Bepo. Vida secreta de un linyera/1

Por Hugo Nario

Esta crónica cuenta la vida de un hombre que durante un cuarto de siglo anduvo sobre el techo de los trenes de carga y vivió a orillas de las vías, con hambre, con frío, con penas y alegrías, en un territorio -el del ferrocarril- de 45 mil kilómetros de largo por 14 metros de ancho, el largo y angosto país de los crotos.

Primeros tres capítulos de Bepo. Vida secreta de un linyera

Se llama José Américo Ghezzi. Por BEPO lo conocen sus amigos. Me dijo que buscaba la libertad.

Cuando me contó sus aventuras y empezamos a trabajar en este libro, descubrí en él una memoria prodigiosa, un no común poder de observación y una conducta honrada y transparente.

Como con el grabador perdía el hilo de sus relatos, prefirió escribir apuntes. Yo a veces le fijaba temas o le pedía más detalles. Completó algunos de sus informes manuscritos con testimonios orales. A lo largo de casi cuatro años hemos estado indagando en su memoria, controlando datos, modos, pareceres y decires. Él me transfirió su espíritu. Yo procuré metodizar nuestro diálogo. Ahora ya no sabemos quién de los dos es el que escribe y quién el que crotea.

Cada vez que releo aquellos apuntes suyos me emociono, tan cálidos, ingenuos y agudos a un tiempo son. Sigo descubriéndoles expresiones de ponderable factura literaria. Les llamamos Los Manuscritos. Numeramos sus fojas, 137 en total, y con fragmentos suyos encabezo los capítulos de este libro. A los Manuscritos se suman dos cuadernos de diez hojas cada uno que escribiera con lápiz en 1942, mientras croteaba, en los que memora las alternativas de un cruce a través de los campos que duró cuarenta días.

Este libro quizá sea, el primer intento -que yo sepa- de penetrar en ese mundo, ya desaparecido, tan próximo y no obstante, sin testigos casi. Predominan en él noticias de la vida cotidiana, del increíble afán de andar, del no estarse quieto en ninguna parte y de ejercer la libertad como si fuera la respiración, aún al duro precio de mortificaciones, para cumplir con una empecinada voluntad de defender su individualidad, en tiempos en que todo se masifica y despersonaliza. Pero no es un tratado sobre los crotos, sino la vida de uno de ellos, y si el lector conoció a otros, verá que todos entre sí difieren, que cada uno es un universo y que no hubo dos crotos iguales.

Este libro pues, no es sino una crónica, quizá porque responde involuntariamente a mecanismos propios del reportaje en el que su cuestionario se da por sobreentendido.

Durante las primeras décadas de este siglo los trenes de carga de la Argentina solían llevar en sus vagones a decenas, centenares de pasajeros furtivos. En los años de crisis llegaban a ser miles, decenas de miles. Solía vérselos también a orillas de las vías junto a pequeños fuegos en los que hervía, dentro de recipientes negros de tizne, el agua o la comida. Parecían transitar un mundo de silencio, era evidente su hambre, tangible su frío y manifiesta su soledad.

En las ciudades se les temía y se asustaba a los niños invocándolos. Si faltaban aves de corral o ropas del cordel, sobre ellos recaía la sospecha. A veces, policías a caballo los arreaban como a ganado por las calles del pueblo rumbo a la Comisaría. Luego, los empujaban nuevamente a subir a los cargueros y continuar su errabundia. Asomaban entonces sus cabezas por sobre el borde de los vagones, como prisioneros de una cárcel ambulatoria, espectadores en tránsito de un mundo del que procedían, pero que ahora les era ajeno y los rechazaba.

Se sabía de muchos de ellos que, finalizado el verano, convergirían hacia las zonas maiceras del país, para juntar a mano el cereal. Que luego bajarían hacia el sur, buscando chalares tardíos. Que otros remontarían hacia el Chaco o el Tucumán, hacia Cuyo o hacia el Valle del Río Negro. Que muchos, en fin, concluido el tiempo de recolección, retornarían a sus pequeños poblados rurales donde les aguardaban familias y penurias. A principios de siglo, en cambio, casi todos habían venido de Europa y como tras de la cosecha regresaban, se les llamó golondrinas. Habían traído un atadito de ropa al que nombraban la linghera. Luego, a ellos mismos comenzó a llamárselos así. Se cree que un gobernador de Buenos Aires, José Camilo Crotto, dispuso que en la provincia viajaran gratuitamente en los trenes de carga y que por eso desde entonces se les decía también crotos.

Muchos jóvenes, especialmente del interior, salían a crotear nada más que por afán aventurero. Pero casi todos lo hacían en busca de oportunidades laborales de las que carecían en su pueblo. En tiempos de recesión económica, comerciantes y chacareros que se arruinaban y muchos obreros que quedaban sin trabajo, desesperados o desencantados, se automarginaban en la vía y los linyeras se multiplicaban.

Por último, se suponía que algunos de ellos no volverían a hogar alguno porque ya no lo tenían, sino a la vía, que por ella vagarían todo el año, toda la vida, hasta que -uno imaginaba- el frío o un accidente acabase con ellos.

Los que alguna vez estuvieron más cerca de sus vidas -ferroviarios, chacareros o policías- saben que tenían una jerga particular. Que llamaban tártago al mate, maranfio al guiso, mono al atadito de su ropa, bagayera a la bolsa en la que guardaban sus cacharros, y ranchada al sitio en que acampaban.

Como hacían del silencio un ejercicio, su vida era impenetrable, y ante la imposibilidad de conocer sus razones, se fantaseaba. Se hablaba de que entre ellos había intelectuales perseguidos, hombres a quienes un desdeño de amor arrojaba en busca del olvido. A veces les requisaban propaganda del ideal libertario. Otras descubrían entre ellos a delincuentes buscados por la autoridad: gente que debía muertes o prisiones. Sí, se fantaseaba. O no. Pero todas las actitudes que se les atribuían tenían una constante: la evasión.

Su historia estuvo ligada a otra faz del desarraigo argentino: la de su agricultura chacarera, pilar de su casi bíblica prosperidad, desde principios de siglo y no obstante su cenicienta esencial, arruinada sin redención desde 1940. Todos los años concurrían a servir sus necesidades recolectoras estacionales miles de jóvenes del interior del país -los otros desarraigados- para quienes aquellas cosechas fueron la única opción válida; la otra era quedarse en el ocio, el naipe, la bebida y la degradación. Recorrían aquel desolado cuerpo de gigante en los trenes de carga; del maíz al frío, del frío al maíz, braceros en tiempos de cosecha, perseguidos por vagos y por crotos en los de la espera. Y nunca se supo mucho más de ellos; su silencio y la soledad se interpusieron.

PRIMERA PARTE

1935 (Bepo tiene 23 años).

UNO

La máquina tocó pito de salida, que es largo, y arrancó despacio. Nosotros también, despacio, íbamos rumbo a lo desconocido. MANUSCRITOS, foja 80 vta.

Yo creo que empecé a ser verdaderamente linye, linyera en serio, el día en que Mario Penone nos dejara en Carabelas1.

Manuel Quirurga dio una larga pitada a su cigarrillo. Miró el cielo nublado hacia donde parecían unirse los rieles. El Otoño había puesto amarillos los campos.

Echó unas bostas de vaca al fuego que avivaron las llamas.

  • Tómese unos tártagos -me dijo alcanzándome el mate-. Se va a sentir mejor.

Mario nos había dicho esa mañana: muchachos, me vuelvo. Nosotros dos lo habíamos escuchado en silencio. Mario se animó a preguntar, ¿y ustedes? Quirurga me buscó la mirada.

  • Nosotros vamos a seguir.

Ahora solos, él y yo, había vuelto a su silencio. Otra pitada. Y silencio. Luego, miró hacia el lado donde Mario se había marchado tranquiando la vía y murmuró entre dientes:

  • El primer carga que pase lo tomamos.
  • ¿Para dónde?
  • Qué se yo. Para cualquier parte.

Quirurga me doblaba en años. Y sabía todo cuanto se necesitaba para ser un croto de ley.

La noche en que se había incorporado a nuestro grupo, cuatro meses atrás, estábamos junto a los galpones del ferrocarril en la Estación Rancagua2. En febrero habíamos salido de Tandil con Mario Penone y con Amalio Moreno. Veníamos a crotiar y si cuadraba juntaríamos maíz por el lado de Santa Fe.

