El atavismo de la justicia social

Por Friedrich Hayek

Sagradas escrituras de la ultraderecha.

Friedrich August von Hayek (Viena, 8 de mayo de 1899 – Friburgo, 23 de marzo de 1992), economista, jurista y filósofo austríaco, Premio Nobel de Economía 1974. Exponente de la Escuela Austríaca, fue discípulo de Friedrich von Wieser y Ludwig von Mises. Es conocido principalmente por su defensa del liberalismo y sus críticas a la economía planificada y el socialismo.

Conferencia pronunciada en la Universidad de Sidney, el 6 de octubre de 1976. Integra el capítulo V del libro «Nuevos estudios de filosofía, política, economía e historia de las ideas», 1978.

I

Desvelar el significado de eso que hoy denominamos «justicia social» ha sido una de mis grandes obsesiones durante algo más de una década; y reconozco no haber logrado mi propósito. La conclusión a la que he llegado es que, referida a una sociedad de hombres libres, esa expresión carece de sentido. Sigue, sin embargo, siendo del máximo interés averiguar por qué, pese a ello, ese concepto ha venido dominando el debate político desde hace casi un siglo, y cómo ha podido ser utilizado con tanto éxito para justificar las pretensiones de ciertos grupos sociales. Tal es, pues, el tema del que fundamentalmente me voy a ocupar.

Para ello, resumiré lo que con mayor detalle explico en el segundo volumen de mi obra Derecho, legislación y libertad, titulado El espejismo de la justicia social. En él examino las razones que me han llevado a considerar la «justicia social» como una mera fórmula verbal carente de contenido y que se utiliza tan sólo para apoyar determinadas pretensiones sociales cuya justificación, en realidad, carece de toda base.

En el mencionado volumen arguyo, sobre todo de cara al estamento intelectual, que la expresión «justicia social» es conceptualmente fraudulenta. Muchos lo han descubierto por su cuenta y, al ser ese tipo de justicia la única en torno a la cual se han tomado la molestia de reflexionar, han saltado a la conclusión de que es el propio concepto de justicia el que carece de base. Por tal razón, me he visto obligado a poner de relieve, a lo largo de la citada obra, que las normas por las que ha de regirse la conducta individual son tan indispensables para el mantenimiento de una sociedad pacífica y libre como incompatibles con el intento de establecer en ella la «justicia social».

La expresión «justicia social» suele emplearse hoy como sinónimo de lo que antes se denominaba «justicia distributiva», y quizá refleje esta última expresión más fidedignamente lo que verdaderamente se pretende decir. En la obra antes citada, subrayo por qué tal ideal es inaplicable en una economía de mercado: no puede haber justicia distributiva cuando no hay nadie que distribuya. Por otro lado, la justicia sólo adquiere sentido en un orden normativo basado en la conducta individual. En una economía de mercado es inconcebible una norma sobre este último tipo de conducta que, promoviendo la mutua prestación de bienes y servicios, pueda producir un efecto distributivo que, en rigor, pueda merecer el calificativo de justo o injusto. Aunque algunos individuos ciñan su comportamiento a un arbitrario esquema de justicia, si se tiene en cuenta que nadie puede promover ni prever los resultados finales del proceso de mercado, sería de todo punto infundado calificar de justa o injusta la realidad resultante.

Es fácil demostrar lo infundado de la expresión «justicia social», tanto si se advierte la imposibilidad de que pueda llegarse a acuerdo sobre lo que exige en cada caso concreto, como si se piensa en la inexistencia de una prueba que permita decidir cuál de las dos partes tiene razón cuando existe desacuerdo. Por otra parte, conviene recordar que ningún preconcebido programa redistributivo podría en la práctica tomar realidad en la medida en que se pretendiese respetar la libertad del ciudadano a proyectar su propia existencia. La responsabilidad del ser humano en lo que atañe a su propio actuar es un principio radicalmente incompatible con cualquier programa redistributivo.

