Cara al viento como un león
ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA
(Fragmento)
Por Daniel Barroso
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─Allí estaban los gitanos: los hombres reunidos en círculo pasando de mano en mano vasos de sangría y platos con andrajos, ocupando una parcialidad de la vereda y la totalidad del buen ánimo celebratorio de un nacimiento, con descendencia paterna argentina y ascendencia magiar, hasta donde la ruta genealógica era reconocida. Los vestidos de las mujeres embriagaban con humedades de siembra y afrodisíacos vapores agitados por hálitos de viento y bendiciones de remolinos en el corredor y los patios interiores. Las ventanas abiertas daban a un espacio único, abigarrado de colores que brotaban como copos espirituales de tapices y alfombras, que a su vez eran perezosamente barridos por el corredor de aire, que desde los fondos acudía soplando salmueras y bálsamos de té en ráfagas de canela, azafrán y cardamomo o frutos frescos hirviendo entre inciensos de opio, sándalo y menta. Disfrutaba estas caminatas por La Paternal deteniéndome y dejándome cautivar por los sentidos concentrados en olores y sabores, como una trasfusión ambulatoria que ingresaba por la nariz o se adhería al paladar sin cánulas ni intermediarios, a no ser por los enredos espirituales de las griterías en romaní y las gesticulaciones rítmicas y aspaventosas que azotaban benéficamente el ámbito sobre la avenida Warnes.
─Recuerdos como fulgores, Elbiamor. Juguetes nacidos de las manos de mi padre que, como una continuidad lógica de sus dedos, aparecían en forma de patines para los pies de Aquiles y los mensajes de Hermes. Tensos arcos moldeados en fraguas íntimas y maderas nobles para las manos de Artemisa. Máquinas defectuosas que la minuciosa mano de mi padre curaba de sus engranajes díscolos como un ingeniero de sutilezas, o con parsimonia de joyero limpiaba sus mínimas briznas pulverulentas y los aliviaba del cúmulo de aceites mustios que los dejaban lentos y ruidosos: tanto para las Singer de las imitadoras de la Hilandera Eterna de La Paternal o para las desdichadas Aracnes del barrio de Saavedra. Descalabrados relojes de Cronos con una diástole agónica de herrumbres y fricciones eran recibidos en la sala de operaciones, entre diminutas herramientas y el ojo ciclópeo de mi padre, tras su lupa con montura de carey que pormenorizaba los motivos de la arritmia en el rodaje de la minutería y su clepsidra original, convirtiendo lo que era descalabro y caos mecánico en un tictac límpido, rítmico y armónico como un milagro de laminillas y artesanía santificada. Sus manos acariciando la música a cuerda para bailarinas en cajitas de alhajas o destierro de catas odoríferas con pétalos de rosa machucados. Sus manos de callos como botones florales desgajando la ropa íntima de los objetos hasta llegar al centro principal de una nervadura eléctrica o de un resorte herido en el espiral de sus tensiones. Sus manos atreviéndose al conjuro y los misterios como quien diera su última puntada sobre el vestido de la Novia Eterna, dejándolo en virginidad de costuras y remiendos. Sus manos, repito, como la letanía de un sueño, que ennoblecieron las chucherías de mil desvanes y que pusieron muñecos, radios y ventiladores en eterna salud y desvelo.
