A la sombra de Juan de Garay

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por Sylvia Iparraguirre

 

La chica asomó la cabeza, metió delicadamente el pulgar y el índice dentro de su boca y sacó un chicle. Lo hizo una bolita y lo dejó caer en la maceta con la planta artificial. Dijo:

—Vengo por el aviso de Clarín.

El hombre, de unos cuarenta años, la miró desde un escritorio imponente. Se enderezó en el sillón.

—Pase y cierre.

Ella cerró y se dio vuelta con el tiempo suficiente para ver la mirada de él demorada en sus vaqueros. Avanzó y se sentó en una silla frente al escritorio.

—¿Qué sabe hacer? ¿Tiene experiencia?

—Escribo a máquina con los diez dedos.

—Bueno —dijo el hombre con una sonrisa parecida a la seña del siete de espadas—… eso es lo mínimo que pedimos acá.

Ella levantó las cejas.

—Hay gente que escribe con dos dedos. O tres. Incluso en las oficinas; sobre todo en las oficinas
—dijo la chica, y apoyó el libro que traía sobre el escritorio.

Ahora le tocó a él levantar las cejas. La chica revisaba su bolso concienzudamente; al fin, sacó un paquete de cigarrillos. El hombre, que la estaba observando, despertó de golpe y de un manotazo
—la mano lucía un anillo de oro con una piedra grande como un garbanzo, o al menos así le pareció a la chica— tomó un encendedor y le encendió el cigarrillo. La volvió a mirar sin disimulo. La chica se dejó mirar.

—¿Edad?

—Veintidós.

—¿Experiencia? —No.

—Yo soy el señor Medialdea. M. M. Manuel Medialdea.

—Encantada de conocerlo —dijo la chica—. Yo soy Inés. Doña Inés todo al revés… —Al señor Medialdea le pareció que la chica había intentado hacer un chiste porque ella misma emitió una risita después de esas palabras. La enorme mano con el anillo de garbanzo apretó la mano delgada. El señor Medialdea era enamoradizo y la chica le gustó. Sobre todo su pelo largo y sus enormes ojos azules. Con rapidez y eficacia se arremangó la camisa hasta la altura del codo, como si se dispusiera a pelear con un colectivero o con un vecino ruidoso. Era el gesto habitual del señor Medialdea cuando se entusiasmaba. Después, apoyó los codos abiertos sobre el escritorio. Disimuladamente, con el codo derecho, corrió uno de los teléfonos hasta ponerlo delante de un portarretrato. El portarretrato mostraba la foto de una mujer sonriente y dos chicos.

—Inés. Perfectamente —dijo el señor Medialdea.

La chica había seguido todos sus movimientos con los ojos muy abiertos.

—¿Su familia? —Con un gesto señaló el portarretrato detrás del teléfono.

El señor Medialdea frunció las cejas y estudió la foto como si viera ese objeto por primera vez en su vida.

—Sí, sí —dijo—. Así es. Los chicos.

Inés se quedó en silencio, estudiando palmo a palmo la lujosa oficina. Él rompió el silencio:

—¿Estado civil?

—Separada.

—Bueno, usted se equivocó —dijo el señor Medialdea con una amplia sonrisa que disculpaba de antemano cualquier equivocación que la chica pudiera cometer. Era un hombre de espaldas anchas que irradiaba una vitalidad capaz de derretir lo que se pusiera a su alcance: los papeles se arrugaban entre sus manos, el sillón crujía bajo su peso, los cigarrillos asomaban torcidos del paquete abollado. Sólo la chica permanecía impávida frente a él—. Usted se equivocó porque ésta no es la oficina de Personal. Personal está para el otro lado, al fondo del pasillo. Ésta es la oficina del gerente, del dueño. Yo soy el dueño. —Se rió satisfecho, como si hubiera dicho una ocurrencia ingeniosa.

—¿El dueño de qué? —preguntó Inés.

—De todo esto —Medialdea hizo un gesto amplio con los brazos—, de toda la empresa, de todo el edificio. —Parecía querer poner sus posesiones a los pies de la chica.

Ella levantó otra vez las cejas y abrió levemente la boca.

—¿En serio? ¿Tuve suerte, entonces? —Inés sonrió por primera vez.

