Angelina y Pipotto

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por Hebe Uhart

Había una vez una mujer que se llamaba Angelina, pero la gente del pueblo le decía vieja y los chicos, vieja loca, porque una vez en la feria le pegó con un palo al feriero. Y por eso también los chicos decían que llevaba bastón, pero ella no llevaba bastón y andaba bien derecha. Su marido se llamaba Pipotto y era gordo y colorado, y se pasaba todo el día tomando vino, que guardaba en una cuba en el sótano. Todos los días, cuando Angelina dormía, él iba al sótano y tomaba de la misma cuba. Entonces ella se despertaba y decía:

—Siento olor a vino.

Y se iba al sótano y allí lo corría, y él dejaba la cuba destapada, y como nadie la tapaba, venía la cabra a lamer todo. Entonces Pipotto corría dando grandes gritos:

—¡Mi vino! ¡Mi más querido vino!

Cuando la cabra se emborrachaba, Angelina le pegaba, para que así aprendiera, y si su marido Pipotto estaba borracho, también le pegaba a él, pero si él no estaba borracho, él se indignaba contra la cabra y los dos empezaban a pegarle y después la ponían en el establo.

Cuando llegaba el tiempo de emparvar, Angelina limpiaba la horquilla y la preparaba desde mucho tiempo antes, y a veces emparvaba desde que salía el sol hasta la noche, y una vez tuvo que quemar todo el pasto porque había encontrado una lagartija colorada y las lagartijas coloradas traen fiebre y el dolor de muelas. Entonces Pipotto lloraba y decía:

—Es demasiado pasto; el pasto mejor que he tenido en mi vida.

Y sollozaba.

Angelina, mientras, iba poniendo teas encendidas y lo miró con una tea en la mano y Pipotto dijo:

—La fiebre es muy mala.

Y se puso a quemar él también, pero no quiso quemar a la lagartija, ni tampoco quiso verla viva, aunque fue a verla cuando su mujer la echó al río y dijo:

—Cubierta de agua es distinto.

Y se tumbó para mirarla, y después salió corriendo hasta su casa.

Cuando era domingo, tocaban las campanas y Angelina se ponía un vestido violeta. Era muy flaca y el vestido le quedaba grande. Pipotto se ponía el reloj nuevo y se iban en carro a la iglesia, donde estaba el predicador. Desde que cantaban los gallos Pipotto tomaba vino, pero estaba permitido porque era domingo. Él manejaba el carro, y a veces cantaba despacio y Angelina miraba un libro de oraciones que decía:

con flores a porfía
que madre nuestra es

Y entonces le decía a su marido:

—Deberías cantar «Porfía» y no esas cosas inmorales, porque estamos a dos cuadras de la iglesia.

Y señalaba con los dedos las dos cuadras, pero Pipotto no se acordaba de Porfía y ya no cantó ningún canto.

En la iglesia el predicador decía cuando entraron:

—No se debe incendiar los campos, y tampoco se puede tomar mucho vino, porque el que toma mucho vino después incendia los campos. Yo no lo digo por nadie en particular y lo digo por todos en general, y ahora vamos a cantar este canto.

Y todos cantaron:

Con flores a porfía
que madre nuestra es

Una vez vino un forastero que dijo que era conocido de ellos porque conocía a unos parientes que vivían en Aquitania. Y ese conocido quería comprar una parcela de campo y Pipotto se acordaba de Aquitania y decía:

—¡Qué vacas había!

Y el otro decía:

—¡Qué vacas!

—Había un río azul del todo, no tenía nada de sucio.

—Es cierto.

—Y no era sólo un río, era un río con puente; y no era puente de madera, porque era puente de hierro.

—Sí —dijo el otro con modestia—. Era un puente de hierro.

Y mientras, Angelina los miraba y se ponía los anteojos y enarcaba las cejas y vio que el conocido tenía el pelo colorado y por si acaso, se hizo el nombre del padre.

Y Pipotto decía:

—Allá vivía Cola de Mula.

—Se murió Cola de Mula.

Y Pipotto lo miró fijo y dijo:

—Entonces no es lo mismo.

Pero el otro sonrió y dijo rápido:

—Ah, pero hay muchas cosas más, hay faroles de carnaval y para la fiesta de San Juan, hay un negocio donde venden nueces y billetes de lotería.

Entonces Pipotto golpeó el suelo con el pie y dijo:

—Sin Cola de Mula no es lo mismo.

Y se empezó a emborrachar.

El otro decía:

—Cierto, no es lo mismo.

Y el forastero no se emborrachaba y decía:

—Usted tiene mucho campo. Es demasiado campo para una casa sola.

Angelina observó otra vez que era pelirrojo y entonces dijo:

—Son 887 pesos.

Pero el conocido no quería discutir con ella, quería discutir con Pipotto, porque Pipotto decía:

—¿Para qué sirve el campo? El campo no sirve para nada.

Entonces Angelina le echó un balde de agua a su marido y el hombre pelirrojo agarró el paraguas y los guantes y dijo:

—Muy buenas noches, que lo pasen bien, se me ha hecho muy tarde.

Y desapareció.

Una vez Pipotto estaba muy enfermo y no quería prepararse para la buena muerte. Angelina buscó un libro de oraciones que había sido de su abuela, y estaba en el baúl en un rincón, bajo unas ramas secas de olivo.

Angelina se sentaba al borde de la cama y decía:

—Hay que repetir así: «Desdigo lo que dije, desoigo lo que escuché y deshago lo que hice».