─Como fulgores, Elbiamor: las manos de mi padre haciendo y deshaciendo. Reparando ilusiones o alterando fracasos, adorado por la vecindad, que sabían, que sus maravillas quirúrgicas sobre máquinas inertes, no buscaban pecunia ni recompensa: eran sanaciones por amor a la caducidad de los objetos y al cansancio brutal de los materiales. También por no soportar ver detenido lo que debiera estar en movimiento o por desafiar el carácter beligerante entre un movimiento errático y un movimiento exacto. Nunca hubo la banalidad oprobiosa y desaprensiva del comercio, nunca sumó un peso al puchero por recobrar la música del carrillón de un reloj «art noveau» con tres pesas sonando en los cuartos y las medias. Fulgores de aeroplanos en Longchamps, entre varillas y telas, pegamentos y mecanismos porfiados que nos dejó un vuelo trunco, pero un sabor a cielo conquistado o al menos invadido por el destino certero de sus manos. Máquinas, herramientas, mecanismos y portentos, Elbiamor, todo nacido entre las yemas de sus dedos y elucubraciones de regocijos cerebrales, todo entre diminutas pinzas de trefilar alambres y pesadas llaves de ajustar rudas tuercas de obraje. Maderas que aromaban el espacio cuando las hacía sangrar hasta pulir sus nudos de belleza y la suavidad en sus encastres. Desdentados engranajes que volvían a morder su rutina de fuerza o sus pequeños sacrificios de segundero, formones y martillos, calibres y compases: una danza perpetua entre óxidos y líquidos de eterna juventud para bisagras. Pulimientos perdurables para molduras de cuadros, dinteles y balaustradas. Bruñidores de bisel alisando terminaciones o emparejando uniones. Yugos y chaponetes inmovilizando uniones y contornos, gubias, escofinas y garlopas hurgando en las maderas antiguos verdores y humedades de la tierra. Finalmente me detengo en el trampantojo de la vigilia evocativa y veo la mortecina luz de las ennegrecidas ampollas eléctricas colgando de sus sombreros de lata, sombras oliendo a virutas y olores grises de metal y lubricantes, mezclado todo con una policromía errática de esmaltes, lacas y acuarelas encerradas en latas, potes y frascos ordenados como velas de catafalco. Y ya cerrando mi visión crepuscular aparecen ante mí desafiantes e interminables herramientas desordenadas sobre un banco de trabajo lleno de cicatrices, herrumbres y trapos, como un ejército reponiéndose de las fatigas del intenso combate.
─Elbiamor, recuerdos como fulgores o fulgores del recuerdo cuando paseábamos por Maipú y de la pulpería Santa Isabel salían peones que no acertaban el tranco y caían abrazados al primer árbol, mientras yo, temeroso en esos tiempos de la embriaguez etílica de los hombres, temblaba, como esperando un acto de brutalidad y sangre. Entonces mi padre me ilustraba sobre la verdadera y peligrosa embriaguez de los hombres: el odio, la estupidez y la codicia. Porque mi padre, Elbiamor, llevándome de la mano sentía que modelaba mi alma con herramientas de ética y esperanza, mientras sentados a la orilla de la laguna Kakel Huincul ponía sobre el agua una embarcación liviana con motor de goma de honda retorcida, que al soltarse hacían girar endemoniadamente la rueda de paletas, como si navegáramos el Mississippi, mientras, señalando la estela que dejaba el barco (resultado del astillero de sus manos), como al desgaire me decía: «solo estelas en la mar» y reía sin mencionar a Machado, pero calculando con su herramienta más sensible y poderosa el efecto alentador de sus palabras, tanto por inercia emocional como por impulso de la curiosidad del niño que aún dependía de los fulgores de esas manos y los pormenores de su artesanía de sueños.
─Entonces, andando las veredas de Balvanera o las llanuras de Maipú, abro ventanas como horizontes, como atardeceres o como una pregunta convertida en piedra sobre el corazón de las evocaciones: ¿son esos recuerdos como fulgores o es el tiempo que enciende antorchas y luces magníficas para entibiarme de melancolía y dejarme anclado a la bondad taciturna del pasado? ¿Son los recuerdos o soy yo el que enciende antorchas para quemarme en remotas fulguraciones? ¿Es el hombre, tendido como cualquier hombre tendido que va a morir, o es el niño que todo lo que sabe es todo lo que necesita, el que empuja esos fulgores hasta el barranco de mis ojos?
─Como fulgores, Elbiamor. Todo es cuestión de no sucumbir a la voracidad de los recuerdos, que temblando en el hueco de una campana y heridos de silencio, nos acosan como a un niño desbastado por la inmensidad y la lucidez escalofriante de atesorar hasta lo no vivido, intentando, a su vez, olvidar lo que aún no tiene potestad de olvido.
─Todos somos niños de un tiempo invisible, de una eternidad inútil y tramposa. Estamos hechos de agua y caminos sinuosos, de voces sin rostros y caballos sudorosos, sin jinete y sin reposo.
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