Era su mano derecha

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por Luciana Pallero*

El taxi paró frente a la casa a las once de la noche. Me di cuenta de que había sido un error viajar a esa hora; la casa estaba cerrada desde hacía dos años y no había luz.

Miré el manojo de llaves y probé una llave chica. Abrí a la segunda llave que probé. Metí mis valijas en la propiedad, las dejé sobre el piso de cemento lleno de maleza y fui a la caja de luz de afuera. Subí la palanca pero las luces del pasillo no se prendieron. Llegué al pasillo y caminé abajo de la parra, no veía nada pero escuché el eco de mis pasos. Hacía años que no escuchaba ese sonido. Ahí había pasado todos los veranos en la niñez y había vivido en la adolescencia. Era la casa de mi abuela. Estaba cerrada desde que se había muerto. No se podía vender mientras no se terminara la sucesión, por eso fui ahí hasta solucionar mis problemas de vivienda y trabajo en Buenos Aires. A oscuras, abrí las dos puertas que me separaban de otra caja de luz que estaba adentro de la casa, alumbrando el manojo de llaves y la cerradura con el celular. Conocía las llaves, así que no fue tan difícil. Subí la palanca. Fui hasta la tecla más cercana de luz; prendió. Vi el teléfono fijo, levanté el tubo y escuché el tono. Era como comprobar que la casa tenía pulso.

Los muebles tenían una capa fina de moho. Volví a la vereda, levanté la tapa de la llave de paso de agua y vi que la empresa había puesto una canilla nueva. Era de medio giro y la pude abrir sin herramientas. Fui de nuevo a la cocina. Agarré un trapo rejilla que hacía mil años alguien, quizás yo, había puesto a secar y se había secado estirado. Estaba salpicado de cal que caía de las paredes, lo lavé, el agua salía turbia. Después limpié la mesa de la cocina. Ahí puse mis valijas. Abrí las ventanas que tenían mosquitera.

Encontré sábanas limpias en su lugar, en un ropero. Todas eran de poliéster. Esa tela que no absorbe y parece de plástico. A mi abuela le gustaban porque no había que plancharlas.

Al día siguiente limpié y pensé. Tenía mucho para maquinar. Limpié durante todo el día con mucha lavandina, por el moho. Limpié los baños, hasta los azulejos; las paredes las limpié con una escoba para que se cayera el exceso de cal, por lo menos por un tiempo. Limpié los techos, que estaban llenos de telarañas. Los muebles que más iba a usar y los platos que necesité. Limpié un estante en una alacena para poder poner comida. Baldeé los pisos de la galería. Barrí y pasé un trapo en los otros. A la par pensaba en mí. En que el matrimonio era la cosa más horrorosa y torturante que había inventado la cultura. En que igual yo sabía que iba a terminar así. En que haberlo sabido desde hacía mucho, desde el principio inclusive, ayudaba a que se me pasara más rápido o iba a ayudar en algún momento. Al final me bañé y me sentí aliviada del cansancio y la mugre. Aunque no dejé de pensar. Hice asado a pesar de que no daba más después de limpiar todo el día, quería comer carne. Tomé el agua turbia de la canilla. Me había olvidado de comprar una soda en el almacén del pueblo. Miré alrededor, mi obra. Hacía unos años no hubiera soportado dejar las persianas llenas de tierra y hubiera pasado un trapo tabla por tabla. Era la primera vez que no lo hacía. Las cosas que había limpiado eran las mínimas indispensables que iba a usar, eso me hacía feliz. Me hacía feliz ver que ya no necesitaba que la limpieza fuera total, siempre había querido ser así, no necesitar limpiar. De repente ahora era así, de verdad no me importaban las telarañas de las paredes de afuera de la casa, la tierra de las persianas, ni las puertas cerradas de las piezas que no iba a usar, llenas de hormigas muertas.

Había ido a ese lugar para reflexionar, relajarme, encontrar algo en qué proyectar mi vida, tampoco estaba bien en cuanto al aspecto profesional. Fui a contemplar el río. Eso me había servido en otras crisis, por ejemplo cuando de chica me había convertido en huérfana. Fui pero me atacaron los mosquitos, así que no me relajé y salí de la playa llena de picazón. En la costa había pescados muertos.

