Bepo. Vida secreta de un linyera/3

Por Hugo Nario

Esta crónica cuenta la vida de un hombre que durante un cuarto de siglo anduvo sobre el techo de los trenes de carga y vivió a orillas de las vías, con hambre, con frío, con penas y alegrías, en un territorio -el del ferrocarril- de 45 mil kilómetros de largo por 14 metros de ancho, el largo y angosto país de los crotos.

Capítulo 9 de Bepo. Vida secreta de un linyera

Salimos de nuevo a recorrer el
Jardín de la República. Lindo nombre
para quien no conoce. Pero donde
existe la miseria, en vez de un
jardín es un basural.
MANUSCRITOS, foja 10.

—Podríamos ir al norte. A las cañas. ¿Qué te parece, Rubio?

Me desconcerté. Yo esperaba que hubiera amanecido desvelado por la noticia de la caída de París. Pero ya estaba como siempre. Ajeno a todo lo que no fuera el presente, la vía, el andar. No necesitó mucho para convencerme. Hacía años que quería ir a la zafra. Fui hasta el almacén del pueblo a reponer la bagayera y tomamos un carga que nos dejaría en Tucumán.

El Central Argentino nos llevó por el centro de Santiago del Estero. Al llegar a Herrera debimos esperar el cruce con un Pasajero. Era de noche.

Chicas y chicos se agolpaban frente a las ventanillas del tren para vender a los pasajeros café que traían en pavitas cubiertas de tizne. Otros ofrecían rosquetas caseras y naranjas peladas.

—¡Mate, señor, mate! —pregonaba un niño con un jarrito y una bombilla de lata—. ¡Mate, a cinco centavos el mate!… —Se ponía en puntas de pie para llegar con sus manitas a las de los pasajeros.

Chicos flacos, tristes, ansiosos de vender lo que traían. Muchachitas de trece, o catorce años, apenas cubiertas por trapos que dejaban ver sus carnes flacas.

La algarabía de los pequeños vendedores me recordó los ladridos apagados de la perrada cuando le van a dar comida. Un pasajero parado en el estribo le dijo a una chica que ofrecía café:

—Che, guagua, te lo compro todo si te dejás.

Y como ella lo mirara casi sin comprender, era poco más que una niña, agregó:

—Ahicito nomás, detrás de la estación. De parau ha de ser.

Y le amagó un manotazo a los pechitos mal cubiertos. La niña se asustó, soltó la pava, y los vasos rodaron por el andén. Llorosa se arrodilló a recoger la pava vacía y los vasos sanos.

El Francés me retuvo del brazo:

—Quieto, Rubio. Sería inútil. Esto es como una condena. ¡Y después llamamos bárbaros a los nazis!

Los chicos y las muchachitas, ajenos al incidente, seguían ofreciendo la mercancía, de ventanilla en ventanilla, de vagón en vagón, de tren en tren.

A la mañana siguiente llegamos a La Banda, que tiene una gran playa de maniobras. La cana nos hizo bajar a todos y a uno por uno preguntó a dónde íbamos. Creo que el noventa por ciento respondió a Tucumán.

—Che —dijo uno de los vigilantes santiagueños—. Va a haber invasión. ¡Éstos se los van a comer a los tucumanos!

—¡Que se los coman, pué!

Nos dejaron tomar el carga de nuevo.

Cuando llegábamos a Ranchillos, en tierra tucumana, vimos los primeros cañaverales, y por los mismos laterales, como hormigas, los pobladores de otras provincias que venían para la zafra. Ríos y ríos de gente que avanzaba con lentitud, pero sin detenerse.

—¿Cuándo bajamos?

—Ahora nomás. Quiero que hagamos el último tramo a pie.

Al llegar al cruce con el Ferrocarril Santa Fe nos largamos.

Atardecía y con las últimas luces las caravanas se fundían en un solo bulto callado. Faltaban once kilómetros para llegar a Alderetes, nuestro destino, pero a mitad de recorrido, ya con la noche cerrada, hicimos alto, improvisamos la ranchada y a orillas del camino, entre dos carros tomamos unos mates y nos dormimos.

—Mañana vamos a madrugar aunque no queramos —sentenció el Francés y en ese momento no entendí por qué.

