El castillo de las secuestraditas

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por Alberto Laiseca

Vamos a pensar en una película imposible. Director: Francis Ford Coppola. Actores: Jack Nicholson, Al Pacino y Robert de Niro. Actriz: Nicole Kidman, novia de los tres (en la ficción, naturalmente). ¿A que no adivinan quién importa más aquí? (Tienen ciento cuatro años para contestar.) Pues se equivocaron. Aquí el que más importa es el productor: el que pone el dinero.

El castillo…, originalmente, era un preguión cinematográfico. Sabía dos cosas de la película: iba a ser profunda y con gancho para el público (esto último a causa de las secuestraditas, claro está). Pero los encargados de poner las rupias no lo entendieron así y me quedé sin película y sin mi maravilloso papel de Monstruo.

Decidí hacer un cuento con ello, sin por eso perder las esperanzas de, algún día, enternecer al Gran Mamón.


Dedico este cuento a mis amados ídolos: James Dean, Elvis Presley, Jim Morrison y Barbara Feldon (La 99, en El Superagente 86).


Es de noche, y vemos un delicioso cementerio inglés, lleno de muertos y muertitas. Pero al acercarnos más vemos incongruencias. Las lápidas son, decididamente, inglesas. Pero no los bajorrelieves de las inscripciones fúnebres: algunas en castellano, otras en japonés.

Una niebla chata, pegada al suelo pero densa, circula por entre los sepulcros. Hay una tumba abierta, tapada casi por completo por las masas de frío vapor. Al lugar se acerca lentamente una procesión que conduce un ataúd. Los hombres y la mujer que lo acompañan canturrean algo incomprensible que parece sacado del teatro Noh: «¡Ohóitooietmoniya…!» (O algo semejante.)

El féretro contiene a una chica, atada, desnuda de cintura para arriba. La mujer grita y patalea (en la medida de sus posibilidades):

—¿¡Qué me van a hacer!? ¿¡Por qué tanta crueldad conmigo!? ¿¡Yo qué hice!? ¡Piedad!

Crisantemo, vestida con un kimono negro, es quien dirige al grupo. Arrulla a la víctima con voz suave y sádica:

—Pero mi vida: no hay por qué ponerse así. Casi nada malo va a sucederte. Sólo vas a ser enterrada viva.

—¿¡Por qué!? ¡Aaahh…!

—Todavía pregunta por qué. ¿Te gustó seducir a mi marido, cierto?

—¡Yo no lo seduje! ¡El me ordenó!

—Bueno, cariño. Tus palabras me han convencido. Yo te perdono. Vas a ser enterrada viva de todas maneras porque es un lindo ritual y además porque tengo ganas. La belleza no se puede detener.

Ordena seca, militarmente, en japonés:

—¡Procedan!

La semidesnuda víctima vocifera y pega cortas pataditas histéricas sobre el fondo del ataúd. Todo ello no sirve más que para aumentar el placer de Crisantemo.

Clavan la tapa y bajan el féretro. Pero antes de arrojar la tierra, sin que la condenada se dé cuenta conectan el sarcófago al exterior mediante un caño. La Jefa desea que entre algo de aire a fin de que la muerte no sea tan rápida.

El grupo vuelve al castillo. En realidad «castillo» es una manera amable de decir. Se trata de una ruinosa mansión de muchos cuartos, rodeada por un foso cuya tierra se traga continuamente el agua que le echan. El puente levadizo, por otra parte, está hecho con materiales precarios: tablas de corteza de pino y latas, que no lograrían detener a alguien decidido. En el interior y sobre las paredes: hachas, lanzas, escudos, espadas, garrotes con pinchos, pero todo evidentemente confeccionado con cartón pintado.

La niebla que repta en el cementerio también lo hace sobre los pisos del castillo.

Las víctimas, antes de ser secuestradas, son elegidas por el tamaño de sus tetas y por sus cosquillas. No son quemadas ni mutiladas, pero de todas maneras la pasan bastante mal. Por de pronto se las lleva al borde de la tumba mediante las mencionadas cosquillas. Las sometidas ideales son aquellas que se sacuden histéricas aun antes de haberlas tocado: sólo haciéndoles, desde lejos, juegos de sombras con los dedos sobre las axilas.

Se desmayan o mueren. Porque todo puede ocurrir.

