La atracción de la tijera
TEXTOS RECOBRADOS
Por Sara Gallardo
(Revista Confirmado, Año III, Nº 115, 31 de agosto de 1967, p. 43)
Un lector me rezonga –buenamente– porque escribí que La Plata era un plomo de ciudad. «No soy platense, pero las calles de naranjos, de tilos, de paraísos, las diagonales que se tiñen de lila en primavera me han conquistado. Su apariencia dormida (siendo altísimo el índice de crecimiento) tiene algo de irreal. Se parece a una biblioteca. No está hecha para atraer sino para esperar. No se promociona, ansía ser descubierta.» «Dulce ciudad de La Plata», ¡lo que puede la ambición de un final de página que haga tachín, como los platillos! Pues para mí, en verdad, nunca fue un plomo. Tiene un museo de ciencias naturales fascinador y carreras de noche y el Teatro Argentino, donde siempre puede oírse buena música.
Tuve un abuelo naturalista y en el museo de La Plata solían hacerle homenajes. Mal que me pese, he olvidado los discursos pertinentes. En cambio, me resulta imposible olvidar la mesa de té que hubo una vez en casa de un naturalista platense. Podía verse allí todo lo que un chico ambiciona ver en una mesa de té. Y además, dos bandejas cargadas de unas extrañas, etéreas, galletitas con manteca. Como sabe cualquier chico, habiendo sándwiches y masas a la vista, toda galleta queda para el final, un final que esa vez se prometía peculiar y sublime. Se prometía solamente. Nunca llegó el momento de gozarlo. Tan nutrido fue el prólogo masita-sandwichesco, que no hubo resquicio para el epílogo. Cinco lustros después, confieso que volvería a pasar los discursos en el museo con tal de probar esas inolvidables galletitas platenses.
Dice el lector: «¿Imagina la alegría que a veces siento cuando descubro la calle por el olor de sus árboles?». Imagino. Solo imagino, por desgracia. En Buenos Aires las calles no se destacan por su vegetación. Excepto una, Coronel Díaz, donde las tipas que en primavera se cubren de flores amarillas, eran tan hermosas que juntaban sus ramas en una especie de enorme túnel. Eran, dije. Quien ahora pase por Coronel Díaz verá muñones, la masacre más penosa que pueda imaginarse.
Telefoneé a un botánico amigo:
–¿Qué piensa de la poda?
–¿De la qué, de la qué? –dijo el botánico, que además de duro de oído es quizás un poco mal pensado.
–De la poda; esto que la municipalidad ha emprendido…
–Ah. Mire. No concurro a espectáculos públicos, ¿eh?
Para resumir el diálogo. Según mi amigo botánico, la municipalidad delega la poda en empresas especiales. Empresas que negocian la madera así adquirida. A costa de:
«estropear definitivamente esos árboles. Y a veces de su pérdida». Encantadoras empresas, tan humanas.
Que no se han contentado con Coronel Díaz, por qué contentarse; quien se contenta es un mediocre empleado, dice el decálogo del orden empresario. Cualquiera que salga de Buenos Aires, hacia La Plata, por ejemplo, sí señor, verá en cada barrio y en cada pueblo la misma portentosa masacre.
Mucho me temo, gentil lector, que si la eufórica empresa de podas ha sido contratada por la municipalidad de La Plata, por muchos años dejará usted de reconocer sus calles por el perfume. Lo más, podrá jugar con realismo a la horca en cualquier paraíso, tilo o naranjo de cualquier diagonal. Y la horca, como sabemos, es un juego que nunca pasa de moda, de manera que por eso no se aflija.
La poda, por su parte, también es moda. Y hasta rima, por si alguien desea mandarse, como dicen, un sonetito ad hoc. En Asunción del Paraguay por ejemplo, la policía acaba de tusar a unos cuantos melenudos. Ya se sabe que la policía mundial tiene un odio ardiente, devorador, contra el pelo. Cada maestrito con su librito y cada alma en su almario; no siendo policía mal puedo opinar sobre ese arrebatado furor, anticapilar que aqueja a la profesión. Pero si fuera policía, inteligentemente, igual que la empresa que poda, me asociaría con un peluquero. A medias en la venta de postizos, dejaría limpia la ciudad de muchachos antisociales. Y aliviaría el dolor de los calvos con el pelo vendido, transformando lo antisocial en bienestar social. Todo tiene arreglo con un poco de buena voluntad.
La poda es un placer, ahí está la cosa. Los correctores de pruebas de Confirmado, por ejemplo, miran mi texto y leen: «todos nacemos con taras». Cortésmente, ponen tareas en lugar de taras. (A veces una tarea es peor que una tara, pero eso va en gustos.) Se me dirá que es un caso de injerto, no de poda. De injerto de una e. Y bueno. Cualquiera puede equivocarse.
Es una poda, y aquí no me van a discutir, lo que ha ocurrido con la vestimenta. La minifalda, digamos. Con vestidos podados, se volvía urgente podar los cuerpos. Las grandes venus curvilíneas mundiales se encontraron en una disyuntiva cruel. Claudia Cardinale optó por reducirse a la mitad de su peso. Sofía Loren, en cambio, lanzó anatema tras dicterio contra «esa prenda que disipa el misterio de la feminidad». Anatemas que sonaron un poco patéticos, por dos razones. La primera, que el mundo sabe que Sofía no queda bien con minifalda. Segunda, que en su denodada ascensión al estrellato, la diva, según se recuerda, nunca mostró tanto afán por evitar ese tipo de evaporación de la feminidad que tanto la preocupa.
Mientras tanto, las podas siguen. Estados Unidos se ha propuesto podar un poco el comunismo en Oriente. Récord de bombardeos en Vietnam, dice el diario hoy. La poda allí es más o menos como la de Coronel Díaz: el napalm calcina incluso la tierra, que se convierte en terracota. Todo el mundo, entretanto, se poda en China.
«Podaos los unos a los otros», parece ser el lema. En Brasil y en Bolivia y en Venezuela los ejércitos, tijera de podar en mano, andan por las selvas.
Realmente la poda está de moda. Es una… lástima.
(De: Macaneos. Las columnas de Confirmado (1967-1972), Ed. Winograd, 2015)