Besos a cien dólares
ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA
Por Kurt Vonnegut
P.— ¿Comprende que esa taquígrafa de ahí va a tomar nota de todo lo que usted diga?
R.— Sí, señor.
P.— ¿Y que todo lo que diga se podrá usar en su contra?
R.— Lo comprendo.
P.— Nombre, edad y dirección.
R.— Henry George Lovell, hijo. Treinta y tres años. Vivo en el 4131 de la calle North Pennsylvania, en Indianápolis, Estado de Indiana.
P.— ¿Ocupación?
R.— Hasta las dos en punto de esta tarde, era director de la sección de archivos de la delegación en Indianápolis de la Mutua Eagle de Accidentes e Indemnizaciones, con sede en Ohio.
P.— ¿En la torre Circle?
R.— Exacto.
P.— ¿Me conoce?
R.— Usted es George Miller, detective y sargento del Departamento de Policía de Indianápolis.
P.— ¿Alguien lo ha maltratado, ha amenazado con maltratarlo o le ha ofrecido favores para obtener esta declaración?
R.— No.
P.— ¿Es cierto que, aproximadamente a las dos en punto de esta tarde, atacó a un hombre llamado Verne Petrie con un teléfono?
R.— Le golpeé en la cabeza con la parte por donde se habla y escucha.
P.— ¿Cuántas veces le golpeó?
R.— Una. Le di una vez, pero bien dada.
P.— ¿Qué es Verne Petrie para usted?
R.— Para mí, Verne Petrie es todo lo que está mal en el mundo.
P.— Me refería a qué es para usted dentro de la organización de su oficina.
R.— Trabajábamos en el mismo ámbito de ejecutivos de segundo nivel. Estábamos en secciones distintas. Ni él era mi jefe ni yo era su jefe.
P.— ¿Competían por un ascenso?
R.— No. Estábamos en campos completamente distintos.
P.— ¿Cómo describiría a Verne Petrie?
R.— ¿Quiere que describa a Verne con sentimiento? ¿O sólo para que conste?
P.— Como usted prefiera.
R.— Verne Petrie es un gordo sonrosado y enorme de alrededor de treinta y cinco años de edad. Tenía un pelo naranja y sedoso y dos incisivos superiores tan largos como los de un castor. Llevaba chaleco rojo con cadena y fumaba cigarros muy pequeños. Se gastaba un mínimo de quince dólares al mes en revistas para hombres.
P.— ¿Revistas para hombres?
R.—Man About Town, Bull, Virile, Vital, Vigor, Male Virile. Ya sabe.
P.— ¿Y dice que Vernie Petrie se gastaba quince dólares al mes en ese tipo de revistas?
R.— Quince por lo menos. Esas cosas suelen costar cincuenta céntimos o más, y nunca vi que Verne volviera de su hora de comer sin llevar al menos una revista nueva. A veces tenía tres.
P.— ¿No le gustan las chicas?
R.— Por supuesto que me gustan las chicas. Las chicas me vuelven loco. Me casé con una y tengo dos niños encantadores.
P.— ¿Por qué le molestaba que Verne comprara esas revistas?
R.— No me molestaba, pero me parecía enfermizo.
P.— ¿Enfermizo?
R.— Las fotografías de chicas son como una droga para Verne. Bueno, a cualquiera le gusta mirar a una pin-up de vez en cuando, pero Verne tenía que comprar toneladas. Se gasta una fortuna en ellas y son más reales para él que ninguna cosa real. Cuando en el pie de foto de una chica desnuda se dice ven a jugar conmigo, guapo o algo así, Verne se lo cree. Realmente cree que la chica se lo está diciendo a él.
P.— ¿Verne está casado?
R.— Con una chica guapa, agradable y afectuosa. Tiene una mujer fantástica en casa. No es como si fuera un reprimido de la Y.M.C.A.
P.— ¿En esas revistas nunca hay nada más que fotografías de chicas?
R.— Pues claro que sí… hay otras cosas. ¿Nunca ha visto una?
P.— Le estoy preguntando a usted.
R.— Son muy parecidas. Todas tienen al menos una fotografía grande de una chica desnuda; generalmente, en mitad del ejemplar. Eso es lo que hace que la revista se venda, la fotografía grande. También suelen tener unos cuantos artículos sobre coches extranjeros, cómo decorar el ático de un soltero empedernido, cómo elegir un altavoz o la trata de blancas en Hong Kong. Pero Verne sólo quiere las fotografías de chicas. Para Verne, mirar sus fotografías es como salir con ellas… Fajines.
P.— ¿Cómo? ¿Qué ha sido lo último que ha dicho? ¿Fajines?
R.— Sí, es otro de los temas que se tratan en esos artículos. Los fajines.