Y Pipotto se tapaba la cabeza con la almohada y miraba si venía el alba. Si todavía era de noche, él repetía lo del libro de oraciones, pero si oía cantar el gallo, se sentaba rápido en la cama y decía:

—Hay luz. Ahora ya hay luz.

Y así todas las noches. Entonces Angelina decía:

—Es Satanás que se encarnó y lo tengo que sacar.

Y ella iba con un tacho lleno de agua y esparcía agua por todos lados y también sobre Pipotto, que no se daba cuenta y decía:

—Desdigo lo que dije —y de repente espiaba la ventana y veía luz y decía:

—Ya hay luz. Ya cantó el gallo.

Un día a la mañana, vino el recaudador del gobierno que tenía un sombrero blanco de paja, y ellos no lo conocían pero lo hicieron entrar. Ellos no votaban porque eran muy viejos y tampoco sabían qué gobierno había, y se creían que ese recaudador era el del rey Víctor Manuel. Entonces el recaudador dijo:

—Después de Víctor Manuel hubo ocho reyes primeros y tres reyes segundos y un rey tercero que duró dos días y lo sacó la revolución. Ahora gobierna el rey Evaristo.

Entonces los dos viejos se miraron, se encogieron de hombros y Angelina preguntó:

—¿Y ese rey qué quiere? ¿Chanchos, cabras o queso? Queso no tengo, pero sí una cabra y tres chanchos.

Entonces el recaudador se fue al establo para mirar los animales y a cada rato se tocaba el sombrero blanco y fruncía las cejas. Después anotó dos chanchos y Angelina miraba un poco lo que escribía y otro poco el sombrero blanco, y después lo acompañó hasta la puerta. Cuando se fue, el recaudador hizo bocina con la mano y dijo, con mucha dignidad:

—Recuerden, es el rey Evaristo.

Y ellos se fueron a freír un pedazo de tocino.

Un día Pipotto sacó el dinero del colchón porque lo habían abierto para cambiarle la lana, y después no se acordaba dónde lo había guardado. Pipotto no le decía a su mujer que no se acordaba, porque tenía miedo, pero un día empezó a buscar en distintos tachos y Angelina, que estaba lavando, le preguntó:

—¿Qué es lo que estás buscando?

—Nada —dijo Pipotto.

—Es el dinero —dijo Angelina—. Hace tiempo que falta. Si lo gastaste quiero otro dinero igual a ése enseguida.

Y entonces los dos se pusieron a buscar y era de noche, y estaban sin linterna ni nada, y de pronto Angelina vio un pedazo de tierra removida y empezó a sacar tierra con la pala y dijo:

—Acá está. Lo pusiste aquí.

Y sacaron las monedas y se pusieron a limpiarlas muy despacio, hasta que tuvieron brillo y las guardaron en el colchón que había sido cardado nuevo hacía poco.

Angelina había hecho tocino frito y lo llamó a Pipotto a comer. Lo llamó varias veces y también hizo ruido con una lata. Lo buscó por dentro de la casa y no estaba; salió afuera y en los establos tampoco estaba; fue a mirar a las parvas y estaba detrás de una parva apoyado y sentado, y parecía dormido pero ella se dio cuenta de que estaba muerto. Entonces fue a avisar a los coches fúnebres y preguntó:

—¿Cuál es el mejor entierro? Quiero tres coches, todos llenos de flores.

Y había llevado las monedas que ellos habían limpiado. El de los coches la miró, miró sus zapatos y dijo:

—Con un coche basta.

Y ella dijo:

—No basta nada. Quiero tres coches llenos de flores y no flores cualquiera, quiero claveles blancos.

El hombre anotó, y Angelina avisó al predicador y todos los vecinos supieron y fueron a su casa. Pipotto estaba tendido en una cama y ellos decían:

—Era bueno.

—Era buen vecino.

—Sí, de los mejores vecinos que hay.

Angelina hablaba como para sí y decía:

—Yo le dije. No te tomes ese vino. Tu barriga ya está demasiado llena de vino y eso hincha las venas.

Los miró y dijo en voz alta:

—Tomaba demasiado vino.

Entonces todos se quedaron callados y una que tenía un pañuelo en la cabeza dijo:

—Sí, pero era muy alegre y cantaba siempre, ¡pobre!

—Era fundador. Era un vecino fundador.

De repente oyeron a la cabra que gritaba, y otros dos vecinos fueron a mirar; la cabra estaba borracha porque la cuba había quedado destapada. Angelina echó la cabra fuera y cerró la cuba, y todos fueron otra vez donde estaba Pipotto y después rezaron oraciones y el predicador les puso agua bendita y habló de la vida eterna. Cuando eran las cinco de la tarde, todos fueron a pie al cementerio y los que llevaban el cajón sudaban porque era un cajón muy pesado. Lo enterraron en un lugar apartado y una vecina dijo:

—Ése no es el lugar de un fundador.

Después volvieron a sus casas, y la besaron a Angelina en los dos cachetes y se despidieron.

Ella se volvió y vio que el tocino estaba del todo helado, era un tocino que no se podía comer. Y ahora bajaba el sol y buscó a la cabra para darle el tocino. La cabra estaba muy borracha. La miró un rato y agarró la horquilla para pegarle, pero después muy despacio la dejó en su lugar. Y como bajaba el sol, se sentó cerca del último sol que había, y se quedó mirando sin distraerse cómo la cabra mordía el tocino y lo tiraba. Cuando bajó el sol, dijo:

—Esta cabra está un poco enferma y hace frío.

Entonces le hizo un nido de pasto en la cocina, y ella se durmió en la pieza, y a la noche se levantó dos veces para darle agua.

(De: Relatos reunidos, Alfaguara, 2012)