Asiático

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por Federico Falco

a Luciano Lamberti

En marzo, una mañana, mientras desayunábamos, papá me contó que le había brotado una pelota en el hombro. No le dolía pero igual había ido al médico y el médico le dijo que era un linfoma.

¿Qué vamos a hacer?, le pregunté.

Me operan pasado mañana y la semana que viene empiezo la quimio. Eso vamos a hacer, me respondió.

Después me pidió que tratara de ubicar a mamá. Lo último que sabía de ella era que estaba viviendo en Estados Unidos con un tal Jerry. Tenía su número de teléfono, podría haberla llamado, pero no lo hice. Le dije a papá que ella nunca respondía mis cartas.

Está bien, dijo papá.

A la única persona que le conté lo del cáncer y la quimio fue a Aníbal. Su mamá también se murió de un tumor, cuando él era chico.

Es un bajón, me dijo.

Papá terminó el primer ciclo del tratamiento a principios de septiembre. Se le cayó el pelo, bajó de peso, la piel se le volvió blanca, pero los médicos decían que había sido todo un éxito y que tal vez no hiciera falta empezar con un segundo ciclo.

Cuando volvió a trabajar a la oficina, y ya no me necesitó tanto, yo abandoné la universidad. Aníbal había hecho lo mismo un mes antes. A papá no le dije nada. A la mañana salíamos de casa juntos, él me dejaba en la parada de la combi de la Católica y se iba a la oficina. Yo esperaba que el auto doblara en la esquina, daba media vuelta y caminaba hasta el departamento de Aníbal. Era un monoambiente en el centro, en una calle de mueblerías y negocios de repuestos para autos. En el departamento de al lado vivía un jubilado; en el de abajo, una masajista y en el de arriba, una familia con tres hijos. Aníbal me dio una llave, para no tener que bajar a abrirme cada vez. Yo entraba sin hacer ruido, me acostaba en el sillón y volvía a dormir.

En el sillón del departamento de Aníbal he tenido los sueños más extraños de mi vida. Soñé que vivía en Australia y que Australia era parecida a Deán Funes, o a Cruz del Eje, o a una ciudad en La Rioja. Soñé que dos detectives me interrogaban porque había matado a alguien. Los detectives eran rusos y tenían dientes de oro. Soñé con una carrera de autos, donde los autos se chocaban entre sí. Mi favorito era uno de color verde, con una raya blanca al costado. Una mañana soñé con una chica japonesa, que me hablaba en inglés y se llamaba Kaioto. Tuve que explicarle que yo no sé hablar en inglés.

Aníbal se levantaba al mediodía y, cuando iba al baño o preparaba el mate, sus ruidos se metían en mis sueños y me despertaban. Desde el sillón, sin moverme, le contaba lo que había soñado. Él me escuchaba. Siempre se le ocurrían ideas para escribir un guión, o un cuento, o una novela basados en mis sueños. A veces tomaba notas en un cuaderno, pero después no hacía nada con eso.

A la tarde fumábamos porro, jugábamos al Quake II en la compu y mirábamos películas raras, en blanco y negro, que Aníbal conseguía en la biblioteca del cineclub o en el video Córdoba. Yo nunca las entendía del todo. Aníbal tampoco decía nada. Cuando la película llegaba al final, sacaba el casete de la video, lo guardaba en su caja y pasábamos a otra cosa, como si esas dos horas frente al televisor no hubieran existido. Aníbal nunca rebobinaba las películas antes de devolverlas.

A fines de octubre, Aníbal conoció a una gente de la Nacional que trabajaba en un movimiento parecido al de los Sin Tierra de Brasil pero en el norte de Santiago del Estero y empezó a juntarse con ellos. A mí no me caían bien, lo acompañé un par de veces a las reuniones pero no me sentía cómodo. Aníbal, en cambio, se entusiasmó y cada vez les dedicaba más tiempo. Ya no alquilaba películas, cada vez tenía más reuniones, cosas que hacer. Yo me pasaba el día solo, encerrado en el departamento, hasta que se hacía la hora de volver a casa.

Empecé a leer mucho. Aníbal guardaba sus libros en los cajones de la cómoda. El primero y el segundo cajón estaban llenos de novelas de ciencia ficción. En el tercer cajón había policiales, una enciclopedia de botánica y un ejemplar de El Principito, ilustrado, que le había regalado una tía. En el cuarto cajón, un manual de sociología, una biografía de Chico Mendes en portugués, una pila de panfletos viejos invitando a una marcha y un par de revistas del Centro de Estudiantes de Humanidades. En el quinto cajón no había nada.

