Conferencia sobre la vida y la muerte en el cementerio de Obaba-Ugarte

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por Bernardo Atxaga

El cementerio estaba bastante lejos del pueblo, y todos los que formábamos parte de la comitiva fuimos hasta la zona del río para, desde allí, tras cruzar un puente, emprender una subida larga que duró no sé cuánto tiempo. Era primavera, eso sí que lo puedo asegurar: la hierba crecía fresca y brillante en los campos, y se veían flores por todos los rincones del camino, tiesas flores azules, minúsculas flores azules, flores amarillas, flores rosas, flores rojas que crecían en montón formando manchones. No faltaban, en aquel recorrido que nos conducía al cementerio, otras señales de la primavera: las mariposas y el canto de los pájaros. De vez en cuando, se acercaba volando un mirlo y se tragaba una mariposa, y era tal el silencio de la comitiva que se oía perfectamente el plap del pico al cerrarse. De todas formas, el pájaro más notable, que en realidad no era un pájaro sino una bestia, un buitre, lo teníamos siempre al alcance de la vista. Volaba en círculos sobre nosotros con sus enormes alas extendidas.

Continuamos subiendo hasta llegar a un alto desde el que se divisaba un valle, o mejor dicho un vallecito, donde también era, sin duda, primavera: los trigales estaban en su punto máximo de verdor, los campos de avena eran igualmente verdes pero de un tono más oscuro. Entre las flores, abundaban las orquídeas y los rosales silvestres. Bajamos al vallecito y seguimos por un camino de color rojizo perfectamente llano, con las montañas de Obaba-Ugarte enfrente. El buitre que sobrevolaba la comitiva trazaba ahora círculos más amplios.

El camino rojizo daba a una carretera, y nada más llegar a ella nos desviamos a la derecha, hacia una llanura solitaria. Tuve el presentimiento de que debía de haber una autopista o una vía ferroviaria cerca, a unos pocos kilómetros, y me puse a escrutar el terreno por si descubría la silueta de algún camión o de algún tren; pero mis ojos solo alcanzaron a ver la niebla que cerraba el horizonte. Me hice entonces, para mis adentros, una pregunta clara: «¿Es que no vamos a llegar nunca a ese cementerio?».

El sujeto que iba detrás de mí me puso la mano en el hombro y quiso tranquilizarme:

—No te preocupes. Llegaremos antes de que anochezca del todo.

Miré hacia los montes, hacia el cielo. Los montes estaban casi negros; el cielo, todavía azul, parecía marchito. Observé con más atención: el buitre había desaparecido, los pájaros no cantaban, las flores habían perdido su viveza. Apareció un pato y cruzó el aire en línea recta, veloz como una flecha. El sujeto que iba detrás de mí exclamó:

—¡Qué bien vuela!

Al primer pato lo siguieron otros diez o doce, volando también en línea recta, cómodamente, sin forzarse. Enfilaron todos, el primero, el solitario, y los diez o doce que lo seguían, hacia una laguna.

Llegamos también nosotros a la laguna y volvimos a ver los patos, esta vez descansando sobre el agua y tan quietos que parecían de madera. El sujeto que iba detrás de mí en la comitiva profirió una nueva exclamación:

—¡Qué cosas pasan! ¡Mira eso!

Dejé de caminar y miré alrededor. Cerca de donde estábamos, pegado a un poste que se alzaba en la orilla, había un papel envuelto en un plástico transparente. En el papel, las líneas que alguien había escrito con muy buena letra:

Adiós, Bat. Mario y yo sentimos no ser tan valientes como tú y no haber arriesgado más para salvar tu vida. Aquellos momentos de sufrimiento los llevaremos siempre sellados en el alma, y aunque sabemos que tú nos perdonas, lamentamos no haber mostrado el coraje que tu vida merecía. Ahora solo nos queda llorar por ti y decirte adiós. Mario y Yaiza escribieron esta despedida. Nunca olvidarán aquella fatídica mañana de domingo del 25 de febrero de 2018.

El sujeto que iba detrás de mí quiso explicármelo. El perro había quedado atrapado en el fango de la laguna cuando trataba de recuperar la pelota que, jugando, la pareja le había tirado al agua, y había muerto ahogado. Remató su explicación con un comentario que, en ese momento, no me resultó muy comprensible:

—De todas formas, Mario y Yaiza deberían mirar el lado bueno del suceso. Estoy convencido de que, de facto, los dos se quieren más desde entonces.

Tras caminar largamente por la orilla de la laguna llegamos por fin al otro lado. Estaba anocheciendo, y cuando alcé la cabeza, preocupado, sin poder ubicarme, tratando de vislumbrar algún lugar que me resultara familiar, solo me topé con las negras siluetas de las montañas. En la superficie de la laguna ya no se distinguían las figuras de los patos. El cielo azul marchito era ahora morado, con manchas verdosas. En una de ellas se veía otra mancha más pequeña, similar en su forma a un caldero de bronce.

—Es la luna —me dijo el sujeto de atrás—. Ya verás, a partir de ahora nos seguirá, como antes el buitre.

Me di la vuelta para verle la cara, pero, como si quisiera jugar al escondite, él se ocultó raudo detrás de mi espalda. Lo único que pude ver fue la larga hilera de la comitiva. Ocupaba toda la orilla de la laguna, y en la parte más alejada se asemejaba a un reguero de hormigas. Era sorprendente que hubiera tanta gente. Después de todo, se trataba de un acto cultural, de una mera conferencia sobre dos temas tan viejos como el mundo, la vida y la muerte, no de un partido de baloncesto entre, por ejemplo, los Houston Rockets y los Celtics.

Ocurrió lo que me había dicho mi acompañante. La luna nos siguió hasta el cementerio, que era enorme y estaba rodeado por un muro alto, a la manera de las antiguas ciudadelas. Aquello me sorprendió. No me lo imaginaba así, tan fortificado y tan grande. El sujeto de atrás oyó por lo visto aquel pensamiento, y me dio una de sus explicaciones:

—Estos últimos años, desde que llegó la industria, Obaba-Ugarte ha crecido mucho. Fíjate: el número de habitantes en 2020 quintuplicaba el de 1970. Hubo que ampliar el viejo cementerio. Pero, de facto, fue para bien. Ahora ofrece la posibilidad de organizar una gran variedad de eventos. La conferencia de hoy, por poner un ejemplo.

Me sentía un tanto desconcertado. No conseguía ubicar el cementerio, la comitiva, la figura sin rostro a mis espaldas, la bandada de patos del lago, el buitre que volaba en círculos, la luna de color bronce, mi cuerpo; eran solo instantáneas de mi memoria, piececillas sueltas de un puzle. Sentí temor. Conocía a personas que habían sufrido un ictus. Algunos de ellos eran conscientes de que les estaba pasando algo anormal, pero la palabra para definirlo no les venía a los labios, al igual que ocurre con esas melodías que se oyen mentalmente pero que resultan imposibles de reproducir cantando. Yo tenía la misma sensación. Algo me estaba ocurriendo. Quizás era víctima de un ictus. O si no estaba soñando, sin más. O estaba bebido, también podía ser. O me había tomado alguna sustancia, un ácido, por ejemplo. Me habría gustado que, como en el cuento infantil, un espejo me proporcionara la respuesta, aclarándome qué me ocurría y cuál era la razón por la que me sentía tan perdido; pero no había tal espejo.

—De facto, nunca ha existido nada semejante. Esas historias de espejos que dicen la verdad no se las creen ni los niñitos —me dijo el sujeto de atrás.

Podía oír mis pensamientos, estaba claro.

