El crímen de Han
ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA
Por Naoya Shiga
Ocurrió un suceso inesperado. Un muchacho chino llamado Han, que trabajaba como ilusionista, le cercenó durante una función a su mujer la carótida con un cuchillo de hoja ancha. La joven esposa falleció en el acto. Han no tardó en ser detenido.
Tanto el director de la compañía como otro asistente chino, el presentador y unos trescientos espectadores presenciaron la escena. En una de las sillas que había sobre la tarima que delimitaba las butacas había sentado un agente de policía que también lo vio todo. Sin embargo, a pesar de que había sido el centro de atención de tantas personas, nadie estaba del todo seguro si se trató de un acto intencionado o de un suceso accidental.
El espectáculo consistía en situar a la mujer frente a una gruesa tabla del tamaño de una puerta. El siguiente paso de la función era lanzar varios cuchillos grandes a una distancia de cuatro metros. Cada lanzamiento se puntuaba con un grito, y el objetivo era dibujar el perfil del cuerpo de la mujer clavando los cuchillos a intervalos de seis centímetros.
El juez interrogó al director:
—¿Es muy difícil esa representación?
—No. Para un experto no se trata de un número tan complicado. No obstante, podemos afirmar que siempre se ha de mantener un estado de ánimo saludable, con cierta tensión, para ejecutar este número.
—Entonces, ¿el suceso no podría tratarse de un error?
—No tenga la menor duda de que, si ese supuesto fuera probable, no permitiría ese espectáculo.
—Por lo tanto, ¿crees que ha sido un acto intencionado?
—No, no lo creo. El caso es que es un número que se ejecuta a una distancia de cuatro metros y sólo se basa en la maestría y cierta habilidad intuitiva. No puedo afirmar con certeza que todo vaya a suceder sin fallos, como si fuera un trabajo ejecutado por una máquina. Sí es cierto que nunca pensamos que podría ocurrir algo así hasta que se ha cometido este error. Pero lo cierto es que, ya que ha sucedido, creo que es imperdonable sacar una idea que teníamos desde hace mucho tiempo y criticarla.
—¿Cuál es tu maldita opinión?
—Pues es que al fin y al cabo yo tampoco lo entiendo.
El juez se sintió desorientado. El hecho es que hubo un asesinato. Sin embargo, no había ninguna prueba de que fuera un asesinato pasional o uno premeditado. El juez pensó: «Si se tratara de un asesinato planificado, no podría haber elegido un modo más ingenioso». A continuación llamó al asistente chino que acompañaba a Han antes de sumarse a la compañía y comenzó su interrogatorio.
—¿Cómo suele comportarse?
—Es un hombre muy correcto. No se entrega al juego, las mujeres o a la bebida. Además, se convirtió al cristianismo el año pasado y domina muy bien el inglés. En sus ratos libres suele leer un libro de sermones.
—Y su esposa, ¿cómo se comportaba?
—Ella también tenía un comportamiento ejemplar. Como usted bien sabe, entre los artistas ambulantes no sólo hay personas de buenos modales. Hay algunos que se llevan a la mujer de otro y se escapan. La esposa de Han era una mujer bajita y hermosa. Me parece que a ella también se le presentaron esa clase de tentaciones, pero jamás cayó en ellas.
—¿Y el carácter de ambos?
—Los dos eran muy tranquilos y simpáticos. Ante los demás mostraban un férreo dominio de sí mismos y jamás se enfadaron con nadie. Pero… (El chino paró aquí su discurso. Pensó un poco y continuó de nuevo). ——Me preocupa comentar esto, porque quizá sea inconveniente para Han. Si le soy sincero, los dos eran muy tranquilos y simpáticos y mostraban mucha templanza ante los demás, pero entre ellos podían ser muy crueles. Es un misterio.
—¿A qué podía deberse?
—No lo sé.
—¿Eran así desde que los conociste?