No sé qué hora sería pero apenas clareaba cuando me despertó el más estridente concierto de gallos que escuché en mi vida. Como si me estuviese recordando en un gallinero. Medio dormido todavía miré aquello: la gente de los carros se ponía en movimiento. Muy pocos preparativos, y las ruedas comenzaron a rechinar, trabajosamente, mientras voces ahogadas azuzaban a los caballos y los mulos que los tiraban. En la lejanía seguían encadenándose los gallos con su canto.

Por las barandas de los carros asomaban trapos, lonas, ollas, palos, algún atado de machetes y a veces hasta una guitarra. Toda la familia marchaba a pie, al costado, salvo los muy chicos y los muy viejos. Las abuelas y los niños de pecho iban sobre el pescante. Bajo el carro, algunos habían colgado jaulas, las mejores de alambre, las otras de mimbre o de ramas, con gallinas que acostumbrándose al zarandeo ya no cacareaban. Aún en los carros donde no colgaban jaulas, se acurrucaba, sobre los bártulos, haciendo equilibro, un gallo: lo llevaban de despertador.

La caravana se fue poniendo en marcha. Media hora después era de nuevo un interminable hormigueo hacia Alderetes.

Los hombres llevaban sombreros negros o té con leche, de anchas alas y una blusa corralera que empezaba blanca y terminaría del color de la tierra. Iban de bombachas y alpargatas blancas o negras. Las mujeres mayores se peinaban con largas trenzas que en el momento de la zafra protegerían con un pañuelo. Las mozas, en cambio, llevaban boinas tejidas por ellas mismas, de colores vivos, bajo las que metían todo el pelo cuando debían entrar en los surcos.

Flanqueaban la marcha de las familias tres o cuatro perros por carro, de raza, pelaje y tamaño variados, con una sola condición común: todos flacos.

Llegamos a Alderetes con el sol alto. Pero no teníamos apuro en conchabarnos. Nos dedicamos a hablar con la gente, conocer las características de la caña. Hacía unas semanas, Alderetes, como cualquier población cañera, era la muerte, ni un alma, ni un ruido. De golpe, todo se había despertado. Durante largas semanas aquello herviría de actividad, los mostradores tendrían clientes, los boliches consumidores y los milicos, trabajo. Las calles serían un ir de carros con caña y un venir de carros con gente. Después, todo volvería a calmarse, hasta no quedar nadie y empezar de nuevo la larga siesta provinciana.

Y esto así durante años, desde siempre, desde el tiempo de la colonia, en lo que fuera la primera y principal actividad económica del norte argentino. Riqueza y pobreza, todo en un solo atado grande.

Una tarde un carrero nos indicó dónde necesitaban cortadores de caña. Levantamos la ranchada. La finca quedaba cerca del pueblo. Como en todas partes, primero nos recibieron los perros y luego los changuitos a medio vestir, hijos de los peladores de caña que ya estaban trabajando.

El patrón nos miró con desconfianza. «¿Ya han trabajado en la caña?». Le contestamos con evasivas. «Para cortar y pelar es a destajo. Pago dos pesos la tonelada sobre carro. En aquel galpón pueden pasar la noche». Y se quedó mirándonos con los brazos en la cintura, como diciendo ya van a ver lo que es la zafra.

El galpón era un rancho de cañas, con un pedazo de techo de cinc y otro tramo también de cañas con tierra arriba, que no alcanzaba a tapar las estrellas. Sentí un fuerte olor a pata, a rancio, a tierra mojada con sudor. Ya nos acostumbraríamos. Cenamos con unos amargos y un pedazo de tocino con galleta que nos dio el patrón. Cuando los peones apagaron el candil empezó el baile de los ratones. Corrían de acá para allá, pasaban por sobre nosotros, peleaban entre ellos y daban tales chillidos que no nos dejaban dormir. Los peones estarían ya familiarizados o molidos por el trabajo del día porque al minuto roncaban como santos.

A la mañana siguiente, salimos temprano el Francés y yo para el cañaveral.

Machete en mano, pronto nos desnudamos hasta la cintura por el calor y cuando la transpiración nos cubrió debíamos parecer dos gladiadores. Pero el combate era contra tábanos, mosquitos y otros bichos. Aprendimos que era preferible soportar la camisa a sus picaduras. ¿Y las cañas? Al cabo de la jornada habíamos hecho un montoncito que de haber sido leña apenas alcanzara para calentar una pava de agua.

