Juan Grabois presenta su nuevo libro junto a Axel Kicillof en La Plata
«Los Peores. Vagos, chorros, ocupas y violentos. Alegatos del humanismo cascoteado» es el nombre del nuevo material del líder del Frente Patria Grande que será presentadio el jueves 23 a las 17 en el Club Platense.
Cuenta la leyenda negra que los movimientos sociales son un colectivo de vagos, ocupas y violentos manipulados por gerentes de la pobreza. Esta prédica vernácula no solo proviene de voces que gozan de mucha influencia en la sociedad, sino también de la gente común. ¿Qué hay detrás del estereotipo más declamado de la Argentina? ¿Realmente los excluidos no trabajan? ¿Por qué el poder real invierte tiempo y recursos en demonizarlos? ¿Alcanza la economía popular para llevar una vida digna? ¿Es verdad que la mitad del país mantiene a la otra mitad?
Sin romantizar a los movimientos populares ni evadir las contradicciones de todo proceso vivo, con vigorosa eficacia y un enfoque de carácter ético, en este libro de alegatos el referente social Juan Grabois (foto) deconstruye el mito de Los Peores y responde los ataques mediáticos de sus detractores: «Nosotros, Los Peores, tenemos un plan. No me refiero al plan estilo ‘plan trabajar’, de esos tenemos más o menos 1,2 millones… Digo que tenemos un plan magistral para nuestra propia extinción».
Una historia de entrega y compromiso, de errores y desvíos, de conquistas y derrotas, que revela la compleja trama de la economía popular organizada y la militancia social como alternativa a la exclusión y el descarte.
Adelanto
Un David inconcluso
Prólogo
Por Juan Grabois
Este es un libro de alegatos.
Un alegato es, por un lado, la exposición de las razones que asisten a una persona que se quiere defender de algo y, por otro, una impugnación de las acusaciones que se le realizan. A nosotros nos acusan de muchas cosas y pocas veces podemos defendernos.
¿Se trata entonces de contestar las toneladas de infamias que, desde la prensa cada vez más amarilla o la cloaca de las redes sociales, nuestros rivales y enemigos han echado sobre nosotros, nuestros movimientos, nuestros espacios políticos y nuestros dirigentes, sobre mí o mis seres queridos? Al principio fue ese el libro que me imaginaba. Un texto de combate con el estilo de la cuarta temporada de Cobra Kai, que combinara el ataque de Colmillo de Águila con la defensa Miyagi-Do.
Nos han mostrado como los peores y no somos los peores. Tampoco es que seamos buenos. “Ninguno hay bueno, sino solo uno”, dice el Evangelio (Cf. Mat. 10:18), pero la verdad es que en este bendito país no he conocido gente mejor que la de la militancia de los movimientos populares. Mis compañeros y compañeras son la mejor que hay porque, además de buena gente, son gente comprometida con el presente y el futuro de su pueblo. Una esperanza para el pueblo argentino. Su calidad ética e intelectual, su entrega, su capacidad de estar atentos a los pequeños acontecimientos que acaecen en el subsuelo de la patria, pero con una perspectiva más amplia que observa los signos de los tiempos, así como su firmeza frente a la tentación del cargo, el dinero o la fama… constituyen una reserva humana que no tiene paragón en la Argentina. Que Dios se la guarde… y a mí lo poquito de eso que me toque.
Por ese motivo, cuando empecé a esbozar este el libro, lo pensé como una defensa colectiva, que a su vez aplicara cierto aikido para neutralizar a nuestros críticos, personas y grupos de poder con mucha influencia en la sociedad y enorme capacidad para crear sentido común.
Buscando esas acusaciones en internet, me enfrenté a un problema inexpugnable, propio de nuestros tiempos, pero del que tengo alguna responsabilidad. Se trata del problema del “personaje”: la personalización de un conjunto de situaciones en determinado personaje-símbolo. Así, las acusaciones y agravios que figuran en el Gran Archivo de la Memoria Colectiva llamado Google muchas veces están dirigidas a mí o al personaje que yo represento en la narrativa de ellos, cuando en realidad somos un todo complejo compuesto por multitudes de militantes y laburantes. Ese “nosotros” poliédrico se disuelve en un nombre caricaturizado. Se logra destruir la noción de lo colectivo y reducir la totalidad de un movimiento multifacético, de un proceso fascinante, a personas notorias por su desprestigio construido sobre la base de adjetivos descalificantes, frases tomadas al vuelo o memes humillantes creados en estudios profesionales, memes que, siguiendo al biólogo Richard Dawkins, conforman una unidad mínima de transmisión cultural de un cerebro a otro, “como un virus”.
