En el café

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por César Aira

Foto: Daniel Mordzinski

Una niñita graciosa de tres o cuatro años correteaba entre las mesas, se reía, jugaba sola, se escondía de su madre, que charlaba con una amiga, respondía con sonrisas y nuevas carreras a los saludos de los parroquianos. Una pareja mayor la llamó, ella fue, el señor había hecho un barquito con una servilleta de papel y se lo regaló. Ella corrió a mostrárselo a su mamá, que lo admiró y le preguntó si le había dicho «gracias» al señor tan amable. La niñita corrió a hacerlo, y jugó con el barquito, muy precario dada la delgadez del papel, y pronto se le deshizo en las manos. Pero para entonces ya otro señor en otra mesa, éste solitario (estaba leyendo la sección de fútbol del Clarín), la había llamado y le entregó un avioncito también hecho con una servilleta de papel. Igual que antes, la niña corrió a mostrárselo a su madre, y además corrió a mostrárselo al señor que antes le había hecho el barquito, y sus gorjeos de regocijo hicieron volver los rostros sonrientes desde otras varias mesas. Qué poco se necesita para hacer feliz a un niño. Poco, pero mucho a la vez, porque esa pequeñez que lo llena de inocente felicidad le dura lo que un suspiro y debe ser remplazada por otra. Quizás adivinándolo un tercer parroquiano había empezado a plegar una servilleta, con los ojos entrecerrados y un gesto de gran concentración. Se trataba de un hombre de edad, francamente anciano, y la concentración debía de obedecer a un esfuerzo de la memoria; seguramente había hecho esto para sus nietos muchos años atrás, y ya no lo había vuelto a hacer para sus biznietos, intimidado ante la preferencia de la nueva generación por los juegos de imágenes electrónicas; en el café, al que acudía para matar el tiempo, de pronto encontraba, «servida en bandeja» podía decirse para hacer honor al sitio, la ocasión de volver a hacer feliz a una criatura con la modesta habilidad aprendida tantos años atrás. Por un momento temió que hubieran sido demasiados años, y el olvido hubiera ganado la partida, como ya la había ganado en tantos sectores de su cerebro desconectados por la edad. Sumado a lo cual estaba la creciente rigidez de las manos, la pérdida de coordinación en los dedos, cuyos pobres doloridos huesos se torcían en direcciones poco elegantes. Pero la memoria, tenaz, encontraba un camino a través de las ruinas de la vejez, y el hombre veía aparecer ante él, temblorosa, una muñequita de papel delgado y casi transparente, ondulando en su esencial desarticulación. Nada de esto le importaba a la niña, contenta con que le hicieran un regalo, al que había acudido como guiada por un sentido especial. La muñeca de papel, una silueta con tutú, producida a puro pliegue, sin cortes, se pretendía articulada de brazos y piernas, aunque la confección defectuosa, embarazada por olvidos y pentimentos, y el papel inadecuado por exceso de delgadez, la volvían un pelele blando. Aun así, su figura fue reconocida; en un gesto espontáneo que arrancó sonrisas a los que contemplaban la escena de cerca y de lejos, la acunó en brazos cantándole «noni-noni», y así la llevó entre las mesas hasta la que ocupaban su madre y la amiga de ésta. El anciano quedó impregnado de dulzura, pero el éxito que había tenido su creación debió de ser sospechado, en parte por demagógico y fácil en su sexismo primitivo (una muñeca para las niñas, una pelota para los varones), en parte por el escaso honor que semejante harapo de papel le hacía al venerable arte del plegado figurativo. En una mesa ocupada por un hombre maduro y dos jóvenes, varón y mujer, ya se estaba preparando la réplica. No daba la edad para que fueran un padre con sus hijos; parecían más bien un profesor con sus alumnos, o un patrón y sus dos jóvenes empleados; tenían la mesa cubierta de papeles, que podían ser apuntes, o planillas, remitos, facturas, o prints de computadora, pero ahora prestaban atención a la delgada servilleta de papel en la que se afanaba el