El 42 y las lentejuelas

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por Humberto Costantini

Lo del terciopelo naranja no era para calentarse mucho de movida. Porque entre las lentejuelas verdes, amarillas y tornasoles, el bordado del número 42 en azul marino, los corazones de fieltro, los flecos blancos y colorados, y algunos otros materiales que yo más o menos tenía calculado, como ser un par de espejitos si venían al caso, o unas argollitas de metal para entreverar con los flecos, que también podrían ir, el terciopelo naranja por más vistoso que fuera, a mí me parecía que no. Más que la única estampita de seda con la figura de San Cristóbal que pude conseguir era medio tirando a rosada. Así que francamente no se me ocurría dónde encajar ese terciopelo naranja.

Pero el Viejo Tomás tiene sus salidas. Y con el tiempo yo me acostumbré a respetárselas. No que me insistiera ni nada de eso porque no es hombre de cargosear. Pero resultó que lo había visto en una vidriera y le pareció que me podía servir. Entonces, sin pensarlo dos veces, lo había comprado, y me lo había traído envuelto en un paquetito. «Gran puta si va a quedar lindo», me dijo.

De modo que tanto por no desairarlo al Viejo yo me puse a calcular qué podría hacer con el terciopelo naranja. Me fui caminando despacio para el bulín, y todo el camino pensando cómo me las arreglaría para combinarlo con las lentejuelas, y la seda azul, y los corazones, y el celeste del fondo, y el color medio rosado de la estampita. A veces me enculaba un poco y me decía: si por ahí me sale a la manera de que quede bien, lo pongo. Si no, me seguía diciendo, la amistad y el agradecimiento y el respeto por el Viejo, es un asunto; y el gusto por el trabajo es otro asunto. Y el Viejo sabe bien que en estas cosas no se puede transar. Porque la única vez que transé, me parece, él fue el primero en ponerme una cara de nada que a mí me hizo sentir poco menos que el último de los chantas. Y últimamente, me volvía a decir, ya medio abriéndome el paraguas, si en una de esas, mañana le digo al Viejo que no le metí el terciopelo porque no lo vi, o porque no me salió de adentro, o porque no me decía nada, el Viejo me va a decir: «está bien, Rengo», o «vos sos dueño», o «cualquier día le vas a encontrar el guay». Porque el Viejo entiende bien y sabe cómo funcionan estas cosas.

Llegué a la pieza entonces, y ya medio olvidado del terciopelo naranja, me alisté a trabajar. Coloqué todos los materiales a mano, las cajitas con lentejuelas, el ovillo de seda, el paño del fondo, en fin, todo. Hasta un lápiz y un cacho de papel, por las dudas. Que me disculpara el Viejo, pero tengo que confesar que ni me acordé de abrir su paquetito.

Bueno, desparramé como dije los materiales, y como siempre, les fui echando una ojeada despacio, a uno por uno, como preguntándoles, o escuchándolos. Después me quedé quieto, encendí un cigarrillo, y esperé a ver qué me decían.

No alcancé a dar dos pitadas, cuando, clarito, como si ya lo hubiera sabido desde antes, o como si alguien me lo estuviera cantando, me di cuenta de todo lo que tenía que hacer. Y allí nomás, como en un chispazo, se me apareció lo del reborde en terciopelo naranja. Y entonces, sobre el pucho, pensé que a algunas mariposas les iría a poner un poco de terciopelo naranja para que hicieran juego. Y a lo mejor también, un toquecito dentro de los números, pero eso después se vería.

O sea que ya sabiendo más o menos para dónde iría a rumbear, dejé el papel, agarré lo que iría a ser el paño del fondo, y me puse a trabajar. Calculo que serían las diez de la noche.

Estaba queriendo amanecer cuando me pareció que la base ya estaba casi lista. Quiero decir, la forma general ya cortada, con el San Cristóbal abajo, y el número 42 grande arriba, las marcas donde iban a ir las mariposas, y las marcas para los corazones de fieltro (que al final no los puse), las lentejuelas verdes del borde, que después iría a terminar con una tirita de terciopelo naranja, y los flecos, en el caso de que decidiera ponerle flecos.

Entonces, aunque no tenía nada de sueño, largué.

Corté un poco de salame, tomé un trago de vino, me fumé el último cigarrillo mientras oía cantar los gallos, y me tiré a dormir.

Me desperté inquieto mucho antes de mediodía. Mientras calentaba el agua para el mate me puse a mirarlo. No estaba bien. A primera vista parecía que sí pero había algo que no andaba. No me podía dar cuenta qué era. Me apartaba, le tapaba una parte y le tapaba otra, le agregaba y le quitaba cosas, lo tendía sobre la mesa, y lo colgaba de la pared. Casi toda la tarde se me fue así, mirando y mirando como un boludo sin poder hacer nada. Me decía: a lo mejor será cuestión de seguirlo nomás, y ya va a aparecer más tarde el defecto, si es que tiene un defecto. Pero no había caso. No podía. Y miraba, y volvía a mirar, y más de una vez tuve ganas de mandar todo al carajo, y más de una vez me pregunté quién me había mandado a mí meterme a hacer esas boludeces.

