Del otro lado de la puerta vaivén

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por María Moreno

Miserere quería decir «ten compasión». Y en aquel barrio, el Once de los años cincuenta, el nombre de la plaza parecía irradiar una fe de bautismo. La consigna de Florencio Sánchez —presentar como drama la fractura de clases a través de M’hijo el dotor— transgredió los límites del género para hacer que mi madre se recibiera de doctora en Química, dividiendo en dos un conventillo de la calle San Luis: en la parte de adelante —el living comedor—, los muebles de patas puntiagudas, la araña de caireles y la biblioteca con las obras de Pearl S. Buck y del doctor Van de Velde certificaban los emblemas de la clase media; en la parte de atrás, mi abuela conservaba la ropa de luto y el turbante en la cabeza con que remedaba sin saberlo a la Cándida de Niní Marshall. Allí resistía el conventillo oscuro con sus despojos mobiliarios y las convivencias espurias: la gallina alcancía de yeso, la reproducción eléctrica del Sagrado Corazón y su ramo de olivos seco, las cortinas de macramé y la puerta clausurada de la letrina.

Mi madre había saltado de clase social sin mudarse, sustituyendo por un departamento completo —la planta baja— el único cuarto que la familia ocupaba cuando el aporte económico era exclusivo de su padre taxista. Lectora de las obras del doctor Ramos Mejía, asociaba el pueblo al pecado, la infección y la barbarie. Yo estaba entre dos fuegos: el de las pitucas de enfrente que me llamaban insidiosamente «La Paloma» en alusión al sainete y el de los atorrantes de la pelota de trapo, embravecidos por el hecho de que una chica, a la que se le prohibía dirigirles la palabra, tuviera tal surtido de revistas mexicanas e, impedida de participar en las murgas de carnaval, una colección de instrumentos réplica lograda de los de la orquesta de Xavier Cugat.

La calle San Luis, una frontera difusa entre el Once y el Abasto —la ambición le dictaba a mi madre explicarla como perteneciente al Barrio Norte—, se extendía en negocios improvisados en un zaguán, edificios de departamentos donde la novedad del incinerador ofrecía una modernidad accesible en cómodas cuotas y casonas con garaje que no acostumbraban abrir sus persianas a ese tránsito de carros cargados de verduras, botellas vacías y artículos de mimbre; de reparadores de paraguas y de afiladores de cuchillos, amén de los clásicos cuenteniques a los que se burlaba repitiéndoles el antiguo pregón de «beines, beinetas, jabones, jabonetas». Flanqueada por dos grandes conventillos ocupados por la comunidad turca —sobre Larrea vivían los Talamán, hoy prósperos toalleros y manteleros; sobre Paso, los Dayan, dueños de varias casas puestas en alquiler que nunca quedaban más allá del bar León—, San Luis retenía las primeras décadas del siglo XX. Un balcón de bajos, adornado con hierros retorcidos, fue mi primer mangrullo de curiosa. Curiosa a la que todo fascinaba, aun cuando no supiera leer y escribir, y sin otra tarea que la de tomar lista a las presencias repetidas y abocadas a tareas sin mayores variaciones: la puta que enseñaba el catecismo a domicilio, el niño que dormía en un cajón, la enana que llevaba una canasta sobre la cabeza, tenían una coloratura tan natural que no hacían falta palabras para narrar. Por otra parte, mi edad no daba para atesorar recuerdos populistas. Mi abuela era la portera de ese edificio de departamentos en ruinas al que ahora no se llamaba conventillo por el hecho de que mi madre viviera allí y hubiera puesto en la puerta una placa donde promocionaba su laboratorio de análisis clínicos. Yo ayudaba a mi abuela bajando la manija del automático en el tablero de las luces a la hora en que los escasos inquilinos calaveras salían para dirigirse al centro. Mi curiosidad se satisfacía en el interior, puesto que no se me permitía bajar a la calle y sólo podía moverme del balcón para adentro. La ocasión era la entrega de la correspondencia, que exigía la subida metódica de dos pisos por escalera. En el departamento dos, los Unger, los Seiden y los Fleicher; en el tres, los Wundailer, las Dimant y los Rodríguez; en el cuatro, el sargento Vera y el señor Zubarán, otros Rodríguez y las Pomeranz. Sólo la señora Mandelbaum vivía sola en un cuarto del segundo piso que antaño había sido la portería. Recuerdo las variadas caligrafías de los sobres, la Z barroca de la hermana del señor Zubarán cuya letra ocupaba todo el sobre, los trazos torpes que rezaban un «Rodríguez» con S y, en contraste, la complicada grafía de los apellidos judíos, como recuerdo la profusión de las cartas, su frecuencia, el enigma de los remitentes que iban de Goya a Lodz, la mayoría imposibles de leer en voz alta a la altura del primer grado superior.