—¡Ya estamos aquí! ¡Qué alegría! —añadió poco después, cuando la comitiva comenzó a adentrarse en el cementerio. Me dio un pequeño empujón en la espalda—. Sigue adelante, a ver si pillamos un buen sitio. Va a ser una conferencia con imágenes, así que mejor si nos ponemos en la primera fila.

Debido a mi poco ánimo y a que tenía la memoria y el entendimiento taponados, decidí hacerle caso a aquel sujeto, el señor De Facto. Hubiese preferido ir de la mano de mi padre o de mi madre, pero ambos se encontraban en el cementerio de Obaba-Ugarte desde hacía mucho, bajo tierra, obviamente, y era inútil dar alas a mi deseo, bien fueran alas de buitre o de pato, o bien más pequeñas, de mariposa. Renuncié, pues, a las alas, y muy bien. Mejor moverse por el mundo sin engaños ni neurastenias. Con todo, me sentí muy solo, como el niño abandonado de la canción, like a motherless child, a long way from home, a long way from home.

—¡Estupendo! —exclamó el sujeto de atrás con entusiasmo—. Hemos mantenido la posición pese a habernos parado a leer el cartel del perro que se ahogó, y, fíjate, ahora estamos en primera fila. —Me dio unas palmaditas en la espalda y soltó una risita—. No hay de qué extrañarse. De facto, los primeros suelen ser los primeros.

Había muchas sombras que cubrían las tumbas a modo de lienzos, pero la oscuridad no era especialmente densa. La luna seguía teniendo la forma de un caldero, y su luz era ahora más blanca. Parecía de platino, no de bronce.

—Ahí están los conferenciantes —me susurró De Facto al oído.

Vi dos figuras en la plataforma que habían instalado delante de un enorme panteón. Una de ellas iba vestida de frac y era de estatura alta, con una boca grande, ojos también grandes, la cabeza calva, como una bola de billar, y la cara pintada de blanco. Observé la segunda figura. Se trataba de un hombrecillo esmirriado, ataviado con andrajos de muchos colores y un sombrero zarrapastroso que le daba aspecto de pordiosero. Iba maquillado como un payaso, con lunares rojos en las mejillas y puntas de estrella igualmente rojas alrededor de los ojos.

Me fijé más en aquellos conferenciantes y me di cuenta de que ambos llevaban zapatos rojos, de un rojo más brillante que el del maquillaje del hombrecillo.

—¡Escucha! ¡D. M. va a hablar! —me apremió De Facto. Se refería a la figura calva de cara blanca y frac.

El aviso sobraba. El gentío que llenaba las calles y los claros del cementerio extendía los brazos hacia el escenario y aplaudía con entusiasmo.

—¿Quién es este D. M.? —pregunté.

—¿No lo sabes? ¡El Doctor Mortimer! —me respondió De Facto—. ¡Ya verás qué voz tan hermosa tiene!

No exageraba. Cuando aquel sujeto, D. M., el Doctor Mortimer, pronunció las palabras que dieron inicio al acto —«gracias de todo corazón por acercaros a esta conferencia sobre la vida y la muerte»—, creí encontrarme ante uno de esos cantantes mitad soprano, mitad tenor que interpretan piezas como el Ave María o Una furtiva lacrima en televisión, en programas selectos. Su voz era de miel, es decir, melodiosa. En parte masculina, en parte femenina.

—Disfrutamos de una hermosa noche —añadió—. El sol nos ha dejado su calidez antes de pasarle el relevo a la luna.

De Facto suspiró y dio la impresión de estar conmovido. Necesitó un tiempo para recobrarse y unir sus aplausos a los de los demás.

Tras hacer una reverencia, el Doctor Mortimer contempló durante unos segundos el numeroso público que se repartía a lo largo y ancho del cementerio. El maquillaje blanco de su rostro resaltaba a la luz color platino de la luna. O quizá fueran los focos los causantes de aquel efecto. Porque había focos que lanzaban su luz a la plataforma, concretamente tres, dos de ellos colocados en lo alto del panteón, en los extremos del falso tejado, y un tercero situado enfrente, en una tumba con forma de pirámide.

El Doctor Mortimer sonrió exageradamente, con la boca abierta hasta las orejas, y pidió al hombrecillo con traza de pordiosero que se acercara al proscenio de la plataforma.

—Que hable ahora mi ayudante —dijo—. Que se presente a sí mismo.

De Facto se rio a mis espaldas. No fue el único, había más gente riendo alrededor. Ellos entendían la situación. Yo no.

El hombrecillo con traza de pordiosero se acercó con pasos torpes, como si estuviera un poco intoxicado. Tras quitarse el zarrapastroso sombrero, voceó:

—Dicen que yo soy…

Los asistentes al acto, tanto los que estaban sentados sobre las tumbas como los que permanecían de pie al amparo de los muros del cementerio, vocearon de forma aún más estentórea:

—¡Parko!

El hombrecillo, Parko, se puso a hacer reverencias. A cada inclinación, el sombrero se iba al suelo; lo recogía, volvía a hacer una reverencia, se iba de nuevo el sombrero al suelo y vuelta a recogerlo; la operación se repitió cinco o seis veces. El público celebró la escena con carcajadas y aplausos. De Facto también. Yo y los que estaban dentro de las tumbas fuimos las únicas excepciones. No por la misma razón, obviamente.

El panteón reproducía la forma de una casa de buen tamaño, pero carecía de puerta y de ventanas, y su fachada, blanca blanquísima, presentaba la tersura de una pantalla de cine. A la luz de los focos, las siluetas de los conferenciantes se dibujaban en ella como en un teatro de sombras chinescas. El Doctor Mortimer se movía con elegancia, con ademanes comedidos; Parko, de forma agitada, como si estuviera preparando algo y tuviera prisa.

—Eso es lo que está haciendo, preparar cosas —me informó De Facto a mi espalda—. D. M. utiliza vídeos en sus conferencias, y es Parko quien se ocupa del lado técnico.

El Doctor Mortimer, D. M., se encontraba en el centro de la plataforma de delante del panteón. Parecía una estatua. Bien mirado, lo hubiesen podido tomar por el camarero de un hotel de lujo, pero la cabeza «bola de billar», el rostro blanco y la boca grande le daban un aspecto inhumano que, por lo general, no suelen tener los camareros. Algo lejos de él, en el ángulo de la plataforma donde se asentaba una mesa llena de cables, Parko trajinaba con el ordenador, con cascos en las orejas, el zarrapastroso sombrero echado hacia atrás en la cabeza.

—¡Atención! D. M. se dispone a hablar —me advirtió De Facto.

Tenía razón. La bocaza del Doctor Mortimer se estaba moviendo.

—Para llegar hasta aquí hemos bordeado una laguna —dijo, pronunciando las palabras con una dulzura que no parecía posible en aquella boca suya tan grande.

De Facto me susurró al oído:

—El sonido, perfecto. Parko está haciendo un buen trabajo.

Volvía a tener razón. Aquella primera frase del conferenciante se propagó por todo el cementerio, de tumba a tumba, de asistente en asistente, como envuelta en celofán.

—No ha sido por azar, amigos —prosiguió la bocaza, es decir, el conferenciante, D. M., el Doctor Mortimer—. Hemos pasado por la laguna porque yo así lo deseaba. Quería daros a conocer la reacción que tuvieron Mario y Yaiza cuando se les ahogó su perro, pues se trata de un ejemplo de la filosofía que nuestro programa sobre la vida y la muerte pretende transmitir. Filosofía que se resume en esta sencilla sentencia: «La muerte es una madre».