En cambio los cortadores veteranos se metían en el surco por una punta y medio reculando se agachaban, tomaban una caña, un machetazo tac y cuando iba cayendo en el aire con el otro brazo la tomaban como envolviéndola y ya estaba reculando en la planta siguiente otro machetazo tac al suelo bajo el brazo eran dos, tac, bajo el brazo, tres, tac tac tac. Cuando el brazo izquierdo no podía abarcar más cañas levantaban en vilo el haz y lo cruzaban sobre el surco. Y mientras él seguía reculando y cortando a machetazos las cañas el resto de la familia se abalanzaba sobre el montón recién cortado con machetes más chicos y levantando las cañas de a una con la mano izquierda el machetito en la derecha las pelaban una y otra. Las hojas caían y la caña quedaba pelada, lista para cargar. Esto sin parar durante diez o doce horas, de estrella a estrella. El hombre solo o con su hijo mocetón, inclinados los dos sobre el surco con su machete, reculando y cortando sin otra pausa que levantar el atado cuando no cabían más cañas bajo el brazo izquierdo y de vez en cuando un trago de agua cuidando de no encharcarse y acabar pasmado. Y detrás de ellos, el resto de la familia, chicos, mujeres, viejos, pelando, levantando la caña cortada, y pelando, pelando, pelando. Periódicamente entraban los carros del ingenio y se llevaban los atados de caña pelada. Al cabo del día, la pesada había rendido entre una tonelada y tonelada y media. Ganancia de toda la familia: de dos a cuatro pesos en el día.

En las jornadas sucesivas fuimos aumentando el rendimiento. Nos hacíamos la comida y teníamos cada vez más invitados: eran los changuitos de las otras ranchadas que de a uno se iban sumando a nuestra olla. El guiso o el puchero eran más grande cada día.

Alojaban a los trabajadores al pie de los surcos, en chozas que se hacían con el material que abundaba: la caña. A veces con latas de querosén abiertas y quinchados de paja, con hojas secas de caña o con barro. No tenían puertas, ventanas ni intimidades. Desde los abuelos hasta los nietos y a veces algunos agregados, incluidos los perros, todos dormían en la misma choza de habitación única. Hacían sus necesidades entre las cañas o en el mejor de los casos en letrinas tan improvisadas como el resto de la vivienda. Con dos o tres piedras armaban un fogoncito afuera en el que cocían invariablemente y mientras durara la zafra un guiso de mandioca sin carne, y sólo algunos fideos por lujo. Pese a tan frugal manera de comer siempre estaban endeudados con el almacén del ingenio, único lugar de donde podían retirar las provisiones, ya que el pago se hacía con vales. Cuando al finalizar la zafra se hacía el balance, habían quedado debiéndole y se comprometían a volver al año siguiente. ¿Por qué volvían si les hubiese sido más fácil quedarse en Santiago y liberarse de la deuda? Porque era lo único que tenían para hacer: juntar leña durante el verano en Santiago destinada a los hornos de carbón y pelar caña en Tucumán en invierno. Y entre ambas temporadas, yendo o viniendo por el camino, con el carro por delante y las escasas pertenencias a cuestas. Cuando volvían al rancho, en Santiago, la intemperie y los rateros les habían desmantelado la mitad. La falta de recursos y el cansancio sumado de un año a otro, iban empujándolos a dejar las cosas como las hallaban. De ese modo, también se volvía tapera el rancho de Santiago, apenas diferente del que ocupaban al pie de los ingenios en Tucumán, sin otro plan de organización urbana que estar lo más cerca posible del pozo o de la bomba de agua.

Un día el Francés y yo íbamos por nuestros surcos. Cerca, toda una familia, muy numerosa cortaba y pelaba cañas sin parar. El hombre era flaco, pálido, pero no aflojaba y machetazo que daba caña que caía. De pronto, se sentó y dos o tres de la familia fueron a atenderlo.

—El chucho —explicó la mujer—. Siempre le da. —El hombre temblaba a pleno sol, bajo el rayazo del mediodía. Se había puesto más pálido aún y un sudor abundante le pegaba los pelos a las sienes. El resto de la familia seguía pelando caña.

A veces los conchababan contratistas. Los llamábamos «negreros» porque se quedaban con el diez por ciento de la paga. Los contratistas aparecían cuando los trabajadores tucumanos, que también hacían la zafra pero estaban sindicalmente mejor organizados, se negaban a trabajar si no concedían mejoras. Entonces salían los «negreros» por las provincias vecinas y arreaban a familias enteras que, empujadas por la necesidad, venían a trabajar por menor paga. Temerosos del despido aceptaban las condiciones más injustas. Es que fracasar en la zafra era condenarse al hambre en los seis meses siguientes.

