Delicada belleza
ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA
Por Osamu Dazai
Habrá pasado ya más de medio año desde que alquilé, un día de Año Nuevo, esta pequeña casa en las afueras de Kôfu, en Yamanashi, y me instalé decidido a seguir poco a poco con mi humilde trabajo. En junio, las tórridas temperaturas típicas del verano en la cuenca de Kôfu me dejaron abatido. Nací y crecí en el norte del país, y la fiereza del estío me superaba; ese implacable calor que parece elevarse desde los mismos intestinos de la tierra. Sentado a la mesa de trabajo, incapaz de hacer nada, sufría mareos, veía como el mundo se oscurecía y se silenciaba frente a mis ojos. Jamás en mi vida había estado tan cerca del desmayo por la sola causa de la elevada temperatura.
Mi mujer sufría un sarpullido a causa del calor que le cubría todo el cuerpo. Había oído en alguna parte que el onsen de Yumura, situado fuera de los límites de la ciudad de Kôfu, estaba especialmente indicado para el tratamiento de esos síntomas y empezó a ir allí a diario. Nuestra casita de seis yenes y medio de renta al mes estaba situada en el límite noroeste de la ciudad, rodeada de campos de moreras y a tan solo unos veinte minutos a pie de Yumura (quince si se ataja por el patio de armas del 49 regimiento). Cada mañana, tan pronto como terminaba de recoger las cosas del desayuno, mi mujer recogía su ropa de baño y salía en dirección al onsen. Según ella era un lugar tranquilo y confortable, frecuentado solo por la gente mayor que vivía en las granjas de los alrededores. Ninguno de ellos padecía afección cutánea alguna gracias a las supuestas propiedades curativas de las aguas. Se comparaba con ellos y creía que a ella debían darle el primer premio en la antiestética categoría de pieles demacradas. Decía que el recinto estaba alicatado por completo, era limpio e higiénico. El agua no estaba demasiado caliente y esa era para ella su única desventaja. La gente se bañaba durante treinta minutos o una hora, entretenidos hablando de esto y aquello. Para ella era en todos los sentidos un mundo distinto y por eso me preguntaba por qué no me animaba e iba yo también a echar un vistazo.
—Por la mañana temprano, cuando cruzas los patios de armas, se huele el frescor del rocío en la hierba, y los pies se te empapan con la humedad de la mañana. El corazón se agita alegre, parece como si te sonrieras a ti mismo —decía ella.
Yo llevaba tiempo desatendiendo mi trabajo. El calor me servía como una excusa de lo más conveniente. Estaba aburrido. No me resistí mucho a aceptar su oferta de ir a dar una vuelta, y una mañana a las ocho en punto salimos de casa. Mi mujer caminaba al frente.
No lograba escribir gran cosa en casa. Aplasté la hierba fresca que cubría los patios de armas pero no me dieron ganas de sonreír. En el jardín que había frente al onsen se alzaba un enorme granado con sus flores rojas en plena eclosión. Hay una inmensa cantidad de granados en Kôfu.
El onsen había sido recientemente construido. Era limpio, pulcro, luminoso en su interior, alicatado con azulejos blancos y resplandecientes e inundado de sol por completo. La zona de baño era más pequeña de lo que imaginaba y no ocupaba más de diez metros cuadrados. Había cinco personas. Cuando me deslicé en el agua, me sorprendió lo tibia que estaba: no mucho más caliente que el agua del grifo. Me sumergí hasta la barbilla y desde ese momento ya no pude moverme más. Hacía demasiado frío como para intentar cualquier movimiento. Bastaba con sacar un hombro del agua para que enseguida un escalofrío me recorriera el cuerpo. Tenía que quedarme como estaba, rígido, en silencio como muerto, meditando sobre el absurdo apuro en el que yo mismo me había metido. Mi mujer estaba a mi lado muy compuesta y tenía los ojos cerrados. Parecía como si hubiera alcanzado el satori.
—Esto es espantoso —gruñí—. Ni siquiera puedes moverte.
—En treinta minutos estarás chorreando de sudor. El efecto se nota gradualmente —respondió ella con una calma imperturbable.