—No. La esposa dio a luz hace unos dos años. El bebé falleció tres días después. Dijeron que fue a causa de un parto prematuro. A partir de entonces, su relación fue degradándose. Nosotros nos dábamos cuenta. De vez en cuando se enzarzaban en unas discusiones terribles por cualquier trivialidad. En ese tipo de situaciones, Han palidecía en un instante. Sin embargo, al final era un hombre que no decía ni una palabra y nunca demostró ninguna actitud violenta hacia su esposa. Todo esto, por supuesto, era porque su religión lo prohibía, pero en su cara se reflejaba una tremenda e incontrolable ira. Un día le dije que, si se llevaban tan mal, no hacía falta que estuvieran juntos para siempre. Pero Han contestó que, si bien su esposa tenía razones para pedir el divorcio, él no las tenía. Han se comportaba como un perfecto egoísta. Decía: «No hay forma de amarla. Y una esposa que no es amada poco a poco deja de amar a su marido. Es normal». Ésta fue la razón por la que ese hombre comenzó a leer la Biblia y el libro de sermones. Trataba a toda costa de ablandar su propio corazón. Más bien me parecía que quería arreglar su iracundo corazón, un corazón que le hacía odiar a una esposa que no tenía razones para que la odiaran. En realidad, la esposa también era una mujer miserable. Llevaba tres años dando tumbos de aquí para allá como una artista ambulante. Fue durante los tres años posteriores a casarse con Han. Tiene un hermano en su pueblo, un libertino que ha hecho desaparecer su casa. Está arruinada. Aunque se hubiera separado de Han y regresado a su pueblo, no podría encontrar ningún hombre que se fiara de una mujer que ha estado viajando cuatro años para casarse con ella. Creo que no tenía más remedio que quedarse con Han a pesar de la discordia.
—Bueno, ¿qué opinas sobre el suceso?
—¿Me pregunta si fue un error o intencionado?
—Sí.
—La verdad es que le he estado dando vueltas desde entonces, pero cuanto más lo pienso, menos lo entiendo.
—¿Y por qué?
—No sé por qué. Hasta aquí han llegado las cosas. Tal vez todos nos sentimos así. Le pregunté al presentador y también me dijo que ya no entendía nada.
—En el momento en el que sucedió, ¿pensaste en alguna de las dos posibilidades?
—Sí. Pensé: «La ha matado».
—Comprendo.
—Pero el presentador me dijo que pensó: «La ha pifiado».
—De acuerdo. Pero es posible que ese hombre no estuviera al tanto de la relación cotidiana entre ambos. Por eso se limitó a pensar eso, ¿no lo crees?
—Es posible. Yo pensé «la ha matado» porque conocía muy bien su relación cotidiana. Por eso pensé así, tal cual. Es natural pensar así.
—¿Cómo reaccionó Han en ese momento?
—Se le escapó un «¡Ah!» que llamó mi atención. Cuando la miré a ella había mucha sangre derramándose por el cuello. Aun así, se quedó de pie durante un momento. Su cuerpo colgaba ligeramente de uno de los cuchillos y cuando se salió cayó como si se estuvieran hundiendo juntos. En ese instante nadie pudo hacer nada. Todos nos quedamos contemplándolo todo en tensión. No le puedo ser más exacto porque no estaba tan calmado como para observar el estado de Han en ese momento. No obstante, me imagino que durante esos segundos Han también se quedó como nosotros. Después pensé: «Por fin la ha matado». Pero cuando miré a Han estaba de pie, pálido, con los ojos cerrados. Bajamos el telón y tratamos de levantarla. Ya estaba muerta. Han estaba muy excitado, con un gesto horrible, diciendo: «¿Por qué he cometido un error como éste?». Se arrodilló y rezó en silencio durante un buen rato.
—¿Se le veía aturdido?
—Le vi un poco aturdido.
—Bien. Cuando me surjan más preguntas te llamaré de nuevo.
El juez ordenó que se retirara el asistente y llamó en último lugar al acusado. Han parecía un hombre inteligente, con una cara firme y pálida. El juez se percató a primera vista de que Han padecía neurastenia y en cuanto se sentó en la silla le dijo:
—Acabo de interrogar al director y al presentador. Más adelante les haré algunas preguntas.
Han asintió con la cabeza.
—¿Hubo algún momento en el que amaste a tu esposa? ¿Aunque fuera un poco?
—La amé con todo mi corazón desde que nos casamos hasta que dio a luz al bebé.
—¿Por qué ese suceso fue tan discordante?
—Porque descubrí que ese bebé que mi esposa había dado a luz no era mío.
—¿Conoces a ese hombre?
—Puedo imaginarlo. Es el primo de mi esposa.
—¿Lo conoces?
—Era un amigo íntimo. Fue el mismo hombre que propuso nuestro casamiento. Fue él quien me lo recomendó.
—¿Era la relación entre ellos anterior a la tuya?
—Por supuesto. El bebé nació ocho meses después de haberla conocido.