De Facto aplaudió, y lo mismo hicieron muchos de los que seguían la conferencia desde la zona central del cementerio. Destacó entre todos una mujer que se apoyaba en una tumba con forma de pirámide y que, además de aplaudir, chillaba como una fan de la época de los Beatles.

Después de unos segundos, el Doctor Mortimer prosiguió:

—Recordad por un momento las palabras que Mario y Yaiza dejaron escritas en la orilla del lago: «Ahora solo nos queda llorar por ti y decirte adiós». Hermosas palabras que bien valdrían para el estribillo de una canción, palabras de amor. Y he aquí mi pregunta: ¿a qué se debe, no solo en el caso de Mario y Yaiza, sino en general, la aparición de ese sentimiento que se adueña del cuerpo y del espíritu? ¿A qué se debe el amor? ¿Acaso a la vida? ¡En absoluto! La vida lo hunde. En cambio, la muerte lo atrae, lo fortalece, incluso lo resucita a veces. ¡La muerte es lo más grande, amigos!

Antes de que el Doctor Mortimer concluyera su exordio, Parko salió de detrás de la mesa de sonido y empezó a moverse por la plataforma como quien pretende decir algo y no puede, gesticulando como un muñeco de guiñol. Finalmente, con una voz que era mitad grito, mitad gemido, exclamó:

—Y aun así, aun así…

La excitación le impedía tomar aire para acabar la frase. El Doctor Mortimer se acercó a él y le dio una palmada en la espalda, como se hace con alguien al que se le ha atascado un trozo de pescado en la garganta. Eso ayudó a Parko, que pudo por fin expulsar de la boca lo que deseaba decir:

—Y aun así, ¡aun así!, la Vida tiene mejor fama que la Muerte. ¡No es justo! ¡Es cien veces injusto!

Con el último gemido, no pudiendo contener su desconsuelo, Parko rompió a llorar. Parte del público rio, parte lloró y la mayoría calló. Acabó imponiéndose la mayoría y reinó el silencio.

Indiferente a las risas, llantos y demás efusiones del mundo, la luna se mantuvo inmutable, sin perder su forma de caldero ni su color platino. En el cementerio no se oía nada, ni un susurro, ni un chasquido. Callaban los que estaban dentro de las tumbas y callaban los de fuera, unos forzosamente y otros porque se sentían intimidados. Hubiesen podido cantar los pájaros para romper aquel silencio y rebajar algo la tensión, pues existen, también en Obaba-Ugarte, pájaros que cantan de noche. No me refiero solo a los búhos y a los mochuelos. Acordémonos del ruiseñor. Sin duda alguna, hubiese venido bien en ese momento el canto de un ruiseñor. No habría llegado hasta la luna de color platino, pero sí hasta los límites del cementerio. Incluso más allá, tal vez hasta la zona de Obaba-Ugarte. O quizá no. La distancia hasta la población era grande, según había podido comprobar al venir con la comitiva: había que llegar hasta el otro lado de la laguna, luego caminar por la carretera y por el camino rojizo, subir una cima, coger otro camino, seguir hasta el río. Difícilmente podría el aire transportar la voz del ruiseñor a una distancia semejante.

—No sería raro que cantara, no —dijo el sujeto de atrás—. De facto, hay cinco o seis ruiseñores que anidan por aquí. Suelo venir de vez en cuando a este cementerio y los he visto alguna vez.

Había movimiento en la plataforma del panteón. La conferencia seguía su curso. D. M., el Doctor Mortimer, se encontraba en medio de la luz de los focos, solemne como un rey de museo. Me di cuenta de un detalle que hasta entonces me había pasado desapercibido: lucía una borla blanca en el ojal de su frac. Se veían más sus zapatos rojos que la borla blanca. Por lo brillantes que eran, quizás.

Retomó el hilo con su voz de miel:

—Como sin duda sabéis muchos de vosotros, Parko es muy sentimental. Un ser quebradizo, como tantos y tantos en este mundo. No obstante, tiene razón, la Vida goza de mayor prestigio que la Muerte, y eso no parece justo. Pues bien, queridos amigos. Llegados a este punto de la conferencia me vais a permitir un excurso filológico. ¿Os habéis parado a pensar, alguna vez, en los hermosos nombres con que en las diferentes lenguas se designa la muerte?

Tratando de crear suspense, el Doctor Mortimer cerró herméticamente la bocaza que recorría su cara de oreja a oreja y se quedó mudo. Yo pensé: «Ahora empezará a cantar el ruiseñor y la noche tomará otro cariz». Era la expresión de un deseo. En mi cerebro, en un pliegue recóndito, albergaba la esperanza de que alguien se pronunciara a favor de la vida, porque, por lo que llevaba visto y oído, estaba claro que los conferenciantes se iban a emplear a fondo en su contra. Sin embargo, fue la voz del Doctor Mortimer la que se propagó de nuevo por el cementerio. Era bonita, sin duda, pero no tan inocente y bella como la del ruiseñor.

—¡Escuchad los nombres que adopta la muerte en diferentes lenguas! Nombres hermosos, todos ellos: Moarte! Kibo! Ukufa! Iku! Kematian! Bhais! Death! Kuodema! Heriotza! Tod! Dod!…

Los pronunció con tanta elegancia y con una modulación tan emotiva, con tanto rever, que se hubiera dicho que recitaba la alineación de un supermoderno equipo de fútbol. De Facto suspiró emocionado:

—¡Qué nombres tan maravillosos! ¡Yo me quedo con Moarte, Kuodema y Kematian!

El Doctor Mortimer prosiguió con su excurso filológico:

—Comparad esos nombres con los que aluden a la vida: ¡Vita, Vie, Vi…!

Parko bajó deprisa y corriendo de la plataforma y se puso a gritar delante de los que estábamos en la primera fila del público: «Vi! Vi! Vi!». Acompañaba sus gritos con carcajadas. Pero no era una risa sana, sino la de un payaso malvado. Esa fue, al menos, mi impresión. Cada vez más excitado, se metió entre la gente y se puso a saltar de una tumba a otra sin dejar de gritar «Vi! Vi! Vi!». También él llevaba zapatos rojos brillantes y una borla blanca. Los zapatos en su sitio, en los pies; la borla, no en el ojal de la solapa, sino en su zarrapastroso sombrero. Con cada salto, la borla subía al aire como si estuviera sujeta con un hilo de goma. «Vi! Vi! Vi!», y la bola al aire, al aire, al aire.

Yo había estado pensando en ruiseñores y, al ver a Parko gritando «Vi! Vi! Vi!», me acordé, por asociación, de los canarios. Más concretamente, de los polluelos a los que se enseña a cantar poniéndoles grabaciones de miembros adultos de su misma especie. Las crías no solo imitan la melodía y los trinos, sino, asimismo, el volumen. Si la grabación está a nivel seis, ellas cantan a nivel seis; si está a nivel dos, a nivel dos. De manera que si alguien, con mala intención o sin ella, sube el volumen por ejemplo a catorce, el aprendiz, es decir, el polluelo de canario, trata de alcanzar dicho volumen y se ahoga. No como un perro en un lago, sino por la sencilla razón de que se le quiebra la garganta en el empeño. ¿Le ocurriría lo mismo a Parko? No, lo impidió una orden de la bocaza, es decir, del Doctor Mortimer:

—¡Parko! Vuelve aquí y prepara el ordenador y todo lo que necesitamos para las imágenes del programa.

Me llamó la atención que dijera «programa» y no «conferencia». De Facto se apresuró a informarme:

—Es una conferencia que se retransmite por televisión y por las redes, es decir, un programa.

