La leyenda del santo bebedor

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por Joseph Roth

(1939)

I

Una tarde de primavera del año 1934, un señor de edad avanzada descendía los peldaños de piedra que conectan uno de los puentes del Sena con la orilla. Ese es el lugar —todo el mundo lo sabe, pero nunca está de más recordarlo— donde los indigentes de París acostumbran a dormir o, mejor dicho, a tirarse en el suelo.

Uno de aquellos indigentes salió por casualidad al paso de un señor de edad avanzada, que iba por cierto muy bien vestido y daba la impresión de ser uno de esos viajeros que pretenden pasar revista a las curiosidades de las ciudades que visitan. En realidad, tenía el mismo aspecto de descuido y abandono que los demás que convivían con él; en cambio, en el señor trajeado y de avanzada edad despertó, ignoramos por qué, una especial curiosidad.

Era ya por la tarde, como se ha dicho, y bajo los puentes, a la orilla del río, había más oscuridad que a cielo abierto o en el muelle. El indigente con aspecto descuidado titubeó un poco, sin advertir la presencia del señor con traje. En cambio, este, que no titubeaba y dirigía sus pasos con seguridad y en línea recta, sí había visto desde lejos la figura vacilante del otro. Por fin, el señor de edad avanzada le cortó el paso al otro hombre, al desaliñado, y los dos se quedaron uno frente al otro.

—¿Adónde va, hermano? —preguntó el hombre trajeado y de avanzada edad.

El otro lo miró un instante y dijo:

—No sabía que tuviera un hermano y tampoco sé dónde me llevan mis pasos.

—Pues yo se lo mostraré —dijo el señor—, pero le ruego que no se enfade si le pido un favor inusual.

—Estoy dispuesto para el trabajo que sea —respondió el indigente.

—Ya veo que tiene sus defectos, pero es Dios quien lo ha puesto en mi camino. Seguramente tendrá usted, ¡no me lo tome a mal!, necesidad de dinero. Yo en cambio tengo demasiado. ¿Querría decirme francamente cuánto necesita, al menos para salir del paso?

El otro se quedó pensando unos segundos y luego respondió:

—Veinte francos.

—Pero eso es muy poco —repuso el señor—, seguro que necesita doscientos.

El desaliñado dio un paso atrás y dio la impresión de desmayarse; sin embargo, se mantuvo en pie, aunque titubeante, y dijo:

—Por supuesto que prefiero doscientos francos a veinte, pero soy un hombre honrado. Parece que me subestima. No puedo aceptar el dinero que me ofrece por las siguientes razones: primero, no tengo el placer de conocerle; segundo, no sé ni cuándo ni cómo podría devolvérselo; tercero, usted no podría venir a reclamarlo porque no tengo domicilio. Vivo bajo un puente distinto casi cada día. Y, sin embargo, soy, como ya le he dicho, un hombre de honra, eso sí, sin domicilio.

—Tampoco yo tengo domicilio —respondió el hombre de edad avanzada—, yo también vivo cada día debajo de un puente distinto; no obstante, le ruego tenga la amabilidad de aceptar los doscientos francos, una suma, por otra parte, ridícula para un hombre como usted. En cuanto a la devolución, me llevaría mucho tiempo explicar por qué no puedo indicarle un banco donde devolver el dinero. Solo le diré que me he convertido al cristianismo después de leer la historia de la pequeña santa Teresa de Lisieux. Tengo especial devoción por esa pequeña imagen suya que se encuentra en la capilla de Santa María de Batignolles y que podrá ver usted fácilmente. Si acaso un día llega a disponer de esos miserables doscientos francos y su conciencia le obliga a no adeudar esa ridícula suma, entonces diríjase a Santa María de Batignolles y dele el dinero en mano al párroco que acaba de decir misa. De deberle algo a alguien, es a santa Teresita. No lo olvide: en Santa María de Batignolles.

—Ya veo —dijo el indigente— que se ha hecho usted cargo de mi honradez. Le prometo que mantendré mi promesa. Eso sí, solo puedo ir a la iglesia los domingos.

—Entonces un domingo —dijo el señor de más edad.

A continuación, sacó doscientos francos de la billetera y se los tendió al otro hombre, que titubeaba todo el rato.

—Le quedo agradecido.

—Un placer —respondió el otro mientras se perdía en las sombras, porque entretanto había oscurecido del todo allí abajo, mientras que en lo alto, en el puente o en el muelle, ya se encendían las farolas plateadas anunciando la noche gozosa de París.

II

El hombre con traje desapareció también en la oscuridad. Realmente había vivido el milagro de la conversión y había decidido guiar las vidas de los más necesitados. Por eso, ahora vivía bajo un puente.