En el departamento de Aníbal leí una novela sobre dos hermanos que iban a la escuela secundaria en un pueblito de Canadá. Eran mellizos, un chico y una chica. Un día, en medio del invierno, el chico aparecía muerto, encerrado en un armario del laboratorio de química de la escuela, vestido con el uniforme de la hermana y con una peluca rubia con el mismo peinado que usaba su hermana. De la chica, mientras tanto, no quedaban rastros. Había desaparecido. Iba por la mitad del libro cuando una mañana me encontré con una nota de Aníbal arriba de la mesa. Se había ido a Santiago del Estero con los Sin Tierra. Su plan era quedarse allá un par de meses y trabajar para el movimiento. Me dejaba un número de teléfono y una dirección en Quimilí donde lo podía ubicar. Por el departamento no tenía que preocuparme, podía seguir usándolo todo lo que quisiera. Los impuestos y las expensas le llegaban directamente a la familia y ellos se encargaban de pagarlos.

Terminé la novela de los hermanos mellizos y leí otra, sobre un carpintero francés al que acusaban de matar a un cliente y tenía que escaparse de la policía mientras trataba de encontrar al verdadero asesino. Esa novela me aburrió y la dejé a la mitad. Empecé una sobre un descuartizador de mujeres albinas.

La secretaria de asuntos estudiantiles de la universidad llamó a casa y dejó un mensaje en el contestador. Así fue como papá se enteró de que durante el segundo cuatrimestre yo no había puesto un pie en el aula. Me agarró un día, a la hora del desayuno y me preguntó qué me pasaba.

¿Qué vas a hacer de tu vida? ¿Qué vas a estudiar?, me preguntó.

Le dije que no sabía.

Ya no tenía que seguir disimulando y dejé de ir al departamento de Aníbal. Para navidad llegó una carta de mamá, la dirección era de un pueblo de New Jersey. La guardé en mi habitación, sin abrirla.
No pasaba un solo día sin que el tema de la universidad no surgiera en la mesa. Papá quería que estudiara cualquier cosa, pero que estudiara. Para que dejara de molestarme me inscribí en cine. Él puso mala cara, pero no dijo nada. A fines de febrero empezó a preguntar si necesitaba plata para libros, cómo iba a ser el horario de cursada, si tenía que hacer cursillo de ingreso. Le contesté que empezaba el veinte de ese mes.

¿Un curso de nivelación?, dijo papá. Venís de la Católica, tendrían que reconocértelo.

Yo me encogí de hombros.

El primer día de clases papá me llevó hasta Ciudad Universitaria y yo me volví caminando al departamento de Aníbal. Encontré todo igual a como lo había dejado la última vez. La novela del descuartizador de mujeres albinas sobre el colchón, la heladera llena de moho, mierda de ratones en el piso. El papel con la dirección y el teléfono de Quimilí todavía estaba arriba de la mesa. Esa noche llamé desde casa, pero una voz grabada me dijo que el número no correspondía a un abonado en servicio.

Papá se encontró otra pelota en el cuello los primeros días de abril, y hubo que recomenzar el tratamiento. Yo le dije que no se preocupara, que todo iba a salir bien.

Sí, por supuesto, va a salir todo bien, dijo él y se largó a llorar.

Al día siguiente, mientras papá estaba en la clínica, puse una muda de ropa en la mochila y me fui.

La primera noche dormí en Ojo de Agua, pasando el límite con Córdoba, ya en Santiago del Estero. Llegué a la tardecita. Dejé la mochila en el hotel y salí a caminar. Los chicos del pueblo andaban en moto y se estacionaban en las esquinas de la plaza a tomar cerveza. Escuchaban cuarteto. De la iglesia salieron ocho o nueve mujeres, detrás apareció el cura y se puso a cerrar la puerta. Le pregunté si me dejaba entrar a dar un vistazo. Me dijo que sí. Quiso saber de dónde venía.

No se ven muchos turistas por acá, dijo.

