Julián Centeya, el de los piojos azules

Por Bruno Passarelli

Alguien lo definió «El Hombre Gris de Buenos Aires». Quizás para vender más ejemplares de su primer LP que lo muestra de perfil, de contracara al vidrio que cantara Discépolo, con la sola compañía de un pocillo de café y un faso. No creo que le haya gustado. Se sentía más cómodo en otra descripción que (creo) le endilgó José Gobello: «Julián, el de los piojos azules». Y Julián Centeya la esgrimía con orgullo: «Sí, azules, porque mis piojos son aristocráticos».

Uno se siente reconfortado, aunque también culpable por el atraso, cuando ve cómo en los últimos tiempos está siendo rescatado del injusto olvido este inmenso personaje de la musa porteña que, además, -y esto es infrecuente- fue un mejor tipo. Despreciado por los acólitos del camelo literario borgiano, fue un refinado vate del alma ciudadana, culto y lírico, que pudo ser un gran poeta, como se desprende de sus pocos tangos escritos y grabados: Claudinette, La Vi Llegar, Lluvia de Abril, Más allá de mi Rencor y otros.Había cincelado su refinamiento gramatical en las lecturas de Arthur Rimbaud, Blaise Cendrars, León Benarós y Máximo Gorki. Y, como era previsible, de la poesía «mancusaba la herramienta», como solía decir en su lunfardo genuino que tenía un preferencial destinatario: «El breón de la naesqui y del feca».


Julián Centeya – Entre prostitutas y ladrones

Sí, pudo ser un gran poeta y no lo fue porque era un reo. Y a esa identificación entregó su alma de inmigrante (había nacido en Italia y llegado con sus padres a Buenos Aires a principios del siglo Veinte) porque era capaz como pocos de entender las penurias de los rascas, de captar las esperanzas frustradas de quienes vivían en los barrios periféricos (el mítico arrabal), con sus adoquines y veredas que ya no están, de percibir los olores nauseabundos de aquellos conventillos que fueron recalada para los que buscaban una vida mejor sin prever que ahí adentro, como escribiera Alvaro Yunque, ni el aire ni la luz ni el agua eran de todos.

No fue nunca indiferente ante el dolor ajeno. Lo enternecían aquellas pibas de la noche que, para escapar a un sino de pobreza y marginación, habían elegido «las luces malas del centro». La más briosa justificación para las que habían decidido resolver así aquel dilema existencial está en «Laburanta», un poema de 1964:

Laburaba en la fábrica Langosta,
ganaba un sope veinte la jornada,
lo que se dice propiamente bosta
o para hablar mejor una cagada.
Chapó el trocén y se metió en la noche,
piantándola al yugar de aparadora.
Puchero, Tropezón, bacán con coche
pa’l gil tuvo su clase añapadora.
¿Qué iba a esperar? ¿Que la tasuer de chanta
te la encanara de marroca fiera
con el final de toda laburanta?
Con un bagayo e’ropa, como tantas,
espiró de la saca y la fulera
pa’revolear la concha a la marchanta.

Y menos permaneció impasible si el caído en desgracia era un grande del tango, como el caso del violinista Alfredo Gobbi, uno de sus precursores máximos por haber aportado con su música una original concepción estética, de clara filiación renovadora, enmarcada en el exacto equilibrio de los valores evolucionistas. Sin trabajo y camino de su propia autodestrucción como hombre, Gobbi paraba ocultando sus pudores en la mesa envinada del sucio bodegón de Paraná y Sarmiento, llamado «La Bolsa del Hambre». En su emocionado prólogo a «Buenos Aires Tiempo Gobbi», de Alfredo Carlino, se pregunta Centeya: «¿De qué le valió a ese singular elemento del tango, a este hombre vertical, a este devorado, su talento? Le valió para mal vivir y peor morir, para irse dejándonos su última mirada de vidrio empañado al pie de una sucia escalera de un mísero hotel (¡que ni de cuarta!) compartido con ladrones y prostitutas».

