Entrevista

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por Humberto Costantini

Había una vez un hombre que murió. El hombre había sido muy importante. Había tenido fama, poder, dinero, etcétera. Había trabajado mucho y había cosechado triunfos. Por lo tanto no temió presentarse ante Dios. Así que se presentó ante Dios y dijo:

—Isidoro Passini, encantado.

—Tome asiento —le contestó Dios.

Y el hombre se sentó.

—Su vida, si es tan amable —le dijo Dios.

—¿Mi vida? —dijo el hombre ligeramente sorprendido.

Su vida, sí, por favor.

—Bien —dijo el hombre, y se dispuso a hablar de su vida.

Naturalmente se había enfrentado con muchas situaciones difíciles. De modo que no se amilanó. Al contrario: se compuso el pecho, sonrió compulsivamente, y ordenó sus fuerzas como para sacar el mejor partido posible de la entrevista.

—Señor —empezó, con esa su manera discreta y cordial que tantos triunfos le había deparado—. Señor —dijo— he trabajado mucho. He llegado a ocupar un cargo de gran responsabilidad.

—¿Responsabilidad? —dijo Dios, como si no entendiera bien el significado de la palabra.

—Sí, de gran responsabilidad —repitió el hombre, seguro de sí mismo, confiando plenamente en su natural simpatía, decidido a ganar la situación desde el primer momento—. Jefe de producción, exactamente. En Brunes & Mathews S.A. Diecisiete hectáreas cubiertas en Castelar. Sucursales en veinticuatro países.

—Uh… —dijo Dios, aprobando seriamente con la cabeza, como compenetrándose de la importancia de su recién llegado.

El hombre sonrió afablemente, pensó algo así como “el primer round es mío”, y prosiguió:

—Puede decirse que he llegado solo. Por mi propio esfuerzo. ¿Mis virtudes? Concentración, trabajo, dinamismo, capacidad para resolver rápidamente cualquier problema. En fin, esas cosas que distinguen al hombre hecho para vencer. Usted perdonará mi inmodestia, pero debemos ser francos, ¿no le parece?

—Pero por supuesto —le contestó muy gentilmente Dios.

—Recuerdo —prosiguió el hombre— cuando ingresé en Bruñes & Mathews Argentina S.A. Tenía dieciocho años. Mi familia era muy pobre, Señor. Para ahorrar las monedas del ómnibus, me hacía a pie veinticinco cuadras. Con ese dinero me compraba libros. De noche estudiaba. Fui perito contable a los veintiún años. Cuando me recibí…

—¿Veinticinco cuadras? —preguntó Dios.

—¿Eh? Ah, sí, veinticinco cuadras. Con excepción de los días de lluvia, claro.

—Había una plaza, ¿no es cierto?

—¿Una plaza?

—En el trayecto, quiero decir. ¿No había una plaza?

—Este… sí. Sí, efectivamente, había una plaza. Me parece —contestó el hombre algo desconcertado y pensando tal vez Dios empezaba a chochear un poco con los años.

—Y en la plaza, ¿había un banco?

—Bueno, había muchos bancos, supongo.

—No, no. Un banco. Yo me refiero a un banco. ¿Había un banco?

—Claro… naturalmente había un banco. Si había muchos bancos, había un banco —dijo el hombre, conteniendo a duras penas su malhumor.

—Ajá. ¿Y cómo era ese banco? —preguntó Dios.

—¡Ese banco era un banco! ¡Un banco como todos los bancos! ¿Qué se puede decir? —contestó el hombre con muchas ganas de terminar de una vez con esas preguntas estúpidas.

—¿Eso es todo?

—Eso es todo lo que se puede decir de un banco, ¿no? —dijo, convencidísimo de que la edad le había reblandecido por completo los sesos a Dios.

—En fin —dijo Dios, suspirando con visible contrariedad—, continúe, por favor.

—Continúo —dijo el hombre con energía, decidido a poner un poco de orden en esa conversación que le parecía disparatada—. Con mi diploma conseguí que me cambiaran de sección y me aumentaran el sueldo. Tenía veinticuatro años y ya era todo un subjefe. La sección se transformó en mis manos. Llevé cosas nuevas. Impuse mi ritmo, mi manera de trabajar. Llegó a ser la sección más eficiente de la casa. Fue mi primer triunfo importante.

—Oh, importante —dijo Dios con un tono bastante ambiguo.

—A los veintiocho años me casé —prosiguió el hombre como si no lo hubiera oído—. A mi mujer, Mónica Juárez, creo haberle dado todo lo que se merecía. Hijos, cariño y, demás está decirlo, bienestar. Ella vive aún. Usted, Señor, debe conocerla.