Sin embargo, lamentablemente, no soy únicamente una persona en el sentido que le da Carl Jung: la máscara de procesos colectivos. Soy un ser humano, tengo sentimientos, tengo una familia; los ataques te van lacerando. Me han inventado una madre y un hijo, me han “internado” por consumir cocaína adulterada, me han endilgado actos de terrorismo, me han acusado de negociados turbios, me han acusado de robarles a mis propios compañeros, han atacado a familiares y personas queridas por el crimen de estar relacionadas conmigo. Han realizado acciones de espionaje sobre mi persona con infiltraciones, seguimientos y sistemas biométricos; han enviado amenazas de muerte a mi casa. Aunque lamento sobre todo el sufrimiento causado a terceros no beligerantes, les aseguro que nunca creí ser víctima de nada, y si alguna vez me sentí así, al rato me dio vergüenza. Pero es cierto que cuando te hieren, los procesos de cicatrización crean una cáscara dura para que te duela menos la próxima… y esta cáscara también te insensibiliza y corrés el riesgo de deshumanizarte, de sobrecompartimentalizar tu existencia, de disociarte.
Ningún militante es víctima, ni siquiera cuando lo difaman, lo persiguen, lo golpean o lo encarcelan. Sabemos bien en qué baile nos metimos. Lo elegimos. La única víctima de esta historia de oprobio y ultrajes cotidianos es el pueblo pobre y excluido al que servimos. Yendo a nuestra memoria histórica, no tengo dudas de que muchos de quienes dejaron su vida en la década del setenta para impulsar un proceso revolucionario se negarían a ser recordados meramente como víctimas inocentes, pasivas, presa fácil de los malos de una película simplista, barata y maniquea. Creo que merecen ser recordados como combatientes, luchadores incansables que ofrecieron su vida, su juventud, sus deseos individuales por el sueño colectivo de un proyecto alternativo, completamente distinto al que finalmente triunfó y que hoy sufrimos. Al menos así quiero recordarlos, a ellos y ellas, a los que encontraron la bala asesina en su camino y a los que la esquivaron, pero a los de verdad… no a los que, como ocurre después de cada guerra, se inventan una historia heroica y se recubren de una usurpada autoridad moral que nada tuvo que ver con su conducta real cuando las papas quemaban. Hoy en la pequeña medida que nos corresponde, así quisiera que nos recuerden si no podemos ganar, si nos toca perder la partida y la vida. Como hombres y mujeres genuinos que hicimos lo que pudimos poniendo el cuerpo y el alma cada día. Tal vez tanta difamación sea para robarnos incluso eso, tal vez por eso nos defendemos anticipadamente aun sin ser víctimas.
Muchos amigos y compañeros me aconsejaban desistir de la escritura. Los argumentos en ese sentido eran básicamente dos. El primero: “Es darles de comer”, me decían, “darles entidad”. El segundo, la refutación de imputaciones es una tarea poco digna salvo que sea absolutamente necesaria. Hay cosas más importantes que hacer y que contar. En ese sentido, ¿no es la autojustificación declamatoria una forma de victimizarse?
Les doy la razón en el segundo punto. No es la ocupación más digna del mundo refutar falsas acusaciones, y efectivamente en eso hay algo de victimización. Aunque creo que es importante responder al bullying —en la escuela, en la plaza y en la política— y confrontar las “leyendas negras” que van creando. Pero tienen razón… no es del todo digno. Sentí esa cierta indignidad que marcaban los compañeros mientras escribía. ¿Por qué, entonces, seguía escribiendo? ¿Habría algún significado oculto que yo no lograba comprender?