joven, bajo la mirada de la chica y la del hombre, que hacía observaciones con solvencia, marcando con gestos su autoridad, más por edad que por know-how, porque era evidente que el que sabía era el chico. En las manos de éste el rectángulo de papel, a fuerza de pliegues y despliegues, se volvió una gallina, redonda en su forma maternal, con una media luna de crestas plumosas triangulares por cola y la cabeza erguida con el pico abierto. Un alegre cocorocó de su creador atrajo a la niñita, que a su vez atraía las miradas dispersas del café, curiosas de la nueva dispensa que, en la amplitud de posibles que ofrecía la materia, podía ser cualquier cosa. La muñequita ya estaba por el piso, lo que hacía perentorio renovar esta diversión improvisada; claro que la suerte de la anterior hacía prever la de la siguiente, y se planteaba, siquiera como especulación, si no sería trabajo perdido. Aun sin necesidad de enunciar lo de «Nada se pierde, todo se transforma», reinaba repentinamente un clima de ganancia, no de pérdida. Se aceptaba como natural, y hasta como euforizante, el consumo rápido que hacía la chicuela de las novedades. Así debería ser con todo, estaban filosofando algunos: tomar y perder, gozar y dejar ir. Todo pasa, y es por eso que estamos aquí. La eternidad, o sus simulacros más o menos logrados, no pertenecen a la vida. A la niña, que era vida en estado puro, la gallina la llenó de gozo, y le sirvió de justificativo para renovar sus carreras, llevándola en alto como si hiciera volar un pájaro, o más bien una mariposa, por las sacudidas imprevistas que le imprimían sus pasos de principiante, siempre al borde de la caída, siempre evitándola. Por lo visto no tomaba en cuenta el hecho de que las gallinas no volaban, o no lo hacían de ese modo. La zoología de los niños es simple, acumula en una misma figura animal especies, geografías y épocas; y hasta el día y la noche, porque la gallinita voladora volaba también como un murciélago, y la ambigüedad propia de toda figura de bulto podría haber habilitado en esta ocasión al murciélago, si no hubiera estado demasiado fuera de lugar en las manos del candor; a propósito de lo cual, el color conspiraba asimismo: el blanco de las servilletas de papel era irreversible. Como sea, tanto vuelo, y la presión errática de los deditos rosados, se hicieron sobremanera destructivos: el círculo de la gallina se volvía pirámide en ruinas, los triángulos orgullosos de la cola perdieron la alineación, y para cuando su pequeño piloto de pruebas se acordó de ir a mostrársela a la mamá (ceremonia a la que parecía darle el peso de una certificación) ya era un guiñapo. Pero estaba visto que se lo perdonaban todo, y además querían seguir dándole el gusto. Dos muchachas que charlaban animadamente y que hasta ese momento no habían parecido estar prestando atención a lo que ocurría agitaron algo blanco, que atrajo a la interesada como el trapo rojo al toro: era un payaso formado con habilísimos pliegues en la servilletita de papel. De modo que la desatención a las correrías de la niña se debía, podría deducirse, a la atención que prestaban a la pequeña obra. Ésta era de fuste, un salto cualitativo respecto de lo visto hasta entonces: el payaso lucía sombrero redondo, una protuberancia desmesurada en el medio del círculo que hacía de cara, representando la nariz de goma, levitón de faldones colgantes, pantalones abolsados, y los típicos zapatos largos hasta la casa del vecino. Ni a la que ahora se lo estaba ofreciendo a la ávida receptora, ni a su compañera de mesa, se les habría dado crédito de la capacidad para semejante proeza, por el aspecto de chicas inútiles, sólo aptas para la charla vacía (que era lo que estaban practicando, al menos vistas desde fuera del radio de audición). La única explicación que conjugaba los opuestos era que fueran, o que lo fuera una de ellas, maestra jardinera, y entre las materias que hubiera debido cursar para ejercer la profesión estuviera (ya como obligatoria, ya como optativa) este tipo de construcciones