El adiós
Imagen: Evita emite su voto desde la cama del Policlínico donde estaba internada, el 11 de noviembre de 1951, cuando las mujeres votaron por primera vez en la Argentina para la elección presidencial del período 1952-1958.
[Es difícil imaginar una personalidad argentina del siglo XX que genere más controversias y pasiones que Eva Perón. Amada y odiada con la misma intensidad mientras estuvo en el poder, mitificada y repudiada desde su muerte en 1952, Evita se ha convertido en un icono político y social. Su figura ha sido reivindicada por sectores políticos en apariencia inconciliables, y sin ella, ni el peronismo ni el antiperonismo habrían sido lo que fueron (y lo que son). Al mismo tiempo, este lugar central dentro de la historia argentina de la segunda mitad del siglo XX parece haber sido la causa de un largo rosario de malos entendidos, omisiones, investigaciones falaces, y a veces lisa y llanamente mentiras orquestadas, por dedicación o como fruto de una ignorancia militante. Es decir, adoradores y detractores han conspirado para urdir un mito extremo, donde la verdad histórica pocas veces aparece. Esta ejemplar biografía de Marysa Navarro desteje esta trama (hecha de fanatismos, ligerezas y malicia) y repone a Eva Perón en su tiempo y en su dimensión política, social y personal. No hay aquí una mirada complaciente ni prejuiciosa, sino algo mucho menos usual: un extraordinario trabajo de investigación, un espíritu crítico de comienzo a fin y una escritura limpia, precisa, que no cede a los facilismos. La suma de todo eso da por resultado una obra insoslayable, la más aguda y seria que se haya escrito sobre Evita. Marysa Navarro nació en Pamplona, Navarra, España. Es doctora en Historia y actualmente da clases de Historia Latinoamericana en el Dartmouth College, de Estados Unidos. Ha publicado ensayos en revistas académicas de todo el mundo, y se ha especializado en Historia Argentina y en Historia de los Movimientos Sociales de América Latina, especialmente en movimientos de mujeres y en movimientos feministas.]
La enfermedad y la muerte de Evita
Por Marysa Navarro
Capítulo del libro biográfico «Evita».
A partir de octubre de 1951 y hasta su muerte, ocurrida el 26 de julio de 1952, Evita pronunció un solo discurso desde el balcón de la Casa de Gobierno y ya no volvió más a sus tareas del Ministerio de Trabajo y Previsión. Pasó esos largos meses prácticamente recluida en la residencia presidencial, saliendo ocasionalmente, pues le hacían frecuentes transfusiones de sangre y le habían ordenado reposo absoluto.
Ni siquiera pudo levantarse de la cama para asistir al acto con que Perón inauguró oficialmente su campaña electoral. El peronismo se presentó a las elecciones con la misma fórmula del año 1946, pues antes de que la renuncia de Evita alimentara las ilusiones de otros candidatos, Perón les cortó por lo seco al inclinarse de nuevo por Quijano. Por si quedaba alguna duda, con esta decisión confirmó la irremediable caída en desgracia de Mercante. Su defenestración fue de tal envergadura que en 1953 se lo expulsó del Partido Peronista «por inconducta partidaria y deslealtad».
Totalmente eclipsado por Evita, hacía tiempo que Quijano había convertido la presidencia del Senado en su verdadera función. Era el «vicepresidente perfecto», que se limitaba a participar de los actos oficiales como si se tratara de un sueño largamente acariciado. Vestido sepulcralmente de negro en invierno y con un palm-beach en verano, el cuello palomita, los gruesos bigotes campesinos, las solapas nevadas de caspa, fijaban una inconfundible presencia que Evita solía saludar con ingeniosas salidas: «¿Cómo le va Mar Caspio?». Había sufrido varias operaciones y estaba muy enfermo cuando accedió a integrar la fórmula peronista ante la insistencia de Perón. Murió el 3 de abril de 1952, antes de asumir sus funciones de vicepresidente por segunda vez.
En esta instancia, la oposición permaneció dividida. La Unión Cívica Radical era el único partido que representaba una amenaza potencial aunque no un peligro real para el peronismo. Sus candidatos a la presidencia y vicepresidencia respectivamente, Ricardo Balbín y Arturo Frondizi, reunían grandes concentraciones tanto en la Capital Federal como en el interior, y la campaña se realizó de nuevo en un clima de violencia. Los actos de la UCR fueron interrumpidos por la policía, se produjeron incidentes con numerosos heridos y en algunos casos terminaron en verdaderas batallas campales .
Postrada en su lecho, Evita sufría por no poder estar «en la trinchera» junto a Perón. Era la primera vez que la mujer iba a votar y quería que el Partido Peronista Femenino cumpliera con el cometido que le había trazado desde el primer momento: reelegir a Perón y por un margen mayor que el obtenido en 1946. El discurso que pronunció por radio en ocasión de la inauguración de la Ciudad Estudiantil, a la cual no pudo asistir, revela que su principal preocupación en esos días era el resultado de las elecciones, a pesar de que sus palabras dejan traslucir una enorme fatiga, melancolía y nostalgia. El triunfo de Perón el 11 de noviembre, recordó a los descamisados, significaría «la victoria del pueblo, la victoria definitiva de los trabajadores, la primera victoria de la Patria sobre sus enemigos de dentro y de fuera; sobre los que la vendieron una vez y quieren venderla nuevamente» . Confirmando el sentido político que tenía la Fundación, declaró inaugurados en esa fecha cuatro hogares de ancianos, ocho hogares-escuela, una clínica de enfermos pulmonares y once policlínicos. Además «entregó al pueblo» ciento cincuenta escuelas y doscientas proveedurías. El 29 de octubre pronunció otro discurso por radio dirigido a las mujeres peronistas y el 1 de noviembre Democracia publicó un artículo suyo titulado «El destino de la Patria se define el 11 de noviembre».
Mientras tanto, su salud empeoraba visiblemente. Cuando le mencionaban la posibilidad de una operación, se ponía furiosa y reaccionaba gritando: «A mí no me opera nadie, ni locos me van a operar» . Sin embargo, como el tratamiento de radium no la mejoraba y continuaban los dolores, accedió finalmente a ser operada. Él 3 de noviembre fue internada en el Policlínico Presidente Perón, uno de los tres hospitales gemelos construidos por la Fundación en Avellaneda, y tres días más tarde fue operada. Estuvo a cargo de la intervención el doctor George T. Pack, famoso cirujano norteamericano, aunque oficialmente lo hizo el Dr. Ricardo Finochietto. Como Evita nunca permitió que le hicieran un examen ginecológico sino bajo anestesia, éste no tuvo oportunidad de examinarla hasta que le dieron una anestesia general. Participaron en la operación los doctores Finochietto, Dionisi, Horacio Monaco y Roberto Goyenechea, que fue el anestesista. María Antonia Osorio fue la instrumentista.