P.— Parece que conoce muy bien esas revistas.
R.— Mi mesa estaba junto a la de Verne. Sus revistas estaban por todas partes. Y cada vez que llevaba una nueva a la oficina, me la restregaba por la nariz.
P.— ¿Se la restregaba literalmente?
R.— Casi. Y siempre decía lo mismo.
P.— ¿Qué era lo que siempre decía?
R.— No quiero decirlo delante de la señorita que toma nota.
P.— ¿Puede explicarlo por aproximación?
R.— Verne abría la revista por la fotografía de la chica y decía aproximadamente: «Tío, pagaría cien dólares por besar a una muñeca como ésa. ¿Tú no?».
P.— ¿Y eso le molestaba?
R.— Tras un par de años, me sacaba de quicio.
P.— ¿Por qué?
R.— Porque demostraba un sentido de los valores condenadamente pobre.
P.— ¿Se cree Dios todopoderoso? ¿Cree que tiene derecho para ir por el mundo corrigiendo el sentido de los valores de la gente?
R.— No creo ser Dios todopoderoso. Ni siquiera creo ser un buen feligrés de la Iglesia Unitaria.
P.— ¿Qué le parece si nos dice lo que pasó esta tarde cuando usted volvió de comer?
R.— Verne Petrie estaba sentado a su mesa, con un ejemplar nuevo de Male Valor delante de él. Estaba abierto por una fotografía a dos páginas de una mujer que se llamaba Patty Lee Minot y que llevaba una bata de celofán. Verne estaba hablando por teléfono y mirando la imagen al mismo tiempo. En ese momento tenía la mano sobre el micrófono. Me guiñó un ojo como si le estuvieran diciendo algo muy interesante y me hizo un gesto para que escuchara la conversación en mi teléfono. Me mostró tres dedos, indicando que debía conectarme por la línea tres.
P.— ¿La línea tres?
R — Hay tres líneas que dan al despacho. Yo eché un vistazo alrededor y me di cuenta de que todos los teléfonos de la oficina estaban ocupados por personas conectadas a la línea tres. Todo el mundo lo estaba escuchando. De modo que me sumé a ellos y pude oír el timbre de un teléfono al otro lado de la línea.
P.— ¿Era el teléfono de Patty Lee Minot, sonando en Nueva York?
R.— Sí. Yo no lo sabía entonces, pero lo era. Verne intentó contarme lo que pasaba. Señaló la fotografía de Patty Lee Minot en la revista y luego señaló la mesa de la señorita Hackleman.
P.— ¿Qué pasaba con la mesa de la señorita Hackleman?
R.— La señorita Hackleman estaba de baja por un catarro y uno de los conserjes del edificio se había sentado en su silla y usaba su teléfono. El fue quien puso la conferencia que tenía ocupado a todo el mundo.
P.— ¿Conocía al conserje?
R.— Lo he visto alguna vez en el edificio. Yo conocía su nombre porque lo lleva cosido en la parte trasera de su mono. Se llama Harry.
Más tarde averigüé que su nombre entero es Harry Barker.
P.— Descríbalo.
R.— ¿A Harry? Bueno, tiene aspecto de ser mucho mayor que yo, de alrededor de cuarenta y cinco años… aunque, ahora que lo pienso, es más joven que yo. Es bastante atractivo, y creo que debió de ser un buen atleta en el pasado. Pero está perdiendo el pelo con rapidez y le han salido un montón de arrugas de preocupación o quién sabe qué.
P.— De modo que usted oía cómo sonaba el teléfono en Nueva York.
R.— Sí. Y estornudé sin querer.
P.— ¿Estornudó?
R.— Estornudé. Lo hice directamente en el teléfono, y todo el mundo pegó un salto de un kilómetro, y luego alguien dijo: «Gesundheit». Verne Petrie se picó mucho con eso.
P.— ¿Qué hizo exactamente?
R.— Se puso rojo y se quejó. Dijo: «callaos, tíos». Ya sabe. Protestó como alguien que no quiere que un puñado de gilipollas le arruine una experiencia hermosa. «Vamos, tíos —gruñó—, cerrad la boca o dejad la línea. Quiero oír.» Luego, alguien contestó el teléfono al otro lado. Era la criada de Patty Lee Minot. La operadora de larga distancia le preguntó si el suyo era el número que habían pedido y la criada dijo que sí, que lo era. Así que la operadora dijo «le paso con su número, señor» y el conserje llamado Harry se puso a hablar con la criada. Harry estaba muy tenso. Puso un montón de caras graciosas, como si intentara hacerse una idea de cómo debía hablar. «¿Me podría poner con la señorita Melody Arlene Pfitzer, por favor?», preguntó. «¿La señorita qué?», preguntó la criada. «La señorita Melody Arlene Pfitzer», repitió Harry. «Aquí no hay ninguna Pfitzer», dijo la criada. «¿No es el número de Patty Lee Minot?», dijo Harry. «Sí, lo es», contestó la criada. «Melody Arlene Pfitzer es el verdadero nombre de Patty Lee Minot», afirmó Harry. «No tenía ni idea», dijo la criada.