Las más elementales encuestas de opinión ponen de relieve que, aunque muchas personas se encuentran hoy insatisfechas con la asignación de ingresos vigente, nadie tiene realmente una idea clara acerca de la distribución que califican de justa. Tan sólo se oyen apasionadas quejas sobre determinados aspectos puntuales de la realidad, y nadie ha logrado hasta ahora definir una norma de general aplicación de la que quepa deducir lo que es «socialmente justo», salvo el principio de «igual salario por igual trabajo», que, por supuesto, la libre competencia tiende a respetar, pero que excluye toda consideración relativa al mérito, la necesidad o cualquier otra particularidad por el estilo.

II

Si la mayoría de la gente sigue creyendo ciegamente en la existencia de la «justicia social», aun después de haberse percatado de que no saben realmente lo que quieren decir con esta expresión, es porque piensan que, cuando todo el mundo cree en ella, algún contenido debe tener. El fundamento de esta aceptación casi general de tan injustificable superstición es la herencia que hemos recibido de unos instintos que corresponden a un tipo diferente de sociedad, en la que el hombre ha vivido durante mucho más tiempo que en la actual, instintos que están en nosotros profundamente arraigados, aunque sean incompatibles con una moderna sociedad civilizada. Si el ser humano logró superar aquellas primitivas formas de convivencia, ello fue precisamente porque, en circunstancias propicias, un número creciente de sus miembros lograron innovar al haberse atrevido a ignorar los principios éticos hasta entonces considerados fundamentales.

No debe olvidarse que, antes de que la humanidad llegara al periodo abarcado por los últimos diez mil años, a lo largo de los cuales se desarrolló la agricultura, la urbe y la sociedad extensa, el ser humano vivió por lo menos durante un periodo cien veces más largo agrupado en pequeñas hordas de cazadores constituidas por medio centenar de individuos que, dentro de un territorio común y exclusivo, compartían los alimentos con arreglo a un estricto orden jerárquico. Pues bien, fueron las exigencias de este primitivo tipo de orden social las que determinaron muchos de los sentimientos morales que aún hoy nos gobiernan y que, especialmente en el aspecto social, no dudamos en refrendar a nivel colectivo. Se trataba de grupos en los que, por lo menos en lo que a los machos se refiere, la persecución de objetivos colectivos bajo la dirección del macho alfa era esencial a su supervivencia. Como lo era en igual medida la distribución del producto de la caza entre los miembros de la horda en función de la respectiva importancia para la supervivencia del grupo. Y es más que probable que muchos de los principios morales entonces adquiridos no hayan llegado hasta nosotros por mera transmisión cultural (es decir, por vía del aprendizaje y la imitación), sino que se hayan transformado en condicionamientos innatos y hereditarios.

Ahora bien, no todo lo que en nosotros es natural tiene por qué ser bueno o favorable para la preservación de nuestra especie en circunstancias distintas de aquellas en que se encontró la agrupación tribal. Disponía ésta de algo que para muchos sigue teniendo enorme atractivo: una común jerarquía de objetivos y una consensuada participación en el producto social basada en los merecimientos de cada actor. Tales factores propicios a la solidaridad tribal establecían, sin embargo, estrechos límites al desarrollo de aquellas formas de sociedad, ya que en tales condiciones el hombre sólo podía aprovechar aquellas oportunidades de las que todos tuvieran un conocimiento directo.

Por otro lado, a nivel personal, el individuo apenas podía desarrollar cualquier iniciativa que no gozase de la aprobación de la colectividad. Es ingenuo pensar que, en tal tipo de orden social, el ser humano fuera personalmente libre; esa «libertad natural» es sólo una construcción imaginaria de nuestro mundo civilizado. El ser primitivo carecía de un ámbito autónomo de comportamiento, e incluso el propio jefe sólo podía esperar sumisión, apoyo y comprensión en la medida en que limitase sus iniciativas a lo habitual y conocido. Cuando se obliga a la gente a someterse a un orden jerarquizado —un tipo de orden en el que tanto siguen soñando los socialistas actuales—, queda necesariamente excluida toda experimentación personal.