La iglesia era fea. En el techo había un fresco descascarado de la Virgen de Lourdes frente a los pastorcitos. Me senté un rato en el primer banco y me quedé quieto ahí, sin hacer nada, hasta que el cura carraspeó y empezó a apagar las luces. Antes de volver al hotel pasé por un supermercado, compré pan y fiambre y un porrón de cerveza. Prometí devolver el envase al día siguiente. La cajera era joven, más o menos de mi edad. Le pregunté qué se podía hacer de noche en aquel pueblo. Ella me miró durante un segundo y me dijo que, de noche, en aquel pueblo no se podía hacer nada, que lo mejor era dormir. A la salida, tres o cuatro muchachos que fumaban apoyados contra la hilera de carritos del súper me señalaron y murmuraron algo que no llegué a entender. Uno se me acercó y me pidió fuego.

Ojo con quien te metés, gringuito, me dijo mientras le encendía el cigarrillo.

La cajera me sonrió desde la puerta, con los brazos cruzados sobre el pecho.

Esa noche volví a soñar con la chica japonesa. Al lado de mi ventana dos camioneros hablaban sobre las rutas del norte, un desvío que estaban construyendo, los peajes. Destapé una cerveza y me la tomé despacio, hasta que se fueron a dormir. Después, soñé con Kaioto. Caminaba a la orilla de una autopista. Los autos pasaban a toda velocidad junto a ella. Kaioto hacía dedo y yo pensaba que era muy difícil que alguien frenara para subirla, porque ella era asiática y la gente normalmente mira raro a los asiáticos. Kaioto me hablaba en japonés, y yo entendía perfectamente todo lo que decía.

Al día siguiente un viajante me llevó hasta Sumampa en un Renault 21 gris. Me preguntó qué hacía por esos lados. Le conté que iba a visitar a un amigo.

¿Un amigo tuyo vive por acá?

Algo por el estilo.

Me dejó en las afueras del pueblo. Según él, el colectivo a Telares pasaba una vez al día, justo antes de las doce. Me sugirió que lo esperara ahí, debajo de un algarrobo, así no me insolaba. A media mañana pasó un carro, pero no me quiso llevar. A las doce y cuarto apareció el colectivo. Tardamos una hora en llegar a Telares. Era un pueblo chato, un solo vistazo alcanzaba para verlo. No había terminal de ómnibus así que el colectivo estacionó frente al correo. Al lado había un bar comedor. Compré agua mineral y averigüé a qué hora pasaba el próximo coche para el cruce de Añatuya. La mujer no supo responderme.

Ese no viene todos los días, dijo.

Pedí algo de comer. La mujer me ofreció un sándwich de bondiola y queso y me preguntó si lo quería con manteca o con mayonesa. Lo preferí con manteca, así era más de campo. La mujer sacó una bondiola de la heladera y cortó cuatro o cinco rodajas. A mí me dieron ganas de ir al baño. Era un cuartito al fondo de la galería. Había una letrina con forma de inodoro, sin botón ni cadena. Cuando volví, la mujer me esperaba con el sándwich sobre el mantel de hule. Entró un hombre viejo y me preguntó si se podía sentar conmigo. Le dije que sí. Era un hombre muy respetuoso y me miró comer sin hablar.

Antes era mejor acá, me dijo el hombre mientras yo tragaba el último bocado.

¿Era un pueblo grande, este?, le pregunté.

No, no es grande, me dijo el viejo. Antes vivía mucha gente.

¿Y ahora?, le pregunté.

Ahora no, dijo el viejo y se calló. Se levantó y se fue. La mujer me retiró el plato vacío y pasó un trapo húmedo sobre el hule.

Si quiere puede tirarse un rato a dormir la siesta, me dijo. Yo lo llamo cuando llegue el colectivo.

Le dije que no hacía falta, que iba a dar una vuelta por ahí.

A esta hora lo único que va a ver son iguanas, me respondió.

Salí de nuevo y me senté en un banco. Llegó un muchacho de pelo largo, anteojos negros y zapatillas de básquet. Se sentó a mi lado y, sin que yo le dijera nada, me explicó que venía a esperar el colectivo de Añatuya a ver si le traía un paquete que le mandaban desde Buenos Aires. Después quiso saber de dónde venía yo y a dónde iba y le tuve que explicar.

En la otra punta de la galería apareció un hombre en cueros, con un pantalón de Boca y pantuflas.
Qué tal va, dijo. La piel le colgaba en el pecho, como si hubiera bajado demasiado de peso en muy poco tiempo. Tenía el cuello, la cara y los antebrazos casi negros, pero el resto de la piel era blanca. El hombre y el muchacho de las zapatillas de básquet se pusieron a discutir cómo podía hacer para llegar a Añatuya. No decidieron nada y se callaron. El muchacho me contó que una vez él había ido a trabajar a Monte Buey y a Río Tercero.

