A 100 años de la marcha fascista sobre Roma: «Una revolución a la italiana»

Por Emilio Gentile*

Imagen: Luigi Montamarini, Apotheosis of Fascism (detail), 1942, fresco (conference room, Foro Italico, Rome)

Una revolución bella y alegre 

«Aquí estamos asistiendo a una bella revolución de jóvenes», escribía a su padre el embajador de los Estados Unidos, Richard Child, el 31 de octubre: «Ningún peligro. Abunda en color y en entusiasmo». Y días más tarde escribía a su gobierno: «Ninguna revolución se ha producido de modo tan rápido y ha obtenido tan fácilmente buen éxito». En cuanto admirador de Mussolini, Child elogiaba al nuevo jefe de Gabinete, tan distinto de sus antecesores, dado su «carácter magnético, el porte orgulloso y la oratoria eficaz»: un hombre político nuevo, que actuaba con decisión y vigor, y sabía infundir a la nación «diligencia, esperanza y una calma temporaria». Después de años de desórdenes y conflictos, Mussolini interpretaba el deseo de los italianos que aspiraban a un período de paz y de tranquilidad doméstica.

El embajador conocía personalmente a Mussolini, quien en los días previos a la «marcha sobre Roma» había querido un encuentro personal para saber cuál sería la actitud del gobierno estadounidense con relación a un ascenso del fascismo al poder. Y es probable que hubiese tenido una respuesta afirmativa a ello. De hecho, tal como refería el embajador italiano en Estados Unidos, la buena fortuna de la «marcha sobre Roma» se había recibido en Washington con «complacencia por la veloz solución de la crisis» y con «simpatía por elementos ideales que caracterizan al movimiento fascista. Nótase en el triunfo de éste desaparición definitiva del peligro bolchevique en Italia y saludable ejemplo para todos los países». La evaluación del gobierno republicano era compartida por la opinión pública conservadora, que consideraba al fascismo una suerte de versión latina de la American Legion, la principal asociación patriótica de Estados Unidos con orientación muy conservadora, y además aplaudía la conclusión de una «revolución incruenta», que según se confiaba devolvería la ley y el orden a Italia, bajo el comando de un jefe dinámico y pragmático. La prensa conservadora describía a Mussolini como a un héroe que había dejado fuera de combate al «dragón rojo» defendiendo los derechos de la pequeña y mediana burguesía. Contraria era, en cambio, la evaluación por parte de liberales y radicales, que en el fascismo no veían otra cosa que un movimiento de mercenarios a sueldo de la burguesía agraria e industrial para recobrar su dominio.

Los gobiernos y la opinión pública occidental habían seguido con aprensión los acontecimientos italianos que pavimentaron el ascenso del fascismo al poder, desde luego preocupándose más por las consecuencias que tendría para la política exterior de Italia que por aquellas que podrían incidir sobre su política interna. De hecho, el nacionalismo fascista, con vagas pero ostensibles declaraciones imperialistas, suscitaba inquietud en los Estados limítrofes que sostenían contiendas de fronteras con Italia después de la Gran Guerra, como Yugoslavia por la cuestión de Fiume. Y muy preocupado por la llegada del fascismo al poder estaba también el gobierno suizo, según lo que refería el embajador de Alemania en Berna el 31 de octubre, porque los suizos temían «un estallido del movimiento irredentista en Cantón Ticino», tanto que el procurador confederal, «no precisamente dotado en desmesura de dotes intelectuales –especificaba el embajador alemán–, incluso el último día antes de la ‘victoria’ fascista» había renovado «la orden de proscripción de Suiza contra Mussolini por bolchevismo y anarquismo», instruyendo «a las autoridades suizas de frontera en Cantón Ticino que a cualquier costo mantuviese al individuo antes mencionado lejos del sacro suelo de la Confederación». La reconfirmada proscripción con respecto al duce del fascismo, mientras todavía era incierto su ascenso al poder, probablemente apuntase a impedir que Mussolini –en caso de fracasar la insurrección por él capitaneada– pudiese buscar refugio en Suiza para no terminar preso en Italia. Con todo, apenas el gobierno suizo supo que el duce fascista había recibido la comisión de formar el gobierno, se apresuró a expedir un comunicado para declarar que la proscripción a él destinada llevaba mucho tiempo revocada.