Estábamos comiendo duraznos que Mario y Amalio habían traído de una chacra momentos antes. Por la tarde habíamos pasado por el lugar y le habíamos pedido a la dueña que nos vendiera algunos. No, son pa’ los chanchos, nos había contestado de mal humor la gringa. Unos pocos, así no pierde todo, insistía Moreno. La vieja rezongó y sin mirar repetía de mal modo ¡son pa’ los chanchos! Cuando anocheció los muchachos habían ido y una hora después volvían con media bolsa de los mejores. Pa’ los chanchos… ja, qué ricos, reía Penone y le brillaban de jugo los labios.

De pronto Moreno me había tomado del brazo.

  • Mirá Bepo, aquel croto. Allá. No sé. Desde que se bajó del carguero. Hace un rato. Y no se ha movido de ahí. Voy a ver. No había alcanzado a oír sus últimas palabras cuando ya se iba con sus grandes zancadas al encuentro del otro.

Se saludaron y vi que hablaban. Moreno le había alzado el mono y ayudado a pararse. Los dos vinieron para nuestra ranchada.

Cuando las llamas le iluminaron vimos que era Manuel Quirurga. Tiempo atrás en Tandil había agarrado mono y se había ido por la vía.

Venía de Rosario. Estaba enfermo. Yo junté unas flores de manzanilla y mezclándolas con hojas de cedrón que traía en mi bagayera, le hice un té y al cabo el brebaje y la compañía lo mejoraron.

Esa misma noche tomábamos un carguero para Pergamino y le dijimos adiós a la gringa de los duraznos. Desde entonces habíamos andado caminando juntos los cuatro.

Ahora Quirurga, sin mirarme, pitaba un cigarrillo tras otro.

  • Nosotros vamos a seguir crotiando -le había respondido con firmeza a Mario. Pero enseguida cambió de tema y habló de cualquier zonzera. Y esa tarde de mayo lo despedimos con una taza de mate cocido al compañero. Penone cuadró el mono, nos dijo hasta la vuelta y salió caminando despacito por la vía rumbo a Pergamino. El cielo estaba oscuro y hacía frío. Nos quedamos mirándolo hasta que los cardos secos de la vía lo taparon. Penone no se dio vuelta ni una sola vez.

Estuvimos el resto de la tarde junto al fuego sin hablar. Calenté el maranfio. Quirurga, después de comer, se fue a las bolsas.

Sin sueño, me puse a yerbiar, pero estuve largo tiempo sin dar una chupada. La luna, en menguante, no alcanzaba a romper la cerrazón que estaba tendiéndose. Con la luz de las llamas las perlitas de agua fulguraban en la pelusa de las mantas.

Al dejar ir a Penone y quedarme solo con Quirurga se acababa la joda. Comenzaba a ser mayor. Aceptaba la vida de croto. El regreso quedaba para más adelante. O para nunca.

Quirurga dormía en paz y el frío lo iba encogiendo poco a poco. Pronto fue un ovillo. Eché las últimas leñas al fuego y me fui a los ponchos.

Pero no podía dormir.

Una tarde de verano, el año anterior, Amalio Moreno me había encontrado en el boliche de Luiyín, en Tandil, sentado y sin trabajo y me había propuesto ir al norte, de crotos, a juntar maíz.

Cuando le dije al viejo que me iba en tren de carga no quería creerlo. ¡In trenu de carga! ¿Quié te metú quala idea in testa?

El viejo Abramo Ghezzi había venido de Italia a América. Llegado a Tandil, jamás había vuelto a moverse. ¿Cómo iba a pensar que un hijo se le fuera a hacer linye?

De Italia a Tandil. En Tandil a las canteras de la Movediza. En 1912, cuando yo nací, hervía el trabajo en las canteras. Los picapedreros eran los obreros mejor pagados de la Argentina. Y también hervía de ideas. De eso se hablaba todos los días. Yo de chiquilín me hice anarquista con el mismo cacumen con que pude hacerme de Boca o de River.

Cuando mi madre murió yo tenía apenas dos años y mi hermano menor nada más que 5 días. Se habían casado en Italia. Había sido muy hermosa, contaba el viejo. Ella tenía 24 años. Yo he sido el segundo de tres hermanos. Papá era un hombre joven cuando enviudó. Pudo haberse casado enseguida, pero aunque los tres chicos éramos muy traviesos, prefirió criarnos como pudo con la ayuda de una hermana que vivía cerca, en la cantera de La Movediza, donde él era picapedrero. Papá me mostró una foto de mi madre. Pero nunca pude saber cómo era su cara porque se había puesto amarilla. Muchas veces en esos días en que los chicos andan tristes sin saber por qué, me pasaba mirando la foto. Quería imaginarme su cara. Pero no había caso: apenas era una mancha amarilla.

Estiré el poncho para cubrirme bien la cabeza porque sentí en la cara la humedad del rocío. Papá había esperado a buscar una nueva compañera hasta que el menor de mis hermanos cumpliera quince años. Cuando volvió a casarse, aunque yo me llevaba bien con mi madrastra me pareció mejor irme de casa. Caputín me alquiló una casilla por tres pesos al mes y me fui a vivir solo. Caputín era un canterista. La casilla era de madera y chapa. Tenía una cama, una mesa, un calentador, una ollita y varios cajones que hacían de banco. Y la puerta siempre abierta, para que los amigos entrasen a cualquier hora.

Yo tampoco iba mucho con eso de horarios y capataces. En cambio, me quedaba mirando los trenes de carga cuando pasaban con linyeras echados sobre los techos o asomados sobre el borde de las chatas. Me parecía que viajar y leer eran el ideal de vivir. Para entonces yo había leído muchos libros que me prestaba Jesús Losada mi maestro de ideas. Pero nunca había viajado.

Una vez, cuando y tenía trece años, un carrero amigo de papá me había llevado de boyero a la Estación La Negra3. Veía los linyeras en la cabecera de los galpones, junto al fueguito, mateando o churrasqueando al sol. Estaban un día o dos. Se iban. Venían otros. Iban y venían. Me acerqué una vez a conversar con ellos. ¿Qué les pregunté? ¿Qué me contestaron? Nunca pude recordarlo. Desde entonces también preguntaba a otros, a los de la civilización. Unos me decían la crisis pibe, no tienen laburo. Otros se la daban con todo: son vagos, haraganes, rateros, unos perdidos. Pero había quien los defendía: jóvenes, quieren conocer mundo, vivir la vida.

Jesús Losada me aseguraba que en cada linye había un grito de libertad. A mí me gustaba eso que decía Losada. A los veinte años, con la cabeza llena de lecturas, no podía admitir que existiera bien más preciado que el de la libertad.

Cuando me recordé, Quirurga, contra su costumbre, ya se había levantado. Junto al fuego, yerbiando. El paso de una chata por el callejón acabó por despertar las cosas del lugar. Ese mediodía hice puchero y vi que ya nos sobraba olla.

Se iba mayo. El frío empezó a apretarnos cada vez más. Quirurga me propuso buscar un clima más tibio. Irnos a Tucumán, donde podríamos hacer algún pique en la zafra. Me gustó la idea y en un carga nos fuimos a Vedia4. Por otro ramal, un especial de hacienda nos llevó hasta Rufino sin parar más que para que la locomotora tomase agua. En uno de los vagones-jaulas hicimos lugar cuidando de no enchastrarnos en la bosta y los orines del piso. Las vacas se apartaron un poco y hasta nos prestaron calor. De Rufino fuimos por el Central Argentino hasta Venado Tuerto5, ya en la provincia de Santa Fe. Llegamos a la tarde, garuaba y nos refugiamos en la cabecera del galpón. En rueda junto al fuego, charlamos con otros linyes. Casi todos volvían a sus pagos porque la juntada de maíz en el sur de Córdoba y de Santa Fe ya había terminado. Algunos todavía trabajarían en la zafra tucumana. En la mañana siguiente, el Pampero limpió el cielo y el frío con sol fue menos. En la tarde un carguero nos llevó a Río Cuarto. Llegamos a Córdoba, punta de rieles del Central Argentino al mediodía siguiente. De ahí tranquiamos la vía hasta Alta Córdoba, buscando el ramal de trocha angosta del Ferrocarril Central Córdoba que va a Tucumán.

Alta Córdoba es un nudo ferroviario importante, con mucho movimiento. Cerca de donde paramos unas horas hasta que saliera el carga que nos llevaría a Tucumán había varias ranchadas. Por donde mirásemos se veían papeles, inmundicias, mugre. Parecía un basural. Una de ellas era un refugio de ramas. Alguien dormía la mona, era cerca del mediodía y había botellas tiradas a su alrededor.