Al saberse que Evita estaba internada, la calle frente al hospital se llenó de gente que se puso a rezar, en una vigilia permanente que no cesó durante los días que duró su internación, mientras en las iglesias aumentaban las misas que por ella se decían en todo el país.

El 9 de noviembre, fecha en que se cerraba la campaña electoral, las emisoras propalaron un discurso que ella había grabado antes de ser internada. No votar por Perón es «traicionar al país», dijo con su voz inconfundible, mientras yacía en el hospital reponiéndose de la operación. «Si pido a los argentinos que voten por Perón no lo hago como mujer del general sino como abanderada del pueblo, como Evita, como personera plenipotenciaria de los trabajadores» . El pueblo debía votar a Perón porque en 1951 se planteaba la misma disyuntiva que en 1946 y la respuesta no podía ser otra que la que había dado en aquella oportunidad. Aunque enferma, el 11 de noviembre estará con todos los descamisados siguiéndolos «como una sombra, repitiéndoles en los oídos y en la conciencia el nombre de Perón hasta que depositen en la urna su voto como un mensaje de cariño, de fe y de lealtad hacia el Líder del pueblo. Cuando cada uno de ustedes deposite su voto, quiero que piense y que sepa que yo estaré espiritualmente a su lado para darle las gracias en nombre de Perón…» . Ese mismo día, satisfaciendo una solicitud de Evita, la Junta Electoral decidió permitir que votara desde su cuarto de hospital por considerar que el voto femenino se debía a sus esfuerzos. La medida fue adoptada a pesar de la oposición de los apoderados radicales y socialistas. El Partido Comunista votó a favor, pidiendo que se extendiera también a Rodolfo Ghioldi, que estaba enfermo en Rosario, lo cual se hizo.
La decisión de la Junta Electoral hizo posible que Evita votara por primera y única vez en su vida el 11 de noviembre de 1951. La presidenta de mesa, dos fiscales y dos agentes de policía le trajeron las diferentes boletas que dejaron sobre su cama y salieron —la boleta del Partido Peronista tenía la efigie de Perón de un lado y la de Evita del otro—. Al momento, los fiscales volvieron a entrar con la urna y Evita depositó su voto. «Ya voté», anunció con una sonrisa cuando la puerta se abrió de nuevo para dejar entrar a Perón, y se puso a llorar. Uno de los fiscales, el escritor David Viñas, recuerda el contraste entre lo que acontecía adentro y afuera del policlínico. «Asqueado por la adulonería que encontré en torno a Eva Perón, me conmovió la imagen de las mujeres que afuera, de rodillas, rezando en la vereda, tocaban la urna que tenía el voto de Eva y la besaban. Una escena alucinante, digna de Tolstoy» .

La operación, oficialmente todo un éxito, no pudo detener sin embargo el cáncer que tanto la hacía sufrir. El 14 de noviembre, Evita abandonó el policlínico acompañada por una caravana de colectivos y ómnibus que la llevaron hasta la residencia presidencial, donde la gente también se había amontonado esperando su retorno. Ese mismo día, después de descansar durante unas horas, recibió a la comisión directa de la CGT.
En la residencia, le habían preparado un cuarto alejado del dormitorio de Perón, para no molestarlo. Acostada en su cama Luis XV, en su habitación tapizada de brocado rosa con dos amplios ventanales, habría musitado: «¡Pensar que me tenía que morir para que me arreglaran una habitación como la gente!». Tres enfermeras de la Fundación, Pilar Madirolas y las hermanas Rita y María Eugenia Álvarez comenzaron a turnarse de nuevo para cuidarla día y noche, como lo habían hecho desde el 28 de setiembre.
Como era de esperar, Perón ganó por un margen mayor que en las elecciones de 1946. El resultado final arrojó 4.608.951 votos para el peronismo, de los cuales 2.441.558 eran femeninos, y 2.326.563 para el radicalismo. El 16, el acto organizado por la CGT para festejar el resultado de las elecciones terminó con una enorme procesión de antorchas que encaminó sus pasos hacia la residencia presidencial para prestar homenaje a Evita.
El domingo 2 de diciembre, como hacía unos días que se sentía más aliviada y era una tarde tibia de sol, salió a dar una vuelta en coche con Perón. Insistió además en grabar un discurso que fue irradiado el 7 de diciembre para agradecer al pueblo el haber votado la fórmula peronista el 11 de noviembre, como si se sintiera responsable por su triunfo y éste se debiera principalmente a su pedido. Su deuda con los descamisados ya no tenía medida, les dijo, tanto por el 17 de octubre, como por el 22 de agosto, el 28 de setiembre y ahora el 11 de noviembre. Sabía que podía morir tranquila pues Perón estaría bien guardado ya que «cada peronista ha tomado como suyo mi propio trabajo de eterna vigía de la Revolución» . Reiteró su impaciencia por volver a la lucha para que la causa justicialista «se consolide en esta tierra nuestra tan querida y señale para todos los pueblos y para todos los tiempos el maravilloso comienzo de una edad nueva de la historia del mundo: la edad definitiva de los pueblos… La edad en que los hombres no sean conducidos por unos mercaderes del hambre y de la guerra… La edad en que los pueblos tomarán las riendas de sus propios destinos, dispuestos a vivir en paz a la sombra de la verdadera justicia y de la verdadera libertad» .
Pudo salir también otro domingo y las Navidades la encontraron con fuerzas suficientes para grabar un mensaje, como lo hacía desde 1946, distribuir juguetes a un grupo de niños en la residencia presidencial y pasear un rato con ellos por los jardines. Ese año, la Fundación repartió 2.000.000 de panes dulces, 2.000.000 de botellas de sidra y 4.000.000 de juguetes. El 4 de enero, asistió a la ceremonia en la cual la CGT entregó al doctor Finochietto una moneda de oro «por la intervención que realizó para la curación de la más grande de las mujeres de nuestra época y de la historia: Eva Perón» .