Yo no podía estar allí sentado como ella con los ojos cerrados, sumido en la contemplación de la iluminación. Me acurruqué abrazado a las rodillas y me dediqué a mirar a mi alrededor. No muy lejos se perfilaban otras dos familias sumergidas en el baño. Una de ellas estaba formada por un hombre de pelo cano de unos sesenta años y una mujer de alrededor de cincuenta. Ambos desprendían refinamiento y gracia. Era una elegante pareja de ancianos, probablemente de entre los más ricos de la zona. El hombre tenía una nariz prominente, apuesta, el porte de quien en otra época bien pudo pasar por dandy. Llevaba un anillo de oro en la mano derecha. Tenía el cuerpo relleno y una piel rosada. En cuanto a la mujer, había una distinción en sus maneras que sugerían que no se habría opuesto a un cigarrillo ocasional. En cualquier caso, aquella pareja no era el problema. El problema estaba en otra parte.
Había un grupo de tres. Se apretaban unos contra otros en una esquina del baño, justo en el lado opuesto de donde yo me encontraba. Uno de ellos era un hombre mayor de unos setenta años con el cuerpo ennegrecido y sólido, con una cara asombrosamente arrugada y consumida. Un tipo extraño. A su lado había una anciana que parecía tener la misma edad, pequeña, delgada, con el torso bacheado como una tabla de lavar. Su piel amarilla y sus pechos me recordaban sacos de té marchito, una imagen difícil de soportar. Ni ella ni el hombre parecían humanos. Eran como tejones husmeando el mundo exterior desde sus escondrijos. Sin embargo, sumergida en silencio en el agua que quedaba entre la pareja de vejestorios, había una chica joven, probablemente su nieta. Era magnífica. Una perla atrapada firmemente por las conchas oscuras y desgastadas de una ostra.
No soy el tipo de persona que observa las cosas por el rabillo del ojo. Miré directamente a aquel fabuloso espécimen. Tendría entre dieciséis y diecisiete años. Dieciocho a lo sumo. Su piel era muy pálida, pero de ninguna manera tenía aspecto enfermizo. Su cuerpo firme y generoso me traía a la mente la imagen de los melocotones maduros. En un ensayo, Shiga Naoya asegura que las mujeres alcanzan su mayor atractivo cuando están en edad casadera y sus cuerpos alcanzan la madurez. Recuerdo que al leerlo pensé: «¡Uf! ¿Cómo ha tenido el valor de escribir semejante cosa?». Pero después de mirar durante un largo rato a la chica en su encantadora desnudez, me di cuenta de que no había nada lascivo en las palabras de Shiga. Frente a mí había algo digno de apreciación auténtica, desapasionada, casi sublime.
La chica gastaba una expresión severa. Tenía los ojos almendrados rematados con párpados lisos. Bajo el iris se apreciaba una delicada media luna. La nariz era corriente, pero los labios eran carnosos y se retraían bruscamente hacia las comisuras cuando sonreía. Había algo salvaje e indómito en ella. Su cabello era fino y lo llevaba recogido en un moño. Allí en el agua, apresada por los dos carcamales, era la viva imagen de la inocencia. A pesar de mirarla directamente durante un buen rato, ella permaneció indiferente, distante.
Con sumo cuidado, como si fueran los guardianes de un tesoro de incalculable valor, la pareja le acariciaba la espalda y le masajeaba los hombros. Todo indicaba que se recuperaba de alguna enfermedad aunque sus rastros no fueran visibles. Su piel tirante y suave le daba el aire de pureza y pulcritud propio de una reina. Entregaba su cuerpo a la pareja. Sonreía de tanto en cuanto con un gesto que me llevó a pensar por un instante que sufría algún tipo de retraso. Cuando se puso en pie, mis siniestras suposiciones se esfumaron de un golpe. Era todo ojos. Durante unos segundos me costó trabajo mantener la respiración. Era espléndidamente alta, de proporciones perfectas. Sencillamente soberbia. Dos pechos redondos que habrían llenado, sin dejar ningún espacio vacío, el volumen de dos grandes tazas de café. El vientre liso, nítido; sólidas y torneadas extremidades. Pasó delante de mí. Balanceaba los brazos al caminar por el agua sin el más mínimo atisbo de vergüenza. Tenía las manos pequeñas y hermosas, tan blancas que casi traslucían. Sin salir del agua, se acercó hasta el lavabo y tomó una taza metálica que había allí bajo el grifo. La llenó y la vació unas cuantas veces.
—Eso es. Bebe cariño. —La anciana la animaba. Arrugaba su boca hasta componer algo semejante a una sonrisa—. Cuanto más bebas mejor te sentirás.
