Bepo. Vida secreta de un linyera/2

Por Hugo Nario

Esta crónica cuenta la vida de un hombre que durante un cuarto de siglo anduvo sobre el techo de los trenes de carga y vivió a orillas de las vías, con hambre, con frío, con penas y alegrías, en un territorio -el del ferrocarril- de 45 mil kilómetros de largo por 14 metros de ancho, el largo y angosto país de los crotos.

Capítulo 12 de Bepo. Vida secreta de un linyera

Ya estaba con él. Me daba lo
mismo ir a cualquier parte.
MANUSCRITOS, foja 20.

Era una mañana linda, de sol. Yo andaba con mi azada limpiando de yuyos la cabecera de un maizal, medio olvidado de todo, hasta del sitio del planeta al que me habían llevado las vías. De pronto trajo el viento, desde muy lejos, el pito de un tren.

Al principio no puse atención. Pero luego sonó más insistente y más hondo.

Sentí que me sacudía como despertándome de un largo sueño. Me apoyé en la azada y puse el oído en el viento. Al rato volvió a sonar, esta vez más firme y más próximo.

Abandoné el maizal, busqué al patrón, le pedí las cuentas, me miró sin comprender y me pagó. Cuadré el mono, lo cargué y me fui cortando campo.

No estaba seguro del rumbo, pero seguí. Con el sol alto paré junto a un alambrado. En el resto de la mañana y parte de la tarde no volví a escuchar ninguna pitada. ¿Me habría equivocado? Quizá hubiese errado la dirección.
Hice un fueguito, yerbié y reanudé la caminata sin titubear.

Caía la tarde cuando me encontré con las vías, como si ellas hubieran salido a mi encuentro, a atravesarse en mi camino luego de haberme estado esperando todo el día escondidas entre los pajonales.

Subí a tierra firme. Jugué al azar si seguiría a derecha o a izquierda. No importaba demasiado, porque en uno u otro rumbo de la vía me aguardaban una estación, los galpones, el agua de la bebida, el refugio. Me eché a andar.

Finalizaba Setiembre. «Que no vayan a pasar muchos años, Rubio, sin vernos de nuevo». Según su costumbre, el
Francés ya debería andar aproximándose a San Gregorio.

Esa tarde pasó un carga y seguí hasta Junín. «¿Vamos para Córdoba?» me propusieron unos linyes que encontrara allí. En Leones tenemos patrón para hacer la cosecha fina.

—Me gustaría —les contesté—. Pero no puedo. Voy en busca de un compañero. En San Gregorio.

Un carguero me llevó por lugares conocidos: Las Trojas, Vedia, Alberdi, Diego de Alvear. Bajé con neblina cerrada, cerca de donde dormían los linyes.

Me quedé yerbiando solo en la noche. «¿Cuándo vas a sentar cabeza, Bepo?», me preguntaban los amigos de Rojas. «¿Por qué de repente te agarran ganas de irte y te hacés humo? ¿No te gusta vivir aquí? ¿Qué es lo que te llama a la vía?». Si yo hubiese sabido responderles, no me hubiera hecho a mí mismo esa pregunta tantas veces. «Ustedes no pueden entenderlo», les decía. «Pero yo tampoco».

—Compañeros, sigo viaje.

Y me metí en la neblina, buscando hacer la cortada por el camino real. No se veía a dos metros. En otras circunstancias lo hubiera considerado un disparate, pero eran tantas las ganas de llegar a San Gregorio que no esperé a que despejara y me largué, siguiendo un poco por instinto y otro poco guiándome por los alambrados del callejón. Caminé más de medio día y no quise detenerme ni para hacer fuego y yerbiar.

En las primeras horas de la tarde reconocí tras la cerrazón los contornos del molino. Cuando estuve seguro eché sobre el alambrado el mono y me metí en los terrenos del ferrocarril. Llegué a la vía. Del molino sólo divisaba su silueta borrosa. Luego reconocí el piso libre de pajonales, la tierra pelada y fui a dar al tanque australiano.