Los Seiden, los Fleicher y la señora Mandelbaum llevaban tatuados en los brazos números de varias cifras, algo a lo que en mi casa se aludía en voz baja y cuyo sentido ignoré durante mucho tiempo. De la señora Ruth Seiden se decía que había estudiado pedagogía con Jean Piaget, que la pena de haber viajado desde tan lejos, de verse obligada a vivir con dos niños en un cuarto y hacer ella sola las tareas domésticas, la había desanimado de buscar la reválida de sus estudios. Una vez me hizo un test de inteligencia a través del vidrio roto de su departamento que daba sobre el patio del nuestro. Me mostró un zapatito minúsculo. Yo pregunté: «¿Y el otro?», asociación que fue aplaudida. En una ocasión, llegué al departamento dos con una carta. La señora Seiden estaba lavando ropa en la pileta. Miré entonces, como hipnotizada, el brazo numerado que desaparecía en la espuma y luego reaparecía indemne, al ritmo de la tabla de lavar.

—¿Le dolió el tatuaje señora Ruth? —se me ocurrió preguntar.

—No es un tatuaje, chirusita. Es mi número de teléfono. Tengo tan mala memoria —dijo la señora Seiden, sin mirarme.

Cuando mi madre se enteró de este diálogo primero gritó, luego se rió y por último llamó llorando por teléfono al departamento dos. Perdón, perdón, repetía entre lágrimas. Su llanto me hizo llorar a mí. A través del teléfono podía casi palparse la discreción de la señora Seiden, sus palabras de consuelo y sobre todo su preocupación por mí. Al cortar, ya más tranquila, mi madre me dio una limitada versión sobre la existencia de los campos de exterminio, explicó los tatuajes pero no las cámaras de gas, el hambre pero no la muerte. Xenia Goldrosen, del quiosco de cigarrillos de la esquina de San Luis y Larrea, que salía a tomarse una copita en la vereda a la hora de la siesta, luego de colocar el cartelito de «Cerrado», hablaba sin que le preguntaran.

—Treblinka. Padres marieron. Hijos marieron. Marido marió. Primos, abuelos marieron. ¿Qué dijo Xenia? ¡Mierda!: ¡Vivir!

Su pronunciación asociaba la muerte al casamiento. «Se marier» escuchaba yo, que recibía clases particulares de francés. Y Xenia estaba mariée en segundas nupcias con el señor José Neura, al que le faltaban las dos piernas y al que ella subía y bajaba por las escaleras de su casa, luego de lanzar un grito de karateka.

Un mundo caliente de interrogantes me mostraba seres extraños que, por desgracia, casi siempre permanecían inaccesibles. El parque Retiro, en el que moraba la terrible Flor Azteca —una cabeza parlante simulada por un juego de espejos—, los concursos de disfraz de La Enramada (mi niñera santiagueña había ganado uno como Reina de la Noche, con un vestido hecho con un trozo de organza negro y cubierto de estrellitas de papel de cigarrillo que yo había recogido en las plazas), la circulación de diferentes en un tiempo de encierros imperfectos o de solidaridades caseras, amén de la prosa de Emily Brontë traducida al radioteatro en la voz de Pedro López Lagar, me ofrecieron una constelación que jamás asocié con la tristeza, la discriminación y el genocidio, sino con la imaginación, la variedad y la mascarada. Mi preferida era la niña gárgola del Jardín Botánico. Diminuta, con rostro de tortuga y una piel traslúcida que transparentaba las venas, parecía mirarme sin verme. Sentada en un banco, junto a su nurse, tomaba sol girando de vez en cuando la cabeza en dirección a un transeúnte, al movimiento de las ramas de los árboles, a un sonido demasiado agudo. Era un Buda genético cuya vida, le habían pronosticado, sería muy corta.