En la parábola final de la historia de Chingolo, así lo llamaba a Gobbi porque era su amigo fraterno, Centeya debe haber entrevisto la suya. Pero, aún avisado, no mermó en su suicida empecinamiento. No tenía tiempo para compartir con nadie su soledad y dejaba indiferente que le pasase de costado la gente de digestión feliz a la salida de Bachín, emporio del aroma del bife vuelta y vuelta y del plato de ravioles al tuco prefabricado.

Llevaba en sus venas el ADN de don Carlo Vergiatti, aquel tano anarquista y laburante que fuera su padre y de cuya mano bajó del «Conte Rosso» a solo dos años para probar la suerte en la Argentina de inicios del siglo Veinte. Su genética, sin declamaciones pretenciosas, lo transformó en un revolucionario. Porque lo fue. A su manera. Al punto de haber inventado la «puteada esdrújula» para escupirla a la vidriera de un mundo que permitía a tantos «vivir tan mierdamente» como él. O se fueran de este mundo como César Vallejo, el gran poeta peruano, «la tarde de un día gris en que contabilizaba sus piojos».

Bajó los brazos y levantó bandera blanca solo cuando se sintió derrotado por quienes odian los gorriones, la luna en los charcos, los juglares, la nostalgia, las amistades que duran. Y ya lo habían dejado Chango y Malambo, los dos perros a los que dedicara sus mejores caricias.

El arma de su lucha fue el lunfardo Se jactó siempre de haberlo aprendido en la calle, «evadido de bulines y conventillos, en demoras de boliche, en la recalada amistosa del feca, en los regresos sin hora ni calendario a la esquina mayor de Villa Soldati, en la renovada prestación del día que vuelve a suceder». Lo adoptó para no abandonarlo más.


Julián Centeya – Volumen 4

Como escribiera alguna vez:

Yo canto en lunfa mi tristeza de hombre
y ando en la vida con mi musa rante.
Ella es así, maleva, yo atorrante,
camina a mi costao y tiene un nombre.

Julián Centeya con el autor

Lo conocí en 1968, en mi Bahía Blanca natal, donde alternaba mi actividad periodística con la docencia en la Universidad Nacional del Sur. Ya me sabía de memoria todos los poemas reos que había encorsetado cuatro años antes en «La Musa Mistonga» y que me había llegado con su autógrafo a través de Arturo De la Torre, el apoderado de Aníbal Troilo. El promotor de aquel encuentro maravilloso fue Angel Pietracatella, viejo y leal amigo, que en aquella época era presidente de la Junta de Recibidores de Granos. Había que festejar en un salón céntrico no sé qué aniversario y de alguna charla nocturna en el club Napostá debe haber saltado la idea: «Invitemos a Julián Centeya». Fue el prólogo para 72 horas -las que Julián pasó en Bahía Blanca- que quedaron buriladas para siempre en mi memoria.

Con motivo del evento, que concitaría a acaudalados hacendados de la zona, hubo problemas para encontrarle alojamiento. Y, finalmente, le reservamos una más que decorosa habitación en un hotel de 3 estrellas, pero en el último piso. Cuando lo acompañamos para que se instalase, surgió el siguiente diálogo, el primero de los tantos hilarantes que marcaron a fuego su estadía bahiense:

-¿A qué hora suena la sirena?
-¿Qué sirena, don Julián? No lo entendemos…
-La del barco. Preguntaba nomás, ya que me metieron en un camarote…

Fue la primera degustación del verdadero Centeya. Jocoso, ocurrente, divertido hasta lo indecible. Aunque siempre con un trasfondo de inocultable acidez. Así apareció al mediodía del día sucesivo, el sábado de la fiesta, en que lo llevamos a almorzar al restaurante del hotel Austral, el más paquete y caro de la ciudad. Estaba contento, complacido, con su chambergo de fieltro y un pañuelo anudado al cuello, sobre una remesa multicolor. Un empilche que implicaba un soberano «me cago en la elegancia». Para compartir la mesa, con Angel habíamos invitado a algunos amigos periodistas, ansiosos de conocer al -para ellos- inusual personaje.