De pronto, en el refugio hubo un revuelo. Manotazos, gritos y dos tipos salieron trenzados en pelea. El atacante tenía un cuchillo. El otro alcanzó a sacar un suncho afilado. Se atacaron con ferocidad. Uno se tiró a fondo y abajo, el otro se arqueó y de contragolpe le tajeó la cara. Todas las puñaladas se las tiraron abajo, entre las piernas. A veces el viento traía oleadas de humo espeso y no podíamos ver.

El del cuchillo, con media cara sangrando, volvió a tirarse. El otro se paró en seco con un grito horrible:

  • Ay!… ¡Me cagaste, guacho! Se le escurrió el suncho, cayó revolcándose y apretándose. La sangre empezó a írsele a chorros por entre los dedos. El otro ya se había perdido en el humo.

La furia de la riña nos había paralizado. Nadie intervino.

Quirurga me empujó hacia el carga que esperábamos y me hizo meter en un vagón.

  • Seguro que eran dos putos. ¿No vio, Bepo, cómo se buscaban abajo? Los celos. Para caparse. ¡Qué basura, Bepo! ¡Qué mierda!

Era la primera vez que yo veía una pelea a muerte. Me sacó de mi asombro un linye que pidió permiso para subir al vagón con nosotros. En la mano llevaba un tarro con agujeros hechos en los costados. Con esto ¡chau frío! dijo. Lo había llenado hasta la mitad con yuyos secos y pedazos de carbón. Cuando el tren se puso en marcha prendió los yuyos y en cuanto algunas ramitas estuvieron encendidas entreabrió la puerta del vagón y sostuvo con una mano afuera el tarro. El viento penetraba por los agujeros y avivó las llamas. Cuando volvió a entrarlo, los carbones más chicos ya eran brasa. Viajaríamos con calefacción. Cada vez que parábamos en una estación escondíamos el brasero en un rincón y lo tapábamos con una bolsa para que desde el andén no lo vieran: prohibían hacer fuego en los vagones para prevenir incendios. Otros linyeras supieron que llevábamos brasero y en las paradas siguientes pidieron permiso para viajar con nosotros. Y en torno al fuego, que ya no dejamos apagar, corrieron el mate y la charla.

Cómo hermanaba a los linyes en la soledad de la vía el calorcito de las llamas.

  • Rubio, aquí tienen lugar y fuego.

Miré. Había sido un tipo greñudo. Con chiva de muchos meses. Fue el año anterior cuando llegáramos con Amalio Moreno a Sunchales, estación próxima a Rosario, en nuestra primera salida de crotos. A ambos lados de la vía habíamos visto fogones y gente. Cada ranchada a cuatro o cinco metros de la otra. Así, por cuadras. En cada ranchada, dos, tres o más hombres. Y no había mucho lugar para los demás. Nos habíamos largado antes que el tren llegara a detenerse del todo y estábamos parados, buscando sitio.

  • Vengan. Aquí tienen agua caliente para el mate. Y también tengo sopa. Habíamos dejado los monos en el suelo con desconfianza.
  • ¿De lejos? -preguntó alzándonos una pava tiznada.
  • Del sur, sí.
  • ¿A conocer la vida?
  • A la juntada venimos.
  • Ah, la juntada-. Se había callado como estudiando nuestro silencio, sin mirarnos. -Y ¿para dónde piensan ir?
  • A Cañada.
  • Ajá-. Mascaba tabaco, y escupiendo un gargajo oscuro había vuelto a la carga.
  • ¿Ya juntaron maíz alguna vez?
  • No. Nunca. Va a ser la primera.

El tipo pareció afirmarse. Removió el fuego y se había callado, pero nos observaba. Sentí el peligro. Por tantear, pregunté:

  • Y toda esa gente ¿viene también a la juntada?
  • ¿Cuáles? ¿Todos éstos? -Y con la cabeza señaló las ranchadas sucesivas que se veían a través del humo. – No. No sé. Tal vez algunos-. Me miró fijamente. Echó la cabeza para atrás y añadió, sin quitarme los ojos de encima: Muy pocos, Rubio. Qué va a hacer. Casi le diría que el uno por ciento. O ninguno.
  • Y entonces ¿qué hacen? -había preguntado Moreno sin poder contenerse.
  • ¿Qué hacen? Nada. Muy fácil. Nada.

Hizo una pausa.

  • Ustedes también pueden hacerlo.

Olfateábamos algo raro y nos habíamos callado. El tipo había vuelto a clavarme la vista, otra vez avivaba el fuego con un palito, y luego se había quedado como distraído mirando las brasas.

  • Yo hace seis meses que no me muevo de acá. Y no me faltan chirolas para la comida.

Nosotros mudos.

  • Miren-. Y se había acercado hasta echarnos el aliento en la cara: – La forma es buscarse una “compañera”. Ahí -Y había señalado a los tipos que rodeaban las otras ranchadas- Ahí hay muchas de “ellas”. Enseguida vendrán a ofrecerse. Pierdan cuidado.

Tomó un poco de distancia.

  • Ustedes se la dan, los tienen conformes y ellos les traerán comida, irán al mercado a buscar fruta picada, manguearán en los negocios, juntarán en los vagones trigo y maíz para venderlos por monedas. Ustedes, guita siempre van a tener. No hay que hacerles faltar ya saben qué-. Y al sonreír mostraban sus dientes amarillos y picados.

Moreno y yo nos habíamos quedado mudos. ¿Este era el “linyera grito de libertad” con que veníamos soñando?

El tipo se había creído entonces en terreno favorable y comenzó a cerrar el lazo.

  • Ustedes ¿cómo andan de plata?

Lo vi venir y el susto me inspiró la retirada.

  • Bien -le mentí-. Y tenemos un amigo en Rosario. Lo vamos a visitar.

Se volvió cauteloso.

  • Ah, tá bien. Si van, dejen la ropa que yo se las cuido. Pero ahora tomen la sopa.

Me había alcanzado un plato de lata con un menjunje oscuro y grasiento en el que flotaban algunos fideos. En ese momento ni me acordaba que llevábamos dos días sin comer. Me vino una arcada. Iba a rechazársela pero me sentí con Moreno tan solos, cercados, vigilados, que negarse hubiera sido como desconfiar, firmar la sentencia, caer en la trampera. Hice de tripas corazón, volví a sentarme y tomé el primer trago.

Desde las ranchadas próximas, otros tipos nos observaban de tanto en tanto. Veía sus ojos bajo las greñas. De pronto, uno se había incorporado. Lo vi venir a través del humo. Adiviné que venía hacia nosotros. Yo seguí tomando la sopa, con la cara hundida en el plato como un avestruz. Se había detenido frente a mí. Me clavó la vista en la bragueta. Yo no lo miraba pero sentía la vista clavada ahí. Se agachó y rozándome con su barba me dijo:

  • ¿Le mamo la manguera?

Su aliento caliente mojándome la oreja. Yo aturdido. El otro mirándome de reojo. El miedo me paralizó, me hice el otario y seguí tomando la sopa. Con el susto acabé hasta el último fideo. No sacaba la vista del caldo para no encontrarme con la de él.

Después de una eternidad levanté la cabeza. Se había ido. Me hice el fuerte y le dije a mi compañero:

  • Bueno, ¿vamos a ver al amigo de Rosario?
  • Vamos -me dijo Moreno, adivinando la mentira.

Y habíamos salido caminando por la vía como si no tuviéramos apuro. A ambos costados, ranchadas y ranchadas. En algunas mateaban. Otras ya eran fijas, un reparo de cañas y ramas. Algunos dormían la mona. Habíamos caminado unas cinco o seis cuadras, cuando vimos al fin, un linye que nos pareció distinto. Estaba solo, tomando mate y leía un diario. ¿Y si era como los otros? No. Tenía el mono cuadrado, y todo estaba limpio alrededor de la ranchada. “Para Ludueña, vayan por aquí”, nos indicó. “Por la calle anda la cana”. Y siguió leyendo. Era un croto en movimiento. No estancado y podrido como los otros.

  • Hay dos formas de vivir la vía -me comentaba ahora Quirurga tras escuchar el relato aquel de nuestra primera salida-. Quedándose a juntar los desperdicios que caen, o caminándola.
  • A nosotros -sentenció- nos salva de pudrirnos el movimiento y el aire libre.