En las demás democracias europeas, las reacciones ante la «marcha sobre Roma» fueron diversas y contrastantes, con valoraciones que iban del entusiasmo a la condena, según las orientaciones políticas de los gobiernos y de la opinión pública. De todos modos, sin excepción los sorprendió la rapidez y la facilidad de la conquista fascista del poder: según observaban, esa era una revolución que se había llevado a cabo sin derramamiento de sangre y sin encontrar resistencia por parte de los adversarios del fascismo, para finalmente desembocar en una forma pacífica y constitucional. Pocos observadores internacionales negaban que la «marcha sobre Roma» hubiese sido una revolución, siquiera de un tipo nuevo y peculiar. Si, como escribía el embajador inglés Richard Graham el 4 de noviembre, se tomaba en consideración el itinerario del movimiento que había llevado a Mussolini al poder, era «difícil negar que había sido revolucionario», aunque –especificaba Graham– era «más exacto definirlo como contrarrevolucionario», y durante un momento había amenazado con volverse antimonárquico, aunque después el sentimiento monárquico que prevalecía en sus mejores exponentes se había demostrado tan fuerte que hizo superar ese momento y llevó al movimiento mismo a respaldar la monarquía.

También para el cónsul estadounidense en Venecia la «marcha sobre Roma« había sido una revolución, porque «las fuerzas constitucionales del gobierno italiano habían sido derrotadas por las fuerzas fascistas», pero ello no debía causar alarma –añadía el cónsul– porque el fascismo era un «movimiento muy popular y patriótico». Un juicio análogo expresaba el corresponsal de L’Illustration en Roma, describiendo la entrada de las escuadras fascistas en la capital: «Esta que ha concluido, de modo pacífico y con el consenso general, es una auténtica revolución». Otro observador francés que había seguido los acontecimientos en Italia, el historiador Paul Hazard, comentaba que el fascismo había llevado a cabo una «revolución sin revuelta».

¿Qué será de Italia? 

La imagen del fascismo como un baluarte contra el bolchevismo y salvador de Italia de la ruina recibió amplio crédito en los Estados democráticos europeos. Según observaba el embajador estadounidense en Londres el 31 de octubre, «desde este punto de vista, el triunfo del fascismo en Italia parece ser un golpe mortal al bolchevismo, en caso de que el nuevo gobierno logre durar. Los fascistas carecen de experiencia y de juicio; pero su ímpetu es sano y la responsabilidad del gobierno puede temperar su ardiente fanatismo». También la opinión pública inglesa había recibido con alivio el resultado pacífico de la «marcha sobre Roma». La primera impresión general –escribía el embajador italiano– había sido «de sorpresa, también a causa especial mutabilidad. Pero prontamente sobrevino más serena y optimista evaluación acontecimientos». Los conservadores tenían un juicio positivo acerca del gobierno de Mussolini, al cual atribuían el mérito de haber puesto fin a una seguidilla de gobiernos ineptos y a un período de decadencia y de corrupción, y de haber asumido la tarea de restaurar el orden y la legalidad. Aun los periódicos laboristas expresaron juicios vagamente positivos acerca de la «revolución incruenta» del fascismo, que había asegurado a Italia un gobierno fuerte, prometiendo el saneamiento financiero y la recuperación económica.

Actitudes análogas se constataban en Francia, tal como refería el embajador italiano: la prensa conservadora era entusiasta, mientras que la demócrata intentaba no exhibir «una hostilidad demasiado decidida». Desde París, Gaetano Salvemini escribía el 11 de noviembre: «Todos están aux anges [en la gloria] porque creen que el fascismo ha abatido al bolchevismo, mientras que precisamente el bolchevismo ha comenzado a ser peligroso en Italia». En Suecia, el gobierno socialdemócrata no tenía simpatía alguna por el nuevo gobierno fascista, mientras que los militares y los conservadores miraban de modo favorable hacia aquél. Algo similar ocurría en Alemania: los gobernantes de la República de Weimar estaban preocupados por los reflejos que los acontecimientos podrían tener sobre la política interna alemana. Sus compatriotas católicos y socialdemócratas, aunados en la coalición gobernante, desconfiaban del fascismo como movimiento revolucionario de derecha. El jefe del Gabinete bávaro temía que el ejemplo fascista pudiese tener seguidores en los nacionalsocialistas de Adolf Hitler. En cambio, los partidos de la derecha alemana aplaudieron la victoria fascista.  El propio Hitler había seguido con mucha atención los acontecimientos italianos; para conocer mejor el fascismo, antes de la «marcha sobre Roma« había intentado establecer algún contacto con Mussolini, enviando a Italia un emisario propio, Karl Lüdke, quien se encontró con Mussolini en Milán pero constató «que nunca había oído hablar de Hitler».  Por ese entonces los fascistas negaban tener afinidad alguna con el nacionalsocialismo. 

