A los 37 años una no espera
ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA
Por Tamara Tenenbaum
A los 37 años nadie espera que a sus padres les pase algo interesante. Eso pensaba Silvina en el entierro de su mamá, mientras sentía a Marcelo apretándole la mano tanto que le hacía doler, enterrándole sus propios anillos en su propia carne. ¿Qué sentido tenía suicidarse a los setenta años? ¿Qué urgencia había que no pudiera esperar diez o quince años? Casi le había parecido patética la imagen de su mamá colgada con las carnes flojas, lo blando de su cuerpo, los pliegues despigmentados, amarillentos, que asomaban por encima de su bombacha beige. Las venas a la vista, las várices en las piernas. A los ahorcados siempre los había pensado fibrosos, flacos y como inmaculados, de marfil. Quizás si hubiera estado colgada más tiempo se hubiera puesto dura, pero el forense le dijo que no debían haber pasado más de dos o tres horas cuando ella la encontró. Su mamá la había invitado a merendar. ¿Quería que la encontrara así? ¿Se estaba vengando de ella por algo? Se le ocurrían mil cosas y ninguna en particular. Todas las madres tienen razones para vengarse de sus hijas, como sus hijas tiene razones para vengarse de ellas, pensó. Nunca nadie se pregunta por los motivos cuando se mata a un padre o a un hijo, hay algo implícito, una locura pero también algo que nos pasa a todos, que mejor no saber. Estaba muy entusiasmada con las generalizaciones en esos días, buscando leyes en las que cayera lo que le pasó a su mamá, un caso particular de una ley universal. ¿Lo que le pasó o lo que hizo? Se enroscaba con sus pensamientos como si los estuviera escribiendo, como si las palabras que eligiera para contárselos a sí misma tuvieran una importancia vital. El sonido de las palas en la tierra era demasiado húmedo como para sacarla de su manija. Todo sobre la muerte de su mamá había sido demasiado silencioso.
No volvió a ver el cuerpo desde que la encontró. Cerró la puerta, llamó a la policía y ellos se la llevaron. El velorio fue a cajón cerrado y se encargó de todo Santiago, su hermano mayor, que tenía la plata para pagarlo. Silvina se ocupó de vaciar la casa; le quedaba muy cerca. Santiago ya estaba arreglando los papeles para venderla y quería entregar las llaves a la inmobiliaria en dos semanas como mucho. Silvina se preguntó qué habría hecho si no hubiera estado Santiago para encargarse de la parte administrativa, y si eran realmente adultos los que no sabían, como ella, tramitar la muerte, los que solo podían obedecer órdenes sencillas, firmar papeles ajenos; los que no tenían abogados propios. Si no hubiera estado Santiago se habría encargado Marcelo, pensó.
Decidió que en la primera visita al departamento se limitaría a separar en una caja las cosas que quería para ella y a pasar una escoba rápida. Fue al cajón de la ropa interior a buscar el alhajero, que no veía hacía décadas. Eligió un par de aros con piedras verdes, tal vez esmeraldas, y un brazalete de plata ennegrecida, quizá le daría alergia pero le gustaba la plata vieja. Encontró un collar de perlas que no reconocía. Mordió una sin saber bien qué era lo que tenía que pasar, qué sensación le indicaría si eran perlas de verdad. Se lo llevó igual por las dudas. Quedaban suficientes anillos, pulseras y cadenitas para la mujer de Santiago y sus hijas. De la ropa no se llevaría nada, pensó, pero miró el placard por las dudas. Se probó una enagua vieja que no debía ser ni siquiera de su madre, la debía haber heredado de la abuela, pero le quedaba grande y no era tan linda como para que valiera la pena achicarla. Eligió al azar un par de libros que supuso habían sido de su papá, embaló un juego de té con personajes de Alicia en el país de las maravillas y dio el asunto por terminado. Ya en el palier recordó que su mamá calzaba lo mismo que ella y que tenía muy buen gusto para los zapatos. Un sexto sentido para reconocer las buenas costuras, los buenos trabajos de marroquinería.
