El búho de Minerva

Por Noam Chomsky

3 de septiembre de 2014.

[Imagen: Dracma griego antiguo con la figura del Búho de Minerva. En la mitología griega, el búho es el ave que acompaña a Atenea, diosa de la sabiduría. El búho ha sido utilizado en la cultura occidental como símbolo de la sabiduría y la filosofía. «El búho de Minerva solo levanta el vuelo en el crepúsculo». Esta enigmática frase fue escrita en 1820 por el filósofo Friedrich Hegel en el prefacio de su obra Lineamientos de la Filosofía del Derecho. Mediante esta máxima el filósofo alemán quiso expresar que realmente solo se llega a entender una era o momento histórico en su plenitud una vez que este ha concluido.]

No es agradable imaginar las ideas que deben estar pasando por la mente del búho de Minerva a medida que cae la noche sobre la civilización humana y el perspicaz mochuelo hace repaso de toda esa era, que puede estar hoy aproximándose a su ignominioso final.

Hablamos de un período inaugurado casi diez mil años atrás en el Creciente Fértil, esa área geográfica que, desde las tierras del Tigris y el Éufrates, siguiendo por Fenicia, en la costa oriental del Mediterráneo, y el valle del Nilo, se extiende hasta Grecia y más allá. Lo que sucede actualmente en esa región es un criadero de duras lecciones que aprender sobre las honduras a las que nuestra especie es capaz de descender.

El país del Tigris y el Éufrates ha sido escenario de incalificables horrores en años recientes. La agresión liderada por George W. Bush y Tony Blair en 2003, que muchos iraquíes compararon con las invasiones mongolas del siglo XIII, fue un nuevo golpe letal. Destruyó buena parte de lo que había logrado sobrevivir a las sanciones de Naciones Unidas contra Irak (impulsadas por Bill Clinton), calificadas de «genocidas» por unos diplomáticos tan distinguidos como Denis Halliday y Hans von Sponeck, quienes se encargaron de administrar su implementación antes de dimitir en señal de protesta (los devastadores informes de Halliday y Von Sponeck recibieron el tratamiento político e informativo habitual que se dispensa a los hechos y los datos no deseados).

Una de las consecuencias terribles de la invasión británico-estadounidense ha quedado retratada en una «guía visual de la crisis en Irak y Siria» publicada por The New York Times: me refiero al radical cambio experimentado en Bagdad, que ha pasado de ser una ciudad de barrios de población mixta en 2003 a un conjunto de enclaves sectarios atrapados actualmente en una espiral de acérrimo odio mutuo. Los conflictos inflamados por la invasión rebasan los límites del territorio iraquí y amenazan ahora con desgarrar toda la región.

Buena parte de la zona del Tigris-Éufrates está hoy en manos del ISIS y su autoproclamado Estado Islámico, una lúgubre caricatura de esa variante extremista de islam radical que tiene su sede central en Arabia Saudí. Patrick Cockburn, corresponsal en Oriente Próximo para el diario The Independent y uno de los analistas mejor informados sobre el ISIS, lo describe como «una organización espantosa, fascista en muchos sentidos y muy sectaria, que mata a cualquiera que no crea en su particular rama rigurosa del islam».

Cockburn también destaca la contradicción con la que Occidente reaccionó al surgimiento del ISIS, entremezclando medidas para contener su avance en Irak y acciones dirigidas a debilitar al principal oponente de ese grupo en Siria, el brutal régimen de Bachar el Asad. Además, una de las grandes barreras a la extensión de la plaga del ISIS hacia el Líbano es Hezbolá, enemigo jurado de Estados Unidos y de su aliado, Israel. Y para complicar la situación más aún si cabe, Estados Unidos e Irán comparten ahora una justificada preocupación por el auge del Estado Islámico de la que son también partícipes otros actores en esa región tan azotada por los conflictos.

Egipto se ha sumido en una de sus épocas más oscuras bajo el puño de hierro de una dictadura militar que continúa recibiendo apoyo estadounidense. Pero el destino de Egipto no estaba escrito en las estrellas. Durante siglos, han ido surgiendo vías de evolución alternativas perfectamente factibles que, en no pocos casos, terminaron siendo bloqueadas por la pesada mano de uno u otro de los diversos imperios allí instalados.