en papel. ¡Un payaso! El mejor amigo de los niños, el que los acompañaba cuando ellos cerraban los ojos en sus camitas, y tan fieles eran que no los abandonaban ni en sus peores pesadillas; al contrario, ahí tomaban el papel protagónico, para que otros, los monstruos por ejemplo, no lo hicieran. De su contacto onírico con los monstruos este payasito inofensivo de un papel que se rompía con sólo mirarlo había retenido algo. ¿Qué? Se lo sentía de modo subliminal, y así se lo siguió sintiendo, porque el movimiento que le imprimió su dueña, las carreras, las presentaciones precipitadas, impidieron una observación en detalle. De lo que se trataba en realidad era de que el payasito de papel tenía una mancha. Su blanco no era inmaculado como el de las figuras anteriores. Era una mancha poco notable, apenas un roce de un marrón sucio, formando un dibujo informe, que además cruzaba, debido a los pliegues, partes incompatibles del cuerpo. Un rastro de café, frotado de los labios de una de las chicas que habían hecho el payaso. O sea que lo habían hecho con una servilleta usada. Eso era extraño. ¿Qué explicación tenía que una labor delicada y difícil se hiciera con un material fallado de origen, disponiendo de otro bueno? Quizás habían empezado a plegar, por prueba (¿se podrá hacer con esta clase de papel?, ¿con un papel de este tamaño?), con la servilletita más a mano, y una vez comprobado, ya el trabajo estaba lo bastante avanzado como para no justificar sacar una servilleta nueva y empezar de cero. Si eran realmente maestras jardineras, como lo indicaba su aspecto, su voz chillona, sus teñidos, la improvisación, llenar las expectativas infantiles con lo primero a mano, eran rutina. Aquí sería hora de decir una palabra sobre las servilletas que estaban sirviendo para fabricar los regalos a la niña. No había café en Buenos Aires que no tuviera en cada mesa un servilletero bien provisto. Con el tiempo las clásicas servilletas rectangulares, alargadas, en el también clásico servilletero de lata con resorte para mantenerlas arriba, habían sido remplazadas por otras cuadradas, de papel un poco más resistente, y con el nombre, logo y dirección del café impreso en ellas. (También las había triangulares, pero eran más raras). Y el servilletero era alguna especie de soporte de acrílico o madera. El café donde tenían lugar los hechos aquí relatados no se había modernizado en este aspecto: conservaba el viejo sistema del servilletero de lata con sus servilletitas alargadas, con dos dobleces, sostenidas desde abajo por una placa metálica con un resorte, sistema a esa altura de la historia de la ciudad ya relegado a establecimientos de ínfima categoría. Era una excepción, y una excepción llamativa, ya que se trataba de un café recientemente remodelado, con pretensiones de elegancia y modernidad. O bien los dueños, que disponían de una buena cantidad de viejos servilleteros en buen estado, habían querido ahorrarse el gasto extra de comprar nuevos, o bien, más probablemente, no lo pensaron y el detalle se les escapó. Las dos alternativas no eran excluyentes, y se les agregaba, sin excluirlas, una tercera que las incluía: que consideraran mejores los viejos servilleteros, mejores no sólo en términos prácticos sino por ese vago cariño inconsciente que suscitaban los objetos con los que se había convivido mucho tiempo, o siempre. Las remodelaciones de los viejos cafés, necesarias para mantener la clientela afectada por la renovación generacional, y la emulación con los nuevos cafés, contribuían a la perenne transformación de la ciudad y la anulación consiguiente de los recuerdos. Conservar algo dentro del cambio era un reflejo de supervivencia o continuidad, que se practicaba en lo más pequeño para que irradiara sobre el todo. Pero en este caso había algo más, y era que este gran café remodelado se encontraba en un punto de una invisible frontera urbana; de un lado la zona comercial del barrio, y cerca de sus cines, del otro un área de población transeúnte de índole popular, como