La inmaculada concepción

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por Patricia Highsmith

La masa negra de la casa surgió bruscamente de la oscuridad y él tropezó con el escalón de madera. Llamó al marco de la puerta con mosquitera, cogió el picaporte y lo movió arriba y abajo como si tuvieran que dejarle entrar antes de que le atrapara un perseguidor. Como un asesino, sujetaba el grueso martillo a un lado, aferrándolo de tal manera que el martillo se convertía en una prolongación de su brazo, soldado en el dolor de sus músculos. Sacudió la puerta hasta que el sonido enloqueció en el silencio, entonces se detuvo, perdiendo el ímpetu que le había arrastrado a lo largo de tres kilómetros por la carretera, el ímpetu del asesino que había empezado hacía veinte minutos, como el principio del propio acto. En aquella quietud oía su aliento jadeante y sentía los ojos tras él, en la oscuridad. Se apretó más contra la casa, sin hacer ruido.

La puerta lo empujó. Retrocedió, proyectando el brazo en un torpe ángulo, como el brazo de una niña antes de tirar una piedra. Pero pasaron unos segundos hasta que distinguió su figura en el umbral, y ella tenía la cabeza unos centímetros por encima de la mano de él. El dejó caer la mano lentamente, de un modo indeciso.

Entonces la mujer dijo:

—¡Arthur! ¡Eres tú, Arthur! ¡Pasa! —Su voz resonó hueca en la casa, como si no llegara de ninguna parte.

El titubeó, estuvo a punto de darse la vuelta y huir, pero ahora temía la noche de la que había surgido casi más que la casa. Entró rápidamente y en el mismo momento perdió la figura de ella en el porche. El olor rancio y amarillento de la casa le invadió, sin vida, insidioso, imprimiéndole en la mente otras mil visitas anteriores. El se agachó, respirando superficialmente, observando a la mujer que le veía a la perfección en la oscuridad.

—Creo que han pasado tres semanas desde que viniste a verme, Arthur.

El no dijo nada. Habían sido cuatro meses. Casi exactamente cuatro meses. Se maldijo a sí mismo por recordarlo ahora. ¡Ya tendría que haberlo hecho! ¿Pero cómo iba a verla sin luz? Podía ser horrible equivocarse con el martillo. Y, sin embargo, le hubiera gustado hacerlo sin verla.

—Ven a la cocina, haré un poco de té —dijo ella, alejándose, y él oyó el leve roce de su larga falda de algodón contra el suelo desnudo.
La siguió, evitando los muebles del porche a medida que recordaba dónde estaban colocados.

«¡Antes de que encienda la lámpara!», se juró. «¡Antes de que la vea realmente!»

Pero había jurado al aire de la noche, agitando su martillo como Thor en un aire que no ofrecía resistencia, que la atacaría antes de que ella le reconociera y había fallado. Se sintió como un saltador de trampolín que hubiera mirado el agua demasiado tiempo para atreverse a saltar.
La cocina era grande y él no la encontró hasta que la lámpara se encendió de pronto y llenó de luz dorada el lugar.

Entonces lo vio. Observó durante largos segundos la distorsión de la figura de ella, miró fijamente con sus ojos miopes, grandes en sus cuencas oscuras, con sus finos labios separados en una expresión extraña para su tensa cara. La observó hasta que tomó conciencia de sufrir una especie de hipnosis, una sensación de vértigo y agotamiento. Ocultó el martillo tras la pernera del pantalón y se apoyó contra el aparador.

Emma no le miró ni una sola vez. Llenó el hervidor y acercó una cerilla encendida al quemador de gas. Se movía con gracia, etérea, a pesar del volumen de su cuerpo. Unos pocos pelos grises, soltados del peinado castaño jaspeado, captaban la luz de la lámpara como un halo alrededor de su pequeña cabeza. Sus manos, pese a toda su actividad, describían movimientos suaves e inseguros. Pero incluso en su manera de ponerle la tapa a la tetera, había una expresión de generoso e indiscriminado amor.