A la noche, ya en la cama, pensé en mis ex novios de la juventud. Estaban todos ahí, en ese pueblo. Salvo con uno que estaba felizmente casado podría volver a tener algo con cualquiera si quería. Si tuviera que elegir, elegiría al que no estaba disponible, porque por alguna razón con él siempre había tenido orgasmos. Creo que era porque tenía el pito un poco curvado para un lado. Pero no quería arruinar un matrimonio con una hija por sexo, sexo que podía tener con cualquiera, y ni siquiera sabía si me iba a dar bola. El único de los otros que me seguía atrayendo era Matías, uno que se había ofendido porque yo no había querido ser su novia. Yo le decía que no quería ser novia de él y salíamos y la pasábamos bien. Pero después se ofendía porque yo no era su novia. Entonces nos dejábamos de ver hasta que me llamaba una madrugada borracho y me decía que me amaba. A mí me gustaba eso y volvíamos a vernos. Pero yo no quería saber nada de comprometerme con él porque era muy troglodita. Tenía buen corazón y era educado, pero había visto cosas como una vez que se enojó con su madre porque ella se había olvidado de pagar la factura del celular de él y se lo habían cortado. Me acuerdo de que cuando le gritó por eso a la madre entendí que nunca podría ser ni novia ni nada de él. Para mí tendría que haber estado re agradecido de que la mujer le pagara el teléfono, porque él ya tenía como treinta. Pero lo importante era que como con él no había arruinado la relación poniéndome de novia, todavía me sentía atraída. Era evidente que los compromisos arruinaban todo, por lo menos en mi caso. Podía llamarlo, decirle que estaba en Santa Fe, si todo seguía igual, íbamos a ir a bailar y a tomar unos cuantos tragos y a divertirnos como antes. Pero no sabía si estaba dispuesta a volver a escuchar sus reclamos. Me había dicho una vez que él no quería ser mi amor de verano. Yo sólo quería pasarla un poco bien, divertirme. Lo que se supone que quieren los hombres. Por alguna razón no era lo que quería él.

Al final me masturbé pensando en una película italiana en la que una mujer tiene sexo en un puerto a la luz del día con un tipo que no conoce.

Cuando terminé me quedé en la cama todo lo que quise, me llevé la mano a la nariz y sentí que tenía olor a carne. No olor a menstruación, olor a carne de ese que hay en algunas carnicerías. No había duda de que era exactamente ese olor a carne cruda. Además, no tenía que menstruar en esa fecha. Me levanté y me fui a lavar la mano con mucho jabón, vi el agua, seguía saliendo turbia. Por suerte, el olor se me fue.

Al día siguiente por fin pude descansar, es decir, no hacer nada. Me tiré en una reposera hasta que me puse ansiosa y decidí ir al río. Esta vez de día, para evitar los mosquitos. Caminé por la costa, miré el paisaje, sabía que era hermoso, pero no me conmovía. Estaba harta de pensar en las circunstancias de mi separación y en las cosas que yo había hecho mal y en cómo siempre había sido incomprendida. En cómo yo no era culpable de nada pero no tenía manera de explicarlo. Porque si empezaba a explicar entonces tenía que admitir que nunca había estado enamorada y eso sí que podía ser cruel, aunque quizá no, porque lo más probable era que ya no le importara. Mientras me iba alterando, como todo el tiempo, porque todo el tiempo pensaba en eso mismo, me llamaron la atención unos pescados muertos en el río, y mirando más allá me sorprendí de que eran muchos, grandes, de cualquier especie. Desde bagres, palometas o mojarritas. Una señora vio que yo estaba mirando e hizo una exclamación. En su tonada se notaba que era una vieja que nunca había salido de ese pueblo. Le pregunté qué pasaba con los peces y me dijo que se morían porque había llovido mucho y algo le pasaba al oxígeno del agua. No entendí si faltaba o sobraba oxígeno. Me pareció extraño porque yo había vivido en el pueblo durante veinte años y nunca había visto peces muertos porque lloviera mucho y se alterara el oxígeno del río. Busqué en Google y encontré una nota con una teoría de científicos del CONICET que atribuían el fenómeno a las plantaciones de soja. Decía que se usaban demasiados agrotóxicos y terminaban escurriéndose en el río. A la hora de la siesta me acosté y escuché los insectos afuera que hacían un ruido tan fuerte que parecía una de esas películas argentinas en que buscan retratar la vida en el interior. Me desnudé y me masturbé sin taparme, como diciendo que me gustaba ser una solitaria y una pajera. Al terminar me olí la mano y volví a sentir ese olor a carne fuerte de las carnicerías. Sí, era olor a carne.