Era la guarida de nuestros encuentros con el Francés. Había un linye. Me convidó con fuego y con agua caliente.
Charlábamos de cualquier zoncera cuando me preguntó si iba cerca:

—No. Pienso acampar unos días. Espero a un compañero.

Se le ensombreció el rostro. Estuvo en silencio, con la vista perdida sobre el fuego.

—Yo siempre ando solo —dijo. Y se puso a revolver las brasas con un palito.

—¿Siempre solo?

Tardó en contestarme.

—Uno siempre está solo.

—¿Cómo solo? —le pregunté—. ¿Y los amigos? —Me contestó sin mirarme:

—¿Los amigos? Están un rato. Y se van.

Yo aproveché mi retorno al viejo tanque familiar para darme unos baños y lavar mis pilchas, ya que al día siguiente la neblina había despejado y tuvimos un sol espléndido de primavera. La higiene en la vida linye estaba condicionada al tiempo, a los recursos y a la disponibilidad de agua. Y a las ganas. Cuando llegaban los días lindos yo aprovechaba como ahora un tanque, la bebida de los bretes o un arroyo, para bañarme. Me desnudaba, me quedaba nada más que con el pantaloncito de fútbol, llenaba la lata con agua y me la echaba encima tres o cuatro veces. Siempre procuré llevar un pedazo de jabón. Pero en invierno no podíamos darnos esos lujos. ¡Como para bañarnos! Eran los días en que guardábamos bajo los ponchos ramas y yuyos con que prenderíamos fuego al día siguiente, y no nos levantábamos hasta encenderlo junto a la cama casi sin sacar las manos. Después, juntando coraje y decisión íbamos hasta el agua escarchada y humedecíamos la punta de la toalla nada más que para lavarnos la vista. Eso sí: nunca me gustó andar con pelo largo y barba crecida. Llevaba mi maquinita y cada tres o cuatro días me afeitaba, mirándome en un pedazo de espejo que también guardaba, con la máquina y el jabón, en la caja de lata. Junto con ellos tenía una tijera que me regalaran de propaganda en una tienda. Esto, por si en alguna ranchada, entre los linyes había alguno que se diera maña para recortar aunque fuera la pelusa. Y cada mes, o mes y medio, en cuanto tenía unas monedas iba a la peluquería del pueblo donde me hallase y me lo hacía cortar. Cuando anduve por el norte de la provincia, me hacía cortar con el Andaluz, especialmente en Pergamino, Salto y Arrecifes, donde alternaba su profesión de croto peluquero con la de juntador de maíz, pero siempre con su valija a cuestas, en la que llevaba tijera, peine, máquina de afeitar, una brocha que él mismo se hiciera con cerda de caballo y un pedazo de jabón. La valija era como las que usaban entonces los médicos, y no sé si por eso o por su costumbre de llevar yuyos medicinales y recetarios empezaron a llamarle Doctor. El mono del Andaluz era chiquito y usaba un guardapolvo gris, hasta los tobillos, muy gastado. Cobraba diez centavos la cortada, pero si algún linye andaba seco y con pelo largo se lo cortaba igual. Yo tuve, de linye, la manía de los baños. Cuando andaba por la zona de Arrecifes, desde que empezaba la Primavera y hasta el mes de junio siguiente iba a bañarme todos los días en las aguas del río. Algunos decían que estaba loco y que me pescaría una pulmonía. Yo creo que esa costumbre me preparaba mejor para soportar los grandes fríos que luego debí sufrir.

Desde el tanque donde había hecho mi ranchada veía la estación, que quedaba hacia el norte, y los tres galpones.
A los bretes no los veía porque estaban del otro lado. Hacia el este, en un alto, se levantaba el pueblito, iluminado por las noches con una luz eléctrica muy débil. Frente a la estación, a cuatro o cinco cuadras de nuestra ranchada, había un boliche.

Pasaron varios días. Con el otro croto hacíamos la comida por separado, pero yo le invitaba a mi ranchada o él me invitaba a la suya. Ninguno de los dos perdía autonomía.

Durante cuatro días y cuatro noches mantuve el fuego. Me despertaba antes que aclarase para alimentarlo y ya ponía a calentar el agua de la pava. Setiembre había terminado. Era cuestión de días, o quizá de horas. Cada carguero que llegaba del sur me hacía parar la oreja.

