José María «Pepe» Rosa
A 117 años de su nacimiento
Por Daniel Brión*
20 de agosto de 1906, un lunes de fría mañana…
Una guardia de granaderos a caballo escoltaba una visita en dirección a la Casa Rosada. Elhiu Root, embajador extraordinario de los Estados Unidos, iniciaba una recorrida por «el patio trasero» del país del norte; quien, como la mayoría de sus compatriotas, no dudaba un instante en la creencia que ellos tenían derecho primero a «civilizar y educar» a toda América, para luego, naturalmente, gobernarla.
Lo esperaba con los brazos abiertos al presidente de Argentina, el cordobés José María Cornelio del Corazón de Jesús Figueroa Alcorta.
Mientras tanto en silencio, como para pasar desapercibido, la vida nos entregaba a quien se convertiría en uno de los pilares de revisionismo histórico y el pensamiento nacional, estaba naciendo José María Rosa.
Lo llamaban «Pepe» y le gustaba…
Nos cuenta su hijo Eduardo –querido amigo-: Fue un precoz lector que ya asomaba como polemista. A los once años había caído en sus manos «El origen de las especies» de Charles Darwin y en la clase de religión discutió con su profesor sobre la creación.
¿Quién le ha dicho a usted eso? ¿Darwin? ¿Y ese Darwin cree saber más que la Biblia? Vea jovencito, lo que ese Darwin dijera fue amplia y definitivamente rebatido por Cruvier, enterrando la ridícula teoría de las especies mutantes, le dijo enfurecido el profesor.
Testarudo él no se dio por vencido y buscó en la nutrida biblioteca de su casa argumentos que pudiesen confirmar a Darwin. No los encontró, pero al día siguiente volvió con algo que incuestionablemente ponía fin a la objeción de su maestro.
Cruvier no pudo haber rebatido nada de lo que Darwin haya dicho, por la simple razón que Cruvier ya había muerto cuando Darwin publica «El Origen de las especies».
Según quienes lo conocieron de veinte años, Pepe Rosa les parecía un bicho raro. Su madre había muerto cuando él tenía solo 13 y seguramente su casa era regenteada por sus hermanas mayores, por lo que Pepe prefería hacer una vida de mesa de bar. Se lo podía encontrar con cuatro o cinco libros de los más variados temas, no estudiando (era un buen estudiante y se recibió de abogado a los 20 años), sino leyendo; conocía al dedillo la mitología, los libros de la literatura en boga, recitaba largos poemas con solo haberlos leído un par de veces, era sin duda uno de esos privilegiados que tienen permanentemente encendido el teatro de su imaginación.
De más está decir que su conversación fascinaba a sus interlocutores y en mayor medida a sus oyentes femeninos. Ha contado alguna vez que hasta Alfonsina Storni quedó tan impactada que le inspiró un poema.
Su relación con la historia tal vez haya comenzado al entrever en esa gente sencilla algo no escrito en los libros. En los paisanos, nietos o bisnietos de los que hicieron la patria aún quedaba el rescoldo de sus abuelos, aquellos hombres que sentían la patria «de la gente» y no entendían a las palabras huecas que hablaban de abstracciones, como libertad, civilización, progreso; palabras todas aplicables a una clase social que no era la de ellos. Y menos entendían que ellos debían ser excluidos de la patria que con su sangre habían ayudado a nacer.
Hubo entonces un primer compromiso con la VERDAD, a la que previamente habría que encontrar escarbando en el subsuelo de la Patria, separando escombros de mentiras ocultaciones y verdades a medias que tapaban aquel tesoro, antes que la muerte o los siglos los oculten y ya no podamos SER.
Eduardo su hijo, nos lleva de la mano por el extenso recorrido en la vida de este Maestro del Pensamiento Nacional, por eso he decidido continuar acercando su relato, que nos lleva con la verdad que le dan sus genes y su sangre por este recorrido histórico de semejante Maestro.
Nos cuenta que Pepe continuó con sus cátedras en Santa Fe y en La Plata y cuando se radicó en Buenos Aires fue activo conferencista y prolífico escritor, siendo elegido en distintas oportunidades presidente del Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas.
Cerramos esta parte recordando que alguna vez dijo que hubiese querido ser un profesor universitario y llegar a viejo en eso y se imaginaba rodeado de discípulos discutiendo con sus pares en un ambiente intelectual. Pero que en la Argentina la historia era aún política y eso demostraba que estaba viva y no era accedida como ciencia.