Fue a la nochecita recién. Ya estaba por plantar todo y mandarme a mudar al boliche, cuando de golpe y como por milagro, se me aclararon las cosas. Y vi que eran los números. Exactamente el azul de la seda de los números que resultaba demasiado oscuro, casi negro, y me rompía toda la combinación. Así que no había más remedio que cambiarlo. Sí, pero cambiarlo por qué, me preguntaba. Al principio pensé en otro azul. Pero yo no lo tenía, y quién sabe si lo iba a encontrar en la tienda. Entonces pensé en las lentejuelas azules que, aunque eran un poco grandes para el tamaño de los números, me daba justo el tono, que tenía que ser un azul marino tirando a turquesa. Pensé que podía hacer un poquito más grandes los números, pero también pensé que, en ese caso tenía que modificar las alas de las mariposas que los abrazaban por los costados. De otra manera, todo el centro iba a quedar muy cargado.

Me metí pues a deshacer. Saqué lentejuelas y puse lentejuelas. Agrandé, achiqué, recorté, añadí. Modifiqué prácticamente todo porque una modificación obligaba a la otra. No descansé hasta que lo vi otra vez bien encaminado. Serían las once más o menos. Dejé las cosas como estaban y rumbié para la fonda.

En la fonda me encontré con el Viejo Tomás. No me preguntó nada sobre el trabajo. En cambio dio un rodeo y me empezó a hablar de aquellas vez que, cuando muchacho, ayudó, por unos meses, a pintar los telones en un teatro. Y me volvió a hablar de cómo preparaban la pintura y de cómo ataban los pinceles en la punta de palos larguísimos, y cómo él le alcanzaba los tachos a un italiano que le regalaba libros, y le hablaba del «supremo ideal», y de la «fuerza libertaria de la belleza».

Le agradecí por dentro que no me hiciera preguntas. Tal vez por eso, entre una cucharada de sopa y otra, le dije: «Va saliendo». «Ajá», me dijo el Viejo, y se puso a frotarse la barba haciéndose el distraído. A lo mejor por si yo soltaba algo más. «Va saliendo lindo, me parece», le dije. Se sonrió, y me llenó el vaso de vino. Del terciopelo naranja, ni una palabra. Levantó la copa como para chocar, pero salió hablando no sé qué de un aviso de televisión que pasaban en ese momento.

Es que el Viejo sabe que no se puede hablar mucho de lo que uno está haciendo. Porque hablar es como una trampa, me dijo una vez. Y yo creo que tiene razón. Así que terminamos de comer, nos quedamos mirando un rato la televisión, y no volvimos más sobre el asunto.

Esa noche, al volver a la pieza, decidí meterle hasta bien tarde. Seguí con las modificaciones que había empezado. Se me ocurrió después lo del relleno para darle relieve a una parte, y se lo puse. Me calenté bastante con el trabajo, y algunas partes quedaron definitivamente listas. Cuando largué, me pareció que todo andaba bien, y que ya me faltaba poco para terminar.

Al otro día, en cuanto abrí los ojos, lo primero que hice fue sentarme a mirarlo. Ni había encendido el cigarrillo siquiera. Tenía miedo de volver a encontrarle un defecto como la otra mañana. O peor todavía. Que, de pronto, se me apareciera, allí sobre la mesa, un frangollo espantoso que la calentura de la noche no me había dejado de ver.

Por suerte no. Lo miré, y me pareció bien. Me pareció que todo estaba justo y en su sitio. Era cuestión de meterse a terminar algunos detalles y de veras quedaría listo. Me largué de cabeza entonces. Sin titubear, sin pensar en nada más. Y a la tardecita de ese mismo día el trabajo estaba terminado.

Me quedé echado en la cama, mirándolo. Después me levanté, volqué un poco de ginebra en un vaso, encendí un cigarrillo, y me volví a echar. Me entró esa especie de pereza o ablandamiento que viene después de la puntada final. Estaba contento. Pensé en el Viejo Tomás, en sus telones, y en su maestro italiano, y en aquello de la «fuerza libertaria», y del «supremo ideal». Imaginaba lo que diría cuando se lo mostrara. Creo que me sonreía solo.

Después pensé en el gordo Ballivián que me había encargado el trabajo ese. Y pensé en los pesos con que me iría a juntar tal vez esa misma noche. Y, cosa rara, pensar en el gordo Ballivián, en la guita, no me alegraba nada. Al contrario, era como si me ensuciara un poco la alegría.