III

El gran avance de la civilización y la sociedad abierta fue la paulatina sustitución de la persecución de objetivos colectivos por la instauración de una normativa abstracta. La acción regulada fue desplazando al obrar concertado y subordinado a la jerarquía. El gran logro que esta evolución supuso para la humanidad fue situar al alcance de la sociedad —mediante la aparición de un conjunto de hitos indicadores, que hoy denominamos precios— un cúmulo de información ampliamente difundida a lo largo y ancho de una población en continuo crecimiento. Pero también dio lugar a que la incidencia de los resultados sobre las diferentes personas y grupos no fuese ya considerada satisfactoria por nuestros instintos seculares.

Se ha sugerido más de una vez que la ciencia que explica el funcionamiento del mercado sea denominada «catalaxia», habida cuenta de que «katalattein» fue el término empleado por la Grecia clásica para designar el fenómeno de trueque o intercambio. Me pareció aún más adecuado el uso de dicho término cuando descubrí que, además de significar «intercambiar», expresaba también la idea de «admitir en la comunidad» o «pasar de enemigo a amigo». En consecuencia, siempre me ha parecido adecuado denominar «juego de la catalaxia» a esa actividad mercantil que permite que se establezca entre gentes extrañas una colaboración mutuamente beneficiosa.

El funcionamiento del mercado se ajusta plenamente a la definición de juego que da el diccionario de Oxford: «una actividad competitiva sometida a reglas y en la que el resultado depende de la mayor habilidad, fuerza o suerte». En el caso de la actividad económica en el ámbto mercantil, también el resultado depende tanto de la suerte como de la destreza. Se logra, por añadidura, que en virtud de su práctica, cada participante maximice su aportación al fondo común sobre cuya base recibirá una parte a la vez indeterminada e incierta.

Este juego lo iniciaron quienes en algún momento decidieron abandonar el cobijo de la disciplina tribal para intentar lucrarse facilitando por su parte a algún individuo desconocido la satisfacción de sus necesidades. Cuando los primeros traficantes neolíticos de las que hoy son las Islas Británicas cruzaron el canal en embarcaciones cargadas con hachas de pedernal para trocarlas por ámbar o vino, habían abandonado su exclusiva dedicación anterior a subvenir las necesidades de personas conocidas. Les impulsaba a ello el acicate del lucro personal. Sin embargo, precisamente porque se esforzaron en descubrir a aquellos que en mayor medida apetecían sus mercancías, pudieron atender las necesidades de gentes totalmente desconocidas, quienes sin duda se beneficiaron con este incipiente comercio mucho más que con sus compañeros de tribu, aun cuando, sin duda, también a ellos les hubiera complacido disponer de esos artículos.

IV

Cuando, como elemento orientador del esfuerzo productivo, las señales abstractas expresadas a través de los precios fueron reemplazando al conocimiento colectivo directo del entorno, se abrieron ante la humanidad posibilidades hasta entonces inéditas para la utilización más conveniente de los recursos. Tal logro, sin embargo, implicó la adopción de actitudes morales radicalmente distintas de las hasta entonces admitidas. Y fue esa lenta transformación de los hábitos lo que permitió la aparición, en los puertos y encrucijadas estratégicas de caminos, de los grandes centros comerciales y artesanos, donde individuos insatisfechos con las exigencias de la moral tribal establecieron nuevas relaciones comerciales y formularon las normas que regulan ese juego que denominamos catalaxia.

