El frasquito

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por Luis Gusmán

DECÍME NENA CUÁNTAS VECES TE DIJE VAS A QUEDAR… A VOS TE PARECE QUE POR UN MINUTO DE PLACER TE IBA A DEJAR CON UN HIJO.

La policía me pega por haber matado al mellizo, me pega con cinturones negros de hebillas anchas y plateadas. Quieren que les cuente la historia del mellizo muerto. Policías violadores con todo ese correaje sagrado, con ese olor a cuero, quieren que cante, que declare cómo maté al mellizo. Ahí está la madrecita mirándome, mi padre, el paraguayo, todos rodeándome, me torturan y me gritan asesino. Le sonrío al policía y le señalo al paraguayo con el dedo y le digo él es el culpable por glotón. Pero me ponen la luz en los ojos y me preguntan dónde escondí el cuerpo del mellizo muerto, entonces les cuento lo que me contó la abuela, de que está en la Chacarita, el último nicho empezando a contar de la derecha, cerca de la tumba de Gardel, tan alto que nunca alcancé a ponerle flores.

Yo no lo conocí al muerto, cuando él murió yo no había nacido todavía, sólo sé que eran dos varones, uno no resistió la inyección y murió, murió porque llevaba la sangre del padre, el otro, el que llevaba la sangre de la madre se salvó.

Inmóvil, insobornable, desde la silla nos vigila el cinturón de Don Pedro el policía. Él duerme, más tarde se va a levantar, tomará unos mates como todas las tardes, mientras se coloca la chaquetilla azul frente al espejo, se ajusta el cinturón y la cuarenta y cinco de servicio, su mujer desde atrás con el mate listo le saca las pelusas, le acomoda el correaje.

Se desprende del correaje, saca la cuarenta y cinco y la coloca sobre la oveja que tiene cerca, no se saca los pantalones sino que solamente abre la bragueta y la saca para violar, ella baja el cierre de los pantalones blancos y se tira en el pasto esperando ser violada por la mala leche policial.

Subimos en un auto y vamos a la Chacarita, durante el viaje pido si me pueden aflojar un poco las esposas y un cigarrillo. Cerca de la tumba de Gardel está el nicho, el último empezando a contar de la derecha, la abuela nunca miente —le digo— a un policía, otro coloca una escalera y sube, miro para arriba y me doy cuenta de que ahora tampoco alcanzaría a ponerle flores aunque quisiera. Lo abren, un cajoncito blanco y vacío, ni cenizas, la madrecita grita hay que matarlo, lo mató porque quería las dos tetas para él, por angurria, ahora que va a querer matarme el paraguayito, las pagará todas juntas, maldito coyote, gritan los policías y se abalanzan sobre mí para pegarme.

Yo espero que Don Pedro el policía se duerma, pero él no se duerme nunca, fuma y lee novelas policiales toda la noche, cuando amanece recién apaga la luz pero sigue fumando, los policías nunca duermen están siempre despiertos para velar por el sueño de los demás —me dice— y ojo con la Pirula, cuidado con la Pirula, si te veo con la Pirula te marco con el cinturón.

El cinturón de Don Pedro camina solo, además tiene ojos y nos vigila.

Yo espero en la puerta del pesebre que el policía de provincia termine de violar. Él la guarda sin limpiar, ella cierra el cierre, él se acaricia la cicatriz del mentón mientras se coloca la cuarenta y cinco. Cuando salen ella corre y me abraza, le da asco ese olor a cuero, a policía, hay que tener la concha de fierro para coger con un policía —dice la Biyú.

Seguro que lo enterró en algún potrero, lo cortó en varias partes y desparramó los pedazos por toda la ciudad, en paquetes envueltos en papel de diario que dejó en los baños de las estaciones de ferrocarril, lo tiró al Riachuelo, lo redujo a cenizas y los metió junto con la leche de Montana adentro del frasquito y mientras canta lo zangolotea como si fuera una coctelera.