«La prensa extranjera acoge a Mussolini con benévola expectativa«, escribía Anna Kuliscioff a Turati el 13 de noviembre. Y el principal motivo de esa actitud de expectativa benévola puede resumirse con el comentario de la revista francesa L’Illustration: «En Italia el fascismo ha concretado sus ambiciones. Ahora no le resta más que hacer realidad su programa. Hasta hace pocos días, era la oposición dispuesta para la lucha. De ahora en más, es el gobierno en el poder. Su jefe, Benito Mussolini, ha cambiado la camisa negra por la redingote y la galera propias de un ‘primer ministro’. Y esta metamorfosis de atuendo cobra un significado simbólico. La revolución, si así cabe llamarla, ha sido pacífica porque respondía a la necesidad íntima del país, cansado de la agitación comunista y decepcionado por los politicastros. La revolución ha encontrado su respaldo más sólido en el propio rey, que se ha fiado de Mussolini para llevar a cabo la regeneración de la nación».

Con todo, si bien por lo general en las democracias occidentales era compartida la apreciación positiva para el resultado constitucional de la «marcha sobre Roma», cautas eran las previsiones acerca de las consecuencias que el fascismo en el poder eventualmente tendría para Italia, y no solo para Italia. Muchas perplejidades despertaban, por sobre todo, el carácter del Partido Fascista [oficialmente Partido Nacional Fascista]y el modo violento utilizado para llegar al poder, que inducían a formular hipótesis contrapuestas, oscilantes entre optimismo y pesimismo, como aquellas que compilaba en los círculos vaticanos el embajador inglés ante la Santa Sede el 31 de octubre. Optimista se declaraba monseñor Borgognini Duca, quien observaba que, si bien la revolución fascista efectivamente había usurpado la autoridad del Estado, el Partido Fascista era un partido de orden y probablemente gobernaría bien, con ministros elegidos con sensatez, mientras que «había desaparecido el régimen semisocialista bajo el cual el país había pensado en épocas pasadas». Desde luego, según aclaraba el monseñor, había habido una revolución, pero había sido una revolución «típicamente italiana, un piatto di spaghetti», y el modo en que se había producido el cambio no debía suscitar demasiada aprensión sólo porque había sido por completo inconstitucional. Por tanto, para el monseñor no se vislumbraban perjuicios, sino que por supuesto todo dependería de la capacidad del nuevo gobierno para preservar la disciplina, teniendo bajo control a los extremistas. 

Las evaluaciones que el diplomático británico detectaba en otros círculos vaticanos lo eran todo menos optimistas. Allí el «vía libre» dado por el rey a los fascistas era considerado una «rendición completa» de la autoridad porque, «al entrar en tratativas con la revolución, el rey prácticamente había allanado el camino para su abdicación, poniéndose en manos de republicanos». Tal como hacían notar los pesimistas en el Vaticano, el Partido Fascista lo era todo menos homogéneo; y si bien muchos fascistas permanecían fieles a la monarquía y estaban comprometidos a volver a poner en alto el país, «eran pocos quienes representaban un riesgo para ambos». En definitiva –concluía el diplomático británico–, la situación creada por la «marcha sobre Roma» seguía pareciendo «tan oscura y llena de posibilidades« que no le causaba sorpresa «la amplia divergencia de visiones según el grado de confianza otorgado a la capacidad de los jefes fascistas para preservar el orden y la disciplina».

