La fabricación de la opinión pública
En 1917, el presidente Woodrow Wilson anunció que los Estados Unidos iban a entrar en la primera guerra mundial.
Cuatro meses y medio antes, Wilson había sido reelegido por ser el candidato de la paz.
La opinión pública recibió sus discursos pacifistas y su declaración de guerra con el mismo entusiasmo.
Edward Bernays fue el principal autor de este milagro.
Cuando la guerra terminó, Bernays reconoció públicamente que habían sido inventadas las fotos y las anécdotas que encendieron el espíritu bélico de las masas.
Este éxito publicitario inauguró una brillante carrera.
Bernays se convirtió en el asesor de varios presidentes y de los empresarios más poderosos del mundo.
La realidad no es lo que es, sino lo que te digo que es: él desarrolló mejor que nadie las técnicas modernas de manipulación colectiva, que empujan a la gente a comprar un jabón o una guerra.
Eduardo Galeano – Los hijos de los días
Edward Louis Bernays, el padre de la propaganda
Edward Louis Bernays (nació el 22 de noviembre de 1891, Viena, Austria – murió el 9 de marzo de 1995, Cambridge, Massachusetts, Estados Unidos). Publicista, periodista e inventor de la teoría de relaciones públicas. Judío de nacionalidad austríaca, fue sobrino de Sigmund Freud del cual usó concepciones sobre el Inconsciente en Norteamérica para la persuación del «self» en el ambito publicitario masivo.
Nació en el seno de una familia judía, siendo aún niño, sus padres se radican en Estados Unidos. En el año 1912, se graduó de agricultura en Cornell, pero su verdadera pasión eran las comunicaciones, donde se desempeñó en la publicidad, periodismo y finalmente en las relaciones públicas, a las cuales se dedicó por completo, llegando a ser considerado el «padre» de la profesión por muchos estudiosos, al dar el primer gran paso definiéndola, resaltando la necesidad imperiosa de ejercerla, indicar sus funciones y su campo de acción, en vista de la alta demanda existente en el área comunicacional de las organizaciones, y la creciente necesidad social por ser escuchados.
El Dr. Edward Bernays, fue el pionero mundial de las Relaciones Públicas, al ser él quien las bautiza y da nombre siendo el primero en publicar un libro sobre la materia en el año 1923 en Nueva York, titulado «Cristalizando la opinión pública».
Bernays fue asesor personal en materia de Relaciones Públicas de varios Presidentes de Estados Unidos, de la Casa Blanca y de las empresas nacionales e internacionales más importantes del mundo.

Este es el manual de la industria de las relaciones públicas. Bernays es una especie de gurú. Su gran golpe, el que le catapultó a la fama en la década de 1920, fue conseguir que las mujeres empezaran a fumar. En esa época las mujeres no fumaban y él lanzó campañas masivas para Chesterfield. Conocemos las técnicas: modelos y estrellas de cine con cigarrillos en la boca y demás. Consiguió un enorme éxito y se convirtió en una figura destacada y su libro en el auténtico manual.
«La manipulación consciente e inteligente de los hábitos y opiniones organizados de las masas es un elemento de importancia en la sociedad democrática. Quienes manipulan este mecanismo oculto de la sociedad constituyen el gobierno invisible que detenta el verdadero poder que rige el destino de nuestro país. Quienes nos gobiernan, moldean nuestras mentes, definen nuestros gustos o nos sugieren nuestras ideas son en gran medida personas de las que nunca hemos oído hablar». Noam Chomsky
Cómo manipular la opinión pública en democracia
Por Francisco Stefanoff
El libro Propaganda, de Edward Bernays resulta de especial utilidad para entender el funcionamiento de diversos mecanismos, tal vez naturalizados, que operan de forma propagandística en el sistema democrático. Lejos de entender la manipulación únicamente en referencia a algún tipo de actor o institución, Bernays propone ir sobre la «cocina» de determinados hechos o circunstancias que más que «azarosos» responden a una multiplicidad de intereses por detrás y que terminan por moldear parte de la realidad social.
En un ensayo que tiene como principal propósito mostrar los beneficios del buen manejo de las relaciones públicas para todo tipo de organismos y actores, Bernays, un especialista en el rubro que por momentos adopta la figura de una suerte de vendedor de feria, ofrece como principales sostenes, por un lado, las buenas experiencias de quienes se acogieron a este tipo de servicios (y las malas de quienes no lo hicieron) y, por otro, un tipo de saber psicológico-social del que el autor hace gala.
El libro fue publicado en 1928, en un contexto marcado, entre otras cosas, por la ampliación del sufragio (en 1920 se incorporó en Estados Unidos el voto de mujeres, aunque no de manera universal) y el desarrollo de la radio como medio de comunicación masivo (el autor señala en varias oportunidades el potencial propagandístico de esta novedosa vía de comunicación). En tanto, si bien ya había quedado atrás la Primera Guerra Mundial (1914-1918), el fino trabajo que se había realizado para legitimar la participación de Estados Unidos en la opinión pública, a través de la Comisión Creel (que tuvo a Bernays como colaborador), constituía un buen antecedente (entre varios otros) de los alcances y efectos que podían tener este tipo de saberes.