En cuanto al primero, disiento. Entidad ya tienen. En internet existen más de 3,8 millones notas, posteos e interacciones negativas sobre nosotros que fueron subidas en los últimos años, a lo que deben agregarse otros millones sobre los movimientos sociales en general. Hay tapas de los principales diarios, horas de programas en prime time, revistas a todo color. También declaraciones de importantes políticos, empresarios y otras personalidades, incluido el magnate más rico de la Argentina; los periodistas considerados más influyentes, dos expresidentes de la república, dos candidatos a presidente y algunos dignatarios de otros países de Latinoamérica. Es llamativo el modo en que una generación que no ha ejercido el poder, personas que ni siquiera tuvimos cargos públicos, seamos objeto de tanta tirria y tanta mentira desde una parte del establishment. Y digo esto con una mezcla de sorpresa y de orgullo… El orgullo, otro mal sentimiento…
Querido lector: no hacemos las cosas horribles de las que nos acusan. No robamos ni vivimos de los pobres ni somos vagos ni violentos; no hacemos apología del delito, ni queremos que los pobres vivan de “planes sociales” ni en villas hacinadas, ni nos gusta cortar rutas ni andamos tomando tierras o usurpando casas los fines de semana, ni “luchamos por plata” para enriquecernos ni “salimos de caño” ni somos condescendientes con los “pibes chorros”. Todo eso que se dice de nosotros son mentiras. Mentiras, medias verdades, tergiversaciones alimentadas por nuestros propios errores, canchereadas o alguna mala retórica de provocación.
Pero, si tan malos no somos, ¿por qué nos atacan? La respuesta es, en parte, evidente. Nosotros peleamos. Defendemos intereses. Tenemos un proyecto de sociedad. Ese proyecto no es el de quienes nos atacan. Esos intereses no son los suyos. Tampoco somos modositos ni oportunistas; decimos las cosas de frente, no hacemos la plancha, luchamos consecuentemente y nos hemos hecho escuchar.
Insisto: no se trata de buenos y malos, sino de intereses en pugna. Si queremos que Mercado Libre pague impuestos o denunciamos que la curtiembre de los Galperin —Sadesa— contamina flagrantemente el Riachuelo… Si logramos que ese mensaje se escuche, entonces Marcos se va a enojar, va a recoger el guante y sus adláteres nos van a atacar. Si queremos que el Grupo Clarín cumpla la Ley de Medios, entonces su director, Héctor Magnetto, difícilmente nos aplauda, y sus cientos de medios no nos tratarán precisamente con amor. Si luchamos por la Ley de Envases o defendemos a los vendedores ambulantes que venden ropa de imitación, la Cámara Norteamericana de Comercio (AmCham) no va a hacer lobby justamente para que la política nos apoye. Si activamos en todo el país contra las corporaciones extractivas como las de la megaminería, los grupos inmobiliarios o los pooles sojeros del desmonte, entonces es seguro que no tendremos toda su simpatía.
Esto no es lineal. Existen en nuestro proceso de lucha momentos de negociación y en ocasiones se tienden puentes que permiten realizaciones concretas; pero en el trazo grueso las elites nos ven como un problema y por eso buscan dañarnos en el único capital que tenemos, nuestra integridad, para debilitar un poder social que se va construyendo al servicio del pueblo. Es así de simple.
Con todo, es llamativa la cantidad de tiempo y de recursos que el poder real invierte en nosotros en proporción a nuestro poder tan escaso. Se entiende que arremetan contra presidentes, expresidentes o regímenes políticos que no son de su agrado, pero ¿contra un puñado de pobres movilizados y algunos dirigentes en ojotas? Tal vez vean algo en nosotros que ni nosotros vemos.
Ellos tienen sus métodos: el periodismo de guerra, el lawfare, la narrativa de la meritocracia, la tesis del pobrismo, las acusaciones de terrorismo, el character assassination, los troll centers; nosotros tenemos los nuestros: la movilización popular, la lucha política, la narrativa de la solidaridad, la hipótesis del humanismo, la acción directa, el debate público, la comunidad organizada. La disparidad de recursos y de poder es evidente, pero también lo era la de David frente a Goliat; y aunque desde cerca no se ve porque todo está enlodado por las pequeñas miserias de la vida cotidiana hay algo de aquella mítica batalla en nuestra lucha… No sé si somos David, pero ellos sin duda son Goliat.
En este libro, queremos demostrar que son falsas las teorías sobre nosotros y convencer al lector, especialmente a aquel que no simpatiza con nosotros, de que no somos tan malos como dicen. Eso es este libro… eso… y eso, solo eso… muy digno no parecía.