Asimismo, tras los nuevos horrores de las últimas semanas, poco comentario cabe añadir ya a lo que emana de Jerusalén, la que en tiempos remotos fuera considerada uno de los grandes focos de la moralidad en el mundo.

Y si hace ochenta años Martin Heidegger ensalzó a la Alemania nazi por considerarla la mejor esperanza de cara a rescatar la civilización gloriosa de los griegos de las manos de los bárbaros de Oriente y Occidente, hoy son banqueros germanos los que están aplastando a Grecia bajo el peso de un régimen económico diseñado para conservar la riqueza y el poder de los primeros.

El fin probable de la era de la civilización parece prefigurarse en un nuevo borrador de informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés), panel que, en su rol de supervisor de lo que está sucediendo en el mundo en el plano físico, tiende por lo general a emitir estimaciones más bien conservadoras.

Pues bien, en ese informe se concluye que el aumento de las emisiones de gases de efecto invernadero constituye un riesgo de «graves, generalizados e irreversibles impactos sobre las personas y los ecosistemas» durante las décadas venideras. El mundo se está aproximando al umbral de temperatura a partir del cual la pérdida de la inmensa banquisa que cubre Groenlandia será ya imparable.
Sumada al derretimiento del hielo antártico, podría hacer que los niveles del mar se elevasen hasta inundar grandes ciudades y llanuras costeras.

La era de la civilización coincide muy de cerca con la época geológica del Holoceno, iniciada hace más de once mil años. La época anterior, el Pleistoceno, duró 2,5 millones de años. Los científicos sugieren actualmente que, doscientos cincuenta años atrás, dio inicio una nueva época, el Antropoceno, un período en el que la actividad humana ha tenido una repercusión extraordinaria en el mundo físico. Cuesta no darse cuenta de la aceleración del ritmo de la sucesión de épocas geológicas.

Uno de los indicadores del impacto humano es la extinción de especies, que se estima actualmente equivalente a la de 65 millones de años atrás, cuando un asteroide chocó contra la Tierra. Se supone que eso fue lo que causó el fin de la era de los dinosaurios, lo que despejó el camino a la proliferación de los pequeños mamíferos y, en último término, de los humanos modernos. Hoy en día, somos los seres humanos los que estamos actuando como aquel asteroide, condenando así a gran parte de la vida a la extinción.

El informe del IPCC confirma que la «inmensa mayoría» de las reservas de combustible conocidas deben permanecer en el subsuelo sin ser extraídas de allí si queremos conjurar riesgos intolerables para las generaciones futuras. Pero, de momento, las grandes empresas energéticas no esconden su intención de explotar tales reservas ni de explorar y descubrir otras nuevas.

Un día antes de que publicara su resumen de las conclusiones del IPCC, The New York Times informó de que un enorme volumen del cereal almacenado en el Medio Oeste estadounidense se está pudriendo en los silos porque el transporte ferroviario prioriza el traslado del petróleo que se extrae ahora de Dakota del Norte (fruto del auge del fracking) para ser embarcado posteriormente hacia Asia y Europa.

Una de las consecuencias más temidas del calentamiento global antropogénico es el derretimiento del permafrost en las regiones en que este es endémico. Un estudio publicado en la revista Science advierte de que «bastarían incluso unas temperaturas ligeramente más cálidas [menores que las previstas para los próximos años] para iniciar la fusión del permafrost, lo que, a su vez, podría desencadenar la liberación a la atmósfera de enormes cantidades de gases de efecto invernadero actualmente atrapados bajo el hielo», con potenciales «consecuencias fatales» para el clima global.

Arundhati Roy ha sugerido que la «metáfora más apropiada de la locura de nuestros tiempos» tal vez sea el glaciar de Siachen, donde los soldados indios y pakistaníes llevan años matándose en el campo de batalla situado a mayor altura de todo el mundo. El glaciar se está derritiendo actualmente y está dejando a la vista «miles de vainas de proyectiles de artillería, bidones de combustible vacíos, piolets, botas viejas, tiendas y toda clase de desperdicios generados por miles de seres humanos enfrentados» en un conflicto bélico sin sentido. Y, al mismo tiempo, la fusión de los glaciares aboca a la India y a Pakistán a un desastre de dimensiones indescriptibles.

Triste especie. Pobre búho.

(De: «Porque lo decimos nosotros«, Paidós, 2017)