Le toca ser testigo presencial de la historia. Cuenta que el 17 de octubre va a Plaza de Mayo junto a un grupo de amigos, entre los que estaba Jauretche y Marechal. Ven con curiosidad y emoción a los que iban llegando cantando consignas que creían propias de ellos, de los nacionalistas, como Patria si colonia no. Cuenta Pepe que parte de su asombro era la procedencia indudablemente obrera de esos hombres y mujeres, muchos aún con ropas de trabajo. En su experiencia, los obreros no hacían política, sus reivindicaciones eran siempre económicas o de clase. La política se hacía hasta entonces solo en dos lugares: el comité o la universidad. Y la presencia espontánea de trabajadores solo era explicable entonces por el toma y daca de los punteros. Pero estos ¿por qué venían?
Una mayoría de aquellos que estaban en las arcadas del cabildo no lo dudaron; hay cosas, como el amor no sé qué analizan, se sienten. Y esta gente sentía y contagiaba. Y se unieron a la multitud. Unos pocos de los que con ellos iban se quedaron en las arcadas del cabildo…. mirando pasar la historia.
Fue Rosa un peronista poco notable. Se lo calificaba de «peronista tibio». Tal vez esperaban obsecuencia cosa que jamás lo fue. No necesitaba demostrarse peronista porque LO ERA. Era un peronista renuente a ponerse luto por la sentida muerte de Eva Perón o a demostrar a través de algún diputado su peronismo para acceder a una cátedra en la que se postulaba.
Creo interesante recordar esta anécdota de Pepe y Perón: Empezamos estas líneas llamándolo «el viejo maestro», y esto viene de lejos. Al final de su vida a Pepe Rosa le halagaba que lo llamen así y como todo lo de él es historia vamos a historiarlo: Rosa, reunido con Perón, le hace un comentario sobre los cursos de estrategia militar en la escuela superior de guerra; que tuvo oportunidad de leer y le dice que es un excelente profesor.
Yo seré buen profesor, le contesta, pero usted… usted es un MAESTRO.
Le respondió Perón que también había leído a Pepe – pero su admiración venía de algo más personal. A Perón, militar de alma, el presidente Lanusse le había quitado, junto a su grado, el derecho a usar uniforme. Perón tomó esto como de quién viene y contestó a un periodista que lamentaba la decisión: – No podé usar el uniforme del país que amo, pero puedo que usar el uniforme paraguayo que es el ejército más glorioso de América. Lanusse asombrado se indigna, diciendo que esas palabras eran poco menos que una traición.
Pepe Rosa recoge el guante y sale al cruce. Y le recuerda a Lanusse que la calificación de los paraguayos como El ejército más glorioso de América, fue hecha por el General Gelly y Obes en plena guerra del Paraguay, admirado del coraje y la bravura de sus adversarios. Y que casualmente Juan Andrés Gelly y Obes era tío abuelo de Lanusse.
Llegó entonces el momento de la caída de Perón. Pepe Rosa, junto a alguno de sus hijos escuchaba la radio. Ya había terminado todo y las radios uruguayas le daban micrófono a los antiperonistas exiliados. Pepe se incomoda con los galimatías que escucha y en un momento dice indignado, ¡ESTO ES CASEROS!, y ya deja de escuchar radio. Podremos suponer que en ese instante el historiador toma su lanza y vuelve a ser Quijote.
Poco tiempo después estaba preso, incomunicado y a disposición de un estrafalario personaje, como ya lo contamos antes. Luego pasa meses en la vieja prisión de la calle Las Heras y allí ve compañeros que como él, se agrandan en las malas y otros, casualmente los más obsecuentes, los que se disfrazaban de «muchachos peronistas», ahora queriendo parecer que nunca lo fueron o que fueron obligados por el tirano depuesto. Rosa le escribe esto a Perón y asegurándole que tras ese baño de injusticias se estaban desprendiendo de un pesado lastre y estaba naciendo un nuevo peronismo, esta vez en aquellas catacumbas del siglo XX que eran las cocinas de las casas obreras.
Pepe no sirve para quedarse quieto, pero tampoco sirve para conspirar, se une a la quimera del General Valle, quien lo destina a Entre Ríos.
Me permito agregar que la ventaja que llevaban Pepe Rosa y Ottalagano eran los numerosos contactos que tenían en Santa Fe, cultivados en la época de las militancias de labor universitaria, asimismo tenían asegurados los enlaces del otro lado del Paraná. El allanamiento y detención de un compañero, Rufino Méndez, los pusieron alerta refugiado primero en un ranchito del interior de Paraná para luego poder cruzar al Uruguay, desde donde iniciaría un exilio que finalmente lo llevaría a España.