En la madrugada del 3 de octubre escuché el paso de un carga. Venía del sur. Escuché que se detenía en la estación. Luego pitó y arrancó de nuevo. Estaba aclarando. Por la vía venía un linye en dirección a nuestra ranchada. El corazón empezó a latirme con fuerza. A mitad del trecho se detuvo y miró con atención para todos lados. Lo observaba desde debajo de los ponchos sin perderle pisada. Al fin vi su gorra, reconocí su perfil.

—¡Compañerooo! —grité.

Se sobresaltó, giró la cabeza y miró hacia donde estábamos. Yo me paré de un salto y corrí a su encuentro. Nos abrazamos. Estuvimos largo rato sin pronunciar palabra. Desde que le dejara había envejecido. Estaba canoso y parecía agobiado.

—¿Estás bien, Rubio? Vos, siempre igual. Yo, mirá, algunas cositas de viejo. Todos estos años he venido en octubre. Nunca perdí la esperanza. Pero llegaba hasta el molino, esperaba. Y nada.

—Venga a yerbiar, compañero. Mire la pava: cuatro días que está en el fuego, esperándolo.

Amanecía. Recién entonces recordé al otro linye. Había estado mirándonos en silencio. Se incorporó para saludar al Francés. Después volvió a sus ponchos y nosotros nos quedamos charlando hasta que la mañana despertó todas las cosas. Al mediodía el otro tomó un carga y se fue.

Y una mañana que invitaba a caminar dejamos la guarida de nuestros encuentros y fuimos para Firmat, en la provincia de Santa Fe, donde abundaban las chacras gringas. Vamos a hacer algunos piques, me propuso.

Llenaremos la jaula y después seguiremos crotiando tranquilos hasta la juntada.

Ya estábamos en plena zona maicera. Habría changa en el pasto, en la carpida, en cualquier cosa. Bajamos del carga y tomamos un camino. A la hora paramos a yerbiar. Pasaron dos o tres chacareros en sulky y nos miraron con atención. Pero nosotros no les dijimos nada. Estábamos ocupados con el amargo y no íbamos a interrumpirlo para pedir trabajo.

Nos quedamos dos días en Fuentes. De ahí seguimos a Casilda y después de unos días, tomamos para Cañada de Gómez, lugar de mi primera crotiada. Qué distantes me parecían aquellos días. Había algunos linyes, pero se notaba que cada vez éramos menos. Golondrinas ya casi no salían. Y los permanentes empezábamos a cargar edad. Jóvenes, linyes nuevos, no se veían. La ciudad, sus industrias, les abrían nuevas oportunidades a los muchachos. La guerra traía muchos cambios, y los muchachos cambiaban la aventura de la vía por la seguridad del trabajo estable.

Estábamos en Marcos Juárez cuando el Francés me propuso un cruce. Saldríamos en busca de otro ramal que alcanzaríamos en Saira y La Flora. Eran alrededor de 40 kilómetros de caminata, no más de dos días de marcha. Con el sol alto salimos por el callejón. Quedaron atrás los últimos ranchos del pueblo. Los trigales de las chacras se doraban. Por el camino nos cruzábamos con chacareros que iban al pueblo o venían de él. No se veían autos ni camionetas. Habían tenido que sacar sus viejos sulkys y ponerlos en circulación de nuevo porque la guerra impedía proveerse de repuestos y neumáticos. En las chacras había visto yo a más de un Ford transformado temporariamente en gallinero, a la espera de días mejores.

La primera noche del cruce la hicimos junto a una tranquera. Cuando amaneció vimos que era la entrada de una estancia. Trigales a un lado, vacaje gordo al otro, por todos lados riqueza en una sola mano. Sus límites como los del mar, se perdían en la distancia. La segunda noche, nos quedamos charlando hasta tarde. El cielo estaba estrellado.