Me pregunté por qué y no lo vi muy claro al principio. Lo que pasa, pensé, es que uno dice: «me lo encargaron», y a veces no es así justamente. Y en el caso del gordo Ballivián, también pensé, hubo que convencerlo un buen rato para que se decidiera. Hubo que decirle que a su colectivo con el tapizado flamante le vendría al pelo, que quedaría bien, allí, contra el espejo, y a un costado del volante, que me dijera cómo lo quería. Y además que no le saldría muy caro, y aunque el gordo conoce bien mis cosas porque hice varias para la 107, tuve que decirle que se quedara tranquilo, que le iba a hacer un buen trabajo. Esas cosas que casi siempre se suelen decir.

Pero lo pensé mejor, y no tenía que ser eso, me dije. Porque si se apartan algunos tipos inteligentes que entienden de entrada lo que uno les ofrece, o a lo mejor hasta me lo piden directamente, a la mayoría de los colectiveros hay que convencerlos. Casi todos son así, tienen plata, les gusta ver el colectivo pintón, pero no entienden, y hay que explicarles todo.

No, lo que me molestaba entonces era otra cosa. Tal vez ese gesto de canchero del gordo cuando al final dijo que sí. Y cuando, medio distraído, y contando las monedas, me habló de un número 42 grande, dentro de un corazón, y de un San Cristóbal. Como si en ese momento le diera lo mismo colgar un almanaque, o el escudito de Boca. O como si así, medio con desgano, me diera a entender que me estaba haciendo un favor. O como demostrándome que para él la guita era lo de menos, y que se permitía tirarla, si le daba la gana, en pavaditas como la que yo le ofrecía. «Ningún apuro», me había dicho, para colmo, cuando me estaba por ir.

Pensé también para conformarme que, a lo mejor, todas esas eran ideas que yo me hacía. Y que el gordo no había dicho nada jodido después de todo. Y que eso del almanaque, y de que me estaba haciendo un favor, lo había estado carburando yo nomás, y por mi cuenta.

De todas maneras me saqué de la cabeza el asunto del gordo Ballivián, y me tiré por ahí, esperando que se hiciera la hora de encontrarme con el Viejo. De a ratos me levantaba, y le echaba una ojeada al trabajo.

Estaba lindo. La forma general representaba una corbata, pero grande: sesenta de alto, por veinte de ancho. En lo que vendría a ser el nudo, que quedaba acolchado y en relieve, tenía escrito: «Línea 107», en lentejuelas blancas sobre fondo celeste, que es el color de la línea. Alrededor de las lentejuelas, como unos rulos bordados en seda color borravino. Y por fuera de todo, es decir: sobre los bordes del nudo, una guardita hecha con lentejuelas verdes que, aunque parezca mentira, era el color que estaba pidiendo la guarda.

Más o menos en la mitad superior de lo que sería la parte suelta de la corbata, el número 42, bien claro, que al final lo hice nomás en lentejuelas azules, pero dentro de una especie de óvalo, y no de un corazón, como me había dicho el gordo Ballivián. Después, abajo, y no demasiado grande para que no me desequilibrara el conjunto, la estampita de seda de San Cristóbal con su colorcito tirando a rosa viejo, que ni que la hubiera pintado a propósito.

Y entre el San Cristóbal y el 42, o sea, un poquito más abajodelmedio, unagranmariposaenlentejuelastornasoles, verdes y azules. Como las alas eran bastante grandes y con salientes, como las de los galerones, medio abrazaban, como dije, por los costados al 42 y al San Cristóbal.

No me acuerdo si me los había pedido el gordo o no, pero los corazones de paño no se los puse. Lo que le puse en cambio fueron otras mariposas chicas que hacían juego con la grande del medio. Y todo alrededor, una guarda de triangulitos, como quien dice inspirados en el triángulo grande y acolchado que venía a ser el nudo. Alrededor de esa guarda, o sea, por fuera de la última hilera de lentejuelas, una tirita, de no más de medio centímetro, de terciopelo naranja. El color naranja se repetía después en otras tres partes. Una, era una especie de tajo o medialuna muy finita, que iba por dentro y en un solo costado del óvalo. Las otras eran dos mariposas chiquitas, una por abajo a la izquierda, y otra por arriba a la derecha. Flecos le puse nada más que en el borde de abajo, de color blanco y rosado, que era justo lo que pedía. Por atrás del nudo, y en la parte de arriba, le coloqué un ganchito para colgarla, y para que se pudiera agarrar de ahí sin manosearla.

Fue, me animaba a decirlo, una de las mejores cosas que hice desde que empecé con esto, ya van para siete años.