Respecto al otro, era un bebedor o, para ser más exactos, un borracho. Se llamaba Andreas y vivía al compás del azar, como muchos borrachos. Hacía ya mucho que no disponía de doscientos francos y quizás por eso, porque hacía tanto tiempo, se colocó a la mísera luz de una de las raras farolas bajo los puentes, sacó un trocito de papel y un lápiz roto y se puso a escribir la dirección de santa Teresita y la cantidad de doscientos francos que le debía a partir de aquel instante. Más tarde, subió una de las escaleras que conducen desde la orilla del Sena al puerto. Había allí, lo sabía muy bien, un restaurante, así que entró en él, comió y bebió en abundancia, gastó mucho dinero y hasta se llevó una botella para la noche que pensaba pasar, como de costumbre, bajo el puente. Sí, incluso sacó un periódico de una papelera, pero no para leerlo, sino para cubrirse con él. Porque los periódicos protegen bien del frío; todo indigente lo sabe.

III

A la mañana siguiente, Andreas se levantó más temprano que de costumbre porque había dormido extraordinariamente bien. Después de pensar mucho, se acordó de que el día anterior había vivido un milagro, sí, un verdadero milagro. Y como había pasado una larga y cálida noche al abrigo del periódico y había podido descansar como nunca antes, resolvió ir a lavarse, cosa que llevaba sin hacer muchos meses, todos los más fríos del año. Eso sí, antes de quitarse la ropa, se palpó el bolsillo interior izquierdo de la chaqueta, donde según su recuerdo debía encontrarse aún disponible el resto del milagro. A continuación, buscó un rincón apartado de la orilla del Sena para lavarse al menos la cara y el cuello, pero le pareció que había gente por todas partes, hombres miserables de su misma clase (echados a perder, como los llamó espontáneamente para sus adentros) que podían verlo bañarse, de modo que renunció finalmente a sus intenciones y se contentó con sumergir las manos en el agua. Se puso la chaqueta, volvió a echar mano al billete en el bolsillo interior izquierdo y se sintió ya perfectamente aseado y de veras transformado.

Se adentró así en la nueva jornada, una de aquellas que acostumbraba a malgastar desde tiempo inmemorial. Tenía la intención de ir a la rue des Quatre Vents, donde se encontraba el restaurante ruso-armenio Tari-Bari y donde solía invertir el escaso caudal que la suerte le reportaba cada día en bebidas baratas.

Sin embargo, ya en el primer quiosco que encontró, se quedó cautivado por las ilustraciones de algunas revistas semanales, pero también por la súbita curiosidad de saber qué día era: la fecha y el nombre que aquel día llevaba. Así que compró un periódico y comprobó que era jueves. De repente, se acordó de que él había nacido un jueves y, sin mirar la fecha, decidió tomar aquel jueves por el día de su cumpleaños. Y como estaba dominado por la alegría, igual que un niño en un día de fiesta, no dudó ni un instante en hacerse buenos y hasta nobles propósitos y, en lugar de entrar en el Tari-Bari, resolvió ir, periódico en mano, a una buena taberna, pedirse allí un café rociado con ron y comerse una rebanada de pan con mantequilla.

Se encaminó, por tanto, con la cabeza bien alta, pese a los andrajos que llevaba, a un local burgués y se sentó a una mesa; sí, él, que desde hacía tanto acostumbraba tan solo a estar de pie frente al mostrador y a apoyarse en él, esta vez se sentó. Y como delante había un espejo, no pudo evitar mirarse la cara en él y le pareció que volvía a tener nueva conciencia de sí. Pero aquello lo asustaba. Supo al mismo tiempo por qué había tenido tanto miedo al espejo en aquellos últimos años. Y es que no está bien ver la degradación con los propios ojos. Era casi como si todo el tiempo en que no había tenido que mirarse no hubiera poseído un rostro o hubiera conservado aquel rostro anterior a su depravación.

No obstante, lo que más lo asustó fue comparar su aspecto con el de aquellos respetables hombres de la mesa de al lado. Hacía ya ocho años que quien lo afeitaba, mejor o peor, como fuese, era algún compañero de infortunio, dispuesto siempre y en todo lugar a rasurar a un hermano a cambio de una mínima remuneración. Pero ahora que estaba resuelto a llevar una vida nueva, era por fin el momento de darse un buen afeitado. Así que, antes incluso de pedir en el bar, decidió ir a un barbero de verdad.

Y, dicho y hecho, se fue al barbero.

Cuando volvió a la taberna, se encontró con que habían ocupado el sitio donde antes se sentara, por lo que no pudo verse en el espejo más que de lejos. Aunque ya eso le bastó para reconocer que se encontraba cambiado, rejuvenecido y hasta más apuesto. Era como si de su rostro se desprendiera un brillo capaz de volver insignificante la devastación de la ropa que llevaba, la camisa visiblemente rasgada a la altura del pecho o la corbata a rayas blancas y rojas que llevaba alrededor del cuello roto.

