Ultima empresa

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por Isidoro Blaisten

Las ideas las tenía yo, ella las ponía en práctica. En general a mí las ideas se me ocurrían cuando espantaba recuerdos o cuando sentado a mi escritorio de ideas jugueteaba con la réplica del puñal de Sandokán, o miraba arder el fuego en la salamandra o miraba el cielo a través de la ventana. Yo hubiera querido, y se lo dije a ella muchas veces, que todas las ideas hubieran sido sometidas a un control estricto de calidad. Yo quería tirar las ideas sobre el escritorio de ideas, atacarlas por los cuatro costados, ver hasta dónde resistían, hasta dónde eran viables y después hasta dónde eran redituables. Pero ella las ponía en práctica en seguida. Así era ella.

Con ella vendimos días festivos por los pueblos del conurbano, pusimos la agencia de recordación, organizamos la oficina de cartas no enviadas, y pusimos en marcha la empresa de rescate de flores secas, tréboles secos y hojas varias guardadas en los libros olvidados. Esta última empresa, mejor dicho, esta penúltima empresa, porque la última empresa fue el TAO, esta penúltima empresa nos dio la experiencia que nos faltaba para encarar el TAO.

Esta penúltima empresa tenía un nombre pomposo, lo reconozco. Se llamaba: «Primera organización argentina de búsquedas y seguimientos de flores secas, tréboles secos y hojas varias guardadas en los interiores de los libros olvidados», y su sigla era: POADBYSDFSTSYHVGELIDLLO Esta sigla a mí nunca me gustó. Era bastante difícil de entender y más difícil todavía de pronunciar. Yo se lo dije. Le dije que me dejara pensar algo más sobrio. Pero ella dijo que no. Dijo que yo me iba a pasar los años sentado al escritorio de ideas, mirando el alféizar de la ventana, jugueteando con la réplica del puñal de Sandokán o mirando el fuego en la salamandra, y la empresa iba a quedar en agua de borrajas. La cuestión es que cuando los clientes llamaban por teléfono y nosotros levantábamos el tubo y decíamos «POADBYSDFSTSYHVGELIDLLO, buenas tardes», lo único que se entendía era el Anal, LIDLLO, por lo cual, con el tiempo, terminamos diciendo LIDLLO, con elle, como dicen los españoles, y los clientes lo transformaron en LIDYO, con ye, como dicen los porteños.

El LIDYO no sólo nos dio la experiencia que nos faltaba para encarar el TAO, sino que, además, dio a este país un dato de enorme interés nacional. Un dato que, cuando se lo sometimos al Intendente, el Intendente se entusiasmó tanto que se lo sometió al Presidente y el Presidente nos mandó llamar. «Lo voy a declarar de interés nacional», nos dijo el Presidente, y nos felicitó. Pero la OSU se opuso. Y todo quedó en agua de borrajas. El enorme dato de interés nacional al que la OSU (Organización Sicólogos Unidos) se había opuesto, era el siguiente: «…no hay en el país un solo ciudadano argentino o naturalizado que alguna vez en su vida no haya guardado flor, trébol, hojas pedunculares, pistilos varios, yuyo verde o ruda macho en el interior de algún libro.» Por supuesto, esto cayó como una bomba entre los factores de poder. El Presidente se vio compelido en su accionar, el Intendente se vio trabado en su dinámica y todo quedó en agua de borrajas. Es cierto, el Presidente ya no está más. Pero a mí todavía me duelen los cartapacios y cartapacios olvidados, archivados, apilados en los sótanos de las reparticiones, corrompidos por el tiempo, socavados por la humedad, roídos por las musarañas. Triste destino de las carpetas y carpetas que contenían las múltiples observaciones que tanto trabajo nos dio compilar. Me duele que hayan quedado en agua de borrajas los trabajosos dossiers, las arduas clasificaciones de los casos, como ser, por ejemplo, el caso de la bergamota.