La necesaria brevedad de este ensayo me obliga quizá a simplificar en exceso, hasta el extremo de utilizar términos peligrosamente imprecisos en contextos en los que no resultan totalmente apropiados. Pese a ello, proseguirá mi análisis señalando que al evolucionar éticamente desde la moral de la horda cazadora, en la que ha vivido la mayor parte de su historia, a esa otra que hizo posible la aparición del orden de mercado y la sociedad abierta, la humanidad pasó por un largo estadio intermedio, más breve que el de su primera época, pero mucho más extenso que el que hoy vivimos, a lo largo del cual surgió la moderna civilización urbana y comercial.

Ahora bien, ese periodo tiene especial importancia, dado que a lo largo del mismo fueron apareciendo los códigos éticos de las grandes religiones monoteístas. Me estoy refiriendo a un periodo histórico caracterizado por la existencia de la tribu, modelo de convivencia social que, en muchos aspectos, viene a ser una fase intermedia entre la sociedad primitiva —en la que la información estaba al alcance de todos y existía consenso en cuanto a los objetivos a lograr— y nuestra sociedad abierta y abstracta, en la que el orden es fruto de la sumisión generalizada a unas mismas reglas del juego, lo que a todos permite hacer el más oportuno uso de su visión personal de los acontecimientos para alcanzar sus objetivos particulares.

Nuestras instintivas reacciones siguen gobernadas por factores emocionales que son sin duda más apropiados a la pequeña horda de cazadores que a nuestra compleja sociedad; por los deberes hacia el «prójimo», es decir, hacia el miembro de la propia tribu. Consideramos todavía en gran medida al extranjero como persona ajena al íntimo círculo en el que rige nuestra obligación moral.

En una sociedad en la que los fines individuales son necesariamente diversos, por estar basados en una amplia gama de conocimientos personales, y en la que el esfuerzo individual se proyecta hacia el intercambio comercial con seres que para el actor son totalmente desconocidos, el respeto a las normas de conducta debe reemplazar a la persecución de fines preestablecidos como fundamento del orden y la colaboración social. El comportamiento personal se fue así acoplando al ejercicio de un juego reglamentado y en el que la meta fundamental de todos los actores era incrementar en lo posible sus ingresos personales o familiares. Las normas que, para dar mayor eficacia a tal juego, fueron luego emergiendo se centraron en torno al derecho de propiedad y a la forma de establecer pactos y contratos. Todo ello hizo posible la progresiva ampliación de la división del trabajo, así como el mutuo ajuste de un amplio conjunto de esfuerzos individuales productivos.

V

Normalmente suele infravalorarse el papel que la división del trabajo desempeña en la sociedad civilizada. La mayor parte de nuestros contemporáneos son incapaces de apreciar debidamente, en parte quizá a causa del poco feliz ejemplo sugerido por Adam Smith, que cabe considerar como un vasto fresco en el que aparecen una serie de personas dedicadas a las diferentes tareas de las que constan los procesos de elaboración de diversos bienes. En realidad, la coordinación de los múltiples esfuerzos que el mercado realiza para obtener materias primas, herramientas y productos semielaborados destinados a la producción es una función mucho más importante que la simple ordenación fabril de un conjunto de obreros especializados.

Las ventajas que proporciona el mercado competitivo dependen en gran parte de esa división del trabajo que, a su vez, sólo puede darse en ese marco. Sólo los precios que el productor encuentra en el mercado pueden orientarle tanto respecto a lo que debe producir como sobre los medios que debe emplear, pues sólo haciendo las cosas de determinada manera podrá aspirar a vender sus productos a precios que rebasen los costes, y son esos precios los que constituyen la garantía de que no se están utilizando más recursos que los estrictamente necesarios. El afán de lucro inducirá y capacitará al actor para hacer precisamente lo que le permita superar a cualquier posible competidor; pero sólo podrá cumplir esta función si los precios están determinados exclusivamente por las fuerzas que operan en el mercado y nunca si son impuestos coactivamente por el gobierno. Sólo los precios libres pueden hacer, no sólo que demanda y oferta se equilibren, sino también que se emplee del mejor modo posible toda la información que se encuentra dispersa por el entramado social.