Leche y cenizas dentro del frasquito mágico, lo frota como la lámpara de Aladino y aparece el mellizo vivito y coleando, entonces él vuelve a matar, clavándole una inyección por la espalda y el otro muere, así mil veces, muchas veces, hasta cansarse, después se arrodilla y reza a los espíritus, cae en trance, invoca el alma del mellizo y su cuerpo recibe su espíritu, entonces empieza a hablar, sabiendo que aunque es su voz la que escucha es el mellizo el que habla por su boca para contar su muerte con sus propias palabras.

La madrecita con las rodillas separadas, la cara vuelta hacia la pared donde cuelga el retrato de Kardec, quejándose, perdiendo la poca sangre que tiene, lista para dar a luz, invocando en voz baja a los espíritus del bien para que acudan en su ayuda.

Los espiritistas sentados alrededor de la cama, todos con los ojos cerrados, tomados de la mano haciendo la cadena, llevan puestos sombreros de colores que terminan en pico, uno cuyo sombrero es rojo, otro cuyo sombrero es verde y Martín el médium con un sombrero multicolor húmedo y resbaladizo como si lo hubiera hecho con la piel de una anguila. Son mágicos —dice Irene la médium de los ojos verdes— los espíritus no pueden resistir sus miradas, sus colores los enceguecen.

La madrecita recostada ahora en su silla de viaje con la mirada perdida en el camino, su vagina se mueve acompasadamente, los sombreros de los hermanos comienzan a brillar, se vuelven lisos amenazantes hacia el cuerpo de la enferma, listos para abrirse paso a través de la vagina ensangrentada, de la que chorrea sangre, mientras debajo de la hamaca a lunares comienza a formarse un charco.

La médium dice que adentro de la barriga de la madrecita hay pulpos, que si entro a la pieza van a querer agarrarme, tentáculos que entran y salen alternadamente, hambrientos como las plantas carnívoras que hay del otro lado del camino, cerca de las arenas movedizas. Don Martín cambia las hojas de parra de la barriga de la madrecita por otras más frescas, mientras acaricia el lomo de los animales protectores que van a comerse los espíritus malignos, una pantera azul, un animal bicolor, otro del color del polvo. Don Martín los tiene atados con largas cadenas, a mí me parece que no son fieras sino los gatos de los vecinos que mimosos pasan sus lenguas ásperas por la barriga hinchada de la enferma, mientras que los otros se quieren comer las hojas de parra, que nosotros tuvimos que pedir de puerta en puerta. Los gatos comienzan a maullar.

La hermana hace ademanes en el aire como si se hubiera quedado ciega, con la mirada extraviada le pregunta a Irene «en verdad estoy vestida con las cálidas ropas de la enfermedad», «en verdad hija mía estás vestida con las cálidas ropas de la enfermedad» y le coloca un paño de agua fría en la frente para que baje la fiebre. Ahora es a mí que me pregunta si veo cómo se forma el arco iris en el vientre de la madrecita, pero yo sólo veo un círculo enrojecido, los espiritistas comienzan a ser aterradores, son aterradores, los sombreros comienzan a penetrar lentamente en la vagina abierta, ella suspira aliviada, le brillan los ojos de placer y se le ilumina la mirada, como si el arco iris le estuviera saliendo en la cara.

Los espiritistas en rigurosa fila india yacen sobre la enferma, después penetran en la dilatada vagina iluminados por los sombreros fosforescentes, el valle profundo y sombrío va cobrando vida lentamente, se encuentran con el espíritu ciego y errante del mellizo que vaga eternamente, el charco de sangre se agranda cada vez más y amenaza con inundar la pieza, por último penetra Don Martín con un estropajo y una botella de espadol para desinfectar, la médium me mira y dice que ya encontraron algunos dientes y las diez uñas de los pies de la madrecita, que pronto van a encontrar el alma que le fuera arrebatada por los espíritus malignos y le va a ser restituida, que el mellizo fue devorado por el animal bicolor, que pronto va a nacer un hermanito. No me suelto de la mano de la abuela porque si me suelto me dijo que me iba a dejar empeñado como dejó la cadenita de oro, el traje de comunión, el anillo del abuelo y se fueron a remate y no los pudo rescatar nunca.

