A 190 años del nacimiento de Emily Dickinson, la poeta confinada
Desde hace tiempo se suceden los homenajes y las publicaciones para conmemorar la llegada al mundo de quien hoy es considerada una de las mayores poetas en lengua inglesa. Sin embargo, nunca se propuso ocupar ese lugar. Su vida fue solitaria y secreta y casi toda su obra se publicó luego de su muerte.
Por Mónica López Ocón
Quizás utilizar números no sea la mejor manera de hablar de literatura, pero en este caso son elocuentes. Emily Dickinson nació el 10 de diciembre de 1830, vivió 25 años recluida en su cuarto, murió a los 56 de una problema renal conocido como Enfermedad de Bright, luego de haber llevado una vida secreta. Después de su muerte, su hermana encontró en el fondo de un armario una caja con casi 1800 poemas, de los cuales sólo había publicado 6 en vida, 4 en el periódico que dirigía Samuel Boswell, su amigo y admirador. Entre sus escritos también había cartas. Los números muestran, a la vez, la abundancia de su creatividad y el casi nulo reconocimiento que tuvo en vida.
Nunca me sentí en mi casa – acá –
y en el cielo radiante
no me sentiré en mi casa – lo sé –
no me gusta el Paraíso –
porque es domingo – todo el tiempo –
el recreo – nunca llega –
en el edén serán tan solitarias
las brillantes tardes del miércoles –
si Dios pudiera hacer una visita –
o dormir una siestita –
para no vernos – pero dicen
que Él mismo – es un telescopio
perenne que nos mira –
yo misma huiría
de Él – del Espíritu Santo – y de todo lo demás –
sí, pero está el ¡«Día del Juicio Final»!
La fama le llegó cuando ya no estaba en este mundo y el descubrimiento de la calidad poética de su obra fue paulatino. Aunque sus poemas comenzaron a publicarse a cinco años de la muerte, la fama le llegó mucho después, en 1920, con la publicación de The Life and Letters of Emily Dickinson
«(…) su obra ha sido póstuma –confirma Guillermo Saccomanno en Página 12.- recién empezó a divulgarse bastante más tarde y habrían de transcurrir décadas hasta que pasara de ser una poeta secreta a transformarse en la consagrada en El canon occidental de Harold Bloom.»
Creció en un hogar puritano y profundamente religioso en el que las actividades permitidas, sobre todo para una mujer, eran muy pocas. Su padre, Edward Dickinson, fue juez en Amherst, representante en la Cámara de Diputados de Massachussetts y ocupó otros cargos políticos. Si bien promovió que su hija estudiara, algo no demasiado común en esa época tratándose de mujeres, entendía que su vocación lectora podía ser causa de males y perturbaciones.
Vivo en posibilidades –
morada más hermosa que la palabra –
en ventanas más numerosa –
óptima – en puertas –
en reductos como los cedros –
inexpugnables al ojo –
para un techo imperecedero
los tejados del cielo –
visitas – las más preciosas –
ocupación – ésta –
extender bien abiertas mis angostas manos
para juntar el paraíso –
Emily asistió a la Academia de Amherst, que poco tiempo antes de su ingreso sólo admitía varones. Luego, a los 16 años, entró al Seminario para Señoritas Mary Lyon de Mount Holyoke, pero no llegó a graduarse debido a su enfermedad o a la rebeldía que le producía la rígida educación religiosa que allí se impartía. Fue así que regresó a su casa natal y se recluyó.
En el silencio rígido que imponía la religiosidad paterna, pese a sus profundas convicciones religiosas, según se dice, comenzaron a brotar «las flores del mal». Sobre su vida se cierne, según algunos de sus biógrafos y traductores, la sombra del abuso sexual paterno y de un hermano. Emily ejerció una rebeldía silenciosa confinándose en su cuarto, escribiendo y leyendo, pero no la Biblia que aconsejaba su padre, sino a otros poetas por los que se sentía comprendida y acompañada.
La poesía la rescató de las garras del silencio. La muerte la liberó del secreto que ella misma impuso sobre su escritura. Sin embargo, aunque reconocida, su condición femenina interpone siempre una restricción para su reconocimiento pleno, como si la sensibilidad extrema de su poesía fuera una suerte de rasgo distintivo de la mujer que la acerca más a la fragilidad que a la inteligencia. Dice Harol Bloom al respecto: «Lo que sus críticos siempre subestiman es su asombrosa complejidad intelectual. Ningún lugar común sobrevive a sus apropiaciones; lo que ella no rebautiza o redefine, lo revisa hasta que lo deja difícilmente reconocible».
Verla es un cuadro ––
oírla es una melodía ––
conocerla una intemperancia
inocente como junio ––
no conocerla –– una aflicción ––
tenerla de amiga
un calor tan cercano como si el sol
brillara en la mano.
Sus poemas bucean en las profundidades más oscuras con palabras leves. Quizá por esa razón, Emil Ciorán, el más pesimista de los pesimistas, el más desesperado de los desesperados dijo de ella: «Desde mi antiguo entusiasmo (muy superado ahora) por Rilke, nunca me había atraído tanto un poeta como Emily Dickinson. Si hubiera tenido la audacia y la energía para abrazar completamente mi soledad, su mundo, que me resulta familiar, lo sería aún más.»
Alejandra Pizarnik le dedicó un poema. María Negroni escribió Archivo Dickinson en base a un lexicón, es decir a un diccionario donde se consignan las palabras que Emily utilizaba con mayor frecuencia. Estos son sólo dos ejemplos de creadoras argentinas que dejan constancia de la vigencia que tuvo y sigue teniendo su lectura. Pero los reconocimientos se multiplican día a día. A casi dos siglos de su nacimiento, leer a la poeta confinada es siempre una revelación, un descubrimiento.
Tiempo Argentino
Descargar: Dickinson, Emily – 60 poemas