El Doctor Mortimer volvió a ocupar el centro de la plataforma y extendió los brazos. La luz de la luna le daba de lleno, como un cuarto foco, haciendo que el maquillaje de su rostro y la borla del ojal adquirieran una blancura sombría. Reanudó la conferencia en tono grave. De repente, no parecía un tenor, una mezcla de tenor y soprano, sino un bajo:

—Amigos, vosotros sabéis bien que la Muerte acaba ganando todas las batallas. No hay más que ver las tumbas de este cementerio. Sin embargo, pierde la del relato. No logra una buena reputación. Es lamentable, pero así son las cosas, hay que aceptarlo. Todos los hablantes de este mundo, tanto los que dicen Moarte como los que dicen Kuodema o Kematian, todos, sin excepción, aman la Vida. Ello se debe a un malentendido, y a que la gente olvida lo que ha sido escrito mil veces, que el árbol se conoce por su fruto. El manzano, por sus manzanas; el ciruelo, por sus ciruelas; el cerezo, por sus cerezas. Y el árbol de la muerte ¿qué frutos da? Una infinidad, pero os recordaré uno. O, mejor aún, vamos a interactuar un poco. Repasad mentalmente lo que vengo diciendo desde este panteón, o lo que vosotros mismos sabéis por experiencia, y citad uno de los frutos de la Muerte. A ver, ¿quién se anima?

No se notó ningún cambio entre los que estaban dentro de las tumbas, aunque sin duda habrían tenido mucho que decir, más que nadie; sí, por el contrario, entre los que se encontraban fuera. Estaban todos mirándose, vigilándose, igual que en un examen en el que aparece un tema que nadie ha estudiado bien. ¿Sabía alguien la respuesta? Tras un rato de silencio, la fan, la mujer que se apoyaba en la tumba con forma de pirámide, debajo del tercer foco, alzó la mano:

—¿Lo que ha dicho antes, no? Lo de la reacción que tuvieron Mario y Yaiza cuando perdieron al perro. Lo del subidón de amor.

Parko aplaudió, y lo mismo hizo, por imitación, el sector más impresionable del público.

—Muy bien dicho, amiga —aprobó el Doctor Mortimer abriendo la bocaza y exhibiendo su sonrisa total—. No hay duda: el árbol de la Muerte crea amor, o cuando menos abre una vía para que se manifieste. Dicho de otra manera, ese sentimiento, el amor, se queda casi siempre atrapado en el fango, como aquel perro, Bat, y solo la Muerte es capaz de sacarlo a la superficie. Fijémonos en los funerales: el amor circula en ellos como una melodía. La gente llora, suspira…

—¡Por favor! ¡Que hable Teresa! —le interrumpió De Facto gritando. Sentí que su aliento me rozaba la nuca y uno de los lados de la cara, concretamente el izquierdo. Olía a pescado.

La fan de la tumba con forma de pirámide apoyó con energía la propuesta de De Facto:

—¡Sí! ¡Que hable Teresa! ¡Ella es el vivo ejemplo de la teoría que defiende el Doctor Mortimer!

Volvió el rostro hacia el fondo del cementerio, como buscando a alguien, supuestamente a la tal Teresa. Pero la luz de los focos apenas llegaba a aquella zona, y la de la luna solo de forma difusa. Las figuras de los que seguían la conferencia desde allí no se distinguían.

—Necesitamos una cámara en ese punto. Con un foco bastará —dijo Parko hablándole a un micrófono inalámbrico. Esta vez, su tono fue seco, profesional.

—Ahora se ha visto claro que Parko es el director técnico del programa. Es algo más que un tipo que hace el payaso —me informó De Facto. Parecía orgulloso de la labor del hombrecillo.

Había una imagen en la pantalla del panteón, la de una figura menuda de rostro sonriente, metida —escondida, casi— en un vestido de flores que le venía muy grande y con el pelo recogido en una trenza. Tenía, en general, un aire juvenil, pero la trenza era de color blanco; el vestido, antiguo; el rostro, como de papel arrugado. Se trataba de una anciana, no de una muchacha. Me pregunté cuántos años tendría.

—Más de noventa —dijo De Facto detrás de mí. No se perdía un pensamiento mío.

Sobre la plataforma, el Doctor Mortimer estaba quieto, con la cabeza baja, como mirando sus zapatos rojos brillantes. Después de unos diez o quince segundos de concentración, sus palabras salieron al aire:

—Teresa, tenemos con nosotros a Teresa… —susurró, más que habló—. ¿También hoy has traído flores, Teresa?

La voz volvía a ser melodiosa, mitad de tenor, mitad de soprano.

La sonrisa de la anciana de la pantalla se acentuó. Asintió varias veces con la cabeza. Un instante después, la cámara se desentendió de ella y enfocó una tumba rústica. Sobre ella había un ramillete de margaritas silvestres y en la lápida, casi totalmente cubierta de verdín, solo quedaba legible un nombre grabado en mayúsculas: «PAULO».

—Si me lo permites, voy a contar un poco de tu historia, Teresa —anunció el Doctor Mortimer.

El rostro de la anciana reapareció en la pantalla. Achinaba los ojos. La luz de la luna color platino no le molestaba. Sí, en cambio, la del foco que ahora tenía sobre ella.

En la pantalla, otro cambio. El rostro del Doctor Mortimer había sustituido al de la anciana. Su boca era de verdad grande. Parecía la de un pez. La abrió y se dirigió al público. A los dos públicos, en realidad: al que había venido de Obaba-Ugarte y estaba presente en el cementerio y al que, supuestamente, seguía la retransmisión de la conferencia por televisión o en las redes.

—Hace muchos años, Teresa se enamoró de Paulo —dijo—. Pero resultó que la vida trataba mal a aquel muchacho. Nada de qué extrañarse, les pasa a muchos, ya lo sabéis. En el caso de Paulo, se veía obligado a trabajar y a dirigir un aserradero. Además, para más inri, debía vigilar a su hermano Daniel, un tonto que no podía zafarse de los requerimientos de la vida, de esa vida ciega que, egoístamente, trata a toda costa de seguir siendo vida y no repara en los sufrimientos que causa. Pues bien, aquel muchacho encontró al fin la solución a sus problemas. Cogió a su hermano y se fue a las vías del tren. Allí le esperaba la muerte, ansiosa por liberarle de la vida cruel y de la carga de su hermano, que era muy grande.

—Muy grande, sí —apuntó Parko. Luego, al ver que nadie se reía, añadió—: Pesaba ciento treinta kilos.

El Doctor Mortimer iba a continuar, pero se le adelantó la anciana:

—Me enamoré de Paulo porque estaba muy bueno —dijo. La cámara recuperó su imagen—. No había nadie que estuviera tan bueno como él. Ni en el pueblo ni en los alrededores había nadie con sus piernas y sus ojos. Incluso hoy, me fijo en los jóvenes de Obaba-Ugarte y no encuentro a otro como Paulo.

Algunos de entre el público aplaudieron. Otros soltaron risitas. Entre las risitas y los aplausos, una decena de silbidos. Provenían de un grupo de personas que, despreciando las tumbas y otros asientos confortables, se habían subido a lo alto del muro del cementerio y permanecían allí, muchos de ellos de pie.

La anciana volvió a intervenir:

—Me moría de ganas de que Paulo me metiera mano. Pero resulta que el que de verdad me metía mano era su hermano Daniel.

Hizo un mohín de disgusto. Vista en la pantalla, parecía una muchacha traviesa.

Los asistentes a la conferencia volvieron a reírse, algunos de ellos a carcajadas. Como contraste, los silbidos se hicieron más fuertes y subieron en dirección a la luna color platino cortando el aire. La gente que se había encaramado al muro parecía organizada. Protestaba desde diferentes puntos.

