El rescate

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por Daniel Moyano

[Escuchar el cuento leído por Norma Argentina]

Cuando por fin llegara el invierno se cumpliría un año de la muerte del hijo, y no puede decirse que ella se hubiese acostumbrado a la soledad. El predio estaba abandonado desde entonces y solamente los perros se habían multiplicado. Después de muchos años de trabajos y de esfuerzos la familia había quedado reducida a ella y el hijo de 21 años, muerto el último invierno. Ahora estaba sola y su capacidad de trabajo no había ido más allá del cultivo de algunas hortalizas para su propio sustento.

Por las noches se estremecía en su lecho al oír los aullidos incesantes de los perros. Unos eran cerca de la casa, a veces en la misma galería, otros por los cercos, otros más lejanos, hacia el río distante, y aún más lejanamente hasta perderse en la noche inmensa. Tenían para ella significaciones distintas. Durante algún tiempo fueron la certeza de la ausencia irremediable del hijo; después los identificó con la procreación. Los perros se multiplicaban durante la noche mediante el acto terrible y sagrado de los aullidos, generando otros canes de formas diabólicas y repugnantes. Toda la fecundidad de la tierra se había convertido en esta incesante generación de perros y todo se perdía sin descanso como si el verdor y la opulencia, reclamados por la fuerza que le llevó al hijo, estuvieran pudriéndose con él en el cementerio.
Últimamente sólo había percibido hechos aislados que se le fijaban en la memoria como grandes luces quietas: el brazo alto, saludándola por vez primera después de tantos meses, del mayor de los Martínez; la visita del comisario, quien aseguraba que el asesino no había salido del lugar y que se escondía en los cerros; y los aullidos. Estos hechos, despojados de cualquier otro sentido, significaban para ella que ahora sólo se trataba de una larga espera, posiblemente de la muerte. Y mientras tal espera durase oiría a los perros que se multiplicaban en la noche como una certeza de la decadencia y de la inevitable corrupción.

La finca de los Martínez lindaba con la suya, pero desde el asesinato del hijo ella había evitado llegar alguna vez hasta el cerco lindero que dividía ambas propiedades. Los Martínez mantenían verde y floreciente toda la extensión de su dominio, pero cien metros antes de llegar al cerco lindero el verdor cesaba y la aridez se prolongaba luego hacia la estéril tierra de la finca de la mujer. Los Martínez procuraban no acercarse al cerco divisorio para evitar encuentros con ella, y ni durante las escasas horas de riego se aventuraban por aquella zona, que no recibía agua desde hacía tanto tiempo.

El saludo había sido a una distancia regular. Esa mañana ella fue un poco más allá en dirección al cerco lindero y vio a un hombre labrando la tierra. Él soltó la herramienta y al parecer giró la cabeza como para mirarla. Ella también se detuvo y lo miró. Entonces el hombre, con alguna violencia, quizás después de vacilar un instante, alzó el brazo con fuerza. Sorprendida por este brusco acto de amistad después de tan terrible suceso, musitó “cómo está usted”, como si el hombre pudiese oírla a semejante distancia, o ver siquiera el movimiento de sus labios. Pero se arrepintió en el acto y no sabía por qué estaba parada allí, desafiando la presencia de uno de sus verdugos. Así permanecieron ambos durante un buen espacio, como dos animales que se miraran fijamente sin entenderse. Por la ropa y estatura dedujo que era el mayor de los hijos de Martínez, tan parecido al padre, a quien odiaba sin descanso. Finalmente el hombre se inclinó y tomó la herramienta que había dejado en el suelo, y se encaminó hacia la casa, distante entre un matorral remoto.

Esa noche no durmió. Los perros procreaban incesantemente bajo los árboles secos. Entre los aullidos veía un brazo alto y tenso, pero no de Martínez: era un brazo de Carlos, su hijo, como pidiendo que no lo ahogaran. Los perros de ella y los de Martínez se cruzaban ahora, se mezclaban tratando de devolverle el hijo que ellos le habían matado.