A pesar de que estaba tocando fondo, y de que contaba con esas lucas para pagar la pieza, no tenía demasiado apuro para llevársela al gordo Ballivián.
En cambio, unas ganas bárbaras de mostrársela al Viejo. De pronto pensé que se me iba a hacer muy largo esperar hasta la noche para encontrarlo en la fonda. Así que ahí nomás envolví la corbata, primero con un papel de seda, después con un papel madera arreglado como funda, la agarré con mucho cuidado por el ganchito, y me fui hasta la terminal de la 94.

En el café no estaba. En la oficina de la terminal, tampoco. Recorrí con la vista los tres o cuatro coches estacionados en la calle, hasta que lo vi. Ahí estaba el Viejo haciendo su trabajo, metido en uno de esos cachivaches que tiene la línea. Se me ocurrió darle una sorpresa, así que me acerqué, y medio me acomodé detrás de un árbol, cuidando que el paquete con la corbata no se me arrugara.

Me quedé quieto, y entonces me puse a mirarlo. Serio estaba el Viejo dándole a la regadera, al lampazo y a la escoba, como si estuviera ocupado en la cosa más importante del mundo. Amagué arrimarme al colectivo para caerle de golpe con el paquete, pero en ese momento se metió un tipo que debía ser el patrón del coche. Por lo que se vio, a buscar un diario olvidado en el asiento. Subió, y se puso a revolver por ahí. «Momentito», le gritó el Viejo con autoridad. Levantó la escoba, y por poco no lo saca carpiendo. Cuando el hombre se fue con su diario, cerró la puerta, puteando en voz baja, y se agachó para apretar el trapo en el balde. Me dije que era mejor esperar a que terminara. Colgué el paquete de un ojal para encender un cigarrillo, y me quedé por ahí. Ni falta hacía que me escondiera porque el Viejo no miraba más que su trapo y su colectivo. Me salía de la vaina por golpearle la ventanilla y mostrarle desde afuera el paquete, pero esperé. El Viejo pasó con furia el trapo por todo el piso. Varias veces estrujó el trapo en el balde, y siguió fregando. Recién cuando terminó de fregar, abrió la puerta, metió la escoba debajo de un asiento, bajó el balde con el trapo y el cepillo, y los acomodó en una especie de cajón con manija que sabe guardar el Viejo en la terminal. En ese momento me volví a meter detrás del árbol, por las dudas, y pude mirarlo más de cerca. Entonces lo que vi me pareció una cosa de locos. El Viejo revolvió adentro del cajón, y con mucha parsimonia, sacó de allí un frasquito. Creía que era desinfectante. Pero alcancé a verle la etiqueta. Agua de colonia Atkinsons, decía. Lo destapó, lo olió, echó un chorrito dentro de la regadera, le apretó la tapa, y siempre con mucho cuidado, lo volvió a guardar.

Pasó sin verme muy cerca de donde yo estaba, subió otra vez al colectivo, y le dio el último toque a su trabajo. Con mucha calma, balanceó la regadera a un lado y a otro para hacer llegar los chorritos a todos los rincones. Hasta la nariz me llegaba el fuerte perfume del agua de colonia. Gusto debería dar, me acuerdo que pensé, con el calor de esa noche, entrar en ese colectivo fresquito y perfumado como una mujer.

Bajó con cara de satisfecho el Viejo. «Listo», le gritó no sé a quién, y se fue a guardar la regadera en el cajón. Al pasar de nuevo junto al árbol fue cuando me vio. Echó una ojeada al paquete que tenía colgado de la mano, con los ojos brillantes como si estuviera maquinando una diablura, me dijo que lo esperara en el café de enfrente. «Guardo esto, y enseguida voy para allá», me dijo rápido y como en secreto.

Fui hasta el café, y me senté a esperarlo. Antes de que alcanzara a pedir algo, lo vi aparecer por la puerta del café, secándose la cara con un pañuelo. Me buscó con la vista, arrimó una silla, y pidió una vuelta de semillón. Después se apoyó en los codos, señaló con la cabeza el paquete que yo había colgado en el respaldo de una silla, y sonriendo me dijo: «Qué tal». Me encogí de hombros haciéndome el chiquito, y muy despacio, fui haciendo deslizar la funda hasta que la corbata quedó solamente envuelta en el papel de seda.

La volví a colgar en el respaldo, y más despacio todavía, casi como si la estuviera desnudando, le desdoblé primero un lado del papel de seda, y después el otro.

Y ahí quedó, brillando contra el fondo oscuro de la pared del café, moviéndose apenas por el ventilador del techo. Titilaba, y las lentejuelas se llenaban por momentos de luz. La vi hermosa y estrellada, azul y guiñadora como un cielo en verano.