—Pido un poco de respeto para nuestra primera invitada de hoy. Tratemos bien a Teresa, por favor —rogó el Doctor Mortimer torciendo su boca de pez. Luego se volvió hacia la mesa de sonido—. ¿Podemos ver de nuevo las flores de la tumba, Parko?

El ramillete de margaritas reapareció en la pantalla. El plano era ahora cenital. Al parecer, los organizadores de la conferencia disponían de un dron con cámara.

—Más arriba, Parko —indicó el Doctor Mortimer.

A medida que el dron ganaba altura, se hizo visible el lugar donde yacía Paulo. Se trataba de un pequeño recinto rectangular situado fuera de las paredes del cementerio. A la luz de la luna color platino, y también, probablemente, a la de algún foco, parecía un lugar descuidado, lleno de maleza y zarzas, con quince o veinte tumbas puestas en paralelo, en tres filas. Pegada a la de Paulo había otra lápida en la que solo se adivinaban unas cuantas letras, no el nombre completo. Pensé que sería la de Daniel.

—Efectivamente. Es la de Daniel —escuché detrás de mí—. Tumba número nueve del cementerio extra.

«¿Cementerio extra?», pensé.

—Suicidas —me informó De Facto. Volví a sentir el olor a pescado de su aliento.

El Doctor Mortimer hizo un gesto a Parko, gesto que el hombrecillo repitió a alguien que estaba en la parte posterior del panteón. Apareció entonces un hombre de buzo negro con una silla de madera. La dejó en el centro de la plataforma y se marchó por donde había venido.

—La muerte se llevó a los dos hermanos —dijo el Doctor Mortimer después de sentarse en aquella silla, que resultó ser una mecedora.

Antes de seguir, cruzó las piernas. A la luz de los focos, el zapato rojo de su pie derecho refulgió con la misma intensidad que si hubiese sido de cristal. Era difícil apartar la vista de aquel zapato.

—La muerte se llevó a los dos hermanos —repitió el Doctor Mortimer.

—Se los llevó en tren —le interrumpió Parko desde su puesto en la mesa de sonido. Las risitas chisporrotearon aquí y allá.

—La muerte se llevó a los dos hermanos —repitió el Doctor Mortimer—. Como he dicho antes, la vida había creado en torno a uno de ellos, Paulo…

—En torno al gordo no. En torno al otro —puntualizó Parko con displicencia, sin dejar de manipular el ordenador que tenía delante. Mientras lo hacía, pasaban vertiginosamente por la pantalla del panteón imágenes de pájaros, serpientes y otros animales.

—Parko, por favor, déjame acabar las frases —le reprendió el Doctor Mortimer, y el zapato rojo de su pie derecho se movió nervioso. Unos instantes después, recuperó el tono dulce, lunar, color platino, y continuó con la explicación—: La vida creó en torno a Paulo y Teresa un amor que, como no podía ser de otra manera, resultó penoso, una cosa mediocre, con odios y envidias, con mucho trapo sucio; pero llegó la muerte y se produjo el milagro. Hubo una resurrección. No una resurrección como la que predican ciertos libros que promueven una vuelta a la vida cruel, porque, al cabo, ¿quién querría rechazar el descanso eterno y resucitar?

El zapato rojo desapareció de la vista de los presentes. El Doctor Mortimer se había levantado de la mecedora y volvía a estar de pie en la parte delantera de la plataforma. Se dirigió al público, a los dos públicos, en tono de confianza:

—Repito la pregunta: ¿quién, en su sano juicio, desearía abandonar la dulzura narcótica de la muerte y volver al mundo cane? Decidme, ¿lo querría alguno de vosotros?

El Doctor Mortimer giró la cabeza lentamente, primero noventa grados a la derecha, luego noventa grados a la izquierda, como quien busca una señal, un amago de respuesta, una lucecita. Me habría gustado que las tumbas se abrieran y que una legión de enterrados se pusiera de pie gritando «¡yo!, ¡yo!, ¡yo!…», pero era pedir demasiado. Deseé entonces un premio de consolación, escuchar el canto del ruiseñor. Pero no. Por decirlo así, el Doctor Mortimer era el dueño del sonido ambiente.

—Lo que hubo en el caso de Teresa fue una resurrección del amor gracias a la muerte —continuó—. Lo subrayo: una resurrección del amor. Así es. El amor de Teresa estuvo perdido, olvidado en su corazón, durante más de sesenta años. Pero pasó un día por el rincón de los suicidas de Obaba-Ugarte, miró a la tumba de Paulo, lloró, lloró mucho por lo que pudo haber sido y no fue, y decidió que no pasaría una semana sin que ella depositara en la tumba, la rústica tumba, un ramillete de flores, de florecillas, florecillas humildes. ¡Diez años se han cumplido de aquella decisión! ¡Ya son años!

—¡Es que a Teresa le sobran! Tiene años como para dar y tomar —gritó Parko alejándose de la mesa de sonido y sentándose en la mecedora, que seguía en el centro de la plataforma—. Perdona, Teresa, era un broma —añadió empezando a mecerse. Sus zapatos rojos también brillaban mucho. No armonizaban con el zarrapastroso sombrero de la borla blanca.

El Doctor Mortimer señalaba con el brazo en alto la zona del cementerio desde la que la anciana seguía la conferencia. Imprimió a sus palabras un tono de despedida:

—Gracias, Teresa. Florecillas humildes, las tuyas, que sin embargo representan algo grande, el triunfo de un sentimiento al que, por decirlo así, solo la muerte sabe sacarle punta. ¡Un aplauso para ti!

Hubo, efectivamente, un aplauso, pero no fue general. No aplaudieron los que estaban subidos al muro. Tampoco yo. Menos aún los que, por imposibilidad manifiesta, llevaban semanas, meses o años sin aplaudir.

El rostro de la anciana volvió a aparecer en la pantalla. Reía y lloraba a la vez. Parko saltó de la plataforma y caminó hasta ella con la borla blanca de su sombrero en la mano. El dron mostraba la escena desde muy cerca, y caí en la cuenta de que la borla no era tal borla, sino una flor, un clavel blanco de tallo largo. La anciana la cogió con cuidado, como si de algo frágil se tratara, más una mariposa que una flor, y agradeció el regalo con una inclinación de cabeza. Pero no habían pasado siquiera tres segundos cuando Parko se la quitó de las manos, riñéndola por haber pretendido, supuestamente, robársela. Muchos de los que se arremolinaban entre las tumbas tenían la cara vuelta hacia el fondo del cementerio, tratando de ver el número de Parko en directo; otros, los más cercanos a la plataforma, mirábamos hacia la pantalla donde se alternaban las imágenes del propio Parko y de la anciana, que reía y lloraba a la vez.

Se abrió en el rostro blanco del Doctor Mortimer aquella enorme sonrisa suya de pez.

—Gracias, Teresa —repitió. Luego dirigió su mirada hacia la luna color platino, y fue como si le hablara a ella—: ¡Diez años poniendo flores cada semana en la tumba de su amado! ¡Es increíble!

La luna color platino permaneció quieta. No así la mujer apoyada en la tumba con forma de pirámide.

—¡Es increíble, desde luego! —exclamó con aspavientos de fan.

De Facto gritó:

—¡Más casos, maestro! ¡Que no decaiga esta conferencia!

La mujer de la tumba con forma de pirámide y De Facto parecían formar parte de un público profesional. Entre todos los asistentes, solo ellos se mostraban voluntariosos. Los demás, la mayoría de ellos, se mantenían expectantes, en silencio, tan quietos como las angelicales figuras de piedra que acompañaban siempre y en todo momento a los enterrados y a las enterradas. Por mi parte, quería salir de allí. Volver a casa. ¿Estaba soñando? ¿Drogado? ¿Borracho? ¿Había sufrido un ictus? Me daba miedo pensar sobre aquella cuestión a fondo.