Apenas salimos de Córdoba cambió el paisaje: ranchos con su horno de pan, majaditas de chivas y ovejas, pequeñas parcelas. A Recreo, límite entre Catamarca y Santiago del Estero, llegamos de madrugada. En Frías nos arrimamos a una ranchada, cuando apareció otro croto, no sé de dónde. Vestía como nosotros, alpargatas, blusa y pantalón. Pero en la cabeza llevaban una galera de copa.

Pasó en silencio, erguido, pausado, majestuoso. Unos diez metros más adelante, bajó el mono, se sentó sobre él, cruzó las piernas, se puso unos anteojos y empezó a leer un diario que traía.

Uno de los linyes, codeándome, dijo por lo bajo:

  • Un apellido venido a menos.

Con el mismo aire distinguido con que había llegado se puso de pie, cargó el mono y se fue en silencio. Sólo veíamos brillar bajo el sol su galera de copa.

Seguimos viaje. En la madrugada nos despertó el grito de la cana: ¡Arriba, arriba! Medio dormidos, abríamos los ojos y la luz de la linterna nos daba en la cara. ¡Abajesén! Nos miraron detenidamente uno por uno. Luego nos dejaron a un costado del carguero. Éramos más de treinta crotos. Cuando el carga iba a salir nos hicieron seña con la mano para que volviéramos a subir y otra vez en marcha.

Cuando aclaró vimos que en el carguero teníamos nuevos compañeros. Algunos no llevaban mono. Otros traían valija y hubo quienes subieron con colchones y catres plegadizos. Eran gente que iba a estaciones cercanas. Unos bajaban, otros subían. Se veía que no eran linyes, pero techiaban en los vagones como nosotros.

Llegamos a Simoca al atardecer. Era un lindo pueblo tucumano rodeado de cañaverales y en plena zafra. Anduvimos averiguando durante varios días sobre condiciones de trabajo, lugares, costumbres. Yo veía que ningún pique le venía bien a Quirurga. Sin probar ninguno todavía, me dijo un día que el clima no le sentaba.

  • En Blaquier tenemos una dirección para juntar maíz.
  • Sí, Quirurga, pero ni las chalas vamos a encontrar cuando lleguemos.

Sus silencios fueron alargándose. Comprendí que quería volver. Postergué mis ganas de conocer la zafra y tomamos un Basurero que nos llevó hasta Dean Funes.

El regreso resultaba muy lento. El tren paraba en todas las estaciones, dejando vagones o enganchándolos. Los linyes elegíamos los Basureros cuando no teníamos apuro porque nos daba tiempo para bajarnos en cada estación, prender fuego, matear y estirar las piernas.

En Dean Funes tuvimos que cambiar de tren para llegar a Córdoba. Fuimos hasta la señal de distancia, cerca de una curva donde aminora y es más fácil tomarlo. Vimos venir el carguero y no me gustó: Traería no más de cuatro o cinco vagones, y ninguno abierto porque eran muchos los linyes que venían techiando.

  • ¿Se anima a techiar, compañero?

No podía achicarme y con un claro que sí me pasé el mono por el hombro, los dos corrimos a la par y saltamos.

Subimos por la escalerita del techo. Nos esperaba una noche brava, porque los vagones, al ser pocos, zangoloteaban y el tren corría mucho. Fuimos arrastrándonos hasta aferrarnos de la tabla central del techo. Estábamos cerca de la máquina y el humo nos ahogaba. Para repararnos del viento pusimos el mono por delante y nos acostamos detrás, dispuestos a aguantar. La carbonilla encendida y las chispas que arrastraba el viento me enceguecían y me quemaban la cara. Tuve que cerrar los ojos. Sólo teníamos alivio momentáneo cuando paraba en alguna estación. Los dedos agarrotados por el frío y los ojos ardiendo. Luego el pito y otra vez la marcha loca.

A veces miraba para atrás. Para adelante no era posible. Los otros linyes también se aferraban a la tabla del vagón, seguramente tan llenos de miedo como nosotros.

De pronto Quirurga me agarró la pierna tan violentamente que me clavó las uñas.

  • ¡Se cayó! ¡Se cayó!
  • ¿Quién? ¿Quién? -grité incorporándome a medias para darme vuelta.

En el vagón siguiente sólo alcancé a ver el bulto de un mono balanceándose suelto. En un banquinazo más el mono rodó al vacío, también.

El tren siguió.

Allá, cada vez más lejos, sin un grito, sin una mano amiga, entre los pastos escarchados y el frío, un compañero quedaba separado del camino, engrasando los rieles.

DOS

Después de dos meses de andar con frío, lluvias y ahora con hambre.
MANUSCRITOS, foja 114 vta.

Córdoba nos recibió con un manto blanco.

Me arrimé a un tacho grande con fuego que tenían unos cambistas junto a la garita. No había nadie y casi metimos los pies y las manos dentro de las llamas.

Venía un cambista y por la cara me di cuenta que nuestra presencia junto al carguero le disgustó. Pare entrar en confianza le expliqué lo sucedido en la noche. Con cara de perro y sin mirarnos dijo: “El fuego es para los cambistas”. No nos movimos. “Después pasa el capataz y tira la bronca”. Yo me encapriché y lo hubiese mandado a la mierda. Quirurga me agarró del brazo y me dijo vamos. Pensé en el compañero muerto en las vías, que ahora lo estarían comiendo los peludos. “Le voy a romper la cara”. Quirurga alzó mi mono y me sacó casi a empujones.

No todos los ferroviarios eran así. A Playa Nueva∗ de Tandil habíamos llegado a medianoche, con Amalio Moreno, el año pasado al partir en nuestra primera crotiada. Estábamos cansados tras caminar en la oscuridad más de una legua. Desde lejos oíamos el silbato de las pilotas⊗ que armaban los trenes. En la oscuridad a veces veíamos brillar los rieles cruzándose, uniéndose y separándose y el humo plateado de las máquinas y el resto del mundo en silencio.

Habíamos visto una luz amarilla a media altura. El que la traía venía silbando. La luz se hamacaba alegremente y crecía con el silbido, hacia nosotros.

  • Se está armando un tren para mañana. Si sale antes de la madrugada les aviso.

Nos alumbraba la cara con su farol y debió leer nuestro desconcierto porque agregó: – Vayan allá, que tienen fuego prendido. Pueden tomar mate. Yo iré enseguida.

Habíamos calentado agua para el mate. Permanecíamos junto al fuego, pero no hablábamos. Al rato había llegado el cambista y charlando y contándonos cosas fue mejorándonos el ánimo. Conocía Rosario, había estado en el barrio Ludueña y todos los días veía pasar linyes en los cargas: iban para la cosecha del sur de Santa Fe. En los años sucesivos yo hallaría en los cambistas a los mejores informantes, gauchos, serviciales, amistosos.

Nos habíamos acostado en un vagón y Moreno se había dormido al instante. Yo no, quizá empezaba a darme cuenta de la aventura.

Había llegado la madrugada. El cambista nos avisó que nuestro tren iba a salir. Nos acompañó hasta un vagón que no tenía candado.

  • ¡Buen viaje, muchachos!

Con un pito largo de salida la máquina había arrancado sin apuro. A nuestros ojos las cosas comenzaron a moverse en dirección contraria. Unos vagones detenidos ocultaron al cambista que seguía despidiéndonos con el brazo en alto. Buen viaje muchachos seguía oyendo por dentro y en mi mano el apretón de la suya, ancho, áspero, cálido…

-¿Para qué se mete a croto, compañero, si después va a tener que andar mendigando unas brasas?

Quirurga, que me sacaba de aquellos recuerdos.

Como si me hubiera pegado un bife salí a juntar basuras, ramas y papeles. Quise hacer un fueguito. ¡Cuánto me costó! Todo estaba empapado por la escarcha, y Quirurga se reía viéndome fracasar y encularme.

  • Primero haga un fuego chiquito, con lo más seco que tenga -me indicaba-. Y vaya alimentándolo de a poco. No lo atore. Deje que con la llama se sequen las primeras ramas. ¿No ve que así van a prender las otras?

Pero yo me atolondraba y lo cargaba de ramas mojadas y el fuego se ahogaba.

  • Oiga: que se caliente el agua, y no usté.