La madrecita dice que ya no sabe qué empeñar, que hasta el culo tiene empeñado, que cualquiera de estos días se va a tener que empeñar ella. Espíritus, espíritus por todos lados golpeando sobre la mesa de luz, cambiando las cosas de lugar. Ahora que la madrecita no va más al espiritismo va a hacer venir a los pastores apostólicos para que hagan la purificación, para ahuyentar todos los espíritus de esta casa, todas las presencias.

Ahora que va a la católica tiene estatuitas de la Virgen de Lourdes por todos los rincones, de noche la encuentro rezando en la pieza con velas encendidas, al lado de la foto de mi padre. Yo no me puedo olvidar más del espiritismo, muchas noches siento que el espíritu de mi hermano mellizo viene y se acuesta a mi lado, me habla y me dice que me va a cuidar siempre, que siempre vela por mí.

La madrecita empezó a ir al espiritismo por el estómago caído, era una pieza muy chica, hacía mucho calor y había gente por todas partes, algunos se pegaban la cabeza contra las paredes. Nos sentamos en sillas y no en bancos como en la iglesia, yo me miraba la hebilla dorada de los zapatos petiteros recién estrenados para ir a la sesión, nos tomamos todos de las manos para hacer la cadena y atraer a los espíritus, el fluido corría de mano en mano, el que tuviera videncia recibiría un espíritu, yo tenía miedo de ser vidente y recibir el alma del mellizo que bajara para posesionarse de mí, la madrecita quiere bautizarme por el espiritismo, yo le pregunto si no es pecado porque ya me bautizaron por la católica y que ya tomé la comunión. Yo vine porque ella me dijo que iba a bajar Gardel. No entiendo cómo un hombre puede hablar con voz de mujer. Ahora va a hablar el alma del hermano Carlos, dice y es la señora la que habla, es el alma de Gardel que está en ella —me dice la madrecita— pero yo me lo imaginaba distinto, con el frac, como en las películas, o con la camisa a rayas, como en esas fotografías que hay en todos los colectivos, con la sonrisa iluminándole toda la cara y no la mujer gorda y sudada que habla con los ojos cerrados como si estuviera ciega, en lugar de ponerme tantas flores mejor sería que rezaran por mi alma —dice el hermano Carlos— yo creía que iba a bajar todo quemado y que le preguntarían cómo cayó el avión. La médium le hace una seña a mi madre para que pasemos adelante, ella está sentada en una silla, entonces me pone una mano sobre la cabeza y me pregunta si siento el fluido, algo frío en la nuca como cuando dejamos una puerta abierta y entra una corriente de aire, sí, siento frío y pienso, no es Gardel «y desde ahora te llamarás Federico y no Luis como tu envoltura en la tierra. Tenés que orar por el espíritu del mellizo que es un espíritu errante que anda vagando, muy apegado a la tierra, no se da cuenta de que está muerto, cree que todavía vive», debe ser verdad porque me sigue por todos lados y me protege.

Después un día la madrecita no fue más al espiritismo y de noche se encerraba en la pieza para gritar «espíritus, espíritus váyanse a otro lado, hijos de puta, váyanse para siempre de esta casa».

La pelota va rondando cerca de mi hoyo, se va a introducir en el hoyo que lleva mi inicial es como si se introdujera en mi culo, porque al final siempre quieren terminar en lo mismo, cogiéndose al bizco, el tuerto, el revi, la vizcacha y la vergüenza de que me arrinconen contra la pared y me quieran bajar los pantalones, todo porque el Artemio una vez me lo hizo y a él nadie le discute, yo en cambio soy un birola puto.