En mil nueve cuarenta y nueve, una señora, dentro de un libro llamado Viento del este, viento del oeste , había guardado una bergamota. El libro de esta clienta había sido encontrado en su quinta de Tortuguitas, detrás de un antiguo bargueño en una oxidada lata de galletitas «Visitas» de Terrabussi. El libro estaba trémulo y adocenado por la pátina del tiempo y la bergamota chata y seca, de un aplastado color ambarino. Otro ítem: en el gabinete de trabajo de un conocido siquiatra y analista de plaza, como así también distinguido epistemólogo y semiótico, en un curioso libro que llevaba por nombre El yo dividido encontramos una florcita de jacarandá cuyo color natural entre ciclamen y malva se había vuelto tornadizamente castaño, irremediablemente pardo. Era en la página tres cuarenta y uno / tres cuarenta y dos. Esta fue la penúltima empresa. De los días festivos vivimos durante un tiempo. Ibamos por los pueblos del conurbano y vendíamos los días festivos al contado. Cuando aparecíamos nosotros en la lejanía los farmacéuticos dejaban sus atanores y sus redomas y los almaceneros dejaban las balanzas oscilando, las alcuzas a medio llenar y corrían hacia nosotros con sus delantales al viento. Así fue, la venta de días festivos iba viento en popa y ya estábamos por organizar la reventa cuando la OIT nos acusó de dumping, taylorismo, saboteo laboral y corporativismo y mandó una comisión. La OIT (Organización Internacional del Trabajo) tenía su sede en Ginebra.

Entonces pusimos la agencia de recordación. «Fijáte vos», le decía yo, «a mí los recuerdos me persiguen y a éstos no les sacás un recuerdo ni con una topadora». Es que yo me ponía nervioso. Perdía la paciencia y les gritaba a boca de jarro: «¡Pero recuerde de una vez, qué embromar!» Ella me decía que era un método antipedagógico, que así se iban a inhibir más todavía, que había que respetar las taras de la clase media. Y la verdad que consiguió recuerdos imposibles. Consiguió, por ejemplo, el recuerdo de la mujer antes de que la mujer se matase.

Siempre me voy a maravillar de cómo consiguió el recuerdo del abogado. No era un recuerdo común, era un recuerdo de un recuerdo, pero ella lo consiguió.

También consiguió la voz del viejo, consiguió el sonido. Ese fue un caso notable. Pero quizás lo más notable fue cuando consiguió la mirada. Buscó y buscó y la encontró. Ella era así, cuando se le metía algo en la cabeza nadie la bajaba del burro. La cuestión es que consiguió la mirada del pedicuro. Era una mirada vieja, amarilla por el tiempo, la mirada de una mujer con sombrero, que en el veintiocho, cuando el pedicuro tenía veinte años y era flaco y vivía en Flores, una tarde lo miró desde un tranvía dos que pasaba.

Buena empresa la de la agencia de recordación. Andaba como un violín. Hacia las postrimerías estábamos tan adaptados que hasta recordábamos por ellos. Pero una tarde nos allanaron el estudio y todo quedó en agua de borrajas. El CSM hizo una denuncia y nos acusaron de ejercicio ilegal de la parasicología. El CSM era el Centro Siquiátrico de Morón.

Después a mí se me ocurrió la idea de las cartas. Y ahora que lo pienso, pienso que a veces, cuando ella me miraba como si a mí se me hubiesen ocurrido las ideas, las ideas todavía no se me habían ocurrido, pero la mirada de ella era así.