Este brazo tenso era uno de los hechos que había aislado en su memoria. La sostenían, la mantenían en una larga e incruenta conciencia de la espera. Podía recordarlos todos los días para evitar que todo se esfumase poco a poco en el olvido. El comisario era otro de sus asideros. Había llegado por la tarde y se quedó hasta la noche. Vestía sencillas ropas civiles y había engordado en los últimos meses. Afirmaba que el asesino estaba en los cerros y que algún día lo cazarían. Todo era cuestión de vigilar las aguadas. “No hubo odio”, decía. Habían discutido por el agua pero no lo mató por odio. Fue un momento de turbación, se le había ido la mano en el golpe. La historia, contada por el comisario con el mate en la mano mientras se aflojaba una y otra vez la corbata para darse aliento, era realmente otra. Ella de pronto le estaba diciendo “usted quiere convencerme de que no pasó nada” mientras él se secaba el sudor de la frente bajo el árbol frondoso. Y ella había visto bien cuando la azada cayó en la cabeza, y había oído los insultos, y después todo lo demás. Y el comisario siguió diciendo que el menor de los Martínez no era malo, que no tenía antecedentes. No era que quisiese defenderlo, porque algún día le daría caza y lo entregaría a la justicia, pero había que analizar los hechos tal como habían sido. Para ella, en cambio, el criminal era un bicho escondido allá arriba matando a Carlos eternamente. Estas imágenes, que podían variar a veces, constituían los afanes de sus días y sus noches. A través de ellas sabía que esperaba, que estaba esperando.

La última vez que contó la historia a una de las pocas visitas ocasionales que llegaban hasta el apartado lugar donde vivía, notó que vacilaba, que los hechos habían perdido algún detalle importante y que hasta podrían haber variado. Cuando llegó, narrando, al momento en que ambos hombres se enfrentaban, no supo qué decir. Creyó que ahora no había un verdugo y una víctima, como los había concebido siempre, sino dos personajes que actuaban cada uno por su cuenta. Dijo sin convicción el resto de la historia, deseando contarla otra vez para poder ajustarse nuevamente a lo que ella consideraba hechos estrictos, para retener entonces algo que ahora sin duda se había ido de la memoria. Advirtió la imparcialidad y casi indiferencia de quien la oía, y atribuyó este hecho a su manera de narrar. Sin embargo, advirtió que las cosas habían variado o que por lo menos podían variar. Trató desde entonces de reconstruir los hechos de una manera definitiva, sin añadir ninguna apreciación. Pero había zonas oscuras, orillas vacilantes que podían significar variación. De esta manera hubo un momento en que ella también mató al hijo. Los dos hombres estaban frente a frente. El criminal había levantado la azada para arrojarla sobre Carlos, pero éste era tan manso y sobre todo tan puro, que su pasividad y bondad impedían que el arma actuase. Entonces ella asumió el papel de Carlos e insultó violentamente al criminal. Pero la azada no caía todavía, permanecía tensa y brillante en el aire. Fue necesario que Carlos sacase un cuchillo oculto entre sus ropas para que el arma bajase. Pensó esto oscuramente, como evitándolo. Y cuando la azada bajó, con toda la furia necesaria para que produjese la muerte, advirtió que ella la había bajado, que había deseado con todas sus fuerzas que el hecho se consumase de una vez. Había tomado el papel del asesino. Carlos yacía a sus pies y a ella le temblaban las manos. Esa noche deseó intensamente que aullasen los perros, pero durante toda la noche hubo un silencio siniestro como para que ella pudiese huir hacia los cerros y arrepentirse de lo que había hecho.