Y cuando la pelota entre en mi hoyo tendré que agarrarla y empezar a correr para tratar de pegarle a alguno antes de que escupan en el palo de la luz y entren otra vez dentro de la raya, si no será otra prenda y otra vez la pelota rodando y rondando mi hoyo, que lo hicieron con una bajadita para que vaya a parar siempre ahí, y a la tercera prenda me fusilarán, me pondrán cara a la pared y con el ojo que mira contra el gobierno veré la chapa de la CADE, con toda la espalda indefensa, el culo al aire, esperando el pelotazo certero, inapelable, son cinco los que juegan, quince pelotazos que me harán arder la piel, doler la nuca, la pelota mojada con verdillo de la zanja, alguno que me tirará a la ropa, otro que me tocará el culito, otro que me querrá bajar los pantalones.

«Ves me la hice por vos nena» y Carlos Montana con un gesto heroico sacó del bolsillo el frasquito lleno de esperma y se lo dio a la madrecita. Ella lo miró, pálida y demacrada, hacía apenas unas horas que había perdido el chico.

«Ves que era verdad que te era fiel, que no me acostaba con la otra». Sos un degenerado —le dijo ella—. Para la madrecita eso no probaba nada, era la prueba de un degenerado, de un hijo de puta como había sido toda la vida. Carlos Montana la miró con desprecio, se olvidó de que estaba en un sanatorio, que había un cartelito que pedía silencio y mientras gritaba que a ella no había poronga que la conformara arrojó el frasquito contra el suelo, se hizo añicos, mientras lo pisaba rabiosamente, el zapato empezó a ponerse pegajoso contra el piso, la prueba de fidelidad rota, hecha pedazos, no, a ella no había nada que la conformara. «Limpiá eso antes de que entre la enfermera.» Él sacó el pañuelo de seda del bolsillo y se agachó para limpiar, empezó por los zapatos porque eso no sale más si se seca, entonces ella lo empezó a carajear, que era un anormal, que seguramente mientras ella permanecía postrada él se acostaba con la otra y ahora pretendía solucionarlo todo con el frasquito. Él terminó de limpiar y le dijo «voy a tener que tirar el pañuelo» entonces ella lo volvió a insultar, que por qué no se había muerto ella en vez del chico, que no fuera idiota que cómo iba a tirar un pañuelo tan fino, que lo lavara en el baño y tirara los pedazos de vidrio por el inodoro. Los vidrios —pensó él—, como si fuera solamente algo que se rompe, si había tenido que esperar que su mujer se fuera a buscar la nena a la escuela para hacérsela. Se encerró en el baño y empezó a pajearse, si le había costado un trabajo bárbaro en el momento de acabar embocar la leche adentro del frasquito que tenía la boca tan chiquita, algunas gotitas cayeron por el suelo y dieron unos saltitos «me lo perdí, iba a ser malabarista» y dejó caer los brazos al costado del cuerpo, como llenar un frasquito con orina para un análisis, lo sentía tibio al frasquito entre las manos, lo envolvió en un papel floreado y lo guardó en el bolsillo. Después se puso a escribir la carta, diciendolé que se había hecho la paja pensando en ella.

Por eso no dudó un instante y salió corriendo para el sanatorio. En el camino pensó en una orquídea, en una caja de bombones, pero no, estaba demasiado apurado por llegar. Y cuando entró sacó la carta y sonriendo le dijo «ves me la hice por vos nena».

Pepes. Pepes. Pepes. ¿Pepe le rompería el culo a la madrecita? Ella siempre nos gritaba que para traernos de comer se tenía que hacer romper el culo por ahí, que a nosotros nunca nos importó que se tuviera que rifar el culo o ir a dar la vuelta al perro para traer la comida, que nosotros no preguntábamos sino que tragábamos. Los Pepes siempre me persiguieron desde chico, pero estaban los Pepes buenos y los Pepes malos. Mi padrino Pepe que se quería casar con la madrecita y que yo llevara su apellido. De ella se enamoraban todos los Pepes. Mi otro padrino, el de confirmación, también se llamaba Pepe, la venía a buscar a la madrecita en auto a la salida de la oficina y le regalaba plata, mi padre nunca supo quiénes eran los Pepes.