Así que nuestro Andreas se sentó y, consciente de su propia renovación, pidió un café con aquella voz firme que había tenido alguna vez y que ahora parecía volver igual que una antigua y querida novia; un café, eso sí, rociado con ron. El camarero se lo sirvió y lo hizo, además, o eso es lo que él creyó ver, con todas las señales de respeto debidas a los clientes honrados. Aquello llenó de especial orgullo a Andreas, hizo que se creciera y lo reafirmó en la creencia de que su cumpleaños era precisamente aquel día.

Un señor que se sentaba al lado del indigente se quedó observándolo largo rato y al fin se volvió para decirle:

—¿Desea usted ganar dinero? Puede trabajar conmigo. Me mudo mañana. Podría ayudar a mi mujer y a los hombres de la mudanza. Me da la impresión de que usted es suficientemente fuerte. ¿Le parece bien?, acepta, ¿verdad?

—Claro que acepto —respondió Andreas.

—¿Y cuánto dinero pide a cambio —preguntó el señor— de dos días de trabajo, mañana y el sábado? Debe saber que tengo una casa muy grande y me mudo a una más grande aún. Y con muchos muebles. Yo tengo que quedarme a trabajar en mi propio negocio.

—Sí, claro, cuente conmigo.

—¿Bebe usted? —le preguntó.

Pidió dos Pernod y ambos brindaron, el señor y Andreas, y estuvieron de acuerdo también en la paga: doscientos francos.

—¿Nos tomamos otra? —preguntó el señor después de haberse bebido el primer Pernod.

—Pero ahora pago yo —dijo Andreas, el indigente—. No me conoce, pero soy un hombre honrado, un verdadero trabajador. Míreme las manos. —Y le enseñó las manos—. Son unas manos sucias, encallecidas, pero manos honradas de trabajador.

—Así me gusta —dijo el señor.

Tenía unos ojos resplandecientes, una cara rosada de niño y, justo en el centro de esta, un bigote pequeño y negro. Era, en suma, un hombre muy afable y a Andreas le cayó en gracia.

Bebieron juntos y Andreas pagó la segunda ronda. Y cuando el hombre con cara de niño se levantó, Andreas pudo comprobar que estaba muy gordo. Sacó una carta de visita de la cartera y anotó su dirección. A continuación, sacó un billete de cien francos de la misma cartera y le tendió ambas cosas a Andreas, diciendo:

—¡Para que no deje de venir mañana!, ¡mañana temprano, a las ocho! No lo olvide, y recibirá también el resto. Y después del trabajo tomamos juntos un aperitivo. Hasta la vista, querido amigo.

Y, dicho esto, el señor se fue, el señor gordo con cara de niño. Pero lo que más había admirado a Andreas era que hubiese sacado la tarjeta de visita y el dinero de una misma cartera.

Así pues, como tenía dinero y la perspectiva de ganar más, pensó que él también quería comprarse una cartera. Y con tal fin se lanzó en busca de una peletería. La primera de las que había en su camino estaba regentada por una muchacha. Le pareció muy bonita tal como estaba, detrás del mostrador, con un vestido negro muy formal, un babero blanco sobre el pecho, rizos en el pelo y una pesada pulsera de oro en la muñeca derecha; y cuando estuvo delante de ella, se alzó el sombrero y dijo contento:

—Buscaba una cartera.

La chica lanzó una mirada furtiva a su pobre indumentaria. Pero no había maldad en sus ojos, solo quería averiguar qué tipo de cliente era, pues en la tienda había billeteras caras, moderadas y muy baratas. Con tal de ahorrarse preguntas superfluas, se subió enseguida a una escalera para bajar una caja de la vitrina más alta, donde guardaban aquellas billeteras que los clientes habían devuelto por otras nuevas. En ese momento, Andreas vio que la joven tenía unas piernas muy hermosas y unos zapatos muy finos y se acordó de aquellos tiempos casi remotos en que también él había podido acariciar unas pantorrillas como aquellas o besar unos pies así. En cambio, de los rostros ya no se acordaba, de los rostros de las mujeres, a excepción de una, una solo, en concreto, aquella por la que había terminado en prisión.

Mientras tanto, la muchacha había bajado la escalera, había abierto la caja y él había podido escoger una de las carteras que estaban más a la vista, sin examinarla siquiera más de cerca. Pagó, se colocó de nuevo el sombrero y sonrió a la joven, que le correspondió con una sonrisa. Guardó distraído la nueva cartera, pero el dinero lo dejó al lado, suelto, dentro del bolsillo. De repente, no le veía sentido a la cartera. Estaba demasiado ocupado pensando en la escalera, en las piernas, en los pies de la muchacha. Por eso, sus pasos se encaminaron a Montmartre para buscar aquellos locales en que antiguamente había satisfecho su deseo. En una callejuela estrecha y empinada encontró la taberna de las mujeres. Se sentó con varias a una mesa, pagó una ronda y escogió a una de las chicas, en concreto, la que se sentaba a su lado. Acto seguido, se fue con ella y, aunque era primera hora de la tarde, se quedó dormido hasta que la mañana despuntaba, porque también los dueños fueron bondadosos y lo dejaron dormir.