El Viejo la miró largo con los ojitos entrecerrados. Encendió, sin convidar, un cigarrillo, y se apartó para verla de lejos.
Después se acercó con la cabeza un poco ladeada, estiró la mano, y amagó pasarle la punta de los dedos sobre el reborde de terciopelo naranja, pero al mirarse las manos mugrientas se contuvo. Dio una pitada larga a su cigarrillo, y me dijo en voz baja, como de confidencia: «Una belleza, Rengo». Y enseguida: «Vamos a festejar».

Le contesté que iríamos a festejar más tarde, una vez que le entregara el trabajo a Ballivián. No quería decírselo al Viejo, pero esperaba cobrar esos pesos para convidar yo. Quedamos en encontrarnos en la fonda.

Me fui para el recorrido de la 107, a ver si lo campeaba al 42 del gordo. Paré en Mosconi y Avenida San Martín, y empecé a preguntar a algunos colectiveros. Por lo que pude saber, tenía salida a las diez y treinta y cinco, de Núñez. Eso quería decir que faltaba una hora larga para que el colectivo 42 apareciese por allí. Era una hermosa noche de verano. Vi un bar, de casualidad encontré una mesa desocupada en la vereda, colgué el paquete en el respaldo de una silla, y me senté. De paso podía echarle una ojeada a los 107 que venían de Núñez. Llamé al mozo, y pedí un balón.

Estaba tranquilo. Un buen trabajo terminado, los pesos que, si Dios quería, me iría a hacer en cuanto lo encontrara al gordo, la cena dentro de un rato con el Viejo Tomás. Todo andaba bien esa noche, pensaba, como esa silla en la vereda, y los horarios del gordo, y la frescura de la cerveza.

El encuentro conel gordo Ballivián, misteriosamente me volvía a producir la misma sensación de disgusto. Pero no quería pensar en eso. Lo que quería más bien era mirar la calle, descansar, tomar tranquilo mi cerveza. Y sobre todo, entretenerme, pensar macanas, como se dice, viajar un poco con el mate, cosa que, de un tiempo a esta parte, se me ha hecho como un vicio.

Mientras miraba de tanto en tanto los colectivos, me puse a pensar en el Viejo Tomás. Pensé en lo que me había dicho esa noche, y pensé que para mí era importante que el Viejo lo hubiera dicho. Pensé en esa manera suya de apreciar un trabajo, y de dar a entender que lo aprecia, sin decir las huevadas que dicen algunos cuando quieren elogiar. Y no solamente de apreciar, me dije, de hacer juicio también. Y al decir hacer juicio me acordé de pronto de aquella vez, cuando, yo no sé por qué, las cosas no me habían querido salir. Y que entonces, en vez de demorarme en averiguar por qué no salían, o de esperar esa vocecita de adentro que con paciencia a veces lo aclara todo, por apuro, o por pereza, o vaya a saber por qué, me había puesto a macanear. Había agregado detalles de grupo, esas combinaciones facilongas que uno sabe que a los colectiveros les gustan. Espejitos, piedras de colores, fotos de Gardel, esas cosas. Me acordé entonces de la cara que había puesto el Viejo en cuanto las vio. Ni una palabra dijo, las miró de reojo apenas, y puso aquella cara de cambiar de conversación que me hizo sentir de golpe un chanta y un mentiroso. Creo que desde esa vez no volví a macanear nunca más. Pero esa noche el Viejo había dicho: «Una belleza, Rengo», y yo estaba contento. Porque dentro de un rato festejaríamos, y todo nos parecería bárbaro, y el Viejo, ya medio en pedo, se pondría a hablar de cuando pintaba los telones en un teatro, y de su maestro italiano, y de la fuerza libertaria de la belleza. Y a mí me vendría esa especie de paz, o de piyadura, pero que no ha de ser piyadura, porque aun en medio de la piyadura y del pedo, voy a estar sabiendo que al otro día voy a querer hacer algo como la gente y me puede salir un bodrio, y me voy a quedar las horas y las horas mirando los materiales sin saber qué hacer, y me voy a llamar inútil y pajero, y me voy a jurar que es la última vez en la vida que me meto a hacer esas pelotudeces.

Después me puse a pensar en cuando lo conocí al Viejo Tomás. Y como un recuerdo va trayendo al otro, en aquellos meses, que en aquel entonces me parecieron tan bravos, pero que ahora, mirados desde lejos, creo que no fueron para tanto. Quiero decir, los meses después del accidente, cuando ya antes de salir del hospital, empecé con estas cosas. Tanto como para ir tirando, y hasta que consiguiera algo fijo.