A las cinco fui al súper del pueblo a comprar galletitas dulces, jamón, soda, queso, pan y mayonesa. Cuando entré vi a la misma cajera de toda la vida, que antes era joven y ahora vieja y gorda pero, salvo por eso, estaba igual, era como si ella y la registradora formaran una sola entidad. Me pregunté si se acordaría de una vez que me encontraron robando, cuando era adolescente y con mi amiga Tamara Torres robábamos por diversión, porque sabíamos que éramos inimputables. Esperando para que mi cajera me cobrara, vi en la registradora un papel pegado que promocionaba el Festival de poesía de Arroyo Leyes. Era esa misma noche. Le saqué una foto. A la tarde pensé que era mi deber ir al festival de poesía y conocer gente, intentar ser feliz.

Fui caminando por el camino viejo, un camino que es pintoresco y antes me gustaba mucho. Fui para relajarme pero me la pasé todo el camino hablando por teléfono con Buenos Aires por trabajo. Caminé unas cincuenta cuadras. En el festival había algunas mujeres que conocía, que eran conocidas de mi adolescencia. Los poetas que exponían eran muchos, iban leyendo. Leyeron desde las siete de la tarde hasta las once. Me gustó uno, por las poesías, pero más que nada por su tono de voz. Me quedé con mis conocidas que no paraban de tomar cerveza y convidarme. Me di cuenta de que todas tenían hijos menos yo. En un receso que se hizo para que pudiéramos ir y comprar choripanes, me acerqué a una mesa donde vi que estaba mi poeta preferido vendiendo libros artesanales.

—¿Este es tuyo? -le pregunté al poeta señalando una pila de libros iguales que estaba en frente suyo. Debía tener entre veinte y veinticinco años.

—No.

—¿Cuál es tuyo?

—Este.

—¿Cuánto vale?

—Cien pesos.

—Quiero uno, pero no tengo cambio.

El chico pidió cambio a un amigo que había ahí. Cuando me dio el cambio y el libro le dije gracias y él dijo gracias a vos. Después le pedí que me lo firmara y se lo devolví. Cuando me lo dio de nuevo, ya firmado, volví a decir gracias y él dijo otra vez gracias a vos.

Al día siguiente leí el libro y me sentí bien, finalmente. Era bueno, y me hizo relajar y concentrarme en eso de manera placentera. En la solapa tenía su Facebook. Fui hasta la biblioteca del pueblo, donde sabía que había wifi, y me conecté a través de mi laptop. Me contestó enseguida y lo invité a mi casa. Terminé yendo a la suya.

No era un chico lindo, pero yo estaba muy emocionada porque veía que era suave y no era tonto, al contrario. Era seguro y respetuoso. Íbamos a ir a tomar unas cervezas por la noche santafecina pero no llegamos. Estuvimos hablando de literatura en un sofá destartalado en su departamento de estudiante durante lo que para mí fue una hora, pero en realidad estuvimos toda la noche, porque en un momento empezó a amanecer. Había perdido la noción del tiempo. Yo no sentía sueño ni cansancio. No sé cómo terminamos besándonos y yendo a su habitación, desde la terraza, donde yo le había acariciado la nuca. En el cuarto me apichoné y le dije que estaba más desconsolada por mi relación anterior de lo que suponía, que no sabía si podía hacer eso. Él me prometió que iba a estar bien.

A pesar de que hacía mil años que yo no estaba con nadie y no me sentía yo -por una mezcla de inhibición y extrañeza frente al cuerpo de otro- el sexo resultó bien. Empezó masajeándome la espalda, para relajar.
Enseguida estábamos besándonos a full. En un momento sacó su pija, que era gorda y resplandeciente como si se hubiera tomado un viagra, pero era por la juventud. La sacó de entre las sábanas orgulloso. Cuando cogíamos empecé a gemir, hacía mucho que no me escuchaba gemir así, era como escuchar a otra, que era yo. Eso me excitaba. Quizá fue la experiencia sexual menos parecida a las de mi vida, más particular e intensa en esa singularidad. Cuando terminamos, me dijo que algo lo había pinchado ahí adentro. Yo me sorprendí porque parecía que estaba asustado y a la vez le costaba expresarse.