Tal vez era un buen momento para renunciar al departamento de Almagro, pensó, mientras se subía al San Martín sin pagar. Podría tomar alumnos de inglés en Pilar, cerca de lo de Marcelo. En Pilar sobraban los chicos con problemas de inglés, y ahora que no estaba su mamá ya no había nadie para decirle que cómo se le iba a ocurrir vivir tan lejos, en un country, encerrada, como en un campo de concentración para chetos. Su mamá combinaba esos chispazos de clasismo progresista con una moral idishe conservadora. Mirá si pasa algo, decía, y vos estás ahí lejísimos. Su mamá ya se había muerto, su papá también. Ya no había nada que pudiera pasar. Santiago nunca la llamaría a ella si tenía un problema. Como mucho cuando lo tuviera resuelto, para avisarle, pero no para pedirle ayuda.
Le gustaba viajar en tren desde su casa hasta lo de Marcelo. Le gustaba mucho más, de hecho, que estar en lo de Marcelo. Era domingo y viajaba poca gente, y toda sola. En la semana casi siempre había algún grupito de estudiantes que charlaban entre ellos, pero ese día nadie hablaba. Sacó uno de los libros que había rescatado de lo de su mamá y que le había quedado en la cartera: era un compilado de discursos de Winston Churchill, en inglés. No estaba segura de si su papá se lo habría comprado para él o si se lo había regalado a ella cuando empezó el profesorado. You ask, what is our aim, I can answer in one word: Victory. Victory at all costs, leyó, y se empezó a marear, a sentir presión en los lados de la cabeza y en la frente desde atrás. Desvió la vista hacia la ventana, con los párpados pesados. Vio pasar unos jacarandás que recordaba casi sin hojas y ahora estaban chorreando flores lilas, como si las estaciones del año fueran más repentinas desde arriba del tren. En el departamento no estaba casi nunca, y menos ahora que ya no iría a visitar a su mamá. La despertó del semisueño un chocolate con maní que le tiró a la panza un vendedor ambulante; la puntita del chocolate le había dado casi en el ombligo. Era un hombre mayor, con la piel curtida, vestido con ropa deportiva muy gastada y una gorrita de Marlboro. Los colores de su remera y de su bermuda eran brillantes, más que brillantes, chillones. La idea de que él jamás hubiera elegido vestirse así la incomodó. Le devolvió el chocolate pero le dio 10 pesos. El señor los aceptó con la mirada baja y ella se sintió una imbécil por haberlo humillado. El chocolate salía 20 pesos, no le costaba nada.
De la estación de tren a Las Madreselvas, el country en el que vivía Marcelo con sus hijos, había algo así como ocho cuadras. Eran ocho cuadras de ruta y tierra: un rato de nada que le venía bien para disfrutar de la cabeza limpia y hacerse a la idea de llegar. En el jardín la esperaba casi siempre una multitud de chicos. Esto del country se parecía mucho a vivir en comunidad, con los amiguitos de los hijos de Marcelo siempre encima, siempre dando vueltas, entrando y saliendo y rompiendo cosas como si fuera su casa, moviéndose solos como si fueran grandes. Silvina no entendía por qué vivían con él. La mamá viaja mucho, le había dicho Marcelo la primera vez que la llevó, y ella nunca preguntó más, aunque guardaba en la memoria cada mínima alusión a ella que hacía Marcelo, más por curiosidad que por celos. Eran dos nenas y un nene: Ivana, que ya cumplía 14, Leonardo, de 8, y Cristina, de 5. Ese día eran amigos de Cristina los que jugaban al gallito ciego en el jardín, bajo la supervisión de una niñera que Silvina casi confundió con una amiga de Ivana. El que tenía los ojos vendados era un varón. Los demás chicos lo tocaban, corrían y se reían, mientras él les buscaba las caras con las manos. De pronto Cristina se le paró al gallito adelante y lo empujó de frente. El nene cayó sentado y se empezó a reír, sin sacarse la venda; Cristina también se reía y lo miraba desde arriba, engolosinada con lo que acababa de hacer. La niñera la retó pero los chicos estaban contentos. Nadie los pudo convencer de ahí en más de que empujar al gallito ciego no era parte del juego. Silvina los miró unos minutos y después entró a la casa esquivándolos, cuidando de no tirarlos ella al caminar.
—Llegaste temprano —le dijo Ivana, tirada en el sillón con una tablet. Estaba en bikini.
—¿Sí? ¿Tenía que llegar a qué hora?