Ahora hay algo más, algo que estaba latente, que susurraba desde algún lado mientras del teclado surgía mucha defensa propia, mucho ataque al rival, mucha maniobra retórica para llegar a la conclusión que al menos yo no me trago de que somos Los Buenos…
Fue una sucesión de escenas paradójicas y chocantes que se me presentaron días antes del vigésimo aniversario de la rebelión popular del 20 de diciembre de 2001 las que me hicieron caer en la cuenta de que algo había que alegar contra nosotros. Mucho de lo que debíamos cambiar con los hondazos de David no había cambiado, más bien se había metamorfoseado, había cambiado su forma externa. Nosotros, que sí habíamos cambiado, a la vez corríamos el peligro de ir deslizándonos inadvertidamente hacia el camino del conformismo de los que se creen buenos demasiado tiempo por demasiado poco.
La pregunta sobre nuestra responsabilidad en la catástrofe social actual fue surgiendo cada vez con mayor nitidez a medida que se acercaba el gran aniversario de esa rebelión que fue fundacional para nuestra militancia, que marcaría el espíritu de nuestra generación, y que pondría en evidencia la necesidad de cambiar todo lo que estaba mal en la Argentina: privilegios, personajes, pobrezas, proyecto.
A medida que llegaba el día y pasaban las cosas que fueron pasando esas semanas, mientras recibía esas bofetadas de realidad, iba comprendiendo el peligro de construir la narrativa de un David satisfecho con su propia derrota.
No llegaron a pasar setenta y dos horas entre las tres bofetadas que hicieron manifiesto lo que se había mantenido en estado latente: la primera fue el desalojo de la cooperativa Nueva Generación de la localidad de Wilde, en el partido de Avellaneda, a pocas cuadras del primer espacio social del que había participado hacia finales de mi adolescencia, el Gimnasio de Boxeo Pascual Pérez, actualmente Delfino Pérez, donde ya por los años noventa se intentaba sacar de la droga a los pibes excluidos. La represión de esa fábrica, en la que participaron al menos setecientos efectivos policiales, fue muy grave: hubo ciento veinticinco detenidos y varios heridos. El desalojo se produjo a pesar de que el gobernador había dado su palabra de que no sucedería. Axel Kicillof es un dirigente paradigmático que emergió del proceso de 2001. Las reacciones posteriores, tanto en su gobierno como en otros sectores del campo popular, confirmaron que había algo que nuestra generación estaba perdiendo, un instinto básico sobre el lugar en el que había que estar, de qué lado, qué cosas debían indignarnos y dónde había que poner los límites cuando no se podía hacer silencio.
Ese mismo día, el Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina —la única entidad que, nos guste o no, mantiene una serie constante de cifras desde hace más de diez años— anunció los datos del trimestre: 44% de pobreza, que llegaba al 60% en el caso de la pobreza infantil. He tenido mis cruces con su director, Agustín Salvia, por interpretaciones tendenciosas, encuestas cualitativas mal enfocadas1 o diferencias políticas, pero este centro de investigación ha sido siempre muy serio en lo tocante a los números.
La cifra, que nos trasportaba veinte años atrás, fue otra tremenda bofetada. La segunda. Y la tercera bofetada, la más dura —tanto para mí, como militante de toda la vida de los movimientos populares, como para el resto de nosotros, que fundamos junto a otras organizaciones la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP) y después la Unión de Trabajadores y Trabajadoras de la Economía Popular (UTEP)—, se produjo en la estación de trenes de Boulogne de la línea Belgrano Norte cuando me dirigía a un acto político. Fue una conversación breve con dos mujeres jóvenes muy humildes que también iban al acto. Me recordaron que todavía existían, e incluso tal vez hoy hayan crecido, ciertas prácticas intolerables en nuestros movimientos. Es cierto que hicimos mucho para que, aun con una pobreza lacerante, millones no padecieran hambre, tuvieran un ingreso, una actividad laboral y un refugio… Es cierto que nunca tuvimos el poder para desarrollar un plan integral que pudiera liberar a nuestra gente de todas las injusticias… pero ¿hicimos lo suficiente para que en nuestras propias filas no se crearan estructuras de opresión? ¿Hicimos lo suficiente para que esos militantes extraordinarios que nacieron del barrio de la exclusión o de la rabia por la injusticia no se convirtiesen en engranajes de una maquinaria que se iba deshumanizando? No fui al acto. Preferí quedarme unas horas en ese andén, tratando de percibir el sentido de la propia responsabilidad en la situación que ellas me habían contado.