P.— ¿Quién es Patty Lee Minot?
R.— ¿Es que no lo sabe?
P.— Se lo pregunto para dejar constancia.
R.— Ya se lo he dicho. Era la chica de la bata de celofán que aparecía en la revista de Verne. Era la chica de la página central Male Valor. Supongo que es lo que se podría llamar una famosa sexy. Sale en las revistas para hombres todo el tiempo, y a veces sale en televisión, y una vez la vi en una película con Bing Crosby.
P.— Continúe.
R.— ¿Sabe lo que se decía debajo de la fotografía de la revista?
P.— ¿Qué?
R.— «La mujer eterna de octubre.» Eso es lo que decía.
P.— Siga con la conversación telefónica.
R.— Bueno, el conserje llamado Harry estuvo bromeando con la criada sobre el nombre real de Patty Lee Minot. «Llámela Melody Arlene Pfitzer en alguna ocasión y verá lo que dice», sugirió. «Si no le importa —dijo la criada—, creo que no lo haré.» Y Harry insistió: «¿Puede ponerme con ella, por favor? Dígale que le llama Harry K. Barker». «¿Le conoce?», preguntó la criada. «Se acordará de mí si lo piensa un momento», contestó Harry. «¿De qué la conoce?», dijo la criada. «Del instituto», dijo Harry. «Dudo que quiera que la molesten en este momento; esta noche tiene un programa de televisión y no está para pensar en el instituto», sentenció la criada. «Estuve casado con ella en el instituto —afirmó Harry—. ¿No le parece que eso cambia las cosas?» Y entonces, Verne me dio un golpe en el brazo.
P.— ¿Le dio un golpe?
R.— Sí.
P.— ¿Afirma que le agredió antes de que usted le agrediera a él?
R.— Supongo que podría decir que sí, ¿no? Es una idea interesante. Si tuviera intención de contratar a un sinvergüenza de abogado, supongo que probablemente alegaría eso. Pero no, Verne no me agredió. Sólo me dio un golpe en el brazo para llamar mi atención, aunque fue tan fuerte que me hizo daño. Y acto seguido, casi me untó la fotografía de Patty Lee Minot por toda la cara.
P.— ¿Se la untó?
R.— Casi me la restregó.
P.— ¿Y qué dijo la criada por teléfono cuando supo que Harry K. Barker había estado casado con su jefa?
R.— Dijo: «Espere un momento».
P.— Comprendo.
R.— Y luego, cuando ella dejó el teléfono, yo dije: «Espere un momento». Y Verne estalló.
P.— ¿Hizo una bromita por teléfono y a Verne le molestó?
R.— Me limité a imitar a la criada y Verne se subió por las paredes. Dijo: «Muy bien, tío listo, cierra el pico. Ya oigo tu voz divina todo el día, todos los días, año tras año. Ahora estoy a punto de oír la voz de Patty Lee Minot en persona, y te quedaría extremadamente agradecido si cerraras esa bocaza que tienes. Yo estoy pagando la llamada. Soy yo quien se juega el pellejo. Puedes escuchar si quieres, pero ten la amabilidad de permanecer callado».
P.— ¿Verne pagaba la llamada?
R.— En efecto. La llamada fue cosa suya. Se les ocurrió cuando le enseñó a Harry la fotografía de Patty Lee Minot de la revista. Verne le dijo a Harry que pagaría cien dólares por besar a una muñeca como ésa y Harry replicó que le parecía gracioso que dijera eso porque, según comentó, había estado casado con ella. Verne no le creyó, de modo que apostaron veinte dólares y pusieron la conferencia.
P.— Cuando Verne se enfadó con usted, ¿no respondió de ningún modo?
R — Me limité a encajarlo. Verne no estaba de humor para que le buscaran las cosquillas. Fue como si yo intentara levantarle a su adorada esposa; como si él tuviera una gran aventura amorosa con Patty Lee Minot y yo me presentara de repente y se la arruinara. No dije ni una palabra. Entonces, Patty Lee Minot se puso al teléfono. «¿Quién es?». «Soy Harry Barker. Ha pasado mucho tiempo, Melody Arlene.» Harry intentó parecer refinado y desenvuelto. Se estaba encendiendo un puro pequeño que Verne le había dado. «¿Quién es usted realmente? ¿Eres tú, Ferd?», preguntó ella.