En ese momento, el señor Medialdea, que era proclive al enamoramiento, se enamoró de la chica.

—Soy el dueño de todos los pisos —insistió, como si temiera que no quedara claro.
Una luz verde brilló intermitente en el impresionante tablero al lado del escritorio. Apretó el botón.

—¿Sí? —dijo.

El tablero emitió una voz nasal.

—El señor Raúl por la línea tres, ¿la toma?

—Afirmativo —dijo el señor Medialdea. Apretó otro botón y levantó el teléfono; quitó con dificultad los ojos de la cara de Inés. Su sonrisa se hizo metálica.

—Raulito, cómo andás viejo… —hubo un silencio acompañado por el tamborileo de los dedos del señor Medialdea sobre una carpeta roja—, perfectamente, querido, te entiendo, pero ¿y los quince mil verdes? A ver si vos me empezás a faltar ahora. A mí también me perjudicó la ley, Raulito… Correcto, pero el viernes acá los quince mil. Cash. Chau, querido. —Cortó.

Se miraron. Inés dijo:

—Quisiera saber…

Golpearon a la puerta. Un hombre asomó medio cuerpo.

—Señor Medialdea, llegaron los japoneses.

—Que esperen diez minutos —contestó él y agregó—: Cierre la puerta.

Miró a la chica como quien mira desde la entrada un parque de diversiones.

—Queda tomada. Te voy a tutear, Inesita —ojeó su reloj—. ¿Querés cenar conmigo esta noche?

La chica se puso de pie y se quedó pensativa unos segundos. Después dijo:

—Bueno —y levantó el libro del escritorio.

El señor Medialdea ocultó su regocijo bajo un rotundo: «Correcto». Súbitamente formal, se puso el saco que colgaba del respaldo del sillón y estiró los puños de la camisa. Dio la vuelta alrededor del escritorio y se le acercó.

—Recién son las seis, ¿qué vas a hacer en el intervalo?

La chica lo enfrentó y lo miró desde abajo.

—Escuche —dijo—, usa mal el acento, y, a veces, se le cae la sibilante.

El señor Medialdea era un hombre seguro de sí mismo, sin embargo, experimentó un momento de vacilación y estuvo a punto de mirar hacia abajo. O la chica había hecho otro chiste o no contestaba nunca a una pregunta directamente. Una repentina asociación se produjo en el pensamiento del señor Medialdea: su sobrina. Una adolescente que venía al centro dos veces por semana a tomar clases de meditación trascendental. Su hermana la mandaba a almorzar al comedor de la empresa. Hablaba raro y practicaba antes de ir a clase. Con los ojos cerrados daba saltitos alrededor de las mesas mientras rezongaba algo entre dientes. Decía que se preparaba para la levitación. Inés mostraba algún parentesco con su sobrina. La comparación divirtió secretamente al señor Medialdea. Pero se había distraído y ella ya volvía a hablar.

—Quiero decir que, a veces, se le cae la ese.

Él la observó serio y se inclinó hacia ella.

—Bueno, Inesita, mientras no se me caiga otra cosa…

Ella lo miró achicando los ojos.

—El pelo, por ejemplo —agregó el señor Medialdea y se rió—. A las nueve, entonces. ¿Te paso a buscar por algún lado?

—No —contestó secamente Inés, que parecía enojada por algo—, yo vengo para acá.
Conciliador, el señor Medialdea la acompañó hasta la puerta. A su lado, la chica se veía frágil.

—Parece que te gustan las novelas. A las chicas les gustan las novelas de amor. ¿Qué estás leyendo?

Inés miró el libro que llevaba apretado contra el pecho:

—Tristes trópicos —dijo, y sin mirarlo se fue.

El señor Medialdea se dispuso a atender a los japoneses.

El Mercedes celeste se deslizaba por las bocacalles de San Telmo silencioso como un tiburón. En el asiento de al lado del conductor, Inés recogió las piernas bajo el cuerpo y apoyó el libro sobre la falda. El señor Medialdea hacía, simultáneamente, una cantidad impresionante de cosas: ordenaba unos papeles sobre el tablero, buscaba algo debajo del asiento, abría y cerraba la guantera, apretaba botones. Todo acompañado por un canturreo. La miró brevemente.