—Mira a la pantalla y olvídate de todo lo demás —me sugirió De Facto.

El olor a pescado de su aliento hizo que me revolviera e hiciera un nuevo intento de ver su cara. Tampoco esta vez me fue posible. Realizó un movimiento idéntico al mío y siguió a mi espalda.

El Doctor Mortimer estaba paralizado en la pantalla con la bocaza abierta, como si le hubiera dado un pasmo, es decir, un ictus. Pero no. El ordenador de Parko, que proyectaba su imagen, se había bloqueado justo en el momento en que él iba a continuar con la conferencia. Un instante después, la bocaza se ponía en movimiento:

—¡Vamos a buscar otra tumba, Parko! —dijo. Fue una orden.

Se produjo entonces un coup de théâtre. Desapareció de la pantalla el Doctor Mortimer y apareció en ella un pájaro, no una tumba. De entre el público surgió un murmullo. Un hombre vestido con chándal blanco se puso de pie y gritó:

—¡Quita eso de ahí!

El pájaro de la pantalla se erguía sobre un trozo de roca y, puesto de lado, parecía mirar al público. Era completamente negro y tenía todo el aspecto de ser un cuervo. Sin embargo, su ojo, el único que se le distinguía en la pantalla, no era negro, sino azul turquesa.

De Facto, que había oído mi pensamiento, soltó una risita.

—Capricho del taxidermista —dijo.

—¡Quita eso de ahí! —volvió a gritar el hombre del chándal blanco, que se dirigía dando zancadas hacia la plataforma. No fue el único en reaccionar ante la nueva imagen de la pantalla. Muchos de los que estaban subidos al muro silbaban y protestaban.

—¿Dónde están los seguratas, si puede saberse? —bufó De Facto, enfadado. Sentí el olor a pescado de su aliento con más intensidad que nunca.

Los seguratas estaban allí mismo, en la parte posterior del panteón. En cuanto el hombre del chándal blanco subió a la plataforma, tres de ellos lo inmovilizaron. No sin esfuerzo: el intruso era un forzudo de cuerpo atlético y a punto estuvo de zafarse. Parko, que había corrido hacia él con ánimo de agredirle, recibió una patada y rodó por el suelo.

El Doctor Mortimer movió los brazos arriba y abajo pidiendo calma. Luego hizo un gesto a los seguratas ordenándoles que se alejaran.

Miré al cuervo de la pantalla y tuve la impresión de que su ojo azul turquesa me pedía una opinión sobre lo que estaba sucediendo. Fue un instante, porque Parko, que había vuelto renqueante a la mesa de sonido, imprimió movimiento a la imagen.

«¡Andoni! ¡Andoni! ¡Andoni!…», chilló el cuervo abriendo y cerrando el pico varias veces. Su forma de cantar en nada se parecía a la del ruiseñor.

—Parko es un artista. Hace hablar a los pájaros disecados —comentó De Facto.

El Doctor Mortimer se dirigió en tono conciliador al hombre del chándal blanco:

—Escúchame, Endaya —dijo—. Si estamos viendo lo que estamos viendo es porque nos lo pidió Imanol. Nos envió la foto de Paquito y nos preguntó si lo podíamos sacar en el programa.

El silencio del cementerio, ahora, después del alboroto, era estrictamente sepulcral. Callaba el público; callaban los que habían estado silbando y protestando desde lo alto del muro; callaba Parko, que, siguiendo a los seguratas, había desaparecido de la plataforma. Callaba también, en la pantalla, el cuervo, aunque su ojo azul turquesa seguía mirándome, interrogándome, preguntándome si entendía algo de lo que estaba pasando: ¿sabía yo quién era el hombre del chándal blanco que se había subido a la plataforma y al que el Doctor Mortimer llamaba Endaya? ¿Sabía quiénes eran Imanol y Paquito? No, no lo sabía, y, por alguna razón, quizá por estar absorto en la escena, De Facto no seguía mis pensamientos y no me respondía.

El Doctor Mortimer siguió hablando al tal Endaya, invitándole con gestos a sentarse en la mecedora, que aún estaba en el centro de la plataforma. Pretensión inútil. El intruso empujó la mecedora y la volcó. Una buena parte del público aplaudió y el grupo que estaba subido al muro silbó con ganas. No como protesta, sino en señal de aprobación, como en los conciertos de música eléctrica del siglo XX.

Oía conversaciones a mi alrededor, pero no conseguía distinguir las palabras. El zumbido que recorría el cementerio me lo impedía. Era como si en las alturas, en lugar de nubes, en lugar de la luna color platino, hubiese cables de alta tensión a punto de explotar. Las preguntas que me había lanzado el ojo color turquesa del cuervo giraban en mi cabeza como en un molinillo: ¿quién era aquel hombre del chándal blanco, Endaya? ¿Quiénes eran Imanol y Paquito?

—Tranquilo. Yo te lo explicaré —dijo De Facto a mis espaldas, y por una vez me alegré de oírle—. Pues mira —continuó con voz de profesor y su aliento con olor a pescado—, el cuervo era de un muchacho de Ugarte-Obaba que se llamaba Andoni. Luego la vida le atacó fuerte y tuvieron que llevarlo a Houston. Allí, por decirlo rápido, Death le ayudó a descansar. De facto, ahora está enterrado aquí, en este cementerio. ¿Me sigues?

—Sí —dije.

Observé que Parko, que había vuelto a su mesa de sonido en compañía de los tres seguratas, manipulaba el ordenador. La imagen de la pantalla fue de pronto otra: una tumba cubierta de suaves flores blancas, lirios quizás, o gladiolos. Entre las flores, como un centro de adorno, una pelota de baloncesto metida en una caja transparente. Supuse que allí yacía el muchacho que había muerto en Houston, Andoni, y sentí muchas ganas de llorar.

—¡Pues bien! —exclamó De Facto con brusquedad, como si quisiera cortar el flujo sentimental que inevitablemente iba a llevarme a las lágrimas.

Antes de continuar hablando esperó a que Parko tecleara de nuevo en el ordenador. La tumba de las flores blancas y la pelota de baloncesto desaparecieron de la pantalla en beneficio del pájaro del ojo color azul turquesa.

—¡Pues bien! —repitió De Facto—. Resultó que Andoni, antes de marcharse para siempre de Houston y de la cruel vida que llevaba de hospital en hospital, dejó el cuervo que había amaestrado en casa de ese hombre de chándal blanco al que todos los de Obaba-Ugarte llaman Endaya. No para él, sino para que se lo cuidara su hijo Imanol. Para Imanol, el cuervo se convirtió en el símbolo de su amigo y, mientras pudo, lo cuidó con mimo. Además…

—¿Y Paquito? ¿Quién es Paquito? —le interrumpí.

Literalmente, me sopló en la oreja:

—¡El cuervo! ¿Quién va a ser? Andoni lo bautizó con ese nombre. De facto, el bicho aprendió a decir su propio nombre, Pa-qui-to, Pa-qui-to, Pa-qui-to…, y no solo eso. También aprendió a decir An-do-ni, An-do-ni, An-do-ni, porque así lo quisieron los chicos de la escuela después de que se llevaran al enfermo a Houston. Se pasaban las horas repitiéndole An-do-ni, An-do-ni, An-do-ni al cuervo. De facto, de ahí ha venido el problema, porque la mujer de Endaya, es decir, la madre de Imanol…

Esta vez no le interrumpí yo. Se interrumpió él.

—¡Esa mujer grande que viene por ahí! —exclamó.