La idea de las cartas se me ocurrió un mediodía en que yo estaba sentado al escritorio de ideas y estaba por ponerme a escribir un dossier de prensa, una idea de dossier de prensa, para la agencia de recordación. Estaba buscando una hoja con membrete, cuando al abrir el cajón de la izquierda un viejo sobre cayó sobre los lises de las baldosas. Me asombró el color. Era un sobre ocre de tan viejo. Antes había sido blanco. Lo levanté. En el ángulo superior derecho tenía una estampilla escarlata y sucia. Al principio pensé que podría ser un día festivo. Pero un día festivo no podía ser porque ya no quedaban. Nosotros habíamos sacado todos los días festivos de todas las agendas y de todos los almanaques. Habíamos sacudido todas las agendas y todos los almanaques hasta decir basta y los días festivos habían caído sobre los lises de las baldosas y el piso se había llenado de números escarlata. Incluso más, yo recuerdo que cuando a mí se me ocurrió la idea de la arena, me puse tan contento que quise precisar la fecha haciendo un circulito con la birome en el almanaque de la pared, pero no pude porque era un día festivo. No obstante, en un primer momento me confundió el color de la estampilla. «Debe ser un día festivo», me dije, «un día festivo traspapelado, un día festivo que se voló al abrir la ventana mientras sacudíamos los almanaques. Después el viento lo trajo, se metió por los intersticios del escritorio de ideas, se quedó quietito, pasaron los años y ahí está, pegado al sobre como si fuera una estampilla». Sin embargo lo miré detenidamente. Soplé el polvo de mariposas de noche, alas de polillas, polen de geranios, y vi que era una carta no enviada. La estampilla era una estampilla, escarlata nomás, grande y conmemorativa. Era del aniversario de la segunda fundación de Buenos Aires, rectangular y mítica. Con la réplica del puñal de Sandokán rasgué el sobre. Era una carta no enviada. Lo primero que miré fue la fecha. Habían pasado veintinueve años. Leí el encabezamiento y no quise leer más. Rompí la carta, pero se me ocurrió la idea. Tiré los pedazos a la salamandra viendo cómo se quemaba mi firma. Un humo corto y acre como el vuelo de un grajo se escapó por la ventana. Después la llamé. «Cartas», le dije, y ella me miró. «Cartas no enviadas», y ella me siguió mirando. Le dije que en cada ser humano latía una carta no enviada. Ella me miró y yo vi que estaba pensando que iba a ser muy difícil encontrar esas cartas.

Fue muy difícil. Encontramos los lugares pero nos fue muy difícil superar la negación. Encontramos las cartas en los lugares más disímiles, en el fondo de los roperos de tres cuerpos debajo de los papeles floreados, en los muebles modulares debajo del espejo del bar, en los dressoires debajo de perros de porcelana, en latas de galletitas marca «Tentaciones» de Bagley, dentro del fondo de hule que forraban las carpetas «Rivadavia», debajo del fondo afelpado de las cajas de pelotas de tenis, en el fondo de cajas de bombones que decían: «Minotti», «El cañón porteño», «La perla del Once», «La flor de Almagro», en el fondo, debajo de los rulos blandos y sonoros de papel manteca cortados en tiritas de los costureros de madera orlados en la tapa con barcarolas y caracolas pintadas con laca que decían «Recuerdo de Mar del Plata». En casi todas las cartas cuyos sobres no estaban pegados, encontramos fotos. Por esas fotos descubrimos que todos los hombres se habían peinado con jopo alguna vez. Descubrimos también que las mujeres gordas habían escrito la carta, que las mujeres flacas, no. Descubrimos que esas mujeres flacas tenían caderas angostas. Descubrimos que el color de las cartas era el color del tiempo, «del paso del tiempo», me aclaró ella. Me aclaró eso y yo le dije que la empresa iba a fracasar. Pero ella insistió.

Ella se sentaba junto a las flacas de comisuras caídas, se sentaba al lado de los gordos de ojos mojados, les ponía la lapicera en la mano, les acercaba el papel. Papel con florcitas, papel romaní, hojas perfumadas de color lila, pliegos de papel manifold. Llevaba una lapicera distinta para cada caso: esferográficas de plata, viejas Parker 51, tinteros de ónix y lapiceras con pluma cucharita, con el canuto bordado con infinitos hilos entretejidos, lápices Faber Nº 2. «Escríbala», les decía. «¿Para qué?», contestaban. «Escríbala», les decía. Y a veces la escribían. La miraban a ella, miraban el papel. Siempre dudaban antes de poner la fecha; «No es lo mismo», le decía yo a ella, «una fecha veinte años después, cuando ya la tinta no tiene ese color entre dorado y marrón, ese color de sangre seca». «El color de las cosas que pasaron», me decía ella, y yo le decía que la empresa iba a fracasar.

Catorce días después, el Correo Central a través del ministerio de Telecomunicaciones mandó una comisión. Estaba compuesta por una asistenta social, un licenciado en Ciencias del Hombre, un sociólogo, dos auditores de empresas, un sicopedagogo y un licenciado en Informática. Yo les quise explicar algo sobre el olvido. Pero igual la prohibieron. A mí me dolió. Está bien que la oficina de cartas no enviadas estaba destinada al fracaso, pero igual me dolió.