—Me dijo el asistente que era un parto prematuro…
—Yo le convencí de que así fue.
—Me comentó que el bebé falleció enseguida.
—Sí, murió.
—¿A causa de qué murió?
—Una asfixia en el pecho.
—¿Lo hizo tu esposa adrede?
—Me dijo que se trató de un accidente.
El juez se quedó callado y miró la cara de Han. Han tenía la cara levantada y miraba hacia abajo mientras esperaba la siguiente pregunta. El juez abrió la boca.
—¿Te confesó tu esposa esa relación?
—No lo hizo. Yo tampoco pregunté. Parecía que la muerte de ese bebé lo equilibró todo. Así que pensaba que debía ser lo más generoso posible.
—Pero ¿no podías ser generoso hasta el final?
—No. Me quedó una sensación de que la muerte del bebé no podía compensar. Si lo pienso, podría haber sido bastante generoso alejándome de ella. Sin embargo, mi esposa se presenta ante mí, hace cualquier cosa, y a medida que miro su cuerpo me invade de pronto una sensación de desagrado irreprimible.
—¿No te planteaste el divorcio?
—Lo hice con frecuencia, pero nunca se lo dije.
—¿Por qué?
—Era débil. Mi esposa decía que si le pedía el divorcio no podría seguir viviendo.
—¿Tu esposa te amaba?
—No me amaba.
—Entonces, ¿por qué te lo decía?
—En primer lugar, creo que se debía a la necesidad de supervivencia. Su hermano llevó a la ruina a su familia. También era consciente de que ningún hombre serio querría como esposa a una mujer que había estado casada con un artista ambulante. Además, aunque quisiera trabajar, no servía para nada debido a sus pies pequeños. 70
—¿Cómo iban vuestras relaciones sexuales?
—Supongo que no éramos tan distintos a cualquier otro matrimonio.
—¿Tu esposa no se compadecía de ti?
—No creo que se compadeciera de mí. Creo que para ella el hecho de convivir suponía un dolor insoportable. Pero tenía una paciencia para resistir el dolor inconcebible para un hombre. Mientras mi vida se deshacía de manera gradual, mi esposa se limitaba a observarme con una mirada cruel. Yo sufría al tratar de salvarme y procurar acceder a mi verdadera vida. Me veía desde un lado, con crueldad, tan alerta que no cabía espacio para el descuido.
—¿Por qué no te comportaste con arrojo ante aquella situación?
—Porque pensaba en varias cosas.
—¿Qué cosas?
—Pensaba en ejecutar determinados actos sin cometer ningún error. Pero, al fin y al cabo, aquellos pensamientos no resolvían nada.
—¿Pensaste alguna vez en matarla?
Han no contestó. El juez se lo repitió. Aun así, Han tardó en dar una respuesta; contestó:
—Antes de eso quería que se muriera.
—De modo que, si la ley lo permitiera, ¿la habrías asesinado?
—No pensaba así por temor a la ley. Sencillamente era débil. Y a pesar de ser débil tenía muchas ganas de vivir una auténtica vida.
—¿Y pensaste después en matarla?
—No lo decidí, pero lo pensé.
—¿Cuánto tiempo antes del suceso lo pensaste?
—La noche anterior. O la mañana del mismo día.
—¿Discutisteis antes?
—Sí.
—¿Por qué razón?
—Fue tan trivial que no merece la pena contarlo.
—Adelante, cuéntamelo.
—Fue por la comida. Cuando tengo hambre me pongo furioso. Me había enfadado porque mi esposa estaba tardando en preparar la comida.
—¿Te enfadaste más de lo normal?