Estas tres bofetadas me ayudaron a darme cuenta de que las difamaciones de las élites egoístas, el espíritu “gorila”, la aversión indefinible de quienes quisieran que el pobrerío estuviese domesticado, silenciado, humillado, huérfano de cualquier expresión organizativa, eran asuntos menores. El problema surge cuando en la mentira hay algo de verdad, cuando a pesar del mal espíritu con el que se enuncia una situación esa situación tiene un elemento sobre el que merece la pena reflexionar, y como estamos tan ocupados en defendernos, no reflexionamos y creamos una ficción en nuestra mente donde todo encaja.
Entonces debe aparecer un acusador honesto e implacable que se haga las preguntas correctas: si la Argentina está como está, si nuestro campo político-social, el llamado “campo popular”, no ha sabido madurar un proyecto que nos saque de la postración, ¿seremos nosotros parte del problema? ¿Estaremos equivocamos? ¿Nos habremos acostumbrado a situaciones que podrían describirse como bestiales? ¿Habremos hecho lo suficiente? ¿Hicimos el bien? ¿Hay algo de cierto en todas esas acusaciones que nos lanzan? ¿Tenemos que cambiar alguna cosa?
En todo esto iba pensando cuando me vino a la mente una frase: “Acusate a vos mismo” y un título: “La acusación de uno mismo”. ¿Dónde lo había escuchado? ¡Qué mala memoria! Pero ahí estaba Google. Sobre la acusación de uno mismo, de Jorge Mario Bergoglio. Me acordé entonces de que uno de los curas villeros, el ahora obispo Gustavo Carrara, me lo había regalado hacía un tiempo —sus razones habrá tenido— en una edición de bolsillo. Y yo no lo había leído, ¡qué soberbio de mi parte! Es un libro atrapante, con textos del monje palestino del siglo VI Doroteo de Gaza y reflexiones del actual Papa Francisco.
La sabiduría de sus páginas me ayudó a acercarme adonde quería ir. El libro de Bergoglio advierte, por ejemplo, sobre el riesgo de convertirse en un personaje al que llama “el coleccionista de injusticias”, alguien que “vive censando las injusticias que le hicieron, o que cree que le hicieron, los demás. Esto lo lleva, no pocas veces, a una cierta espiritualidad de víctima de un complot”. ¡Cuántas veces necesitamos imaginar una conspiración en nuestra contra para explicar nuestros propios errores, claudicaciones e incapacidades!
Los Peores solo iba a tener por objeto rebatir los argumentos centrales de nuestros detractores e intentar comprender por qué nos desprecia tanto un sector de la sociedad. Sería entonces una colección de injusticias y justificaciones. Sin embargo, estando muy avanzada la escritura, llegó una especie de epifanía, que era la intención de desarrollar un alegato inverso, responder con argumentos las acusaciones de las que solemos ser blanco pero sin dejar de hacer una autoacusación y proponer una superación. Seguramente nos va a ir mucho mejor como defensores que como acusadores; no es fácil cuestionarse a uno mismo.
Vladimir Lenin, que defendía el método pedagógico de la crítica-autocrítica para el desarrollo de su organización política, afirmaba que una autocrítica consiste en admitir un error con franqueza, indagar en sus razones, analizar las circunstancias que lo originaron y discutir los medios para corregirlo o enmendarlo. Algunos teólogos de la liberación encontraban en la explicación de este concepto una suerte de transliteración marxista del método católico de la penitencia. Tanto en el mundo socialista como en el cristiano hubo serios abusos de la práctica de la autocrítica o de la penitencia, cuya aplicación solía exigirse a los dirigidos, pero no a los dirigentes; en cualquier caso, pareciera que hoy cualquier forma de autoacusación estuviera maldita, sobre todo entre los dirigentes, que así se muestran “débiles”, pero también entre los militantes e incluso las personas indiferentes a la vida política… ¡Es impensable!