—Conozco, conozco —dijo secamente Dios.

—Tuvimos cuatro hijos —continuó el hombre levemente intrigado y sospechando por primera vez que a su mujer no habría de resultarle tan fácil la entrevista— Armando, Luis María, Clara y Angélica. Angélica era mi debilidad. Tenía… tiene unos hermosos ojos azules, como la madre. Es un encanto de criatura.

—Ah, ojos azules —dijo Dios—. ¿Y Alicia?

—¿Cómo? —dijo el hombre.

—Sí, sí, le pregunto el color de ojos de Alicia.

—Pero, ¿Alicia?, perdón, ¿usted dijo Alicia?

—Naturalmente, Alicia. Usted me habló del color de ojos de Angélica, y yo le pregunto del color de ojos de Alicia. Está claro, ¿no?

—Pero… Usted no se referirá… a aquella muchacha… a aquella Alicia que yo conocí cuando tenía qué sé yo, diecisiete años…

—Por supuesto que me refiero a ella. El color de sus ojos, entonces…

—Bueno, caramba, pasaron tantos años. Además, hemos podido estar solos tan pocas veces, que francamente…

—No lo recuerda.

—No, no me acuerdo, es la verdad —contestó el hombre, sin darle demasiada importancia a esas interrupciones, y deseando seguir adelante con el relato de su vida.

—Es una lástima —dijo Dios.

—¡Bueno, caramba, supongo que no será tan grave!

—Es grave —dijo Dios—. Continúe.

—Ejem… —dijo el hombre, ya bastante molesto y desconcertado—. Estaba hablando de mis hijos. Quería decirle… Quería decirle que ellos dieron un verdadero sentido a mi esfuerzo, a mi lucha. Fue por ellos, Señor…

—Digresiones no, le ruego —dijo Dios.

—Bien —dijo el hombre algo corrido y empezando a dudar un tanto del éxito de la entrevista—. Seguí trabajando duro. Comprendí lo que se esperaba de mí, y me di entero a eso. Fui, debo decirlo, un ejemplo y un modelo para muchos hombres. Cuando me hice cargo de la jefatura de producción…

—5 de junio de 1954 —dijo Dios.

—Efectivamente, 5 de junio de 1954 —dijo el hombre con nuevos bríos. Coincidió con el cincuentenario de la empresa. Una fiesta enorme en el Palace Hotel, recuerdo. Son esos momentos que no se olvidan nunca, que le sirven a uno de empuje, de incentivo. Hablaron de mí en los discursos. Me felicitaron. Confiaban un capital enorme solo a mi capacidad. El mismo gerente general me estrechó la mano, conmovido y, ¿por qué no?, esperanzado. Eran momentos muy graves. Se esperaba mucho de mí. Ahora puedo decir que no los he defraudado, más aún, que he superado los proyectos más optimistas. Cuando nos retirábamos de la fiesta, ya en la puerta del hotel, el gerente general se acerco a mí y me dijo: “Señor Passini…”

—Perdón —dijo Dios—, su sombrero y su sobretodo.

—¿Cómo?

—Sí, su sombrero y su sobretodo ya los había retirado del guardarropa, ¿es así?

—Este… sí, lógico. Era una noche de junio. Hacia frío. Llevaba sombrero y sobretodo —dijo el hombre—. Bufanda también, me imagino, ¡je, je! —agregó, tratando de hacerse el gracioso y pensando que tal vez era la forma de comportarse ante la irremediable chochera de Dios.

—Se los entregó en sus manos una mujer, ¿verdad?

—Bueno, sí, la encargada del guardarropa me entregó el sombrero, el sobretodo y la bufanda. Me los puse inmediatamente porque, como dije, era una noche de frío, y me acerqué a la puerta. Fue entonces cuando el gerente general me dijo…

—Los ojos, por favor.

—¿Pero qué ojos? —dijo el hombre, a un paso de la desesperación.

—De la encargada del guardarropa. El color de los ojos, si es tan amable.

—¡Pero cómo me puedo acordar del color de los ojos de la encargada del guardarropa! Es absurdo, ¿no? ¡Yo estoy hablando de un acontecimiento importante!

—No es absurdo —dijo Dios.

—Ah, ¿no es absurdo? ¿Y por qué no es absurdo? Vamos a ver.

—No es absurdo. Eran los mismos ojos de Alicia.

—Pero usted… pretende decirme que Alicia… que la encargada del guardarropa era… ¿era Alicia?

—Oh, no, ¿quién dijo eso? Además, eso es secundario. Podía ser o no ser. Lo importante eran los ojos. Eran los mismos ojos.

—¿Tan iguales eran? ¿Tan parecidos?

—Eran los mismos ojos.

