Edgar Allan Poe: la creación de un territorio inexistente

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por Adrián Ferrero*

Hacia fines de los ochenta devoré los «Cuentos completos» de Edgar Allan Poe (1809-1849) en traducción de Julio Cortázar (que compré en edición más reciente hace dos años). El libro era de mi padre. Antes, mucho antes, había leído cuentos dispersos (evidentemente no en esa misma traducción), que habían pasado más o menos desapercibidos (lo que aún no me explico). Y su misteriosa novela «La narración de Arthur Gordon Pym» (1838). «Los misterios de la calle Morgue» también fueron un impacto, junto con el resto de la «invención del policial», el cuento «La carta robada», incluido, tan saludado por cierta línea del psicoanálisis.

El impacto de los cuentos completo fue brutal y difícilmente olvidable, aún al día de hoy. En especial, por ejemplo, el que dejaron le lectura de «El corazón delator» o «El gato negro». Es decir, un antes y un después. Esa línea divisoria (probablemente imaginaria) que traza en nuestras vidas la verdadera literatura, aquella que viene a decir cosas nuevas en un lenguaje nuevo de la que no lo es. Yo ya me había comenzado a desprender de las primeras lecturas adolescentes. Los previsibles Verne, Salgari y Wells y toda la Colección Robin Hood de tapas amarillas.

En el medio hubo muchas clases de cuentos. Pero junto con los de Poe llegan automáticamente a mi memoria los de Borges y los de Cortázar (como dibujando una constelación o quién sabe, quizás un círculo perfecto). Y me parece que no llegan por casualidad.

En efecto, era mi último año de la secundaria y decidí que quería ser un lector culto. No sólo un lector de buenos libros. De modo más o menos sistemático dirigí la mirada hacia esos autores (claro que podría haberme dirigido a otros, incluso mejores, después de todo, y en sus lenguas nativas, pero a tanto mis conocimientos nos llegaban). Eran tres casos paradigmáticos y que estaban en la biblioteca de mis padres bien a la mano así como rodeados de un aura de buena reputación. Irreprochables los tres, agregaría yo. Si bien las búsquedas y los hallazgos fueron míos.

En el caso concreto de Edgar Allan Poe recuerdo sí, claro, esa atmósfera opresiva de pesadilla casi perenne, persecutoria una vez que uno los terminaba. Pero al mismo tiempo había una suerte de goce, en ese cuadro algo perverso o incluso de derroche en lo morboso en ciertos casos, que me hace pensar ahora en mis costados más oscuros y también los menos confesados. Esos que o bien los humanos negamos porque no aceptamos de nuestro psiquismo porque nos resultan socialmente inadmisibles, esto es, incompatibles con la cultura en un sentido normativo. O bien los que están fuera de nuestro control. Por lo tanto, nos aterrorizan más aún. Son «lo ominoso» o «lo siniestro», diría Freud.

La forma de sus relatos (vista hoy a nuestros ojos) es una forma clásica. Y suele adoptar un final de efecto. A la luz del cual todo el resto se vuelve revelador. Pero conviene recordar que fue uno de los grandes fundadores del cuento moderno. Del cuento policial. Que antes temas o formas tan nítidas no existían. Y me parece que lo más interesante en Poe era esa creciente combinación, mezcla de suspenso y tensión que se desarrolla hasta alcanzar un clímax (uno o más de uno) y culminaban en esa catarsis final, como esa calma que sucede al punto más alto de un encuentro amoroso. ¿Era Aristóteles el que decía esto respecto de la tragedia? ¿Refiriéndose a la catarsis como efecto culminante del espectáculo de una tragedia que provocaba un efecto purificador sobre las pasiones? Pienso que perfectamente se puede transponer a cierta literatura de Poe.

No por nada se suele hablar del placer del texto o del goce del texto (Roland Barthes), que son cosas distintas, y del erotismo no precisamente sólo en los textos eróticos sino en la literatura misma como percepción y captación de lenguaje, aún en los casos más escabrosos. Esa catarsis, que mencioné, de la que hablaba Aristóteles en su «Poética», esa purificación de las pasiones, quizás tenga algo que ver con que no sólo se experimenta lo dramático. Sino que también uno detecta de qué se trata ese dramatismo. Y ese dramatismo que incluso llega a lo trágico (como en el caso de los griegos) en Poe adopta matices siniestros.