Cuenta Fermín Chávez que se esperaba la sublevación de la base aérea de Reconquista y Pepe hablaría por radio desde ese punto. El gobierno libertador estaba en conocimiento de todo y dejó que el golpe estallara para reprimirlo con mucha sangre, cosa que sirva de escarmiento. No se sabía dónde andaba Pepe hasta que un señor Tomasini llamó por teléfono para que vengan a buscarlo a un hotel que estaba a pocas cuadras de la casa rosada. Al ir a buscarlo el «viajante de comercio» Terencio Tomasini (era Pepe) pide ayuda para llevar su equipaje: Sesenta libros, un maletín donde se desojaba un manuscrito (era su «Caseros») y un paquete de ropa atada con un cinturón. Indudablemente era un pésimo conspirador. Si lo hubiesen atrapado lo fusilaban, pero – es una conjetura – la policía no quería encontrarlo pese a lo estrafalario del viajante de comercio.
Así – luego de un par de años de exilio – llegamos al Pepe Rosa que escribe en MAYORIA.
Mientras escribía los artículos que ahora la universidad de Lanús edita, Pepe Rosa es nombrado por Perón embajador en Paraguay. Su designación se debe a que a raíz de su libro «La guerra del Paraguay y las montoneras argentinas», tenía un gran prestigio en ese país y la diplomacia argentina debía conseguir que la represa brasilero-paraguaya de Itaipú no pasase de determinada altura para no hacer impracticables los proyectos de Yaciretá y Corpus.
Resulta interesante y necesario, también, los recuerdos de otro Maestro del Pensamiento Nacional, Enrique Manson –otro gran amigo, que ya subió al Comando Celestial-, que fuera amigo y colaborador de Pepe Rosa, tener la palabra cercana de quienes pudieron compartir su pensamiento vivo.
Dice Enrique: La crisis de los años 30 –la década infame- alentó por reacción el cuestionamiento de las certezas en que había creído la sociedad argentina.
Uno de esos cuestionamientos, fue el de la versión académica de la Historia. Se trataba de revisarla -de ahí la denominación de Revisionismo para la escuela que lo planteaba- y de verla con ojos que miraban desde la Argentina.
José María Rosa fue, desde el primer momento, uno de los principales representantes de esta corriente. Pero sería el paso de la experiencia peronista y su propio compromiso personal, que lo llevó al riesgo de ser fusilado, y al exilio en Uruguay y España, lo que completaría la formación de su personalidad de historiador y de político.
Después de un libro fascinante, en el que relataba, sus sentencias como juez de instrucción en el norte santafesino de los primeros años 30, Más allá del Código, una olvidable Interpretación Religiosa de la Historia, e innumerables artículos en publicaciones revisionistas, presentó en 1943 su primera obra histórica: Defensa y pérdida de nuestra independencia económica. Escrita entre le década en que se empezaba a descubrir nuestra condición semicolonial y el tiempo en que la Argentina intentaría alcanzar esa independencia, el libro tiene indudable vigencia en nuestros días. Aprovechando su conocimiento de la Ley de Aduanas rosista de 1835, que no habían detectado los precursores del revisionismo defendió la política proteccionista, denunciando al destino de granero del mundo, que nos condenaba al monocultivo y a tener vacas gordas, pero peones flacos. Era el tiempo del nacimiento del industrialismo, y en esa dirección apuntó su visión de una Argentina realmente independiente.
A lo largo de los años 40, escribió Nos los representantes; y en los 50 Del Municipio Indiano a la Provincia Argentina. En ambos se manifestaban su conocimiento de derecho constitucional, y el cuestionamiento de la costumbre de copiar constituciones ajenas desconociendo la propia historia institucional. En el primero, además, aparecía su sutil sentido del humor, desnudando, sin sarcasmo, a los constituyentes de Santa Fe, a los que se alejaba del bronce, hasta parecer hombres de carne y hueso. También de carne y hueso se presentaba Lavalle en El Cóndor Ciego, casi una novela policial, no exenta de interpretación propia sobre la muerte de quien fuera tanto el héroe de Rio Bamba como el asesino de Dorrego.