Y entonces, mientras masticaba manises y le miraba la espuma al segundo balón, me vino a la memoria aquella noche en que lo conocí al Viejo. Y me volví a ver recién salido del hospital, con aquellos adornos de goma para la palanca de cambio que yo me había largado a hacer por hacer algo. Me sonreí, y pensé que no eran tan fuleros después de todo, si se tenía en cuenta mi total falta de experiencia. Y me acordé de cómo los hacía. Cómo buscaba pedazos de cámara, negros o colorados, y los recortaba con tijeras y cortaplumas, y los pintaba, y los claveteaba con tachuelas de tapicero. Y me acordé, parece mentira, de cada una de las flores, y estrellas, y mariposas, y figuras de fantasía que hice en aquella época. Y me acordé también de la poca confianza que me tenía cuando las llevaba a los cafés donde paraban los colectiveros.

Pero me acordé sobre todo de la noche aquella. Y de aquellos dos trabajitos, y del tiempo que hacía que los llevaba en la mano sin poderlos ubicar. Y de la semana que me había pasado trabajando, estropeando material, y corrigiendo como loco, para que al final ni me los miraran. Y de lo pelotudo que me sentía de a ratos.

En eso pasó el 71 de la 107, y frenó en la esquina por el semáforo. Como lo tenía ahí, parado a unos veinte metros, me levanté, y me acerqué para confirmar la salida del gordo. Por el 71 me enteré que el gordo no salía a las y treinta y cinco sino a la hora, y que venía detrás del 58. Me volví a sentar, acomodé el paquete con la corbata, y pedí otra cerveza. Me sobraba tiempo, hacía mucho calor, y además quería seguir pensando en lo que estaba pensando.

En esta flor y esta estrella de goma recortada que ahoratengoenlamano.Hetardadomuchoenterminarlas. Seguramente demasiado. Pero me estoy empezando a dar cuenta de que este asunto es así. Hace un mes que me largué a hacer estos trabajos con pedazos de cámara y tachuelas. Nada más que por un tiempo, me dije, y para ganarme unos pesos. Pero pronto me ha empezado a pasar algo raro. Me metí a hacer estos adornos porque algo había que hacer, y porque, después de todo, era un trabajo como cualquier otro. Pero empecé a trabajar, y de buenas a primeras me olvidé para que los hacía. Y me calenté, y gasté tanto tiempo en terminarlos que al final creo que no compensa, o a lo mejor, salgo perdiendo plata. No tengo experiencia, claro, y estas cuestiones nuevas que se me van presentando me preocupan y me desconciertan. Me pregunto si a los que pintan cuadros, o hacen estatuas, o tocan el bandoneón en una orquesta les pasará lo mismo.

Hace dos días que ando con estos dos adornos de goma. Recorrí boliches, terminales de colectivos, casas de repuestos, y no los pude ubicar. Me empiezo a sentir bastante pelotudo. Me empiezo a preguntar si realmente vale la pena seguir perdiendo tiempo en esto.

Estoy en un boliche de Puente Saavedra. Me acerco a una mesa de tres colectiveros, y los muestro. Uno de los tres es un gallego medio bruto. Los mira, y después habla en voz alta con los dos que tiene enfrente. Dice que esas cosas no sirven para nada, y que seguramente han de molestar al hacer los cambios.

Me siento más pelotudo que nunca y no le contesto nada. Pienso que el gallego tal vez tenga razón, que esas cosas no sirven para nada, y que, en serio, tal vez molesten al hacer los cambios. Y que por lo tanto, todo el tiempo gastado, y la preocupación, y la calentura, y los trabajos empezados y tirados a la basura, y las modificaciones de último momento que me los retrasaron casi dos días, todo es lisa y llanamente una pelotudez, un entretenimiento de chiquilines, algo así como una puñeta, me digo.

Me viene como un cansancio, y como la pierna estrolada me duele algo todavía, en vez de irme me siento por ahí, en una mesa apartada, a tomar un café.

Veo junto al mostrador un viejo que mira con insistencia para mi lado. Lo conozco de vista. Hace unos meses changueaba en un mercado de avenida Maipú. Sé que ahora barre los coches en la terminal de la 68. Tal vez esté un poco en pedo. Sin dejar el apoyo del mostrador, dice fuerte, como hablándole al patrón, y señalando con la cabeza mis adornos: «Lindos, ¿no?» Se baja de un trago su ginebra, y dice más fuerte todavía, mirando para la mesa de los colectiveros: «Además no molestan un carajo», y «No hay como ser gallego para decir gansadas».

Deja el mostrador, medio tambaleando se viene hasta mi mesa, se sienta y me dice: «A verlos, Rengo. ¿Me los mostrás? ¿Qué vas a tomar?»