Cuando la juntada se hacía demasiado lejos de la ranchada, la gente no volvía al mediodía a comer. Entonces alguna de las mujeres se quedaba a guisar la mandioca que luego llevaría al surco.

Era cerca del mediodía. Nosotros dos, agobiados por el sol decidimos volver a la ranchada y tomar unos amargos hasta que aflojara el calor. A unos cuarenta metros de donde estábamos había varias chozas en una finca vecina, algunas hechas con maderas podridas y jirones de lona. Frente a una de ellas, sobre tres piedras, una muchachita de no más de 14 años guisaba en una olla el almuerzo que dentro de una media hora llevaría hasta donde se hallaba su familia en el surco pelando cañas.

El contratista vino desde el otro lado. Le habló, se inclinó y empezó a toquetearla. La chica agachaba la cabeza y le dejaba hacer. El tipo gesticuló con energía, ella se incorporó y comenzó a caminar hacia las cañas. Tras ella, el contratista. Diez minutos después regresaba acomodándose la pollera y metiéndose la blusa en la cintura. Tapó la olla, la alzó con las dos manos y se fue a los surcos a llevar el almuerzo a su familia.

Sentí que me envolvía una nube negra, un calor en la cara, la boca se me llenó de una saliva amarga.

¿Y uno miraría esto como si estuviera viendo una obra de teatro, algo ajeno, de brazos cruzados, sin intervenir?

Esa misma noche hablé con algunos hombres. Les propuse organizar el sindicato, rebelarse contra esa situación inhumana, mejorar la paga, fijar un jornal mínimo, acabar con los negreros. Me miraron como a un extraño. Y cuando les hablé de hacer huelga me dejaron solo. «¿Huelga, che? ¿Y el trabajo? Hemos venío de muy lejito, hemos dejao tóo en Santiago pa’ganar alguito. No, che. Huelga, no».

¡Pobres paisanos! En la noche, reventados por el esfuerzo de la jornada, mientras las mujeres guisaban la mandioca y aguardaban la hora de comer, no faltaba una guitarra en la que sonaran zambas y chacareras y si alguien acompañaba con el bombo, algún taquiraris.

En la noche tucumana, que de golpe se volvía apacible, casi perfumada, luego de haber sido un infierno de cañas, polvo, mosquitos y ratones durante el día, la voz sufrida de estos hombres aliviaba penas y cansancios. Los fogones se iban apagando y en la oscuridad quedaban las brasitas de los cigarros de chala que hombres y mujeres pitaban en los momentos de respiro.

A veces el aire traía una melodía diferente: eran quenas, pinkuyos y charangos que hacían sonar los peladores bolivianos. Los coyas, silenciosos, mucho más frugales, durante el día masticaban coca y no almorzaban. Sólo en la noche, todos reunidos, cocinaban sus guisos, siempre en silencio. Rara vez los oía hablar, aún entre ellos. Si eran hombres solos trabajaban en cuadrillas. Y si vivían cerca de la frontera, cuando terminaban la juntada compraban algún mulo y en caravana volvían a pie y en silencio hasta sus pagos.

Un día el Francés me propuso dejar las cañas. Cobramos las cuatro chirolas que nos habían quedado de saldo después de dar de comer a tanto changuito hambriento que se invitara por su cuenta a nuestra ranchada y, linyeras al fin, nos mandamos a mudar. Con lo que cobramos me alcanzó para un par de alpargatas y a mi compañero para un paquete de tabaco.

Cuando semanas más tarde, en otro carguero, volvimos a pasar cerca de la zona, la zafra había terminado.

Otra vez el camino, ahora inverso: los carros, los hombres, los perros, los gallos haciendo equilibrio en lo alto de las cargas. Carros con gente y carros con caña.

Los viejos y los más chicos en el pescante, los demás, a pie, con todo el agobio de la tierra sobre sus hombros, y muchos de ellos con los chuchos del paludismo o la tos de la tuberculosis. También marchaban las muchachitas, en muchas de cuyos vientres había latidos nuevos, sin saber bien por qué. Dentro de nueve meses alcanzarían a comprender. A las zafras futuras no iban a faltarle brazos que las hicieran.

18/04/23