Soy alambrador, dijo.

Me preguntó si no sabía de alguien que necesitara uno y le dije que no, que no sabía.

Por el camino, lejos, se formó una nube de polvo. El hombre flaco dijo que ese no era el colectivo. El muchacho dijo que a lo mejor era. La nube se acercó y vimos una camioneta que no se detuvo. El polvo quedó suspendido un rato en el aire y enseguida se volvió a depositar sobre todas las cosas.

¿Es un pueblo grande, este?, le pregunté al muchacho.

Es un pueblo de mierda, me contestó.

¿Antes era mejor?

No sé cómo habrá sido antes.

Miré al hombre de los pantalones de Boca. Él se encogió de hombros.

Era igual, dijo.

Al rato llegó una mujer con un bolso. Me señaló y le preguntó al hombre quién era yo. El hombre se volvió a encoger de hombros y no respondió. La mujer entró al bar. La escuché hablar con la otra mujer, la más gorda. Hablaban de mí y la mujer le dijo que yo era un pasajero. Por un momento pensé que le iba a decir que era un turista. Pero en cambio usó la palabra pasajero.

El muchacho sacó una bolsa de tabaco y lió un cigarrillo. Lo prendió. Debajo de un árbol dormía un perro. Se levantó, dio dos vueltas, se olió la cola y volvió a acostarse. El muchacho me preguntó para qué iba a Añatuya. Le expliqué que en realidad iba a Quimilí. Me preguntó a qué iba a Quimilí. Le dije que iba a encontrarme con un amigo.

¿No serás de los gremialistas vos, no?, dijo el hombre de los pantalones de Boca.

El muchacho había armado otro cigarrillo y se lo pasó. No me invitaron.

¿Qué gremialistas?, pregunté.

Unos de la ciudad que se instalaron el año pasado y andan alborotando a la gente, dijo el hombre. Aquí han venido una vez dos changos con ideas raras, los patrones los sacaron cagando.

Le dije que no, que no era de esos.

Aflojó el calor y llegó más gente. Todos preguntaban quién era yo y qué hacía ahí. El colectivo no venía. Tampoco ninguna camioneta que fuera hacia Añatuya. El muchacho me propuso que pasara la noche en el pueblo. A esta hora ya difícil es que venga, dijo. Me invitó a su casa y prometió asar un lechón para la cena. Voy a esperar un rato más, dije yo. El hombre de los pantalones de Boca movió la cabeza, contrariado.

A esta hora ya no pasa, dijo.

Me levanté y fui al baño. Cuando volví le pregunté a la mujer del bar si ella creía que el colectivo ya no iba a pasar. La mujer miró el reloj y me dijo que a esa hora ya no pasaba.

El muchacho que está afuera me invitó a quedarme en su casa, le dije.

¿Quién, el Franco?, dijo la mujer mientras se asomaba por la puerta y miraba al muchacho.

Sí, ese.

Y bueno, si no tiene otro lugar, dijo la mujer. Yo le puedo ofrecer un catre acá, pero le tengo que cobrar. Si el Franco no le cobra, vaya con el Franco, nomás.

Me pareció que la mujer estaba despechada. Que era una deslealtad hacia ella irme a dormir a otro lado.

¿Cuánto me cobra por el catre?, pregunté.

No vale la pena que le diga, me respondió. Vaya con el Franco, que no le va a cobrar.

Antes de irnos el hombre de los pantalones de fútbol le preguntó a Franco si de verdad iba a asar un lechón. Franco le respondió que sí y el hombre dijo que entonces más tarde iba a cenar con nosotros. Franco vivía en las afueras del pueblo. Caminamos por una calle y dejamos atrás las últimas casas. Nos metimos entre el monte bajo. El viento hacía flamear unas tiras de trapo rojo atadas a las ramas de un arbolito sin hojas. Franco silbaba. Yo lo seguía. Se hacía de noche.

¿De qué vive la gente acá?, pregunté.

De cualquier cosa, dijo. Caminaba con pasos largos.

¿Y vos, de qué vives?, me preguntó.

Ahora de nada. Estaba estudiando, pero dejé.