Me alcanzó un mate, porque unos linyes que ya estaban cuando nosotros llegamos le habían dado agua caliente ya que así era la costumbre: uno llegaba a un lugar donde había ranchada y sin pedirlo le ofrecían el agua caliente o el fuego. Yo ya había fracasado definitivamente con mis ramitas mojadas, Quirurga se rió y me dijo:

  • Vaya a la pila de carbón, traiga nos puñados de carbonilla y varios carbones grandes.

Cuando volví con el cargamento él estaba doblando en diagonal una hoja grande de diario. La enrolló como si fuera un pañuelo para el pescuezo. Luego hizo con él como un nudo flojo, o más bien una rosca. Extendió otra hoja de diario abierta sobre el piso mojado, puso la rosca de papel sobre la hoja recién abierta, y en torno a la rosca ubicó las piedras grandes, luego sembró todo con carbonilla para ocupar los huecos y la rosca quedó cubierta, aunque asomaba una colita del papel. La prendió y cuando comenzó a arder de firme, siguió agregando más carboncitos y otros trozos más grandes cuidando de no ahogar la llama que ya ardía. Parecía una torrecita de carbón que iba encendiéndose de adentro para afuera.

  • Ahora, déjelo tranquilo al fuego, traiga agua de la bebida de los bretes, que tenemos para yerbiar todo el día.

Los bretes eran instalaciones de madera que había en cada estación para encerrar a los animales, vacas y ovejas, y hacerlas subir por una rampa hasta los vagones jaulas.

  • Hasta el anochecer no comemos.

Por la tarde caminé dos kilómetros y me traje un poste de alambrado al hombro. Quirurga, siempre menos andariego que yo, se metió en los campos vecinos y juntó varias brazadas de leña de cardo, ramas secas, hojas, cuanta basura sirviera para arder.

Miró el sol de la tarde y como quien se fija en las agujas del reloj, me dijo:

  • Cuando llegue a una cuarta sobre el horizonte ponga el bandolión en el fuego y empiece a cocer el maranfio. -Mi silencio le obligó a agregar: -Que la helada de la noche nos agarre con la panza llena.

Puse agua en el bandolión, esa lata de veinte litros que abierta por un costado usábamos para pucheros y guisos. Pelé unas papas y dos pedazos de zapallo y los eché. Cuando iba a poner un buen pedazo de garrón que me habían regalado en una carnicería, vi que el hueso era muy largo y no entraría en la lata. Fui entonces hacia una pilota que maniobraba con unas chatas, busqué el vagón final y bajo la última rueda atravesé sobre el riel el hueso largo y esperé. La pilota dio una pitada corta, pegó el tirón, los vagones arrancaron atropellándose los paragolpes y escuché el crac del hueso partiéndose en dos mitades cuando la rueda le pasó por encima. Lavé los dos pedazos en el agua de los bretes y los eché al bandolión.

Saqué del mono una bolsa maicera y me la eché sobre los hombros: era mi poncho, y empezaba a helar. Quirurga se puso a comer en silencio, mientras calentaba las manos apretándolas contra la lata de duraznos en la que había servido la sopa. Bebía el caldo de a sorbitos, con la mirada perdida sobre las llamas. Yo me enterré la gorra y me cubrí hasta las orejas con los bordes de la bolsa. Sentía caer la sopa en el estómago. Poco después un calorcito empezó a subirme desde adentro: primero lo sentí en los pies, luego se transmitió a todo el cuerpo, y me pareció que se me coloreaba la cara.

Cuando vimos el fondo de la olla Quirurga me pidió ayuda.

  • Vamos a hacer un fuego grande con toda esta basura.

Yo me dije: A éste lo pasó el frío. No piensa en otra cosa que en hacer fuego.

En seguida dio una llama alta, fuerte como para asar una vaca. Pero pronto las ramas más gruesas se volvieron brasa. Quirurga, con un palo, pacientemente las desparramó dividiéndolas en dos rectángulos como de un metro de lado por medio de ancho, cada uno.

  • Que la tierra se vaya calentando -dijo, dándole una chupada al mate.

El fuego. Yo me entretenía con gusto contemplando sus llamas, cómo se retorcían y crepitaban, pero no siempre sería así. Años más tarde yo andaba por La Pampa. Hay fuego adelante, me dijo un linye que techiaba conmigo. Nunca me di cuenta cómo entramos en él. Quizá las nubes de humo negro no me dejaron ver. El calor subía y subía. La marcha del tren se fue haciendo más trabajosa y sus pitadas más frecuentes. De golpe, todo el campo se volvió fuego: adelante y atrás, derecha e izquierda, lejos y cerca. Hasta donde daba la vista era fuego. Donde no daba, humo.

Si el pasto ya se había quemado, aunque la tierra quedara negra y pelada, seguían ardiendo los postes, los arbustos de piquillín y caldén alimentando durante horas la quemazón.

Los animales, desesperados, corrían en todas direcciones y su pánico avivaba el fuego de sus propios pelos y los transformaba en llamaradas que galopaban. Junto a las vías ardían los palos de los alambrados y los pajonales resecos. Nada se salvaba.

La marcha se hacía más lenta, las pitadas más insistentes. Los animales corrían por la vía, el único lugar sin fuego de toda la inmensidad. Los más pequeños eran arrollados por los otros, o los reventaban las ruedas del tren. Pero vacunos y caballos obligaban a la locomotora a retrasar aún más la marcha, y las pobres bestias, finalmente, empujadas por el miriñaque y los paragolpes bajaban por el terraplén al mar de fuego que se alzaba a lo largo de nuestra marcha. Corrían a nuestro lado. Yo no los veía porque iba con la cara pegada al techo, los ojos apretados y tapándomelos con una mano mientras con la otra sostenía el mono y agarraba la tabla. Escuchaba el gemir de vacas y ovejas, el relincho de terror de los caballos, su galope en el bajo del terraplén y como si fuera el mar, el ruido sordo del incendio que venía desde lejos cubriendo todo el campo, sólo interrumpido por el balazo de las cañas que estallaban y el crepitar de los pastos resecos quemándose junto a las vías. Y en todo el trayecto, pito, pito y pito, para que los animales dejaran libre la vía.

A veces la marcha del tren se hacía tan lenta que parecía detenido. Entonces, oleadas de calor y humo nos arrebataban cara, manos y pies, y sentía el olor a la pintura de los vagones de madera empezándose a quemar.

Yo me aferraba a la tabla central del techo, el calor me sofocaba, el humo no me dejaba respirar, los ojos me ardían, el miedo me apretaba el estómago. ¿Qué hacer? ¿Bajarme al fuego, tirarlo todo, o seguir aferrado a la tabla del techo de ese vagón de madera, que cruzaba lentamente, que seguía casi detenido en medio del fuego y la destrucción, la muerte y el humo y podía ser en cualquier momento una trampa ardiendo?

Sobre el mismo vagón venía un linye viejo. Debía de tener muchos años. Se ahogaba. Le hablábamos, le gritábamos lo cacheteábamos, pero se le habían vuelto los ojos como de vidrio, abría muy grande la boca y se iba poniendo cada vez más morado, más quieto y ya parecía no respirar.

Acabó finalmente el cruce de aquel infierno cuando llegamos a una estación. Lo bajamos, le echamos agua de los bretes, lo empapamos de pies a cabeza, al fin parpadeó y soltó un suspiro profundo como si lo hubiera sacado de sus entrañas. Luego nos miró y se puso a llorar sin decir una palabra.

  • La tierra, compañero -me repitió Quirurga-. La tierra es buena madre. Ya lo va a ver.

Toda la noche nos mantuvimos despiertos. En otras ranchadas hacían lo mismo. Girábamos sobre nosotros mismos, frente al fuego para que el calor también nos diera en la espalda. Nos levantábamos, caminábamos hasta las otras ranchadas, charlábamos y le dábamos al verde. A dos metros de donde estábamos los pastos blanqueaban como sábanas con hilachas de vidrio. Todo en nuestro derredor estaba blanco y helado. Cuando alguien caminaba se oía crujir la helada bajo las alpargatas.

Tras haber cabeceado de sueño un montón de veces, Quirurga miró hacia el este.

  • Va a amanecer -dijo. Y se puso a barrer uno de los rectángulos de brasas y cenizas. Yo hice lo mismo con el otro. Un vientito del sur empezó a soplar y un gallo a lo lejos quebró la escarcha del aire. Quirurga fue hasta el tronco que ardía y echó un chorrito de agua cerca de donde estaba quemándose para que el fuego, sin apagarse, no lo consumiese.

