Cuando los escritores se insultan
Por Fernando Báez
Ilustración: Alberto Breccia
De eso se trata: del insulto, a secas. De la injuria. Del escarnio. Entre las antologías que he concebido y dejado en el camino hay una cuyo primer borrador se permite seleccionar cientos de frases hirientes y poderosas usadas comúnmente entre escritores de distintas épocas. El proyecto reposa en las gavetas de mi escritorio y de vez en vez lo retomo, como hoy, por simple diversión. Me agrada saber que Oscar Wilde demolió a George Meredith con esta frase: «Como escritor, es un maestro en todo, salvo en el idioma; como novelista, puede contarlo todo, menos una historia; como artista lo posee todo, excepto la armonía».
Releyendo esa joya que son las Vidas de los más ilustres filósofos griegos de Diógenes Laercio, encuentro que los griegos no tuvieron miramientos con ningún rival. Heráclito pidió una paliza para Homero por considerarlo un mentiroso. Jenófanes llamó a Homero y a Hesíodo «panegiristas del fraude, del robo y el adulterio». Apolodoro de Atenas atacó la prolífica escritura de Crisipo (autor de 705 libros) sin escrúpulos: «Si le quitamos a los libros de Crisipo las cosas ajenas que contienen, las hojas quedarían en blanco». Interrogado sobre el por qué todos los alumnos de su secta y de otras se iban con Epicuro y, por el contrario, nunca abandonaban a éste, Arcesilao de Pitana respondió: «Porque de los hombres se hacen eunucos, pero de los eunucos no se hacen hombres’.
La lista, por supuesto, no termina aquí. Hay insultos verdaderamente proverbiales que no desestimaría en la citada antología. Contra Góngora desató Francisco de Quevedo todo su ingenio, llamándolo unas veces «docto en putas, cual mozo de caminos», otras «mucho tahúr, no clérigo, sí arpía», otras «alguacil del Parnaso…lengua maldita…» y también «hombre en quien la limpieza fue tan poca, que nunca, que yo sepa, se le cayó la mierda de la boca…». Lope de Vega odió profundamente a Cervantes como lo prueban unas líneas de 1607: «ningún poeta hay tan malo como Cervantes ni tan necio…«. Tolstoi, al dar su juicio sobre Shakespeare fue implacable: «Es un escritor insignificante, inartístico y no sólo amoral, sino abiertamente inmoral…». Nietzsche aborrecía los diálogos de Platón: «Para hallar encanto en un diálogo de Platón, forma dialéctica horriblemente presumida e infantil, es menester no haber leído nunca a los buenos escritores franceses…Platón es aburrido…».
Es imposible no recordar aquí la definición que dio Coleridge del Fausto de Goethe: «un juego de imágenes en un cuarto oscuro, con lenguaje vulgar y argumento viciado». Víctor Hugo, en una ocasión, oyó un elogio de Goethe y exclamó: «Lo único que puede leerse de Alemania es Los Bandidos». Alguien tuvo la ocurrencia de comentar que Los Bandidos no era de Goethe sino de Schiller, y Hugo, sin arredrarse, prosiguió su argumento implacable: «Lo ve usted. Ni siquiera ha escrito eso». Antoine Albalat, autor de uno de esos manuales estilísticos tan respetados hace doscientos años, combatió lo que llamó «el mito Stendhal». Para desenmascararlo, probó «científicamente» que las repeticiones, cacofonías y desmanes verbales lo convertían en un charlatán ilegible. Y, en consecuencia, La cartuja de Parma y Rojo y Negro no serían dos grandes novelas sino dos oportunidades para aprender cómo no se debe escribir.
Blake, después de hablar con los ángeles y demonios, denostaba a los críticos de su tiempo. Malhumorado, solía recordar que no era un héroe homérico: su generosidad estaba reservada a sus pocos amigos. A un tal Hayley le dedicó estos versos: «Del nacimiento de H. esto ha sido lo bueno: / su madre lo engendró en su padre». Y, con toda la modestia que se permitía, escribió: «Mi derecho a ser llamado genio queda aquí probado: / no me elogió Hayley ni me quiso Flaxman». Schopenhauer, centró su ingenio mercurial en el ataque implacable contra Hegel, su enemigo académico y filosófico. Lo consideraba «una caricatura» y dijo que «en Hegel y sus secuaces ha llegado al superlativo la impertinencia de escribir tonterías, y el reclamo sin conciencia, y la intención manifiesta de estos sordos manejos, de modo que se puso al fin de manifiesto para todos esta charlatanería».
George Russell definió –con prodigiosa precisión– la literatura de Swinburne aduciendo que Dios le había dado una familia interminablemente numerosa de palabras que criar y un ingreso insuficiente de ideas con qué sostenerlas. George Moore afirmó que el método de Tolstoi era invariable: comenzaba por hacer la descripción de doce hombres de un jurado tan minuciosamente que al terminar había olvidado por completo de qué trataba la novela. Chesterton se vengó de Moore en su libro Herejes: «Mr. George Moore comenzó su carrera literaria escribiendo sus confesiones personales: nada tiene esto de particular si no las hubiera continuado toda la vida…». Faulkner despreciaba los escritos de Freud: «Nunca lo he leído. Tampoco Shakespeare lo leyó. Dudo que Melville lo leyera alguna vez…». Rufino Blanco Fombona, exilado y en duelo permanente contra todo, perdonó a muy pocos. De Baroja escribió: «Le sobran talento y habilidad para imitar servilmente. Con los rusos ha hecho novelas; Nietzsche, Stirner y algunos más le han dado su ideología…». Virginia Woolf dijo que el Ulises de Joyce era «la obra de un analfabeto, carente por completo de desarrollo».