La práctica del juego del mercado dio lugar al mayor desarrollo y prosperidad de aquellas comunidades que lo practicaron, al incrementar las oportunidades de todos para alcanzar sus objetivos personales. Todo ello fue posible gracias a que la remuneración de los diferentes actores se hizo depender, no de la opinión que alguien pudiera tener sobre lo que en justicia debiera corresponderles, sino de una serie de circunstancias objetivas que nadie en su conjunto podía conocer. El modelo en cuestión implicaba que, aunque el esfuerzo e interés puestos en juego por el sujeto en la persecución de sus objetivos quedaban sin duda potenciados, no por ello cabía garantizar a nadie un nivel determinado de ingresos. Este proceso impersonal, a través del juego de los precios, y sobre la base del mejor uso de ese cúmulo de conocimientos que éstos reflejan, iba indicando al actor en cada caso cuál era el comportamiento adecuado a adoptar, con independencia, desde luego, de toda consideración relativa a la necesidad o al mérito personal. La función ordenadora de los precios —potenciadora al máximo de la productividad— basa su eficacia en su capacidad de orientar a la gente sobre lo que en cada momento debe hacer para contribuir al máximo a la producción global. Por lo demás, sólo si se considera justo un sistema de remuneración que garantiza que todos los actores pueden perseguir, con las mayores probabilidades de éxito, sus propios objetivos, podrá también considerarse justa su participación en el producto total.

VI

Ahora bien, estas remuneraciones son totalmente distintas de las que son propias del modelo de organización social en el que nuestra especie desarrolló su existencia durante un periodo de tiempo extraordinariamente largo y que, por la razón mencionada, sigue ejerciendo sobre el hombre una poderosa influencia en lo que atañe a la orientación de sus más íntimos sentimientos y reacciones instintivas. Tal discrepancia cobró importancia especial a partir del momento en que se empezó a considerar inaceptable que los precios dependieran de una serie de circunstancias ajenas al control humano y a suponer que, estableciéndolos por vía gubernamental, la comunidad podía obtener determinadas ventajas. Ahora bien, en cuanto, al objeto de prestar auxilio a los grupos sociales que se estimaban especialmente merecedores de él, la humanidad se adentró por el camino de la perturbación de un conjunto de señales orientadoras del comportamiento en relación con cuya idoneidad no estaba en condiciones de juzgar —habida cuenta de que nadie podía disponer de ese cúmulo de conocimientos del que la constelación de precios es simple precipitado—, las cosas empezaron a torcerse. Porque, en efecto, no sólo sufrió menoscabo la eficacia del proceso de asignación de recursos, sino que también, lo cual es aún más grave, los sujetos económicos se vieron en la imposibilidad de apreciar el valor futuro de los bienes por ellos producidos o apetecidos, hasta entonces fruto exclusivo de la conjunción de la oferta y la demanda.

A esto aludía Adam Smith al referirse a la intervención en el proceso mercantil de una mano invisible, certera visión que, sin embargo, ha sido tantas veces ridiculizada a lo largo de las dos últimas centurias por quienes han sido incapaces de comprender su íntimo significado. Precisamente porque el juego de la catalaxia es por completo ajeno a la idea que cada sujeto pueda tener sobre lo que es la más adecuada distribución de la riqueza, y porque únicamente toma en cuenta la circunstancia de si los actores someten o no su conducta a determinado conjunto de reglas formales, es por lo que la asignación de recursos realizada de este modo es preferible a cualquier otra.

Entiendo que si se acepta participar en un juego porque éste es capaz de potenciar las oportunidades de cuantos en él intervienen, resulta obligado considerar también justos los resultados a que el proceso da lugar, siempre que, por supuesto, quienes en él intervienen hayan obrado de acuerdo con las exigencias de la normativa establecida, sin incurrir en engaño o doblez alguna, vicios que ciertamente acompañan a quienes, después de haber retenido la parte obtenida en el juego, pretendiesen mejorar su suerte con el apoyo del Estado. Pero esto no excluye en absoluto la posibilidad de que, al margen totalmente del mercado, se garantice un nivel de vida suficiente a los más necesitados.