No obstante, pese a esa atmósfera asfixiante que confina a Poe al cuento de terror, yo la leí más como un cuento de avatares, en el que sobre todo acontecían cosas (y cosas que provocaban emociones fuertes). Por supuesto cosas terribles, de modo incuestionable. Un cuento de sucesos intensos, interiores y exteriores (porque en «La caída de la casa Usher», por ejemplo, suceden hechos concretas, de una enorme magnitud, no sólo estados de ánimo) que captaban la atención y lo dejaban a uno siempre estupefacto si no sumido en lo escabroso del estupor. El horror, el miedo, la angustia, el pánico, lo claustrofóbico, lo persecutorio, lo paranoico, lo absurdo, el terror, lo ridículo de la existencia, lo espeluznante, lo transgresor…Todo esto, entre muchas otras cosas y emociones sentí mientras leía a Poe y estaba tan atrapado como apasionado por esas historias. Había algo manejable y algo inmanejable en esa atracción pero al mismo tiempo esa repulsión o quizás no llegaría a tanto, ese rechazo. ¿Por qué Poe hacía que le sucedieran esas cosas a sus personajes? ¿qué aspiraba a producir en los lectores y lectoras que se hacía necesario hacernos experimentar el poder de lo horroroso? Poe había descubierto algo. El territorio más oscuro de la experiencia humana. Y había descubierto el modo de narrarlo. Claro que tal vez también lo habría vivido. Pero no estoy tan seguro. No soy amigo de hacer lecturas lineales, unívocas mezclando de modo tan vulgar lo biográfico con lo ficcional. En donde intervienen tantas operaciones complejas en el caso de un creador que conoce de su oficio, como en este caso.

Releí años más tarde a Poe. Claro que sí. Revisitado, lógicamente, hacia el año 2015, siendo ya un adulto, su carácter de novedad se había atenuado. Conocía sus argumentos. Era como ver «Casablanca» o leer un libro de Historia sobre la Segunda Guerra Mundial. Un final anunciado. «Crónica de una muerte anunciada». Pero no sus efectos ni la claridad meridiana de sus formas literarias. Habían pasado tantos, tantos años y mucha agua bajo el puente. Lo que vale por decir que mucha literatura de la buena. Y mucha formación. Y mucha escritura. De su época y de un tiempo histórica reciente. Un recorrido. No obstante, si bien percibí esa distancia inevitable, que hacía una diferencia (producto también de la ausencia de esa idealización adolescente que ahora hubiera resultado anacrónica) respecto de ese primer asombro, no dejó de ser tan persuasiva su literatura como contundente su radical originalidad, que una vez más me movilizó. «El corazón delator» y «El gato negro», «El tonel de amontillado», «La caída de la casa Usher», «Ligeia». Las figuras de personas tapiadas, enterradas o encadenadas en vida a subsuelos o a muros, me provocaban realmente (y me siguen provocando) escalofríos. Me estremecían. Conocía el final del de los cuentos, eran previsibles, pero no podía sustraerme a su efecto. Como si hubieran quedado (como de hecho ocurre) en el lugar más recóndito en el que cualquier ficción pudiera haberlas concebido.

Junto con Nathaniel Hawthorne y Herman Melville se trata de autores norteamericanos del siglo XIX tan paradigmáticos como insoslayables. Fundadores, como dije, (junto con el poeta celebratorio Walt Whitman, probablemente) de buena parte de la literatura moderna. Podríamos sumar a esos nombres, a Emily Dickinson. Enorme, traducida en Argentina parcialmente por Silvina Ocampo y María Negroni (operación nada inofensiva por parte de Negroni, tampoco neutral). Ambas no la tradujeron de modo total sino que hicieron una selección de su edición completa. Ralph Waldo Emerson es un nombre también importante y Henry David Thoreau, que se fue a vivir a los bosques para apartarse de la sociedad y vivir como un ermitaño.