Después del LIDYO, que fue la penúltima empresa, vino el TAO, la empresa de la arena, la agencia de viajes a la arena. La gestación e idea del TAO (Turismo Arena Organization) comenzó en el mes de febrero a la hora de la siesta. Hacía mucho calor y yo estaba espantando los recuerdos que intentaban subirse por la cama. En general bastaba con un gesto de la mano y con decirles: «Fuera, recuerdo, fuera», pero algunos volvían y volvían. De pronto yo tuve que bajarme de la cama para espantar un recuerdo pertinaz. Estaba descalzo y justo en el momento que piso la flor de lis de la baldosa siento un extraño cosquilleo en la planta del pie: era la arena. ¿Cómo había llegado la arena hasta allí? Misterio. «Arena», le dije, y ella me miró. Después bajó desnuda de la cama. Caminó descalza entre los recuerdos cuidando de no pisar los lises de las baldosas y fue a buscar la birome. Yo estaba tan contento con la idea que quise precisar la fecha haciendo un circulito con la birome en el almanaque de la pared, pero no pude porque era un día festivo. Entonces, sentado en la cama, en el papel con membrete hice un ligero esbozo, un boceto primigenio, un raff.

Lo primero que dijo ella fue que había que juntar arena, increíbles cantidades de arena. Después que había que hacer un relevamiento. Hicimos el relevamiento. Dividimos a los potenciales clientes en categorías: varones preocupados, mujeres neuróticas, ancianos con problemas de conducta, adultos resentidos, madres realizadas, madres aparentemente realizadas y sensibilizados de ambos sexos ya sea por lluvia, atardeceres, crepúsculos y/o rompientes contra los acantilados. Como ella era de amplio espectro dejó un margen de error para cualquier categoría no tabulada que pudiera presentarse; en fin, una propuesta.

En una hoja aparte yo hice el croquis de lo que sería la ficha técnica. Después ella lo perfeccionó agregándole al dorso el lugar y los casilleros para la historia clínica.

Una vez efectuada la entrevista previa, una vez que el cliente había llenado la ficha y abonado, se le extendía el salvoconducto y se precisaba el lugar de arroje. Entonces llegaba ella conduciendo la enorme chata arenera arrastrada por el tronco de caballos ingleses, movía la palanca de arroje y la arena caía toda junta.

Teníamos tres troncos de caballos ingleses: uno blanco para la mañana, otro gris para la tarde y otro negro para la noche. En casos especiales usábamos percherones.

El salvoconducto al TAO, entre otras prerrogativas, otorgaba el derecho de pedir la arena a gusto: seca, semiseca, mojada, más o menos mojada, o con reverberaciones extrañas. Algunos pedían fosforescencias, otros que tuviera un salado gusto a mar; otros, arena que la vida se llevó; otros, los menos, arena de viejas clepsidras. Hubo quienes pedían que la arena al caer cayera formando contornos de historias, cuentos, retratos esfumados, dibujitos. Hubo quienes pidieron que la arena cayera formando torreones, castillos, fuertes de la guerra de secesión, frontispicios de mil nueve veinte, glorietas de mil nueve veintidós. Hubo casos de perversiones: el del gestor de la inmobiliaria de Ranelagh, que pidió la arena «con jovencitos», el del importador que escribió en la ficha técnica: «Soy importador. Quiero que me den cadenazos en las rodillas», y el del escribano de Tapiales que pedía ser besado sobre la arena en el cuello, la pelada y la espalda por un mutilado. Conservo la ficha de los que se disfrazaban: el dentista de Villa Elisa que se vistió de Laurence de Arabia y le volcamos la arena frente al ministerio de Obras Públicas. Quiso entrar a la arena en motocicleta, a toda velocidad, pero la moto no le anduvo. Después el que se disfrazó de Súperman y casi se mata. Y el del publicitario vestido de Billy «The Kid». Pidió la arena arrojada frente al Pub Irlandés. La pidió «tipo Arizona y no Oklahoma» y mandó un raff con el jefe de Arte. Nos citó «tipo las cinco» y nos desarmó el tronco gris de caballos ingleses porque «se copó» con el parejero. Pero cuando lo iba a montar miró a la lejanía y desapareció corriendo. Nunca nadie supo más nada de él. No le pudimos cobrar la factura y ella se juró que era la primera y última vez que fiaba.