Se te nota que sos estudiado, dijo Franco. ¿Y tu familia tiene mucha plata?

Yo me encogí de hombros. No quise contestar. Franco se dio vuelta y se rió.

También se te nota que tiene mucha plata, dijo.

El rancho se levantaba en medio de una explanada de tierra seca. Era un cubo de ladrillos de block, con una puerta de lata a un costado y una ventana en el medio. Una frazada tapaba la ventana. El techo era de chapa y tenía una leve caída hacia uno de los lados. Junto a la puerta había una mesa con botellas de Sprite vacías y dos tocones de madera para sentarse.

Papi, ya estoy de vuelta, dijo Franco mientras entraba.

En la pared trasera había otra ventana que dejaba pasar algo de claridad. Franco levantó los brazos en la penumbra. Dio media vuelta al foquito en su portalámparas y la habitación se iluminó con una luz débil, anaranjada. Había dos camas formando ángulo contra la pared, un televisor de veinte pulgadas, una videocasetera, un estante lleno de casetes de VHS y, cerca de la puerta, una cocina con su garrafa. El piso era de tierra. En una de las camas dormía vestido un viejo de pelo blanco. Junto a la puerta había una silla de ruedas.

Levántese, papi, que tenemos visitas, dijo Franco.

Acérqueme la silla, dijo el viejo, hoy no quiero caminar.

Tenía la barba crecida de algunos días, también blanca. Franco empujó la silla de ruedas hasta dejarla al lado de la cama. El viejo se sentó y estiró una pierna.

Franquito, míreme el pie, dijo.

Franco se acercó e hizo como que miraba con atención.

Está bien, dijo. Está curado.

Póngame un poco del Monje Negro, poco porque es ácido y quema.

Franco buscó una botellita de vidrio color caramelo y untó en ella una ramita de escoba. Con delicadeza la aplicó sobre la planta del pie de su padre. El viejo bajó la pierna y agradeció.

Se está mucho mejor así, dijo y se ladeó un poco hacia un costado. Franco empujó la silla hacia fuera.
Había salido la luna.

Quedate vos aquí que yo voy buscando el mamoncito, me dijo. Si quieres dejá la mochila adentro. Vos vas a dormir en la cama del papi.

Miré al viejo, que se controlaba el largo de las uñas.

¿Y él?, pregunté mientras lo señalaba.

El papi duerme en la silla, si ni sabe si es de noche o de día, dijo Franco y se metió en la oscuridad detrás del rancho.

Lo oí alejarse. Silbaba. Escuché una chapa que se arrastraba contra el piso y más ruido de chapas. Franco dejó de silbar. Se hizo silencio. Hubo un ronquido y luego, como en estampida, chillidos agudos y más ruido de chapas. Franco volvió enseguida. Traía en las manos un lechón que gritaba y no se quedaba quieto.

Ha tocado uno blanco, dijo. Mejor porque tienen menos grasa.

Prendió una luz a un costado del rancho. Me pidió que sostuviera el animalito. Descolgó una prolongación y llevó un cable hasta el árbol más cercano. Acomodó el foquito de una de sus ramas. Entre mis brazos, el corazón del lechón latía a toda velocidad. Estaba quieto, no intentaba escapar. Tenía un olor agrio, a basura y mierda, y me manchó toda la remera. Franco agarró el lechón, le ató las patas y lo apoyó contra un tocón de madera. Buscó un cuchillo entre las ramas del árbol y con un movimiento limpio se lo clavó en el cuello. El animal se revolvió y dio un grito. El grito se ahogó en sangre. Franco sacó el cuchillo de entre la carne y lo dejó morir tranquilo. Limpió el canto del cuchillo con un poco de paja. Después juntó ramas y troncos y prendió una fogata. Un montón de bichos revoloteaban alrededor de la lámpara, entre las hojas. Franco colgó el lechón de una rama y separó la piel de la carne.

Es mejor cuerearlo, me explicó, es más sano.

Arrojó la piel lejos, donde empezaba el monte. Aparecieron unos perros que no había visto antes y se pelearon. Franco abrió el lechón en dos y las entrañas y las vísceras cayeron al suelo. Humeaban, se ensuciaron de tierra y hojitas secas. Franco las levantó y tiró los pulmones para el lado del monte y el estómago y los intestinos atrás del rancho.

Tomen pichichos, hay para todos, no se peleen, le dijo a los perros.