Aquella mañana, casi dormida todavía, recordó el brazo tenso del hijo mayor de los Martínez. Se acercaba a ella y le decía que podían casarse. La vejez de ella no le impediría tener un hijo, y de este modo Carlos le sería restituido. Cuando naciera matarían a todos los perros. Abrió los ojos sobresaltada. Las ropas sobre la silla parecían largos cilindros de trapo. Presintió hacia el resto de la cama su cuerpo apenas tibio, viejo y estéril. Las carnes gastadas caían sobre la sábana y se erguían en cambio todos sus huesos, duros y como brillantes. “Estos huesos ya nada pueden dar; qué puede salir de todos estos huesos.” Se acordó de su marido. Siempre se despedía con un brazo alto y tenso. Después pensó, dispuesta a dormir un poco más, que no huiría más de la visión del criminal. Lo enfrentaría hasta vencerlo. Evitó el recuerdo de la azada en sus propias manos para que cayese y se levantó. Andando podría liberarse de los pensamientos. Alzó luego los ojos y vio los cerros cercanos, imponentes, las gradaciones de las lomadas hasta llegar al llano donde ella estaba. Entre esos cerros estaba el matador con los ojos hundidos por el hambre, la ropa hecha jirones por el sol y el frío.

Ese día trabajó mucho para fatigarse. Regó el cebollar, ató algunos alambres del cerco. Mientras trabajaba sentía, como otras veces, la presencia cercana de los cerros, como si fuesen una cosa viva. Desde allí sin duda dos ojos la miraban. Con estos pensamientos la sorprendió la noche. Cubrió algunos brotes nuevos. Llevó agua a la pieza.

Al acostarse sintió que era invierno y que la vida continuaba, continuaba en todas partes como una larga secreción. Estirada en el lecho miró, como esa mañana, las ropas sobre la silla. Afuera ladraba un perro. Más luego aullarían miles, enloquecidos. Antes de dormirse, o quizás ya dormida, pensó que los perros de ella se habían cruzado con los de Martínez. Y habían nacido muchos más y entre todos tapaban, borraban la sangre de Carlos. Y seguían naciendo y ya no había memoria de nada. Cuando por fin se durmió, con la lámpara de querosén encendida, un silencio inmenso cubría los cielos y la tierra. La casa, débilmente alumbrada, permanecía como un acto definitivo. El inmóvil frío, afuera, escarchaba con silenciosos instrumentos los charcos y los terrenos húmedos. Pero quizás la noche, para ella, estuviese llena de aullidos que le estremecían la entraña.

Los Martínez se marcharon. El mayor de los hijos fue a comunicárselo. No había que odiarse, dijo. Lo ocurrido había sido una desgracia para todos. Su padre sufría mucho también. No era cierto, como algunos decían, que su hermano fuese por las noches a dormir y comer con ellos y que durante el día estuviese escondido entre los cerros. Ellos hubieran sido los primeros en entregarlo a la policía. Y ahora se iban a probar suerte a otra parte. Se iban de La Rioja porque cada día había menos agua. El agua, que había sido la causa de la desgracia. Al decir esto último el hombre la miró como esperando que le contestase algo, pero la mujer no dijo nada. Respondió luego con gestos y breves asentimientos. El hombre se marchó y ella ahora podía recordar sus anchas espaldas y la forma del sombrero. Un hecho más se fijaba en su memoria para ayudarle a construir el esquema donde se habían concentrado sus presentimientos y sus deseos presentes y ulteriores. Con ese esquema podía de algún modo captar a Carlos y evitar la muerte iniciada aquel día.

La segunda visita del comisario, por entonces, le pareció una cosa salida de sus ensoñaciones. Ahora vestía su uniforme polvoriento y le decía que esta vez no fracasarían porque se quedarían allá hasta encontrarlo. Traían provisiones para varios días y pondrían centinelas en las aguadas. Estaban seguros de que se escondía en esa zona porque alguien lo había visto. El comisario hablaba y a ella le parecía oír palabras sacadas de un sueño. En el camioncito, cerca del camino, los demás policías aguardaban. Cuando se fueron entró en la pieza y cerró los ojos. El comisario y los policías se juntaron con las espaldas y la forma del sombrero de Martínez entrevistos otro día, y todo le daba la certeza de que las cosas ocurridas eran ciertas finalmente, sobre los aullidos de los perros y las noches interminables, sobre el inmenso silencio que había entre los hechos y la representación que ella se hacía de los mismos, sobre el olvido y la propia corrupción.