que a escasos doscientos metros estaba la estación Flores del ferrocarril, medio de transporte de los obreros y personal de servicio que volvía a sus domicilios en los suburbios humildes del Oeste. Los viejos servilleteros de lata hacían de punto de anclaje no sólo del presente y el pasado sino también de los estratos sociales coexistentes; dos aspectos que tampoco eran excluyentes, ya que la pobreza era una cosa del pasado. De cualquier modo, la división de la población de una ciudad en clases socioeconómicas era una grosera simplificación, ya que cada persona tenía su estrato propio, y había tantos como individuos. Uno de ellos, un señor de gran prestancia sartoril, aspecto de ejecutivo, estaba sentado a una de las mesas sobre la que había abierto carpetas de negocios, en cuyas páginas puntuaba y anotaba con un elegante bolígrafo, el celular entre los papeles, el portafolios abierto en la silla de al lado; debía de estar preparándose para una importante reunión, absorto en sus números y argumentos, pero no tanto a juzgar por lo que pasó entonces. Con un gesto maquinal, sin mirar, arrancó una servilletita de la caja metálica. Fue un movimiento que hablaba de una larga familiaridad con el implemento (la sacó de un limpio chasquido del pulgar y el índice, sin arrugarla en lo más mínimo), y por ende una vida de cafés: quizás había sido corredor, o visitador médico, o vendedor ambulante, de los que hacían un alto en el café que quedaba a la mitad de su recorrido cotidiano para descansar los pies y hacer las cuentas; si era así, había progresado, y como en todo progreso, y como la función más propia del progreso, conservaba los tics del mundo que se abandonaba. Había dejado de lado el bolígrafo, ya no leía sus documentos, y en los escasos segundos que le llevó a la niña destrozar, sin intención, el payasito, armó con inteligentes pliegues el próximo regalo. Éste fue, ¡sorpresa!, un pocillo de café con su platito. Constituía un salto cualitativo respecto de los plegados hechos hasta ese momento; y como entre éstos ya se había producido un salto cualitativo, éste era un salto cualitativo respecto del salto cualitativo. En su simplicidad de Bauhaus era simplemente perfecto, y un alarde de virtuosismo por sus líneas curvas, logradas sin violentar la regla básica de crear las formas con el exclusivo recurso de plegar y desplegar. Otro alarde era el de haber podido hacer en una pieza lo que en el objeto real eran dos: pocillo y platito, aquí indisolublemente unidos por el papel. La niñita, que aún no había aprendido la timidez, acudió feliz, sin necesidad de que la llamaran, a este nuevo don de homenaje a su gracia y belleza. Otro exvoto a su inocencia. Lo tomó con sus manitos torpes, y con risas triunfales corrió a mostrárselo a su mamá, salvo que esta vez se detuvo en cada mesa que había en el camino, y lo posaba, en lo posible junto a un pocillo de verdad, estirándose, en puntas de pie, para llegar, y que todos vieran el parecido. Debía de haber parroquianos, muchos, seguramente todos, que podían apreciar en todo su mérito y dificultad la pieza; ella no, para ella era tan natural y dado como una flor o una piedra, era algo que le había dado un señor amable en señal de admiración; ella no necesitaba admirar. Cuando llegó a la madre, el pocillo ya estaba a medio camino de revertir a servilleta. La madre seguía charlando con su amiga, y le prestaba una atención apenas maquinal a la hija. Inmediatamente después de la primera figurita, del primer caso de lo que empezaba a parecer una serie infinita, se había desentendido, como suelen hacerlo los adultos de los juegos de los niños con los que conviven. Nadie sale perdiendo, porque los niños a partir de ese momento entran en una dimensión propia, hecha de repeticiones e intensidades. Algo de esto había sucedido en el café. La niña había alcanzado una invisibilidad en la que se movía como pez en el agua. El movimiento del café seguía normalmente, los mozos, en número de seis, cada uno en el área de mesas que le correspondía, circulaban