Cortó el corazón al medio y con un gancho lo colgó de una rama. Me explicó que al compadre Molina le gustaba el corazón a las brasas.

¿Quién es Molina?, le pregunté.

El que estaba hoy en la estación. Te relojeaba. Se cree que vos andás con los Sin Tierra de Quimilí.

Ni sé quiénes son, dije yo.

Sí, seguro, respondió Franco y me guiñó un ojo.

El lechón se asaba boca abajo, sobre la parrilla. Franco preparó mate.

¿Y esos videos que tenés ahí adentro?, le pregunté.

Películas de karatecas, me dijo. Soy loco de las películas de karatecas, las colecciono.

Yo asentí con la cabeza. Franco cebó un mate y me lo pasó.

Me las mandan de Buenos Aires, aquí no se consiguen, dijo. Quiero ser karateca, pero en Telares no hay quien me enseñe, nadie entiende de esas cosas. Tampoco en Sumampa o en Añatuya. ¿A vos te gusta el karate?

Me encogí de hombros.

La verdad es que mucho de eso no sé.

Bruce Lee, Chuck Norris, ¿los conoces?, me preguntó Franco.

Solo de nombre.

Franco se paró, y dio unos pasos hacia atrás, para alejarse del árbol. En medio de la explanada se puso en la posición típica de los karatecas y tiró dos o tres patadas al aire mientras daba unos gritos.
Impresionante, dije yo.

Es cuestión de poder y concentración, me respondió Franco mientras volvía a sentarse. Aprendí mirando, yo solo, dijo.

¿Qué le pasó a tu papá en el pie?, le pregunté. Franco había dejado la silla de ruedas estacionada junto a la puerta del rancho.

Nada, dijo Franco. Está viejo nomás el papi, dijo.

De la oscuridad surgieron unas voces. Eran el hombre de los pantalones de Boca y otros dos más. Ahí viene Molina, dijo Franco y no se levantó. Los hombres se acercaron a la parrilla.

Estos son el Carlos y el Justo, me dijo Molina mientras señalaba a los otros dos hombres. También son alambradores y andan buscando trabajo por tus pagos.

Eran jóvenes. Tal vez un poco más grandes que Franco. Me estrecharon la mano sin fuerza. No me miraron a los ojos.

Somos buenos para el alambre y para la hacienda, dijo uno.

Está bien, dije yo.

El que había hablado se desabotonó la camisa, se la sacó y la colgó de una rama del árbol, lejos del humo del asado. Se sentó junto a la parrilla y del hombro se espantó un cascarudo. Miré a Franco. Reconcentrado, acomodaba las brasas bajo el lechón. Entre la carne, la grasa se derretía y escurría sobre el carbón encendido, que chirriaba.

No hay trabajo para todos, dijo después de un rato.

Molina fue el que nos trajo, dijo el que se había sacado la camisa.

No te mosquiés, Franco, dijo Molina, que acá nadie te va a quitar el punto.

Los tres se largaron a reír. Yo no supe qué hacer y me reí también. Molina se levantó y caminó hacia la casa. Cómo le va, abuelo, saludó al padre de Franco. Al rato volvió con una caja de vino en la mano. Tomó un trago del pico y se la pasó al hombre sin camisa y al otro, al tercero, que todavía no había hablado. Los tres tomaron. Franco no quiso y yo tampoco. Cuando la carne estuvo lista, Franco trajo un tablón y lo apoyó sobre dos latas de aceite. Sacó el lechón de la parrilla y lo trozó con el cuchillo, directamente sobre la madera. Comimos con las manos, de parado. Molina se comió el corazón él solo. Me preguntó si lo quería probar pero le dije que no.

Dicen que a uno de los changos que vino después lo cagaron a palos, dijo Molina.

Lo miré sin entender.

De los de Quimilí, me explicó.

Parece que el gobierno también está metido, siguió Molina. Manda milicos disfrazados de paisano, para ver qué traman los gremialistas.

El hombre que se llamaba Carlos y que hasta entonces no había hablado dijo que él había ido una vez.

¿De cómo has ido?, le preguntó Molina.

De metido, nomás, he ido a mirar. Han puesto un galpón y al mediodía dan comida. Es eso solo. Tan medio lejos del pueblo.

¿Y qué tal la comida?, preguntó Molina.

Más o menos, respondió el hombre.

Un perro se acercó a la parrilla y olió los restos de carne pegados al hierro negro. Franco le tiró un hueso y el perro se alejó.