Sobre cada rectángulo tendimos la maleta de juntar maíz. Metí los bordes de las mantas debajo de ellas. Los pies quedaron reparados del viento detrás de una mata de paja brava. Me tapé hasta la cabeza y me quedé de espaldas sintiendo cómo el calorcito de la tierra atravesaba la lona de la maleta.

Debía ser de día cuando me recordó el paso de un tren. No quise abrir los ojos. Yo me había ido encogiendo y ahora pegaba la pera con las rodillas. Sería el local de pasajeros que llevaba a las maestras hasta un pueblito cercano. Desde la ventanilla nos estarían viendo: bultos blancos sobre el pasto helado. Cuando volvieran a pasar por la noche, de regreso, en lugar de bultos verían en la oscuridad nada más que las llamitas de nuestras ranchadas.

Y pensar que cuatro meses atrás comíamos sandías al sol con Quirurga y Penone, y Mario iba a bañarse todos los días al Arroyo del Medio. Amalio Moreno ya nos había dejado en Mariano Benítez6 y aquella misma tarde habíamos seguido viaje al Norte, habíamos bajado y hecho ranchada en Tres Sargentos7, ya en la provincia de Santa Fe, y nos habíamos ido caminando hasta Cepeda8. A dos cuadras del puente famoso había una chacrita donde nos daban el agua. Había leña en abundancia, paz, buena sombra, agua fresca y sin canas a la vista. Aprovechamos esos días para leer, para conversar y por supuesto para no hacer nada. Penone había vuelto un día con agua de la chacra y nos dijo que había encontrado juntada en la chacra misma. Vamos a ver el maizal le propuse. Nos pagarían 40 centavos por bolsa y la comida. Quirurga, de mala gana, como si hubiera sido una propuesta indeseable dijo: “Y bueno, vayan a ver”. Pero no se movió de junto al fuego. Salió a recibirnos una muchacha de grandes ojos azules. “Bueno, pasen a ver el maizal”, dijo con un poco de cortedad. Penone la envolvió con una mirada que le hizo bajar los ojos. “Ni falta que hace. Estea lindo o feo lo mismo vamos a venir a juntarlo”. A la media tarde había venido el patrón a revisar cómo hacíamos la juntada porque algunos solían cosechar la espiga grande y dejaban las chicas. Nos halló en medio de un sandial. “Buen provecho”, dijo, y me olió a cargada. “Gracias, si gusta…”, contestó Penone con la boca llena. El chacarero pegó media vuelta y se fue sin contestar. Quirurga, como si asumiera el papel de hombre mayor, comentó como reprendiéndonos: “Buen debut”. Pero siguió comiendo su sandía.

  • ¡Compañero, nunca sentí el frío como anoche! -me dijo Quirurga, todavía envuelto en sus bolsas. El sol del mediodía había pegado en la ranchada cuando nos despertamos. Los dos estábamos encogidos bajo los ponchos. Alta Córdoba seguía blanqueando de escarcha. Poco después el cielo, que había amanecido limpio, se fue cubriendo nuevamente de nubarrones oscuros que venían lentamente desde el oeste. La escarcha no alcanzaría a derretirse y se uniría a la de la noche siguiente.
  • Yo también lo sentí -le contesté solidario.
  • Y lo peor es que nos hemos ido quedando sin vento.

Tenía once pesos. Él, nueve.

  • Yo, si hay un poncho medio barato me lo compro -propuse.
  • Y yo una camiseta de frisa!

Me largué al pueblo. Un canillita me dio referencias de una tienda medio baratela. El turco quería encajarme todo. Yo no quería gastar más de cuatro o cinco pesos. “Aquí tiene todo boeno e barato”, decía, y me mostraba ponchos y ponchos. Yo los tocaba, su aspereza peluda me despertaba el deseo, me tentaba. Me eché uno a la espalda para tantear su peso. El borde tibio me rozó la cara. Al sentirlo sobre los hombros me dejé arrastrar. “Costa tres cinconta. Yevalo. Es regalado”. Yo me achicaba, me hacía el indiferente pero en el interior era mío y asomaba la mano libre tanteando un pantalón. “También yeva bantalón. Hago brecio”. Me mareaban el calorcito y su chamuyo insistente.

  • ¿Cuánto por los dos?
  • Sete cinconta.
  • Por siete me los llevo.
  • Ufa, berder blata bero vendo… yeva! -Y me los envolvió.

Salí de la tienda mareado y feliz. Pateé un cascote que había en la vereda y se deshizo en terrones contra un umbral, en una verdulería compré unas papas y pedí unos caracuses en una carnicería para celebrarlo en la ranchada.

  • ¡Que haga frío, ahora! -le grité desde lejos a mi compañero enarbolando el paquete de la compra.

Quirurga se levantó con decisión. Era su turno. Yo estaba espumando el puchero cuando volvió con lo suyo: una camiseta de frisa y un calzoncillo largo que ya no se quitaría hasta la Primavera. Y una caja de cigarrillos Brasil.

  • Me quedaron dos con setenta pero por lo menos el frío… -reflexionaba.
  • La plata vendrá otra vez -sentencié.

Las heladas vinieron noche tras noche. El frío no nos dio tregua.

Pero la plata no volvió. Una que otra changuita, apenas para un puchero. Y otra vez a la vía. Había que buscar de nuevo en el sur.

TRES

De los que cayeron no supe el fin que tuvieron. MANUSCRITOS, f. 41.

Estábamos una tarde con Mario Penone a orillas de la vía en Tres Sargentos.

Pasaba un carga. Las cabezas de los linyes asomaban de a decenas por vagón. Nunca habíamos visto tantos.

  • ¡Huelga, compañeros! ¡A la huelga! -nos gritaron.
  • ¿Huelga?… -preguntaba Penone tras incorporarse de un salto para correr a la par del tren-.
    ¿Dónde?
  • ¡En la juntada! ¡Huelga, huelga! ¡No hay que trabajar!

El tren se llevó con ellos el mensaje. Y por un tiempo nada más supimos.

Después de la aventura en la chacra del puente de Cepeda donde estaba la muchacha de los ojos azules, habíamos seguido Penone, Quirurga y yo y habíamos hecho ranchada en Pergamino. Yo llevaba una carta del catalán Redeus Gimeno en la que me ofrecía volver a trabajar en su chacra.

El catalán Redeus había sido un padre para Amalio y para mí, cuando el año anterior nos tomara para la juntada. Siempre que se enojaba soltaba un ¡re Deus! (Re Dios) y nos resultaba tan cómico que así le llamamos desde entonces.

Ni Amalio ni yo teníamos la menor idea de cómo juntar maíz. Por eso, Gimeno nos había llevado al pueblo y en una talabartería nos había comprado a cada uno una maleta y una aguja chalera que luego descontaría de la paga final.

La maleta es una bolsa de lona, de un metro y medio de largo, reforzada con cuero y unos ganchos que los juntadores nos colgábamos del cinto, para llenarla con las espigas de maíz que arrancábamos de las plantas tras pelarlas de las chalas con la aguja chalera calzada entre los dedos. En los años siguientes aprenderíamos que la maleta era mucho más que eso: sería nuestra cama, y descosiéndola serviría como capa para atajar un aguacero imprevisto. Los linyes con patrón, es decir, los juntadores que iban a la misma chacra todos los años, al terminar la juntada la engrasaban y enrollada la colgaban en el galpón de la chacra junto con la aguja y el cinto hasta el año siguiente. En cambio, nosotros, linyes de vía, siempre la llevábamos doblada en el mono. También servía como credencial si la colgábamos en el alambrado de la vía: los chacareros necesitados de juntadores al verla, venían a contratarnos. Y la cana suponía, asimismo, que éramos braceros a la espera de una changa y no nos arreaban al grito de: Vamos hay que irse; Hasta cuándo van a estar aquí.

En la chacra de Redeus, con Amalio tuvimos que aprenderlo todo: cortar las luchas, ir por un surco y volver por otro, no dejar espiga en las plantas, pasar las espigas de la maleta a la bolsa. Los chacareros llamaban luchas al área que le toca a cada juntador: son veinte surcos si junta solo o treinta si lo hace en yunta. Cada lucha se marca deschalando la espiga más alta del surco que hace de límite entre una y otra lucha.