Un gesto, claro. Un gesto que yo, en medio del esgunfio, aprecio como una mano tendida, aunque, por supuesto, para nada creo en el interés que me demuestra el Viejo. Sin contestar nada, se los doy para que los mire. El Viejo se pone a revisarlos minuciosamente. Me da risa, pero empiezo a sospechar que tal vez no sea solamente el gesto. Chispeado o no, parece que al Viejo le interesan en serio esa flor y esa estrella que tiene en la mano. Las mira, las toca, las estira sobre la mesa, y me pregunta cómo las hago, cómo se me ocurren los dibujos, y qué pintura les pongo. Me dice también algo que en ese momento me parece un soberano disparate. Que «debe ser lindo trabajar en estas cosas».

Le contesto como puedo, pedimos una copa, y nos quedamos charlando. Al ratito nomás me doy cuenta, o me parece darme cuenta, que el Viejo es de los que entienden. Y siento que, sin hablar mucho, sin hacer mucho escombro, el Viejo a su manera olfatea lo otro, lo que no se dice, lo que no hay por qué decir: las noches en vela de puro caliente con algún detalle, los trabajos empezados y tirados con bronca a la basura, las tardes pasadas en la pieza como un pelotudo pensando si ponía dos o tres hileras de tachuelas, eso parecido a la piyadura, y que no es piyadura, en el momento de terminar un trabajo, y el esgunfio, y la chinche, y el convencimiento a veces de que uno es definitivamente un negado, y el otro convencimiento si no, el de estar perdiendo el tiempo de pajerías cuando pasan cosas como las que habían pasado hacía un rato.

Sé que nos vamos a seguir encontrando. Me pide que le muestre otras cosas, y me dice que me espera el sábado en la fonda. Me dice que se llama Tomás Alderete, y que cuando muchacho pintó los telones en un teatro. Me pregunta el nombre, pero igual me sigue llamando Rengo, tal vez cariñosamente. Antes de irme, me dice:

«Yo te voy a mostrar unos diarios a vos».

Estaba pensando en unas fotos de diario, muy manoseadas, donde aparecían algunos actores sobre un escenario que casi no se veía, cuando de pronto lo vi pasar al 58.

Como detrás de él venía el 42 del gordo, llamé al mozo, pagué, y con el paquete sobre el brazo, me fui caminando despacio hacia la parada. Antes de que terminara el cigarrillo lo vi aparecer por Campana. Lo conocí enseguida. Y ya me puse a pensar en la carrocería nuevita, con su hermoso tapizado color negro mate. Y ya vi la corbata colgada en su lugar, junto al volante. Y la vi resaltando, con las lentejuelas, y los flecos, y el reborde de terciopelo naranja sobre el negro del fondo. Y la vi rebrillando, y centelleando, y cambiando de color con el balanceo del colectivo. Convidando a los ojos a mirarla. Convidando a creer en las cosas, tal vez distintas, que a cada uno le diría.

Mientras pensaba en todo eso, y miraba embobado el colectivo, me distraje, y me olvidé de hacerle seña. Tal vez pensé que no hacía falta, que al verme allí, junto al poste, el gordo me iba a conocer y me iba a parar. En cambio no me vio, o no me conoció, porque pasó al ladito mío, y siguió de largo. Tuve que chiflar fuerte dos veces, y después, pegar un grito llamándolo por su nombre para que el hombre finalmente frenara, bastante más allá de donde yo estaba. Trotando como pude lo alcancé, y subí. Pensé que lo único que faltaba era que me cobrara el boleto. Pero no, al subir le dije: «Que tal, Ballivián», pensó un poco y se acordó. «Ah sí, el chirimbolo aquel, me había olvidado», dijo. Todavía resoplando por el trote, eché una ojeada a la tapicería, y le dije: «Va a quedar lindo». No me contestó nada, frunció los labios y se puso a revisar las planillas. Me estaba por ubicar en el estribo del lado de la puerta cerrada, pero no sé por qué, preferí sentarme en el primer asiento. Esperé. Al doblar por Del Carril, levantó apenas la vista hasta el espejo, y me dijo: «¿Te lo había encargado, no?» «Y, sí», le dije, «cuando hablamos del tapizado. Fue el lunes de la otra semana».

«Ah, sí, claro», dijo. Frenó para que subiera un pasajero. Después arrancó, cobró el boleto, y se quedó como escuchando algo antes de dar el vuelto.

«¿Oíste el diferencial?», me dijo, «veinte días que lo saqué del taller. Doscientos mil pesos. Oí como está».

«Zumba un poco», dije, por decir algo.

«Otros doscientos mil la semana que viene. Es una barbaridad».

«Es una barbaridad, de veras», le dije.

Por un rato no hablamos más. Seguí mirando el tapizado, calculando el sitio justo donde poner la corbata. Se me habían ido las ganas de abrir el paquete.

«¿Lo trajiste?», me dijo de pronto.

«¿Cómo?», le contesté, porque estaba en otra cosa. «El chirimbolo, el adorno, digo si lo terminaste», me dijo. Le señalé el paquete, y le dije que ahí lo tenía. «Bueno», me dijo, y se puso a acomodar sin apuro las monedas y los billetes.

