En la Confitería del Gas

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por César Aira

Foto: Daniel Mordzinski

Una tarde de domingo, en la Confitería del Gas, la orquesta de señoritas desgranaba desde el palco melodías tristes sobre un público en general de mediana edad, de sostenida conversación.

Señoras de sombrero, caballeros de levita, copetines, visillos. El bronce dorado de las arañas producía chispazos en los espejos que se sucedían entre columnas. Algunos curiosos miraban por las ventanas, tratando vanamente de identificar al dueño del primer De Dion Bouton que circulaba en Buenos Aires, estacionado entre los landós y custodiado por un chofer con aires de importancia. No lo habrían ubicado porque al entrar se había quitado el capote, la gorra y las antiparras, que descansaban sobre una silla mientras él lucía un impecable traje claro y un fino bigote de conquistador.

Desenvueltos saludos al transitar entre las mesas, damas con sobrepeso a las que el interés social volvía livianas como globos de helio, y el té con masas. Una bella jovencita con su mamá contaba los días y atraía las miradas. Un solo de violín hacía pensar en Corelli. El acento criollo de una economía agroganadera iba bien con el bombín depositado en el suelo. Sacerdotes de este ritual, los mozos con delantales hasta los tobillos acudían con las bandejas, veloces, expeditivos, todos parecían contar con una experiencia de varias vidas al servicio de la distinguida clientela. Las falsas columnas de la pared se repetían de verdad en el salón, gruesas y escaladas por guirnaldas de estuco. La melaza rígida de la pastelería vienesa, muy solicitada, salía presurosa de la cocina, y el rumor de las conversaciones las condimentaba.

En un rincón, dando la espalda a los mármoles veteados y frente a una mesita redonda y a un joven atildado, reinaba el famoso escritor consagrado. Su amplio volumen enfundado en levita de alpaca, plastrón blanco nieve y Legión de Honor a la solapa se coronaba con una importante cabeza sobre la que se alzaba una pavorosa peluca negra de la que escapaban las puntas de las orejas, rubicundas. Negro era el bigote, negras las cejas frondosas bajo las que ardían las pupilas. La piel del rostro, a la que la edad aflojaba, era pálida, lechosa, con diminutos granitos rojos. Las manos, gruesas y rojas como si toda la sangre del cuerpo fuera hacia ellas; y quien supiera (¿quién podía no saberlo?) que esas manos habían empuñado la pluma que escribió tantos libros memorables, no podía asombrarse de que lucieran como lo más vivo de una estructura que ya empezaba a verse algo cansada. La que transportaba a los labios de su dueño el lento cigarro mostraba en el anular el gran rubí oscuro engarzado en plomo negro; en la que se demoraba, sobre la mesa, alrededor de la copa de anisado, un diminuto diamante en el meñique.

Atendía al diálogo con su interlocutor del momento, pero su atención se extendía como una mancha de aceite, igual de lenta y pegajosa. Era como si estuviera metido en todos los espejos, y la calma con que los habitaba sugería un conocimiento profundo de todos los pasadizos del cristal y el azogue en las grandes lunas. Su figura rotunda era fácilmente reconocible. Además de los que habían tenido trato directo con él en los muchos tramos de una larga vida ocupada, lo habían visto en los dibujos de Cao, en la Caras y Caretas, en las fotografías siempre confiables de La Prensa, y se hacían un mundo de estar compartiendo la sosa tarde del domingo porteño con un gigante de las letras. A él, la vanidad no lo cegaba; al contrario, le aguzaba la vista. Sus pupilas ensombrecidas por la experiencia eran el eje central de su sistema nervioso, contaminado por la imaginación. En su caso, la alfombra mágica sobre la que volaba el genio era de agua, una fina capa texturada de agua cristalina, y en sus figuras islámicas se reflejaba él, tal como se encarnizaban en su figura los caricaturistas.