con bandejas, tomaban pedidos, servían, cobraban, la clientela se renovaba, entraban, salían, se saludaban, se despedían, el que llegaba retrasado a la cita se disculpaba echándole la culpa al tránsito. Y hasta los que le hacían a la niñita la ofrenda de la famosa servilleta plegada, una vez que la habían hecho se desentendían y seguían en lo suyo. Pero la serie, si es que era una serie, no se interrumpía, como si el carácter exigente de la infancia prevaleciera sobre el fluir del tiempo común. Una señora pelirroja (teñida) que tomaba un té, vestida con un equipo de gimnasia violeta y amarillo atrajo a la niña con una sonrisa y le entregó la construcción que había hecho con una servilletita. Se trataba esta vez de una creación magistral, de concurso, que hacía avanzar el salto cualitativo a un nuevo escalón de sí mismo. Era un ramo de flores, abundante en mínimas rosas, calas, gladiolos, margaritas, claveles, un crisantemo coronándolo y helechos de relleno. Todo brotado de media docena de dobleces secretos en la miserable servilletita, y un ahuecado con pericia al desplegarlos. Las flores, casi microscópicas en sus detalles, eran todas reconocibles; lo único que les faltaba eran los colores, el blanco del papel las afantasmaba. Las necesidades del salto cualitativo, si bien éste en sí no era necesario pues a la niña no le interesaba más que la prosecución, sin crescendos ni decrescendos, llevaban a la sutileza, y en razón de ésta había que mirar dos veces, o tres, el ramo, para discernir las flores, de otro modo se lo veía apenas como un bollo de papel arrugado. Esa escalada era inevitable; en otro registro, el de los regalos de cumpleaños o de bodas, o el de las ofrendas a una deidad benévola, los objetos del don podían tomar el camino sutil, y al llegar a la cima haber tomado la apariencia y consistencia de una fruslería, o de nada. Era entonces cuando se decía, con una sonrisa condescendiente: «Lo que cuenta es la intención». Y real mente contaba, tanto que había desaparecido en el regalo, como una cantidad inferior, por ejemplo el 843, había desaparecido dentro de una superior, la 1.000, y en ésta quedaba escondida y era dificilísimo encontrarla, tan difícil como acertar a la lotería. Blandiendo el ramo de flores de papel la niña partió haciendo volteretas de abeja, como si en una lengua cifrada les estuviera transmitiendo a todas las niñas del mundo la dirección del jardín. El natural efímero de las flores se acentuó en sus manos: no había terminado de pasar el mensaje cuando ya el delicado ramillete, sujeto a los vaivenes locos de sus saltos, se había vuelto informe. Si había alguien que lamentaba la destrucción acelerada de estos juguetes pasajeros, no era ella. Estaba montada en la sucesión de las novedades, que por serlo estaban, a su vez, montadas en el tiempo, del que se desprendían como chispas la velocidad, en una dirección, y lo imprevisible en otra. El ramo difunto quedó en el suelo, donde lo pisaría un sinnúmero de zapatos, mientras ella reclamaba, con su sonrisa encantadora, lo que ya le estaban dando desde una mesa ocupada por cuatro hombres, jóvenes pero no tanto, «jóvenes todavía», rockeros o motoqueros, uno de los cuales había plegado y replegado una servilleta de papel para hacer (quién sabe dónde y cómo lo había aprendido) una trémula réplica miniatura del Museo Guggenheim de Bilbao, todos sus audaces planos entrelazados sin que faltara uno solo. Gorjeos, risas, chillidos de bestezuela contenta por parte de la receptora: le había encantado, aun sin saber qué era, y quizás, seguramente, por eso mismo. Los niños tenían una relación muy particular de amor por lo incomprensible; era tanto lo que ignoraban, en la tierna edad, que no tenían más remedio que amarlo, amarlo a oscuras, como enigma, y también como mundo. Aprendían con ello lo que era el amor. Dibujaba en hueco la forma de sus vidas, anunciaba la maravillosa variedad de las formas. Los objetos incomprensibles eran la cifra de la palabra incomprensible; por eso les gustaba