La señora Mandelbaum, del segundo piso, escondía el brazo tatuado con mangas largas y a veces gemía de noche. Como en su cuarto sólo había lugar para un calentador, a veces mi abuela me pedía que le llevara alguna comida preparada al horno. Un día la señora Mandelbaum me recibió con un paquete envuelto en un papel de celofán que parecía usado. Estaba sujeto con un simple cordel pero tenía un moño de cinta brillante. Lo abrí a escondidas, calculando una posible prohibición, y no me equivocaba. Era un barco realizado muy esquemáticamente. Podía decirse que estaba hecho con cuatro líneas. Mi abuela me dijo que era un barco de sal. Lo chupé y tuve que darle la razón pero la sal no se desprendía y, por la apariencia, blanca y llena de cristalitos, era sal gruesa. Mi madre me lo escondió en algún lugar donde no pude encontrarlo, con el pretexto de que no era un juguete sino un adorno. Escuché murmuraciones aunque no recuerdo ningún testimonio directo. Se decía que el barco venía de Auschwitz. Entonces ya me parecía natural que hubiera gente con teléfonos anotados en los brazos, que los descamisados aludidos por los discursos de Perón y Evita fueran una multitud literalmente en cueros, que los forros usados y tirados en la plaza Francia, como me había contado mi madre, fueran protectores para los dedos que usaban los basureros para no lastimarse con las botellas rotas que dejaban los borrachos. Mi idea de pueblo excluía la lucha política: era en cambio una lucha de lenguas, de puestas en escenas, de vestuarios. Y si el positivismo de mi madre solía desalentar esos contactos populares con un algodón embebido en alcohol y la prohibición de, atravesando las rejas del balcón, ganar la calle, el Complejo de Edipo no me llevó tanto al padre como a esa feria de ingeniosos. En cada cuarto había una patria, una etnia, una lengua. Y en cada cuarto también la presencia consoladora del alcohol: vasos vacíos y sin lavar con su resto endurecido de vino suelto que provenía de una damajuana escondida en el ropero, copitas diminutas para el licor de huevo o comunes para el amargo envasados en botellas solitarias que se ponían a la vista de las escasas visitas sobre el hule de la mesa plegable apoyada en la pared, junto al aparato de radio y el despertador. El delirium tremens alcanzaba de vez en cuando a algún inquilino y sus gritos se soportaban por piedad a su mujer o porque sus monas eran largas y silenciosas cuando conseguía mantener su dosis con la changa ocasional y el fiado. Definitivamente me gustaba «lo otro». Sólo en dos ocasiones advertí la dimensión política. En una, mientras yo iba de paseo con mi madre, la vecina enana que vendía pan a domicilio interrumpió mi mirada inquisidora con una fuerte patada en la rodilla. Debe haber sido mi primer encuentro con un miembro de minorías. En otra, cuando dibujé una imagen de Eva Perón en mi cuaderno de clase (la nariz era un palito, los ojos un par de puntos, los cabellos trenzados, una batahola de garabatos), una maestra «partidaria» la sustituyó por una fotografía. Jamás la censura me encontró tan altiva. «A la señora le hubiera gustado», me quejé. Cuando leí El fiord de Osvaldo Lamborghini, en la frase final («Salimos en manifestación») creí leer: «Salimos en exposición».

La palabra pueblo siempre mantuvo para mí ese fondo mítico de performance, de almacén de ramos generales del sujeto. Y el pueblo bebía.