Los Velazco, los de la agencia de tractores, han tenido problemas. Se les metieron al campo, dijo el hombre sin camisa.

Acá tenemos bien claro que a los que vienen de afuera a hociquear donde nadie los llama hay que tenerlos a raya, dijo Molina y me miró.

Dejalo tranquilo, le dijo Franco. Este no tiene nada que ver.

Vos qué te metes, qué lo defiendes, sos el novio acaso, dijo el hombre sin camisa. Mirá que la Marcela puede enterarse que la andás gorreando con nenitos, dijo.

Molina y el otro hombre se rieron.

¿Qué dices?, lo encaró Franco.

Nada, si él no dijo nada, lo interrumpió Molina, pero Franco ya se había levantado.

¿Qué has dicho?, repite si sos bueno.

Se había puesto en posición de ataque, como los karatecas. Tenía las manos en guardia, abiertas, mostrando el canto de las palmas.

Ya ha salido este con cosas raras, dijo el hombre sin camisa. Anda y pelea como la gente, dijo, pero no se levantó. Seguía sentado junto a las brasas apagadas, pelando un hueso.

Franco dio un grito y saltó por sobre la parrilla. Tiró una patada y le dio al hombre sin camisa en la boca. El hombre cayó de espaldas. Franco cayó arriba de él. Molina y el otro hombre se levantaron y dieron unos pasos hacia atrás. La caja de vino se tambaleó sobre la mesa.

La puta madre, dijo Molina y la salvó de un manotazo.

Vinieron los perros y ladraron. El hombre sin camisa se incorporó. Franco le había partido el labio.
Si serás pelotudo, dijo y escupió.

Franco también se levantó. El hombre sin camisa le tiró una trompada, pero Franco pudo esquivarla. El hombre sin camisa lo corrió, lo agarró del pelo y lo atrajo hacía él.

Soltame, no me chusches, dijo Franco.

El hombre sin camisa lo empujó contra el árbol. Le iba a pegar, pero Molina lo frenó.

Dejalo, dijo con tono firme. Dejalo, no vale la pena, ya sabemos cómo es, dijo Molina, y el hombre sin camisa soltó a Franco y dio un paso atrás.

Esto no va a quedar así, espera nomás a que te agarre, le dijo mientras se tocaba el labio hinchado.
Después descolgó su camisa de la rama, se la puso al hombro y se fue. Molina y el otro hombre también se fueron sin saludar. Franco se levantó. La corteza del árbol le había raspado la piel de la mejilla y le sangraba.

Franquito, sonó una voz que venía desde el rancho. Franquito, ¿estás bien?, preguntó la voz. Era el viejo.

Sí, papi, estoy bien, no se preocupe, dijo Franco y empezó a juntar la carne que había sobrado. Yo lo ayudé a levantar las cosas y nos fuimos a acostar.

Esa noche, de nuevo soñé con Kaioto. Caminaba por un parque cubierto de nieve. Iba vestida como una geisha, con un traje blanco que se confundía con el paisaje. Kaioto me hablaba y yo no podía entender qué me decía. Kaioto se detenía, murmuraba algo, hacía unos movimientos extraños con las manos. De pronto, comenzaban a caer pájaros muertos a su alrededor, cada golpe retumbaba sobre la nieve. Me desperté. Era noche cerrada. Tiraban piedras sobre el techo de chapa. Franco, en calzoncillos, espiaba por la ventana. Son ellos, me dijo. Tenía una escopeta en la mano y asomaba la punta del caño por la rendija entreabierta. Iluminaban el racho con un reflector, desde la parte de atrás de una camioneta. Gritaron algunos insultos y tiraron más piedras. Franco disparó al aire. Desde su rincón en la silla de ruedas, el padre de Franco preguntó qué pasaba.

No pasa nada, papi, usted duerma, le respondió Franco.

La luz del reflector se apagó y los hombres de la camioneta se fueron. Esperamos un rato. Franco prendió el televisor y puso una película. Apretó el botón para adelantar y pasó la cinta hasta que llegó a una escena donde un ninja se defendía encerrado en una fortaleza. La miró tres o cuatro veces, rebobinando de vez en cuando, muy reconcentrado. Yo volví a la cama.

Vos dormí, compañero, me dijo Franco. Bajo el volumen así no te molesta.

Está bien, no hace falta dije, pero Franco ya había puesto el volumen al mínimo.