Me señaló la Cruz del Sur y me dijo que en su país el que perdía el rumbo buscaba en cambio la Estrella Polar. Yo le pregunté cuántas estrellas habría: centenares, miles, millones de mundos como el nuestro, me dijo, con cielo, con campos, con flores. Y aquí peleándonos por unos metros de territorio, el hombre explotando al hombre. A mí me apasionaba la Astronomía y seguí preguntándole. Él hablaba y yo me sentía cada vez más chiquito, más solitario. Sentía miedo. Él, como si quisiera tranquilizarme, dijo que los astros tenían planes fijos, de los que no podían salirse, sus órbitas dijo. Todos los astros. Hasta los cometas.

—Los cometas son los crotos del cielo.

—Yo, como croto, voy a donde quiero.

—No, Rubio. Vamos a donde la vía nos lleva. A donde están el maíz, el pique, la changa.

—Vamos al maíz. O no vamos.

—Alguna vez no iremos a ninguna parte.

Él se calló y yo me fui a los ponchos.

Una noche habíamos hecho ranchada en una estación. La luna llena iba subiendo de a poco. El Francés me propuso:

—¿Y si tranquiamos la vía hasta la otra estación?

—¿Cuál?

—Aquélla —dijo, e indicó hacia el noreste—. Así caminamos y la vamos mirando —y señaló la Luna.

La noche era tibia. Casi calurosa. Cargamos los monos, apagamos el fuego pisando las últimas brasitas. Y salimos sin apuro. Yo, adelante. Él, unos metros más atrás.

—Escuchá el canto de los grillos —me señaló. Y en casi todo el trayecto nos acompañó su música.
La Luna nos daba de lleno en la cara, cada vez más alta y luminosa. El Francés me hablaba de ella: «Nunca el hombre le puso el pie, hasta ahora. Pero alguna vez…» y calló. Como unas lechuzas chistaran, me habló de la injusta fama de las pobres, tan útiles comiendo alimañas.

Nos envolvió un olor fresco, de alfalfa recién cortada. Olerla fue pretexto para detenernos un rato, hacer fuego y yerbiar.

Cuando reanudamos, todo el campo estaba iluminado y podían reconocerse los bultos: vacas y ovejas, echadas, rumiando o durmiendo.

El rocío comenzó a mojarme las alpargatas. Luego, también los pajonales nos humedecieron los pantalones.
Se levantó un vientito y yo, que iba pensando en las agüerías sobre las lechuzas, escuché como un largo quejido, bastante lejano. Otro golpe de viento, y otra vez el quejido.

Nos miramos. Creo que se sonrió. Y seguimos. Saqué el fierrito asador y lo aferré con la derecha. Pero más adelante respiré aliviado cuando adiviné la silueta de un molino. Cuando se levantaba viento, se movían sus engranajes, seguramente sin engrasar, y el ruido que hacía fue lo que me había parecido una voz humana quejándose.

—Así se asusta la gente muchas veces —comentó—. No hay peligro mayor que un hombre con miedo.

Cerca del molino abandonado encontramos leña. Alzamos un poco y seguimos.

—Allá viene un linye —dijo el Francés, que marchaba adelante—. Vimos el bulto que se acercaba. Instintivamente volví a aferrar el asadorcito. Faltaban unos veinte metros para cruzarnos, cuando bajamos los monos, y poniéndolos sobre uno de los rieles para darle paso nos detuvimos. El otro achicó el tranco y dos o tres metros antes, saludó y dejó su mono sobre el otro riel.

—¿Cómo anda la cana por allá?

—Mansa —le respondimos.

No hablamos mucho más. Siguió su marcha y nosotros también.

De pronto, al fondo de la vía, pareció verse un resplandor. El Francés pisó con atención uno de los rieles, como escuchando.

—Viene un tren —al rato agregó—: Carguero. Viene despacio.

La luz creció. Se hizo cada vez más grande, y pronto fue nítido su traqueteo lerdo. Cuando nos cruzó vimos varios linyes que techiaban. Saludaron con el brazo en alto, en silencio.