—No, pero un rato después seguía nervioso. Eso no me sucede. Durante esos días me sentía muy irritado al no tener una auténtica vida. Aunque me acostara, me era imposible conciliar el sueño. Me venían varias ideas a la cabeza. Empecé a pensar que esta vida suspensa e indecisa se debía a la relación con mi esposa. No era capaz de atreverme a realizar mis anhelos, porque me dedicaba a observar a mi alrededor en todo momento. Tampoco podía tratar de vencer aquello que aborrecía. Todo se debía a esa relación. No venía ninguna luz en mi horizonte. Y un deseo ígneo me lo suplicaba. Aún no había ardido, pero estaba a punto de encenderse. Era la relación con mi esposa la que lo impedía. Además, ese fuego no podía apagarse por completo. Emanaba un humo repugnante. Estaba a punto de intoxicarme por el disgusto y el sufrimiento. Y cuando terminara por intoxicarme ya habría muerto. Sería un muerto en vida. Aunque estuviera en esa situación, me esforzaba al máximo por procurar aguantarlo. «¡Que se muera!». Me repetía esa sucia y fastidiosa idea. Si me encuentro así, ¿por qué no la mato? Y el problema no era qué pasaría después de haberla matado. Me meterían en la cárcel, y no sé si mi vida sería mejor en la cárcel. Cuando llegue el momento será el momento. Lo que pase en ese instante podré superarlo de cualquier modo en ese mismo momento. Por mucho que trate de vencerlo, es posible que no pueda hacerlo. Pero si lo intento hasta la muerte, ésa será mi auténtica vida. Ya casi había olvidado que tenía a mi esposa al lado. Al fin empecé a sentirme cansado. No era la clase de cansancio que, a pesar de estar agotado, te permita conciliar el sueño. Hacía que me distrajera. A medida que esa extrema tensión se fue aflojando, la sombra de la idea de matar a una persona se difuminó. Sentía el desconsuelo que se siente tras haber tenido una pesadilla. Por otro lado, me sentí triste y lamentable. A pesar de esa fuerte obsesión, mi débil voluntad me hizo perder el ánimo en tan sólo una noche. Por fin amaneció. Y me imaginé que tampoco mi esposa habría dormido.
—Cuando os levantasteis, ¿notaste algo distinto a lo habitual?
—Los dos nos quedamos callados.
—¿Por qué no planteaste huir de tu esposa?
—¿Dice usted que tanto una cosa como la otra habría dado el mismo resultado que esperaba?
—Sí.
—Para mí hay una diferencia considerable.
Han miró al juez a la cara y se quedó mudo. El juez se limitó a asentir con la cabeza con una expresión calmada.
—Pero, aun así, existe un profundo foso entre el acto de pensarlo y el pensamiento de un verdadero asesinato. Aquel día, desde la mañana, no sabía por qué, pero me sentía excitado. Y la agudeza de los nervios no aporta margen a la flexibilidad. Se debía a mi cansancio físico. Como esa mañana no podía quedarme quieto, salí a dar un paseo por donde no hubiera nadie. Le estuve dando vueltas al hecho de que había que hacer algo de cualquier manera. Sin embargo, al contrario de lo que había sucedido la noche anterior, no me vino a la mente la idea de matarla. Ni siquiera me preocupaba la representación de aquel día. Si hubiera tenido esa idea, por leve que fuera, no habría elegido ese espectáculo, ya que teníamos muchas otras cosas que mostrar. Cayó la noche y llegó nuestra hora de salir al escenario. Incluso en ese momento no se me pasó por la cabeza. Como hago siempre, corté algunos papeles y clavé los cuchillos en el suelo para mostrar a los espectadores que las hojas están bien afiladas. Después apareció mi esposa con su extravagante maquillaje y su llamativo vestido chino. No noté nada fuera de lo habitual. Saludó a los espectadores con su simpática sonrisa, se dirigió al tablón y se quedó de pie delante de mí. Yo también me puse de pie, sujetando un cuchillo frente a ella a cierta distancia. En ese momento, los dos nos miramos el uno al otro. Fue la primera vez desde la noche anterior. Y entonces sentí al fin que haber elegido esa representación era peligroso. Pensé que sería muy arriesgado que no me concentrara al máximo. «Debo hacer todo lo posible por calmar mi excitación y mis nervios; han perdido su agudeza y están debilitados. Sin embargo, el cansancio ha penetrado hasta mi corazón y me es imposible calmarme por mucho que lo intente». Desde aquel momento empecé a dudar de mis habilidades. De pronto sentí como mi cuerpo se tambaleaba. Llegó la hora. Al principio acerté a clavar un cuchillo encima de la cabeza. El cuchillo se clavó tres centímetros por encima de lo esperado. A continuación lancé otros dos bajo las axilas. Mi esposa tenía las manos levantadas hasta la altura de los hombros. Cuando los cuchillos se alejaban notaba algo pegajoso y agarrotado. Ya no sabía adónde se dirigían. En cada lanzamiento pensaba: «¡Bien!». Ponía todo mi empeño en tranquilizarme. Pero sucedió todo lo contrario y cuanto más consciente era, mayor incomodidad sentía en mis brazos. Lancé un cuchillo hacia el lado izquierdo del cuello. Cuando me disponía a lanzarle otro a la derecha, mi esposa puso de repente una extraña expresión en su rostro. Daba la impresión de sufrir un intenso terror impulsivo. ¿Presintió que aquel cuchillo iba a clavarse en su propio cuello? No lo sé. Sólo noté cómo aquel intenso terror se había reflejado en mi corazón. Sentí vértigo. Aun así, lancé el cuchillo que tenía en la mano con todas mis fuerzas, apuntando casi a la oscuridad sin tener claro el blanco.