—Papá me dijo que a las siete ibas a estar, que él llegaba siete y media. Pero lo vas a tener que esperar.
Silvina miró a Ivana despacio, aprovechando que ella la ignoraba a propósito. Estaba recostada boca abajo con los antebrazos apoyados en el sofá, como la actriz del afiche de Lolita. Tenía la cintura quebrada y quizás había algo de ilusión óptica por la posición, pero le pareció indudable que en el último año la cola le había crecido como la cabeza de un bebé. Tenía el gesto duro de las adolescentes, de las adolescentes malas, pensó también. Era linda de ese modo en que solo pueden serlo las chicas malas. Sus piernas tenían el brillo rosa de la carne de nena pero los pies estaban llenos de ampollas y callos. Debían ser los zapatos que usaba, esas sandalias berretas con tacos altísimos. Le había comentado a Marcelo que esos zapatos de plástico le iban a hacer mal a los pies y a la espalda, que tenía que dejar de comprárselos, pero él se había encogido de hombros. Marcelo trataba a sus hijos como catástrofes naturales a las que no se les podía pedir explicaciones. Silvina sacó el libro de Churchill y se acomodó en otro sillón a hacer como que leía mientras esperaba. Trató de mirar de reojo lo que hacía Ivana en su tablet, pero estaba lejos. Adivinó el azul de Facebook y unos corazones de Instagram.
Silvina se había acostumbrado a coger con Marcelo sabiendo que compartían una pared con la pieza de Ivana y Cristina. Al principio tenía que ahogar los gritos, especialmente cuando él la chupaba toda con esmero, sacando y guardando la lengua despacito para apenas rozarla, para que lo que la hiciera acabar no fuera la lengua de él sino el vientito que soplaba después, el frío del aire. Pero después fue como si le hubiera cambiado la forma de coger, y ya los gritos no eran parte de eso y solo le quedaba la memoria de la situación en la que hubiera gritado. Ahora miraba a la pared esa del cuarto y se imaginaba el grito.
Escuchó cómo Marcelo le pagaba a la niñera afuera y saludaba a los papás que habían venido a buscar a los amiguitos. Guardó el libro y se acomodó el pelo y la blusa, mientras miraba a Ivana hacer lo mismo, a la espera de que Marcelo entrara a saludarlas. La vio deshacerse la colita de pelo y hacérsela otra vez, más tirante. La vio subirse con fuerza las medias azules del uniforme del colegio hasta que le quedaron a la altura de los muslos redonditos, achurándolos un poco como si fueran medias de liga.
Los domingos se hacía asado y todo el country se llenaba de visitas. En realidad no eran muchas las familias que, como la de Marcelo, vivían en serio en el country. Los días de semana Las Madreselvas era como una ciudad costera fuera de temporada. Cuando Silvina era chiquita su mamá le decía que las modas llegaban a la Argentina una década tarde, que las chicas recién se empezaron a batir el pelo como Madonna en los 90, cuando Madonna ya estaba en otra cosa y tenía el pelo lacio y chato como si acabara de bajarse de la moto y sacarse el casco. Silvina pensaba que el country era como la Argentina de los 80 a escala mini. Las cosas no tardaban diez años en llegar pero sí dos o tres meses. El tema del día (el paco, el dólar blue, los zapatos con plataforma de corcho o los chicos que tomaban kerosene en las fiestas paras sentirse mejor) siempre estaba un par de semanas atrasado. No entendía cómo ni por qué: en el country se veían los mismos canales de TV que en capital, y el Facebook tenía que ser el mismo, pero era así, un túnel del tiempo muy cortito pero notorio. Ese domingo, mientras enjuagaba las mollejas que había dejado en vinagre la noche anterior, Marcelo le hablaba a Ivana sobre la trata de personas. Es tan del mes pasado ese tema, pensaba Silvina, con un odio que le salía de las muelas. ¿Cómo puede ser que él no lo sepa? ¿Es tarado? ¿Es viejo? ¿Es prematuramente viejo, o tener 48 ya es ser viejo? A medida que se acercaba a los cuarenta Silvina perdía esas referencias. No le parecía que los cincuenta fueran los nuevos cuarenta, ni lo contrario. Solamente le costaba tomar distancia de la edad que tenía, y en realidad le costaban las edades de todos. Ivana le parecía a veces una mocosa y a veces una hija de puta par, igual a ella. Leonardo no había dejado jamás de tener los cuatro años que tenía cuando ella lo conoció y Cristina era más una viejita impune que una nena.