Le dije que cuando tenemos dolor al tener sexo hay que ir al médico. Eso le había pasado a una amiga y le descubrieron que era por un fibroma.

Al otro día él no me mandaba mensaje así que le escribí yo. Pero me dijo que se iba a Rosario por un mes. No nos íbamos a ver más porque yo antes me volvía a Buenos Aires. Me desilusionó bastante, más que nada porque no me había mencionado en ningún momento ese viaje a Rosario. Uno no se va por un mes de un día para el otro. Pero en definitiva no nos conocíamos, tenía derecho a darme una excusa.

Más allá de si el chico me daba bola o no, no podía negar que estaba más relajada, lo que era mi objetivo, y ya no pensaba todo el tiempo en mi ex. En el habitar general de la casa, empecé a escuchar a los loros del árbol del vecino como lo hacía cuando ese lugar me proporcionaba tranquilidad y también empecé a escuchar el viento y a las chicharras, cosa que hasta ese momento no había logrado.

Una noche me dio insomnio y me levanté a ponerle lubricante al ventilador, un ventilador que debía tener más de cincuenta años. Con el lubricante no dejó de hacer ruido, así que empecé a analizarlo. Le faltaba un tornillo abajo. Era por eso que vibraba cuando oscilaba para un lado. Desajusté una mariposa, levanté la estructura de las paletas, volví a ajustar la mariposa en la base y dejó de frotarse de ese lado al moverse. Cuando se suponía alcanzado mi deseo de hacer que el ventilador dejara de hacer ruido, para poder dormir, vi la perilla de las velocidades, que hacía años, desde mi infancia, estaba rota. Yo tenía que dormir con frazada porque prefería una velocidad más baja así que analicé la perilla un tiempo, como si ella me dijera algo. La miré atentamente y la moví, estaba colocada encima, nada impedía sacarla. La saqué y vi que la base, tras la perilla, estaba, aparentemente, en buenas condiciones. Era un pernito que si lo tocabas no tenía juego ni nada. Entonces el problema debía ser sólo que la perilla estaba suelta. Volví a mirar el perno de la base y vi un pequeño hoyo en uno de los lados. Miré la perilla que tenía en mi mano y vi que tenía un tornillo muy chico. Busqué un destornillador, coloqué de nuevo la perilla sobre el perno y enrosqué el tornillo del lado del huequito. El ventilador, ahora, andaba en todas las velocidades. Después me acosté y le mandé un mensaje al viejo número del chico que siempre se ofendía porque quería que fuéramos novios. Cuando me dormí, no había contestado el mensaje.

Al día siguiente, a la una, me respondió que quería verme. Nos encontramos en un bar. Vi que estaba bastante avejentado, aunque era más chico que yo. Igual era el de siempre, se hizo el cortés, el buen samaritano y después empezamos a tomar. Él vodka, también como siempre, pero un poco más, yo Cuba Libre. Terminamos en pedo en un taxi. Había empezado a llover a cántaros. Fuimos a mi casa, yo estaba tan borracha que no me costó nada acercarme a él. Pero, también como siempre, el sexo fue un trámite exprés. Como era el momento de mayor cresta de la ola feminista, me imaginé que ya habían llegado a sus oídos las cosas que estaban mal en los hombres y que no se iba a angustiar, como le pasaba antes, si le pedía que terminara por otros medios lo que había empezado. Aceptó de buena gana, el feminismo sirve, pensé. Dormimos escuchando la lluvia en las chapas y al otro día se fue a hacer su vida y yo seguí con la mía. Me dolía la cabeza así que arreglé el jardín, para que se me pasara más rápido el tiempo. Estaba fresco porque había llovido, saqué los matorrales arrancándolos con las manos. Sabía que en algún lado seguro había guantes. Pero me dio lo mismo. Iba poniendo los penachos arriba de un mantel de poliéster que abrí en el piso y después de juntar unos cuantos los arrastraba a la vereda agarrando las dos puntas del mantel. No me importaba si se enganchaba o algo estaba a punto de caerse. Hacía el mínimo esfuerzo. Me salieron dos ampollas en las manos. En el galpón estaba la vieja máquina de cortar el pasto. Conecté los cuatro alargadores haciendo un nudo entre el macho y la hembra antes de enchufarlos. La probé y prendió. Corté todo justo antes de que cayera el sol. Cuando terminé de cortar tenía sed. Fui al frente de la casa y saqué agua de una canilla que venía directo de la calle, la dejé correr, seguía saliendo turbia. Puse la botella y tomé como cuatrocientos centímetros cúbicos, todos de una sola vez. Después llené la botella y entré a la casa.
Esa tarde también me quería ver, había dicho Matías. Volvimos a encontrarnos en el bar, tomamos y bailamos como dos enamorados. Una vez en mi casa me mostró una lastimadura en el pene. Eran dos en realidad, casualmente del mismo tamaño de las dos ampollas que me habían salido en las manos. No quería tener sexo, por las lastimaduras. Dijo que no quería empeorarlas. Así que repetimos la escena del sexo oral y manual. Cuando terminamos me dijo:

—Mirá.

Y me mostró tres lastimaduras iguales a las de su pene, en dos dedos.

—¿Eso?

—Eso me pasó ahora, mientras te metía la mano durante dos horas. Algo me pinchó de repente.

—¿Algo te pinchó? ¿Tengo un tenedor?

—No. Fue como, en un momento, un insecto, que saliera de adentro y, tuc, me pica -mientras me hablaba vi que tenía saliva en los dos boqueros, se le formaban puntos blancos de baba seca.

—Un insecto grande -dije mirando sus lastimaduras.

Me quedé pensando, ¿por qué había dicho dos horas? En realidad habían sido diez minutos. Un exagerado. Miré la botella de agua que habíamos traído de la heladera, estaba en la mesa de luz, tenía un sedimento que parecía óxido. No se podía colar porque cuando movías apenas la botella se mezclaba con el resto del agua como si fuera el humo de un espiral.

La noche siguiente Matías no quiso venir. Me pareció bien no vernos tanto, ya que no éramos novios, pero a la siguiente también dudó. Al otro día aceptó como siempre ir al bar. Ahí bailamos mientras nos emborrachábamos, aunque yo no tomaba tanto como la primera vez. A la noche el insecto o lo que fuera le agarró un dedo. Al final se lo soltó, pero en el forcejeo tuve un orgasmo inédito. Lo increíble del sexo es eso, que algunos orgasmos son otra cosa respecto a los anteriores, son de otra especie o, lisa y llanamente, como si el orgasmo se tratara de otra persona, con su historia y cultura y costumbres diferentes. Este fue así, un fuera de serie. Hasta diría que él no pudo soltarse hasta que mi vagina, y todo mi ser, no habían tenido lo que necesitaban. Matías volvió a quejarse por todo el tiempo que había estado laburando. Me fijé en el celular y vi que habíamos estado tres horas. Me mostró el dedo enrojecido como si yo supiera lo que estaba pasando. Tenía el dedo mayor mordido, tres dientes arriba y dos abajo. Me fui a dormir avergonzada porque Matías dijo que yo era lerda. Siempre acababan antes que yo mis parteneres sexuales. Quizá era cierto.

La noche siguiente que fuimos al bar era sábado, por eso estaba más lleno de gente. Bailamos abrazados unos temas lentos viejos. Mientras estábamos ahí me pidió que no tuviéramos sexo hasta no saber qué tenía yo. Me dijo que me vaya a un doctor.

—Hermoso, no me hiciste venir acá, emborracharme, bailar apretados, todo para dejarme tirada.

—Bueno, está bien. Vamos a ver -contestó Matías.

Su rechazo me pareció entendible, pero entonces ¿para qué me había hecho ir al bar? Él sabía lo que yo quería de él. La historia de siempre con ese tipo. Además, estaba un poco asustada por lo que tenía adentro y eso favorecía mi mal humor. Decidí no acceder a mi enojo, ignorarlo, después de todo iba a requerir demasiada energía. Seguí bailando como si nada. Tan feo no era bailar abrazada a él.

Estaba con la cabeza apoyada en su hombro cuando vi al poeta. Tomaba cerveza con dos pibes en una mesa. En cuanto Matías se fue a comprar tragos, fui.

—¿No te ibas a Rosario?

—No fui al final.