La posmodernidad ha suprimido de la praxis humana, y desde luego también de la praxis política, esta declaración o reconocimiento, y hoy está guardada en el arcón de los recuerdos junto con la culpa, el sentido del deber, la coherencia, el sacrificio, el honor y la disposición a morir por una causa. Quedaron abolidos todos aquellos “esfuerzos” que le impiden a la pequeña burguesía cada vez más empobrecida gozar sin culpas de su pequeña cuota en la sociedad global de consumo. La exigencia del siglo es moverse exclusivamente en base a deseos “personales”. En algunos casos, se llega al colmo de comportarse de ese modo, con esa repulsiva tibieza del hedonista moderado, siempre saludable, que al mismo tiempo se autopercibe militante popular, anticapitalista o revolucionario, por realizar alguna pequeña tarea de activismo, ocupar un cargo en la estructura estatal, trabajar rentado en alguna ONG temática, participar de un colorido desfile, disfrutar de la movida cultural progresista o expresarse en las redes sociales con cualquier consigna de moda. Todo, sin dejar ni medio jirón de la propia vida en el camino. Quiero dejar en claro que no estoy juzgando las opciones personales de vida de nadie. De militantes verdaderamente comprometidos, proletarizados, despojados de todo, han surgido monstruos autoritarios y violentos, enfermos del control y del poder. Simplemente estoy indicando que en estos tiempos se invierte la proclama de Evita… suele renunciarse a la lucha pero no a los honores. Es la lógica neoliberal introyectada en la vida política aun dentro de la corriente del humanismo revolucionario, a la que pertenecemos nosotros en tanto movimientos populares y en tanto generación militante. Esto sucede en Nuestramérica, pero también, por lo que he podido percibir, en el Norte Global. La esfera política no se salva de las tendencias generales de la sociedad.
De eso se deriva también que la competencia patética y la frivolidad declamatoria sean el motor de las acciones y las posiciones de partidos, movimientos, agrupaciones y personas, mientras la flojera militante e intelectual demore el despliegue de estrategias constructivas integrales, con verdadero impacto en la transformación social y en el desarrollo de las contradicciones entre el pueblo sencillo y los polos de poder, que no solo excluyen al ser humano de los bienes elementales para el buen vivir, sino que también destruyen la naturaleza. Son desviaciones que nos atraviesan.
El problema central es la ausencia de un proyecto estratégico que ofrezca un horizonte de felicidad, dignidad y modesta prosperidad (así dicen los chinos) a nuestro pueblo. Un proyecto que exceda los twits, reels, el physique du rôle y los videos publicitarios; que enamore por la pureza de su espíritu, la claridad de sus lineamientos generales y la humildad militante de sus predicadores y realizadores. Y que defina la agenda de reformas sociales para resolver los problemas de tierra, techo, trabajo, salud, educación y violencia, que son, en definitiva, los que aquejan a nuestra gente.
Semejante proyecto requiere planificación, y una conducción política que nos explique con autoridad qué, cuándo, cómo y con qué recursos se instrumentará. Y que sepa guiar, con la fuerza del pueblo organizado y los argentinos de bien, por el sendero del renacer nacional.
Hace veinte años, entre los piquetes y las cacerolas del 20 de diciembre, le dijimos basta a la Primera Alianza del neoliberalismo económico representado por Cavallo con el progresismo cultural representado por la UCR-FREPASO, una alianza de la hipocresía política con el libertinaje empresario, que frente a su crisis fue a cobijarse bajo las alas del buitre monetario internacional. Los echamos como David a Goliat, a hondazo limpio en la Plaza de Mayo. Soñamos iniciar un nuevo camino, un camino desconocido, sin mapa, pero con la brújula de los principios éticos y sociales del más elemental humanismo: el amor honesto al prójimo, el amor desinteresado por los humillados y excluidos. Son principios que nunca fallan. Dimos unos pasos, pero la meta se nos fue alejando.
Muchas cosas pasaron desde entonces, cosas buenas y cosas malas; hubo años felices para nuestra gente y otros muy tristes; aprendimos, desaprendimos, malaprendimos. Y hoy nos encontramos en una nueva encrucijada. Nosotros —los dosmiluners— hemos transitado la mitad de nuestras vidas: es hora de mirarnos al espejo, ver dónde estamos parados, observar la brújula y recalcular el rumbo en la hoja de ruta, para avanzar hacia un renacer que nos aleje de otra humillación nacional.
Que la historia no se repita en nosotros.
21/02/23