A la mañana siguiente, ya viernes, fue a trabajar a la casa del señor gordo. Tenía que ayudar al ama a embalar las cosas. Y aunque los transportistas ya hacían su trabajo, aún quedaban para Andreas tareas bastante complejas y, desde luego, no menos exigentes. A lo largo del día fue sintiendo cómo la fuerza regresaba a sus músculos, por lo que se alegró mucho del trabajo. No en vano, se había hecho mayor trabajando: un minero del carbón como su padre, y también, en parte, un campesino como su abuelo. Sí, habría deseado que la mujer de la casa no lo pusiese nervioso ordenándole cosas sin sentido, mandándolo de acá para allá y manteniéndolo todo el rato con la lengua fuera. Pero, claro, ella también estaba nerviosa. Como es lógico, le costaba trabajo hacerse al cambio y quizás también tenía miedo al nuevo entorno. Estaba de pie, vestida, con el abrigo puesto, guantes, sombrero, un bolsito y un paraguas, y eso que sabía que aún había de pasar el día, la noche e incluso todo el día siguiente en aquella casa. También creía oportuno pintarse de cuando en cuando los labios, y eso le pareció muy distinguido a Andreas. No en vano era una dama.

Andreas trabajó durante todo el día y, cuando hubo acabado, la mujer de la casa le dijo:

—No vaya a llegar tarde mañana: a las siete de la mañana.

Luego sacó del bolso un monederito con monedas plateadas, tomó en sus dedos una moneda de diez francos, pero la volvió a dejar y se decidió finalmente por otra de cinco.

—¡Aquí tiene, una propina!, ¡pero —añadió— no vaya a gastarla toda en bebida y sea puntual mañana!

Andreas dio las gracias, se fue y gastó la propina en bebida, pero solo la propina. Pasó aquella noche en un pequeño hotel.

Lo despertaron a las seis de la mañana y, descansado, se dirigió al trabajo.

IV

Así que, a la mañana siguiente, llegó antes que los propios transportistas. Igual que el día anterior, la mujer estaba allí, totalmente vestida, con sombrero y con guantes, como si no se hubiera acostado en toda la noche. Se dirigió a él amablemente y le dijo:

—Veo que hizo caso ayer de mi advertencia y no se gastó todo el dinero en bebida.

Después, Andreas se puso a trabajar y, más tarde, acompañó a la mujer a la nueva casa a la que se habían mudado. Esperó allí a que llegara el hombre gordo y simpático y este le pagó el dinero prometido.

—Le invitaré a un trago —dijo el señor gordo—, acompáñeme.

Pero la mujer de la casa lo impidió, salió al paso del marido y le dijo:

—Es hora de cenar.

Por eso Andreas se marchó solo, aquella tarde bebió y comió a solas y entró en dos tabernas más para beber sobre el mostrador. Bebió mucho, pero no se emborrachó y tuvo cuidado de no gastar demasiado dinero, porque, considerando su promesa, al día siguiente quería ir a la capilla de Santa María de Batignolles a satisfacer al menos una pequeña parte de la deuda con santa Teresita. En cualquier caso, bebió tanto que no pudo disponer de la vista segura y el sentido aguzado que la pobreza otorga y que él habría necesitado para lograr encontrar un hotel más barato.

Sí, el hotel que encontró fue algo más caro y, además, tuvo que pagar anticipadamente por ir con ropa andrajosa y no llevar equipaje. Pero no le importó y durmió tranquilo hasta el día siguiente. Se despertó con el estruendo de las campanas de una iglesia cercana y enseguida supo que aquel era un día importante: un domingo. Así que debía ir hasta la pequeña santa Teresa para cumplir con su deber. Se deslizó aprisa dentro de la ropa y se encaminó veloz a la plaza donde se encontraba la capilla. Pero, aun así, no pudo llegar a tiempo a misa, la de diez ya había terminado y los fieles salían en tropel en sentido contrario. Preguntó cuándo era la misa siguiente y le respondieron que a las doce. Se sintió algo confundido allí, parado frente a la capilla; tenía una hora entera por delante y de ningún modo quería pasarla en la calle. Miró alrededor para saber dónde era mejor esperar, encontró un local que quedaba a la derecha, enfrente de la capilla, y decidió pasar aquella hora que restaba a su abrigo.