En cambio el 2 de febrero no pudo presenciar la iniciación de la rueda final del campeonato infantil «Evita». Es que habían vuelto a aparecer las punzadas y una biopsia reveló que el mal no había sido extirpado de raíz. Era un verano caluroso. Cuando sentía dolores intensos y sus fuerzas se debilitaban, Evita permanecía acostada, vestida con sus pijamas a lunares, su perra Canela acurrucada a los pies de su cama. Si se sentía mejor, buscaba retomar los hilos de su vida normal. Alcaraz venía entonces a peinarla, aunque ahora casi siempre usaba el pelo atado en dos trenzas infantiles o en una gruesa que le caía sobre la espalda. Sarita le arreglaba las manos, cada vez más descarnadas. Charlaba con sus enfermeras, a veces hasta soñaba con un posible viaje a Medio Oriente y discutía con Renzi lo que él hacía para proseguir la ayuda social directa. Bajaba al gran hall de la residencia donde proyectaban películas —la última que vio fue Cyrano de Bergerac, e infaltablemente requería la presencia de «Espejito» como llamaba al secretario de la central obrera, del gallego Santín, etc.— Sus médicos, los doctores Finochietto, Jorge Albertelli, Jorge Taiana y Alberto Taquini, le prohibían recibir demasiadas visitas, pero su voluntad aún podía más y ella hacía venir a las personas que quería ver cuando Perón estaba en Casa de Gobierno para que no se enojara con ella. «En una oportunidad en que la reprendí muy severamente», cuenta Perón, «me respondió: Sé que estoy muy enferma y sé también que no me salvaré. Pero pienso que hay cosas más importantes que la propia vida y si no las realizase me parecería no dar cumplimiento a mi destino» .
Tenía que oír los discursos de las mujeres que iban a ingresar por primera vez en el Parlamento, hacerles recomendaciones, saber cómo seguían la Escuela Infantil y la Ciudad Estudiantil sin su presencia, ver que los pedidos de ayuda fueran satisfechos, y no podía cortar repentinamente sus lazos con Espejo, Soto y demás gremialistas pues necesitaba de ellos para sentirse con vida y pensar que algún día quizás volvería a sus entrevistas con delegaciones sindicales en el Ministerio de Trabajo y a las alegres sobremesas del Hogar de la Empleada. Cuando Perón tomó la costumbre de quedarse en casa por las tardes para hacerle compañía, entonces hacía venir a sus amigos por la noche. Después de las 9, cuando él ya estaba acostado, comenzaban a subir de uno a uno, en punta de pie «para que el general no se despertara».
No es que estuviera sola, ni mucho menos. Además de Perón y de Irma, allí estaban doña Juana y sus tres hermanas, que se turnaban para cuidarla; también Juancito le hacía compañía, pues salía mucho menos desde que ella había caído enferma; Nicolini no dejaba pasar un día sin venir a verla y Renzi no parecía dormir en su casa pues a cualquier hora estaba dispuesto a hacer lo que le pidiera. Había siempre mucha gente a su alrededor, pues ministros y legisladores pasaban por la residencia por lo menos una vez al día, pero tener a «los muchachos» a su lado era mantenerse en contacto con sus tareas del Ministerio de Trabajo y saborear un poco de esa vida agitada que tanto había disfrutado.
El 5 de marzo pudo estar presente en la clausura del campeonato infantil en la cancha de River Píate. El 28 de ese mes asistió a su último acto gremial en el Teatro Enrique Santos Discépolo: el cierre del Congreso de Trabajadores Rurales, donde habló del Plan Agrario que patrocinaba la Fundación. Y el 3 de abril se levantó para ir al velorio de Hortensio J. Quijano.
En esa época, la residencia pasó a ser visita obligatoria para todo dignatario o personalidad que llegara al país, como antes lo había sido el Ministerio de Trabajo. El 7 de febrero, Evita recibió al boxeador francés George Carpentier y el 24 de abril por la mañana al general Pedro Aurelio de Goes Monteiro, jefe del Estado Mayor brasileño que vino con el teniente coronel Ernesto Geisel, también del Estado Mayor. Los acompañaban, entre otros, el embajador brasileño en Buenos Aires, Juan Baptista Luzardo, y el capitán de navío Isaac F. Rojas. Goes Monteiro le anunció la decisión del gobierno brasileño de condecorarla con la Orden del Cruzeiro do Sul en el grado de Gran Cruz. Evita lo recibió vestida con unos pantalones que caían sin forma sobre su cuerpo emaciado, el pelo recogido en dos trencitas atadas con lazos. Unos días antes, sin embargo, el 17 de abril, se había ataviado como en sus mejores tiempos, con un escotado vestido de terciopelo color vino, su magnífico collar de perlas y un enorme sombrero de plumas y se había presentado resplandeciente en la Casa Rosada para recibir la Orden de los Omeyades que le concedió el gobierno sirio por intermedio de su embajador plenipotenciario, Ziki Djaba. El día anterior había ido junto con Perón por un momento al Ministerio de Trabajo. Era un miércoles, día en que Perón debía mantener su reunión semanal con el secretario de la CGT en la Casa Rosada. El recinto estaba colmado de dirigentes sindicales. Muy emocionada, Evita anunció que a partir de aquella fecha Perón se reuniría semanalmente con los gremialistas en ese mismo lugar, en vez de hacerlo en la Casa de Gobierno.
Ante el asombro de sus médicos, el 1 de mayo recuperó por unas horas la energía y el fuego que ya se escapaban indefectiblemente de su cuerpo y dirigió la palabra a los descamisados por última vez. Dejó de lado el tono mesiánico de sus discursos electorales y con fuerza inusitada afirmó en cambio la realidad del «pueblo humilde de la Patria, que aquí y en todo el país está de pie y lo seguirá a Perón, el líder del pueblo, porque ha levantado la bandera de la redención y de justicia de la masa trabajadora». Hablando en nombre del pueblo, proclamó que éste lo seguiría «contra la oposición de los traidores de adentro y de afuera», y esta vez fue más lejos que nunca en sus amenazas: «Si es preciso haremos justicia con nuestras propias manos. Yo le pido a Dios no permita a esos insensatos levantar la mano contra Perón, porque ¡guay de ese día!, mi General, yo saldré con el pueblo trabajador, yo saldré con las mujeres del pueblo, yo saldré con los descamisados de la Patria para no dejar en pie ningún ladrillo que no sea peronista; porque nosotros no nos vamos a dejar aplastar más por la bota oligárquica y traidora de los vendepatrias que han explotado a la clase trabajadora». Como si supiera que ésta sería la última vez que hablaría mano a mano con los descamisados, les dijo que quería «darles un mensaje: que estén alertas. El enemigo acecha, no perdona jamás que un argentino, que un hombre de bien, el General Perón, esté trabajando por el bienestar de su pueblo y la grandeza de la Patria. Los vendepatrias de adentro, que se venden por cuatro monedas, están también en acecho para dar el golpe en cualquier momento» .