Desde fines del siglo pasado, el alcohol se convirtió en signo de la degeneración obrera, fractura de la familia, y fuente de enfermedad y miseria. La imagen del dandy con la galera ladeada paseando con una copa en la mano, o la de los honestos curas de aldea que se prenden al badajo de la campana con la nariz roja y los vasos reventados bajo la piel, fue reemplazada por la de una turba grisácea que, entre la fábrica y la vivienda económica, intentaba degradarse sin las alturas poéticas de un Poe o un Baudelaire. La alentadora metáfora «sangre de Cristo» y el hecho de que nuestro Señor iniciara su vida pública en las bodas de Caná precisamente reponiendo el vino que faltaba, parecía materia de una sociología atea y apocalíptica. Sin embargo, cuando se cerraba una taberna, el motivo no era el embotamiento de los sentidos que amenazaba la productividad de las fábricas, sino la posibilidad de que, en ese espacio, los obreros complotaran al intercambiar información, ideando estrategias de lucha, o —mediante un cierto equilibrio en su borrachera— soltaran la lengua sin utilidad alguna para sus patrones, a fin de liberar sentimientos y sueños. A veces fingían la intención de beber para no despertar sospechas y expresaban en voz alta la intención de boire un litre. En la fábrica, en el uso de la fuerza y en el movimiento de los músculos, la conciencia percibe sin cesar el gasto y, paulatinamente, la merma de las funciones. En el hogar todo evoca —alimento, sueño— la reparación para el día siguiente; la presencia de los hijos indica la cadena viviente de la que, a la larga, uno saldrá expulsado. En el bar, en cambio, es posible el olvido de la finitud. Y es un placer cuando el alcohol, al deslizarse por los distintos órganos de la ingestión, limpia y calienta —como si se tratara de un nuevo nacimiento— el interior del cuerpo y, al mismo tiempo, anestesia los efectos del trabajo diario. Al beber se escapa a la red de lo útil dando un sentido jodedor al hecho de alimentar la fuerza de trabajo. En cuanto al cliché de que en el bar están sólo los revolucionarios de café: la jabonería de Vieytes era un encubrimiento para los patriotas de la Revolución de Mayo, los socialdemócratas lo planearon todo en el Café Central de Viena, los socialistas ingleses de Sheffield en el altillo del Café Wentworth, y ¿qué hacían Lenin y Trotsky sentados en las terracitas de La Rotonde de París mientras veían emborracharse a Modigliani? No hay revolucionarios de café ni revolucionarios sin café, ni café que no sea metáfora del alcohol. Y yo nunca bebí sin profundizar sobre esta teoría ni sentir que estaba obligada a hacer la revolución.

La plaza Once no sólo era el lugar de los mítines, también era el del tránsito de los habitantes de las afueras, que emergían o desaparecían en la entrada de la estación de tren con la fuerza suficiente como para hacer ilusorio el cartelito de «Prohibido pisar el césped». De hecho, esas pisadas, que para mi madre tenían resonancias de malón, habían dejado una informe superficie terrosa en la que el verde sólo asomaba en matojos semiaplastados y la única flor sobreviviente era la del diente de león. A pesar de ser la plaza de nuestro barrio, la Once no formaba parte del itinerario que mi madre organizaba para hacer de mí alguien saludable, y del que el aire puro, junto con la vacunación obligatoria y la prevención de las enfermedades infecciosas, era uno de los pilares. Toda la plaza representaba para ella un foco, si no de bacterias, de las fuerzas sociales que el peronismo había alentado bajo la forma de vistosa propaganda de la felicidad.

Alex Bar, situado enfrente de la plaza, solía estar abierto, como quien dice, toda la vida.