Otro rato sin decir nada. Estábamos ya por Mariano Acosta, o sea cerca de la otra terminal, cuando sin mirar por el espejo, se echó hacia atrás y me dijo: «Te lo voy a pagar. Yo soy un tipo de palabra, sabés. ¿Cuánto me dijiste que me cobrabas?»

Se lo dije.

«Está bien. Escuchá el diferencial. Qué cosa bárbara. En la terminal arreglamos. Después te traigo si querés. Todavía tengo otro viaje».

En la terminal arreglamos. Bajaron los pocos pasajeros que quedaban, bajó Ballivián, me dijo que iba hasta el control, y que enseguida volvía. Lo esperé. Llegó a los pocos minutos hablando a los gritos con alguien de adentro de la oficina. Traía la billetera en la mano.

Todavía riéndose, se acomodó frente al volante, contó los billetes, y por encima del hombro, me los alcanzó. «Ponélo aquí arriba», me dijo, «mañana o pasado lo hago colocar».

No aguanté más, y le dije: «¿Pero no lo querés ver primero?»

«Sí, sí, después. Ahora ya salgo. Ponélo ahí nomás», me dijo.

«Tengo que poner eso. Tengo que poner el cartelito con las tarifas nuevas, que todavía ni tuve tiempo. Y tengo que poner la propaganda del negocio de mi cuñado. Me la trajo a casa y no sé dónde la voy a meter. Un despelote».

Le dije: «Mirá Ballivián, yo bajo. Tengo que hacer por aquí. Chau, otro día me decís qué te pareció».

Y me bajé. Me fui caminando por Balvastro, doblé por Pedernera, hice un par de cuadras, y volví por Santander.

Tal vez puteaba por dentro. Tal vez me dije que por algo sentía ese disgusto cuando pensaba en el gordo. Tal vez me enchinché conmigo, y me pegué un levante, y me pregunté por qué carajo andaba amargado. Había terminado un trabajo, lo había entregado, lo había cobrado en el momento, y ahora tenía la guita fresca allí, en el bolsillo.

Me acuerdo de que en algún momento hable solo, como un piantado, y dije: «Como si fuera un repuesto. Che Rengo, dame unos aros de cilindro de tal medida.

Mañana o pasado los hago colocar». Cosas así.

Después dije: «Pero no, ni siquiera un repuesto. Un repuesto se necesita. Se lo va a comprar. En cambio este. Yo soy un tipo de palabra. A mí no me importa lo que vos hiciste. Si ni siquiera me acordaba. Yo te pago porque soy así. Porque tengo guita, y no soy pijotero. Oí el diferencial, como para chirimbolos está el asunto.

¿Cuánto dijiste que me ibas a cobrar? Aquí tenés la plata.

«¿Qué más querés?»

Cuando volvía a la parada, sé que me la estaba agarrando con el cartelito de las tarifas y con la propaganda del cuñado, que seguramente tenía que ser de una pizzería. Y entonces veía una pizza enorme, pintada de colorado, y blanco, y amarillo, y verde, con aceitunas, y muzzarella, y anchoas, y tomates, y rodajitas de cebolla, ocupando todo el techo del colectivo. Y detrás de la pizza, asomando apenas detrás de una aceituna, un pedacito de terciopelo naranja, y cuatro o cinco lentejuelas.

Eran cerca de las doce cuando llegué a la fonda. En la mesa de siempre estaba el Viejo, mirando la televisión. Se había puesto una camisa recién planchada, y se había hecho lustrar los zapatos. Pensé que ya había comido porque tenía una botella sobre la mesa, y ya estaba un poco chispeado. Pero no, me dijo que me estaba esperando. Así que me senté. Pedimos algo para picar, y otra botella.

Le empecé a contar algo de lo que había pasado con el gordo Ballivián, pero de pronto, frente al Viejo, me parecieron pavadas, y me callé.

Seguimos chupando, y mirando de a ratos la televisión. Cuando en la fonda empezaron a levantar las sillas, nos metimos en un bar.

Nos agarramos tal peludo esa noche, que yo canté, y el Viejo dijo un verso, y después nos pusimos a pulsear, y le pagamos la vuelta a todos los que estaban mirando.

Cuando salimos del bar le dije al Viejo que largaba, que no iba a trabajar más en esas cosas. El Viejo se me plantó de frente, levantó el dedo como para decir una frase importante. Pero como con la mamúa no le salió, o se la olvidó, me agarró fuerte el brazo y me dijo que no fuera pelotudo. Seguimos caminando abrazados, y nos
metimos en otro bar.

(De: Siete cuentos, compilado por Facundo Báñez; Omar Giménez; Soledad Franco, La Comuna Ediciones, La Plata, 2019)