Era cierto, se acercaba una mujer. Caminaba hacia la plataforma abriéndose paso entre el público con firmeza, la cabeza alta, sin empujones. Los asistentes, incluso aquellos que estaban cómodamente tumbados en las calles del cementerio, se apartaban para dejar que siguiera. Se acercó más y pude verla mejor: era muy grande, una gigantona de expresión adusta, pelo corto, brazos que casi no cabían en las mangas y que parecían capaces de levantar grandes pesos.

De Facto me habló con voz queda, como temiendo que la gigantona le pudiera oír:

—Ella no podía soportar que Paquito estuviera en su casa con la cantinela An-do-ni, An-do-ni, An-do-ni, y acabó dándole matarratas. Los años no han suavizado su carácter. Cuando Morty y Parky le pidieron que Imanol colaborara en la conferencia leyendo el poema que escribió a la muerte de Andoni, se negó en redondo y amenazó con llevarlos a los tribunales. Pero ya no tiene ningún derecho. Imanol es ahora mayor de edad, y quiere ser poeta. Sabe que nuestro programa, Verdades de medianoche, tiene millones de seguidores y está entusiasmado con su participación.

Se había referido al Doctor Mortimer y a Parko llamándolos «Morty» y «Parky». Además había dicho «nuestro programa». Tuve la sospecha de que todos ellos formaban parte de una troupe.

De Facto terminó de explicar:

—La pena es que Imanol estudia en una universidad que está a muchos kilómetros y no puede estar en persona —dijo—. Pero envió un vídeo. Es el que Morty y Parky quieren poner a continuación.

La plataforma se veía ahora llena de gente. Estaban, en una esquina, en torno a la mesa de sonido, Parko y los seguratas, que ya eran cuatro; estaba, al fondo, junto a la mecedora caída, el Doctor Mortimer; enfrente de él, Endaya con su chándal blanco; al lado de este, su mujer, la gigantona, que en aquel momento, cruzada de brazos, miraba de reojo a Parko. Había además, en una esquina, cerca del público, otra persona: la fan del Doctor Mortimer, la mujer que escuchaba desde la tumba con forma de pirámide. Fue ella la que levantó la voz por encima del murmullo que, según me di cuenta de golpe, seguía siendo el sonido dominante en el cementerio:

—A mí me parece que la conferencia debe seguir —dijo—. No solo por la libertad de expresión y esas cosas, sino porque lo de Imanol es una prueba más del mensaje que el Doctor Mortimer quiere transmitirnos con estas conferencias, eso de que la muerte es una madre y de que, por ejemplo, produce un subidón de amor.

Noté que De Facto se agitaba detrás de mí.

—Me gustaría hacer una aportación —dijo en voz aún más alta que la fan, como si tratara de hacerse oír por todos los del cementerio, los de encima y los de debajo.

—Se lo ruego —dijo el Doctor Mortimer volviéndose hacia donde yo estaba. Endaya y la fan también se volvieron. La mujer de Endaya no. Ella no le quitaba ojo a Parko.

—Yo creo que lo que usted defiende, maestro, lo de que, efectivamente, la muerte trae al mundo lo bueno y lo mejor, se cumple bien en el caso de Imanol. No solo disecó a Paquito para tener siempre presente a su amigo Andoni, sino que la muerte de este le llevó a escribir poesía. Y es que… ¡también la poesía se debe a Moarte, Kematian y todas las demás madres! ¡Acordémonos de Gilgamesh! Acordémonos de la tumba de Euterpe levantada por Seikilos, o de las coplas de Jorge Manrique. ¡Acordémonos!

Quizá De Facto esperaba un aplauso tras el docto final con el que había coronado su intervención, pero no se produjo. En realidad, no hubo oportunidad, porque la atención del público presente se desvió hacia la pantalla. Allí estaba, tras un tecleo de Parko, Imanol. Era un joven de espaldas cuadradas que llevaba la camiseta color púrpura de los Ravens de Baltimore. En sus manos, en lugar de un balón de fútbol americano, tenía un librillo.

—¡Amigos! ¡Vamos a escuchar el poema que Imanol dedicó a Andoni! —exclamó el Doctor Mortimer abandonando la zona de la mecedora caída y dirigiéndose a los tres públicos, a los dos del cementerio y al del otro lado de la pantalla—. ¡Adelante con el vídeo!

Hubo un conato de reacción entre el público que seguía la conferencia desde las tumbas, aplausos, y también, entre los que estaban subidos al muro, silbidos. Pero Parko usaba rápido las teclas y nadie pudo sustraerse a lo que sucedía en la pantalla. Enseguida, el silencio fue general. Imanol anunció su poema repitiendo lo que ya había dicho De Facto: había querido situarse en la tradición de Gilgamesh, Seikilos, Manrique y compañía.

—Incluyendo, como pronto se darán cuenta, a Edgar Allan Poe —añadió con una sonrisa.

Se puso a recitar:

—Yo le pregunto a Paquito «cuándo te volveré a ver», y él me responde «never more, never more…».

Sucedió entonces en la plataforma algo que cuadraba con el aspecto de Imanol, una melé digna de un partido entre los Ravens de Baltimore y los Cardinals de Arizona. Su madre, la gigantona, empujó al Doctor Mortimer y lo lanzó contra la fachada del panteón, es decir, contra la pantalla, y se abalanzó luego sobre Parko. El ordenador recibió un manotazo y se fue al suelo, donde Endaya le propinó un patadón que lo lanzó a los morros de Parko. Los seguratas, que seguían siendo cuatro, empezaron a golpear con sus porras a todo lo que se movía, pero solo lograron impactar en la cabeza de la fan, que, paradoja de las paradojas, se había acercado a ayudarlos. En la pantalla…, en la pantalla no estaba Imanol, en realidad ya no había pantalla, la fachada del panteón era una mera pared, y la gente que hasta entonces había estado tranquilamente sentada en las tumbas o de pie en los muros corría hacia la plataforma. Aparecieron entonces más seguratas. Uno de ellos llevaba un fusil que apuntaba al blanco más fácil, a la gigantona. Al ver aquello, Endaya sacó una escopeta de caza del interior de su chándal y disparó. El tiro sonó como si hubiese explotado una bomba.

Tras el tiro que había sonado como una bomba desapareció todo lo de alrededor: el panteón, la plataforma, el Doctor Mortimer con su boca de pez, Parko con su pinta de muñeco, los seguratas, Endaya, la gigantona, la fan, el público presente, la luna color platino y, al final, la propia oscuridad, que pasó del negro al gris y del gris a un tono azulado.

De Facto fue la excepción. No desapareció, sino que siguió pegado a mi espalda. Yo marchaba por la llanura desierta y él me acompañaba hablándome con euforia:

—¡Qué grandes son Morty y Parky! ¡Grandes de verdad! Creo que están a punto de saltar a la política, y harán muy bien. Forman un tándem extraordinario y obtendrán millones de votos. ¡Seguro!

No le respondí y seguí caminando en silencio. Cien pasos más adelante, o doscientos, o trescientos, De Facto comenzó a hacerme comentarios sobre la conferencia en el tono grave de los intelectuales del pasado que, en París y en otros sitios, fumaban en pipa:

—Dejando a un lado la política, la tesis de Morty me parece más que aceptable. De facto, estoy de acuerdo con él. La muerte es lo más grande. Si, haciendo una composición de lugar, nos imagináramos la historia del mundo como una pirámide invertida, el vértice de la base sería la muerte. «Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo», dijo un antiguo. Sin duda se refería a ella, a Moarte, a Kematian o a cualquiera de las otras madres. Y entre las cosas que mueve la muerte, la más importante es el amor, también en eso estoy de acuerdo con Morty. ¿Tienes costumbre de leer las esquelas de los periódicos? Recuerda las frases que suelen utilizarse en ellas: «te llevaremos en el corazón»; «no te olvidaremos jamás»; «es duro pensar que no volveremos a verte»; «adiós, querido y adorado amigo»… ¡Una explosión de amor, verdaderamente!