tanto esa palabra, promesa de un objeto que sería preciso abrir, y entrar en él. En esa correspondencia vivían, provisoriamente. Con la flexibilidad de la imaginación que le daba la edad, la niña entraba al museo, se paseaba por sus salas entre las obras de arte contemporáneo, esas obras supremamente extrañas que eran, para los no iniciados, el reino de lo incomprensible. Objetos gratuitos, complicaciones excesivas, se entregaban invirtiéndose a la inocencia. Pero tan liviano era el papel casi transparente de la servilletita con el que estaba hecho, tan momentáneo el equilibrio de sus tensiones constructivas, que ya se deshacía bajo la presión torpe de los deditos, sus prestigiosos planos curvos se replegaban con una plasticidad que ningún arquitecto, Frank Gehry menos que cualquier otro, habría previsto. En el espacio abstracto de un punto geométrico se acumulaban el plegar, el replegar, y el desplegar. Una pregunta legítima se formulaba sola en este punto, a saber, cómo era posible que tanta gente, reunida casualmente a esa hora de la tarde en un café cualquiera de la multitudinaria superficie de la ciudad, coincidiera en dominar el arte del plegado del papel, y que lo hicieran con tanta propiedad. ¿Casualidad cuasimilagrosa? ¿Conspiración sin objeto? ¿Inspiración del momento? Hacer figuras reconocibles plegando papeles no era algo cuyo dominio exigiera largos estudios ni viajes de especialización al Lejano Oriente. Lo que sí habría merecido una genuina mueca de asombro habría sido que en un café, a una hora cualquiera, hubieran coincidido sin saberlo, sentados solos, en parejas o pequeños grupos en todas las mesas, veinte podólogos, o veinte sociolingüistas, que no se conocieran entre sí y hubieran entrado en ese café a esa hora por veinte motivos diferentes. El plegado figurativo de papeles era, hasta cierto punto, una actividad con un costado de natural y espontánea; pero sólo hasta cierto punto, el punto de partida, el del barquito o el avioncito. Salvo que entre los trabajos del ocio, por una inercia de profundización, y esos excesos de tiempo que suelen darse en retrospectiva, se hubiera producido una escalada de transformaciones. Y ahí, justamente, despuntaba la solución. La respuesta a la pregunta de marras, efectivamente, no podía estar en una comparación o interpolación con otras actividades, ni en la reunión casual de cosas o gentes. Estaba en la razón de ser de la actividad del plegado, que era originalmente el plegado de las coordenadas espaciotemporales en las que se producían las coincidencias. Éstas, las coincidencias, daban lugar a muchos malentendidos y polémicas, en las que nadie terminaba de ponerse de acuerdo. ¿Eran coincidencias, o eran la realidad? Dos pensamientos incompatibles chocaban aquí: el estadístico y el histórico. La figura representativa hecha plegando un papel debió de nacer por primera vez cuando alguien descubrió que un papel, por más esfuerzos que se hagan (y por grande o delgado que sea el papel), no puede doblarse sobre sí mismo más de nueve veces. Ante ese límite, lo que era sólo un papel plegándose floreció en algo que se parecía a algo del mundo. Es decir, el trabajo de plegar rebotó en la muralla de lo incomprensible y se abrió en lo figurativo. El descubrimiento de ese límite de las nueve veces había tenido lugar en una legendaria antigüedad de los orígenes. Había que pensar en el alba de la Humanidad, no podía ser menos tratándose de un absoluto matemático. Pero sucedía que el papel se había inventado en un momento tardío de la Historia, antes del cual el papel tampoco podía doblarse más de nueve veces, pero sin papel. El modo en que esto afectaba a la Humanidad era lo que hacía que las ingeniosas y divertidas figuras logradas mediante el plegado estuvieran, para usar la expresión corriente, «al alcance de todos». Disipada entonces la duda, la serie seguía, alzando el vuelo por encima de lo simple y lo trillado. Así fue que el siguiente regalo que recibió la niña, de manos de un señor bajito con un impresionante