Hay sólo dos clases de chicas cosquillables: las que se mueren de risa y se debaten entre sus ligaduras pegando pataditas, y las que, tetanizadas de espanto, sólo alcanzan a decir: «¡Gggghh…! ¡Gggghh…!»

El dueño del castillo (y marido de Crisantemo) es el Ogro o Monstruo: Iwao Akutagawa. En realidad es un occidental que adoptó nombre japonés. Ha organizado una falsa yakuza. Sus hombres son ineficientes y tontos. Por ejemplo: intentan apretar a un tintorero ofreciéndole «protección». Pero el propietario les contesta: «No. Yo ya pago cuota a Yakuza.»

Si finalmente hacemos la película recordar que los diálogos entre japoneses son hablados en japonés. Abajo aparecen letreros en castellano.

Los antedichos bobos se ven obligados a asaltar a un quiosco de venta de cigarrillos, para traer aunque sea cincuenta o cien pesos al castillo.

Por orden de Crisantemo las víctimas (luego de torturadas con plumeros pequeños, plumas de ganso y deditos) son emparedadas en confortables y cómodos nichos (o bien enterraditas en el cementerio inglés). Cada tanto — y por su orden— desemparedan (o desentierran) a una para ver si ya murió o, en caso de que así haya sido, cómo va quedando. Ella les mira las tetas con una lupa: vivas o extintas.

El problema es que Akutagawa san, el Ogro, no es muy partidario de estas acciones extremas. A él le gusta torturar a las chicas, en efecto, pero no lastimarlas. A Crisantemo esto le parece una decadencia. Lo ama pero no puede creer que sea incapaz de llegar al límite de la crueldad. Poco a poco se está desilusionando con su hombre. Lo que ella ignora es que él también ya se está hartando con tanta ansia criminal al pedo.

De todas maneras él no es inocente. Está haciendo una película sadomasoporno: Tetas y cosquillas. El protesta pero filma todo: incluso las barbaridades de Crisantemo y las caras de horror de las gorditas (a través de los vidrios de los ataúdes) cuando les echan tierra encima. Si bien el Ogro generalmente ordena exhumarlas antes de lo que su mujer desea, las víctimas muchas veces ya han muerto por el espanto; otras salen de los féretros totalmente locas y, en ocasiones, catatónicas.

El Ogro, esta noche, está acariciando a una gigantesca araña. Sabe bien que Crisantemo viene de uno de sus «enterramientos prematuros», pero al principio se hace el tonto:

—¡Aaah!, qué lindas y gordas están mis arañas de Borneo. Las alimento con pajaritos vivos. Canarios y cosas así, te das cuenta. Mi único dolor es no tener un pterodáctilo amaestrado, en la entrada del castillo y posado en una percha. Una extinción de setenta millones de años me separa de mi mascota. Como dijo Oscar Wilde: «De acuerdo al gran principio darwiniano de la supervivencia de los más vulgares».

Cambiando de tono:

—Veo, querida, y de todas maneras, que vienes de hacer una de las tuyas.

—Es que me aburro mucho, pa. Además esa gordita se lo merecía.

—¿Por?

—Te quiso seducir.

—Qué va a querer seducirme, pobrecita. Ella sólo cumplía las órdenes.

—Pero entonces admitís que te acostaste con ella.

—En absoluto —mintió él—. Me limité a chuparle las tetas,

—Pues no te creo.
—Te doy mi palabra de boj scout —y al decirlo levantó tres dedos apretados: índice, mayor y anular.

—Ahora te creo menos.

—Ay, mi querida. Carecés del sentido de la verdadera crueldad. Sos tan terriblemente exagerada en tus cosas. Cuándo aprenderás que víctima viva sirve para segundos, terceros y hasta cuartos suplicios.

—Pero yo las quiero enterrar vivas y que mueran deshidratadas, pa.

—No, mi vida, no.

—Pero es que yo les quiero cortar las tetas y comer sushi\ pa.

—No, mi vida, no.

Viendo que ella se quedó algo enfurruñada:

—Mirá: te invito a algo delicioso. La desenterramos ahora mismo y filmamos su cara de horror. —Observando que sigue desagradada:— Mientras la grabo podés mirarle los pezones con una lupa.

—Está bien. Vamos.