Se pidió un Pernod con la seguridad de un hombre con dinero en el bolsillo y se lo bebió también con esa misma tranquilidad de quien ha bebido muchos en su vida. Se bebió un segundo y un tercero y cada vez se iba sirviendo menos agua. A la cuarta copa, ya no podía siquiera recordar si se había bebido dos, cinco o seis, ni tampoco podía recordar por qué razón había ido a parar a aquel café. Sabía exclusivamente que tenía un deber, una cuestión de honor que cumplir; pagó, se levantó y, pese a todo, pudo dirigirse con paso firme a la puerta. Luego divisó la capilla, enfrente, a mano izquierda, y enseguida supo de nuevo dónde, por qué y para qué se encontraba en aquel lugar. Así que ya se disponía a conducir sus pasos a la capilla, cuando de repente oyó decir su nombre.

—¡Andreas! —dijo una voz, una voz de mujer. Parecía emerger de otro tiempo.

Se detuvo y volvió la cabeza a la derecha, de donde había venido la voz. Enseguida reconoció el rostro, aquel mismo rostro por el que había terminado en prisión. Era Karoline.

—¡Karoline!

Llevaba un sombrero y ropa que no había conocido jamás en ella, pero, no cabía duda, era ella.

Y de buena gana cayó en los brazos que le había tendido en un abrir y cerrar de ojos.

—¡Vaya un encuentro! —dijo. Y sí, sin duda era su voz, la voz de Karoline.

—¿Estás solo? —preguntó.

—Sí —le respondió él.

—Ven, vamos a hablar un rato —dijo ella.

—Pero, pero… —respondió él—. Tengo una cita.

—¿Con una mujer? —preguntó ella.

—Sí —respondió él con timidez.

—¿Con quién?

—Con la pequeña Teresa.

—Bah, esa chica no es para ti —dijo Karoline.

En ese momento, pasó un taxi y Karoline lo llamó con el paraguas. Dio una dirección al chófer y, antes de que Andreas se hubiera dado cuenta, se encontraba ya junto a Karoline, dentro de un coche, y circulaban o, mejor dicho, volaban, como le parecía a Andreas, a través de calles más o menos desconocidas y en dirección a Dios sabe dónde.

Pronto se encontraron en algún lugar fuera de la ciudad. Un verde brillante de comienzos de primavera, de ese color era el paisaje en que fueron a detenerse, o, mejor dicho, el jardín, un jardín detrás de cuyos escasos árboles se disimulaba un restaurante.

Karoline fue la primera en bajar, había pasado por encima de las rodillas de él para adelantarse y pagar y ahora estaba fuera y se movía con decisión, como era costumbre en ella. Él la siguió. Entraron en el restaurante y se sentaron juntos en una banca tapizada de verde. Era como en los viejos tiempos de juventud, antes de la cárcel. Como de costumbre, fue ella quien pidió, luego lo miró a los ojos, pero él no fue capaz de sostenerle la mirada.

—¿Dónde has estado todo este tiempo? —le preguntó.

—En todas partes y en ninguna —contestó él—, estoy trabajando de nuevo desde hace dos días. El resto del tiempo, desde la última vez que nos vimos, lo he pasado borracho, tirado bajo los puentes como todos los míos. Pero supongo que tú has llevado mejor vida. Y en compañía de hombres —añadió un poco más tarde.

—¿Y tú? —preguntó ella—. Porque parece que entremedias, entre que te emborrachabas, estabas sin trabajo y dormías bajo un puente, también has tenido tiempo y oportunidad para conocer a una tal Teresa. Y si yo no hubiera aparecido por casualidad, te habrías ido con ella de verdad.

Él no respondió, se quedó callado hasta que se acabaron la carne y llegaron el queso y la fruta. Y cuando se bebió el último trago de su vaso de vino, le asaltó el mismo temor que le había acompañado tantas veces hacía años, cuando vivían juntos. Deseó huir de ella y dio una voz.

—¡Camarero!

Pero ella se cruzó.

—¡Esto lo pago yo, camarero!

El camarero era un hombre mayor con una mirada experimentada. Dijo:

—El caballero ha llamado primero.

Así que fue Andreas quien pagó. En aquella ocasión, se sacó todo el dinero del bolsillo interior izquierdo de la chaqueta y, después de pagar, pudo comprobar asustado, aunque con la mirada suavizada por el placer del vino, que ya no disponía de todo el dinero que debía a la pequeña santa. «De todas formas —se dijo para sus adentros—, me están sucediendo últimamente tantos milagros, uno detrás de otro, que para la semana que viene habré reunido con seguridad el dinero que debo y lo podré entregar».

—¡Si te has hecho rico! —dijo Karoline, ya en la calle—, deberías guardarte bien de esa pequeña Teresa.

