Un envío anómalo

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por Carmen Martín Gaite

Cuando llegaron las figuras, embaladas en cajones enormes, donde ponía frágil y ¡ojo al abrir!, se quedaron varios días en el sótano B Sub2 porque, como no venía consignado en los herméticos envoltorios color garbanzo, nadie supo dar razón del departamento a que iba destinado el envío ni quiso hacerse responsable de las consecuencias, tal vez catastróficas, de una apertura sobre la que planeaban tan severas advertencias.

Además eran fechas de un quehacer frenético presidido por la desorganización. Se trataba de una empresa multinacional cuyas ramificaciones se ampliaban y diversificaban continuamente a tenor del capital invertido; dos de los coordinadores principales no habían podido acudir aquellos días a causa de una epidemia de gripe, se estaba renovando el personal cara a las Navidades y muchos empleados no conocían ni siquiera de oídas el nombre de algunas secciones de nueva creación ni, por supuesto, a qué se dedicaban. Así que la memoria de aquellos extraños bultos quedó sepultada por la avalancha de los muchos que se fueron recibiendo posteriormente. Total, que transcurrieron las dos últimas semanas de noviembre sin que nadie dijera esta boca es mía.

Hasta que el primer lunes de diciembre, que coincidió, por cierto, con la primera nevada en la ciudad, se desataron las iras del señor Ponte, directivo de la planta doce, ala F. Acababa de recibir una llamada urgente de la fábrica alemana Klinger preguntando si habían llegado las delicadas figuras de patente japonesa que el propio señor Ponte encargó meses atrás en una delirante sobremesa de negocios en Frankfurt, donde se habían tratado asuntos relacionados con la entrada de España en la Comunidad Económica Europea. Al señor Ponte se le habían borrado casi por completo los detalles de aquel acuerdo, pero al rememorarse ahora firmando un cheque a bocajarro, vinculaba su fulminante decisión no con las excelencias del producto sobre el que anticipó tanto dinero, sino con la imagen de ejecutivo de alto standing que los vapores del alcohol le habían devuelto magnificada. Se acordaba, sobre todo, de que pensó en Yolanda, la joven con quien estaba a punto de contraer segundas nupcias, una chica de buena familia algo más joven que sus hijos mayores. Y se le nubló el discernimiento. Acababan de ascenderlo de categoría y por primera vez tenía plenos poderes para la adquisición de material publicitario, una cantidad ingente que pensaba administrar a su modo.
—Usted mismo me abonó el anticipo, lo estupefaciente es que no explique ya más cosa alguna. ¿Casualmente ha arribado algún paquete en malas condiciones? —articulaba al otro lado del hilo aquella voz parsimoniosa con acento alemán.

¡Las figuras de un belén gigantesco para exhibir en Navidad como reclamo de la empresa! Claro, ahora se acordaba, y también del pasmo que despertó en el otro su conformidad inmediata. No le exigió ninguna garantía, los españoles somos así. Le había bastado con enterarse del precio elevadísimo y mirar los folletos fingiendo que entendía todas sus cláusulas. Allí venía la reproducción en tecnicolor de la mercancía; eran figuras con textura humana, con movimientos controlados mediante botones ocultos, un verdadero milagro de la técnica, eran el no va más.
Y ahora el apoderado del señor Klinger le estaba preguntando que si las había recibido, que si eran del tamaño adecuado, que si funcionaban bien.

—¡Por supuesto que sí! Todo bajo control —contestó muy aturullado—. Pero, si no le importa, se lo confirmo en media hora y concretamos detalles… Ya. Es que estamos desbordados de trabajo… Sí, sí, su teléfono lo tiene mi secretaria… Cuestión de media hora… Me hago cargo, le presento mis disculpas, pero no hay problema.

En el ascensor particular que le conducía vertiginosamente a la planta de información, su ira se redoblaba al no saber contra quién dirigirla y negarse a admitir que el fallo estaba en su amnesia, en la incapacidad para concentrarse desde que su matrimonio había empezado a ensombrecerse apenas contraído. Ya todo el mundo sabía que se había casado de penalti, Yolanda no ocultaba su insatisfacción y la palabra error empezaba a agazaparse tras las enrevesadas argumentaciones de alcoba que ella esgrimía para arrancarle alguna actitud romántica. «¡Y ahora para empezar el lunes, el puñetero belén! —se increpó a sí mismo ante el espejo del ascensor que le devolvía un rostro abotargado y ojeroso—. ¡Estoy horrible, horrible!», remató poniendo deliberadamente cara de monstruo y emitiendo un feroz aullido.

Cuando salió a la planta segunda, reparó en que algunos rostros estaban vueltos con alarma hacia las puertas recién abiertas. Por todas partes se veía bullicio, escaleras de mano, ristras de bombillas, árboles recién cortados, rollos de moqueta por el suelo y eslóganes multicolores avisando entre estrellas y campanas que se avecinaba la gran noche de paz.

El ruido era ensordecedor, pero los gestos de los operarios se habían congelado ante su aparición, como cuando se mete foto fija en una película.

No tuvo más remedio que seguir dando rienda suelta a su indignación en busca de un presunto culpable que no apareció, entre otras cosas porque él mismo, durante su marcha atropellada por las secciones cual ciego moscardón, era incapaz de argumentar con un mínimo de coherencia los cargos implícitos en aquella requisitoria sin destino visible. A pesar de lo cual, los estallidos de la bronca fantasma alcanzaron a más de cuatro inocentes.