Cuando sacaron la tapa los recibió un alarido tan horrísono que los hizo retroceder:

—¡Aaaahhh…! ¡Gragragragráff…!

La gordita estaba casi loca. Fue un milagro que no hubiese muerto por el horror.

Por orden del Monstruo es llevada a un cuarto del castillo y atendida por un médico japonés que le da un sedante.

Cuando se recupera, Crisantemo exige que sea llevada al tetado. Éste es una especie de corpiño de bronce o cobre lleno de agua. Se obliga a la víctima a meter allí sus tetongas. Luego se le encienden sendas velas por debajo. En realidad las velas jamás generarán suficiente calor como para achicharrarle los pechos. Pero la paciente no lo sabe y por eso sufre. Es, en realidad, un suplicio psicológico.

Crisantemo se opuso a esto de la manera más firme y terminante. Ella, en vez de velas, propuso dos mecheros Bunsen. «Porque quiero comer sukiyaki, pa.»

Pero el Monstruo, para furia de ella, se opuso.


Iwao Akutagawa está dándoles de comer a unas pirañas. Fukuyiro Sato, su subordinado más próximo y leal, se le acerca.

—Jefe, sensei, ¿se va a enojar si le digo algo?

—No. Además ya sé lo que me vas a decir. Adelante.

—Su mujer…

—Sí, seguro. Es una chica dura. Me va a ser fatal. Tonto no soy. ¿Pero sabés qué? La amo.

—Sí, sensei. Ya sé que usted la ama. Pero ella lo cree cruel. Cuando se dé cuenta de que usted es un buen tipo lo va a largar.

—A eso también lo tengo previsto. Voy a procurar que se entere recién a último momento.

—Sí, sensei.

Pero el momento estaba más próximo de lo que ambos creían.


En un rapto de inspiración el Ogro hizo secuestrar a Daisy, una vieja amiga suya. Llamó a todas sus tropas, Crisantemo y secuestraditas incluidas, para que la viesen.

Daisy estaba como volando: a un metro y medio de altura y casi paralela al piso. Cuatro sogas la sostenían de sus extremidades, obligándola a formar una «equis». Sus dos tetas, arruinadísimas y llenas de estrías, pendulaban. Se notaba que, en un remoto pasado, fueron grandes, erguidas y hermosas.

—Los he reunido por un asunto de la más trascendental importancia.

¿Oyeron hablar alguna vez del Nudo Gordiano? Era un nudo enorme, casi grande como una pelota de fútbol. Sujetaba a un carro a cierto sitio. Esto ocurrió en una ciudad asiática. Por allí pasó Alejandro Magno con sus tropas. Le contaron la leyenda: quien sea capaz de desatar el Nudo Gordiano (cosa muy difícil, pues las puntas de la soga estaban adentro de la enorme bola) será dueño de Asia.

«Alejandro tenía poca paciencia: sacó su espada y cortó el nudo de un solo tajo.

«Conquistó de Asia lo que conquistó: todo aquello que podía lograrse con la espada y el coraje personal. Pero para vencer a la sorpresa militar de los hindúes (sus elefantes de guerra) hacía falta paciencia y arbitrar ingeniosas medidas. Fue derrotado en el Norte de India y debió volver, renunciando a nuevas conquistas.

«Ahora bien, ustedes saben que yo soy de Camilo Aldao, provincia de Córdoba. Excavaciones arqueológicas recientes, en mi pueblo, encontraron lo que se ha dado en llamar la Tabla Esmeralda Camilense. Dice así: «Quien sea capaz de fabricar un triple Nudo Gordiano de Tetas será dueño de Asia».

«Perfecto. Esta chica que así ven, en estado rampante y con sus pingajos colgando, se llama Daisy. Es una amiga mía de hace muchos años. Aún no tiene los pechos ideales, pero se pueden perfeccionar. Quiero que todos, incluidas las mujeres, apreten suavemente estas tetas para que puedan valorar su consistencia.

Así lo hicieron todos, empezando por Crisantemo.