Y como él no respondió, ella estuvo segura de hallarse en lo cierto. Pidió que la llevara al cine y fueron al cine. Era la primera vez, después de mucho tiempo, que él veía una película, tanto tiempo que apenas podía entender la trama, así que se quedó dormido en el hombro de Karoline. A continuación, fueron a una sala de baile en la que tocaban el acordeón, pero hacía tanto también desde la última vez que, cuando se dispuso a bailar, ya no se acordaba de los pasos. En cambio, ella estaba fresca y deseable, así que otros hombres la sacaron a bailar y se la llevaron. Él se quedó en la mesa y bebió Pernod de nuevo. Era como en los viejos tiempos, cuando ella también se quedaba bailando con otros mientras él bebía solo a la mesa. Y ese fue el motivo de que se levantara de repente y la rescatara bruscamente de los brazos de otro, diciendo:

—Nos vamos a casa.

La acarició en la nuca y ya no la dejó ir. Pagó y se fue con ella a casa, porque ella vivía cerca de aquel lugar.

Así que todo resultó como en los viejos tiempos, como en los viejos tiempos antes de la cárcel.

V

Se despertó muy temprano por la mañana. Karoline aún dormía. Un solitario pájaro gorjeaba en la ventana abierta. Permaneció un rato tumbado con los ojos abiertos. No fueron más de unos cuantos minutos, pero en aquellos pocos minutos pudo reflexionar. Pensó que le habían pasado tantas cosas extraordinarias en solo una semana como en todo el resto de su vida. Giró la cabeza y pudo ver a su derecha a Karoline. Lo que le había pasado inadvertido en su encuentro del día anterior se mostró ahora con toda claridad: se había hecho mayor, estaba pálida e hinchada y, respirando con dificultad, dormía el sueño de las mujeres que envejecen. Reconoció la diferencia con aquel tiempo, aquellos años que habían transcurrido también desapercibidos junto a él. Pero él mismo se encontraba igualmente cambiado y esa fue la causa de que decidiera levantarse enseguida sin despertar a Karoline y marcharse de allí llevado por el mismo azar o, mejor dicho, por el mismo destino que los había reunido el día anterior. Se vistió con sigilo y salió en dirección a un nuevo día, uno más de sus nuevos días.

Aunque aquel era más bien un día de los antiguos y ya desacostumbrados; y es que, al ir a buscar en el bolsillo izquierdo, donde solía guardar el dinero encontrado o ganado ya hace unos días, se dio cuenta de que solo le quedaban un billete de cincuenta francos y unas cuantas monedas. Él, que desde hacía tanto desconocía el significado del dinero y que tampoco le prestaba interés, ahora se asustó igual que quienes acostumbran a llevar siempre dinero en el bolsillo y se apuran un día al ver que apenas llevan. Así que, bajo aquella luz del alba y en medio de las calles desiertas, él mismo, que por meses y más meses había vivido sin dinero, se sintió pobre de repente cuando notó que le faltaban los billetes de otros días. Tuvo la impresión de que el tiempo en que vivía sin dinero quedaba muy muy atrás y que, a causa de Karoline, había gastado a la ligera y sin sentido la suma de dinero que había debido reportarle un nivel digno de vida. Estaba enfadado con Karoline. Sí, él, que nunca había concedido ningún valor al hecho de tener dinero, comenzó de pronto a considerarlo. Hasta le pareció que cincuenta francos era una cantidad ridícula para un hombre de su valía y finalmente llegó a la conclusión de que, para poder estimar esa valía, su verdadera valía, era necesario reflexionar con calma y una buena copa de Pernod.

Buscó en los locales cercanos uno que le gustara especialmente, se sentó y pidió el Pernod. Mientras lo bebía, se acordó de que vivía en París sin permiso de residencia y se puso a revisar sus papeles. Acto seguido, cayó en la cuenta de que podía considerarse un expatriado, pues había llegado a trabajar como minero a Francia desde Olschowice, en su Silesia polaca natal.

VI

Se acordó ahora, mientras extendía sobre la mesa sus papeles medio rotos, de que había llegado allí un día, hacía muchos años, por un anuncio del periódico donde se decía que se buscaban trabajadores para la mina. Toda su vida había soñado con vivir en un país lejano. Había trabajado en las minas de Quebecque, alojado por unos paisanos, el matrimonio Schebiec. Él estaba enamorado de la mujer y un día el marido fue a matarla, pero fue Andreas quien mató al marido. Por eso, había ido a parar a prisión.

Aquella mujer era Karoline.

Todo eso fue lo que pensó Andreas mientras echaba un vistazo a sus papeles vencidos. Luego se pidió un Pernod porque se sentía muy infeliz.

Cuando se levantó, sintió hambre, pero era ese tipo de hambre que solo sienten los borrachos, esa extraña clase de avidez, pero no de comida, que tan solo dura unos instantes, concretamente, lo que tarda en volver a la imaginación la bebida preferida del momento.

Durante mucho tiempo, Andreas había llegado a olvidar su apellido. Ahora, en cambio, después de revisar los inservibles papeles, se acordó de que se llamaba Kartak, Andreas Kartak. Y era como si se descubriera a sí mismo al cabo de muchos años.

