Un plato que se sirve frío

Por Ricardo Ragendorfer

José Báez –apodado «el Chueco» por razones literales– había nacido a fines de 1919 en una colonia agrícola del norte de Santa Fe. Era el fruto primogénito de la unión entre un inmigrante gallego y una criolla que le habían dado cinco hermanos (todos varones). Nacido el último, la familia se trasladó a La Pampa central para arrendar una chacra. Él, ya con diez años cumplidos, pudo ir allí a la escuela y aprendió a jinetear con los paisanos troperos. Fue por entonces cuando perdió a su padre en un contratiempo casi bíblico: al pobre lo partió un rayo mientras cabalgaba en una noche de tormenta.

A continuación, la madre recaló con su prole en Buenos Aires, una urbe algo babélica que no presagiaba nada bueno. Hacinados los siete en la pieza de un mugroso yotivenco próximo a la plaza Lorea, ella toreaba la subsistencia en un taller textil. Aun así se comía salteado. En esas circunstancias se les acopló el tal Cecilio, un changarín tucumano que había hecho pareja con la mujer. Su presencia no mejoró las cosas. El tipo, de físico descomunal, solía entregarse a la ginebra y al ejercicio de lo que ahora llaman violencia de género.

Una de sus golpizas quedó inconclusa al salir el Chueco en defensa de la progenitora, prodigándole al agresor un botellazo en la cabeza en medio de los alaridos de la víctima. Los vidrios estallaron en mil pedazos.

En ese instante todo quedó en silencio.

La mole humana no acusó el impacto y, en cámara lenta, se volteó hacia el pibe. Pero tres segundos después, ya con la sangre dibujándole en el rostro una expresión atroz, los ojos se le pusieron en blanco. Y cayó de bruces.

De inmediato el Chueco puso los pies en polvorosa. Y en una carrera desaforada atravesó las calles hasta quedar exhausto.

Nunca supo si esa noche se había convertido en asesino. Y nunca más volvió a ver a su familia.

Era el 6 de septiembre de 1930.

Ese día, el general José Uriburu había derrocado a Hipólito Yrigoyen. La Década Infame acababa de empezar.

HAMBRE DE VENGANZA

Un año antes, la caída de Wall Street produjo una depresión económica mundial. Y en la Argentina el fantasma de la miseria extrema flotaba en el aire.

En ese contexto, el Chueco pasó su primera madrugada a la intemperie. Las tres siguientes noches se escondió en un galpón, siempre con el estómago vacío. Luego lo echaron de allí. Y deambuló por las calles militarizadas con el hambre a cuestas. Un hambre que mitigaba a medias revolviendo los tachos de basura. La inanición se había transformado en su segunda piel.

El Chueco, con apenas 11 años de edad, encarnaba la cara más brutal de la crisis. Era un desclasado; había saltado de la pobreza a la indigencia. Y su modo de sobrevivir era la mendicidad.

En eso estaba durante una noche estival de 1931, merodeando entre las mesas al aire libre de la cervecería La Nueva Baviera, sobre la Avenida de las Palmeras, en los Bosques de Palermo, cuando un mozo lo conminó a retirarse. Pero un cliente lo frenó, ante la sorpresa de sus acompañantes, cuatro jóvenes algo picados por el elixir dorado. El cliente entonces arrojó hacia el Chueco dos salchichas parrilleras que cayeron sobre el césped. Y a él le brillaron los ojos mientras se agachaba a recogerlas. En ese instante, sintió una patada en la espalda que lo hizo caer. Y también sintió la carcajada de su «benefactor», esa risa perduró mientras los amigotes le festejaban la humorada.

El Chueco se puso de pie sin sacarle los ojos de encima. Jamás olvidaría el rostro de ese sujeto rubicundo, cruzado por un enorme lunar en la barbilla.

Diez años después, saboreando una grapa en un tugurio de Gualeguay, volvió a evocar esa ya añeja escena. Y la mandíbula se le tensó.

Vestía una chaqueta beige, pañuelo de seda al cuello y botas de montar. Su aspecto parecía irreprochable, pese a ocultar una pistola Colt en la cintura.

En un extremo del estano tres gendarmes bebían copiosamente. Se los veía alegres y despreocupados.

Fue cuando desde la calle sonó una bocina. Y el Chueco salió para subir al Plymouth negro que lo aguardaba junto a la vereda.

Al volante estaba Antonio Rosi, más conocido como «el Calabrés».

–No pasa nada. Todo está tranquilo –informó el Chueco.

–¿Estás seguro?

–Completamente. Los milicos están de joda.

El Calabrés digirió la frase con una sonrisa ancha. Era el lugarteniente de Mate Cocido.

La misión del Chueco había sido carpetear el clima policial en la zona.

El Plymouth enfiló hacia un barrio residencial, hasta llegar a una quinta disimulada por una frondosa arboleda.

SALCHICHA POR SALCHICHA

El «chancho» –como se les dice en la jerga a las personas secuestradas– ya estaba a buen resguardo en una habitación del fondo.

El tipo era un estanciero. Su nombre: Agustín Pico Álzaga. Y había sido capturado al abandonar en un Mercury el casco de su campo, situado a más de 200 kilómetros de aquel aguantadero.

El papel del Chueco en el asunto fue secundar el operativo con el Tata (Pascual Miño) desde un vehículo de apoyo. Y después, esconder el Mercury entre unos arbustos. Por lo tanto, no había tenido contacto físico ni visual con la presa.

En el chalet de la quinta, una construcción con arquitectura californiana, imperaba una atmósfera forzadamente serena.

Mate Cocido recibió a los recién llegados con un gesto muy jovial.

Una cicatriz en la cabeza originó su apodo. A los 44 años, el bandolero Segundo David Peralta era el «enemigo público número uno». Un promisorio título delictivo acuñado a fuerza de asaltos y otros delitos contra la propiedad en Corrientes, Tucumán, Córdoba, Santiago del Estero y Buenos Aires, entre otras provincias donde hubiera blancos a su medida: las sucursales de Bunge y Born, La Forestal y Dreyfus eran sus predilectas. De hecho, ese hombre supo cultivar fama de justiciero, dado que repartía un porcentaje de sus dividendos entre los desposeídos. Últimamente había incursionado en el negocio de los secuestros extorsivos.

El Chueco se había incorporado a su pyme hacía apenas unos meses. Por ello aún se le asignaba tareas de módica responsabilidad. Como ahora, servirle la comida al desafortunado Pico Álzaga.

Tras llevarle esa noche la cena (tortas fritas y un trozo de queso), el jefe lo miró de soslayo. El Chueco parecía perturbado. Luego se le pasó. Dos días después fueron iniciadas, por vía telefónica, las negociaciones por el rescate con los familiares del secuestrado.

El Chueco seguía llevándole la comida.

Al cuarto día le ofrendó unas exquisitas salchichas parrilleras con puré. Esa guarnición, al parecer, tenía un regusto amargo. Pero Pico Álzaga, a pesar de su situación, deglutió todo con avidez.

Al rato, unas arcadas provenientes de esa habitación alertaron al Tata. Y fue a ver lo que sucedía.

El secuestrado estaba tirado en el piso con convulsiones. Segundos más tarde exhaló su último suspiro.

Mate Cocido reconoció en la espuma que salía de su boca la inequívoca huella de la estricnina. Y maldijo a grito pelado, mientras el Tata le cerraba los párpados al difunto.

El rostro de aquel sujeto rubicundo, cruzado por un enorme lunar en la mejilla, ya tenía una lividez agrisada.

El Chueco ya no estaba allí. Había vuelto a poner los pies en polvorosa.

Caras y Caretas