jopo negro peinado con brillantina, que comía un sándwich acompañado de una cerveza, llevaba las posibilidades de una servilletita de papel a su más elaborada expresión. Se trataba de un barco, como había sido el primero, pero en este caso no un barco esquemático sino un elegante velero embanderado, y una extensión de los plegados había hecho bajo su quilla la superficie ondulada del agua de un río, y las orillas de éste a los dos costados, y en las orillas casas, tiendas, una iglesia, jardines, y gente que apiñada en las calles costaneras saludaba el paso de la embarcación. En ésta la marinería se ocupaba de las maniobras de navegación mientras el pasaje admiraba la vista y devolvía los saludos de los locales. Se trataba de un conglomerado de personajes de obvia importancia, en atuendos dieciochescos, pelucas, armiños, galones, y entre ellos se destacaba, majestuosa, la rotunda figura de una reina, bigger than reality, obviamente al mando. Un tanto apartado del grupo, un hombre, tan destacado como la reina, apuesto y dominante en su traje de militar cortesano, el sombrero emplumado, la capa de pieles, la espada pendiente de la cintura. Un pliegue casi microscópico de la torturada servilletita que había servido para construir el panorama indicaba que era tuerto. El detalle bastaba para identificarlo, y para situar la escena. Porque en efecto, se trataba de la ilustración de un hecho histórico muy preciso. En 1786 Potemkin, príncipe de Tauris, favorito de la emperatriz Catalina, llamada la Grande, había completado la conquista y pacificación de la Crimea, y organizó en la primavera del año siguiente una visita de la soberana a la península y la Ucrania anexadas a su reino. El viaje se hizo en gran estilo, con toda la corte, el cuerpo diplomático en pleno, y centenares de criados, cocineros, músicos, actores, teatro y salones portátiles, bibliotecas y mascotas. Cada etapa del trayecto se celebraba con grandes fiestas en castillos al paso, con la asistencia de la nobleza y los notables locales. En Kiev quedaron coches, berlinas, carros y trineos, y el viaje siguió por agua: ochenta navíos lujosamente aparejados comenzaron a surcar el Dniéper, y éste era el momento que había fijado la servilletita: la emperatriz en la galera insignia, los embajadores de todas las potencias europeas rodeándola, y Potemkin en la proa controlando que el gran espectáculo que había montado se desarrollara según lo planeado. (Había perdido un ojo en una riña con los hermanos Ostrov, también amantes de Catalina). Pues todo era creación suya: las prósperas ciudades que veían en las riberas las había creado él entre gallos y medianoche para lucirlas ante los viajeros, los ganados gordos y abundantes habían sido traídos especialmente, los campesinos satisfechos que vivaban a la zarina eran extras cuidadosamente instruidos. En los informes diplomáticos que se enviaron después a distintas cortes quedó claro que ninguno de los embajadores creyó del todo en la comedia, pero ninguno dejó de admirar la industriosidad del favorito al crear de la nada, en unos pocos meses, todo un país de cartón pintado. De la legendaria zarina a la niñita encantadora se había dado un salto que atravesaba todas las representaciones. El minúsculo diorama, tratado con displicencia regia, comenzó a desplegarse no bien lo tocó, y al llegar a la mesa de la madre, después de dar toda clase de vueltas innecesarias y rodeos vagabundos luciendo su nuevo tesoro, la destrucción era casi completa: la reina se hundía en las ondas del río, los cortesanos y embajadores se desplomaban unos sobre otros en una orgía involuntaria, Potemkin estaba parado de cabeza sobre el campanario de una iglesia, y el barco parecía una bicicleta. La ruina, que volvía a ser una servilletita arrugada, se hundió en un charco de Coca-Cola y la niña ya corría al otro extremo del café. Un joven de anteojos había dejado por un momento de lado su netbook para plegarse él también al juego del plegado, y le estaba ofreciendo un Pensador de Rodin de papel, si