El hombre que la observaba empezó a sentir miedo. Le daba miedo el niño, no Emma. El niño le confería una realidad que le desconcertaba y dejaba estupefacto. Empezó a sentir que Emma y el sutil aroma de la casa le provocaban aquella inercia. Para fortalecerse, susurró: «¡Es inevitable! ¡Inevitable!»

Como si las palabras le hubieran recordado su presencia allí, ella se volvió hacia él y le dijo:

—Debes de tener mucho que contarme, Arthur, después de tres semanas. —Aquellas palabras simples y corteses le incomodaron. Ella no era ella, pensó. ¿Pero qué era ella en realidad? ¿Su extasiada atención cuando leían juntos? ¿Su fascinación cuando él hablaba de las creaciones de su cerebro o de la intención de los cuadros que nunca podría plasmar sobre la tela?

El se aclaró la garganta.

—No, yo…

—Sobre lo que estás pintando y pensando y leyendo, de los paseos por el bosque y las largas caminatas nocturnas —continuó Emma. Ahora estaba en el centro de la cocina frente a él, pálida y serena. Sus ojos, claros como los de una niña, recorrían sin rumbo el rostro de él como nieblas azuladas.

—No he pintado nada —dijo él. Notó en ella cierta satisfacción, un orgullo infantil, y se preguntó si ella esperaba que mencionara al niño. La idea le disgustó.

—No puedes crear mientras se está creando el bebé —dijo Emma.

Él sintió un escalofrío de repulsión.

Ella se acercó a él y él se hizo a un lado. Ella cogió las tazas y los platillos de porcelana del armario que había sobre el aparador.

—El aire está lleno de creación —observó.

Él reconoció con repentina vergüenza que las palabras eran precisamente suyas, que las había dicho una noche junto al pozo del jardín. ¿Qué extraña alegría había expresado aquella noche?

—Le he dicho a la gente una y otra vez que mi hijo es un don de Dios, pero muy pocos creerán —continuó sin pasión, sólo con una convicción que fluía como una fina corriente enterrada en su interior—. Así ha sido desde los tiempos de Sara.

Él agarró el martillo, pero su energía surgía de la vergüenza y se desperdiciaba con el temblor de sus dedos. Ahora él estaba lejos de golpearla, tan lejos que ya ni siquiera se preguntaba por qué había tardado tanto. La voz de ella como el viento, vacía y caprichosa, se elevaba y caía, repitiendo las palabras, encantándole. Sara…, la creación del mundo…, los tiempos de Sara…

Ella seguía allí, con las tazas y los platillos en sus largas manos y las palmas hacia arriba, frente a sí.

—Siempre has entendido esas cosas, Arthur… Tú entiendes por qué es mi deber decir la palabra de Dios en las calles.

Él no dijo nada. Se mordió el labio superior, buscando entre tantas conversaciones recordadas los fragmentos que habían construido la precaria estructura de la creencia de ella.

—Tú mismo me lo has dicho, que aquellos inspirados por Dios se proclamarán a sí mismos. Hablaré a toda alma viviente hasta mi último suspiro y ellos creerán firmemente.

—¡Oh, calla, calla! —Él avanzó unos pasos, pero no se decidió a tocarla. Se volvió y miró a la ventana, pero los cristales sólo reflejaban la escena de la cocina, el hombre y la mujer con la lámpara dorada entre ellos. Contempló la imagen unos segundos, preguntándose por la extraña sensación que tenía de no participar en la acción de la habitación.

—Ellos creen —continuó Emma suavemente—. Algunos han venido a mí y han asentido y han dicho que creían… y los otros… también creen.
Por eso quieren que me vaya… Atribuirían mi hijo a un hombre mortal. ¡Sus corazones están cerrados al espíritu y sus ojos vueltos hacia la tierra!

