Sexo
ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA
Por Jorge Amado
1
Los hombres que sudaban todo el día en los muelles, en la conducción de los carros, saltando por los estribos de los tranvías para cobrar los pasajes, no siempre tenían plata para comer, cuanto menos para pagarse una mujer. En realidad, en la Ladeira do Tabuão y do Pelourinho ellas no eran muy caras. Las había desde cinco mil reis (las más aristocráticas) hasta mil quinientos reis, las negritas sucias y las polacas septuagenarias. No le tenían miedo a las enfermedades de la calle. Al contrario, el negro Henrique decía:
—Para ser hombre hay que tomar cachaba, dormir en la celda y tener gonorrea…
Y casi todos tenían gonorreas crónicas, con las que estaban acostumbrados como a los ratones de la escalera y al olor a sudor que llenaba el edificio. Pero, cuando no había plata, cuando escaseaba el trabajo, se espaciaban las idas a la Ladeira do Tabuão, idas tumultuosas que acababan en peleas y en la comisaría, o en farras de cachaça, guitarra y canciones. Y entonces se revolcaban en las tablas de la cama, en las esteras y en los colchones. Sentían el sudor que escurría, el calor de la noche pesada. El sueño tardaba en llegar, y cuando venía, arrastraba sueños de mujeres blancas, de placeres sexuales que al despertarse, los dejaban con la cabeza dolorida y la imaginación perdida, fuera de la realidad.
Esas noches salían a la caza de mujeres, porque después de las diez de la noche, las mujeres de la vida buscaban hombres que les pagasen la comida del día siguiente.
En el 68 había muchas putas y muchos hombres necesitados de mujer. Los hombres sabían que ellas no dormían con ninguno gratis y también sabían que ellos no podían pagarles la comida del día siguiente.
Salían entonces a la conquista de cocineras y mucamas, dispuestos a pelear con los policías donjuanescos. Y si después de larga caminata por la ciudad, descubrían a una mestiza que consentía, bajaban hasta el arenal del puerto, porque ellas no querían subir hasta las piezas del 68 para no desprestigiarse.
A veces, los hombres que volvían sin haber conseguido nada, se encontraban en la escalera con mujeres que nada habían conseguido. Se daban las buenas noches y si algún hambriento invitaba a la mujer planeando un calote (NT: Contraer una deuda a sabiendas, de que no se la pagará) ella se rehusaba sin dejar de sonreír, lo que aún los excitaba más.
Le dirigían bromas al mendigo que dormía:
—Usted sí que está bien, Cabaça… Se monta a esa rata…
2
El alemán se llamaba Franz y había sido sacristán en un convento. El negro, apodado Medonho, vendía frutas.
Franz vivía en el tercer piso y Medonho en el conventillo del fondo.
Cuando la necesidad de mujer era muy grande y no se encontraban coperas, los hombres recurrían a ellos, algunos con enojo, otros sonrientes. Explicaban:
—Estoy muy atrasado…
Franz que ganaba bien enseñando piano a las niñas de los alrededores, no era una presa fácil.
Había que conquistarlo, enamorarlo durante días y noches, para tener acceso a su pieza limpia, donde siempre había frutas, tarjetas postales y cuadros de santos, como en una pieza de prostituta. La única diferencia consistía en que Franz les pagaba a los hombres que lo frecuentaban. Lo malo es que le gustaba hacerse amigo y sólo quería entregarse a uno. Lloraba cuando lo abandonaban. A los hombres eso no les gustaba. El negocio de amigarse con un hombre no era cosa para ellos. Una vez, cuando andaban muy atrasados, pasaba. Pero amigarse.
… Sólo cuando andaban sin trabajo y el hambre golpeaba a la puerta y la encargada del piso amenazaba con el desalojo, el infeliz empezaba a seguir a Franz, a enamorarlo como si fuera una rubia alemana enrulada como las que aparecían en las películas.
Medonho era más liberal. Desde cierta hora en adelante, su pieza estaba abierta para todos aquellos que tenían carencia de dinero y de mujer.
Y aunque era sucio y feo, de labios gruesos y nariz chata, algunos lo elogiaban.