En La Misión García ante Lord Strangford, de 1951, y Rivadavia y el Imperialismo Financiero, de 1969, encaró el tema del patriotismo y el de la mentalidad colonial, condiciones necesarias para el éxito de las ambiciones de los imperios. La Caída de Rosas, de 1958, es sin duda su obra de mayor rigor historiográfico, y tal vez por eso mismo, la que mayores críticas generó entre los adversarios del revisionismo, y aún entre algunos amigos que no se sentían felices con su creciente popularidad.
Es que José María Rosa habría de convertirse, en los años ’60, en el historiador más leído. En el maestro, para bien o para mal, de no menos de dos generaciones. En aquel que habría de inspirar a Juan Carlos Gené para escribir su obra teatral El Inglés, al semanario montonero El Descamisado para intentar una historia argentina en forma de historieta, y hasta al chacal de la ESMA, el Tigre Acosta a vender su Historia Argentina a sus compañeros de armas por descuento de planilla de sueldos.
Acoto: que pena que tantos argentinos que utilizaron ese método u otros parecidos para comprar la Enciclopedia Británica no usaran ese dinero para adquirir la gran obra del Pepe Rosa.
Como si hubiera sido una decisión de los dioses, el regreso de los restos de Rosas en 1989, marcó el final de la vida pública de Pepe Rosa.
Poco después, se lo sometería a una política de silenciamiento y olvido. Los sacerdotes y los fieles de la religión histórica establecida, que adora a una divinidad que guía desde una universidad norteamericana, lo condenaron al peor castigo que puede sufrir un historiador: lo borraron de la memoria. Es que, para ellos, no era un historiador serio –ni siquiera un historiador- y había cometido pecados imperdonables: En primer término, escribía bien. No necesitaba exégetas que ayudaran a comprender su mensaje, y leer sus libros provocaba el peligro de que, al devorarlos con avidez por lo grato de su lectura, el lector debiera leerlos por segunda vez, para madurar sus conceptos. En segundo término, había caído en la grave falta de escribir para el pueblo y no para los académicos, lo que traía aparejada la enorme culpa de vender más libros, muchos más, que sus detractores. Por fin, si esto ocurría era porque había elegido, aún pagándolo con prisión y exilio, el bando del pueblo, de los humildes, de los que no tienen voz.
Para Pepe Rosa no hubo guerra sucia
Es que se había convertido en el Historiador del Pueblo. Porque miraba el pasado con sus mismos ojos. Porque el pueblo sabe historia. En gran medida, gracias a hombres como Pepe, pero también por la memoria transmitida de padres a hijos.
Ese señorito, nacido en Alvear y Montevideo, que hizo un viaje iniciático a Europa cuando se recibió de abogado, y que era antirrosista y antiyrigoyenista, por orígenes familiares, había ido encontrando poco a poco su destino. A la Patria y a la Historia –que la tenía infusa, según decía, las amó siempre. El nacionalismo y el rosismo habían llegado en los años 30, junto con la conciencia de que la Gran Nación del Centenario, era en realidad lo que el vicepresidente Julito Roca había enunciado en Londres: «parte integrante del Imperio británico». Y un 17 de octubre se había encontrado con «mi gente (la que) sentía la vida como yo, tenía mis valores, no se manejaba por palabras sino por realidades: era el pueblo, era mi pueblo, era el pueblo argentino… tantas veces mencionado en los programas de los partidos políticos y en los editoriales de los diarios… No era una entelequia: era algo real y vivo. Comprendí dónde estaba el nacionalismo. Me vi multiplicado en mil caras, sentí la inmensa alegría de saber que no estaba sólo, que éramos muchos».
Y desde entonces marchó junto a ese pueblo. Tardó en convencerse de que se había cumplido ya la profecía de Fierro «Hasta que venga algún criollo en esta tierra a mandar», pero se abrazó a esa causa con el fervor que lo llevaría a la cárcel, al exilio y a ser hombre de confianza de Perón. Éste reconocería su rol, lo haría correo de importantes comunicaciones durante la resistencia y lo nombraría representarte suyo en muchos de los infinitos bautismos en que el General no podía ejercer el padrinazgo personalmente por obvias razones.
El 2 de julio de 1991, José María «Pepe» Rosa, con 85 años, sube a juntarse con sus compañeros en el Comando Celestial, y aún se tiene la deuda de gratitud que tenemos los argentinos con el viejo Pepe «por habernos puesto en el verdadero camino de la Historia Patria».
*Escritor. Hijo de Mario Brión, asesinado por la revolución fusiladora en junio de 1956.