El que en un juego cuyo resultado depende tanto del mero azar como de la capacidad y circunstancias personales de cada individuo sean muy diversas las condiciones de partida de cada actor (condiciones que en cualquier caso tenderán necesariamente a mejorar como consecuencia del propio desarrollo del juego en cuestión) no constituye ninguna objeción contra él, puesto que una de sus finalidades consiste precisamente en hacer el más adecuado uso posible de las capacidades, conocimientos y circunstancias del entorno —inevitablemente diverso— de los diferentes sujetos; y uno de los más importantes recursos con que la sociedad cuenta en su esfuerzo por potenciar ese fondo común del que todos acaban participando radica en las dotes morales transmitidas de padres a hijos, y que con frecuencia sólo se adquieren, crean y cultivan porque pueden transmitirse.

VII

El desarrollo del juego del mercado ha de dar lugar necesariamente a que, en todo momento, algunos ciudadanos dispongan de más ingresos que otros, lo que generalmente comporta que muchos estimen que reciben menos de lo que creen realmente merecer. No es por lo tanto sorprendente que tantas veces se pretenda corregir coactivamente tales diferencias. Lo cierto, sin embargo, es que esa producción total que supuestamente siempre está disponible sólo surge porque, al remunerar a los distintos actores, el mercado deja al margen toda consideración sobre el mérito o la necesidad. Las diferencias de ingresos resultan imprescindibles para atraer hacia los adecuados puntos del sistema productivo la atención de quienes disponen de determinada información, medios materiales o capacidad personal para potenciar así al máximo el volumen de la producción final. Serán quienes prefirieron gozar de la tranquilidad de unas rentas seguras de tipo contractual —y de tal modo evitaron tener que enfrentarse a una realidad económica siempre cambiante— quienes luego se escandalicen ante los elevados ingresos logrados por quienes, por el contrario, afrontaron un esfuerzo acertado y tenaz, facilitando a la sociedad la más adecuada utilización de los recursos disponibles.

Los elevados ingresos obtenidos por aquellos a quienes favorece la fortuna, sea por mérito propio o por circunstancias meramente fortuitas, son un elemento esencial del mecanismo que garantiza que los recursos se empleen en las aplicaciones que más potencian ese fondo común del que todos, en algún momento, tomarán su parte. El volumen total de producción sería inferior si no se considerara justa la percepción de esos beneficios, puesto que es la expectativa de ese mayor nivel de bienestar lo que induce a ciertos individuos a maximizar sus aportaciones al fondo. Por tal razón, en determinadas ocasiones, debe considerarse justo que ciertas personas disfruten de niveles de ingresos especialmente elevados; y, lo que es más importante, quizá ello sea imprescindible para que la sociedad logre que gente menos emprendedora, hábil o afortunada disponga, pese a todo, de una corriente suficiente y segura de ingresos.

Esa desigualdad de renta que a tantos molesta ha sido la condición imprescindible para alcanzar el alto nivel de vida logrado por la civilización occidental. Hay quienes consideran que un descenso de ese nivel de vida —o por lo menos una disminución de su tasa de crecimiento— no sería un precio demasiado elevado a pagar por lo que ellos piensan que sería una más justa distribución de la riqueza. Ahora bien, hoy en día el problema tiene implicaciones de mucha mayor trascendencia debido a que, por el propio funcionamiento del mercado, que tan escasa atención presta a las cuestiones relativas a la equidad pero que tan eficazmente potencia la capacidad productiva de la colectividad, la población mundial ha aumentado a tan elevado ritmo (sin que, desde luego, los ingresos de todos se hayan incrementado en la misma proporción), que únicamente podrá ésta sobrevivir (y lo dicho es aplicable naturalmente a las generaciones futuras) si la sociedad sigue sacando el mayor provecho posible de ese mismo juego que tanto contribuye a aumentar la producción.