Bernays deja traslucir en sus páginas una concepción enaltecida de la democracia (siempre la elogia como sistema) pero por demás restringida, ya que no propone vía alguna para atenuar cualquier tipo de asimetrías y desigualdades existentes en su seno, algo que ni siquiera parece detectar. Más bien, su teoría está dirigida a un grupo selecto de personas, que conformarían una suerte de «gobierno invisible», para que puedan organizar el «caos». Para eso, considera imprescindible la manipulación, a través de la propaganda, por parte de esta «élite». Así como en un proceso eleccionario sería imposible elegir racionalmente entre cientos de partidos políticos, ni en la góndola del supermercado, entre miles de productos, Bernays sostiene que es positivo que los líderes filtren, a través de la propaganda, al resto de la sociedad las mejores opciones. Es interesante cómo, en este punto acerca de la «minoría inteligente», no hay desarrollo del concepto por parte de Bernays. Es decir, no ahonda en cómo eventualmente determinadas personas se constituyen en líderes, de qué tipo de inteligencia se valen, cuán representativos de la mayoría son, a qué sectores sociales responden, de dónde provienen, qué tipo de sujetos son, en qué tipo de limitaciones están envueltos, cuán conforme estaría la ciudadanía con este tipo de fenómenos, etcétera.
De cualquier manera, más allá de las críticas que se le puede hacer a partir de las limitaciones de sus postulados en términos de representación, Bernays sostiene que «el pueblo ganó el poder que perdió el rey» y es por eso que de lo que se trata es de intentar manipular a ese pueblo para que dé su conformidad. O, en todo caso, si no la da, operar de distintas maneras para que termine por hacerlo. Allí, aparece el rol de los periódicos, por ejemplo, y es interesante ver cómo define lo subyacente, algo que quizás desde una visión ingenua no se advierte, a una enorme cantidad de artículos gráficos. Titulares de The New York Times en secciones tan dispares como política internacional, economía o salud, que muchos podrían verlos como noticias «naturales», Bernays explica con gran precisión y minuciosidad por qué responden primordialmente a fines propagandísticos y cuáles son los actores que, por detrás, se encuentran operando.
Pero, lejos de promover una reflexión crítica sobre, por ejemplo, por qué entonces un diario de enorme prestigio e influencia como el neoyorquino se hace gran eco de algo que resulta, según el propio autor, superfluo e irrelevante como hecho en sí (pero que tiene nada menos que al Departamento de Estado como principal interesado, desde las sombras), Bernays elige no ir más allá en el análisis. Solo consigna la direccionalidad y los hilos invisibles que se mueven mediáticamente y cómo cualquiera que quiera contar con los servicios del «asesor en relaciones públicas» puede también lograr introducirse en esa lógica. Nuevamente, la lucidez del autor aparece para dar cuenta de determinados fenómenos que se producen en el marco de un sistema democrático que él afirma defender, pero no para pensar los efectos que todo esto genera. Inclusive, Bernays sostiene que los hechos que se encuentran en la agenda mediática están allí debido únicamente a su «valor como noticia». ¿Y qué entiende por «noticia»? Si bien no da una definición explícita, nos podemos guiar por los ejemplos que cita como hechos «legítimamente» noticiables: los avances de compañías telefónicas en materia de comunicación transatlántica, los beneficios comerciales que depararán las invenciones puestas en el mercado y el nuevo coche fabricado por Ford. Toda una muestra de su concepción (restringida a lo mercantil) del principal insumo de los medios de comunicación.
Siguiendo con sus propuestas de construcción de contacto entre un determinado actor, organismo o producto y el público, Bernays no concibe al individuo como una célula autónoma y apartada en el tejido social sino que lo ve como integrado en distintos círculos sociales. Es por eso que propone ir hacia allí y valerse para ello de determinados actores que gocen de legitimidad, respeto y autoridad por parte de los individuos a los que se busca llegar. Antes que desarrollar, por ejemplo, una estrategia publicitaria de millones de dólares para hacer circular cualquier mensaje en cualquier medio o espacio, el autor habla de tocar en «zonas sensibles» y delimitar con precisión el lugar y los sujetos interpelados. En este caso, podemos pensar en la figura más contemporánea de «influencer», sujeto buscado como intermediario para llegar de la forma más «familiar», «legítima» y por lo tanto efectiva a un público determinado.
Bernays propone poner en marcha corrientes psicológicas y emocionales y trabajar sobre los deseos y la (siempre moldeable) mentalidad de las personas. Como una suerte de trabajo «previo», señala la importancia de crear las circunstancias que deberán modificar el hábito ya que, si un determinado discurso se lanza en un terreno que aún no se encuentra fértil para su efectiva recepción, todo esfuerzo de incidencia puede ser en vano. Para ello se vale de actores legítimos (médicos, periodistas, diseñadores, arquitectos; todo dependerá del ámbito en el que se trabaje) y de espacios donde depositar esos mensajes (columnas en periódicos, espacios radiales, eventos, conferencias, discusiones en clubes o asociaciones, etcétera). A través de este fino trabajo, en muchos casos interdisciplinario, se puede diagramar una propaganda que pueda calar efectivamente en los individuos. Nuevamente, sobre quiénes pueden (y, lo más importante, quiénes están limitados o directamente no pueden) acceder a ese tipo de articulación programática, Bernays no dice absolutamente nada.
Por último, el autor también se detiene en lo referido a la ética del trabajo propagandístico. Bernays -quien reconoció en sus memorias que ideas suyas fueron tomadas por Joseph Goebbels, ministro del Tercer Reich para la Ilustración Pública y Propagandaadvierte que la «honradez» y el rechazo a las «causas antisociales» deberían guiar esta labor, aunque señala que no hay garantía contra un eventual uso indebido de la propaganda. Mediante este tipo de categorías, en algunos casos vagas, en otros pretendidamente neutras y apolíticas, el autor pretende escindir su figura (y sus postulados) de cualquier tipo de encuadre ideológico. Pero es en ese supuesto corrimiento donde también se expone. Es por allí, viendo, a través de las hendijas, los silencios y naturalizaciones integrados en gran parte de sus conceptos, donde también se puede abordar su teoría.
Delito y Sociedad 43 | año 26 | 1º semestre 2017