Aun así, se sentía como contrariado con su destino por no haberle vuelto a mandar, como en la ocasión anterior, a un hombre gordo con bigote y cara de niño que le permitiese ganar dinero otra vez. Porque a nada se acostumbran los hombres más fácilmente que a los milagros si estos se repiten una, dos o tres veces. Ah, la naturaleza de los hombres es de tal forma que hasta se vuelven malvados cuando se les niega aquello que les procuró un mero golpe de fortuna… Así son los hombres, ¿y qué otra cosa habríamos podido esperar de Andreas? Pasó el resto del día en distintas tabernas haciéndose a la idea de que el tiempo milagroso que había vivido ya tocaba definitivamente a su fin y que su viejo tiempo recomenzaba. Así que se dirigió a la orilla del Sena, bajo algún puente, dispuesto a ese lento declive al que los borrachos siempre parecen dispuestos —¡los abstemios no conocen esa sensación!—.

Durmió allí parte del día y de la noche tal y como acostumbraba a hacer desde hacía un año, tomando prestada una botella de aguardiente de alguno de aquellos hombres con quienes compartía destino. Era la noche del jueves al viernes. Soñó que la pequeña santa Teresa venía a él con forma de una muchacha de tirabuzones rubios y le decía:

—¿Por qué no viniste a verme el domingo?

Y la santa tenía la imagen que él se había hecho de su propia hija hacía unos años. ¡Aunque él no había tenido ninguna hija! Y en su sueño le decía:

—¿Cómo me hablas así?, ¿has olvidado que soy tu padre?

A lo que la pequeña respondía:

—Perdóname, padre, pero haz el favor de venir a verme pasado mañana, domingo, a Santa María de Batignolles.

Y tras la noche del sueño, se levantó fresco, igual que una semana atrás, cuando todavía le ocurrían milagros. De hecho, era como si tomara el sueño por un verdadero milagro. De nuevo, deseó bañarse en el río. Pero antes de quitarse la chaqueta con ese fin, se palpó el bolsillo interior izquierdo con la vaga esperanza de encontrar algo de dinero olvidado. Se echó la mano al bolsillo de la chaqueta y no encontró ningún billete y en cambio sí la cartera que se comprara hacía unos días. La sacó. Era una billetera muy barata, usada, de segunda mano, todo tal y como era de esperar. De piel de vaca, cuero de descarne. Se quedó mirándola con curiosidad porque ya no recordaba cuándo ni dónde la había comprado o de dónde había salido. Finalmente, la abrió. Tenía dos bolsillos. Se puso a escudriñar en ellos movido por la curiosidad y encontró que, en uno, había un billete. Lo sacó. Era un billete de mil francos.

A continuación, metió el billete en el bolsillo del pantalón, fue a la orilla del Sena y se lavó la cara e incluso el cuello, casi feliz, sin cuidarse de la presencia de otros compañeros de infortunio. Acto seguido, se puso de nuevo la chaqueta e inauguró una nueva jornada entrando en un estanco a comprar cigarrillos.

Llevaba suficiente dinero suelto para pagar los cigarrillos, pero se preguntaba cómo podría hacer para cambiar el billete de mil francos que había encontrado tan milagrosamente en la cartera. Y es que tenía la suficiente experiencia como para saber que, a ojos del mundo o, mejor dicho, de aquellos que lo ordenan y disponen, había un contraste demasiado grande entre su ropa y aquel billete de mil francos. A pesar de eso, se decidió a enseñar el billete con la valentía adquirida tras el nuevo milagro, y, para ello, echó mano del resto de la astucia que le quedaba. Dijo al cajero del negocio:

—Si no tiene cambio de mil francos, le pago sin problema con monedas. Pero si es posible, me gustaría cambiarlo.

Para sorpresa de Andreas, el señor del estanco respondió:

—¡Al revés! Me hacía falta un billete de mil francos. Viene usted en el momento justo.

Y el patrón le cambió el billete de mil francos. Luego Andreas se quedó recostado sobre el mostrador y se bebió tres copas de vino blanco como dando gracias al destino.

VII

Mientras estaba así, recostado sobre el mostrador, reparó en un retrato que colgaba de la pared tras el fornido patrón, un retrato que le recordaba a un viejo compañero de clase de Olschowice. Por eso, le preguntó:

—¿Quién es ese?, creo que lo conozco.

Al oír aquello, el patrón y los demás clientes rompieron en una ruidosa carcajada y exclamaron:

—¿Cómo no va a saber quién es?

Y es que, en efecto, se trataba del gran futbolista Kanjak, de origen silesio y muy conocido por todos. Pero de qué iban a conocerlo los alcohólicos que duermen bajo los puentes del Sena, como, por ejemplo, nuestro Andreas. Y como se avergonzaba, sobre todo porque aquel era el lugar donde, para colmo, había cambiado el billete de mil francos, dijo:

—Ah, por supuesto que lo conozco y hasta es mi amigo. Es que el dibujo no me parece logrado.