VIII

Si la mayor parte de nuestros contemporáneos siguen siendo incapaces de advertir cuán grande es su deuda con ese juego que denominamos catalaxia, así como hasta qué punto incluso su propia existencia depende de su práctica, y si tanto se subraya las injusticias del mercado, se debe fundamentalmente a que ese modelo no es fruto de ningún esfuerzo planificador previo, algo que para muchos sigue hoy siendo incluso inimaginable.

Para fomentar el interés de cuantos integran la sociedad, ese orden, desde el punto de vista moral, sólo exige que tanto el empresario como los que trabajan por cuenta propia orienten adecuadamente su esfuerzo productivo a que la competencia se ejerza honestamente, es decir, de acuerdo con las reglas del juego. Los actores deberán dejarse conducir por las señales abstractas que los precios les ofrecen, sin conceder ningún trato económico de favor a nadie sobre la base de su mayor o menor simpatía, necesidad o mérito personal. Quien, por motivos extraeconómicos, deja de incorporar a su plan productivo al candidato más adecuado, además de adoptar una decisión económica inadecuada, atenta contra el interés general.

La nueva ética liberal, que la sociedad abierta (o Gran Sociedad) fue imponiendo, exigía la aplicación de una misma normativa a sus miembros, con la única excepción del especial tratamiento exigido por la unidad familiar. Tal extensión del orden moral a círculos cada vez más amplios fue acogida, en general, en especial por las clases más reflexivas, como un proceso rigurosamente ético. No se alcanzó a comprender, sin embargo, que la igualdad ante la ley implica, no sólo la extensión del sentido del deber a gentes a las que antes no alcanzaba, sino también la desaparición de pretéritas obligaciones no adaptables a ese entorno social más amplio.

Pues bien, fue esta atenuación de algunas de nuestras obligaciones morales —consecuencia, como hemos dicho, de la expansión de nuestro entorno ético— lo que resultó especialmente repudiable para quienes más proclives eran a ceder a sus más primigenios instintos y emociones. Hay, sin embargo, exigencias morales que, aun cuando sean esenciales a la cohesión del pequeño grupo, resultan incompatibles con la productividad y el pacífico quehacer que caracterizan a una amplia y moderna sociedad libre. Entre ellas están todas aquellas que, bajo el lema de la «justicia social», sugieren que el gobierno tiene la obligación de darnos aquello que puede exigir por la fuerza de quienes en el juego de la cataláctica han sido más afortunados. Tal radical conculcación del incentivo individual a la producción sólo puede tener sobre la misma efectos negativos. Si las expectativas de lucro son de tal manera alteradas, y llegan a perder su capacidad de advertencia sobre cuáles son los proyectos económicos que implican la mayor aportación posible al producto global, no cabe ya garantizar el más adecuado empleo de los limitados recursos disponibles. Cuando lo que determina la participación de cada actor es el volumen del producto disponible, y no su individual aportación al mismo, la consiguiente lucha por el botín se convierte en insoportable obstáculo a la buena marcha de la producción.

IX

Al parecer, subsisten en África comunidades primitivas en cuyo seno los jóvenes más emprendedores o dispuestos a adoptar mejores métodos productivos ven sus esfuerzos frustrados por determinados hábitos tribales que les obligan a compartir con los demás los frutos de su mayor laboriosidad, inteligencia, o fortuna. Un mayor nivel de ingresos implica así la participación en su disfrute de un número cada vez mayor de sujetos, y ello impide que cualquier miembro de la tribu supere el nivel medio comunitario.