—Es importante que sepas que esta es la realidad —decía Marcelo mientras removía las brasas. —¿Sabés la de chicas como vos que pensaron que no les iba a pasar, se fueron con un chico a una fiesta y terminaron como
María Soledad?
—No sé de qué me hablás, papá. No sé quién es esa.
—Es la primera víctima de trata de la Argentina —Silvina quiso corregirlo pero no sabía por dónde empezar.
—Hay un documental —decidió decir. —Yo lo vi en video hace muchos años pero supongo que se consigue.
—En video —se burló Ivana, mientras se comía una morcilla entera, con la piel y todo, como si fuera un extraterrestre que no conociera los embutidos.
Habían comido temprano; mientras lavaban los platos con Marcelo Silvina todavía podía sentir el olor de algunos vecinos que recién estaban arrancando con sus fuegos. Qué lindo, pensó con una envidia dulce, qué lindo debe ser levantarse a las 12 del mediodía. Ella no tenía ninguna razón para no hacerlo, pero no lo hacía.
—¿Sabés? —Silvina sintió cómo las palabras se le iban solas de la boca. —Tengo ganas de irme.
—Me parece genial que te vengas —¿por qué entendió «venir» cuando dije «irme»?, se preguntó Silvina—.
—Además seguro que todo en el barrio te hace acordar a tu mamá.
—Almagro tiene eso —dijo como si fuera una cosa del barrio, no de ella, algo del barrio que recordara a todas las mamás. —Pero hablo de otra cosa.
—¿Irte de viaje? ¿Querés que vayamos a algún lado? Podemos, por qué no, en un par de meses. Los chicos ya son grandes, se saben comportar. Y tal vez logro que Ivana se quede con su mamá unos días.
—De viaje —repitió. Debe ser eso, se dijo, lo que me pasa. Un deseo de viaje.
Silvina fue a entregar su departamento y aprovechó para ir a terminar de limpiar el de su mamá. Le sorprendió lo parecidos que eran, ahora que los dos estaban casi vacíos. Ninguna de las dos había clavado cuadros en las paredes ni había pintado de otro color que no fuera blanco, ni siquiera su mamá que era dueña. No había querido marcar nada, dejar ningún rastro. Para venderlo mejor, decía, y así Silvina había aprendido que las casas eran lugares de paso que había que dejar intactas para cuando viniera alguien más. Los dos tenían piso de madera: su mamá siempre le había dicho que una podía vivir en una villa miseria si tenía parquet. Ella había tenido lámparas de pie, adornos y muebles de estilo escandinavo que sentía le daban a su casa otra personalidad, pero ahora que ya no estaban se veía que por abajo eran dos departamentos iguales, de dos personas que habían elegido cosas parecidas. Pensó eso y se acordó de los zapatos.
De los cuatro pares que todavía eran usables dos le quedaban incómodos y otro era irremediablemente de vieja. Los más lindos, en realidad, eran los que su mamá se había llevado a la tumba, unos mocasines italianos puntiagudos. ¿La habían enterrado con ellos? Solo recordaba que los tenía puestos cuando la encontró colgada, que le sorprendió que no se le hubieran caído. Lo que rescató al final fue un par de tacos negros, clásicos pero como un poquito escotados, mostrando algo más de pie. Trapeó el piso sin cuidado, desperdiciando detergente a propósito, y se guardó los zapatos en la cartera.
Ya en la calle le entraron juntos cinco mensajes de Marcelo: le recordaba que esa tarde era la graduación de Cristina, le decía que no se preocupara por el regalo y que si veía que se le hacía tarde se pidiera un remise, si no tenía «cash», él la esperaría en la puerta del colegio con la plata. Por supuesto que a Cristina le importaba nada que ella la viera recibirse del jardín. Era conmovedor el teatro de Marcelo para hacerles creer a todos que se querían. Pero bueno, mejor lo del remise, así llegaba a pasar por el zapatero para pedirle que le cambiara la media suela de goma a los zapatos de su mamá.