Después ofrecía feijoada y vino a los admiradores y cantaba sambas y marchas de moda. Ni daba ni recibía dinero. Sentía rabia hacia Franz, «alemán puerco que hace porquerías.»
Tal vez por eso, cuando Medonho pasaba con su canasta de frutas (tenía una clientela fija), los hombres sentados a la puerta del 68 no hacían ni decían ninguna picardía. En cambio, si pasaba el alemán, vestido de casimir azul, traje viejo pero limpio, le silbaban y gritaban:
—¡Marica! ¡Marica!
3
En el 55 había un pederasta, Machadinho, que llevaba trajes blancos de brin, pero como pertenecía a otro edificio, los hombres del 68 no se metían con él.
4
Una noche, cuando Cosme llegó de vuelta de su caminata inútil en busca de mujer, se recostó en la escalera. Pasaba ya la medianoche y la negra que vendía acarajé se preparaba para irse.
Cosme le dio un poco de conversación y se quedó allí sin fuerzas para subir.
Una mujer venía caminando lentamente. Tampoco había encontrado nada y ahora pensaba en la cama donde descansaría. Al día siguiente, para comer, le pediría cinco mil reis prestados a la francesa del segundo piso, que esta noche se había conseguido un coronel platudo.
Cosme la saludó:
—Buenas noches…
Ella le contestó y fue subiendo. Cosme la siguió. No se veían en la oscuridad, pero la mujer oía los pasos del hombre.
—Voy a dormir con usted…
Ella sabía que él no tenía plata:
—No, hijo. Yo estoy cansada …
—Pero usted no encontró ningún hombre…
—¿Y eso qué tiene?
—Yo le pago…
Ella se rió sin maldad:
—Tiene plata. ¡No me diga!… Sin trabajo…
—Cállese. Le digo que le pago.
—Déjeme…
Él pensó en agarrarla ahí mismo, en voltearla y satisfacerse. Era fuerte y ella no se resistiría. Levantó los brazos, pero en seguida los bajó.
—Váyase… váyase… Yo le iba a hacer el calote…
La mujer guardó la navaja en la media y con voz triste le preguntó:
—¿Hace mucho que no consigue mujer?
—Dos meses.
—¿Está seco, eh?
—Sí.
Bajó la cabeza y continuó:
—Pero, váyase… todavía me da más ganas…
Y yo…
—… es capaz de levantarme a pulso, ¿eh?
—Usted se está riendo de mí… Buenas noches.
Ella lo retuvo. Le pasó la mano por la cara.
—Mirá, pibe. Te dejo… Pero solamente hoy. Aquí en la escalera. Porque si vas a mi pieza todos van a querer ir gratis. Como saben que no tenés plata…
Se levantó la pollera y se recostó.
5
Toufik se extendió en la cama. Pensó que Anita viajaba y lo dejaba sin mujer. Sus diecinueve años viciosos reclamaban una mujer con urgencia. El calor de la noche no lo dejaba dormir y lo excitaba. Se levantó y mojó la cabeza en la pileta de agua del sótano. Escupió y se volvió. Observó que la madre tenía las piernas al aire. Primero se asombró. Después ya no pensó en eso y se echó junto a la vieja. Se acostó sobre las piernas desnudas, como lo hacía diariamente, pero esa noche no durmió, fregándose en la madre que roncaba.
6
Cuando les faltaba mujer, los hombres se embrutecían. Agarraban negritas y las violaban. Algunos caían en la comisaría por ese motivo.
Sin embargo, los negros continuaban siendo delicados y hasta líricos. El negro Henrique tenía sus maneras personales de conquistar mulatas.
El reloj daba las once cuando, en la oscuridad de la Catedral, encontró a una mucama:
—¿Dónde va, ricura?
Ella siguió altiva, sin contestar. El negro la siguió bamboleando el cuerpo y haciendo chistes. La mulata, impasible. Entonces, él se aproximó y le reprochó:
—No seas orgullosa… Mamá también era orgullosa y papá se casó con ella…
La mulata sonrió y se detuvo. Conversaron de cosas indiferentes.
—¿Vamos a dormir sin soñar?
Y descendieron hacia el arenal del puerto.
(De: Sudor, Alianza Editorial, 1994. Traducción de Estela Dos Santos)