El juez seguía en silencio.
—Al final pensé que la había matado.
—¿En qué sentido? ¿Quieres decir que fue premeditado?
—Sí. De repente pensé que lo había hecho adrede.
—Los testigos afirman que te arrodillaste y te pusiste a rezar al lado del cadáver.
—Eso fue una argucia que se me ocurrió en ese momento. Yo sabía que todo el mundo me veía como un devoto creyente cristiano. Mientras hacía la pantomima de rezar trataba de decidir la actitud adecuada para esa situación.
—Estabas firmemente convencido de que había sido un asesinato intencionado, ¿verdad?
—Sí. Enseguida pensé que podría aparentar que todo fue un error.
—Pero ¿qué demonios te hizo pensar que fue intencionado?
—Mi corazón había perdido el control.
—¿Pensaste que habías logrado engañarlos a todos con éxito?
—Más tarde me horroricé al pensarlo. Intentaba mostrarme sorprendido de la manera más natural posible. También fingía tristeza y actuaba como si estuviera atolondrado. Pero si al menos sólo uno de los presentes hubiera tenido cierta perspicacia, se habría percatado de que mi actitud era forzada. Al recordar mi estado durante aquellos momentos me recorrió un sudor frío. Aquella noche tomé la decisión de que tenía que ser inocente a toda costa. Ante todo, el hecho de que no hubiera ninguna prueba objetiva sobre aquella atrocidad me tranquilizó mucho. No me cabía duda de que todo el mundo estaba al tanto de nuestros desacuerdos diarios. De modo que era inevitable que sospecharan que fue intencionado, pero si insistía hasta el final en que se trató de un error, todo se arreglaría. Nuestras desavenencias cotidianas podrían levantar sospechas, pero no supondrían ninguna evidencia. Pensé que al fin me declararían inocente por falta de pruebas. Entonces empecé a preparar cualquier pregunta que pudiera surgir para reaccionar del modo más natural, como si todo hubiera sido un error, repitiendo con calma todo el suceso en mi corazón. Pero mientras tanto me surgió una duda: ¿por qué pensaba que había sido intencionado? La noche anterior me había planteado matarla. Pensé: «¿Era ésa la única razón por la que había decidido que había sido intencionado?». Poco a poco empecé a sentirme confuso. De repente me puse nervioso. Estaba tan excitado que no podía quedarme quieto. No podía evitarlo. Me pareció insoportablemente gracioso. Tenía unas irrefrenables ganas de gritar en voz alta.
—¿Entonces llegaste a creer que todo había sucedido por error?
—No, aún no puedo pensar así, pero ya no soy capaz de entender qué sucedió, así que pensé que si contaba todo con honestidad podría ser inocente. Por el momento, la inocencia lo es todo para mí. Con ese fin, aunque no tenga ninguna certeza, poder ser honesto conmigo mismo tiene mucha más fuerza que engañarme y tratar de insistir en que todo fue por un error. Ya no puedo asegurar que fue un error. En cambio, tampoco puedo decir que fue intencionado. Pude pensar: «De esta manera ya no hay nada que confesar».
Han se quedó callado. El juez también estuvo en silencio durante un rato. Como si hablara consigo mismo dijo:
—No creo que hayas mentido en tu declaración. Por cierto, ¿sientes al menos cierta tristeza por la muerte de tu esposa?
—En absoluto. Incluso cuando odiaba a mi mujer con toda mi alma jamás llegué a imaginar que podría describir su muerte de una manera tan jovial.
—Está bien. Puedes retirarte.
Así habló el juez. Han hizo un leve ademán al bajar la cabeza y salió de la sala en silencio.
El juez sintió una inexplicable excitación.
Cogió enseguida una pluma. Escribió de inmediato: «Inocente».
Octubre de 1913
(De: Seibē y las calabazas. Hermida Editores, 2020. Traducción de Makiko Sese y Daniel Villa)