Tuvo que cerrar los ojos y dejar que los pies la llevaran para recordar el camino a lo del zapatero. El rápido, se llamaba el local, y siempre se había llamado así, desde que ella era chiquita. Había ido muchas veces ya de grande pero el tipo jamás la reconocía, a menos que ella le dijera «soy la hija de Irma». Cuando llegó estaba igual que siempre, curtido y acelerado, contándole a una clienta una historia empezada.
—¿Entendés? Me aparecieron en la cuenta, imaginate, 145 mil dólares, que en esa época eran pesos. Imaginate que no podés no darte cuenta, yo nunca tenía, no sé, más de 10 mil. Me los habían depositado desde una cuenta rara, que después entendí que era de la quiniela, pero yo no había jugado nada, mucho menos ganado nada. ¡Era un error! Lo primero que hice fue mover la guita de a pedacitos, un pedacito a una cuenta, un pedacito a otra, para no tenerla en la mía. Supuse que era lo más lógico. Pero al mes me llamaron. ¡Entendés! ¡Me llamaron para ver lo del error! Nena, ¿qué precisás?
Pensó en decirle que era la hija de Irma para que él le preguntara cómo estaba y mentirle, contarle que su mamá estaba perfecta, que estaba disfrutando de su casa y de sus nietos, no, míos no, mi hermano tiene hijos, yo todavía no, pero no le dijo nada más que lo de la media suela de goma. Casi que ni articuló la frase, al «qué precisás» contestó solamente «una suela».
—Perfecto, muñeca, van a ser 400 pesos. Hagamos 600 y arreglo también el taco. Lo retirás con este papelito, pero que sea antes del sábado que viene, porque el domingo me voy por tres meses a Europa.
Ya en el remise Silvina guardó el papelito en una página del libro de Churchill. Se acordó de que una vez, hacía como siete años, se había colgado tanto en ir a buscar un par de zapatos que le dio vergüenza y los abandonó ahí. Volvió varias veces a llevar otras cosas pero el tipo jamás se los devolvió ni pareció recordar que eran de ella, por suerte. Esta vez no le pasaría. Igual tenía que volver al barrio a entregarle las llaves de su departamento a la inmobiliaria.
Ya estaba por empezar el actito de Cristina así que Marcelo se quedó adentro con Leonardo y mandó a Ivana a buscarla al estacionamiento con la plata para el remise. Silvina sintió la mirada penetrante de Ivana sobre su ropa, Ivana con las tetas apoyadas en la ventanilla abierta del conductor, sonriendo y pagándole, como una puta al revés. Ivana con un vestido negro apretado con ballenitas, con breteles de corpiño y encaje abajo. Silvina con su pantalón beige de oficinista, sus zapatillas de tela y su remera coral. Silvina como una nena, Silvina más petisa que Ivana, que tenía una sonrisa gatuna mientras le indicaba el camino y trataba de disimular que le miraba el culo, el culo horrible que le hacía ese pantalón de oficinista.
Marcelo había ocupado un lugar con su saco y otro con el bucito de Leandro, que estaba casi dormido. Ivana sacó el celular sin ninguna sutileza. Silvina se disponía a hacer lo mismo cuando el acto empezó. Cristina era la protagonista, Marcelo no le había dicho nada. Tenía un vestidito blanco y la nena que hacía de su mamá, con ruleros, pantuflas y una escoba, le decía que bueno, que si quería usara el vestido nuevo para ir a jugar pero que más le valía que no lo ensuciara porque era nuevo y elegante y le tenía que quedar para otras ocasiones. Entonces Cristina salía y lo primero que le pasaba era que se caía en un charco de papel crepe marrón mientras jugaba con unos chanchitos, que eran tres nenes con orejitas de cartulina rosadas. En eso se veía que el vestido blanco tenía como unos velcros, y Cristina se pegaba ahí otros velcros marrones, como si fueran las manchas del vestido. Llorando, les pedía ayuda a unos conejos, a un gato y a unos perros, todos con vinchas con las orejitas correspondientes, pero ninguno podía ayudarla, hasta que aparecían la luna y las estrellas y le sacaban las manchas con su brillo y ella se sacaba los velcritos y volvía a casa y su mamá la felicitaba por haber cuidado tan bien el vestido. La luna y las estrellas eran plateadas, nenas arregladas con papel de aluminio. Cristina sonreía y hacía reverencias. Miraba al público, batía las pestañas. ¿Tenía una moraleja la historia? ¿Algo sobre mentirles a las madres? Aunque casi parecía ser una apología de eso.