El salvoconducto al TAO incluía el derecho a descalzarse, a caminar y correr sobre la arena, a correr y/o caminar con medias o sin ellas. Se podía llorar, reír, gritar o clavar los tacos sobre la arena, pero siempre en el predio de internación y no en los límites de la acera o la calzada.

Yo tuve la idea de las neuróticas un sábado en que sentado al escritorio de ideas esbozaba la clasificación de las fichas en niveles temáticos. Era una tarea ardua y, como yo me conozco, antes de que sobreviniera el cansancio, decidí mirar un poco el alféizar de la ventana, mirar el fuego en la salamandra y juguetear un poco con la réplica del puñal de Sandokán. En eso estaba cuando se me ocurrió la idea. Fue una gran idea. Pero fue el principio del fin, lo que hizo que el TAO y otras cosas quedasen en agua de borrajas.

La evaluación de las fichas con posterioridad a la entrevista previa nos había arrojado como saldo lo siguiente: teníamos numerosísimos casos de neuróticas que a toda costa pretendían ser violadas sobre la arena. Ella les decía en la entrevista previa que pensasen en sus hijos. «No me importa nada», contestaban, «nada». Entonces a mí se me ocurrió la idea y ella fue a hablar con el comisario de a bordo del barco danés. El «Makenprang», se llamaba. El «Makenprang» había arribado hacía muy poco a la dársena C después de seis meses de navegación sin tocar puerto. El comisario de a bordo escuchó atentamente y dijo: «De acuerdo.» Después habló con los marineros. Los marineros, de acuerdo. Entonces fuimos y hablamos con el Intendente. El Intendente, chocho. Nos firmó la autorización como únicos permisionarios, nos dijo que iba a hablar con el Presidente para que el Presidente lo declarase de interés nacional y nos calculó que con el primer mes de neuróticas remozaba cinco escuelas en el conurbano. Pero la CM (Comisión de Moralidad) mandó un veedor y todo quedó en agua de borrajas.

A veces ella no entendía bien cómo le pedían la arena y entonces me llamaba a mí. Como en el caso del carnicero de Banfield. «Posta, posta», se la había pedido el carnicero, y ella no sabía qué anotar en la ficha técnica. «Tirásela sequita», le dije yo, «un leve viento del sur. Formando remolinos pero no tanto. Una luz limpia, color de las seis de la mañana. Que siempre haya sol».

Con los que tuvimos problemas fue con los ejecutivos. Los ejecutivos no querían viajar lejos de la oficina y teníamos que tirarle la arena ahí nomás, en la vereda, un poco antes de la receptoría. Una tarde tuvimos que arrojar quinientos cincuenta kilos de arena en Talcahuano y Corrientes. Un ejecutivo de una multinacional quiso recordar su infancia y pidió arena mojada porque se había criado en la zona lluviosa de Chascomús. El ejecutivo bajó descalzo, con pantaloncito corto y un gorrito blanco, y empezó a revolcarse en la arena mojada del lado de la pizzería Banchero Centro. Desviaron el tránsito. No bien avisamos por el aparato, vino la grúa y se llevó los coches remisos (porque en eso el Intendente era terminante). Lo que no pudimos conseguirle fue la mano de una madre. Parece mentira pero ninguna de las viejitas que estaban mirando con la bolsa de la feria colgando se quiso comedir para llevar de la mano al ejecutivo que caminaba de rodillas por la arena como si fuera José Ferrer haciendo de Toulouse Lautrec. Entonces ella, llorando, se ingenió. Fue hasta la chata, subió al pescante, abrió la guantera y de la caja chica sacó la plata. Después se cruzó hasta el quiosco de al lado de «Ouro Preto» y le compró al ejecutivo doce caramelos para chupar, largos, de colores, rayados, como esas luces que tenían los letreros de las peluquerías de antes.