¡Sus palabras! Todas sus palabras volvían para llenarle de vergüenza. Su delgado rostro, que descendía desde aquella nariz de aleta, avanzó, deshaciendo los velos místicos que la rodeaban.

—Han estado aquí hoy… ¿Qué han dicho? —dijo. Y al mismo tiempo, pensaba: ¿Qué importa lo que hayan dicho? ¿O qué importaba si lo sabían, si él había ido a matarla?

Emma volvió la cara hacia el techo y cerró los ojos.

—Han dicho que somos mortales y proclamamos nuestra ceguera. Proclamamos nuestra necesidad de ser redimidos.

—Me refiero a Roy…, a los hombres de Roy, Emma. Los hombres del juzgado. ¿Qué han dicho?

—Los doce hombres han venido y han dicho: ¡Somos hombres humildes ante ti y hay un rayo de luz en tus ojos!

Él le cogió el brazo y una taza cayó a sus pies, rompiéndose como una cáscara de huevo. Emma se sobresaltó:

—¡No! ¿Qué han dicho, Emma? ¿Qué? —le susurró tan desesperadamente como si la respuesta fuera a liberarle.

Ella frunció el ceño, bajó la vista hacia los añicos que se extendían a sus pies, confusa ante aquel desorden.

—Han dicho que tenía que salir de la ciudad a menos que confesara quién era el hombre —suspiró.

Él la soltó. Sus palabras eran tan claras que de pronto pensó que había fingido todo lo demás.

—Pero tú sabes que no hubo ningún hombre —dijo, con una frase surgida de una parte de su cerebro que quería que viviera y se salvara.
—Yo les he dicho: «Preguntad y veréis que ningún hombre responde, porque no hubo ninguno.»

El relajó los hombros. ¡Qué dulce hubiera sido creerla! Sentarse, hablar y tomar el té o irse a casa creyendo, pensando felizmente mientras caminaba en toda la multitud de cosas en el mundo que amaba y le producían placer.

—Ellos han preguntado —susurró él—, y tú tienes razón, no hubo ninguno.

—Oh, no —sonrió Emma—. Sí, es divino. Será un niño divino.

Volvió el rostro hacia él, esperando que salieran más palabras hermosas de sus labios, confiando en él y gozando con cada sílaba. Pero él no abría la boca. No se le ocurría ninguna palabra hermosa.

—¿Qué más han dicho, Emma? ¿Te acuerdas?

Ella lo miró con un dejo de decepción en el de sus cejas, claras y finas bajo su bonita frente.

—Han dicho que la gente decía que había sido el negro Jim Crawford y que tendrían que lincharlo.

El peso de su culpa se elevó bruscamente. Estaba mareado. Las aguas fluyeron lejos, por aquel nuevo canal, donde él las vio arremolinándose, atrapando a otra criatura. Él no había participado en aquello. El maelstrom había pasado por encima de él.
—¡Lincharle! ¿Por qué van a lincharle? ¿Cuándo le lincharán?

Emma entró en el comedor y puso los platos sobre la mesa, ordenándolos.

—No lo han dicho.

El tono monocorde de Emma le devolvió a la realidad. Le habían dicho a Emma que lincharían al negro para que ella, por piedad, dijera la verdad. No creían que el negro fuese culpable. ¿Por qué iban a sospechar de un hombre de cincuenta años? Un hombre que llevaba su granja e iba a misa los domingos. ¡Emma no se daba cuenta de lo que estaba diciendo! Sólo repetía palabras.

Ella volvió, apagó el fuego, sirvió el agua en la tetera, levantando el hervidor con dificultad.

—Sí, deberían lincharle —dijo él, confuso—, y quitárselo de la cabeza.

—Sería otro pecado que redimir —replicó ella—. Y luego, como si las palabras adquirieran sentido para ella por primera vez, sacudió la cabeza—. Ah, no, Arthur… Ah, no, esta noche no te entiendo. No entiendo nada.