Cuando al cabo se vio en el sótano B Sub2, sudoroso y congestionado, ante aquella enormidad de bultos color garbanzo a los que tampoco podía echar la culpa, consideró una broma macabra que llevaran el letrero de frágil estampado en el lomo, porque le parecía enfrentarse a una maciza cadena de montañas que se veía condenado a escalar sin remisión. Y suspiró. Tanto los riesgos como los incentivos de aquella aventura programada por él mismo se le desdibujaban: estaba cansadísimo aun antes de emprenderla.

Un equipo de técnicos especializados se encargó durante las semanas siguientes de desembalar aquellas figuras y los accesorios destinados a su ambientación, así como de probarlas, consultar las indicaciones que acompañaban al envío e ir montando en una plazoleta lindante con el edificio el tinglado que había de resguardar la escena sacra con sus pasadizos y geografía de fondo, sin olvidar la luminotecnia más adecuada para que el conjunto resultase veraz.

El ritmo apresurado y cuajado de obstáculos que siguieron las labores de montaje arrojó un saldo de ineficacia que todos sotto voce atribuyeron a las órdenes al mismo tiempo autoritarias e imprecisas del señor Ponte, quien gastaba más tiempo en enfadarse que en enterarse de lo que había que hacer. Es lo que les pasa a todos los que se meten a mandar sin el más mínimo deseo de enseñar ni de aprender nada, obnubilados únicamente por su pretensión de ostentar poder.

Las figuras eran treinta: doce representando seres humanos y dieciocho animales. En el documento de recibo lo especificaba claramente: una virgen, un san José, un niño, tres reyes magos, tres pajes que los acompañan, un pastor, una pastora y un ángel. Y debajo, en un segundo apartado, venía la lista de los representantes del reino animal: una mula, un buey, seis camellos y diez ovejitas de tamaños diferentes. Una vez desembaladas y cuidadosamente cepillados su pelo y su ropaje tanto las figuras del primer grupo como las del segundo, asombraron por un «no sé qué» que las aislaba de lo terrenal, apenas posadas en el suelo. Sin dejar de notarse un poco que no eran de verdad, parecían, por otra parte, mucho más reales que los operarios que las manejaban y que los letreros luminosos que empezaban a invadir la ciudad instando al ciudadano a ser feliz por decreto en aquellas fechas. Y precisamente en esa frontera de inquietud que se establece entre lo real y lo fantástico es donde florecía, al contemplar a aquellos extraños visitantes, un sobrecogimiento rayano con el miedo. Las figuras eran de tamaño natural y movían lentamente manos, párpados y labios al compás con leves inclinaciones. Estos movimientos (aunque se conseguían accionando botones ocultos) no eran puramente maquinales. Daban la impresión de responder a una conciencia irónica, como si desde la Virgen hasta la última ovejita aquellos personajes, seguros del efecto que iban a producir, vivieran el ensayo general imbuidos de su peculiaridad.

Entre las discusiones surgidas al calor de los nervios que provocó este ensayo, se descartó como improcedente la idea del señor Ponte de cobrar quinientas pesetas a cada visitante. «Yo lo decía —se disculpó él— para que no hubiera tanta mezcla». Pero se le rebatió el argumento invocando, aunque fuera con la boca chica, criterios de cristianismo, ya que el niño Dios había venido al mundo para desvanecer las diferencias entre pobres y ricos. Y sin embargo, a medida que avanzaban los días y no se podía entrar en los grandes almacenes más que a empellones, la diferencia entre los que pueden comprar algo y los que no pueden comprar nada se establecía como una evidencia que estallaba en fogonazos de colores.

El día anterior a la inauguración del tinglado, cuando ya habían quedado colocados definitivamente los actores entre un decorado espectacular, al principal protagonista del drama sagrado seguía sin encontrarle nadie un botón capaz de imprimirle movimiento. Tal como lo habían acostado en su cunita de pajas, pálido, como presa de desmayo, así continuaba, si bien es verdad que sus mejillas despedían una luz nacarada bastante llamativa. El señor Ponte, el más empeñado en arrancarle una sonrisa por débil que fuera y algún saludo a derecha e izquierda como los del Papa, acabó aceptando aquella contrariedad aunque a regañadientes. Ya no daba tiempo a pedir que mandaran otro niño Jesús de repuesto. Y después de todo, un recién nacido no tiene por qué moverse. «De todas maneras, los ojos bien podía abrirlos de vez en cuando, no sé qué le costaría —refunfuñaba un poco irritado ante el desagradecimiento de aquella criatura—. Esperemos que no se note mucho».

Los abrió, con gran sorpresa de todos, en cuanto empezó a desfilar delante de él una multitud incontrolada de visitantes cargados de paquetes que llevaban horas haciendo cola y empujándose unos a otros. Eran unos ojos azules y penetrantes de los que no tardaron en brotar lágrimas silenciosas. ¡Estaba llorando de verdad! Y en su rostro se pintaba el más trágico desconsuelo. Toda incitación a fundirse con la música estereofónica de los villancicos quedó anulada por la aparición de aquel llanto intempestivo, que no daba señales de amainar y que literalmente estaba aguando la fiesta. No era llanto de niño sino de adulto: resultaba casi un escándalo.

—¡No me extraña que llore, joder, con la que ha formado! —exclamó despectivamente un visitante con pinta famélica, mientras otros caían de rodillas.

Pero aquel resultó estar borracho, tener ganas de bronca y oponer resistencia a la autoridad. Cuando se comprobó, además, que era de raza africana y no llevaba dinero encima ni papeles que pudieran identificarlo, pasó la noche en comisaría.

Únicamente el paje negro del rey Baltasar se volvió a mirarlo compasivamente cuando se lo llevaban.

[1996]

(De: Todos los cuentos, Siruela, 2019)