Cuando finalizó, la vida parecía haber abandonado su cuerpo. Pálida y ojerosa, abandonó el balcón sostenida por Perón. «En la sala detrás de las ventanas, a través de las cuales llegaba todavía la voz de la multitud que la llamaba», recuerda Perón, «se oía solamente mi respiración; la de Eva era imperceptible y fatigada. Entre mis brazos no había más que una muerta» .
Para el 7 de mayo, fecha de su cumpleaños, ya se había repuesto lo suficiente como para posar con su sonrisa triste en numerosas fotografías. La residencia presidencial se llenó de flores que mandaron sindicatos, autoridades partidarias, legisladores, etc. Afuera, caravanas de coches corrieron la Avenida del Libertador y la banda de policía festejó el acontecimiento con un concierto. Era tanta la gente que se congregó frente a la residencia que Evita tuvo que salir al balcón para saludar. Al día siguiente, fue por última vez al Hogar de la Empleada para asistir al casamiento de Emma Nicolini. Aunque solamente se quedó un momento, su gesto servía para testimoniar el afecto que sentía por ella y sobre todo por su padre.
Pesaba treinta y ocho kilos, pero empecinada hasta el fin, todos los días buscaba en la balanza la señal de que se iniciaba su mejoría. Desalentada, exclamaba: «¡Pensar los sacrificios que hice para adelgazar y ahora, mirá!». Hasta los últimos días, Renzi le daba vuelta a la tuerca que indicaba el registro de la balanza para engañarla. «A veces se me iba la mano y ella estallaba de alegría porque creía que había aumentado de peso.» Ya no le hacían más radioterapias en su antiguo dormitorio. Tenía el cuerpo lacerado y para que estuviera más cómoda, ahora yacía en una cama ortopédica, como esas que compraba para sus policlínicos. «Aquellos días de pausa fueron el infierno para Evita», recuerda Perón. «Estaba reducida sólo a piel, a través de la cual se percibía ya el blancor de los huesos. Sólo los ojos parecían vivos y elocuentes. Se posaban sobre las cosas, interrogaban a todos: a veces estaban serenos, a veces parecían desesperados.» Se despedía poco a poco de sus amigos, regalándoles objetos que le pertenecían, o comprándoles pulseras, medallas, etc. Todos a su alrededor buscaban hacerle olvidar esos agudos dolores que la traspasaban. Se mostraban optimistas y alegres, pero el único que conseguía borrar la tristeza y el dolor de sus ojos, hacerla reír todavía alguna vez, era Nicolini.
El 28 de mayo, haciendo un esfuerzo, recibió a los gobernadores y legisladores electos. Les pidió que fueran «fanáticos peronistas. Tenemos que olvidarnos un poco de los que nos hablan de prudencia y ser fanáticos. Los que proclaman la dulzura y el amor se olvidan que Cristo dijo: ‘He venido a hacer fuego a la tierra porque quiero que arda más’. Él nos da el ejemplo de fanatismo y por eso debemos ser fanáticos con Perón hasta la muerte». Antes de finalizar, les pidió que se mantuvieran unidos y recomendó una vez más que no se olvidaran de los descamisados, «porque son los más cercanos a nuestros corazones de peronistas» .
El 4 de junio, Perón debía asumir el mando por segunda vez. Ese día, recuerda Apold, entonces subsecretario de Informaciones de la Presidencia, «llegué a la residencia a las 10 de la mañana, para entregarle [a Evita] un ejemplar de Argentina en marcha, un libro que la Subsecretaría acababa de editar y que reflejaba la obra del peronismo. Cuando pasé por el dormitorio de Perón, noté que tenía la puerta abierta y entré. El general conversaba animadamente con doña Juana. Estaban preocupados porque la enferma se empeñaba en ir al acto».
«El general me sugirió que le dijera a Eva que afuera hacía mucho frío. La señora vestía un pijama celeste. Hojeó el libro con atención. Al ver una gran fotografía suya, las lágrimas le brotaron.»
—…Lo que llegué a ser y miren cómo estoy ahora —se quejó.
«Para cambiar de tema, le comenté que en la calle hacía un frío tremendo. Ella se enojó mucho y me recriminó:
—Eso es una orden del general, pero yo voy igual. La única manera de que me quede en esta cama es estando muerta.
Y se salió con la suya. «Le dieron tres dosis de calmante y luego, en la Casa Rosada, otras dos más» .
Había prometido que se sentaría durante el recorrido que haría con Perón en un coche abierto. Pero no lo hizo, se obstinó en ir de pie, arrebujada en un abrigo de piel. Y mientras levantaba con dificultad su brazo derecho para saludar a la multitud por última vez, sonreía levemente, saboreando el triunfo de Perón, que era también el suyo.
Durante esos meses en que Evita se debatió entre la vida y la muerte en medio de intensos dolores, una extraña atmósfera invadió Buenos Aires. Por un lado, los círculos antiperonistas anunciaban periódicamente su muerte descreyendo los frecuentes boletines médicos que daban cuenta del estado de su salud. Se tejían rumores fantásticos sobre la inusitada naturaleza de su enfermedad, los olores nauseabundos que despedía su cuerpo y la supuesta actitud de Perón, que no entraba en su cuarto y cuando lo hacía se cubría la cara por miedo a contagiarse . La presencia de Evita en el balcón de la Casa Rosada el 1 de mayo y en las ceremonias del 4 de junio, era interpretada como un acto desesperado por parte de un dictador cuyo fin estaba ya próximo pues su popularidad había declinado y la única que mantenía el fervor del pueblo era Evita.
Por otro lado, en las iglesias de la Capital y el resto del país, las misas, plegarias y procesiones por el restablecimiento de Evita se sucedían ininterrumpidamente, como no cesaban tampoco los homenajes y actos en los que se exaltaba su figura, para la cual ya no existían superlativos.
