Ahora te toca a ti

Por Héctor Tizón

—Con éste van veintisiete hoy —dijo el mayor—. Buena faena. Pero se me parte el alma.

—No se preocupe usted —dijo el miliciano.

—No. No me preocupo, pero se me parte el alma.

—Ellos torturaron, robaron, mataron, violaron…

—Sí. Ellos hicieron eso, pero nosotros ahora los fusilamos y listo.

—Ellos sabían que iba a ser así. Y si no, peor para ellos.

—Sí. Tiene que ser así. Aunque a mí me hubiera gustado que todo hubiese sido de golpe. Pero no alcanza el tiempo para fusilar a tantos de un solo golpe… Mira, chico, cada vez que grito “¡fuego!”, lloro. Se me parte el alma. Además había que juzgarlos y no hubiera sido posible fusilar a todos de un golpe.

—Ellos estuvieron matando durante muchos años, y torturando a la gente. Nosotros no podemos fusilarlos en un solo día.

La fortaleza era un hormiguero humano. Mucha gente entraba y salía, pero también muchos eran los que permanecían afuera, sentados en el cordón o apoyados en la pared o caminando de un lado a otro. Discutían, conversaban o simplemente permanecían en silencio.

El día era luminoso y azul intenso el cielo. De pronto se escuchó una bocina aguda y prolongada, y al doblar la esquina se detuvo un jeep cargado de milicianos, que al instante descendieron de un salto y con los fusiles en la mano se abrieron paso entre la gente hacia la entrada principal de la fortaleza.

—¡Fusilen a esa mugre, a todos! —gritó alguien. Pero los milicianos no dieron vuelta la cara. Algunos de los que permanecían afuera aplaudieron. Otros gritaron con alegría y con odio.

En el patio principal de la fortaleza no había menos gente que afuera, sólo que aquí todos eran milicianos. Desde las oficinas laterales salían oficiales que daban órdenes a los gritos a su gente y volvían a entrar. Al escuchar las órdenes muchos corrían, pero otros permanecían sentados o tumbados sobre el pastito de los canteros, fumando.

—Hay tiempo —dijo uno—. Para liquidar a toda esta basura, hay tiempo.

—A ese gordo hubo que amarrarlo bien. El muy cobarde se agarraba de mí, colgándose como un chico mal criado, casi me arrastra a la pared junto con él.
Hubo que amarrarlo y fusilarlo así, atado como un fardo.

El que estaba cerca fumaba con prolijidad, rítmicamente, mirando la punta del cigarro a cada pitada, y después se quedaba contemplando cómo el humo azul se confundía rápidamente con el cielo.

—¿Tú qué sientes cuando fusilas, chico?

—¡Ja! Hay veces que se me revuelven las tripas.

—A veces, con algunos, es fácil.

—Sí. Casi siempre es fácil. No hay nada más que recordar y apretar el gatillo. Y después no pensar en nada.

—Alguien debiera escribir un método para fusilar. Uno nunca sabe cuándo lo va a necesitar.

—Pero lo mejor es no pensar en lo que estás haciendo. Cuando lo hice por primera vez, se me ocurrió que el que estaba delante me apuntaba con su fusil, que estaba agazapado entre los árboles y me apuntaba, como en la sierra, y entonces yo tiraba primero. Es un buen sistema.

—También la gente ayuda. Con el gordo fue un espectáculo. Entonces lloraba y se arrastraba, pero no se acordaba seguramente de lo de antes. Un viejo había declarado que el gordo era culpable del asesinato de su hijo. Primero le quebró los dedos con un martillo. Todos los dedos; pero no lo hizo de una sola vez, sino que cada día era un dedo —el gordo se negaba durante la acusación gritando como un marrano—, pero no hubo caso, hubo también otros testigos y otras pruebas. Una vez que mataron al hijo del viejo, dejaron su cadáver tirado dentro de una zanja. Los cuervos lo descubrieron. Ayer lo fusilamos; quiso comulgar dos veces, pero el cura le advirtió que no era necesario, que para el caso bastaba con una ya que no iba a tener oportunidad de pecar. Ni siquiera recibió los tiros de pie, sino que se acurrucó y hubo que estar buscando el cuerpo con la mira del fusil. Durante todo esto, varias personas que se habían subido a unos árboles del costado de afuera gritaban insultando al gordo. Se le habían probado catorce crímenes.
Había también algunas mujeres de ropa negra encaramadas en las ramas y también niños, que se habían trepado en la copa y desde allí se balanceaban con el viento y el entusiasmo. “¡Mátenlo!”, gritaban todos, “¡mátenlo como a un perro! ¡Asesino, ahora te toca a ti!”, pero el gordo no oía nada de eso, ocupado como estaba por hacerse pequeñito tratando de esquivar la descarga.