La otra pareja intervino y se mostró de acuerdo. Se sonrieron mutuamente. Sin previo aviso, el hombre del anillo de oro se giró hacia mí y me dijo en un tono de voz que sugería una orden directa:
—Debería beber usted también. Es lo mejor que puede hacer para curarse sea cual sea su aflicción.
Su comentario me inquietó. A pesar de tener el pecho sumergido en el agua, con mis horribles y protuberantes costillas ocultas a la vista, debía de seguir teniendo el aspecto de alguien que convalece de una grave enfermedad. La orden del hombre me confundió, pero me di perfecta cuenta de que ignorarlo habría resultado muy mal educado por mi parte. Fingí una sonrisa y me levanté. La brisa fresca de primera hora de la mañana me recorrió el cuerpo. No pude evitar un temblor. La chica me acercó la taza de aluminio sin decir una palabra.
—Gracias —le dije en voz baja. La llené y me quedé de pie dentro de la bañera a su lado, mientras me dedicaba a contemplar el grifo y vaciar mecánicamente la taza. Sabía a sal. Los minerales del agua, sin duda. En absoluto el tipo de cosa que me apetecía beber en grandes cantidades. Me obligué a tragar dos o tres tazas, coloqué el recipiente donde estaba y volví a sumergirme en el agua hasta la barbilla. Supongo que mi aspecto era lamentable, o al menos así es como me sentía.
—Me apuesto algo a que se siente mejor —dijo Anillo de Oro triunfante. No sabía qué responder. Era incapaz siquiera de devolverle una sonrisa.
—Sí —le dije con una inclinación de respeto.
Mi mujer tenía la cabeza agachada y se reía. Yo, por mi parte, estaba lejos de poder apreciar la comicidad de la situación. Incluso sentía cierto pánico. Tengo la desgracia de ser incapaz por naturaleza de entablar conversación con los extraños. Por eso me atemorizaba la posibilidad de que el hombre se enfrascase en una conversación. Solo quería salir de allí lo antes posible. La situación había llegado a un punto que traspasaba el absurdo. Miré a la chica cobijada de nuevo en silencio bajo el abrazo protector de los ancianos: tenía la cara levantada al cielo y una expresión completamente vacía. En ningún momento llegó a fijarse en mí. Renuncié, desesperanzado, y me puse en pie frente al hombre del anillo de oro que ya amagaba con hablar de nuevo.
—Vámonos —le susurré a mi mujer—. El agua ya no está tan caliente como cuando llegamos. Salí del baño precipitadamente y comencé a secarme con la toalla.
—Salgo en un momento —dijo ella.
—De acuerdo. Yo me adelanto.
Desde el vestuario donde me vestía a toda prisa, escuché la amigable charla que había comenzado en el baño. Sin duda se sentían aliviados al no tener delante a un extraño sujeto como yo, sentado en muda afectación con ojos depredadores. Tan pronto como me levanté, la incomodidad que les provocaba desapareció y la conversación empezó a fluir entre ellos con naturalidad. Incluso mi mujer se unió y les expuso su problema cutáneo. Yo era un caso perdido, imposible de encajar en ninguna parte. «No os preocupéis por mí —pensé amargamente—, soy un tipo raro». Cuando me marchaba miré de nuevo a la chica. Allí seguía, sentada sin mover un solo músculo; un tesoro radiante digno de contemplación encajada entre sus dos renegridos guardianes. Era fascinante. Me daba cuenta de haber contemplado algo especial y delicado. Guardé su recuerdo bajo llave en un lugar secreto de mi corazón.
Las temperaturas alcanzaron su cénit en el mes de julio. Incluso el tatami del suelo de la habitación estaba caliente al tacto. Ya estuviera uno en pie, sentado o tumbado, todo resultaba insoportable. Tenía intención de buscar refugio en algún onsen de las montañas, pero en agosto teníamos que mudarnos a las afueras de Tokio y era imprescindible guardar cierta cantidad de dinero para afrontar los gastos. Ir de vacaciones en aquel momento estaba fuera de lugar. Pensé que me iba a volver loco. Fue entonces cuando se me ocurrió la idea de darme un buen corte de pelo. Me ayudaría a refrescarme, a aclarar mis ideas. Salí en busca de un barbero. No tenía intención de ser demasiado quisquilloso respecto al aspecto del lugar, cualquiera que no estuviera lleno serviría. Los dos o tres primeros que vi estaban abarrotados. Llegué hasta una pequeña peluquería frente a los baños públicos y eché un vistazo al interior a través del escaparate. También allí parecía haber gente esperando su turno. Ya estaba a punto de marcharme, cuando el dueño sacó la cabeza por la ventana y dijo: «Estoy con usted cuando quiera, señor. ¿Quiere cortarse el pelo, verdad?». Me había atrapado.