Desde la aparición de La razón de mi vida, un artículo detrás de otro alababa su valor literario, su significado, la profundidad de los sentimientos allí expresados, etc. «¿Qué otra voz en el mundo ha despertado igual resonancia en el alma del ser humano?», preguntaba Democracia. «Únicamente la voz de Jesús» . Se anunciaban en ediciones en varias lenguas, hasta en Braille. Una unidad básica levantó un altar al libro y el 25 de junio fue declarado texto oficial para los cursos de educación cívica en la provincia de Buenos Aires, entonces gobernada por Aloé. El 17 de julio, el Congreso aprobó una ley que lo establecía como texto obligatorio en todos los institutos de enseñanza del Estado. Como había dificultades para publicarlo en los Estados Unidos, el 4 de julio, la CGT organizó un acto de desagravio a Evita y de «glorificación» en el Luna Park. Entre críticas al imperialismo, fue ensalzada por sus virtudes y su espíritu de sacrificio. En su discurso, Espejo dijo que así como «Augusto, primer emperador romano, erigió un culto religioso a la memoria de César, convirtiéndolo en Dios», en la Argentina, «la Patria entera realiza la apoteosis de su heroína» .
Pero esto no bastaba. Se descubrían bustos suyos en edificios públicos; la ciudad de Quilmes cambió su nombre por Eva Perón (como lo haría también más tarde la capital de la provincia de Buenos Aires, La Plata); en Lomas de Zamora se erigió un monumento en su honor; las sesiones de las cámaras legislativas fueron denominadas «Período Legislativo Eva Perón». El 7 de mayo, como resultado de un proyecto de ley presentado por Cámpora, siempre presidente de la Cámara de Diputados, el Congreso declaró a Perón «Libertador de la República» y a Evita, Jefa Espiritual de la Nación. Su acción y su obra «la han colocado, a justo título, en el orden espiritual, como partícipe de las tareas del jefe del Estado, por lo que merece el título de Jefa Espiritual de la Nación» . Al comenzar el debate, que no fue tal, sino más bien una competencia de ditirambos, Delia Degliuomini de Parodi pronunció un discurso en nombre de todas las mujeres peronistas, para dejar sentada «nuestra eterna gratitud a Eva Perón (aplausos prolongados), que supo darnos el lugar que merecía nuestra dignidad de mujeres en la nueva Argentina justa, libre y soberana de Perón». Finalizó sus palabras con la predicción de que las generaciones venideras nos envidiarán el haber vivido con Evita sus horas y sus días y la historia también dirá que esta bancada peronista se puso de pie para llevar hasta el cielo sus palabras de bendición a la mujer más extraordinaria de todas las épocas, Eva Perón» . El 16 de junio, Cámpora presentó otro proyecto de ley para que Evita recibiera el collar de la Orden del Libertador General San Martín, una magnífica joya que le fue concedida dos días más tarde.
Todos estos debates dieron oportunidad a que los legisladores peronistas se lanzaran en una carrera desenfrenada de panegíricos que llegó a su punto máximo durante las discusiones sobre el monumento a Eva Perón.
Desde el año 1946, el gobierno había proyectado erigir un monumento al descamisado pero nunca había sido concretado. Evita reavivó los planes en 1951 y encargó al escultor italiano León Tomassi el cometido de presentarle una maqueta que ella vio en el mes de diciembre después de su operación. Le hizo ciertas indicaciones, o por lo menos así lo aseguraron voceros del gobierno después de su muerte: «Que sea el mayor del mundo. Tiene que culminar con la figura del descamisado. En el monumento mismo haremos el museo del Peronismo. Habrá una cripta para que allí descansen los restos de un descamisado auténtico. De aquellos que cayeron en las jornadas de la Revolución». A mediados de 1952, el proyecto de monumento al descamisado se convirtió en el proyecto de monumento a Evita y el 2 de julio, con su anuencia, la diputada Celina Rodríguez de Martínez Payva presentó la iniciativa en el Parlamento. En el Senado la sesión comenzó con la grabación del discurso que Perón pronunció el 17 de octubre de 1951 y que fue escuchado de pie. El 7 de julio, la ley fue aprobada después de ochenta y cuatro discursos durante los cuales los legisladores se pusieron periódicamente de pie para vivar a Perón y a Evita y en los que ésta fue comparada con todas las grandes mujeres de la humanidad, a las que superaba en todo sentido pues al decir de la senadora Hilda Nélida Castañeira, «Eva Perón reúne en sí, lo mejor de Catalina la Grande, de Isabel de Inglaterra, de Juana de Arco y de Isabel de España, pero todas estas virtudes las ha multiplicado, la han elevado a la enésima potencia, allá al infinito número mayor, porque para engrandecerse engrandeciendo a su pueblo y a su Patria, sólo supo hacer uso del amor, del cariño, de la generosidad y de esa inmaculada pureza de su corazón». En la sesión del 4 de junio la senadora Juana Larrauri declaró que la obra social de Evita, «los derechos de la ancianidad, derechos cívicos de la mujer, etcétera, no son más que pequeños eslabones del collar de sublimes realidades si se la compara con la obra espiritual y moral que Eva Perón levantó en nuestras almas».
«No habrá palabras para decir todo lo que ha luchado por su pueblo. No habrá palabras para decir todo lo que nos ha dado. Eva Perón ha dejado jirones de su salud en la Secretaría del Trabajo y Previsión, luchando para los obreros, para sus queridos ‘descamisados’. Eva Perón ha dejado parte de su vida, trabajando noches y días por su pueblo y por su Patria. (Aplausos prolongados en las bancas y en las galerías. Los señores senadores y el público asistente a las galerías, de pie, aclaman los nombres del general Perón y de la señora de Perón.)
«Eva Perón ha sido y es el ángel tutelar de nuestro querido presidente. Cuando el clamor de la Nación entera le rogaba a Eva Perón se dignara aceptar la vicepresidencia de la República, ella, con magnífico gesto, declinó el expreso deseo de un pueblo que creía cubrirla de honores. Pero no, señor presidente ¡Los honores renunciaron a ella! Los argentinos no tuvimos el alto honor de que Eva Perón fuera nuestra vicepresidenta. (¡Muy bien! Aplausos prolongados en las bancas y en las galerías. Los señores senadores y público presente, puestos de pie, aclaman el nombre de la señora Eva Perón como vicepresidenta.)