Y también aprendimos a llevar las tres agujas: la chalera, la bolsera y la de coser. La bolsera, casi siempre enhebrada, se usaba para reparar bolsas o hacer costuras o coser agujeros gruesos. La de coser, además de pegar un botón o zurcir y remendar alguna pilcha rota o gastada, servía para quitarnos las espinas en el chalar. La llevábamos atravesada en la visera de la gorra, de modo que no molestase ni se perdiera, pero siempre a mano. Era muy frecuente cuando juntábamos maíz clavarnos una espina en los dedos. El dolor con las horas y el trabajo se vuelve insoportable si uno no se lo saca enseguida. También cuando juntábamos cardos para leña y los volteábamos pisándolos, se nos llenaban los pies de espinas, a través de las alpargatas, especialmente en el talón y en los costados. En cuanto volvíamos a la ranchada, sentados junto al fuego, sacábamos la aguja de la visera de la gorra y con paciencia y buena vista liberábamos los pies de las espinas clavadas en el cardal. Para un caminante los pies sanos eran la primera ley.

El primer día en lo de Redeus habíamos juntado Amalio y yo, seis bolsas. Los chanchos hubieran juntado más que nosotros. Pero luego fuimos mejorando el promedio y llegamos a parar entre quince y dieciséis bolsas diarias.

A veces, cuando por alguna causa debíamos ir a la estación, mirábamos, los trenes y veíamos cada vez más linyes. Primero venían de todos los lugares de la provincia. Luego aparecían los más distantes, del interior. No se necesitaban almanaques para saber que estábamos en marzo. Aflojaría recién dos meses después. Y en el centro de Buenos Aires aún se juntaría maíz cuando comenzara julio.

Amalio Moreno, al principio tan inexperto como yo, había aprendido muy pronto a manejar la aguja chalera. Su velocidad me asombraba. Empezábamos los dos juntos por una de las cabeceras del maizal, en surcos vecinos y al rato me había sacado medio surco de ventaja. No sé cómo lo hacía tan velozmente. Yo iba aún por el primero cuando él regresaba por el tercero.

  • ¿Querés ver volar las gaviotas? -me gritó una mañana sudoroso y feliz.
  • ¿Las qué? -me detuve sin entender.
  • ¡Mirá!

Y empezó a arrancar espigas y deschalarlas a toda velocidad. Se fue alejando, espigas a la maleta y chalas resecas al viento, metros y metros, y de golpe comprendí: Al sacar la espiga, de un tirón le quitaba las chalas y las arrancaba con un movimiento por sobre el hombro con tanta fuerza y destreza que la chala flotaba a sus espaldas largos instantes en el aire caliente del mediodía. Una y otra y otra más, flotaban las chalas como si volaran tras él. Como si fueran gaviotas siguiéndolo. Él se iba por un surco, cada vez más lejos, cada vez más chiquito. Y la bandada de chalas se balanceaba en el viento y lo seguía, levantando vuelo a medida que iba abriéndose paso con sus grandes zancadas.

Eran nuestros primeros alardes de la vida linye. Compadradas juveniles que con el tiempo aprenderíamos a valorar y a administrar. Esas y otras compadradas serían nuestro salvoconducto en el mundo crotil donde también hay tilingos y prepotentes que lo prueban a uno.

A veces llegaba a la juntada los “ventarrones”. Todo lo contrario a nosotros a quienes bastaban unas bolsas diarias para ir tirando, aquellos linyes eran capaces de parar hasta veinte bolsas por día. Así, una jornada, dos, tres, cuatro a lo sumo. Luego, antes que las muñecas les aflojaran por el esfuerzo, pedían las cuentas y se iban.

Quizá hicieran el esfuerzo por apostar. Quizá por ganar en pocos días unos cuantos pesos con los que seguirían tirando semanas y semanas, andando al sol y al viento, sin otras necesidades. Pero seguramente lo hacían porque en el aire quedaría la fama de su habilidad, de su fuerza, de su rendimiento, de esas veinte bolsas diarias que tanto se parecían a una hazaña y que ninguno de nosotros era capaz de igualar. Luego, el llamado de la vía volvía a alzarlos como un ventarrón y se los llevaba lejos, a nuevas chacras, a otros chalares, donde juntadores com nosotros quedarían comentando nuevamente sus proezas. Y los llevaba el ventarrón de su fuerza, su fama legendaria, un camino por el que quizás nunca volvieran a cruzar.

Cuando terminamos, Redeus dijo que nos esperaría para el año siguiente. Y para asegurar nuestra presencia me había escrito a casa. Ahora había regresado yo, pero llevando sólo a Quirurga y a Penone, porque Amalio había tenido que volver a Tandil para curarse.

Con qué alegría nos vio llegar Redeus. Era un catalán solterón y para él España empezaba y acababa en Cataluña. Era republicano y, por supuesto, separatista. Qué bien se comía en su chacra. En lo alto de la troja flameaba la bandera de lona acostumbrada. Al mediodía, cuando la comida estaba lista subía la bandera y los juntadores, por lejos que estuviésemos en las luchas, alcanzábamos a verla: era señal de volver para almorzar.

Cuando la juntada terminara la bandera quedaría izada en lo alto de la troja hasta la juntada siguiente o hasta que la deshilachara el viento.

Redeus pagaba 40 centavos por bolsa con obligación de juntar un mínimo de siete para justificar la comida. Era lo corriente. Sin comida pagaban 65 centavos la bolsa, pero hubiéramos quedado en libertad de juntar lo que quisiéramos, como en Cepeda. Además, no siempre los chacareros eran generosos con el alimento y a veces era preferible prepararse uno mismo el puchero o el guiso.

Y fue justamente al bueno de Redeus, a quien vinimos a hacerle una cuestión por la paga.

Con nosotros tres había a comenzado a trabajar un portugués, que a los pocos días nos planteó que debíamos pedir 5 centavos más por bolsa, y nosotros, por solidaridad de muchachos, aceptamos. El catalán nos miró sorprendido, no era lo pactado pero accedió. Lo peor fue que a los tres días el portugués plantó el trabajo, pidió las cuentas y se mandó mudar.

Al tiempo nos dimos cuenta que Redeus era otro. Terminamos el trabajo, nos pagó escrupulosamente hasta el último centavo y nos llevó de nuevo en sulky a la estación. Pero no nos despidió hasta el año siguiente ni jamás volvió a escribirnos para decir que nos esperaba.

Las noticias de la huelga de linyes juntadores de maíz se hicieron más frecuentes, pero todo era tan inorgánico que no sabíamos finalmente si existía o no.

Fue después que abandonáramos Alta Córdoba, tras comprar el poncho, el pantalón y la ropa interior de frisa cuando buscando el sur de Buenos Aires, llegaron unos linyes con noticias concretas. Mario Penone ya nos había dejado en Carabelas.

El movimiento se había iniciado en forma espontánea de las proximidades de Firmat9. Pedían 5 centavos más por bolsa. Los chacareros se habían resistido en principio a la medida y el movimiento había ido extendiéndose, sin jefes, ni planes, ni más programa que esos cinco centavos.

  • ¿Y qué es lo que hacen los compañeros en huelga?
  • Y, de todo, sabotaje, paros, arengan a los compañeros que no quieren plegarse.
    Una noche nos convidaron a Quirurga y a mí para ir por las chacras a incendiar trojas de maíz. Mientras íbamos yo pensaba en las poderosas huelgas de los picapedreros que había visto en
    las canteras de Tandil cuando bajaban de los cerros en columna con su estandarte y la banda del sindicato tocando marchas libertarias y el ruido de las persianas de los negocios que iban cerrándose por temor antes que llegara la columna. Cantaban sus himnos y sus grandes mostachos subían y bajaban, y sus botines claveteados para andar sobre las piedras resonaban sobre el adoquinado como un ejército.

Ahora la crisis había derrotado a aquel espíritu combativo también en mi pueblo. Los más audaces se habían ido a Mar del Plata. Los otros esperaban un día y otro por años, a que una mañana volviera a llamarlos la campana de la cantera. Pero la piedra no se vendía. Ni la piedra ni otros productos. Los muchachos no teníamos oportunidades en otros lugares del país, tampoco, y entonces las vías florecían de linyes jóvenes y de gente madura que salía a ganar un peso en cualquier forma.

Saltamos el alambrado.

  • Por allá debe estar la troja, compañero. ¿Trae los fósforos?-. Cuando quisimos acercarnos a la troja de maíz se despertó un coro de ladridos, los perros nos enfrentaron y tuvimos que retirarnos a toda velocidad. A la pasada tiré un bollo de papel encendido sobre una pila de marlos. Nosotros ya estábamos en la calle cuando se vieron luces en la casa. Los marlos no habían ardido. Seguramente los apagó la meada de los perros.