Y después que cerró los ojos los abrió y ya estaba afuera, y era de noche y los giros de las linternas, arriba y a los lados, eran inmensos. Brillaban muy lejos, en las primeras lomas cercanas al cerro. Perros lejanos le daban auditivamente la sensación de persecución y de la búsqueda. La jauría parecía ahora más cercana. Los haces de luces se cruzaban a veces en el aire y se perdían en lo alto, como si el hombre hubiese volado. Tuvo miedo. Los hechos, que vivían como soñados en su conciencia, volvían a tomar formas reales, terriblemente ciertas. Era como si viniesen a desenterrar al hijo, como si alguien hubiese dudado de su muerte y ahora lo averiguara.

Entró y se encerró. Pensaba que hubiera sido mejor que no lo hallaran, que el criminal no estuviese allí y se hubiese ido para no volver nunca más. La llamarían a declarar, tendría que retroceder en el tiempo y sacar los hechos y entregarlos a los otros y quedarse sola, sola en la casa devastada. Tomó la lámpara y fue a la pieza contigua, como para cerciorarse de que no había nadie allí. Nunca había tenido tanto miedo. Al levantar la cortina de arpillera pintada con cal, que servía de puerta divisoria, miró uno por uno los muebles del cuarto de su hijo: la cama, baja y aplastada, con los respaldos de hierro descascarados; el ropero de luna ovalada, cubierta con un trapo negro; el soporte de hierro para la palangana; la ventana de madera maciza, la mesa cubierta de sillas boca abajo. Volvió a la pieza, colgó la lámpara en un clavo y se echó en la cama. Un instante después se incorporó, casi de un salto: alguien afuera había quebrado ramas secas al pisarlas. Cuando se aproximó a la puerta para abrirla y salir, los golpes en la misma la inmovilizaron. Eran leves, como contenidos. Abrió la puerta. Lo que vio era horrible.

Por un instante hubiera creído que era Carlos el que aparecía. Tenía los ojos hundidos, el cabello hasta los hombros, la barba, en hilos enmarañados. Había entrado allí como única salida; de lo contrario su captura habría sido cosa de pocos minutos.

Ella nunca sabría por qué lo dejó entrar. Con un gesto le indicó el cuarto contiguo. Las ropas deshechas dejaban ver sus carnes blancas y flacas. Cerró la puerta con la traba y se acercó para mirarlo. Estaba parado en medio de la habitación y tiritaba de frío o de miedo. La vieja sacó una frazada del baúl y se la echó a los pies. Él la tomó y se cubrió la espalda.

Al oír que llamaban a la puerta, la mujer volvió el rostro y no pudo ver los ojos del hombre. Fue al cuarto contiguo y abrió. Llevaba la lámpara en la mano. Era el comisario. “En la primer aguada. Después se nos escapó de entre las manos. No quisimos matarlo.” Dijo todo esto atropelladamente y se fue sin esperar respuesta.
La vieja entró y sintió que le temblaban las piernas. Estaba aterrada por lo que estaba haciendo. Y no trataba de explicárselo porque sabía que cualquier explicación removería muchas honduras de su ser. Y quizás esas honduras no existiesen o estuviesen demasiado lejos. Poco después se sorprendió preparando alimentos para él. Abrió otra vez la puerta y miró hacia afuera como para asegurarse. Los haces de luces de las linternas apenas se movían ya en la casa de los Martínez, donde ahora vivía otra familia. Realizaba todos estos actos rápidamente, con una velocidad que no le dejaba tiempo para estremecerse. Con los alimentos en una mano y la lámpara en la otra atisbó el cuarto contiguo. Después lo vio todo de golpe: el suelo, la cama, los rincones. El hombre había desaparecido. La ventana entreabierta oscilaba sin hacer ruido.