—A vos te debe gustar la música —revisaba uno a uno los casetes—. ¿Qué te elijo? Kiss, Pink Floyd… o no, mejor lo último, Vangelius.

Inés se cruzó de brazos y miró por la ventanilla.

—Vangelis —dijo.

En ese mismo momento sonó el teléfono, ubicado en una gaveta entre los dos asientos.

—¿Sí? —dijo el señor Medialdea—. No, está bien, pero no me pasen más llamadas. Más tarde voy a llamar yo. —Colgó.

—¿Puedo llamar? —preguntó Inés, mirándolo.

Se oyó una sonora carcajada de parte del señor Medialdea.

—No, Inesita, no se puede. Está conectado únicamente con mis oficinas y con el banco —no se rió más—. ¿A quién ibas a llamar?

—A cualquiera —dijo Inés—. Nunca hablé por teléfono desde un auto.

—¿Cuánto hace que te separaste?

—Un día —dijo la chica—. Me separé ayer.

Apoyó la mano sobre la tapa del libro.

El señor Medialdea pensó que eso podía cambiar las cosas. Su mirada recorrió, rápida, el perfil de Inés. La chica parecía sólo indiferente; pero él podía hacer que esa indiferencia desapareciera, que se divirtiera un poco. La miró paternalmente. Le tocaba decir algo a él.

—Bueno, cuando uno no se lleva bien es mejor separarse. Yo mismo, si no fuera porque tengo dos chicos, ya me hubiera separado. —Con la punta de los dedos se frotó la frente como si lo dicho le preocupara y le produjera dolor de cabeza—. Soy un hombre de negocios. Mi mujer se quedó, se quedó atrás, vos entendés, ¿no?

—No —dijo la chica.

—Quiero decir —siguió el señor Medialdea en el mismo tono—, que no es que no la quiera, ojo.
Bueno —se rió—, no sé por qué te cuento estas cosas; no las hablo con nadie pero a vos parece que se te pueden contar. No hablo con nadie de mi mujer. Es una chica simple y a mí se me complicó la vida. No le gusta venir al centro. A ella, los chicos y la quinta, porque tengo una…

—No diga pavadas —dijo Inés, con menos énfasis que si hubiera dicho qué frío.

—¿Cómo dijiste, Inesita? —el señor Medialdea no terminaba de entender lo que había oído.

—Que no diga pavadas. No me interesa para nada ni la historia de su familia ni cómo es su mujer. No es necesario.

—Así que no te interesa —el señor Medialdea parecía querer ganar tiempo—. Así que no te interesa… Correcto. Y yo, por lo menos, ¿te intereso?

—Más o menos —Inés sacaba un cigarrillo del bolso; mecánicamente, el señor Medialdea se palpó los bolsillos en busca del encendedor. No lo encontró. Sacó el cenicero de la gaveta.

—¿Y se puede saber qué estás haciendo en este auto, entonces?

—Nada mejor que hacer —dijo la chica y miró por la ventanilla. El Mercedes se paró en seco, la chica se fue para adelante.

—Decime, nena —dijo el señor Medialdea con tono hosco—, no estoy acostumbrado a estas cosas; ¿qué miércoles te pasa a vos?

—¿A mí? —Inés lo miró con los ojos brillantes—. A mí nada. Es usted. Usted tendría que tener conciencia de sus limitaciones y no venirme a contar que quiere separarse. Es falso.

A pesar de lo hermético de las ventanillas los bocinazos se oían, estridentes.

—Lo único que me faltaba —se quejó el señor Medialdea mirando hacia arriba, como quien eleva los ojos al cielo y, de paso, echando una rápida mirada por el espejo retrovisor—. Y a vos, ¿sabés qué te hace falta…? Te hacen falta unas secciones en lo del psicoanalista.

—Se dice sesiones —dijo la chica.

—¿Qué?

—Que se dice sesiones, entiende, no secciones.

El auto partió como una exhalación. Inés cayó contra el respaldo del asiento. Con calma, el señor Medialdea apretó un botón. El vidrio bajó leve y silencioso. Al costado, los pasaba un auto.

