un cariño fervoroso. Creo que ya estaréis acostumbrados al sufrimiento y que éste será un jalón más en la vía dolorosa que vais recorriendo y quizá no sea tampoco el último; pero me consuela la esperanza de que pronto habréis de gozar días de mayor sosiego, en que podáis olvidar la trágica pesadilla de estos años sin ventura.
Todo lo demás es para mí de importancia relativa. Claro que esto depende del temperamento y de las circunstancias y hasta del grado de estoicismo al que podamos llegar con nuestra experiencia o por nuestras reflexiones. El hombre ama la vida y la defiende por instinto. Pero el instinto es una cualidad animal y vegetativa, y el hombre tiene además raciocinio y ¿de qué le sirve la vida, si ha de llevarla como las plantas que vegetan en la sombra, tendiendo sus ramas hacia la luz sin poder alcanzarla nunca?
Termino esta carta (desahogo sentimental) recordando unos versos de la hermosa poesía que Rizal, caudillo filipino, compuso en horas semejantes:
Yo muero cuando el alba se colora
y al fin anuncia el día tras lóbrego capuz…
Y nada más, querido Aquilino. Un fuerte abrazo (abrazo póstumo) para todos, el último, de tu hermano:
Perfecto
Cárcel del Coto-Gijón.
Madrugada del 4 de febrero de 1942.
Perfecto. Perfecto era ese agnóstico. Yo soy esta agnóstica. Y, sin embargo, estoy rodeada de espíritus, queriendo despejar las demandas que se sucedieron después del primer acto de entrega. Varios legados, de Perfecto a Aquilino, de Aquilino a la viuda y los hijos, de Ovidio a mí. Cesiones, de ceder, que constituyen una red de transmisiones en las que el objeto que se pone a salvo cumple con una determinación extrema: sobrevivir a quien lo ha escrito y ser preservado «hasta que se extinga mi casta», es decir, para siempre. Y, además, un deseo que es de hecho una formulación poética, trasmigrar, encarnarse en otro deseo de forma cuya materialidad tiene o tendrá inscripción en la historia. ¿Quién escucha el pedido? ¿Encarna en Perfecto González el condenado ilustre, José Rizal, héroe nacional filipino ejecutado en Manila en 1896, a los treinta y cinco años, escritor prócer, consagrado póstumamente? Y basta detenerse en el nombre Rizal para abrir una secuencia nueva: él también escribió su última carta a un hermano. Y si veo más adentro o más atrás, en ese fermento de relato que aparece en la búsqueda, este Rizal, que en realidad se llamaba Mercado-Riza, fue desterrado a una isla antes de que ser condenado a muerte. La compulsión aparece: sin darme cuenta me he ido a buscarlo. A la isla, a su celda, a sus poemas. «Aparto de mí su cáliz».
Sé algo más: Perfecto había sido «clasificado» por una de las «Comisiones Clasificadoras de Prisioneros y Presentados» (CCPP) que funcionaban en los campos de concentración y en las cárceles. Grupos de falangistas de cada pueblo sacaban de allí a los que iban a ser «paseados», es decir, sencillamente aniquilados sin remisión, luego de ser sometidos a la tortura, sin juicio, o con juicio «sumario». ¿A Perfecto le levantaron un cargo por alguna denuncia? ¿Fue sometido a un consejo de guerra? Los informes de la Guardia Civil y la Falange sobre los presos eran contundentes; sin embargo, siempre quedaba la posibilidad de conseguir unos avales del alcalde, del cura, del comerciante rico, que aseguraran la probidad o la inocencia del prisionero. Pero eso era imposible: esas gestiones humillantes tenía que hacerlas la familia, y eso no estaba en el espíritu ni en la ética socialista de los González. El tribunal militar pudo haber sido en Sama, y los denunciantes sus propios vecinos. Reunido en sesión secreta dictó unánime la sentencia: pena de muerte, en suspenso hasta que la firmara Franco, en «El cuartel General del Generalísimo».
No hay fronteras. Si algo no hay en el exilio son fronteras. No puede haberlas porque no hay país. No hay parcelas privadas ni territorios circunscritos, en ese espacio no cuentan las lenguas, ni las tonadas, ni los giros de expresión, aunque puedan ser contabilizados y ordenados en diccionarios especiales. Cuando cesa el exilio se produce una nostalgia nueva, muy diferente de la que aferraba al país de origen. El corte no es una línea que separa sino una diagonal que se dispara hacia ese no-lugar en el que la paridad se sustentaba por lo que se había perdido. Se extraña esa contigüidad. Se sueldan los bordes de esa apenas leve forma de la transferencia que implica narrarse y narrar al otro, el contiguo y al mismo tiempo el diferente.
El exilio es la instancia de la pura narración. No es un relato de viaje. No se va a ninguna parte en ese traspaso espacial que obliga a girar en redondo. Pero siempre hay un primer desterrado. Está en el no- lugar para esperar a los otros que llegan embarcados en la misma negación que los niega como habitantes de un país, pobladores de una ciudad, ciudadanos con domicilio. Sin él no hay escucha, ni cobijo para el segundo y el tercero que llaman desde un aeropuerto con la moneda que alguien les presta.
El desterrado antiguo, Ovidio en la circunstancia, estaba para contar y para que le cuenten. Los papeles de su archivo establecen esa continuidad que demandaba la carta de despedida de su padre. Es una continuidad trágica que quien sobrevive tiene que sostener para conferirle sentido al gesto de guardar cada papel y por eso mismo proyectarlo en un acto de justicia futura. Podría parecer que el circuito de la reparación es circular, que el regreso del exilio –así lo creía yo– era volver al punto de partida para desde ahí relanzar una nueva figura. Pensar que el círculo devuelve a un recomienzo es una ilusión denegatoria. Es por eso que Ovidio no buscaba la recomposición falaz que le ofrecía el retorno a España. Esa manera de no ceder, sin embargo, lo llevó tal vez a anclar en aquella carta de adiós, que le devolvía a un padre cuyo destino y el de sus ideas políticas dibujaban claramente un imposible. Modelo de desarraigo, tanto como lo fue el desarraigo del hijo desterrado, no hay en esas líneas escritas al amanecer ninguna retórica que pretenda enaltecer lo político previsible. Perfecto no proclama revoluciones ni se atribuye heroísmo. No porque reniegue de su historia personal, sino porque el ingreso a la muerte tiene la radicalidad de una caída a pique, vertical, que desmiente la voluntad de la rencarnación y del retorno que esta supone. En realidad, esa metempsicosis termina por ser un sarcasmo. La materia, «el cadáver galvanizado», no rueda, llega hasta mí como una flecha sin retorno y yo sólo recompongo la escena.
(De: Revista Casa de las Américas Nº 245, octubre-diciembre 2005)