Cápsulas

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por Vicente Battista

Belgrano

Manuel Belgrano fracasó como militar y como economista. Al final de su carrera había logrado reunir algunos pesos y en lugar de invertirlos en el negocio inmobiliario (estrategia que suelen emplear ciertos encumbrados generales de la patria), dispuso que se utilizaran para la construcción de cuatro escuelas en el noroeste argentino.
Se trataba de pesos fuertes, aunque la fortaleza de ese dinero sólo estaba en las intenciones. Las autoridades nacionales tardaron algo más de un siglo y medio en cumplir con el legado de Belgrano. Cuando decidieron materializarlo, la plata que donara no alcanzó siquiera para comprar una caja de tizas. Belgrano no supo prever el estigma de la devaluación.
Si hubiera sido un inversionista sagaz habría transformado esos pesos fuertes en libras y las hubiese depositado en un banco europeo. El monto producido después de ciento setenta y siete años de intereses hubiera servido para edificar miles de escuelas en todo el país. Esas escuelas probablemente se habrían transformado en pujantes y coloridos shoppings. Belgrano, en cambio, movido por vaya a saberse qué extraños ideales, apostó a los pesos fuertes. Esos errores a la larga se pagan: murió en la miseria. Hoy por hoy, el testimonio más transparente del fracaso.

Precisión

A finales de 1300 los suizos estaban bajo dominio austríaco y debían soportar las humillaciones que les infligía el despótico Gessler, un gobernador que había ganado fama de sanguinario y hacía todo lo posible por mantener ese prestigio. Era el malo de esta historia.
En el bando contrario estaba Guillermo Tell, quien se había ganado el respeto y la admiración de sus compatriotas. Era famoso por su patriotismo y por su habilidad con el arco y la flecha. Era el bueno de esta historia.
Cierta tarde, el tirano Gessler y el patriota Guillermo Tell se encontraron cara a cara. El patriota no saludó al tirano y Gessler no soportó tamaña descortesía. Ordenó apresarlo y lo condenó a muerte. Los suizos pidieron clemencia. Gessler propuso una solución diabólica: Guillermo Tell debía disparar una flecha a una manzana colocada en la cabeza de su pequeño hijo; si daba en el blanco, salvaba su vida. Como es fama, dio en el blanco. Tamaña destreza marcó el futuro del pueblo helvético. Si Guillermo Tell hubiera atravesado la cabeza de su hijo, Suiza hubiese tenido un destino trágico, a la manera de Grecia o Roma. La puntería de su héroe no le dejó otro camino que dedicarse al negocio bancario, a fabricar relojes, quesos y chocolates.

Menonita

Jakob es menonita. Acaba de cumplir veinte años y hasta hace dos días no había tenido una sola fisura en la fe que le inculcaran sus mayores. Se levantaba antes de la salida del sol, decía sus primeras oraciones, desayunaba con leche y pan, y se detenía un instante para contemplar el amanecer. Era su única diversión de la jornada; después sólo quedaba trabajar, que para eso había venido al mundo.
Jakob vive en la Argentina, pero no tiene la menor idea del país. Sabe que hay un pueblo cerca de su comunidad y que en ese pueblo hay otra gente, con otra fe. Son los que vienen a comprarles el trigo y la cebada. Nunca se había preocupado por ellos, hasta que hace dos días vio a esa muchacha que los acompañaba. El pelo negro y su risa sin descanso es lo único que le quedó de esa muchacha. También es en lo único que piensa desde hace dos días.
Como siempre, Jakob se levantó antes de la salida del sol. Dijo sus oraciones, comió el pan y bebió la leche, y estuvo unos instantes contemplando el amanecer. Después comenzó a caminar, pero no fue al sitio de la siembra. Enfiló hacia donde, supone, estará el pueblo. Necesita encontrar a la muchacha de la risa. Sabe que le espera el castigo eterno reservado a los impíos, pero no detiene su marcha.

Brujos

Después de tres meses de incendio, más de seiscientas mil hectáreas del Amazonas habían quedado destruidas. Las autoridades del Brasil no encontraban solución. Sólo la lluvia podría dominar al fuego. Pero era época de sequía y los meteorólogos más optimistas estimaban que no iba a llover en menos de tres semanas.
Los bomberos brasileños, venezolanos y argentinos se desvivían por apagarlo; pero poco se puede hacer cuando falta agua. Cuando las llamas comenzaron a llegar a las aldeas yanomamis y caiapós, alguien dijo que los brujos de esas tribus tenían el don de provocar la lluvia. Todos rieron, pero una semana más tarde convocaron a los brujos caiapós.
Los hechiceros preguntaron si querían mucha o poca agua; pidieron que los dejaran solos y pusieron en práctica sus ritos. Al día siguiente, llovió a cántaros. ¿Un fenómeno natural o una gracia del Dios de la Lluvia? La respuesta la tienen los brujos, pero los brujos son reservados; gente de pocas palabras.
En el Código Civil brasileño los indios del Amazonas están catalogados como criaturas «incapaces». La lluvia que lograron los incapaces redujo en un setenta y cinco por ciento el incendio. Sin embargo, no hubo un solo funcionario brasileño que propusiera una reforma en el Código Civil.