Vos descansá que te hago guardia, dijo y yo me dormí.

Cuando desperté, a la mañana siguiente, Franco tomaba el café con leche parado junto a mi cama. Me miraba.

¿Qué vas a hacer, compañero?, me preguntó. El colectivo a Añatuya pasa en una hora, pero lo deben de tener vigilado, no te van a dejar subir.

Me restregué los ojos. Por un momento no entendí de qué me hablaba. Franco estaba en cueros. Tenía puestas unas bermudas azules y ojotas. Sobre el corazón, un tatuaje entrelazado de ramas de olivo y alambre de púas decía Furia Oriental. Más abajo, otro, pequeño, decía Marcela.

¿Por qué no me van a dejar subir?

Porque sos gremialista, pues, dijo Franco.

¿Los conocés? ¿Conocés a los Sin Tierra de Quimilí?

A algunos, dijo Franco, desconfiando.

Busco a uno que se llama Aníbal. Es uno alto, con barba. Es amigo mío.

Todos tienen barba.

Este es bastante alto, se llama Aníbal, ¿no lo viste alguna vez?

Franco no me contestó. La luz del sol, demasiado blanca, entraba por la puerta y dibujaba un rectángulo sobre el piso de tierra. Una gallina picoteaba migas debajo de la mesa.

Yo conozco a una chica, la Vanesa. Ella es mi contacto, pero no sé si te lo debería decir.

Está bien, no te preocupés. Voy a seguir camino, ya los voy a encontrar, dije.

Deciles que aquí en Telares nos han atacado, que tuvimos que atrincherarnos, dijo Franco.

Sí, contesté.

Deciles que el tiempo propicio todavía no ha llegado, pero que en Telares hay gente dispuesta. Que nos manden refuerzos, nomás.

Asentí con la cabeza.

Yo estoy con ustedes, dijo Franco. La victoria será nuestra. Cuenten conmigo.

Se los voy a decir, dije yo.

Bueno, me quedo más tranquilo. ¿Quieres café con leche o prefieres mate?

Café está bien, dije yo y me levanté. Me lavé la cara en una palangana, afuera, bajo el árbol. El padre de Franco no estaba por ningún lado. Le pregunté a dónde se había ido.

Lo llevé a un lugar más seguro, por si continúan los ataques, me respondió mientras me pasaba una taza.

Franco me acompañó hasta un paraje donde se detenía el colectivo hacia Añatuya. No quiso que lo tomara en el pueblo, en la oficina de correos porque, según él, seguro nos habían armado una emboscada. Me hizo cruzar el monte por un sendero de vacas. Caminamos un rato largo. Él insistió en cargar con mi mochila. Picoteando un cactus despatarrado había unos pájaros de plumas muy celestes. Se movían rápido y en silencio, como si pertenecieran a una película muda. Esperamos debajo de un árbol. Uno de los perros de Franco se puso a ladrarle a una cueva. Vimos la polvadera desde lejos.

Ahí viene, dijo Franco y me abrazó. Me tomó de los hombros.

Mucha suerte, dijo. Y saludos a los compañeros de Quimilí.

Se los voy a dar, dije.

El colectivo se acercaba. Franco le hizo señas. Después me miró.

Amigo, antes de que te vayas, el lechón de anoche, si tuvieras unos billetitos.

Asentí y busqué en mis bolsillos. Le di treinta pesos.

Por la casa y la comida, dije.

Muchas gracias, muchas gracias, me respondió mientras se guardaba la plata. Todos los asientos estaban libres. Me senté en el primero, junto a la puerta. Franco subió conmigo y acomodó la mochila a mi lado.
Cuidala bien, me dijo. Si sabes de alguien que necesite algún alambrador, no tienes más que mandarme un telegrama al correo y voy. O por lo que sea, vos me entiendes, si me necesitan en Quimilí, me envías un telegrama y yo ya voy a saber qué hacer.

Volví a asentir. El colectivo arrancó y nos alejamos despacio.

¿Es para Quimilí que está yendo?, me preguntó el chofer.

Le hice que sí con la cabeza.

Zona aburrida Quimilí. No hay nada que hacer allá, dijo el chofer.

No respondí. Atrás, parado en medio del camino, Franco se perdía en la nube de tierra. Saludaba con una mano en alto, haciendo la V de la victoria.

 

(De: La hora de los monos. Eterna Cadencia, 2017)