Forcé una sonrisa, abrí la puerta y entré. No me había dado cuenta, pero mi pelo tenía un aspecto greñudo y vergonzoso. Sin duda, el hombre había adivinado mis intenciones nada más echarme el ojo a pesar de mi pretendida discreción. Estaba avergonzado.
El barbero tendría unos cuarenta años, la cabeza rapada y un aspecto burlón. Llevaba gafas redondas de montura gruesa negra y sus labios eran protuberantes y fruncidos. El aprendiz era un muchacho pálido, flacucho, de unos dieciséis o diecisiete años. Alcancé a escuchar una conversación tras la cortina que separaba la peluquería de un salón de estilo occidental. Fue a los que se ocultaban allí a quienes había tomado por clientes desde el exterior.
Me senté en el sillón. La brisa que producía el ventilador penetró por el dobladillo de mi quimono y lancé un suspiro de alivio. Era un negocio limpio, bien atendido, decorado con unas plantas y una pecera colocada estratégicamente. En efecto, me dije, nada como un buen corte de pelo cuando hace este calor.
—Déjelo bien corto, por favor. Especialmente por la parte del cuello.
Para una persona como yo, a quien le resulta difícil hablar con extraños, decir aquello me supuso un esfuerzo considerable. Miré al espejo. La imagen que me devolvió era la de una persona con la boca sellada, con los labios extrañamente tensos y el ceño llamativamente fruncido. Debía ser cosa de un mal karma. Qué destino tan triste, pensé, ser incapaz de ir al barbero sin tener que darme estos aires.
Me contemplaba en el espejo cuando me llamó la atención el reflejo de una flor en la parte posterior: una chica con un vestido azul de verano sentada junto a la ventana que estaba justo detrás de mí. No le di mayor importancia. Pensé que sería la ayudante del peluquero, quizás su hija. Le dediqué una mirada fugaz, pero me di cuenta de que estiraba el cuello una y otra vez para estudiar mi cara en el espejo. En dos o tres ocasiones nuestras miradas se cruzaron. Contuve el impulso de girarme y seguí dando vueltas a la idea de que había visto aquella cara en alguna parte. La chica, sin embargo, satisfecha de que finalmente le hubiese prestado atención, ya no se dignó a mirarme por más tiempo. Con un gesto que denotaba una gran seguridad en sí misma, continuó allí sentada con el codo apoyado en el alféizar y la mejilla en la mano. Miraba distraída a la calle. Gatos y mujeres, no les hagáis caso y gritarán para llamar vuestra atención; intentad acercaros y saldrán corriendo en dirección opuesta. La pequeña zorra ya era una maestra en ese arte, pensaba yo irritado, cuando levantó con un gesto lánguido una botellita de leche que había en una mesa junto a ella. Se la bebió de un trago.
Eso fue lo que me iluminó. ¡Estaba enferma! Era ella, la chica que se recuperaba en el onsen, la del cuerpo espléndido. ¡Ah…! Fue su gesto lo que me dio la pista. Tuve ganas de disculparme: «lo siento, estoy más familiarizado con tus tetas que con tu cara». Su cuerpo estaba oculto tras un vestido azul de verano, pero yo conocía cada pliegue y cada ranura de su maravilloso físico. Pensar en ello me hacía feliz. Era como si compartiésemos lazos de sangre.
Cometí el error de sonreírle a través del espejo. Al darse cuenta, no solo declinó devolverme la sonrisa, sino que se levantó y desapareció tras la cortina que daba acceso al salón. En su cara no había la más mínima expresión y, una vez más, me pregunté si no sería algo retrasada. Pero estaba satisfecho. Tenía una nueva conocida joven y hermosa. En cuanto el hombre, presumiblemente su padre, terminó de arreglarme el pelo, me sentí fresco, renovado y perfectamente feliz. Eso es todo lo que tengo que decir sobre este breve y pícaro cuento.
(De Ocho escenas de Tokio. Traducción: Yoko Ogihara y Fernando Cordobés, 2012)