«Los argentinos, decía, no tuvimos el alto honor de que Eva Perón fuera nuestra vicepresidenta, aunque para nosotros es más que reina dentro de nuestros corazones. Porque no hay cargos ni honores, por grandes que sean, que puedan honrar debidamente a Eva Perón. Todos los honores que tantos hombres ambicionan han claudicado, empequeñecidos, ante la grandiosidad maravillosa de Eva Perón; renunció a los halagos porque ella es sublime, es fuerte; jamás su alma precisó del halago: el halago siempre precisó de ella, para justificar su vergüenza de verse encandilado por ella, que irradiaba una luz más clara, la luz de su amor infinito. (¡Muy bien! Aplausos prolongados. Los señores senadores y el público de las galerías se ponen de pie y aclaman los nombres del general Perón y de Eva Perón.)
«Eva Perón es el honor de los honores. Yo no acepto, señor presidente que a Eva Perón se la compare con ninguna mujer, con ninguna heroína de ningún tiempo, porque a muchas de ellas, por no decir a todas, eminentes escritores tuvieron que magnificar su historia; en cambio, no hay ni habrá escritor, por inteligente que sea, que pueda trazar fielmente la historia de las realidades de Eva Perón.» (¡Muy bien! Aplausos prolongados. Los señores senadores y el público de las galerías se ponen de pie y aclaman los nombres del general Perón y de Evita Perón.)»
La Ley 14.124 tal como fue aprobada, establecía que el monumento fuera erigido en la Plaza de Mayo o lugares adyacentes y que hubiera una réplica del mismo en la capital de cada provincia. Una comisión compuesta por quince miembros se encargaría de su ejecución y de su terminación en dos años . Se financiaría con los aportes del pueblo y los fondos serían depositados en una cuenta especial del Banco de la Nación. La ley también autorizaba al Ejecutivo a adelantar 4.000.000 de pesos a la comisión. Los panegíricos, reunidos en un volumen titulado Eva Perón en el bronce, que le fue presentado a Evita el 22 de julio, denotaban la necesidad de justificar un acto tan extraordinario como es la construcción de un monumento a una persona en vida de ésta. Pero es de señalar que inicialmente la reacción de todas las organizaciones peronistas fue entusiasta y de inmediato se inició la campaña para la recaudación de fondos.
Desde su cama de hospital Evita seguía aceptando los honores —ni siquiera en esos momentos los desalentó—. Mientras tanto, aprobaba el estatuto que regiría la Fundación después de su muerte y el 29 de junio, con su letra mal formada, quebrada y puntiaguda, comenzó a redactar su testamento al pueblo argentino, que fuera leído el siguiente 17 de octubre. Cuando el testamento fue dado a la publicidad, la Subsecretaría de Informaciones anunció que era un anticipo de Mi último mensaje, un libro que Evita escribía a mediados de 1952. Inexplicablemente, el libro nunca fue publicado y el manuscrito desapareció
El 18 de julio, a las tres de la tarde, cayó en un coma del cual despertó súbitamente alrededor de la media noche, cuando todos ya esperaban su fin. «¿Qué me pasó? Tengo que dejar la cama. Si me quedo en ella me muero.» Ante el asombro de sus amigos y familiares, se levantó y apoyándose en el brazo de Perón, caminó unos pasos en el cuarto.
En esos días, mandó llamar al padre Hernán Benítez. Lo conocía desde sus años de actriz, cuando él era un fogoso predicador cuyos programas durante Semana Santa atraían a miles de escuchas. Pero se habían hecho amigos después de que ella se casó con Perón. El padre Benítez había dado la extremaunción a la primera esposa de Perón y se la daría a Evita también, aunque no en esta ocasión. «Padre Benítez», le dijo, «usted sabe que estoy en un pozo y que de este pozo ya no me sacan ni los médicos, ni nadie, sólo Dios…». Alejó de su lado a Cámpora y a Aloé, que la estaban acompañando, y se quedó largo rato hablando con él .
El 20 de julio, la CGT patrocinó una misa de campaña en la avenida 9 de Julio. A pesar de la lluvia fría que caía ese día, millares de personas se arrodillaron frente al altar erigido al pie del obelisco para rezar por la salud de Evita y seguir la misa que oficiaba el diputado peronista padre Virgilio Filippo. Desde un micrófono cercano, la voz modulada del padre Benítez hablaba de Eva Perón «nuestra hermana y nuestra madre en cada uno de los hogares obreros», de su coraje y de su fuerza espiritual, del milagro de su heroísmo cristiano y de la entrega de su vida «porque ha tenido fe en el pueblo, fe en que la abundancia de dinero jamás inspiraba a los trabajadores a adoptar los vicios de aquellos a quienes la vida no les ha enseñado la lección de la sobriedad, del ahorro y del sacrificio» .
Ya no quedaba nada por hacer sino esperar que terminaran de una vez los dolores. Sin embargo, todos a su alrededor seguían escondiéndole la gravedad de su estado. El 22 de julio, Paco Jamandreu recibió una llamada de la residencia presidencial en el medio de la noche. Una vez allí, Perón le dijo tristemente que aunque Evita se moría, querían levantarle el ánimo, haciéndole creer que iba a emprender un viaje y que Jamandreu le estaba diseñando la ropa. A la mañana siguiente había vuelto con sus dibujos y se los enseñaron a Evita .
El día antes de morir, cuenta Perón, lo mandó llamar porque quería hablar a solas con él. Se sentó sobre la cama y ella hizo un esfuerzo por incorporarse. Su respiración era apenas un susurro: «No tengo mucho por vivir —dijo, balbuceante—. Te agradezco lo que has hecho por mí. Te pido una sola cosa más… —Las palabras quedaban muertas sobre sus labios blancos y delgados. Su frente estaba brillante de transpiración. Volvió a hablar en tono más bajo. Su voz era ahora un susurro—: No abandones nunca a los pobres. Son los únicos que saben ser fieles» .
El sábado 26 de julio amaneció gris y húmedo. A las tres de la tarde, el padre Benítez le dio los últimos sacramentos. A las cuatro y media, un boletín anunció: «El estado de salud de la señora Eva Perón ha declinado sensiblemente». A las ocho de la noche, estaba ya «muy grave». Evita había entrado en su último coma, rodeada de Perón, sus hermanas, Juancito, Nicolini, Rensi, Aloé, Cámpora y Apold. A las ocho y veinticinco, una hora que miles de argentinos recordarían por muchos años, dejó de respirar. Tenía treinta y tres años.