Julián Centeya – Antología

Ya entrando en el hotel Austral, dejamos en la puerta giratoria paso prioritario a un estanciero que, altivamente, no disimulaba su prosapia: botas relucientes, campera de cuero ultracostosa, bombachas de campo. Julián, cuando el hacendado se alejó por la vereda de la Avenida Colón, dejó caer la frase: «Hemos visto a un caballo al que la falta la parte de abajo». Cuando nos aprestábamos a tomar ubicación alrededor de la mesa tendida, Julián me susurró al oído: «Profe, ése que está a mi derecha, ¿es totuer o me rami ofe?». Había recurrido al «vesrre» para interrogar sobre uno de los muchachos escribas, en su caso encargado de la sección Policiales en el diario local, que había tenido un ictus isquémico que le había dejado huellas evidentes.

Siguieron dos horas inolvidables en las que Julián, sintiéndose entre amigos, contó todo de todos. No hubo anécdota que se guardase. Ante la tonta pregunta sobre «qué diferencias había entre Enrique Santos Discépolo y Homero Manzi» contestó de manera terminante: «Que Discépolo tenía los cuernos y Homero chupaba la concha con intrépido valor y ciudadana indecencia». Sobre la fama de gran cuidadoso que Edmundo Rivero tenía del dinero contó cuando, a su lado, viajaba en taxi rumbo a «El Viejo Almacén». Llegados a destino, Lionel, con sus grandes manazas, empezó a hurgar en el pantalón buscando infructuosamente el dinero para pagar. Como no lo encontraba, le dijo a Julián: «Bueno, pagá vos, que yo no tengo plata suelta». Y Centeya, que como siempre no tenía un mango encima, le contestó: «¿Qué, la llevás atada?»

Un encuentro con reminiscencias del que no podía faltar Aníbal Troilo, su entrañable amigo: «Salimos a tomar unas copas y, con otros amigos, estuvimos afuera dos noches enteras». Recuperado de la larga peripecia, pasó por el departamento que el Gordo tenía en la calle Talcahuano, sonó el contestador automático y Zita, la esposa del Picha, le respondió: «No hay que molestarlo, está cicatrizando». Y aludiendo a sus pesados párpados caídos, en pleno sueño, agregó: «Lo vi y tiene las celosías bajadas». Tan cómodo y depositario de afecto Julián se sentía que me dedicó con su lapicera color verde, en un cacho cualquiera de papel, los últimos versos de «Atorro», tal vez su mejor poema lunfardo, que pese al tiempo transcurrido conservo como un tesoro invalorable.

Pero su apoteosis fue ese sábado por la noche, en la fiesta de los Recibidores de Granos. Apareció elegante, con un traje negro que revelaba su clase, su aristocracia. La platea, cena incluída, estaba formada mayoritariamente por señoras alhajadas, que lucían sus mejores galas para una fiesta de la opulencia. Se habían tirado encima «toda la changa», al decir de Julián. Eran tiempos de lenguaje pudoroso, casto, casi recatado, donde era inconcebible pronunciar desde un escenario una palabra indecorosa. Con decir que la directora del diario local había publicitado una película italiana de suceso con Ugo Tognazzi («El Magnífico Cornudo») con un grotesco «El Magnífico C…».

La presentación estuvo a cargo de una locutora joven, atractiva, con una vertiginosa minifalda, de ésas que en aquellos tiempos estaban de moda. Julián la miraba con atención, a pocos pasos del micrófono. Correspondió y dijo: «Señorita, le agradezco infinitamente sus palabras, son tan hermosas como Usted, tanto que me trajo a la memoria un poema que escribí hace algún tiempo y que dice así:

¿Qué hiciste de este grasa te pregunto
que soñó con ser banca y hoy es punto
y vive arrodillao frente a tus ojos?
Con esta chanta que me tiene fulo,
con la verdad que me tiró de culo
solo me falta andar juntando piojos…

Las seis estrofas fueron recibidas con un silencio sepulcral. Pero Julián, gran dominador de la escena, derritió el hielo que se había creado con una sonrisa y una frase de sabio oportunismo: «No se asusten, esta noche van a escuchar cosas peores». Y agregó: «Si no me echan antes».