Cerrado por una refacción ocasional o el faltazo del dueño, nos dejaba a nosotros, sus habituales clientes, a la deriva por la estación de tren donde los quioscos nos daban una impresión de horario restringido, poniéndonos nerviosos y atentos a nuestro precario equilibrio sobre los taburetes; mientras que en el Alex el tiempo sin fin iba de la primera copa a la del estribo, de la que éramos vagamente conscientes antes de la suave pero firme expulsión si comenzábamos a dormitar con la cabeza apoyada en los azulejos y repantigados en sus sillas tonet a las que solían faltarles uno o dos palitos. La opacidad de los azulejos de Alex Bar no inhibía a mi amiga C de retirar con la mano la capa espesa de grasa hasta despejar un óvalo en donde mirarse para corregir su peinado y limpiarse el rimmel corrido —las dos solíamos narrar y llorar—.
Felpeando el aire con su trapo rejilla, Emilio regulaba la coreografía de los sucesivos clientes. Se quitaba de encima al borracho pendenciero, defendía a la alcohólica asediada e interponía un diplomático «Usted perdone, pero está en reparaciones» a los mendigos que pedían usar el baño para darse una ducha y cambiarse de ropa. El techo metálico y los anuncios de las puertas de vidrio eran tan tristes que, desde adentro, parecía que estaba garuando.

—Ahora nos pintó la Coca-Cola —solía decir Emilio con desprecio.

Manolete, el barman de la calle Rodríguez Peña, había sido mozo en Queen Bess y sabía imponer algunos de los modales del servicio. Decía que el humorista Wimpi era un caballero porque jamás gritaba «¡Mozo!» sino que esperaba a que su mirada se cruzara con la de él para hacer un ligero movimiento con la cabeza, un cliché atribuido a la gente bien de imponer su dominio prescindiendo de la orden verbal y a su partenaire, un inferior entrenado en conocer los deseos del amo mejor que el amo mismo. Y en cumplirlos. Reminiscencias del mito sobre el soldado a quien el general San Martín ordenó impedir la entrada al depósito de pólvora y no eximió de cumplirla a quien le dio la orden. Ese no era el estilo del Alex Bar. A Emilio se le gritaba «¡Mamy!». Como si oyera llover, él permanecía sentado junto al estaño dando la espalda a la turba y sólo se desplazaba ante la módica interpelación de «¡Emilio!».

No en vano el mozo de ley es la madre subrogada de los borrachos, los solitarios, los perseguidos. Suele usar diminutivos alentadores, «cafecito», «flancito», «vinito», como para engañar a un niño anoréxico, atosigar, como si cada cliente fuera un hijo pródigo y venido de la guerra, con las porciones de pasta servidas en montículo y el tuco desbordado o en equilibrio precario, agacharse para susurrar el mal estado de un plato o su resultado fallido, de espaldas al patrón seguramente al tanto de la traición. «¡Ala! ¡Ala!», decía Emilio, como quien azuza a un caballo, al viudo reciente que bebía su medio litro de vino de la casa con un nudo en el estómago, y luego le aconsejaba «no pensar», prender la televisión aunque fuera sin sonido y aumentar la dosis de ese tinto hasta la hora de los remedios y la vuelta a la cama de dos plazas con el hueco de la finada en el colchón.

La coreografía maternal de Emilio tenía cuatro figuras, sólo la última de relativa distancia y punición. Se inclinaba levemente para levantar el pedido, más como un pájaro hembra sobre el alboroto del nido que como un servidor; a la tercera copa servida hacía una mueca de muda reconvención, de un dolor contenido pero discreto de madre digna; una pelea de borrachos le hacía pasar el trapo con frenesí por toda la mesa como si quisiera borrar de dos o tres lampazos los límites de un ring o de un circo romano; que yo tuviera un ojo negro o que mi compañero me levantara la voz, provocaba el inmediato retiro del saludo, un servicio apurado y ruidoso —Emilio era mi mayor defensor de mí misma—.

En La Perla Española de Belgrano y Rioja están las madres subrogadas de la mañana: las que despabilan de la noche pasada o alimentan la fuerza de trabajo con café y medialunas, gratis para los sin techo y seguramente única comida del día.

Allí, todavía estamos de duelo por Jarrita y El 48, nodrizas de la resaca.