Me di vuelta y me volví al banco donde estaban nuestros abrigos. No estaba furiosa porque me sentí sola, triste, no querida, pero sabía que el chico no había hecho nada raro. Me había querido fletar de una manera cuidadosa. No le habría gustado la noche que pasamos juntos. Estaba pensando en esto cuando veo que el poeta venía hacia mí.

—Perdoname. No sabía que se iba a retrasar el viaje.

—Está bien, hacé lo que quieras. Andá a tu mesa -se quedaba parado ahí como un clavo, como sin poder decir algo más-. Dale. Dejáme.

—En serio, quería llamarte. Vámonos de acá juntos.

—No hace falta.

—No es eso. Yo la pasé increíble -dijo.

—Sí, yo también -admití-. Hoy estoy con otra persona, nada más.

El poeta se fue a su mesa, despidiéndose antes con ojos tiernos. Al toque me arrepentí de haberle dicho que no.
Al mismo tiempo tomé consciencia de que estaba harta de tener resaca y me puse ansiosa, determiné que me iba a ir a dormir en ese instante. Le dije a mi pareja de baile que me iba. Él quiso acompañarme hasta mi casa. Dije que no y me fui. En el camino, unas ocho cuadras derecho por el terraplén, miré el celular cada dos segundos. Imaginaba que el poeta me había visto salir sola y que me iba a mandar un mensaje. Estaba enojada, algo violenta, con mi suerte, con el poeta, que me había mentido, con el gobierno, con los que habían votado a ese gobierno, con mi ex, pero, sobre todo, con el hecho de que el chico que me gustaba no me mandaba ningún mensaje y seguro no me iba a mandar nunca. Todo era objeto de mi enojo, cualquier cosa. Conocía aquel estado y no podía creer haber caído otra vez, como casi todo el último año, en el círculo vicioso que consistía en estar enojada. Algo que, eso era lo peor, no me llevaba a ninguna parte salvo a enojarme con más cosas, con todas las cosas que se me cruzaban.

Un hombre interrumpió mis pensamientos, iba en mi mismo sentido, atrás, demasiado cerca de mí, como para que me sintiera incómoda. Sentí que me estaba siguiendo. Me puse a hacer como si mandaba un mensaje y me quedé en un alero, en una esquina. El hombre me pasó y siguió caminando, pero aminoraba el paso como si creyese que no se notaba. Probablemente estaba tan borracho como cualquier otro tipo solo de ese pueblo. Lo dejé de ver cuando atravesó la esquina porque estaba muy metida en el alero, esperé a que se alejara un poco más antes de seguir caminando atrás de él en el mismo sentido que antes. En eso veo que se me aparece de frente, para doblar por la calle transversal, parecía que había creído que yo acababa de doblar por ahí. Como él se suponía que iba en esa nueva dirección, empecé a caminar en la dirección original. Al minuto lo tenía atrás otra vez. Borracho y punto. Frené en la siguiente esquina y me volví a hacer la boluda con el celular. El tipo tuvo que seguir caminando por donde venía, era una esquina demasiado luminosa como para empezar a acosarme. Dobló por la calle que cruzaba la mía y esta vez esperé a que llegara a la siguiente esquina, mirándolo; ahí dobló. La media cuadra que me faltaba la hice corriendo, para que no hubiera posibilidad de que volviera y viera a qué casa entraba.

Antes de darme vuelta sobre la almohada, miré de nuevo el celular.

La mañana siguiente me sentí mucho mejor. A pesar de lo que había tomado no tenía resaca. Me estiré, mi cuerpo estaba como si hubiera dormido doce horas. Ya no pensaba ni en el poeta ni en nada. Eran las once, tomé algo rápido y me vestí. Volví a ver el sedimento en la botella de agua y llamé a la empresa. Dijeron que era cien por ciento potable. Les pregunté si también hacían pruebas para saber si el agua estaba libre de los insecticidas que venían de los cultivos. Pero la señora me contestaba con respuestas a otras preguntas, no a la que yo había hecho. Me decía que era cien por ciento potable cada vez que yo le hacía notar que estaba preguntando por el tipo de pruebas que se estaban realizando actualmente, no sobre el resultado de las pruebas. Entendí que la señora debía creer que me estaba mareando con su lenguaje técnico, que yo era una ignorante, como todo el mundo en ese pueblo. Para no ponerme violenta la saludé demasiado cortésmente y colgué. En el piso del baño encontré manchas de sangre. Quizá me había indispuesto a la noche y me había colgado del pedo que tenía. Pero no tenía sangre en la bombacha. Me miré los brazos y las piernas para ver dónde tenía una lastimadura. Pero no, no encontré nada. Eran las once, llegaba a ir al súper antes de que cerrara.