Poe escribió novela, cuentos (por los que es más conocido), poemas (que la crítica sostiene son menores, a mí, que tengo una edición bilingüe, me gustan). Ensayos. Hay uno en particular, «La filosofía de la composición», en el que refiere a cómo compuso su poema «Tjhe raven» ( «El cuervo») mediante un control absoluto sobre los recursos verbales y retóricos. Todo fue meditado y reflexionado con vistas a producir un cierto efecto, como si la creación pudiera ser digitada de modo cerebral..

La literatura de Poe es una, en tanto que patrimonio, que de tanto en tanto suele regresar, en traducciones, en ensayos o bien incorporándolos a la misma ficción de modo tanto explícito como implícito. También, en adaptaciones, al discurso cinematográfico o televisivo. De hecho esto que ustedes leen y yo he escrito es una forma de evocarlo y traer a nuestro presente histórico a una figura que tuvo una vida sumamente desdichada y breve sobre la que, sepan disculpar, prefiero no dar detalles.

Cada uno de estos tres autores (Poe, Hawthorne, Melville), en su peculiar estilo, y singularidad, dejando tras de sí obras más o menos parejas (incluso diarios, cuadernos de trabajo o epistolarios, además de ensayos) y algunas de ellas verdaderas obras maestras (en especial Melville), permiten detectar en ellos un «aire de los tiempos». Obras que uno guarda en la biblioteca menos en un estante que en una personal galería de la memoria (como quería Borges), aquella selección en la que sabe que están para recordarnos dónde está la literatura a la que podemos acudir en momentos muy dispares pero a la que a la vez conviene mantenerse a prudente distancia en determinadas ocasiones. Quiero decir: uno no está para Poe todos los días. Poe no ha escrito para uno todos los días, se podría parafrasear nuevamente a Broges.

En ese marasmo que fue su vida, Poe fue tocado por la celebridad (esa forma esquiva del triunfo), y se le hizo justicia. Entre ese terremoto que ha de haber sido su biografía, su talento genial fue garantía de un logro fuera de serie..

Pero, si en su ensayo «La filosofía de la composición», Poe afirmaba que la creación ¿pueden ser razonadas de modo total, sin embargo, las energías que dieran la impresión de ser irracionales e inspiraron «Ligeia», «El hombre en la multitud» o «William Wilson»? ¿la imaginación disciplinada da por resultado esos productos memorables de casi innominables? Lo dudo. Me inclino a pensar, a riesgo de contradecir sus declaraciones y de pasar por temerario o, es más, irrespetuoso porque pongo en duda sus palabras, que son el gesto provocador de quien, en un arranque de virulencia o hasta de una cierta seducción hacia los lectores aspira a impresionarnos y a disimular, por el contrario, un costado de escritor, aquel que debe a las Musas (llamémoslas así siquiera por un momento) más que el que es posible atribuir a etapas de la imaginación meditada. Como, por ejemplo, sí, me parece el caso de toda etapa ulterior de un texto en que es sometido a la corrección. Esta sí, una operación acaso más racional y más administrada por la voluntad, la decisión y la rectificación.

Hay un color, un cromatismo que predomina en los cuentos de Poe. Suele ser el negro. Pero también el rojo de la sangre. Y el blanco de ciertas pupilas o de ciertos esqueletos. En el medio, es cierto, hay un ausencia de otros brillos. Pero ¿acaso eso no define una poética? ¿sus rasgos más memorables? ¿por qué solicitar de él que tenga una variedad si ha encontrado allí no sólo un género clave (a través de una obra de genio) sino la visibilidad (en su doble acepción de visualidad como de visibilización) de un universo narrativo? Pienso que Edgar Allan Poe acertó en hallar algo que no sé si buscó. Pienso que acertó al llevarlo hasta sus últimas consecuencias. Eso tuvo un costo y una victoria. Y tengo la más profunda convicción, eso sí, de que lo hizo del modo más virtuoso, más acertado y más más creativo, producto de la invención de un rapto o, quizás, de un don inaudito. Llegó para conquistar un continente (o, mejor, un territorio) que nadie había sabido cómo (es más, ni siquiera circundar) sencillamente porque antes no existía: el cuento moderno. Tampoco, probablemente, la imaginación organizada del horror.

 

* Adrián Ferrero nació en La Plata en 1970. Es escritor, crítico literario, periodista cultural y Dr. en Letras por la Universidad Nacional de La Plata. Publicó libros de narrativa, poesía, entrevistas e investigación.

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