Exactamente un minuto más tarde, la radio del Estado informó que a las veinte y veinticinco había fallecido la «Jefa Espiritual de la Nación» y que sus restos serían velados en el Ministerio de Trabajo y Previsión. Frente a la residencia, el grupo de hombres y mujeres que habían mantenido su vigilia durante todo el día fue creciendo pese al frío. Unas mujeres se arrodillaron en la calle y comenzaron a rezar el rosario. A medida que se expandía la noticia, los bares, confiterías, cines y teatros del centro cerraron sus puertas y la ciudad quedó poco a poco sumida en el silencio.
El gobierno decretó de inmediato duelo nacional. La medida establecía que se suspendería toda actividad oficial por dos días; la bandera nacional permanecería a media asta durante diez días; el Ministerio de Relaciones y Culto gestionaría plegarias en todas las iglesias; el velatorio se realizaría en el Ministerio de Trabajo y Previsión, «escenario de su más fervorosa actividad cívica, y sus restos serán guardados, por expresa voluntad de la señora Eva Perón, en la sede de la Confederación General del Trabajo, hasta su traslado definitivo al monumento que se erigirá en su memoria por imperio de la Ley N° 14.124» . El día del sepelio las campanas doblarían a duelo durante cinco minutos y el duelo duraría treinta días.
Esa misma noche, la CGT emitió un comunicado proclamando a Evita «Mártir del trabajo, única e imperecedera en el movimiento obrero de nuestra querida Patria». Pedía los más altos honores para ella, declaraba un paro de dos días por duelo y que éste durara treinta días. En cuanto al Partido Peronista, el Consejo Superior resolvió que todos «los peronistas usaran corbata negra durante tres días y luto en la solapa durante treinta días» .
Según testimonio de Perón, Evita no quería «consumirse bajo tierra. Quería ser embalsamada» . El encargado de conservar su cuerpo fue el doctor Pedro Ara, un famoso catedrático de anatomía. De nacionalidad española, residía en la Argentina, donde era agregado cultural de la embajada de su país y profesor de la Universidad de Córdoba. Era una autoridad de renombre internacional en su especialidad y en la noche del 18 de julio, cuando Evita yacía en su falso coma, un enviado de la Presidencia se había puesto en contacto con él para embalsamar el cuerpo de «la señora». Al reponerse ella sorpresivamente, todo quedó en la nada hasta el 26, fecha en que vinieron a buscarlo a las seis de la tarde. Después de llegar a un acuerdo con Raúl Mendé sobre las condiciones que necesitaba para realizar su trabajo, Ara se dispuso a comenzarlo esa misma noche. Permitió que se despidieran los familiares y amigos y se encerró luego en el cuarto de Evita con su ayudante. A la mañana siguiente, «el cadáver de Eva Perón era ya absoluta y definitivamente incorruptible» . Mientras tanto, Julio Alcaraz había sido llamado, y cuando Ara emergió del dormitorio, como lo había hecho durante tanto tiempo, el viejo amigo entró a su vez para teñir el pelo de Evita y peinarla con su trenza rubia sobre la nuca. Luego vino Sarita. Se sentó a su lado para sacarle el esmalte oscuro que usaba y ponerle brillo. Entre lágrimas, le tomó la mano, «¡Estaba tan fría! Era la primera vez que tocaba un cadáver y como no conseguía abrir los dedos, el doctor Ara introdujo sus dedos entre los de la señora. Así pude trabajar. Cuando terminé, como en un sueño, recogí mis cosas y me fui» .
El cuerpo de Evita ya estaba preparado para el largo velatorio que se iniciaría esa misma mañana y duraría hasta el 11 de agosto. Una vez en el ataúd, lo cubrieron con la bandera argentina, y en sus manos cruzadas le colocaron el rosario que le había regalado el Papa Pío XII. Al salir de los jardines de la residencia presidencial, la ambulancia de la Fundación que llevaba el ataúd pasó con dificultad por entre la gente que se apiñaba en el camino al Ministerio de Trabajo. Muchos eran los que habían pasado la noche frente a la residencia para ver pasar el féretro y cuando éste llegó al Ministerio de Trabajo, la calzada estaba cubierta de coronas de flores pues no había más lugar para ponerlas adentro. En las calles adyacentes, la multitud se amontonaba en un radio de diez cuadras. Había empezado a llegar desde el momento en que las emisoras anunciaron que Evita sería velada allí.
La capilla ardiente fue instalada en el gran vestíbulo de entrada al que se accede por una amplia escalinata doble. El ataúd de tapa de cristal estaba enmarcado por un magnífico crucifijo de marfil, plata y oro y dos candelabros. Como telón de fondo, tenía la bandera argentina enlutada por un crespón. Unos cadetes de los liceos Militar y Naval se apostaron para hacerle guardia de honor. El cardenal Copello rezó un responso y luego el padre Benítez ofició una misa.
Poco después del mediodía, comenzaron a desfilar los hombres y mujeres, ancianos y niños que habían esperado desde temprano el momento de ver a Evita. Subían en fila doble por un lado de la escalinata, se detenían un instante frente al ataúd, rodeado de claveles blancos, y luego bajaban por el otro lado. Algunos lo tocaban apenas, con un gesto ligero. Otros se inclinaban para besar el cristal. Los había también que se persignaban, enjugándose los ojos, y muchos eran los que estallaban en incontrolables crisis de llanto. Se aproximaba entonces algún cadete o una enfermera de la Fundación y los llevaba a una sala cercana donde funcionaba permanentemente una dotación de auxilio de la Fundación. Llegaban ojerosos porque no habían dormido, empapados porque habían estado parados bajo la lluvia durante horas, compartiendo un diario o un paraguas. Siguieron viniendo toda la noche, el día siguiente en que también llovió a partir de las once y así lo hicieron sin parar durante trece días.