Inmaduros para la democracia 

Las mayores perplejidades acerca de la llegada de Mussolini al gobierno las sus- citaban la ideología antidemocrática, los métodos violentos, la organización militar del Partido Fascista: todos éstos eran aspectos decididamente reprobados por la opinión pública liberal y democrática occidental, aunque no fuese hostil al nuevo gobierno. Aun los observadores extranjeros más entusiastas por el resultado incruento de la revolución fascista, como el embajador estadounidense, reconocían que la «marcha sobre Roma» había asestado un grave golpe al Estado constitucional. Según observaba Child, más allá de «cualquier argumentación técnica para dar una apariencia de constitucionalidad« al ascenso del fascismo al poder, era innegable que la esencia de lo que había sucedido consistía «en que con la rendición de sus prerrogativas constitucionales el rey, el gobierno y el Parlamento habían capitulado ante la fuerza. Para restablecer el prestigio de la ley, el fascismo ha humillado la ley y el orden y, para llegar a ser el Estado italiano, ha usado impunemente la fuerza»; de este modo, «la política anticonstitucional fascista ha tenido un triunfo completo». De todas formas, el embajador confiaba en la capacidad de Mussolini de imponer su control sobre los extremistas del partido, respaldando a los fascistas modera- dos favorables a la restauración del orden constitucional. 

Menos optimista era el encargado de negocios de la embajada estadounidense en Roma, Franklin Gunther. Este consideraba que el «golpe de Estado» llevado a cabo por Mussolini podía volverse un mal precedente, incitando la organización de otros golpes de Estado en sentido contrario al fascismo, que nuevamente haría precipitar a Italia en el caos.  No eran distintas las preocupaciones acerca del futuro de Italia expresadas por la opinión pública inglesa, casi unánime en deplorar la violencia y los métodos anticonstitucionales usados por el Partido Fascista para llegar al poder. Estos métodos fijaban una gravosa hipoteca sobre la capacidad del fascismo de llevar a Italia de regreso a una situación de orden y de legalidad, encaminándola hacia la restauración financiera y la reconstrucción económica, respetados el sistema parlamentario y las garantías constitucionales. Y en verdad muchas eran las dudas respecto de la posibilidad de transformar un partido armado, habituado a la violencia, en un partido de orden, respetuoso de la ley y de la libertad de los partidos adversarios.

Gran parte de las dudas acerca del futuro de Italia después de la llegada del fascismo al poder se veían atenuadas por la admiración hacia la personalidad de Mussolini y por la constatación de que, una vez convocado a liderar el gobierno, él había demostrado tener intenciones y comportamientos mesura- dos y pacíficos, en política interior tanto como exterior. Por lo demás, en todas las observaciones de los extranjeros acerca del peculiar carácter de la revolución fascista circulaba un motivo común, atinente al carácter de los italianos, al cual se atribuían muchos aspectos de la crisis del Estado liberal y del arribo del fascismo al poder, con alusiones –teñidas de racismo antropológico– a la incapacidad de los italianos de dar vida a un genuino sistema parlamentario. 

Aun antes de la «marcha sobre Roma«, el embajador estadounidense había anticipado que el ascenso del fascismo al poder conllevaría el final de la democracia constitucional, porque «un pueblo como los italianos […] anhela ansiosamente ser gobernado de modo fuerte». El verdadero blanco al cual apuntaba la revolución fascista, según observaba por su parte el embajador británico, era el parlamentarismo: «El sistema parlamentario, tal como existe en nuestra época, no ha prosperado de manera feliz en Italia. No es respetado, y cuando el señor Mussolini alude al Parlamento como a un ‘juguete’ del pueblo, nadie se demuestra conmocionado». El motivo de este desprecio, según el embajador británico, derivaba de que el sistema parlamentario «no había crecido con el crecimiento del pueblo, sino que fue impuesto a una población que todavía no estaba madura para recibir beneficios de aquél«. Y por ese motivo en Italia el sistema parlamentario «ha degenerado en vez de desarrollarse». Y de esa degeneración del Parlamento había surgido la aversión por la democracia, aversión generadora del fascismo y de su revolución: «La revolución de nuestros días es una revolución contra un sistema que, al menos por el momento, no ha logrado satisfacer las necesidades del país». Pese a todo, el embajador hacía notar a su gobierno que ya desde el primer momento de su ascenso al poder el fascismo había tenido algunos efectos positivos en los italianos: después de asistir al desfile de los camisas negras en la capital, él consideraba justo reconocer que «el orden y la disciplina exhibidos por los fascistas habían sido notables, si se toma en consideración que la raza italiana es, por temperamento, indisciplinada». 