El joven escritor que tenía enfrente, envarado en su trajecito oscurísimo, bebía las palabras del maestro mediante repentinos silencios. Constituían esa pareja tan característica en el campo cultural: el que ya lo había escrito todo, y el que todavía no había escrito nada. La conversación no tenía mucho material sobre el que progresar, pero desde que había ocupado su sitial de ver y ser visto eso no le preocupaba. Respondía con distracción a las preguntas del chico, a quien se le atragantaban las palabras en la leche merengada, y postergaba el deber social de hacerle alguna pregunta él a su vez. No había mucho sobre lo que pudiera interrogarlo. Si había terminado sus estudios. Si sus padres aprobaban su interés en las Letras. Si su abuela doña Agustina había vuelto de París. Qué tediosa, comparado con esa cara imberbe de bebote grande, la pureza de la mirada. Por suerte seguía dándole charla, con el encantador desparpajo de los tímidos.

—Mire joven —le dijo contestando unos confusos elogios—, nunca he tenido la jactancia de sentirme incomprendido.

—¡Pero no se preocupe, Maestro! Eso viene de los sicofantes de Rodríguez Larreta.

¿Qué era lo que venía? Había perdido el hilo, felizmente. Se llevó el habano a la boca. Su rostro indiferente al otro lado de las sucesivas cortinillas de humo avanzaba como la proa de un buque de guerra en tiempos de paz. Las Margaritas de Sosa lo saludaron al pasar. Devolvió la cortesía encuadernada en el marroquín de los tomos de sus Sinopsis.

Como los egipcios, el cuerpo de frente, el rostro de perfil. Poco más y podía decir que conocía a todos los presentes. Estaba cansado de conocer gente. Como un mobiliario en desorden apilado en el salón destinado a recibir las visitas. Sus admirados autores franceses hacían gala de ropavejeros crustáceos escribiendo sus memorias; el carácter austero del hombre del Plata no condescendía a esas expansiones: las sillas seguían con las patas para arriba, el viento de medianoche abría y cerraba las puertas del ropero, y las ruedas de la bicicleta giraban en el aire con su rumor característico. Ahí sólo faltaba la corona fúnebre.

Exhaló. La pícara farmacéutica que había sido su amante. El inquilino de los tiempos románticos.

—¿Cómo dice?

Estaba considerando la posibilidad de otra cosa. O no. Masas vienesas sobre discos de plata. La vieja nota del violín, las vetas del ritmo, la insistencia. Las masas crujían bajo las poderosas dentaduras de las señoras. El té le cedía al chocolate que humeaba en tazas de tamaño importante, con el sello del Gas. Las que decían cuidar la figura explicaban por qué se permitían la excepción a su régimen estricto, y debía de ser eso lo que llevaba a un nivel tan alto el volumen sonoro del salón. Su atmósfera amarilla vibraba, la música era un silencio incrustado a presión en el ruido. Los sombreros de las damas se balanceaban con un movimiento diferente según se tratara de la risa o la sorpresa simulada por la información que se estuviera comunicando. Un chillido improcedente podía ser un saludo o un llamado. En general esas señoras se lo permitían todo, dentro de los límites de lo conveniente. Los mozos de blanco, entre las masas negras de la clientela, circulaban portando las bandejas plateadas como escudos; reflejaban la luz blanquísima de los quinqués modernos a los que el establecimiento debía su nombre, y su fama. La caoba y el bronce, como dos hermanos de distinta madre se disputaban la herencia de un tío rico que acababa de morir: la oscuridad. El treno anacrónico partía del balcón de las noviecitas tristes de la música. Se repetía entretanto la mecánica de los recién llegados ubicándose en las mesas nuevas.

En el techo, los ángeles antiguos contemplaban la procesión inmóvil. La gema con luz interior en el centro del domingo gris de la Buenos Aires de los sueños. Se habían puesto «en las manos de Dios». Todos aspiraban a ser recordados, bien o mal pero firmes como imágenes, con sus mejores atuendos, recortados, medallas, en la atmósfera amarilla de la confitería de moda.

Como casi siempre, el gran escritor, quizás sólo por el hecho de serlo, se sentía perfectamente satisfecho con lo que le estaba pasando. No sospechaba que muy pronto, en cuestión de minutos, tendría una revelación que daría al traste no sólo con su visión de sí mismo sino con muchas otras cosas, la Confitería del Gas incluida.