(Dios mío, hubiera sido mejor no dejarlo entrar; todo fue hecho sin reflexión; la noche es grande, las linternas veloces, el cerro está demasiado lejos y el mundo lleno de horror, de furor y de perros.)

Ahora los perros ladraban otra vez, en la casa de los Martínez quizás, y las linternas se movían con agilidad felina. Algún rayo de luz llegaba hasta los lindes de su propia casa. Miraba todo esto desde el patio, tratando de captar nuevamente en su razón lo que acababa de ocurrir. Después entró y se acordó del aspecto salvaje y de los ojos tan hundidos del hombre. Al rato oyó un ruido muy suave en la ventana y supo que era él. Durante tanto tiempo de vida cerril había adquirido movimientos suaves y perfectos, de caza y de asechanza. Cuando ella entró él estaba otra vez parado en medio del cuarto. Lo miró detenidamente, sin atinar a decir nada. El hombre, con una voz ronca apenas audible, dijo “estuve en el horno”, dos veces, porque la primera fue sólo un gruñido lo que salió de su boca.

Los días siguientes fueron para ella como esos actos veloces que trataba de realizar evitando dudas y presentimientos. El hombre no salía del cuarto durante el día y por la noche recorría los alrededores. A la semana habló. Lo hizo casi con violencia, encarando de pronto a la vieja. Le dijo que si lo quería entregar que lo hiciera; que había acudido a ella porque no tenía otra salida; nunca había odiado al hijo; “era como mi hermano; lo maté por descuido; me atacó primero; quiso matarme; es cierto que yo robé el agua; me había amenazado varias veces”. Las últimas palabras las dijo mirando al suelo. Oyó que la vieja lloraba y se echaba en la mesa. Él quedó parado en medio del cuarto, como si ése fuese el lugar punitivo, el infierno mismo. Al rato la voz de la mujer le dijo que tendría que abandonar la casa esa misma noche.

(Y afuera, donde todo es furia y castigo, los perros comerán sus hilachas y después sus carnes, y vendrán desde los cerros animales insaciados.)
Las primeras luces la hallaron despierta, pero ella no sabía desde cuándo lo estaba. No sabía tampoco si soñaba o no que al lado había algo que era como el hijo o algo parecido. Porque en la pieza contigua había algo que debía ser como Carlos, y esto además de soñado podía ser real, como era real que Carlos alguna vez había estado allí, antes de morir. Se le confundían el sueño y la realidad como en una gran sábana de ceniza. Cuando despertó recordó con toda claridad desde las linternas en el aire hasta el vagido que quería decir “estuve en el horno”, y al final de estos sucesos cronológicos que arribaron a su mente como grandes manchas sobre la enorme sábana, advirtió que la noche anterior le había dicho que se fuera de la casa. Y tuvo miedo, ahora despierta, de que el hombre hubiese obedecido.
Para demorar esta certeza que la confundía miró otra vez su cuerpo largo, lánguido y seco, con las puntas de los huesos hacia arriba y las carnes que caían vacilantes. El sueño volvía, y mirando los huesos que florecían elevando las frazadas pensó, pensaba, que ahora tenía un hijo, la otra forma de los hijos que significa destrucción, y que ahora sus huesos vacíos habían alumbrado otra vez, tan débilmente que en vez de un hijo había engendrado el rostro desconocido de la muerte.
Despertó con violencia, se levantó y tuvo ansias de saber si se había ido.

(La noche pasó y se llevó en su furor y en su horror la forma gastada por el espanto, el resto de la inocencia castigada, el resto de Carlos, se ha llevado todo el dolor inútil de la carne.)