—Habrán notado cuán blandas son. Las felices prostituciones de esta chica, brindar su cuerpo generosamente a las fieras y, sobre todo, sus inacabables cogidas histéricas, han dado por resultado una completa dilución de sus lípidos. Muy pocas moléculas están unidas a otras. Si tajeásemos verticalmente sus pechos, el contenido se desparramaría sobre el piso dejando sólo dos charcos… Observen bien —y con las tetas de Daisy hizo un nudo. El intento de formar un segundo fracasó. Pero casi casi—. Practicaré gimnasia, todos los días diez minutos, con los bellísimos
pingajos de mi amiga. Calculo que en un año de tratamiento cada uno medirá un metro. Aquí, al revés del Gordiano original, las puntas (aréolas y pezones) estarán afuera. La gimnasia que practicaré será ésta.

Tomando las dos tetas con sus manos elevó su cuerpo hasta que no tocó el piso. Luego bajó (para dar un descanso a los tejidos), volvió a subir, etcétera. Los alaridos de Daisy realmente conmovían y reconfortaban el espíritu. En un momento dado ella se desmayó, pero sin prestarle la menor atención el sensei completó sus diez minutos de gimnasia.

Seis meses después los reunió a todos contentísimo:

—He logrado hacer el segundo Nudo. Las cosas marchan bien. Le calculo medio año más. Primero seré el dueño de la yakuza en todo el mundo, incluyendo la de Japón, y luego, desde esta plataforma Gordiana de lanzamiento, dominaré Asia. Se cumplirá la profecía esmeraldina de Camilo Aldao.

Todos sus fanáticos: «¡Banzai! ¡Banzai! ¡Banzai!»


Ella tiene sueños donde los muertos le cantan para llevarla: «¡Veeen! Ven a nosotros, te espera la oscuridad. La muerte es la hermosa, te vamos a hacer cagaaar…» (La música puede ser la del Himno de la Unión Soviética.)

Crisantemo se despierta horrorizada. «¡Papi! ¡Papi! ¡Los muertos me quieren llevar!» El Ogro, completamente dormido: «No pueden. No les des bola…» «¡Pero te digo que sí! ¡Los muertos me cantan para llevarme!»

La mina, julepeada, se convence de que tan sólo un sacrificio humano puede aplacar a sus enemigos del otro mundo. De entre las víctimas hay una gordita con quien ella está especialmente encariñada: es la misma a quien hizo enterrar viva recientemente y que el Monstruo salvó a duras penas. La idea es cortarle las dos tetas al rape con un péndulo filoso. The pit and the pendulum. Pero el Ogro no quiere saber nada. Para convencerlo ella adopta una actitud infantil porque sabe que a él eso lo enamora: «¡Pero es que yo quiero comer sukiyaki de tetas, pa!»

Lo que es la ceguera del amor. Por primera vez comprende que no se trata de travesuras. Tiene a un auténtico monstruo al lado. Siente alejamiento y miedo.

Mediante un artificio escénico le hace creer a Crisantemo que le cortó las tetas a la gordita. Son en realidad dos pechos de siliconas, pintadas por un artista japonés para darles realismo. A la víctima la acompaña a la salida en secreto. «Escúchame, gorda. Aquí tenés esta buena guita. Rajá y que mi mina no te vea o te las corta en serio. No quiero lastimarte, pero si vas con el cuento a la policía…» «No, amo. Yo no lo voy a traicionar.» «Voy a extrañarte. Sos una buena piba.» «Tiene mi teléfono, amo. Me puede llamar cuando quiera.» «Lo voy a hacer. Ya me tiene harto.»

Se besan. Pero a Crisantemo esa misma noche los muertos le vuelven a cantar: «¡Teee…! Te engañó, a las tetas no se las cortó. Sos una boluda, te vamos a matar. El te traiciona, a la gorda la besó. La amante con sus lípidos te va a reemplazaaar…»

El Ogro, cuando Crisantemo lo acusa, niega. De todas maneras tienen una pelea terrible. Es el principio del fin entre ellos.


Aparte de la falsa yakuza del Ogro hay una yakuza verdadera. Quien la manda es el Honorable Yamato san. Si él aparece de improviso en un recinto, o baja de un coche a la calle, todos sus soldados se tiran al suelo (frente en tierra y manos hacia adelante) en muestra de grandísimo respeto.

Lo que sigue está hablado exclusivamente en japonés. Si es película, subtítulos en castellano.

Yamato san, a sus soldados postrados:

—Acabo de saber que hay una organización, ajena a nosotros, que se hace llamar yakuza. Será necesario darles una lección. Preparen los soldados. Mañana por la noche los tomaremos al asalto.