Aún está por escribirse el gran ensayo sobre las invectivas de Borges, acompañado por las que sufrió en vida. Yo sugiero comenzar con esta definición de su talento: «elevar a Borges a la categoría de gran escritor es una circunstancia aún improbada. Una gran erudición inculta y pedante, un abarrotamiento de lecturas raras, un estilo de arcaísmos y metáforas retorcidas en una sintaxis aprendida de Mallarmé, unos cuentos inspirados en lecturas más o menos armonizadas de apuro, no garantizan que Borges sea un gran literato». Estas palabras, de Blas Matamoro, aparecen en Jorge Luis Borges o el juego trascendente (1971), y son rematadas calificándolo de «impostor, traidor, reaccionario, farsante, mentiroso, mitómano, hipócrita» y, por si acaso no fuese suficiente, «indignamente estéril». Mucho antes, un tal Pablo Rojas Paz, había escrito un epitafio a Inquisiciones a propósito de un error cometido en el libro: «Don Jorge Luis Yace aquí. /Era un varón de los buenos, / Lo mató la Inquisición. / por una coma de menos». Con El tamaño de mi esperanza se hicieron bromas pesadas con relación a la posible dimensión del miembro viril de Borges, a tenor de lo declarado en título tan extraño. Pero Borges se vengó no pocas veces. De Américo Castro dijo que era «más versátil en el error». Su admiración por Cervantes no resistió una terrible frase: «Fíjese usted que Cervantes es muy mal escritor. Fíjese que a la hora de describir cómo un hombre monta en un caballo tarda mucho más que el tiempo que destina un hombre a montarse en un caballo. ¿Es bastante torpe, no?». Sobre Leopoldo Lugones, tan exaltado años después, escribió: «se ha pasado los libros entregado a ejercicios de ventriloquia y puede afirmarse que ninguna tarea intelectual le es extraña, salvo la de inventar…». De Finnegans Wake dijo: «es una concatenación de retruécanos cometidos en un inglés onírico y que es difícil no calificar de frustrados e incompetentes». De Marinetti, fundador del movimiento futurista, sentenció: «Él es quizás el ejemplo más célebre de esa categoría de escritores que viven de ocurrencias y a quienes rara vez se les ocurre algo». De García Lorca comentó: «cuando yo lo conocí era un andaluz profesional». No he visto en mi vida nada tan terrible como lo que dijo de Ortega Y Gasset: «Él hubiera debido alquilar un escritor para que escribiera por él; porque no sabía hacerlo…». Por Hemingway manifestó una total animadversión: «Terminó matándose porque se dio cuenta que no era un gran escritor…». De Heidegger dijo: «ha inventado un dialecto del alemán, pero nada más…».
Bertolt Brecht le comentó a Walter Benjamin (éste lo relata en Versuche über Brecht) que Kafka era un novelista mediocre, un fracaso total: «sus novelas son malas porque nunca llegan a ser transparentes». En Fly and the Fly Bottle (1961) de Ved Mehta aparece una de las polémicas más condimentadas de la intelectualidad inglesa. H.R. Trevor- Roper, reconocido profesor inglés de historia, escribió que los 10 volúmenes de «Estudios de la Historia» de Toynbee eran tan «exitosos como el whiskey», pero no tan «importantes como éste», distinguiendo en la obra la más errónea de las posiciones históricas, «presumida, gigantesca en el mal sentido de la palabra, asquerosa, carente de humor y perspectiva». En Hemingway en Cuba de Norberto Fuentes hay una cita devastadora donde Hemingway malpone a Faulkner como nadie, hasta ese momento, lo había hecho: «…es una m… dile que durante años lo alabé por toda Europa como el mejor escritor norteamericano, ya que sus borracheras me daban pena y tenía la esperanza de que llegara a un lugar donde pudiera vivir sin tener que putear en Hollywood. Dile que es una p…y un c… triste y miserable, con una voz dulce y con todo el talento intacto y vulgar del cobarde sureño…». Faulkner, al parecer, no se comportó como el caballero esperado, pues en más de una entrevista subrayó que «el sr. Hemingway es un gran escritor. Lástima que todavía no haya escrito grandes libros…». Edmund Wilson rechazó el «mito Lovecraft» con furia: «…Lovecraft no era un buen escritor. El hecho de que su estilo difuso e indistinto haya sido comparado con el de Poe es sólo uno de los múltiples y lamentables signos de que nadie presta ya verdadera atención a la literatura…». Wilson detestaba también a Kafka: «…no comprendo cómo puede ser posible que alguien lo tome por un gran artista o un guía moral…». H. G. Wells llegó a decir que el estilo de Henry James le recordaba a un hipopótamo recogiendo un garbanzo con la boca.
Por lo que a mí concierne, es suficiente. Me sorprende que la invectiva, por fortuna, rescate la vulnerabilidad con el pretexto de lo permanente y se inscriba en los dominios intactos que nos recuerdan que hubo y hay en la intranquilidad y el desánimo un espíritu de vigor en nada ajeno a lo trascendente en la literatura. El insulto o la crítica despiadada desarticulan, y es bueno decirlo de una vez, la condición solemne postulada por la legitimación social o histórica. Al exponer la reputación de un autor inflado, lo deshacen; al atacar una obra poderosa, se deshacen sin dejar rastro. O promueve una convicción fulminante o una superstición resentida. Y, si a ver vamos, ambas importan: por lo que dicen y por lo que niegan.
(De: La hoguera de los intelectuales, 2006)