Tendió el oído y ningún ruido delataba la presencia inmediata. Al asomarse lo vio tendido sobre los trapos, cerca de la cama de Carlos. Dormía. Sobre una silla de madera y cuero, las ropas que apenas podían cubrirle el cuerpo: resto de una camisa descolorida, el pantalón hecho jirones, los zapatos duros y vítreos con las puntas levantadas. Él, desprovisto de su escasa ropa y apenas cubierto con la frazada, tenía ahora otro aspecto. La belleza de sus rasgos duros y la flacura, que no habían menguado la firmeza de sus carnes, le recordaron a Carlos. Se había cortado toscamente la barba y el cabello. Ella se acercó despacio y tomó la ropa de la silla. Volvió a su cuarto, hurgó un rato entre unas cajas de cartón y sacó los enseres para coser. Debajo de un árbol, en el patio, mientras la pava hervía en el brasero, cosía aquellos restos de ropa para que volviesen a parecer un pantalón y una camisa.

Él pasaba el día en el cuarto de Carlos, echado en el suelo, de espaldas o boca abajo, o sentado contra la pared, y recibía en silencio los alimentos que ella le daba en las horas precisas. Ella, por su parte, vivía perpleja, y la muerte de Carlos, allá lejos, le parecía un hecho gastado. Solía tener pesadillas y ahora los personajes cambiaban o se confundían: el muerto era el comisario y Carlos estaba en los cerros. O intervenían otros seres desconocidos, muchos, centenares de hombres y de mujeres que presenciaban un espectáculo inacabable. Y en el espectáculo intervenían dos hombres parados uno enfrente del otro, mudos, inmóviles, mientras miles de hombres y de mujeres cantaban con una voz arenosa incitando al asesinato y a la muerte. Otras veces ese coro estaba formado por policías cenicientos que ofrecían sus armas para que el hecho se consumase de una vez por todas. Únicamente los dos hombres no variaban, frente a frente, casi juntos.
Una mañana, cuando ella entraba silenciosamente al cuarto para dejarle allí, sin hablarle como siempre, un calzoncillo que le había hecho, el hombre, semidormido, extrajo un cuchillo de la almohada y se levantó de un salto. Cuando lo vio, según lo recordó ella después, quiso sonreír. Algo como risa había sido la mueca de su rostro espantado.

“Creí que abrían la ventana”, dijo, y volvió a acostarse. “Déme ese cuchillo”, dijo ella, y el hombre se lo entregó vacilando.

Era el cuchillo de Carlos, y al verlo volvió a cambiar todo, el coro se hizo infinitamente más grande y entre los dos hombres inmóviles algo había variado también porque Carlos se movía, oscilaba como un péndulo y entre las manos tenía un cuchillo.

Desde la muerte de Carlos no había visto otra vez esa arma, que ahora aparecía en las manos del hombre y era como un tercero que nadie conocía pero que a la distancia había tramado los hechos.

A él le hubiera gustado decir con este cuchillo quiso matarme, fue él primero, pero sabía que la sola presencia del arma valía tanto como sus palabras. Y ella hubiera querido preguntar ¿y quiso matarte?, pero prefirió no hacerlo porque hubiese sido como herir a Carlos, como si ella misma bajase ahora la azada, tan quieta, para que ésta le diese el golpe mortal.

Poco después ella le dijo que podía irse cuando quisiese, en busca de sus padres, porque el peligro había desaparecido y la policía ahora no lo buscaba. Él quedó callado, como asintiendo, y pensó que sus padres eran un suceso remoto, aislado por el crimen, y que en cambio el miserable cuarto de la vieja que lo albergaba participaba de su pecado, de su caída, y significaba en todo caso una punición silenciosa que lo salvaba de aquella muerte que él había dado.