En la sociedad moderna, el más inmediato efecto del intento de realizar la «justicia social» es impedir que el inversor se beneficie de los frutos de su esfuerzo capitalizador. Se trata, evidentemente, de la aplicación de un principio intrínsecamente incompatible con un mundo civilizado, dado que éste debe precisamente su alta tasa de productividad al hecho de que los ingresos individuales se encuentren muy irregularmente distribuidos; porque sólo así logra el mercado orientar los recursos productivos hacia aquellos menesteres que garantizan la obtención del máximo producto global. Y, por añadidura, gracias también a esa diferente asignación de rentas, en una economía de mercado basada en la competencia, incluso las personas menos afortunadas logran disfrutar también de niveles de renta superiores a los que cualquier sistema económico ajeno al mercado pudiera ofrecerles.

Todo esto no es sino la favorable consecuencia de la hasta ahora incompleta victoria del modelo social basado en la existencia de un marco general normativo sobre aquel otro que se limita a plasmar determinados objetivos comunitarios. Y digo incompleta porque, aun cuando gracias a ella la humanidad ha logrado acceder a la sociedad abierta y a la convivencia en libertad, no por ello se encuentra el sistema libre del constante intento de reforma por parte del socialismo. Para ello cuentan con la profunda y ancestral predisposición de nuestros más originarios instintos. El mantenimiento del alto nivel de vida que nuestra sociedad, basada en el lucro, ha proporcionado a la humanidad exige, por el contrario, que ésta adopte una disciplina que los indómitos bárbaros que aún abundan entre nosotros se niegan a aceptar y hasta tildan de alienante, si bien en modo alguno están dispuestos a renunciar a ninguna de sus gratas ventajas.

X

Permítaseme, para terminar, que me ocupe brevemente de una objeción que, por basarse en un error muy extendido, no dudo será lanzada contra mi argumentación. Estoy seguro, en efecto, de que mi sugerencia de que a lo largo del proceso de selección cultural en el que la humanidad se ha venido desarrollando —en el que hemos sido mucho más capaces de hacer que de comprender lo que acontecía en nuestro entorno y en el transcurso del cual también esa capacidad que denominamos mente ha ido tomando forma al tiempo que se iban estableciendo nuestras estructuras sociales mediante sucesivos intentos de prueba y error— será sin duda calificada de «darwinismo social». Ahora bien, esta obtusa manera de atacar una sólida argumentación, recurriendo al efecto a un epíteto descalificador, implica también una radical falacia. Es cierto que, a finales del siglo diecinueve, algunos investigadores, bajo la directa influencia de Darwin, atribuyeron excesiva importancia al proceso de selección de los más aptos que comporta el juego del libre mercado. Ahora bien, aun sin ánimo de minimizar este efecto, creo conveniente señalar que no es ésa la ventaja fundamental que nos proporciona la libre competencia. Su fruto más importante es, en mucha mayor medida, la paulatina adopción de estructuras sociales más idóneas.

Este descubrimiento no puede en modo alguno derivarse de la tesis darwiniana, sino que más bien fue fruto de la genial inspiración de quienes, con anterioridad, lo habían aplicado al estudio de diversos campos de investigación tales como el derecho y el lenguaje. El sujeto de nuestra investigación no es la evolución genética de las cualidades innatas, sino el desarrollo cultural logrado a través de un conjunto de procesos de aprendizaje, cuyos resultados tantas veces son contrarios a los más arraigados instintos que hemos heredado de nuestra originaria condición animal. Todo ello, sin embargo, en modo alguno invalida el hecho de que la humanidad haya accedido a la civilización, no planeando lo que para el hombre pudiera parecer más idóneo, sino asumiendo lo que, con el tiempo, demostró serlo; ni desmiente tampoco el hecho de que, gracias a ello, fueran estableciéndose modos de convivencia que, precisamente por trascender los límites de lo que la mente humana hubiese sido capaz de aprehender, condujo finalmente a la humanidad a estadios de evolución que nadie habría podido imaginar.