—Quiero decir que nunca entenderán cosas como ésta. Necesitan sangre para vengarse y sólo entonces dejarán de molestarte —dijo él, y sintió que era dos personas, una hablando de la otra, porque ciertamente la venganza de la sangre sería la suya.

—Sólo son niños, clamando por la respuesta.

Ella cogió la manopla del gancho que había junto al fogón y depositó la tetera blanca y dorada encima. Fue al comedor.

—Pero ellos pueden lincharle, pese a todo lo que yo diga para salvarle.

—¿Cómo lo sabes?

—¿Acaso salva Dios de su dolor a los inocentes? Los pecados deben elevarse contra la culpa…

—¿Ha dicho Roy Patterson que iban a lincharle de verdad?

—Ah, no. —Emma volvió a la cocina y colgó la manopla del gancho—. Pero Jim Crawford dice que fuiste tú. Dice que te ha visto aquí muchas noches.

La sangre le abandonó, se retiró hacia sus pies y se fue, dejándole vacío y flotando en la nada.

—¿Cuándo…, cuándo ha dicho eso?

—Hoy. Ha venido con los demás.

Emma cogió unos bollos para el té de la despensa y los puso en un plato.

—¡Pero sólo lo dice para salvarse! ¡Cualquiera puede darse cuenta!

—Sí —respondió Emma—. Por eso creo que lo matarán.

—¿Pero quién piensa que fui yo? ¿Quién? —Se acercó a zancadas hasta donde estaba ella en la mesa, sentada tranquila preparando su taza de té, la cabeza gris inclinada delicadamente y las manos ocupadas.

—Ven a tomarte el té, Arthur, antes de que se enfríe.

—¿Pero quién? ¿Quién lo cree?

Ella ni siquiera lo miró.

—Arthur, esta noche no te entiendo.

—¿Cómo me ha visto venir el negro? —le soltó—. ¡Nos espiaba! ¡Nos espía! —Se rió, pero se ahogaba de miedo—. Todo el mundo sabe que vengo aquí a verte —susurró—. No es ningún secreto, ¿verdad? Y sólo Jim Crawford dice que fui yo… ¿No es así?

Emma se quedó en silencio y luego dijo:

—Ay, no te entiendo, Arthur…

Él la cogió por los hombros y la volvió hacia él.

—Tú lo sabes. ¡Dilo! ¡Tú sabes que no fui yo! ¡Dilo, Emma!

—¿Que no fuiste tú?

Él se relajó. Quería volver a reírse, o echarse a llorar locamente, abrazarla. Se quedó erguido y tenso.

—¡No fui yo! ¡No fui yo! —gritó—. ¡No fui yo! —El martillo golpeó el suelo.

Emma le miró sin comprender.

La caída del martillo que tenía en la mano le devolvió de golpe la serenidad. Ninguno de los dos miraba el marrillo, en el suelo, a los pies de él. Emma lo había observado. Sus ojos eran amables. ¡Qué delicado era el equilibrio de su creencia!, pensó él. Se tranquilizó deliberadamente. No debía tocar aquellas escalas tan precariamente equilibradas que había tras los ojos de Emma… Si linchaban al negro, el pueblo pararía los interrogatorios, seguirían repartiéndose las limosnas del pueblo, las sospechas que recaían sobre él se olvidarían… Emma tendría el niño…, ¡si el niño estaba vivo! ¿Cómo iba a dar a luz Emma algo vivo? ¡Y si los extraños procesos de su mente un día reunían los hechos y ella los anunciaba en la iglesia como había anunciado la visita del ángel del Señor!

El tormento se apoderó de él una vez más y se preguntó qué había sentido en aquellos segundos de libertad.

—No hay otra solución excepto que el negro muera —dijo—. Yo me ocuparé. Lo arreglaré.

Pero Emma no le escuchaba. Rompió un palo de canela en dos y se lo comió despacio, mojando algunos trozos en su taza de té, volviendo ligeramente su pálida cara mientras lo mordisqueaba.