Todo había empezado con el paseo por la calle Florida. La idea: tomar aire, hacer ejercicio. Su pesado corpachón, la caña de malaca, el bombín, la resuelta etiqueta del ocio dominical. La señora Anita en su té con piano, él desocupado. El tercer conocido con el que se paró a hablar resultó ser este jovencito, cuyos padres eran parientes de parientes, y al que se lo había encontrado en las Conversaciones de la Biblioteca. Aun sin haberlo sondeado, sospechaba que era de esos jóvenes que leían todo, y se hacían un punto de honor de saberlo todo. Se los podía perdonar porque eran como las florecillas del campo. De una ingenuidad refrescante. Sin pensarlo mucho lo había invitado a acompañarlo a la Confitería.

Le dirigió un saludo a la señora del Tesorero de la Contaduría General (Azucena) con la que había tenido un noviazgo no declarado cincuenta años atrás, para terminar casándose con la primita de ella, Rosario, que lo dejó viudo en un santiamén. Al saludo le siguieron varios más. Se preguntaba por qué esas damas ociosas, que se pasaban el día hojeando la Ilustración y tomando mate a escondidas, abarrotaban la Confitería del Gas los domingos cuando podían hacerlo cualquier día de la semana y tener todo el local para ellas, vacío y tranquilo. En fin. No las criticaba porque él hacía lo mismo, y sus días no estaban más ocupados que los de ellas. De hecho, si charlaba con este joven admirador no era más que para tener una excusa con la que quedarse un buen rato mirando a la gente con la mente en blanco. Si se sentaba solo corría el peligro de que lo abordara un pelmazo de los que abundaban.

—¿Doña Anita?

—Bien, gracias.

Su segunda esposa recibía la sombra de su fama. Cuánta gente anónima llenaba el mundo. Pero de esa gente estaba hecha la melodía de la conversación. Las comas eran importantes para la cadencia, a la que él por formación profesional (se negaba a llamarla deformación) era muy sensible. Tenía estudiada la atmósfera de la Confitería del Gas. Elegía una mesa en el extremo opuesto al palco de la orquesta. El Gas epónimo se cargaba con el rumor de las conversaciones, y las melodías de las señoritas le llegaban como recuerdos. Eran recuerdos, como tales se ofrecían.

Su ubicación le permitía verlas encuadradas detrás de los espejos.

Fue entonces que sucedió. Mientras exteriormente parecía que estaba disfrutando de sus logros, y la fama que hacía que se le dirigieran miradas desde todos los rincones de la confitería, y de su buen pasar y salud y del anisado, se había embarcado en una ensoñación pesimista.

Su vida había sido la Literatura, y de pronto la idea de la Literatura que le sugerían unas palabras que había soltado su acompañante («fantasmas…», «piratas…») se volvía otra, y, para él, alarmante. No quería hacer comparaciones triviales, como decir que un carpintero que hubiera dedicado su vida a la carpintería, descubriera en su vejez que el oficio que lo habría hecho feliz y en el que habría hecho fortuna era la herrería. Esa comparación, o cualquier otra, no servía, porque la Literatura era por definición la actividad incomparable con todas las demás actividades del hombre.

Además, haciendo la Literatura que él había hecho había ganado fama y fortuna, y no podía pedir más satisfacciones internas que las que le había dado; no tenía por qué lamentar no haberse dedicado a otra cosa. Si se alarmaba era porque vislumbraba otra forma de hacer Literatura, y aunque en realidad no sabía si era una forma mejor y más auténtica, la visión que se hacía de ella lo exaltaba con un sentimiento que nadie habría sospechado en él. Un sentimiento de juventud.

Era el joven sentado frente a él, su conmovedora ignorancia, sus balbuceantes proyectos, los que despertaban en él esa idea, que se definía con fuerza abrumadora, tomando contornos precisos en su mente, condensando de pronto el magma de las ideas. El chico le había hablado de un libro, o dos, o tres, que estaba planeando escribir, y por la descripción que le había hecho, y que él había oído como quien oye llover, dedujo que nunca los escribiría o que, si lo hacía, serían inanes, apenas despojos de sus proyectos.

No tanto porque estos fueran malos, como quizás ningún proyecto lo es del todo, sino porque para hacerlos realidad se necesitaría talento. ¿Y de dónde sacarlo? En Literatura el verdadero talento, que es el grande, era algo sobrenatural, era una quimera creer que podía darse en ti o en mí.