El coleccionista de palabras

Hay gente que colecciona objetos de papel: desde estampitas y estampillas hasta boletos de colectivo o programas de cine. Hay gente que prefiere cosas más rotundas: desde caracoles marinos hasta piedras con formas extrañas. Agustín, en cambio, sólo colecciona palabras. Se queda con las que ya no se usan. Las amontona sin ton ni son, y, por aquello de que a las palabras se las lleva el viento, las guarda en sitios a los que no llega la mínima brisa. Las protege a todas con igual esmero, pero prefiere a unas más que a otras. Cuestión de gustos. Alfaqueque, por ejemplo, le gusta más que cuchipanda, y no duda un instante entre melarquía y lanuginoso.
El hecho de guardarlas no reviste el menor peligro. Son palabras que pertenecen al pasado, que se han dejado de usar, como la plancha a carbón o la radio a galena. Creíamos que Agustín simplemente las coleccionaba, pero no. Descubrimos que de tarde en tarde se dirige sigilosamente al sitio en donde las tiene guardadas, mira a uno y otro lado y, cuando está seguro de que nadie lo va a oír, convoca a las viejas palabras: las repite, casi en un murmullo.
Pronunciar perillán, sabemos, le brinda un delicioso temblor en la garganta. Algo parecido sucede cuando pronuncia villanchón. En ambos casos son goces mínimos: duran lo que tarda en apagarse el sonido llan y el sonido chon. Pero no todo es regocijo: basta con que Agustín diga lañador o faramalla para que la boca se le seque sin remedio. Talanquera lo pone al borde del desmayo. Nos preocupa que persista en ese juego peligroso. Él insiste en que son cosas del azar y se ríe cuando le decimos que hay palabras que matan. Creo que cualquier tarde de éstas nos va a dar un disgusto.

El camino del héroe

A veces la envidia y la admiración se confunden. No puedo decir si envidiaba a Juan Carlos más de lo que lo admiraba. Mientras yo pasaba mis horas encerrado en el colegio aprendiendo la regla de tres simple, él andaba libremente por las calles del barrio azuzando a Estrella. Juan Carlos vivía en la esquina de casa, era el quinto hijo de una madre soltera y había abandonado el colegio antes de terminar tercer grado. Era una especie de Huckleberry Finn que en lugar de navegar las aguas del Misisipi deambulaba por Barracas conduciendo un carro de lechero. Estrella se llamaba la yegua que tiraba del carro.
Solía encontrarlo casi todos los días. Juan Carlos iba rumbo al corralón; yo, rumbo a la escuela. Caminábamos un par de cuadras juntos. Una mañana de octubre me invitó a que lo acompañara en el reparto. No lo dudé: esperaba esa invitación desde mediados de marzo. Hice un rollo con mi guardapolvo y lo metí en el portafolio. En el corralón Juan Carlos ensilló a Estrella, le susurró algo al oído y la ató al carro. Subió, tomó las riendas y me indicó que subiera. Desde el pescante la calle se ve diferente.
Juan Carlos detenía el carro en mitad de la cuadra, bajaba de un solo salto y ya en la vereda gritaba: «¡Lecherooo!» Un número impreciso de mujeres con recipientes de todo tipo lo rodeaba en cada parada. Él las atendía a todas. Yo lo ayudé con los vueltos y más de una vez también atendí. A media mañana me atreví a llevar las riendas de Estrella y a vocear nuestra llegada.
Mis padres me descubrieron no bien entré en casa. Pudo haber sido por el olor a establo, por las arrugas del guardapolvo o por mi cara de felicidad. Fue uno de los castigos más duros que recuerdo, pero no me importó. El camino del héroe, leería años después, tiene sus riesgos.

Escuela

La historia de Joseph era idéntica a las historias de esos chicos que se ven en las películas norteamericanas. Pero la de Joseph era una historia verdadera. Su madre se emborrachaba de verdad y su padre lo golpeaba de verdad. Cuando mamá y papá no se peleaban entre sí, descargaban su furia sobre el cuerpo del pequeño Joseph.
Harto de palizas, Joseph decidió abandonar el hogar. Tenía diecisiete años y nunca había ido a la escuela: no sabía ni leer ni escribir. Poco importa eso cuando alguien decide echarse a andar por alguno de los muchos caminos de Texas.
Anne era una mujer generosa. Conoció a Joseph, se apiadó de ese chico tan golpeado y le dio refugio en su casa. Anne era madre de ocho hijos, Joseph pasó a ser el noveno. Éste podría ser el final feliz de una historia triste. Pero no. Cierta mañana, Anne y Joseph discutieron. Joseph la mató de un tiro. El juez lo sentenció a muerte.
Como consecuencia de la corta edad del condenado, las autoridades decidieron aplazar la ejecución. La postergaron a lo largo de veintiún años. Hace unos días consideraron que ya era tiempo, le avisaron que era su hora y le aplicaron la inyección letal. Los texanos se enorgullecen de tener cárceles escuelas: Joseph había ingresado analfabeto y cuando lo ejecutaron ya sabía leer y escribir.

(De: Revista Casa de las Américas Nº 239, abril-junio 2005)