Pero como considerábamos que la causa era justa procurábamos ganarnos la solidaridad de los demás linyes juntadores.

Llegaban noticias tardías, la influencia organizativa de la FORA∗∗ había reverdecido, el movimiento se fue transmitiendo de boca en boca a través de los caminantes, en los cargas, por las estaciones, en torno a los galpones, en las chacras, llegó a filtrar la custodia de las estancias y rebasó los controles de la policía.

¡A la huelga, compañeros! se gritaban los linyes de un tren a otro. ¡No hay que trabajar! Decíamos subidos a los travesaños de un brete o sobre una pila de bolsas. ¡Hay que estar unidos, solidarios! ¡Si nosotros no trabajamos y ustedes tampoco, los patronos tendrán que aflojar y pagarán lo que pedimos! ¿Comprenden?

Entre los linyes había muchos italianos y polacos. Nos miraban con sus ojos claritos, con la boca abierta, movían la cabeza como si hubieran entendido todo. ¿Non trabacare? Creíamos haberlos convencido. A la mañana siguiente, gringos rubios y morochos estaban llenando sus maletas en las luchas que nosotros habíamos abandonado. Venían de mucho más lejos que nosotros a ganarse su pan. Estaban en un país extraño. Les hablábamos en una lengua incomprensible para ellos. ¿Cómo pudimos suponer que nos seguirían?

Por aquellos tiempos los polonios habían invadido las vías. ¡Pobres polonios! En 1934 iba a hacerse en Buenos Aires el Congreso Eucarístico y la orden fue dejar la capital limpia de mendigos y vagabundos, y de habitantes de las casuchas de lata que se habían levantado de a centenares en Puerto Nuevo, a favor de que eran manzanas de tierras fiscales. Entre aquellos crotos caseros que vivían de la manga o de alguna changa en el Puerto, vivían muchos polonios, todos hombres solos, que habían aparecido no sé en qué barcos, ni por qué razones ocurridas en su país. Muchos conseguían trabajo en la construcción de los subterráneos. Era un trabajo durísimo y muchos pagaban con su vida los frecuentes derrumbes de tierra. Entre ellos eran muy solidarios, se ayudaban y vigilaban unos por los demás. Pero un día, toda esa gente fue metida en los vagones de carga y desparramados por todo el país sin que supieran por qué. A la mayor parte la enviaron hacia el Chaco, a los algodonales, a trabajar y a crotiar, con 40 grados de calor y enjambres de mosquitos. Y como los pobres no podían volver, se fueron quedando en la campaña en grupos de a diez o doce, y a veces más. Pronto fueron acumulando vida de linyeras, aprendieron a prender fuego, a armar el mono y viajar en los trenes de carga. Se los reconocía, además de por el pelo y los ojos claritos, porque no se animaban a tomar el tren a la carrera y como no techiaban, se sentaban en el borde de los vagones abiertos con los pies colgando. ¡He visto tantos trenes con cuarenta, cincuenta o más polonios, brillándoles al sol su pelo rubio! Cuando llegaba la noche se largaban en cualquier estación porque sólo viajaban de día. Sus comidas, en una olla común, eran guisos de papa con zapallo y un pedazo de carne. Algunos habían aprendido a tomar mate, pero la mayoría seguía tomando café en un jarro de lata también común, con bombilla, que lo servían en rueda. Para dormir, se acostaban unos pegados a otros, y si podían en rueda en torno al fuego y uno de ellos quedaba despierto, de centinela, porque parece que al principio hubo crotos que aprovechando su inocencia les limpiaron los monos.

Fueron bien recibidos en las chacras porque eran trabajadores y callados. Iban en cuadrilla, juntaban en conjunto, tenían siempre un jefe y nunca dejaban el trabajo si no habían terminado. Los domingos jamás salían, salvo unos cuantos que iban a la iglesia bien temprano, y otros que iban al quilombo sabedores de que allí encontrarían a pupilas polacas (las famosas “carnes blancas” que se habían puesto de moda) con el fin de hallar compatriotas con las que pudieran hablar un poco en su lengua natal. Todos aprovechaban para afeitarse y lavar sus pilchas. Cuando se acababan la cosecha y la juntada, entraban en la catanga, arreglando vías del ferrocarril, algunos lograban conchabo temporario en una estancia, como quinteros, limpiaban yuyales con guadaña, herramienta que manejaban como artistas; después aprendieron a manejar arados y sembradoras. Con el tiempo fueron desapareciendo. No sé si se volvieron a su tierra, o si arraigando en las grandes ciudades, consiguieron trabajo estable.

Los polacos -polonios como les decíamos- tenían por costumbre dejar en la noche la maleta en el chalar. Nosotros fuimos una noche a buscárselas.

  • Vamos a llevárselas todas -dijo uno de los linyes que nos acompañaban-. ¡Que junten con el culo, mañana!
  • No, compañero -lo paró en seco Quirurga-. Nosotros somos huelguistas, no ladrones. – Y sacando un cuchillito les hizo un tajo que las inutilizó.

El sabotaje era tan inorgánico como la huelga: abrir la bebida para que se volcara el agua, cortar los alambrados para que los animales se disparasen. Pero eran vacas y matungos mansos, que a la mañana siguiente se los hallaba en el chalar o en las banquinas del callejón buscando pastitos tiernos.

Descargábamos nuestros golpes contra quienes creíamos culpables de nuestras penurias. Ahora a la distancia pienso en el chacarero del Puente de Cepeda con su hija quinceañera de grandes ojos azules, en Redeus Gimeno, en tantos otros que luego conocí y no logro conciliarlos con la imagen del burgués prepotente y explotador contra quienes creíamos luchar. El sistema era más complejo y oculto. Ellos eran casi tan crotos como nosotros, de paso apenas por la tierra ajena que trabajaban, arañándola todo el año, y menos felices aún porque no vivían la libertad de la vía ni la charla de las ranchadas, ni el movimiento y el aire libre que nos salvaba de pudrirnos, como solía decir Quirurga.

La huelga se fue diluyendo y perdió su empuje inicial. Finalmente fue como antes. Algunos chacareros sacrificaron los cinco centavos y nos pagaron. Otros se mantuvieron en la paga anterior. Y no faltó quien aprovechando la debilidad final en esos tiempos sin leyes ni sindicatos, pagara menos de lo convenido.

Quirurga leía junto a la ranchada el diario que nos había prestado el Jefe de la Estación.

  • Bepo, mire, los obreros de la Casa Martín están en huelga.
  • ¿La casa Martín?
  • Sí. La de la yerba La Hoja.

Como quien recuerda algo de golpe, se incorporó, fue hasta la bagayera y alzó el paquete de yerba, etiqueta blanca, letras rojas, una hoja verde pintada en el medio.

  • ¡La Hoja! -rezongó. Tenía más de medio kilo adentro. Luego, con resolución, y mirándome fijo, gritó:
  • ¡Nos adherimos a la huelga!

Revoleó el paquete y el bulto blanco salió disparado, hacia las reivindicaciones sociales y cruzando el espacio se perdió a lo lejos, entre los pastos.

1 Estación de la ex Compañía General Buenos Aires hoy Gral. Belgrano, a 40 kilómetros de Pergamino. Trocha angosta.
2 Ex Compañía Central de Buenos Aires (hoy Gral. Belgrano).
3 Ex Ferro Carril Sud (hoy Gral. Roca), a 96 kilómetros de Tandil (Pcia. de Buenos Aires). Trocha angosta.
4 Paraje con dos estaciones, una de la ex Compañía Gral. Buenos Aires. otra del Ferrocarril Buenos Aires al Pacífico (hoy Gral. San Martín). Por la primera, a 90 kilómetros de Pergamino. Por la segunda, a 55 kilómetros de Junín (Pcia. de Buenos Aires).
5 Estación del ex F. C. Central Argentino (hoy Mitre), a 84 kilómetros de Rufino (Pcia. de Santa Fe).
6 Ex Central Argentino (hoy Mitre). A 43 kilómetros de Pergamino.
7 Ex Compañía Gral. Buenos Aires (hoy Belgrano) a mitad del recorrido, entre Pergamino y Rosario de Santa Fe (trocha angosta).
8 Ex Central Argentino (hoy Mitre) a 34 kilómetros de Villa Constitución (Pcia. de Santa Fe).
9 Ex Central Argentino (hoy Mitre). A 40 kilómetros de Casilda (Santa Fe).

10/02/23