es que merecía el nombre de papel la materia casi impalpable de las baratas servilletas extraídas de su cajuela de lata. Fue saludado con los trinos y risas con que ella recibía todo, aunque era el juguete menos adecuado para una criatura de su edad. Probablemente el joven que lo había hecho no había aprendido a hacer otra cosa plegando papel. O quizás había hecho otras cosas, pero ésta había sido la que le salió mejor, y en adelante fue la única que hizo. O bien, como lo indicaba su uso de la computadora, estaba comprometido con el ahorro de papel y consiguiente población de los bosques del planeta. Si había hecho una excepción en este momento era por la emulación, por no quedarse atrás en la carrera en la que estaba participando todo el café, y porque además ahorrar una minúscula servilleta del papel más liviano habría sido una patente exageración de fanático, de las que desacreditan una buena causa. Pero había algo más, que tenía que ver con el Pensador, justamente. El único ahorro de papel que tenía sentido era el que se hacía con el trabajo mental, con la concentración (que la obra maestra de Rodin tan bien representaba) capaz de quemar etapas de razonamiento, sin el exorbitante gasto de papel en esos borradores que eran las obras de todos los filósofos. Ajena a filosofías y concentraciones, la niña reconoció sólo la figura humana, y lo acunó en sus brazos cantándole un simplificado arrorró, entre las sonrisas de las mesas por las que pasaba. En esas sonrisas podía haber, y casi con seguridad había, un elemento revanchista, de parte de quienes in pectore habían censurado lo inadecuado del don, producto de un exhibicionismo cultural desubicado en ese ambiente. El siguiente plegado que le hicieron a la niña (se lo hizo un cura en un entreacto de la discusión que sostenía en una mesa con dos contratistas de la ampliación del comedor comunitario de la parroquia) pareció hecho adrede para confrontar con la anterior inadecuación. Lo hacía mediante su clara proveniencia de la zoología infantil, de ilustración de cuento, y hasta su calidad de juguete móvil. Sin apartarse del material obligado (la servilletita de papel), el cura, mediante una decena de hábiles pliegues, había compuesto un canguro. En realidad una mamá canguro, pues del pliegue ventral salía la cabeza de un cangurito bebé. Antes de entregárselo le dio las instrucciones, que eran una sola y muy simple y no necesitaba de palabras sino de una demostración práctica: tirando de la cola larga y curvada de la cangura el cangurito en la bolsa se asomaba y volvía a ocultarse. La mano blanca del cura no debía de ser la primera vez que tiraba de la cola del canguro; la aparición tímida del hijito encantó a la niña, que salió corriendo de inmediato a mostrárselo a la madre. El origen sacerdotal del ingenioso plegado se perdió en el trayecto, al tiempo que el mecanismo, tan frágil, se descomponía por los tirones torpes de su dueña. Pero ¿no había ahí una alusión a una Maternidad superior, al Niño que aparecía y desaparecía en los bordes milagrosos del mundo? Ese cura había practicado con las hostias, tan parecidas en textura y liviandad a la servilletita. En realidad nadie sabía qué aspecto tenía una hostia antes de que llegara a la ceremonia de la que era protagonista. Muchas leyendas rodeaban su origen. Por ejemplo la leyenda del décimo pliegue. No hubo tiempo de reparar la cola palanca, porque la madre se había puesto de pie, igual que su amiga, y buscaba a la niña con la vista (no se daba cuenta de que la tenía al lado) y la tomaba de la mano para irse. De pronto estaba apuradísima: tanta charla, tanto tenían que decirse, que el tiempo había volado y le cerraban la peluquería. A último momento la niñita le soltó la mano y corrió unos pasos a tomar algo que le tendían. La madre, que la llamó con impaciencia sosteniendo abierta la puerta del café, sólo cuando estaban en la vereda vio que su hija traía un poliedro armado plegando una servilletita de papel.

13 de junio de 2011

(De Relatos reunidos, 2013)