Fue a raíz de ese ejecutivo que hicimos el convenio de peaje con la Municipalidad. El Intendente nos había autorizado a estacionar la chata en cualquier calle, pasaje, avenida o boulevar del ejido urbano. No así en los espacios verdes. Tampoco en las ochavas orientadas hacia el norte. Podíamos tirar arena en la vereda pero hasta las marcas de bronce del catastro, más arriba no. El Intendente nos desviaba el tránsito sólo si avanzábamos por la derecha. Si la chata se encontrara y/o/u encontrase en sentido contrario a las luces de seguridad podíamos cruzar con la chata en diagonal. En el pescante de la chata, al lado de la guantera, el Intendente nos había hecho colocar un aparato especial, con botoncitos. Una especie de motorola. Llamábamos por el aparato y venía enseguida el servicio de grúas de la Municipalidad para correr los coches estacionados que impedían el arroje de la arena. Todo vehículo con patente impar que se aproximare y/o/u aproximase mientras se efectuaba el arroje de la arena, pagaba peaje. Tanto nosotros como la Municipalidad obtuvimos pingües ganancias. El Intendente estaba contentísimo, con dos meses de peaje remozó siete escuelas: tres en Patricios, dos en Boedo, dos en Montserrat.

El TAO, nuestra última empresa, fue la empresa que más nos dio. El Intendente había remozado dos escuelas más en Mataderos y todo iba maravillosamente bien. La prensa de izquierda lo criticó, pero el Intendente estaba contento. Hasta que vinieron las tres A (Asociación Arquitectos Asociados) y mandaron un veedor. Además del veedor vino una asistenta social. Empezaron con la urbanización y terminaron con la ecología: «La polución perniciosa de la arena sobre los escolares.» Le dijeron al Intendente que dado las deficiencias del apoyo logístico la ciudad se estaba inundando de arena y que los niños iban a extrañar sus predios natales. Le dijeron que la arena destruía la urbanización, la parquización y el libre juego de las instituciones democráticas en lo que al parque automotor metropolitano se refería.

Pero eso vino después, cuando todo quedó en agua de borrajas, cuando ella ya no estaba, cuando yo miraba las fichas para recordar.

Dije que teníamos tres troncos de caballos ingleses. Teníamos uno blanco para la mañana, otro gris para la tarde y otro negro para la noche. Porque la gente de la mañana no era la misma que la de la tarde y menos aún que la de la noche.

La gente de la mañana tenía la cara para abajo. Elegían la arena a la mañana, muy temprano, e intentaban sonreír como una fotografía, pero ésos eran los primeros que terminaban llorando. Los de la tarde eran eficientes y nerviosos, siempre mirando el reloj. Eran los más defendidos. Duros para recordar. «¿Qué podés esperar de un tipo que te pide la arena para un sábado a las tres de la tarde?», le decía yo, y ella me miraba.

Los que elegían la noche eran los que más me gustaban. Eran tímidos o gritaban. Pero siempre, después, se quedaban quietos, sentados sobre la arena, fumando, mirando las estrellas hasta el amanecer.

Ahora ella ya no está. Ya no subiremos más al pescante. No los veremos nunca más entrar a la arena. No los veremos nunca más caminar, saltar, revolcarse, acariciar las ondas de la arena mojada como si fuera una cara; descalzos, con pantalones cortos, con trajes de marineros, vestidos de beduinos, disfrazados de piratas, con baldes y palas de hojalata, llorando, llamando, lamiendo caramelos, dibujando en la arena con el dedo, con horquillas, con estilográficas de oro, soles, corazones, casas con chimeneas.

Ya no estaré con ella sentado en el pescante viendo cómo abrían los attachés y tiraban los documentos y llenaban los attachés con arena, viendo a la mujer que quería escribir en la arena con un lápiz de labios, a la que quería abrochar en la arena un prendedor. Ya no estaré con ella oyéndolos gritar interminablemente, dando alaridos en la noche hasta la primera luz del amanecer.

Entonces ella quería bajar pero yo le apretaba la mano, le decía que los dejase y ella se ponía a gritar también y yo le pedía que no gritase y ella se mordía los labios llorando, clavando las uñas en la madera del pescante para no gritar. ¿Dónde estará ella ahora?

(De: Dublin al sur, Seix Barral, 2000)