—Mi amor —Marcelo le tocó el brazo, incrédulo, se reía. —¿Estás llorando?
—Es Cristina, que está tan grande —mintió, y él la abrazó. Pero no estaba segura de si era una mentira, porque no sabía exactamente por qué lloraba.
La semana después del acto casi no salió de la casa del country. Se había conseguido un par de alumnas, compañeras de colegio de Ivana, pero fuera de esas cuatro o cinco horas semanales de clase se la pasó en el cuarto. Ponía la tele de fondo pero no la miraba. Con los libros hacía algo parecido. El único que había logrado terminar era el de Churchill, casi como un ejercicio de idiomas pero de un idioma que conocía muy bien. La hacía sentir como en casa, más cómoda que lo que nunca se había sentido en ninguna casa, meterse con algo que supuestamente era difícil pero que ya sabía que le salía. Un discurso se le había quedado en la memoria, uno que estaba incompleto: «It lies with the Government to satisfy the working classes that there is no justification…er… [long silence]», así terminaba. Aparentemente Churchill se había perdido con sus propias palabras. Nunca más volvió a hablar sin papeles, decía una nota al pie del editor. El discurso era de los primeros famosos, de 1940, pero estaba último en el libro.
Se masturbaba sin fotos y sin películas, sin nada, ni siquiera imágenes mentales. Se agarraba fuerte los pezones hasta que se calentaba y después se frotaba con fuerza hasta terminar. A veces acababa sin haberse mojado casi. Eso le dejaba una sensación rara, un ardor, la comodidad de no tener que ir al baño a lavarse las manos. Se preguntó para qué se habría matado su mamá. Si podía vivir así como ella, sin hacer nada, como si estuvieras muerta pero con la sensación de que era una situación reversible. A Marcelo le dijo que estaba enferma. Así logró hasta comer sola en la habitación mientras él cenaba con los chicos, que la miraban más raro que de costumbre. Tenía la sensación de que ellos sabían que estaba mintiendo, que era Marcelo el único que no se daba cuenta de nada. Ah, cierto, decía Ivana cuando Marcelo le pedía que bajara la voz para no molestar a Silvina en su cuarto.
Pero el jueves la apuró el dueño de su departamento para que fuera a entregarle las llaves. Se levantó temprano, previendo que le costaría armarse para salir. Como había estado poco en la calle tenía una cantidad inmensa de ropa limpia. Se puso un jean y una remera que le parecieron duros y ásperos después de tantos días de usar el mismo pijama. Era diciembre, ya no había clases e Ivana estaba en casa.
—¿Ya te sentís mejor?
—Tengo que ir a hacer un trámite.
—Podés pedirle a mi papá, que lo vaya a hacer él.
—Tengo ganas de salir un rato, además tengo que retirar unos zapatos.
—¿Puedo ir con vos?
Nunca habían ido solas a ningún lado, y mucho menos por voluntad de Ivana. Silvina quiso decirle que sí. La miró. Ella estaba todavía en pijama, descalza. Ivana tampoco se había vestido mucho estos días, casi no había salido, ni siquiera de la casa. Silvina se dio cuenta de que la chica no debía salir del country hacía mucho. Su colegio, sus amigas, todo le quedaba ahí. Hasta un bar tenían ahora los pibes para pasar el tiempo sin salir del perímetro. Pero no llegó a completar el pensamiento, solamente negó con la cabeza y se fue.
Cuando volvía a casa, medio dormida en el tren, pensó que se había olvidado de retirar los zapatos. Se lo recordó una vieja que pedía plata para su hijo parapléjico, un tipo que ya debía tener cuarenta años, desarmado sobre una silla de ruedas, chorreando de calor. El hijo parapléjico en realidad se lo recordó. Tenía puestos unos zapatos de mujer, tal vez los únicos que había encontrado su madre para ponerle; claro que daba igual cómo le quedaran, si no eran para caminar, eran solo para abrigarle los pies, aunque hacía calor y quizás el tipo hubiera dado más lástima descalzo. Así daba un poco de risa. Eran unos zapatos negros muy puntiagudos, aseñorados, de bruja aseñorada.