Era extraño, pero cada vez parecía más real. Ya no era algo artificial, sin pasado o futuro. El niño era una promesa de cierto mañana. Ella ya no era como una de las telas blancas donde él pintaba lo que quería. Emma era real. Un día recordaría y diría la verdad.

Ella se levantó.

—Quiero ir al jardín. Quiero salir y hablar. —Entró en la cocina y se volvió, esperándole a él.

La luz de la lámpara le puso una corona en la cabeza. Era como un ángel, transparente, no conocía el engaño.

—¡La única solución es que él muera! —repitió él.

Emma esperó.

—No te entiendo. No entiendo qué te preocupa.

—¡No fui yo! —gritó, como si tuviera que defenderse de que ella le acusara—. Nadie puede pensar que fui yo cuando saben cómo me ocupo de ella. ¡Todo el mundo sabe que la cuido como a una niña! Que la trato mejor de lo que la trataría ningún otro hombre… Todo el mundo sabe lo que significa para mí…, ¡sola en esa casa! —Se acercó a ella, suplicando ante el oráculo vacío—. Saben que la alimento y le hablo como si me oyera, cuando cualquier otro hombre la habría encerrado en una institución… ¿Acaso no dijeron que debía dejarla o me volvería loco? ¿No dicen todos que soy un hombre increíblemente bueno por cuidarla? ¿No lo dicen, Emma?

—Claro que sí.

El se rió amargamente, en falsete.

—Supongo que Jim Crawford… Supongo que todos se sorprenderán de saber cómo leemos a Blake y Shelley y tomamos té y miramos los cuadros y hablamos de cosas que nadie puede entender… Supongo que les sorprenderá saber lo que hacemos, ¿no crees, Emma, querida?

—Ah, sí, sí…

—¿No me llaman «profesor»?

—Sí —contestó Emma. Y, cansada de sus tumultuosos estados de ánimo, ella se volvió y continuó su camino hacia la puerta trasera.
Él la siguió, oyó el débil crujido de su largo vestido, el chasquido del pestillo de la puerta. Cuando Emma salió, él se quedó en el umbral, escuchando si había alguien esperando fuera.

Salió al cabo de un momento, corrió tras ella y le susurró temeroso:

—Tengo que irme, Emma, ¡me voy! —Era débil e insignificante en la inmensidad de la noche. Pero una voz en su interior le contestó:
«¿Adonde? ¿Adonde?»

Pasaron junto a un emparrado entre cuyas hojas asomaba el enrejado de vez en cuando. Emma estaba cerca de él, en alguna parte, informe, se le escapaba. El añoró la seguridad del martillo en la mano. Se volvió rápidamente a cogerlo, pero luego le dio miedo entrar solo en la casa.
—Yo estaba aquí y oí la voz —dijo Emma, apoyándose contra el poste que soportaba el tejado del pozo—. Dijo, tan bajito que apenas la oía, que desde este pueblecito mi hijo enviaría un rayo tan fino y fuerte que rodearía la Tierra.

El recordó cuándo le había dicho: «desde este pueblecito…», ¿y qué le había dicho que rodearía la Tierra?

—Siempre que los corazones de los hombres están cerca unos de otros, deberían abrirse para ver todas las obras de la Tierra y verse a sí mismos como reflejo de la gloria de Dios…, toda la música, la poesía, la pintura, todas las creaciones serían maravillas que honran a Dios.
Todos los poderes de la mente y el espíritu derivados de Dios.

—¡Blake! —susurró él—. Estabas recordando a Blake. ¡Leímos eso hace meses!

Emma se quedó silenciosa. La oyó emitir un ruido algo desconcertante con la garganta, sentía todo su ser acercándose, confiado y desvalido, hacia él, aunque no veía el lechoso resplandor de su cara en la penumbra.