Todos, desde el piso, gritan: «¡Hai!»


Al otro día por la tarde, el Ogro, ignorando por completo la que se le viene encima, está muy contento. Por primera vez ha logrado hacer un triple Nudo Gordiano con las pendulancias mustias de Daisy. Piensa reunir a los suyos (Crisantemo y gorditas incluidas) y anunciarlo. Pero, siempre fiel a su histrionismo, primero va a representar un pasaje de julio César, de Shakespeare (ése donde Marco Antonio despide a los restos de su amigo), y otro de El Padrino I, de Coppola. Luego anunciará la buena nueva.

Ya todos juntos el Monstruo da comienzo:

—Un grupo de notables me ha pedido que despida a los restos de éste… —y señala al piso— que fue mi amigo. ¿Realmente esto es todo lo que queda de ti, Gran Julio? No. No es lo único. También están estas pequeñas bocas rojas, llenas de sangre, que es donde los puñales de tus asesinos te atravesaron.

«Sé que soy un buen militar. Pero también reconozco que soy acuito. No he leído un solo libro en mi vida, salvo textos de ciencias militares. Incluso de éste —vuelve a señalar el piso—, que fue mi amigo, sólo leí Comentarios a la guerra de las Galias, y eso es porque se trata de un libro militar. No así éste, el Gran Julio, que era terriblemente culto y poseedor de un magnífico latín. Hablaba y escribía muy claro, porque quería que su pueblo (a quien amaba) lo entendiese bien.

«En mi simpleza creo todo lo que me dicen, puesto que no concibo la traición. Yo, como militar, sólo sé ser leal a mi jefe hasta la muerte.

«Cuando supe que lo habían matado en el Senado, fui allí lleno de odio. Pero encontré (entre otros) a Casio, Casca y Bruto: su ahijado —y señala al piso, al muerto—. Ellos, que son hombres honrados, me explicaron todo y yo quedé satisfecho. Dijeron que Julio César merecía morir por ambicioso. A esto yo no lo sabía. Que su ambición poma en peligro a la República romana. ¿Cómo dudar de la palabra de Casio, Casca y Bruto, su ahijado —y señala el piso—, si son hombres honrados. Sí. Honrados.

«De todas maneras, y seguro debido al hecho que ya confesé: el de ser acuito, hay cosas que no comprendo. Por tres veces, a éste —y señala el piso—, le ofrecí la corona de rey y por tres veces la rechazó. ¿Era entonces éste un hombre ambicioso? Romanos: debéis ser pacientes conmigo si os digo que no entiendo.

«Por lo demás tengo aquí, entre mis ropas, el testamento de César. Pero no me pidáis que os lo lea. No. Porque su lectura podría romper vuestros corazones en mil pedazos. Si supierais hasta qué punto César os amó no lo podríais soportar.

Los soldados del Monstruo, aleccionados, hacen de «pueblo» romano: «¡Léelo! ¡Léelo, Marco Antonio! ¡Queremos saber!»

—No, por favor. Ne mo obliguéis a leerlo. Es preferible que ignoréis cuánto os amó César.

«¡Léelo, Marco Antonio! ¡Léelo ahora mismo!»

—Bien. Puesto que me obligáis —hace como que saca de entre sus ropas un papel imaginario, en forma de rollo, y lo despliega—.

A cada uno de vosotros, ciudadanos romanos, el Gran Julio os lega setenta sestercios. Pero esto es sólo el comienzo. La totalidad de sus paseos, quintas y jardines, pasan a ser de vuestra propiedad, para que podáis disfrutarlos por siempre. Así os amó César. Ahora yo pregunto: ¿Era éste un hombre ambicioso?

«¡No, Marco Antonio! ¡No lo era!»

—O más bien la ambición es de estos «hombres honrados» que lo mataron? Romanos: esto es parricidio, porque han matado a vuestro padre y protector.

¡Al único que os hablaba claro y os amaba! ¡Este era un César!

«¡Tienes razón, Marco Antonio! Romanos: ¿qué estamos esperando?

¡Vamos a castigar a los parricidas! ¡Vamos a matarlos a todos!»

Los soldados se alejan hasta los bordes de la habitación. Se supone que Marco Antonio ha quedado solo con el cadáver de Julio César.