Decididamente contraria era la previsión de un acreditado periódico inglés como The Daily Telegraph, que el 30 de octubre, comentando la «marcha sobre Roma», escribía con tonos muy sombríos e inquietantes: «Es demasiado temprano todavía para predecir plenamente las consecuencias de este acto de riesgosa locura. […] bajo el perverso genio de Mussolini el movimiento, si consigue su intento actual de dominar la situación, es más adecuado para llevar a Italia al completo caos y a la ruina, y privarla de cualquier predicamento en los consejos europeos».

Un nuevo tipo de revolución 

Menos catastrófico era el juicio que ese mismo día expresaba acerca de la «marcha sobre Roma» el encargado de negocios de la embajada francesa en esa ciudad, François Charles-Roux. Describiendo en su informe «esta especie de revolución, de un tipo peculiar y estrictamente italiano» y la «dictadura legalizada» que había originado, antes que dejarse llevar por previsiones para el futuro el chargé se esforzaba por comprender el significado de aquello que estaba sucediendo ante sus ojos, en los días confusos de pasaje del estadio insurreccional a la formación del nuevo gobierno, durante los cuales no había sido «fácil bajo aspecto alguno entre el nuevo gobierno y la insurrección de la cual había surgido, tampoco entre el jefe de Gabinete y el jefe de los insurgentes». Así –según añadía el diplomático–, se había dado un «fenómeno de concomitancia, tal cual se produce al concluirse todos los movimientos coronados por el triunfo y al comienzo de todos los regímenes surgidos de esos movimientos»; en el caso de la «marcha sobre Roma«, se caracterizaba por el tránsito que el partido fascista había realizado «del estadío de guerra al estadío de paz, y desde luego subsistió como punto basal del nuevo régimen y como factor instrumental del gobierno en el país».

Este perspicaz diplomático francés hizo una evaluación realista del significado de la «marcha sobre Roma«, como partida de nacimiento de un nuevo régimen. El suyo fue el análisis más agudo entre los muchos realizados por los observadores extranjeros mientras todavía se desarrollaban los acontecimientos. Para Charles-Roux, el ascenso del fascismo al poder era la consumación de una revolución –«porque ha sido una revolución»– anticomunista, antisocialista y antiinternacionalista, que había apelado a «una suerte de sentimiento religioso de la patria» para preparar y hacer realidad la insurrección, y a ese mismo sentimiento seguía apuntando para conservar las numerosas simpatías que había sabido suscitar en la opinión pública y que el buen éxito había reafirmado: era un patriotismo «que en las masas fascistas adoptaba un carácter de exaltación intemperante», y que solo en Mussolini y en los elementos no fascistas que colaboraban como parte de su gobierno era moderado por el sentido de responsabilidad.

Lo sucedido podía parecer desconcertante a un francés –explicaba el diplomático–, porque no se correspondía con las categorías usuales «en las cuales estamos acostumbrados a clasificar los hechos políticos y sociales»: «El golpe de Estado, para nosotros, está consumado por el Poder Ejecutivo o bien por parte de un general, y en ambos casos por medio del ejército regular. La revolución, según nuestros precedentes, suele hacerse tan solo en nombre y en pro de las ideas progresistas, y no sucede sin derramamiento de sangre, y va a fondo, derribando un régimen. La insurrección, la sublevación la realizan el obrero o el campesino en mangas de camisa, el pequeñoburgués en traje civil, a veces la guardia nacional o los alumnos de la École Polytechnique»; pero, según observaba el diplomático, en el caso de la «marcha sobre Roma« se estaba ante un hecho novedoso: «Los fascistas se han hecho con el poder por medio de un ‘pronunciamiento’ realizado por una armada irregular, y han declarado que actuaban en nombre de la patria y en interés del Estado contra el cual atentaban». Para Charles-Roux, era un tipo de insurrección que sin embargo respondía a las tradiciones italianas, que la Italia moderna había heredado de la Italia desunida de tiempos del Renacimiento y del Risorgimento, hasta 1870. 