—¡Por qué no te vas a tocar la bocina en el culo de tu hermana! —gritó el señor Medialdea. Volvió a apretar el botón. Sin mirar a la chica, dijo—: ¿Dónde te dejo, piba?

—En cualquier parte —dijo Inés.

El señor Medialdea la miró. La chica buscaba el bolso a los pies del asiento. El pelo se derramaba a un costado de la cabeza inclinada. Con un movimiento pendular Inés se lo quitó de la cara; el pelo brilló fugazmente y se depositó en la espalda. La cara del señor Medialdea había recuperado su color natural. Volvió a mirarla. Ya no le pareció que estuviera enojada o indiferente. Con generosidad, el señor Medialdea pensó que la chica estaba triste y que, tal vez, quería desquitarse de algo. Iban por Leandro Alem.

—En la estatua de Juan de Garay —dijo la chica de golpe.

El señor Medialdea miró para el lado del río y no vio ninguna estatua.

—Allá —dijo Inés—. ¿No ve la sombra sobre el edificio?

Desde el suelo, el haz de luz del reflector proyectaba la sombra gigantesca de la estatua sobre el edificio de atrás. Una mano en la cintura sobre la empuñadura de la espada, el índice de la otra mano extendida señalando: aquí.

La chica bajó en silencio. El señor Medialdea arrancó y la miró por el espejito. A Aída o a Mariluz podía dejarlas hasta en el puerto que nadie las iba a molestar. Sabían muy bien cómo defenderse. Pero esta chica. Frenó, retrocedió y volvió a frenar al lado de Inés. Se asomó por la ventanilla.

—Vení, Inesita, subí que todavía no fuimos a cenar. —La chica lo miró un momento, después subió dócilmente. Cuando estuvo otra vez a su lado, el señor Medialdea arrancó.

—Vos me gustás —dijo sonriente—. ¿Sabés que tenés los ojos como dos peceras? Sin los pescaditos, claro.

Se rió. Descolgó el teléfono y preguntó por Pascual.

—¿Sí? Pascualito, sí, querido, soy yo. Esta noche duermo en la oficina. Chau. —Colgó.

Cuando entraron en el restaurante, algunas miradas se posaron sobre el sobretodo de piel de camello con solapas de visón que el señor Medialdea llevaba desabrochado y ondeando como un guardapolvo. Habló con el maître que los condujo hasta una mesa apartada. Cuando estuvieron sentados, el señor Medialdea le pasó el menú a Inés y encendió un habano.

—Vos debés ser estudiante, ¿no, Inesita?

—Sí —contestó ella, y agregó—: Voy a pedir consomé.

—Consomé. Ja, ja… —se rió fuerte el señor Medialdea, que parecía súbitamente regocijado, como si descubriera inesperados resortes en un juguete nuevo—. Lo que me imaginaba: vos debés comer como un pajarito. ¿Por qué no me tuteás, Inesita?

Apoyó los codos abiertos sobre la mesa; arrugó el mantel y las servilletas.

—No —dijo ella—, así está bien.

—Por lo menos decime Manuel.

Inés se encogió de hombros. El maître se había ido. Ahora un mozo esperaba al costado de la mesa, levemente inclinado con una cortesía impersonal.

—Consomé y después un bife de chorizo con papas fritas y de postre crêpes suzzettes —dijo Inés, mirando el menú.

—Vos, con tal de contradecirme, te comerías al mozo —el señor Medialdea sonreía—, ves que ya empezamos a conocernos. —Miró al mozo—: Para mí coq au vin y el vino de siempre. ¡Ah!, mozo, y tenga cuidado con esta chica. —La señaló, risueño, con el anillo de garbanzo y el habano. El mozo se fue.

—Me juego la cabeza que vos vas a Filosofía y Letras —prosiguió el señor Medialdea.
Inés dijo que sí con la cabeza mientras mordisqueaba un grisín.

—Mucha política en esa facultad.

Inés se encogió de hombros.

—Y vos, ¿no serás bolche, Inesita?

—No —dijo la chica, mirándolo seria.

—Pero no te gustan los yonis, eso es seguro.

—No me gustan los tipos que dicen bolche.

Una arruga vertical apareció en la frente del señor Medialdea.