—Oh, amigo mío. No pude impedir tu muerte. Pero nadie —nadie— impedirá mi venganza. Tus pequeñas y sangrantes bocas por fin hallarán la paz. Éstas, que hasta ahora balbuceaban, serán purificadas por el fuego. Con otro tono:

—¿Les gustó?

Todos sus soldados se abalanzan:

«¡Sí, sí, Jefe! ¡Es magnífico! ¡Muy superior a sir Lawrence Olivier de Arabia!»

Estos cuadrúpedos confunden a Lawrence de Arabia, con Peter O’Toole, con sir Lawrence Olivier.

«En su rostro se notan las divinas facciones de Jim Morrison.» «Es Elvis Presley reencarnado. ¡El espíritu de Elvis está aquí!» «¡Mejor que James Dean!»

El Ogro, con falsa modestia, se vuelve a las secuestraditas:

—Ya lo ven. Estos hombres no me dejan mentir. Críticos implacables.

Y ahora, antes de darles una maravillosa noticia, voy a deleitarlos con un contraído fragmento de El Padrino I.

En lo que sigue, la Bestia imitará las voces de Marión Brando y Al Pacino. «Michelle: a partir de ahora deberemos tener mucho cuidado con lo que digamos y hagamos delante de Barcini.» «Querrás decir delante de Tataglia, papá.» «Tataglia es un payaso. Nunca hubiera tenido la inteligencia para matarlo a Santino, tu hermano. Barcini es el jefe. Y siempre lo fue. Pero recién lo supe esta noche.

«Yo siempre conocí que si alguien debía reemplazarme Santino sería un mal Don. Pero prefería eso a… En cuando a Fredo… No existe. Nosotros lo queremos pero no sirve para el negocio. Yo sabía bien que sólo tú podías reemplazarme. Pero no es lo que yo quería. Tenía otros planes para ti. Soñaba con senador Corleone… gobernador Corleone. Y ahora mírate: estás de cabeza metido en el negocio.» «Pero fue mi decisión, papá.» ‘Ya lo sé. Pero no es lo que yo quería. ¡Ah! Antes de que me olvide. Barcini, a través de alguien de toda tu confianza, va a proponerte un trato: encontrarse, tú y él en terreno neutral para arreglar los asuntos de las familias. Una vez allí van a asesinarte. Fíjate bien en el ‘hombre de toda tu confianza’ que te proponga el encuentro, porque ése es el traidor. No quiero que te olvides de esto. Cuando te lo propongan acepta, pero ya debes tener a toda tu gente preparada para golpear a todas las familias al mismo tiempo. Tú, ese día, deberás estar rodeado de testigos insospechables.» «Mi hermana me propuso ser padrino de su hijo.» «Magnífico. Qué mejor que una iglesia llena de gente. Últimamente tomo mucho vino.» «Pero te hace bien, papá.» «No sé si me hace bien. ¡Ah! Otra cosa. Haz colocar escuchas en cada teléfono de esta casa. Debes tener control de cada llamada que entra y que sale.» «Pero a eso ya lo hice, papá.» «Ah, es cierto. Ya lo había olvidado. Últimamente tomo mucho vino. No sé si me hace bien o mal pero es inevitable.»

El conde Lai Drácula se vuelve a su gente:

—¿Y? ¿Qué les pareció? Uno de sus adláteres:

«Bueno, como diría la Chilindrina en El Chavo del Ocho: No es como para decir: ¡Qué bárbaro! ¡Qué bruto! ¡Qué buen actor! Pero igual hay que reconocer que nuestro Ogro es muy superior a Marión Brando y Al Pacino juntos.» «¡Drácula Colorado: eres lo máximo!»

La Bestia se torna a las secuestraditas y les dice con falsa modestia:

—Ya lo ven. Estos hombres no me dejan mentir. Críticos implacables.

Y ahora viene la buena noticia: tardé un año pero, justo hoy, conseguí hacer el Triple Nudo…

Jamás pudo completar su frase. Afuera se sienten explosiones de granadas y ráfagas de ametralladoras. Los soldados de Yamato san están atacando.

Los hombres del Ogro se despliegan y comienzan a luchar, pero son solamente siete y el enemigo cuenta con armamento superior y son veinticinco. Los de la falsa yakuza caen uno por uno.