Con benévola hipocresía lo había felicitado por su vocación, lo animó a trabajar, a darle uso a la energía que sentía en él. Los lugares comunes de siempre, que al fin de cuentas era lo que el joven esperaba oír. Al decirlos le volvían, desde el fondo aterciopelado de su distracción, las fórmulas en las que el joven cifraba sus esperanzas de asaltar la ciudadela de las Letras:

«fantasmas…», «piratas…», «camellos…».

Calló, inundado por el pensamiento. ¿De dónde le podían haber venido esas ideas a este chico? De los libros, evidentemente. Por su parte, no pudo seguir diciendo ni siquiera lo más fácil de decir, que eran los lugares comunes. Una inmensa tristeza lo sobrecogió, la tristeza asociada al tiempo. No es que no tuviera experiencia de ella: no había hombre que entrado en los años finales de la vida no sintiera esa nostalgia de la juventud, de lo perdido. Él también la había sentido, aunque siempre en el tono estoico que correspondía al caballero y al hombre de cultura. Pero quizás su estoicismo se debía a que la idea de la fugacidad de la vida nunca se le había aparecido muy clara, como si él mismo se hubiera ocupado de darle contornos difusos, una cierta iridiscencia poética, seguramente para protegerse. Nunca habría sospechado que los dolorosos contornos se precisarían dentro de la cuestión literaria.

Resumida a su expresión mínima, la idea fue la siguiente: el joven que quiere ser escritor lo quiere por haber leído, y generalmente cuando ha leído lo ha hecho en exceso, con el generoso entusiasmo del niño, está lleno de Literatura, y es eso lo que pondrá en lo que escribe. Pero «eso» no es poca cosa: es Literatura. No la experiencia de la vida, que no la tiene por el simple hecho de que todavía no ha vivido. En todo caso la tendría si fuera pobre, pero el joven lector nunca es de familia realmente pobre. En ese momento mágico, todo Literatura y nada de experiencia, es cuando se produce el milagro de la obra maestra nueva, el mito glorioso de lo Nuevo.

¿Cuál era entonces el motivo de su tristeza? Simplemente que no lo había hecho él. Había estado tan intoxicado de lecturas como todo joven lector puede estarlo, pero había sucumbido a la vida.

Había amado, había tocado con las manos del cuerpo el fruto del deseo, había conocido al hombre y al mundo; de todo lo cual había hecho el tesoro de su experiencia. Tesoro opaco, por real, que había aplastado las ondas irisadas, tan frágiles, de la Literatura.

La cuestión se daba más o menos en estos términos: la Literatura se le presenta al joven lector como el campo de las transformaciones, en el que reina la lengua, con todas sus magias, libre de los condicionamientos de la realidad. Reina el pensamiento, en el juego infinito de su materia, que es la palabra. La experiencia de la vida empieza muy pronto a enturbiar ese cristal. El juego sublime se vuelve el juego de todos, porque todos viven lo mismo, aun creyendo ser distintos.

¿Pero cómo evitarlo?, se preguntaba. La experiencia no era algo optativo. ¿Acaso había que evitar vivir para escribir? Quizás una intuición en ese sentido había llevado a muchos escritores a vivir en la soledad, en un sedentarismo patológico, encerrados, timoratos. No era su caso: él había creado una familia numerosa, y había viajado por el mundo y mantenido una intensa vida social. Tal como lo veía en retrospectiva, era como si se hubiera propuesto acumular montes de experiencia vital para aplastar mejor y más definitivamente a esa Literatura libre y alada que vio durante un instante cuando era un colegial.

Era inevitable. Ahorrarse, llevar una vida monástica para preservar en su pureza el latido literario era mezquino, además de que no aseguraba nada. La sordidez de la experiencia terminaría imponiéndose de todos modos. Y si alguien, por ejemplo él, pretendía neutralizar la experiencia en el momento de mojar la pluma en el tintero, y escribir «como si» no hubiera vivido, estaría haciendo un patético pastiche. No había nada que hacerle. La Literatura estaba condenada, sus maravillosos tesoros seguirían ignorados por siempre. Quizás la obra de un adolescente genial, una vez por siglo, permitiría vislumbrar, como la punta de un iceberg, esos tesoros, pero sólo para alimentar la nostalgia.

25 de febrero de 2017

(De En la Confitería del Gas y otros cuentos)