Una voz de orden hizo alterar a los que conversaban sobre el pastito. No sin desgano se pusieron de pie y atravesando el patio llegaron a la oficina del mayor.

La oficina no estaba bien iluminada. Había tres personas de uniformes caquis, algo despintados; los tres tenían los ojos enrojecidos y uno de ellos fumaba.

Sólo cuando el mayor dijo “vamos”, el cuarto dio muestras de ser la víctima. Era un hombre pequeño, huesudo, con un bigote cuidado, simétrico, que le llegaba justamente hasta las comisuras de sus labios finos, debajo de la nariz afilada; estaba despeinado y sus cabellos eran entrecanos; las cejas, bien pobladas, se movían con facilidad dándole un aire de asombro y de terror a sus ojos oscuros; los pantalones le caían como bolsas sobre los zapatos evidentemente grandes para él. Sobre el pecho sólo tenía una camisa a grandes cuadros fuera de los pantalones.

Sólo cuando el mayor dijo “vamos”, se alteró; comenzó a temblar como una hoja. Se notaba cómo las piernas le flaqueaban debajo de sus enormes pantalones.

—¡No! —gritó el reo—. ¡Yo no soy! ¡Soy inocente! — Dio un salto tratando de abrir una de las puertas clausuradas del fondo—. ¡No me maten! —dijo—. ¡Soy inocente!

El mayor hizo señas a los del grupo y éstos se abalanzaron contra el prisionero, tomándolo de los hombros. El prisionero comenzó a patalear y entonces hubo también que agarrarlo por las piernas. Así lo sacaron hasta el paredón.

A duras penas pudieron llegar al lugar porque el hombre durante todo el trayecto no cesaba de gritar, convulsionado por el esfuerzo que hacía por tratar de zafarse de sus apresores. Cuando llegaron pareció calmarse. Entonces se desplomó con la cara entre las manos, sobre la tierra, y comenzó a llorar, sacudiéndose, inconsolablemente. El mayor volvió a hacer otra señal y los hombres del pelotón se apartaron. El cura entonces se acercó y pasó su mano suavemente sobre el hombro del reo. Éste pareció tranquilizarse y levantó la cara para mirarlo. Tenía los ojos y las manos sucias por el polvo y las lágrimas. El cura le dijo algo al oído y el hombre se arrodilló con mucho trabajo y juntó las manos para rezar. También el cura agachado sobre él juntó las manos y rezó. No se oía nada.

Desde el costado, sobre el gran árbol, venían nuevamente las voces de las mujeres y de los niños que gritaban, hacían ademanes amenazadores e insultaban; ahora también había algunos hombres trepados.

El reo agachó la cabeza y entonces se escuchó la voz del cura, muy quedamente, que decía “ego te absolvo”; al tiempo que el otro volvía a convulsionarse por el llanto, pero era un llanto distinto.

Uno de los milicianos se acercó y ató las manos del reo a la espalda. Antes de ponerlo en posición el cura se acercó nuevamente e hizo la señal de la cruz sobre el pecho del que iba a morir.

Todos se separaron. El hombre de la camisa a cuadros levantó de pronto los ojos hacia el pelotón, contrajo sus cejas enormes y quiso decir algo. Pero ya no fue posible.

Cuando el mayor cruzó el patio encaminándose hacia la oficina, alguien salió gritando y corriendo de la comandancia. Agitaba un papel:

—¡Alto! ¡Alto! ¡Los papeles se habían hecho bola! ¡Él, era otro, él no figuraba!

Ya los demás habían llegado formando un grupo. Uno de ellos dijo:

—Éste gritaba mucho… ya me parecía.

Hubo un silencio. Y el mayor dijo:

—Ya no hay modo.

Se separó del grupo y empezó a caminar nuevamente. Tenía los ojos bien abiertos, pero sin ninguna expresión.

(De Cuentos Completos, Alfaguara)