Cuando entré vi a mi cajera hablando con cuatro personas más, hablaban en tono alto y se los notaba consternados. Me puse a escuchar qué decían:

—Lo encontró doña Margarita.

—Ella dijo que tenía los intestinos afuera, tirados por el pasto.

—¿Todo afuera?

—Parece que fue un animal.

Mientras esperaba en la fila de la caja, pregunté qué había pasado. Un hombre había sido encontrado muerto en la costa del río. Frente al camping. Tenía el abdomen destrozado, los que estaban ahí decían que era posible que un yacaré hubiera venido de Corrientes en un camalote, ya en otras crecientes se habían visto yacarés cachorros por la zona. Pensé ojalá haya sido el acosador, el que me había seguido a la noche.

Sorprendentemente, tenía un mensaje del poeta. Parecía que estaba bastante mal por haberme mentido. Quería verme, por favor, decía. Le dije que viniera a mi casa. Hasta la noche no podía. Más tarde me llegaron mensajes de Matías. Yo necesitaba dejar el galpón más o menos en condiciones esa tarde porque ahí tenía cajas mías que había dejado antes de mudarme a Buenos Aires.

A las cuatro, cuando me puse a trabajar en eso, miraba las cajas y me acordaba de que hacía años, al embalar esas cosas, estaba ilusionada y no se me había ocurrido pensar cuándo iba a volver a desembalar todo eso. Ahora veía que el cartón de las cajas estaba humedecido y lleno de tierra. En algunas partes estaba mi letra, Cocina, Revistas de crochet, Cuadros, Muñecas. La presencia de mi letra era como si estuviera yo ahí pero ocho años más joven, como si lo acabara de escribir. Mi letra.

Podé una enredadera que se estaba metiendo al galpón por la ventana. Si las plantas sienten dolor, cosa que nadie sabe, debo ser una hija de puta, pensé mientras la masacraba con una tijera de podar sin filo. En el patio me enredé con un hilo de una telaraña que atravesaba todo el terreno. Encontré unas mil arañas del tamaño de una aceituna en la chapa del galpón, todas juntas amontonadas. Tenían la panza gorda y marrón, nunca había visto algo tan asqueroso. Las tiré al patio del vecino con la escoba por arriba de la medianera.

Más tarde, cuando llegó el poeta, nos sentamos en la mesa de la cocina y le hablé de cuando me había ido a vivir a Buenos Aires, le conté cosas que sabía que no le importaban un carajo. Como que había dejado en Santa Fe una vida, por nada. No tenía ganas de otra cosa, salvo de hablar de eso, además el poeta me provocó indiferencia, y hasta desprecio, no sé por qué. Seguro porque yo estaba enojada y era así con todos desde que andaba enojada, unos meses atrás, un año atrás.

Fuimos a mi cama como por obligación, me intenté relajar un poco poniendo música, se puso un forro mientras yo lo miraba, vino arriba mío y se puso a meterla y sacarla. Estaba enajenado y yo lo disfrutaba. Pero acabó al toque, obvio, yo ni había empezado. Le agarré la mano y le dije así, mientras se la frotaba contra los pelos de mi concha que hacían un ruido como a bolsita de plástico por la fricción. Empezó a laburar, como decía Matías. Me costaba adaptarme a él, tenía la cabeza en otro lado, el espíritu en otro lado, aunque quería acabar sí o sí. Volví a mi fantasía de la italiana cogiendo en un puerto a la luz del día con un desconocido. Así. Así. Sí. Así boludo. Acabé mediocremente cuando sentí un grito como de marica que era del poeta. Levanté la cabeza. Le faltaba el antebrazo. La sangre se caía en la cama arriba de las sábanas de poliéster de mi abuela.

(De: Ojo animal, Blatt & Ríos, 2016)

*Luciana Pallero nació en Buenos Aires. Publicó el libro La máquina de pelar manzanas (Blatt y Ríos, 2016). Estudió muchas cosas de manera intermitente: música, fotografía, cine, cocina y Filosofía en la UBA.