A Jarrita lo llamaban Jarrita porque, al pertenecer a la vieja guardia de mozos, nunca se olvidaba, si servía un café, de llenar el vaso con agua. Recuerdo haber esperado con él bajo el toldo del puesto de diarios, durante un día de tormenta, a que abrieran el bar cuyo dueño se había retrasado. Los dos sentíamos un orgullo parecido: él por ser el primero en llegar al trabajo, yo por ser la primera en iniciar el ritual del café y del diario. Después siempre hablábamos del tiempo pero con una complicidad especial como si hubiéramos compartido una larga experiencia heroica. Jarrita tenía esas pisadas cortas de buzo propia de los veteranos de su oficio. Era un profesional sordo a las cachadas de los parroquianos y había convertido su ir y venir, la entrega de los pedidos y su sonrisa fija, en una tumba sobre su vida privada, coquetería que hacía suponer que la tenía, toda una aventura cotidiana en el Conurbano, tal vez como cabeza de familia irascible, un déspota sentado a la mesa bramando por un plato que se retrasa, el pan duro o el alboroto de los hijos; o un manolarga para el sopapo o la paliza con cinto, contracara del que se arrastraba entre las mesas de La Perla Española de siete a dieciséis, agradeciendo las propinas con una reverencia leve.

Cuando le llegó la jubilación, los hijos lo internaron en un geriátrico. Lo imagino dando vueltas, las manos en los bolsillos, huérfanas de la bandeja, inquieto por estar sentado a la mesa ante el plato exiguo servido por otro, ya definitivamente desplazado de su lugar de nómade entre veinte metros cuadrados de baldosas, bajo el póster del escudo de armas de la provincia de Asturias sobre la esquina de Deán Funes y Belgrano. Allí se concentra la Balvanera animada en torno al hospital: duelos con apetito, esperas junto al porrón nunca del todo helado —los cortes de luz interrumpen la cadena del frío—, de vez en cuando la irrupción de una silla de ruedas, de una cabeza rapada o de una sonda nasogástrica que hacen desviar la vista hacia la cuchara en donde se enrollan los fideos con tuco o hacia el mensaje en el celular o, al contrario, se reciben con una mirada de impostada solidaridad que por lo general es mera indiscreción. La Perla Española cobija una rutina en donde se apuesta a que el enfermo a cuidar viva hasta el próximo menú del día.

El 48 se parecía a un pirincho sólo que retinto. Las arrugas de la cara le formaban una serie de caminos de piel correosa, como de tierra cuarteada; todo su cuerpo tenía forma de signo de interrogación. Su estilo era la caminata de largo aliento entre las mesas, las rodillas dobladas; seguramente el pie plano y los callos plantares, una consecuencia. Era el servidor sacrificial, humillado desde el vamos y cuyo sometimiento le había procurado una suerte de anestesia moral combinada con el principio de inercia. Era un iniciado del vía crucis gastronómico con un millaje incontable en el traslado de milanesas a caballo, pingüinos de tinto de la casa, flanes con crema y dulce de leche, y resultaba asombroso que, con ese cuerpo peso pluma, la mano no le temblase nunca. Un día, a raíz de uno de los habituales cortes de luz en la zona, dijo que vivía en una pensión y que ahí estaban viendo tele, lo había averiguado por el teléfono público del mostrador. Otro, una vieja prostituta que tomaba su té con tostadas a media tarde, seguramente antes de ocupar su esquina, lo llamó con cierta familiaridad; él le cortó el rostro. Los parroquianos intercambiamos sonrisas, habíamos sido testigos de la existencia de lo que juzgamos uno de sus escasos vínculos personales. Cuando lo despidieron, El 48, todos los sábados, después de que cerraba el bar, venía a sentarse en un mojón de piedra, en la puerta de la estación de servicio de al lado. Fumaba y miraba pasar la gente. Un día no vino más (estas historias que parecen robadas de Larvas, el libro de Elías Castelnuovo, son tan verdaderas que adornarlas me parecería un sacrilegio).

(De: Black Out, 2016.)