El velatorio de Evita, el más imponente que haya presenciado el país en su historia, fue una explosión de dolor colectivo que rebasó todas las previsiones del gobierno. En un primer momento, éste había contado con que duraría tres días, pero al ver las enormes colas de gente que esperaban pacientemente despedir el cuerpo de Evita, decidió extenderlo. Aunque dispuesto a concederle los más altos honores, parecería que no hubiera calibrado el impacto que ella había tenido en el pueblo y la sensación de pérdida personal que éste había experimentado. Las colas se alargaban a veces hasta más de treinta cuadras y muchas fueron las personas que aguardaron hasta diez horas para poder entrar al Ministerio. La Fundación y la Cruz Roja cuidaban de los que se desmayaban, agotados por el sueño y el cansancio. Distribuían café y sandwiches junto con conscriptos que ayudaban a mantener el orden y con sus cocinas de campaña contribuían a alimentar a esa masa humana silenciosa que insistía en ver a Evita. La ciudad estaba totalmente paralizada. De las iglesias salían murmullos de responsos y ecos de las constantes misas por el alma de Evita. «Sólo las voces de cánticos funerales, propalados por los altavoces que [funcionaban] junto al obelisco de la plaza de la República, interrumpían la sensación de la metrópoli callada» .
En Plaza de Mayo, Constitución y Miserere, entre otros lugares se instalaron grandes retratos de Evita bajo los cuales la gente comenzó a depositar flores. El 29 de julio, el Consejo Superior del Partido Peronista organizó una procesión de antorchas en varios puntos de la ciudad. En Plaza de Mayo, una multitud con antorchas en alto se dirigió hacia el enorme retrato de Evita colocado allí y permaneció largo rato en silencio frente a éste. A las ocho y veinticinco, un clarín del Regimiento de Granaderos rasgó la noche y las antorchas se apagaron sincronizadamente. En los barrios de la Capital, así como en miles de pueblos, también se fueron improvisando pequeños altares: una foto de Evita enlutada por un crespón, flores y velas frente a los cuales la gente se arrodillaba para rezar.
Perón permanecía largas horas en el Ministerio de Trabajo, montando guardia cerca del ataúd o en un salón contiguo, recibiendo las condolencias de autoridades o de representantes de gobiernos extranjeros. A partir de 30 de julio, sin embargo, el país poco a poco volvió a retomar alguna semblanza de normalidad. Aunque las columnas de gente seguían densas y todos los días los trenes y autobuses descargaban contingentes que llegaban del interior para engrosar las filas que iban al Ministerio, las clases se reanudaron, la CGT decretó la vuelta al trabajo y se abrieron las tiendas y algunas oficinas públicas.
El 9 de agosto, el velatorio de Evita en el Ministerio de Trabajo llegó a su fin. Antes de trasladarla al Congreso para que éste le rindiera los honores de presidente en ejercicio, Perón le colocó en el pecho el escudo peronista de piedras preciosas que ella usaba en sus últimos años. Junto con Juan Duarte, Renzi, su cuñado, Orlando Bertolini y unas personas más, colocó el ataúd recubierto de la bandera argentina y un escudo peronista de oro, sobre la cureña. Encabezaban el cortejo fúnebre el comandante del Tercer Ejército, el jefe del Regimiento de Granaderos a Caballo con sus ayudantes, su escolta y un batallón y la banda del Colegio Militar. Venía luego la cureña de dos metros de altura, tirada por treinta y nueve dirigentes sindicales vestidos con camisas blancas y pantalones negros y seis subdelegadas del Partido Peronista Femenino en trajes negros y camisas blancas. Cerraban el cortejo Perón y demás familiares de Evita, ministros y autoridades.
La cureña se movía lentamente, enmarcada por alumnos de la Ciudad Estudiantil, enfermeras de la Fundación y cadetes de la Escuela Naval, de la Escuela de Aviación y del Colegio Militar. A lo largo de su recorrido, efectivos del Ejército presentaban las armas. Unos dos millones de personas se congregaron para ver su marcha hasta el Congreso, que ofrecía un aspecto majestuoso, su escalinata recubierta de flores y su fachada enlutada por largos crespones. El ataúd fue colocado en el salón de la Constitución Justicialista. Por la tarde, el público comenzó a desfilar de nuevo frente al ataúd y, esa noche, otra monumental procesión de antorchas terminó sus serpenteos en la explanada del Congreso y se apagó exactamente a las ocho y veinticinco.
Poca duda cabe de que en esos días de agosto el pueblo argentino demostró espontáneamente su amor por Evita y su dolor, si bien cuando el velatorio llegaba a su fin no faltaron las presiones para asistir a éste, los despidos por no querer usar el luto y las visitas organizadas y forzadas a la capilla ardiente. Como lo señaló La Nación al día siguiente de la muerte de Evita, ningún argentino podía permanecer indiferente ante su desaparición, pues había sido «objeto de exaltación antes nunca suscitado entre nosotros por una personalidad femenina, acaso porque ninguna antes, tampoco adoptó las modalidades de su acción avasalladora, y blanco asimismo de oposiciones tan hondas como la solidaridad que le dispensaron sus partidarios…». Después de reseñar los principales acontecimientos de su vida política, recalcando que no era la única mujer que había gravitado en la vida del país, La Nación apuntó que hasta sus enemigos deberán reconocer que «ninguna alcanzó su influencia, determinada en gran parte por los medios de que disponía, pero también, y sobre todo, por la fuerte reciedumbre de un temperamento decidido a gravitar sobre los hechos de su tiempo» .
Muchos fueron los artículos que se publicaron en el mundo entero a raíz de la muerte de Evita, algunos laudatorios y otros no, según la filiación política de los diarios y revistas. Pero el velatorio causó un impacto tan fuerte fuera del país que en los Estados Unidos, por ejemplo, hasta Life tuvo que admitir que el dolor de los argentinos no podía ser el producto «de las exigencias de ningún dictador, como lo es su marido Juan Perón. Fue genuino y profundo y reveló que Evita, que contribuyó poderosamente a llevar a su pueblo hacia el totalitarismo y la bancarrota había ganado también su amor» .
El 10 de agosto, cerca del mediodía, el cardenal Copello rezó el último responso y se cerró el ataúd. De nuevo sobre la cureña, partió camino a la CGT, esta vez precedido por una carroza alegórica de la central obrera con una doble fila de obreros en ropa de trabajo y otro vehículo lleno de flores. Como a la ida, la multitud silenciosa se congregó para mirar con ojos llorosos el paso de la cureña. De los balcones y ventanas caían flores y más flores. A las tres horas de comenzar su recorrido, el cortejo llegó a la sede de la CGT —obsequio de la Fundación al movimiento obrero organizado—. Una salva de veintiún cañonazos y una corneta tocando a silencio, marcó el momento en que el ataúd entró en el edificio. Allí debería permanecer hasta que se completara la construcción del monumento que pronto se erigiría en honor de Eva Perón.
(De: Marysa Navarra – Evita)