Durante los días posteriores el diplomático francés proseguía su análisis centrando su atención en la índole del nuevo gobierno presidido por Mussolini, diversamente denominado por la prensa italiana «gran gobierno nacional» o «el gobierno de la Victoria«, y sin vacilaciones lo definía como «gobierno dictatorial», destinado a obrar como tal porque –tal como explicaba en un informe del 15 de noviembre– Mussolini, «jefe y alma del fascismo, se había apropiado del poder con un golpe de mano ante el cual la autoridad legal había capitulado muy pronto»; y por tanto su victoria había conducido hacia una «dictadura legalizada».

Precisamente de ese modo creo que pueda definirse con exactitud la hazaña de que ha sido escenario Italia, y su resultado ha sido que un partido, que se había tornado un Estado en el Estado y que para sus necesidades había creado una auténtica milicia irregular, ha terminado por absorber el Estado. Y tan poco se preocupa por ocultarlo, que se ufana de haber instaurado el «Estado fascista». Y de hecho lo gobierna de modo dictatorial; pero ya que el sello de la legalidad se ha estampado velozmente en el golpe de mano, y ya que teóricamente el andamiaje constitucional del país ha quedado intacto, la dictadura fascista –o, antes bien, mussoliniana– se ha visto legalizada. Y si las cosas avanzan en el sentido deseado por el señor Mussolini, se la legalizará cada vez más con la aprobación de la Cámara de Diputados a lo ya sucedido, con un cheque en blanco para las reformas programadas y, una vez aprobada la nueva ley electoral, con la elección de una Cámara en armonía con el nuevo gobierno. 

Como fuese, en toda la extensión de la empresa realizada por el fascismo, desde el comienzo hasta el final, el diplomático francés veía la fuerte impronta de Mussolini y de sus cualidades, útiles para ejercer el poder: «Audacia, decisión, voluntad, autoridad». Pese a todo, Charles-Roux no se dejaba encandilar por el triunfo fascista, ni creía que éste se debiese únicamente a la fuerza del partido y a las capacidades de Mussolini. Los motivos de la victoria del fascismo debían buscarse «menos en su fuerza que en la debilidad de las personas y de las cosas con las cuales se vio enfrentado. La fuerza del fascismo, el partido, el ejército no serían siquiera concebibles si no se tomase en cuenta ese segundo factor. […] ha habido un golpe de Estado porque ese Estado se había vuelto una presa». Y por mala que fuese la opinión que se tenía de las condiciones del Estado italiano –«y la mía era pésima», aclaraba el diplomático–, «en cuanto a la debilidad que demostraba aquél mientras estaba bajo ataque, ha ido tanto más allá de la idea que se tenía al respecto». 

Según lo revelan sus lúcidas consideraciones acerca de los motivos del buen éxito fascista, el diplomático se disponía a formular su propia interpretación de la revolución fascista: «Ha sido una contrarrevolución nacional, antes que nacionalista, porque de por sí había habido una revolución comunista latente en el bienio 1920-1921, seguida por un período de desarticulación política. Ha sido una insurrección contra los titulares del poder porque quienes lo poseían no lo ejercían y no lo defendían. Ha sido una reacción contra los viejos partidos políticos porque estaban decrépitos y sus rivalidades volvían impotentes las coaliciones ministeriales de sus representantes en el gobierno. En estas coaliciones no participaba el Partido Socialista oficial, desorganizado y dividido. Por lo demás, las masas obreras compartían la desconfianza que los métodos de gobierno de los viejos partidos habían suscitado en todas las capas de la población. Por esto todos permanecieron impasibles, y no se ha opuesto ninguna resistencia popular –ni popular ni proletaria ni burguesa–, no se ha hecho ninguna tentativa de oposición contra el asalto y la escalada de Mussolini al poder«. A su propio informe Charles-Roux adjuntaba el del comisario especial en Mentone, fechado el 20 de noviembre, que concluía de este modo: «Italia actualmente pasa por una experiencia decisiva de la cual depende su porvenir. Y por cierto está en la alborada de nuevos tiempos. ¿Buenos o malos? Eso es precisamente lo que de momento es imposible decir». 

Nota: este texto corresponde al capítulo 10 del libro, «Una revolución a la italiana», sin las notas bibliográficas.

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