—Ah, claro, correcto, los amigos de la facultad. Los que llevan a Guevara pintado en la camiseta. A ver, dejame adivinar. Vos sos de las que van a las manifestaciones mientras papá te paga la facultad. La tuya y, seguro, la del barbudo de tu marido. Perdón, tu exmarido —había cambiado completamente de tono y se inclinaba sobre la mesa—. ¿Sabés a qué hora se sale a buscar trabajo, nena, alguna vez lo pensaste? A las cinco de la mañana. Mientras tomás un cortado de parado en un bar, a las cinco, te comprás el Clarín y buscás; y caminás y buscás y te reventás los zapatos porque plata para tantos viajes no tenés y si tenés, mejor la guardás porque si no después no te alcanza para el especial de salame y queso del mediodía. Y seguís caminando y haciendo cola y lo que va a pasar, casi seguro, es que te tengas que volver sin nada a tu casa o a tu pieza. Y al día siguiente otra vez; y, en el mejor de los casos, con mucha suerte, podés encontrar un empleo de nueve horas por un sueldo miserable. Pero esto empieza a las cinco de la mañana, entendés. No a las seis de la tarde —se le desarrugó la frente—. Comé, Inesita, tomá tu consomé.

Aplastó el habano en el cenicero. Como materializado por las últimas palabras del señor Medialdea, el mozo depositó un delicado plato frente a Inés, que había permanecido muda. Con esfuerzo evidente, la chica dijo:

—No lo soporto —tenía la cara colorada—, usted no entiende nada de lo que me pasa…

—Sí que entiendo —intercaló el señor Medialdea—. Sí que entiendo.

Inés le hizo una seña al mozo.

—¿Dónde está el toilette? —Mientras se levantaba le dijo—: ¿Sabe una cosa?, los españoles tienen una palabra para los hombres como usted. Usted es un patán.

El señor Medialdea la miraba divertido.

—Acá, en Buenos Aires, también hay palabras para una chica como vos, Inesita —mientras terminaba de decirlo alcanzó a ver que la chica tenía los ojos llenos de lágrimas. Se quedó mirándola sorprendido; sus dedos dejaron de tamborilear sobre la mesa. A ver si la chica tenía en realidad algún problema, pensó. Antes de que pudiera agregar algo, ella dio la vuelta bruscamente. El señor Medialdea llamó al maître y pagó el menú que no había sido servido. Después de un rato, Inés volvió con los ojos colorados. El señor Medialdea confirmó que la chica había estado llorando.

—No te preocupes, Inesita, ya nos vamos. —Se recostó hacia atrás en la silla y le dedicó una sonrisa—. ¿Adónde querés…? Ya sé, ya sé, no me digas nada. Correcto, te dejo en la estatua de Solís. —El señor Medialdea se rió con ganas—. No, esperá, Inesita, era un chiste. En la estatua de Garay.
La chica sonrió por segunda vez desde que el señor Medialdea la conocía:

—Sí —dijo.

—Seguro que al barbudo también le gusta andar por ahí —afirmó el señor Medialdea mientras se ponía el sobretodo, corría la silla y, con la manga, torcía un tapiz colgado en la pared.

Salieron a la noche fría. Por la salida del estacionamiento se asomaba el Mercedes; al volante, un empleado del restaurante.

La chica subió y permaneció silenciosa mirando por la ventanilla. El Mercedes enfiló hacia el Bajo.
El señor Medialdea encendió otro habano. Después tocó con un dedo el hombro de Inés. La chica se dio vuelta. En la mano con la piedra como garbanzo había un chocolatín.

—Gracias —dijo Inés.

El señor Medialdea canturreaba un bolero con el habano entre los dientes; pensó, sin remordimientos, que en una cosa se había equivocado: esta chica podía defenderse muy bien. Y en otra probablemente había acertado: no sería nada raro que el barbudo ya estuviera por ahí. Inés abrió el bolso y sacó el mismo libro de la tarde, bajó y cerró la puerta suavemente. El señor Medialdea intentó recordar la última estrofa de Inolvidable, pero la memoria lo traicionaba. Apretó el acelerador; iba a dormir a su casa.

(De: En el invierno de las ciudades, 1988)