—Bueno, está bien, eran los mismos ojos. ¿Y qué? Yo, ¿qué hubiera podido hacer? ¿Mi vida hubiera cambiado por eso? ¿Hubiera dejado de hacer lo que hice?

—Eso es otro asunto —dijo Dios—. Continúe.

—¡Pero por favor, Señor! ¡Yo necesito entender! —dijo el hombre, creyendo volverse loco, viendo como su entrevista, de una manera incomprensible y estúpida, se precipitaba irremediablemente al fracaso—. ¡Yo necesito saber! ¡Saber de qué se trata!

—Circuitos —dijo Dios.

—¡Cómo circuitos! ¿Qué quiere decir circuitos? ¡No entiendo nada!

—Puntos. Puntos fundamentales. Deben hacer contacto, simplemente no se preocupe, continúe.

—Entonces… los ojos de Alicia… y aquellos otros ojos eran… así, ¿puntos fundamentales?

—Eran puntos fundamentales —dijo Dios.

—¡Puntos fundamentales! ¿Quiere decir que yo hubiera sido otro, que yo hubiera hecho otras cosas si los hubiera mirado, si los recordara ahora?

—Continúe, por favor —dijo Dios.

—¡De modo que ojos, entonces! ¡Que la misión de un hombre en la vida es mirar unos ojos! ¡Mirar dos veces unos mismos ojos!

—No de un hombre. De usted —dijo Dios—. Puntos distintos para cada hombre. Generalmente muy pocos. Deben unirse, eso es todo. Continúe.

—Entonces mi vida, mi larga, mi fecunda vida, Señor, ¿se justificaba con solo mirar esos ojos?

—Sí —dijo Dios.

—Pero, ¿y el banco? Usted me preguntó por un banco. ¿Qué tenía que ver el banco?

—Ah, sí, el banco —dijo Dios, un tanto aburrido—. Había que sentarse en el banco.

—¿Sentarse en el banco?

—Sí, era necesario. Horas y horas tal vez. Sobre todo cierta tarde de otoño. Pero no se preocupe ahora. Continúe, hágame el obsequio.

—Sí… sí, continúo —dijo el hombre, lleno de pavor, inseguro de todo lo que decía, buscando desesperadamente en su memoria algo distinto, algo que lo congraciara definitivamente con Dios, algo humano pensó sin saber bien qué quería decir; o tierno, o emotivo, o piadoso. Porque evidentemente esos eran los puntos que había que tocar. Las cosas que se esperaba que él tocara.

—Lo escucho —dijo Dios, porque el hombre se demoraba demasiado en contestar.

—Sí, bueno… Recuerdo… recuerdo un amigo. Un amigo querido —dijo el hombre con vacilación—. Lo encontré por la calle. Hacia muchos años que no lo veía.

—Fernando Carrera —dijo Dios.

—¡Sí, sí! ¡Fernando Carrera, precisamente! —contestó el hombre casi jubiloso, vislumbrado al fin su posibilidad—. Fernando Carrera. Estaba muy solo, muy pobre además. Me quedé con él. Hablamos, hablamos mucho. Lo ayudé. Creo que le hice bien. Cuando nos separamos eran las siete de la tarde. Había faltado al trabajo por él. Estábamos parados en una esquina, en la plaza, y nos abrazábamos. Era hermoso, Señor. Cuando nos despedimos, Fernando se quedó apoyado contra un árbol y me saludaba con la mano.

—¿Cómo era? —preguntó Dios.

—¿Fernando? Era alto, flaco, un poco desgarbado. Los ojos grises, grandes, llenos de ternura. Me acuerdo muy bien de sus ojos.

—No, no, el árbol —dijo Dios.

—¿Cómo?

—El árbol donde estaba apoyado Fernando. Eran exactamente las siete de la tarde. ¿No recuerda?

—¡Cómo podía mirar el árbol! ¿Para que podía mirar el árbol?

—Era otoño. La plaza —dijo Dios—. Desde cierto banco se veía bien el árbol.

—Sí, era otoño —dijo el hombre, desolado, temblando, con una angustia que le impedía articular las palabras—. Entonces el árbol…

—¿No recuerda? —volvió a preguntar Dios, porque el hombre se había quedado callado.

—No, no recuerdo —dijo el hombre, bajando la cabeza.

—Es una lástima. Era el cuarto punto —dijo Dios.

—¿Puedo… puedo continuar? —preguntó el hombre con la voz entrecortada.

—Era el último punto —dijo Dios—. Lo siento. Su entrevista ha terminado.

(De: «Una vieja historia de caminantes», 1967)

[Audio: Radio Madre » 23.12.2014 » Donde Quiera Que Estés » Alejandro Apo]