Pizarnik reseñista

Por Horacio González

La reconocida poeta también labró una carrera como periodista literaria. Allí se desarrolló con su talento de siempre y desplegó perspectivas particularmente audaces.

Que fue la inventora de un lenguaje en la plenitud de los años 60 no es novedad. La novedad fue que lo hizo trazando un hilo interno que atravesaba las obras de la época, en las que se zambullía como introduciéndose en un espejo. No hay nada más fácil que ser tragada por un espejo y ser rechazada por él, resurgiendo de ese imán como nueva. Pero el misterio irresoluble de lo que deseaban decir sus poemas es el motor mismo de esos poemas. Cuando leemos «La muerte siempre al lado./ Escucho su decir./ Sólo me oigo», estamos ante algo significativo. En un imperceptible corcoveo, una línea etérea donde se resuelve todo. Hay un «al lado» que establece lugares. Escucho algo que no soy. Pero, soy yo la que hablo. Ajena a la muerte porque la escucho fuera de mí, ella soy yo porque es «a mí misma que estaba escuchando». El brusco dislocamiento de la voz hace de las poesías de Pizarnik una puesta en enigma del hecho de si soy lo que hablo (quizás no) o si soy lo que escucho de los otros (quizás sí).

Puede intrigarnos ahora saber si Alejandra Pizarnik, como comentarista de libros, como reseñista de época, practicaba ese juego habitual –»soy lo que estoy describiendo» y sacar de allí un indicio de no ser–, poniendo patas para arriba la completa profesión del reseñista. Reseñaba cuentos, poesías y escritos de otros para producir en algún momento un despegue, equivalente a ese segundo fatal en que un avión pierde el contacto con el suelo. Así pasa con su famosa reseña de La condesa sangrienta de Valentine Penrose. ¿Cuándo se despega del original? ¿Hay despegue o es sólo un comentario adosado a la escritura de Penrose? Pizarnik es la reseñista obnubilada, la que se introduce en el espejo del texto ajeno y sale bañada, humedecida de él. Había fingido ser disciplinada, pasiva y educada ante lo ajeno ya escrito. No.

Pero su concepción de la reseña es la de quien elige algo para reavivarlo, quien toca algo para reponerlo, quien solicita una pieza para apropiársela. «Escucho lo que está al lado y soy la que hablo». Lo contiguo es siempre la muerte, en un juego de ponerle un límite y luego admitirse en su interior. Un riesgo de tal magnitud siempre corre Pizarnik en el arte inmemorial de las reseñas, arte del periodismo industrial y actividad de investigación en el revoltijo gracioso de la lengua. Para desarmar el límite, el juego mejor hacerlo donde se encuentran los grandes autores, los que se dicen surrealistas y a los que Pizarnik hace surrealistas sólo por comentar su voz, que «estando tras el límite», de repente hace suya.

GLOSA INTENCIONADA

Si el original de La condesa sangrienta tiene una fuerza inusitada, labrando de un modo inquietante la oscura belleza de la maldad, Pizarnik lo toma todo bajo la forma de una síntesis o una glosa intencionada, al borde de la succión de un vampiro. No estaría bien decir que una exegesis o una paráfrasis sea una vampirización de un texto ajeno, pero Pizarnik es surrealista y eso no quiere decir un estilo o una modalidad, que suponga citar a Lautréamont, a Rimbaud, aunque eso también hace. Supone, principalmente, una búsqueda de los escritos que pueda integrar a su propia memoria estilística. Y esta memoria está repleta de requisitos y ahí no entra cualquiera, y los que entraron son sometidos a un riguroso examen. Por supuesto, entran Cortázar, Pessoa, Octavio Paz, Michaux, Molinari, Alberto Girri y muchos más, pero siempre cuidadosamente escogidos. Esa entrada de estos autores, el billete de admisión, ya es un dato surrealista. ¿Pero presupone buscar en ellos lo que antes estos autores ya poseían? No es así, pues Pizarnik no reconoce el surrealismo como una escuela literaria con su fundación, sus banderas y sus toques de tambor. No es una hilera de autores que van desfilando desde André Breton hasta Paul Éluard y desde estos hasta el mexicano Octavio Paz. No es ella una enhebradora de unanimidades ni busca delinear un estilo para inscribirse en él. Al tocar esos autores los hace surrealistas. Si esos autores ya lo eran, mejor, pero les agrega cierto esoterismo, risa y transmutación.

TONO SURREALISTA

El modo específico de Pizarnik consiste en adentrarse en ellos para comentarlos. En ella, el surrealismo no es un método, es un tono. Debido a eso, su comentario de «El otro cielo» de Cortázar es perfecto, y leído hoy, a medio siglo de distancia, le permite mantener una rara perfección. Su interpretación de este cuento fundamental de Cortázar se atiene en primer lugar a cierta literalidad, un caso inocente de fidelidad descriptiva. Casi una pedagogía de una estudiante aplicada de Letras. Pero es portadora del lento estallido que va amasando en su propia vida, depositada allí, en lo que escribe con naturalidad de una iniciante, y que sin embargo carga el peso de una actitud desafiante. La de poder descifrar el acertijo de la relación entre la letra y la vida, el avance de la máquina de escribir sobre la hoja en blanco y la marcha secreta hacia un destino literario total, un nudo de tragedia y humor que la obsesionaba, diciéndole «toda vida es una intromisión». ¿Y el acertijo? El acertijo ya lo has interpretado. Ahora, retírate.

En «El otro cielo», Pizarnik descubre el enigma que según ella es fácil de descifrar pues Cortázar incluye una cita de Lautréamont y en el cuento hay un adolescente sudamericano, todo ello en el entrelazamiento temporal incierto, desestabilizante, recurrente y circular. Entre épocas y pasajes, la galería Güemes de Buenos Aires y el pasaje Vivienne de París. Cortázar puede ejercer entonces su doctrina de los pasajes; una suerte de montaje invisible, donde todo lo dicho en torno al tiempo y las conversaciones está a punto de fusionarse. Pero una desesperación literaria lo impide. Esa desesperación consiste en el contacto de Cortázar con el surrealismo. Pizarnik «descubre» que Laurent, el asesino, conduce por su primera sílaba a Lautréamont, que ya está en el cuento, silenciosamente, desde el comienzo sin dar su nombre. El cuento lo revela cabalísticamente, así como el sudamericano que se sienta al fondo del bar de la galería francesa puede ser el propio Isidore Ducasse.

Si Pizarnik puede hacer esta interpretación es porque usa el surrealismo como clave, como forma de humor, como risa del mundo, como lenguaje vulgar tratado con exquisitez.

Revista Caras y Caretas, abril 2021, dedicado a Alejandra Pizarnik
https://carasycaretas.org.ar/