Le repelió la idea de que, invadida como estaba por la hipnosis de sus palabras, pudiera acercarse físicamente, cogerle la cara con las manos.
No lo habría soportado…

—Pero fue la voz que escuché —declaró ella.

Él se había quedado casi inmóvil durante unos segundos, ansioso en la oscuridad. Ahora empezó a recuperar la confianza.
—Como la concepción del bebé fue un milagro, está claro que el nacimiento también lo será —observó Emma con calma, con el tono de predicador que le gustaba.

Luego se inclinó hacia delante como si fuera a beber de una fuente. El cerebro de él trabajaba con claridad, con un distanciamiento que le avergonzaba. Recordó una tarde en que le había hablado de una imagen de un loco remolino que tenía en la mente y que pensaba pintar. Se llamaría La creación del mundo. Emma le había seguido por la habitación, saboreando la abstracción de sus palabras, y se había retirado, balbuceando sin parar y retirándose hasta que él se fue a un rincón y le dijo que volviera a su silla y ella se fue. Y cuando le dijo «Ven aquí», ella fue. La había enviado aquí y allá muchas veces, hasta que aquel juego empezó a asustarle y a avergonzarle.

Él alargó la mano hacia ella.

—Ven —le dijo—. Háblame del milagro.

Ella rodeó la curva del pozo.

—Ah, él llegará sólo con el dulce dolor de las revelaciones, expandiendo felicidad más allá de toda medida.

—Y si apareciese en este momento desde el pozo, como un espíritu que surgiera del centro de la creación de Dios, entonces su llegada sería verdaderamente un milagro. Podría dominar a todo el mundo, que se maravillaría con su nacimiento… ¿No es así, Emma?

—¡Sí! —Ella buscó sus manos.

—¡Eso sería un milagro!

—Sí.

Él no se había dado cuenta de que tenía las manos heladas hasta que sintió el calor de ella.

—Destrúyete a ti misma, porque tu presencia sólo te causará confusión. —La acercó más al borde del pozo, atrayéndola hacia sí—. Si no, la gente se dividirá, porque tú eres mortal… No corresponde que el niño venga de un modo normal…

Llegó un fuerte ruido de la carretera. Él retrocedió hacia el otro lado del pozo.

—¿Qué ha sido eso? —susurró.

Emma no había apartado los ojos de él. Se inclinó hacia él, se agarró a las piedras del pozo y dio un paso más.

—¡Emma, no me mires! ¿Qué había en la carretera?

Ella volvió la cabeza en la dirección que él señalaba, pero no miraba, no escuchaba nada que no fueran las palabras mágicas.

La puerta rozó el suelo de tierra al abrirse.

Unos pasos se acercaron despacio, hollando el suelo.

Arthur apenas podía respirar. El milagro, las escalas, el fantástico teatro que había montado se habían disipado. No podía encontrarse a sí mismo. Se hallaba en un limbo, y su mente estaba paralizada e inmóvil. Su propia maldad se había apoderado de su cerebro como una prisión… ¡Contaminador! ¡Destructor! ¡Nunca había tenido ni pizca de bondad! Frotó los dedos contra las piedras hasta que los sintió sangrar. Los pasos se acercaron, cautelosos, y unos ojos brillaban en algún punto de la oscuridad.

Emma oyó el crujido de su cabeza en la columna del pozo, el impacto de su cuerpo al entrar en el agua. El aire del pozo brillaba como el agua y luego se hizo el silencio.

Aturdida, Emma se quedó sin moverse; aturdida, oyó la voz del negro diciéndole algo desde una gran distancia. El hilo que la había guiado a través del laberinto de su mundo se había roto. Ella se relajó súbitamente y exhaló un grito salvaje que murió como el gemido de un animal perdido en el bosque.

Corrió tambaleante hacia la casa.

—¡Oh Dios! —gritó—. ¡Vuelve tus ojos hacia nosotros! ¡Oh, Dios, sálvanos!

(De: Pájaros a punto de volar, 2002. Traducción: Isabel Núñez)