—La estación debe estar lejos todavía. No se sintió el pito de salida. ¿Seguimos o tendemos? —me propuso.
Todavía tenía ganas de caminar, y él también. Alzamos los monos y otra vez en marcha. Ahora la vía corría por un bajo. Rebrillaba el agua entre los pajonales. Unos teros volaron amenazantes sobre nuestras cabezas. Los perros oyeron la alarma y empezaron a torear. Había una chacra cerca. Una nube de mosquitos nos envolvió. Tras unas sombras que serían seguramente un monte, una estrella resplandeció como nueva.

—El Lucero. Pronto va a aclarar —sentenció el Francés.

Como si la estrella los hubiese despertado, los gallos de las chacras comenzaron a cantar. La estación aún no se veía. Pero tras una caminata, reconocimos la señal de distancia. Hicimos fuego y, por tercera vez en el cruce, yerbiamos. No lo dejé apagar, junté pasto verde y húmedo y lo eché para hacer humo y espantar a los mosquitos, que no nos daban paz.

Tendimos y bajo los ponchos, cansados y contentos, nos recuperamos del viaje, hasta que el sol volvió a pegar en la ranchada.

La Luna llena se había perdido tras los montes del oeste.

Reanudamos la marcha. Una changa por dos días en una chacra se hicieron trece o catorce: limpieza de los surcos antes de la cosecha, cortar a guadaña el pastizal de un monte de frutas, hachar unas plantas secas y hacer leña, limpiar a machete los abrojos de los alambrados. Nos alcanzó la cosecha, trabajamos entrando bolsas. En una chacra vecina emparvamos alfalfa durante tres días. Cuando decidimos seguir el cruce —que pensamos en un principio iba a ser de dos días— había pasado casi un mes y teníamos la pila cargada: en la jaula llevábamos canarios, loros y bajeras como si fuéramos un banco.

Era el atardecer y el sol iba aflojando. Llevábamos media hora de marcha, cuando mi compañero se detuvo, mirando a lo lejos, y me señaló:

—Allá en el juncal de ese bañado ¿no es humo lo que se ve?

Enderezamos para la columnita azul que se elevaba a favor de la falta de viento. ¿Quién podría haber acampado en un sitio tan hostil?

Entramos con cuidado para no meternos en el agua, buscando al linye que hubiera hecho fuego en semejante lugar. Lo que vimos nos paralizó:

Un viejo cuya edad no podíamos calcular, cubierto de harapos, puro hueso y piel. La melena blanca le cubría la mitad de la espalda y la barba descendía hasta la cintura. Con otro andrajo se ataba la cabeza. Sus pies desnudos pisaban la tierra húmeda o se metían en el agua sin otra protección que la costra que los cubría. Su color era el de la tierra y sus manos parecían de barro.

—¿Ya terminó la guerra? —preguntó y rehuía la mirada. Se había sobresaltado al descubrirnos. Parecía un animal asustado.

—¿Qué guerra, abuelo?

—¡La del Chaco! ¡Se llevan los caminantes a la guerra!

Todo lo susurraba con un hilo de voz, como si de tanto estar en silencio días, años quizá, hubiese perdido el habla.

Le dijimos que la guerra del Chaco había terminado hacía mucho.

—¡No me mientan! Dicen que a los caminantes se los llevan. Pero yo estoy escondido aquí. ¡A mí no me van a llevar!

Era algo más que un cadáver hablando y a cada estremecimiento parecía que iba a quebrarse.

Lo miré al Francés. Estaba sombrío. Miré en mi derredor: juncos, agua, cielo. ¿De dónde sacaría ese pobre diablo madera para la leña y alimento para no haberse muerto del todo?

Nos reveló que comía ranas, peludos y raíces.

—Abuelo, tome. —Y de mi bagayera le pasé casi todas nuestras provisiones.

El viejo alzó hasta nosotros su mirada. Tenía ojos muy claros.

—Gracias, hijo, gracias.

La mirada se le volvió brillante y luego húmeda. Lo palmeamos y ni el Francés ni yo pudimos seguir hablando.
Mi compañero le puso unos pesos en la mano y le dejamos una manta.

Cuando ya íbamos a dejar el claro del juncal volví la cabeza. El viejo removía el fuego. Con los dedos sacaba de su tacho comida que le habíamos dejado. Ya no miraba a ninguna parte. Su única preocupación era comer.

Primeros tres capítulos