Fue un festival. Recitó sus mejores poemas, sin escatimar ni evitar los que incluían palabras escabrosas. Empezó suave, con su oda dedicada a Pichuco, a quien tras decirle que estaba «en el misterio profundo de la cosa» le preguntaba «con qué carajo hacés la rosa del barro inaugural que vino al centro». Y terminó con «Uno», donde contó la parábola descendente de un chorro que terminó siendo «batidor» de la cana:

Guardao en Caseros se morfó una lunga
y hecho propio una mierda el viejo punga
salió vencido y con el culo roto.
Y bate de él la merza veterana
que la ve de gualén, es batilana,
por eso lo han rajao del Gariboto.

Terminó en apoteosis. Los aplausos, de tan interminables, no le permitían dejar el escenario. Y si esa noche Julián la hubiera terminado no en el «camarote» que le habíamos asignado sino en alguna suite del hotel Austral, compartiéndola con la más «enchangada» de las suntuosas damas presentes, no habría sido de pura casualidad. Puedo atestiguarlo.

Lo volví a encontrar en abril de 1971, en una madrugada naciente de Caño 14, donde actuaba Troilo con Roberto Grela y el cuarteto. La recepción fue afable, cariñosa: se acordaba perfectamente del «Profe». Y después vino el abrazo en el que uno sentía su esqueleto errático. Estaba igual, solo se notaba imperceptiblemente que alguna arruga de más le tajeaba el rostro marcado por las huellas que denotaban el paso inexorable de los años. El tema de conversación fue uno solo: su libro «El Vaciadero», que estaba a punto de aparecer y que era su gran denuncia de lo que estaba pasando con la quema de la basura en Villa Soldati. Había estado viviendo tres meses con la gente del lugar, en la que fue una cruda inmersión traducida en breves y dramáticas escenas, con personajes delineados con maestría en una atmósfera agobiante y tortuosa que, al repasarla hoy, hace poner la piel de gallina.

Y me contó que estaba preparando su testamento poético, que se llamaría «Batimento» y sería una convocatoria al Juicio Final al que todos, santos y malandrines, virtuosos y ladrones, sin exclusiones, deberán presentarse cuando Tata Dios «toque la campana»:

En el «chau pinela» no vale ni importa
si vos fuiste bueno, si estuviste en todas,
si sos de la joda, si andás a la moda,
si afanaste el palo al ciego de turno
y el patrón y soto te mandó al humo.
En el embagaye lo mismo se emponcha
el que no hizo ruido y el que hizo roncha.
El que nunca tuvo un cacho e’speranza
y aquél que de sopa se llenó la panza.
El vivo, el salame, el que llegó cola,
el que hizo el bagayo y la fue de piola,
cualquier gil de cuarta, el millonario,
el cofla de al lado, el chantún otario.
El que chupateta sangró el persupuesto,
el que sudó el alma pa’guardar el puesto.
El ascensorista y el ejecutivo,
el boncha con ganas, el que fue de vivo,
el que tiró el roca y vivió de upa,
el ortiba inmundo, el viudo y la puta.
El que vino un día y se llenó el grilo,
el pobre escarparo y el que te dio filo.
El hijo de puta que enlazaba al perro,
ése más que nadie merece el entierro.
Todos, te lo bato, formaremos fila,
para hacer más alta todavía la pila.
Y entonces ¡el Garpe!, todos a ponerse,
bandera y campana, habrá que moverse.
¡Uidioca! ¡Qué joda será el entrevero!
Si venís de atrás, no olvides, te espero.

Julián Centeya murió en un geriátrico de Buenos Aires el 26 de julio de 1974. Justamente en el aniversario número 14 de la muerte de Eva Perón. Cuando cerró definitivamente los ojos estaba solo. Con sus piojos.

Fuente: Fútbol, fierros y tango