Silvina supo que estaba embarazada antes de hacerse el test. Estaba tan segura que estuvo a punto de no hacérselo, como si no hiciera falta. En un momento pensó que quizás había estado embarazada pero lo había perdido, y por eso se lo hizo, para chequear, un día que se había quedado ella sola en la casa con Cristina y con Leonardo. Aprovechó que estaban concentrados en un juego nuevo que había inventado Cristina. En realidad era una versión del «Operando» que ella había visto en la casa de una amiguita, y que su papá quiso comprarle pero no encontró en ninguna juguetería cercana. Cristina era caprichosa pero se las rebuscaba, eso había que reconocerle: lo acostó a Leandro en el piso, lo ató por las manos y los pies a cuatro sillas y le dibujó los órganos con birome en la panza y en el pecho. Con unos auriculares a modo de estetoscopio y unos lápices «operaba» (Silvina le había sacado el destornillador y la aguja de tejer, que habían sido sus primeras opciones) a Leonardo, que por instrucciones expresas de ella hacía un ruido cuando la operación iba bien y otro cuando iba mal. El primero era como un «iiii, iiii» agudo y el segundo más un «nin» seco.
Esos ruidos escuchaba Silvina desde el baño mientras miraba y pensaba en ese resultado que no la sorprendía. Había sentido en el cuerpo la invasión; si no era un bebé, tenía que ser un tumor o un parásito, y ella siempre había sabido que era un bebé. Reprimió una risa y se le escapó un poquito más de pis cuando se le ocurrió que la venganza de su madre era esta. Lo de hacer que la encontrara colgada era un chistecito previo, una preparación. Se puso los zapatos, agarró la cartera y se fue. Deseó que Ivana volviera antes que Marcelo, que él no se diera cuenta de que había dejado a los chicos solos, pero no lo deseó tanto como para no irse. Viajó sentada en el tren pero parada en el colectivo, y con el movimiento se dio cuenta de que se había olvidado de ponerse corpiño.
Pasó por delante de la casa de su mamá y vio el cartel de la inmobiliaria Goldstein, la misma que había manejado el alquiler de su departamento y que seguramente habría encontrado ya un nuevo inquilino. Caminó sintiendo cómo la transpiración del asiento del tren le caía de los muslos al piso, como si estuviera menstruando. Le costó orientarse pero llegó al local de El Rápido. ¿No debía estar en Europa el tipo? Las fechas se le mezclaban, pero llegó y ahí estaba el Rápido, canturreando mientras ordenaba unas punteras chiquitas.
—Acá están, muñeca —le dijo, y sacó los zapatos de una caja. Les había cambiado el taco por uno de otro color. Ahora eran negros con el taco marrón. —¿Qué me contás? Decime si no están como nuevos, flameantes.
—Están bien —contestó, y se los metió en la cartera.
Hizo unas cuadras y encontró un bar donde solía pedir delivery de milanesas cuando vivía por ahí, o un guiso de lentejas para comer juntas en lo de su mamá. Se sentó en la barra, que era más bien un mostrador, y pidió una cerveza, pero solamente si estaba muy fría. Cuando tuvo el vaso entre los dedos levantó la vista. Estaba casi sola en el bar. Solo había un señor que hablaba por celular, cortaba y volvía a llamar, como operando alguna cosa, y una mujer de unos cincuenta años, que tenía un bastón con empuñadura de plata apoyado en una silla y comía una tortilla española con cuchara. Arriba del mostrador había una tele encendida en un canal de deportes. Dos periodistas deportivos de camisa y corbata recordaban a un jugador de básquet, Wilt Chamberlain se llamaba, que había muerto hacía cinco años, o diez, o quince, o algún otro número redondo. Pensó que el nombre del basquetbolista era como una versión bizarra del de Winston Churchill, lo que recordaría del nombre «Winston Churchill» una vieja con Alzheimer. Se quedó con esa idea como en pausa mientras hacía circular la espuma adentro de su boca y sentía que el celular le vibraba sin parar adentro de la cartera, haciendo niin, niin, como el ruido del corazón de Leonardo cuando lo operaba Cristina.
(De: Nadie vive tan cerca de nadie)