Fukuyiro Sato, el segundo en jerarquía, combate con valor. Mata a dos adversarios antes de que lo destruyan.

La Bestia, Akutagawa san, no toma armas de fuego. Camina despacio y se instala en un cuarto pequeño. Deja la puerta abierta. Crisantemo lo sigue por curiosidad.

El Jefe se arrodilla. Toma una katana pequeña, de suicidio, y la deposita en el piso. También pone a un lado un puñal afiladísimo. Con una cuerda ata los pelos de su nuca. En la frente se coloca una vincha escrita en idioma oriental: «Lai Ts’Chiá Chiang Chün» (General de Ejército Venga Aspiración muy Buena). No sé cómo será en japonés.

El conde dice para sí mismo pero en voz alta:

—Después de todo la profecía de la Tabla Esmeralda de Camilo Aldao resultó falsa…

En la puerta aparece el propio Yamato san, quien queda sorprendido:

—Pero usted no es japonés. ¿Cómo sabe tanto de nosotros?

—Parafraseando al Maestro Confucio: «Quien piense como un japonés sea considerado japonés. Quien piense como un bárbaro sea considerado bárbaro.» Estoy a favor del heroísmo japonés. Más allá de si se lo aplicó o no a favor de una idea equivocada. El heroísmo, en sí mismo, es injuzgable.

Y otra cosa.

Con el cuchillo pequeño corta los pelos atados de su nuca y los tira con desprecio a un lado.

—Esto es por la degradación.

—¿Degradación?

—He perdido. Y en más de un sentido. Los hombres vulgares escarmientan en cabeza propia. El sabio escarmienta en cabeza ajena. Yo escarmenté en la mía. —Luego continúa, con cierta mirada rara:— Honorable Yamato san: para mí sería un honor que usted me presidiese en mi seppuku —sonríe irónico:— Pero cuidado: no corte por completo la cabeza o el deshonor será para usted.

—Lo sé. Es lo que ordena Bushido, el código del samurai. La cabeza no debe quedar totalmente separada.

—Pero primero voy a demostrarle que no sólo sé hablar japonés sino que soy japonés. Quizá usted y yo estemos equivocados en lo que hacemos. Tal vez la equivocación sea nacional y venga de más lejos. Pero hoy se vive algo peor que un error. Japón está en decadencia. Nadie mira ni escucha. Ya casi no hay arte ni quien lo contemple. De todas maneras —y señaló a Crisantemo, que estaba por allí cerca mirándolo con desprecio— sólo los débiles dejan de amar. Los fuertes nunca y por eso mueren. Sí. Como usted sabe, si el samurai se corta la coleta es porque se está degradando. Habrá amado a alguien equivocado.

Akutagawa san dice con tono terrible, mirando el vacío:

Hi wa ri ni katazu
Ri wa ho ni katazu
Ho wa ken ni katazu
Ken wa ten ni katazu
Ohnishi kamikaze tokotai ei.

«La Injusticia no puede vencer al Principio. El Principio no puede vencer a la Ley. La Ley no puede vencer al Poder. El Poder no puede vencer al Cielo.

Almirante Ohnishi, jefe del cuerpo de ataque especial kamikaze (Viento Divino)»

Injusticia Hi
Principio Ri
Ley Ho
Poder Ken
Cielo Ten

Akutagawa san:

—Recuerde que no puede actuar hasta que yo golpee con mi mano tres veces sobre el piso.

—Lo recuerdo. Es la tradición.

—¡A-ái!

El Honorable Yamato san desenvaina su katana.

Akutagawa san se abre el vientre, cae hacia adelante y golpea el piso tres veces con la mano derecha.

Con una fulguración Yamato san corta la cabeza hasta donde el ritual lo permite.

Uno de los hombres de Yamato dice en voz alta:

—Akutagawa san ha cometido seppuku. Su comportamiento también ha sido impecable.

Crisantemo sale de las sombras y le dice a Yamato:

—Me voy con vos.

—Mmh. Me gustás mucho. Pero… si una mujer ha traicionado a su hombre también a mí va a traicionarme. —A sus soldados:— Mátenla.

La pantalla se hace negra y aparecen, en japonés (y al lado en castellano), estas palabras en letras blancas:

Hi
Ri
Ho
Ken
Ten

(De: Cuentos completos, Ed. Simurg, 2011)