Miré hacia la llanura desierta, tratando de descubrir la silueta de un camión o de un tren, pero no vi nada, solo el cielo azulado y una hendidura en el horizonte en la que se adivinaba una manchita amarillenta, como si un residuo de luna se hubiese quedado allí. Me pregunté por el rumbo que llevábamos, con la esperanza de que De Facto oyera mi pensamiento y me contestara. Pero él prefirió seguir con su discurso:

—Por otra parte, la muerte no solo trae amor, trae también el elogio —dijo—. Como bien sabes, la mayor parte de la gente jamás recibe un elogio, porque la vida es así, una cosa carente de dulzura. Sin embargo, llega ella y he ahí que, como empujado por un resorte, salta el elogio. Basta leer las necrológicas que se escriben en los periódicos para comprobarlo. ¿Te acuerdas de un programa de televisión que se llamaba Reina por un día? En su época fue tan popular como Verdades de medianoche de Morty y Parky. Pues está claro, el día del elogio coincide con el último día. La muerte ofrece lo que niega la vida.

Seguimos adelante en la llanura solitaria, cien metros, doscientos, trescientos, y pensé que la noche tocaba definitivamente a su fin, o que, como habría dicho De Facto, también a ella le estaba llegando el momento del elogio. La capa gris azulada se volvía rala por momentos, como si su trama se estuviese deshaciendo, y se percibía aquí y allá, en el aire, una serie de líneas, quizás el contorno de una montaña, o de una nube. Por otro lado, la manchita del horizonte era ahora más gruesa y tenía el color amarillo del aceite. No había viento, no se oía nada. Mis zapatos pisaban el suelo con levedad. Aquella quietud me hizo pensar en el ruiseñor. Pero no cabía la esperanza. El ruiseñor es un pájaro que sobre todo canta de noche.

—¿Nunca has pensado en ello? —me dijo de pronto De Facto, dejando a un lado su tono de intelectual con pipa y adoptando el de un amigo íntimo.

Yo no abrí la boca.

—Me refiero al asunto de los elogios —añadió él—. ¿No te gustaría contar con un elogio consistente, de esos que ni la gente-sapo podría manchar con sus escupitajos? Yo creo que en este momento de tu vida una buena necrológica te vendría de perlas. Se habla por ahí de que ya estás amortizado. Deberías hacer lo posible para acabar con esos rumores.

Hablaba como quien no ha leído a Shakespeare. Las necrológicas no solucionan nada. Incluso pueden ser peligrosas, porque la gente-sapo, viendo el campo libre, se siente impune y aprovecha para tomar venganza y lanzar calumnias. En cuanto al público, necesitado siempre de estimulantes, recibe los lapos y las babas contra el ajeno como si fueran ambrosía.

De Facto siguió con su discurso:

—Te lo explicaré de otra manera, para que lo entiendas. Te has vuelto molesto. Molestas a todas las Susanas: a Susana Uno, a Susana Dos y a Susana Tres. Tienes que enfrentarte a ello.

Seguía siendo un planteamiento poco riguroso. Yo no tenía relación con ninguna Susana.

Sentí un movimiento brusco en mi espalda.

—¡Perdón! —exclamó De Facto—. No quería decir «Susana». Quería decir «patria», que sobras en todas las patrias: en la Patria Uno, en la Patria Dos y en la Patria Tres. No sé si lo sabes, pero en las minas de antes solían tener un pájaro que avisaba de la concentración de grisú. Si lo veían patas arriba en la jaula, los mineros salían corriendo. Pues mira el pájaro de tu mina. ¿Acaso está cantando? Admite la verdad, por favor.

Aquello lo entendía mejor, pero no del todo. Volvía a sentirme como el niño sin madre de la canción, like a motherless child, a long way from home, a long way from home.

Estaba perdido en la llanura desierta. Distinguía ya, entre la tierra y el cielo, las figuras enteras de las montañas y de las nubes, masas negras sobre un fondo cada vez más azul; distinguía, también, unos cuantos árboles. Pero no sabía en qué dirección seguir y, a falta de un objetivo, dirigí mis pasos hacia la hendidura luminosa del horizonte. Ya no era amarillenta, sino roja. Parecía el casquete de una pelota de ping-pong.

—Admítelo, amigo. No tienes sitio en ninguna patria, ni en la Uno, ni en la Dos, ni en la Tres. Ni siquiera en la Cuatro, de facto. De modo que voy a hacer una propuesta. Una buena piscifactoría, y a otra cosa.

De nuevo, un movimiento brusco a mi espalda.

—¡Perdón! ¡No quería decir «piscifactoría»! ¡Quería decir «necrológica»! Una buena necrológica, y a otra cosa.

Sacudí el cuerpo al modo de los perros cuando quieren sacudirse el agua del pelo, por ver si conseguía soltar a De Facto. Sentí al instante un alivio, como si los músculos de la espalda se hubiesen relajado, y me quedé muy quieto, mirando mis zapatos, preguntándome si lo habría logrado. Me llevé una sorpresa: los zapatos eran rojos. No recordaba que fueran míos.

—A mí no me engañas, conozco tus pensamientos —dijo De Facto. Seguía detrás de mí—. No te sientes cómodo en este mundo. Y es normal, muy normal. Te repetiré lo que escribió un poeta: «Cuando, a partir de cierta edad, el tiempo pasado empieza a levantar la voz y a proclamar su verdad (la vérité nue) como una piscifactoría que grita en la noche, solo cabe rendirse, aceptar la aniquilación de toda alegría».

Sentí que De Facto jadeaba. Le faltaba el aire.

—¡Perdón! —volvió a exclamar—. Quería decir «como un mochuelo que grita en la noche», no «como una piscifactoría que grita en la noche». Me he equivocado.

La hendidura del horizonte, el casquete rojo de una pelota de ping-pong, se había transformado en llama. Se trataba sin duda del sol naciente. No parecía que fuera capaz de iluminar toda la llanura desierta, pero sí, lo era: se distinguían bien la tierra, las rocas, las nubes, los montes y el cielo. La tierra era marrón; las rocas, grises; los árboles, que formaban grupitos, verdes; las nubes, que no eran verdaderas nubes sino fragmentos de niebla baja, rosas; los montes, masas que parecían hechas de humo; el cielo, del mismo color azul pálido que, según Bernadette Soubirous, tenía el ceñidor de la Virgen María.

—¡Qué bien vuelan los patos! —se admiró De Facto con voz arrastrada, como con sordina. Casi las mismas palabras que cuando nos encaminamos al cementerio en comitiva.

Miré a lo alto y vi unas sombras que volaban veloces por encima de los árboles. Allí iban los patos.

Caminamos cien metros, doscientos, trescientos, cuatrocientos, y nos topamos de frente con una laguna cuya agua parecía tener mucho barro. Lo entendí, de golpe. Conocía ya aquellos patos y aquella laguna, eran los mismos que había visto de camino al cementerio. Así pues, íbamos en dirección al pueblo. Miré en derredor para situarme mejor y reconocí enseguida el perfil del horizonte, el sube y baja de los diferentes montes. Después de la laguna, aparecería la carretera; seguidamente, un camino rojizo y, por fin, tras superar un alto, el río que atraviesa Obaba-Ugarte.

(De: Desde el otro lado, 2022)