Don Pepe el curandero que vivía en la calle Tucumán, íbamos a visitarlo a la casa vieja, en la parte de adelante había un tapicero y yo me entretenía jugando con la estopa. Yo pensaba que ése era el Pepe que le rompía el culo a la madrecita, porque se encerraban los dos solos en una piecita y se pasaban como una hora juntos. Antes de irnos tenía que darle un beso en la frente al señor Pepe, yo tenía miedo de entrar a la pieza porque arriba del ropero tenía un gato y un perro embalsamados, al perro se lo había matado un coche, por eso siempre me decía que tuviera cuidado al cruzar la calle no fuera a ser que me pisara un auto, no sea que me pasara lo que al perro y hubiera que embalsamarme. Don Pepe era muy viejo para romperle el culo a la madrecita, pero ella creía que todo lo que él le decía, tarde o temprano se cumplía, para eso le daba yuyos y oraciones a rezar, para que mi padre volviera con nosotros, para que se casara con ella.

Yo tenía que acompañar a la madrecita a la otra casa, donde vivía él con otra mujer, íbamos de noche y mientras ella vigilaba desde la esquina yo echaba los yuyos por debajo de la puerta, o si no la carta de la cadena.

Pepe el pajero, que era entrenador de un club y se escondía en los vagones cargados de girasol siempre estaba haciendoselá y cuando llegábamos nosotros nos pedía que se la hiciésemos mientras se le caía la baba, andaba siempre con buzo y bombachón azul como un preparador físico, un día me pidió que se la hiciese o si no que me la dejara hacer, y me la hizo, entonces me saltó por primera vez y yo dije perdoname dios mío, yo me la quería hacer porque el Artemio me había dicho que si me la hacía todos los días me iba a secar y cuando fuera grande no iba a poder tener hijos porque me iba a consumir y yo no los quería tener, y le manché todas las manos que eran peludas y amarillas, después Pepe el pajero me pidió llorando que se la hiciera, se le caía la baba y me pedía pibe, pibe hacemelá, cerré los ojos la agarré y se la hice, él tenía los ojos cerrados, apoyaba la cabeza contra el vagón, yo se la hacía, se la hacía, pero él no terminaba nunca, entonces me dijo con la izquierda y yo con la otra mano dale que dale, hasta que le saltó un poquito y le agarró un ataque como al otro Pepe, el epiléptico, que se cae en la calle y camina siempre mirando el suelo, por eso a menudo encuentra cosas y Pepe, el pajero, llorisqueaba y decía: «volvé, Tota, volvé».

Camino por una calle desierta, es de madrugada, voy revoleando un frasquito que encontré por ahí, lo revoleo tan alto que va a parar arriba de un balcón, cuando subo a buscarlo aparece una mujer vieja parecida a una bruja, el frasquito cayó y dejó todo el piso manchado de esperma maloliente, entonces empiezo a correr, sabiendo que ella no me puede alcanzar nunca porque anda en muletas, pero corre ligero como el viento y me alcanza, me quiere agarrar con sus manos huesudas, pero yo le empiezo a pegar y le pido que me devuelva el frasquito.

Yo no puedo correr porque llevo al mellizo debajo del brazo, que me pide que lo proteja, es entonces cuando aparece el guerrero alto armado de una lanza y comienza a perseguirme y a arrojarme lanzazos mientras que en la otra mano blande una enorme espada y amenaza con cortarme la cabeza, el hombre ese me pide el frasquito, yo agarro una de las lanzas que me arrojó y me doy vuelta para matarlo, pero su grito me paraliza «ahí no, que murió el rey antiguo», miré al suelo y me di cuenta de que estaba parado dentro de un círculo rojo, el mellizo había recibido un lanzazo y andaba por el suelo moribundo, de pronto, se empieza a transformar en un frasquito, un frasquito parlante que me pide que no lo deje solo, que lo lleve conmigo, entonces el gigante, sin compasión alguna, lo aplastó con uno de sus enormes pies, el frasquito llora y se muere y el círculo donde está parado se transforma en un charco de sangre.

(De: El frasquito y otros relatos, Aguilar, 1996, [1º edición 1973])