P.— ¿Quién es Ferd?
R.— Qué se yo. Supongo que algún amigo suyo que suele gastar ese tipo de bromas; algún neoyorquino famoso, encantador, divertido y con mucho glamour. Harry dijo: «No, soy Harry de verdad. Nos casamos hace once años, el día catorce de octubre. ¿Te acuerdas, Melody Arlene?». «Si verdaderamente eres Harry, y no creo que lo seas, ¿por qué me llamas?», preguntó. «Pensé que te gustaría saber algo de nuestra hija, Melody Arlene. En todos estos años, nunca has intentado saber nada de ella. Supuse que te gustaría saber cómo le van las cosas; más que nada, porque es la única hija que has tenido.»
P.— ¿Y qué dijo ella?
R.— No dijo nada durante casi un minuto. Luego habló con una voz muy dura y gangosa: «¿Quién es usted? ¿Es alguien que intenta extorsionarme? Porque si es así, se puede ir al infierno. Venga, ofrézcale toda la historia a la prensa si le apetece. Nunca he pretendido mantenerlo en secreto. Me casé a los dieciséis años con un chico que se llamaba Harry Barker. Los dos estábamos en el instituto y tuvimos que casarnos porque yo iba a tener un bebé. Por mí, como si se lo cuenta a todo el mundo». Y luego, Harry dijo: «El bebé murió, Melody Arlene. Tu pequeña falleció dos años después de que te marcharas».
P.— ¿Dijo qué?
R.— Que la hija que tuvieron había muerto; que su bebé había muerto. Ni siquiera lo sabía; nunca se había molestado en averiguar lo que fue de ella. Esa era la mujer eterna con la que, según la revista Male Valor, sueñan todos los hombres con sangre en las venas. ¿Y sabe lo que dijo ella?
P.— No.
R.— Sargento, la mujer eterna de octubre dijo. «Ésa es una parte de mi vida que he borrado por completo. Lo siento, pero no me podría importar menos».
P.— ¿Como reaccionó Verne Petrie cuando dijo eso?
R.— De ninguna manera en particular. Sus ojitos de cerdo estaban vidriosos; enseñaba los dientes y casi le rechinaban. Andaba perdido en alguna ensoñación desenfrenada con él y Patty Lee Minot como protagonistas.
P.— ¿Qué ocurrió después?
R.— Nada. Ella cortó la comunicación y eso fue todo. Todos colgamos y todos, menos Verne, estábamos asqueados. Harry se levantó y sacudió la cabeza. «Ojalá hubiera tenido el sentido común de no llamarla», se lamentó. «Aquí están tus veinte pavos, Harry», dijo Verne. «Ahora no lo quiero; sería como aceptar dinero de ella», dijo Harry. Parecía salido de un mal sueño. «Le construí una casa, una bonita casa. La levanté con mis propias manos», añadió, mirándoselas. Empezó a decir algo más, pero cambió de idea y salió de la oficina arrastrando los pies, sin dejar de mirarse las manos. Durante la media hora siguiente, la oficina parecía un depósito de cadáveres. Todo el mundo se sentía mal… todo el mundo menos Verne. Yo me giré hacia él; había vuelto a abrir la revista por la fotografía de Patty Lee Minot. Me miró a los ojos y me dijo: «Ese afortunado hijo de su madre».
P.— ¿Quién era el afortunado hijo de su madre?
R.— Harry Barker era el afortunado hijo de su madre porque había sido esposo de esa mujer maravillosa en su cama. «Ese afortunado hijo de su madre… Desde que he oído la voz de esa muñeca por teléfono, daría mil dólares por besarla», dijo.
P.— Y entonces fue cuando le dio.
R.— Así es.
P.— ¿Con su propio teléfono? ¿En lo alto de la cabeza?
R.— Así es.
P.— Y lo dejó seco.
R.— Lo dejé más seco que el rabo de una vaca, porque de repente tuve la idea de que Verne Petrie era lo que andaba mal en el mundo.
P.— ¿Qué anda mal en el mundo?
R.— Que todo el mundo presta atención a fotografías de cosas. Que nadie presta atención a las cosas en sí mismas.
P.— ¿Hay algo que quiera añadir?
R.— Sí, me gustaría que conste el hecho de que yo peso cincuenta y cinco kilos y ochocientos gramos y de que Verne Petrie pesa noventa y un kilos y es treinta centímetros más alto que yo. No tuve más remedio que usar un arma. Pero obviamente, estoy dispuesto a hacerme cargo de la factura del hospital.
(De: Mientras los mortales duermen, Editorial Sexto Piso SA, 2011. Traducción de Jesús Gómez Gutiérrez)