Una mañana, muy temprano, salió al patio y luego recorrió el campo. Después, sin preguntar nada, hurgó cuanto rincón había en la casa y en el galpón vecino, sacó herramientas y semillas y trabajó durante todo el día. Ella le llevó alimentos al lugar donde trabajaba y le dijo solamente que no valía la pena labrar aquella tierra. En pocos días todo cambió de aspecto. Aquí y allá el verde volvía a cubrir la aridez y en algunos árboles los frutos esperaban su sazón. Las horas de riego fueron aprovechadas nuevamente y las zanjas, otra vez, llevaban el agua a todas partes. Y la mujer, de noche, en su lecho, sentía que todo crecía, que la tierra estaba viva. Y al oír el aullido de los perros sentía que adentro le crecía como un impulso, y entonces se decía: pobres perros, tienen miedo.

Una tarde, al volver de las tareas, encontró la mesa puesta. Comieron juntos por primera vez después de tanto silencio e incomunicación. Hablaron del trabajo. En primavera se podría cosechar. Cuando entró en el cuarto vio algo inesperado: la cama de Carlos. La vieja había desenrollado el colchón y tendido la cama. Ya no tendría que dormir en el suelo.

(Y yo podría decir toda la verdad, podría contar las cosas tal como fueron y demostrar que si hubo muerte fue por error, porque yo no creía que el golpe de una azada, dado con la misma fuerza que se usa para labrar la tierra, pudiese ser causa de muerte; pero quizá un cuchillo en la mano, mientras se mira con odio, pueda ser realmente la muerte; ahora eso no tiene valor y me duele su muerte como si yo mismo fuese Carlos.)

Aquel día parecía de fiesta. Él trabajó hasta mediodía y al volver a la casa vio todo adornado: una lona nueva en la puerta, a manera de cortina; dos jarros de aluminio, nuevos, y comida de festejos. “¡Qué rico olor!”, dijo al entrar. Ella iba y venía, entusiasmada con sus tareas. Al lado de la mesa había una damajuana de vino. El piso de ladrillos, barrido y regado, aunque hacía bastante frío.

Cuando el hombre preguntó por el motivo del agasajo, la mujer respondió: “hoy es su día”. Y ante el gesto de extrañeza que él hizo, añadió: “el día de él”.
Conversaron. Él contó hechos triviales de su infancia, cuidadoso de que en los mismos no hubiese violencia, y ella contó alguna historia conocida, cuentos de viejos que el muchacho comentó como si nunca los hubiese oído. Fue, realmente, un día feliz. Al término de la comida el vino había subido los ánimos. Rieron de las cosas más triviales y al fin ella lloró. Cuando él quiso consolarla, diciéndole que lo mejor era olvidar, la vieja respondió: “no, no es por eso”.

Al atardecer, después de una larga siesta, cuando él preparaba los surcos para recibir el agua que vendría esa noche, ella lo llamó: “Venga”, le dijo, levantando una mano.

Con una gruesa llave abrió el ropero de Carlos y señalando sacos y blusas descoloridas, dos o tres camisas nuevas y un par de zapatos rellenos de papel, le dijo: “acá está la ropa”. Después, de un tirón, descolgó el trapo negro del espejo.

Él se vio de pronto en el espejo y tuvo miedo. Era como si Carlos mismo lo mirase desde allí, con los ojos inmortalmente vivos. Cuando los bajó vio de reojo que ella le tendía la ropa de Carlos. Pensó negarse; le parecía una usurpación. Pero la naturalidad y espontaneidad del ofrecimiento lo decidieron a tomarla. Ella se fue y luego desde el patio le gritó que quería verlo vestido como la gente. Sintió una súbita alegría y comenzó a vestirse. Se miró en el espejo, ahora sin miedo. Hacía tanto tiempo que no se miraba, que realmente le parecía ser otra persona.

Al rato salió, indicando que los cuellos de las camisas eran todos estrechos. Tenía puestos un saco azul descolorido y pantalones rayados. Se quejó de que los zapatos le ajustasen. La vieja lo miró un instante como si pensase. Después sonrió.

(De El rescate y otros cuentos, Interzona, 2004)