A continuación y para que no siguieran preguntando, pagó a toda prisa y se marchó.

Ahora sintió hambre. Entró en el siguiente mesón que encontró y comió y bebió un vino tinto y un café tras el queso y pensó pasar la tarde en un cine, pero aún no sabía en cuál. En la conciencia de tener tanto dinero como cualquiera de aquellos hombres pudientes con quienes se cruzaba, se dirigió a los grandes bulevares. Entre la ópera y el boulevard des Capucines buscó una película que pudiera gustarle y al final la halló. La cartelera que anunciaba la película representaba a un hombre dispuesto a perderse en una aventura sin retorno. En el cartel, se le veía avanzando a través de un desierto terrible y abrasado por el sol. Y ya estaba Andreas a punto de sentir simpatía y familiaridad con el héroe cuando de repente la película dio un giro insospechado y feliz: una caravana científica que pasó al lado del hombre lo rescató y lo devolvió al seno de la civilización. En este punto, Andreas perdió toda simpatía hacia él, y hasta estuvo tentado de levantarse, cuando en la pantalla apareció la imagen de aquel compañero de clase cuyo retrato había visto tras el patrón de la taberna. Era Kanjak, el gran futbolista. En aquel momento, se acordó de que hacía veinte años se había sentado con Kanjak en la misma banca de la escuela y pensó que al día siguiente iría enseguida a enterarse de si su viejo compañero se encontraba en París. Y es que él, nuestro Andreas, tenía novecientos ochenta francos en el bolsillo, que no es precisamente poco.

VIII

Pero antes de abandonar el cine, se le ocurrió que tal vez no era necesario esperar al día siguiente para saber la dirección de su compañero de clase; sobre todo, considerando la gran cantidad de dinero que llevaba en el bolsillo.

De hecho, se sentía tan animado por llevar aquel dinero que hasta estaba dispuesto a preguntar en caja por la dirección de su amigo, el famoso futbolista Kanjak. Porque al principio había pensado que debía preguntar personalmente al director de la sala de cine, ¡pero no! ¿Quién podía ser tan conocido en todo París como Kanjak, el futbolista? El portero mismo conocía su dirección. Vivía en un hotel en los Campos Elíseos. El portero le dijo hasta el nombre del hotel y nuestro Andreas se puso inmediatamente en camino.

Era un hotel pequeño, agradable y tranquilo, de ese tipo de hoteles en los que acostumbran a vivir los boxeadores y los jugadores de fútbol, la élite de nuestro tiempo. Andreas se sintió un poco extraño en el vestíbulo y también a los empleados del hotel les incomodó su presencia. En cualquier caso, le dijeron que el famoso futbolista Kanjak se encontraba allí y que bajaría al vestíbulo en cualquier momento.

En efecto, transcurridos unos minutos, bajó y ambos se reconocieron inmediatamente. Estando aún allí de pie, se pusieron a recordar anécdotas de la escuela y luego se fueron a comer juntos con gran alborozo. Se fueron a comer y, entremedias, el famoso futbolista le preguntó a su menesteroso amigo:

—¿Cómo es que tienes este mal aspecto? ¿Qué clase de harapos llevas puestos?

—Te parecería una historia terrible. Y arruinaría la alegría de nuestro feliz encuentro. Prefiero no hablar de eso, mejor hablemos de algo alegre.

—Tengo muchos trajes —dijo el famoso jugador Kanjak— y me encantaría poder darte alguno de ellos. Tú te sentabas en la banca de al lado, en el colegio, y me dejabas copiar. ¿Qué puede importarme a mí un traje? Dime, ¿adónde te lo puedo enviar?

—No podrías hacerlo —respondió Andreas— por la sencilla razón de que no tengo casa. Vivo desde hace tiempo bajo los puentes del Sena.

—Entonces, te alquilaré una habitación —dijo el futbolista— con el solo objeto de enviarte allí el traje. ¡Vamos!

Después de comer, salieron y el futbolista le alquiló una habitación que costaba veinticinco francos por día y estaba situada cerca de la magnífica iglesia de París que se conoce por el nombre de la Madelaine.

IX

La habitación estaba en el quinto piso y Andreas y el futbolista tuvieron que subir en ascensor. Por supuesto, Andreas no llevaba equipaje, pero ni el portero ni el ascensorista ni nadie del personal del hotel se extrañaron. Porque aquello era un milagro y, en un milagro, nada sorprende. Cuando los dos estaban arriba, en el cuarto, el futbolista Kanjak le dijo a su compañero de clase:

—Necesitarás jabón.

—Entre nosotros —respondió Andreas—, puedes vivir muy bien sin jabón. Y aquí también podré arreglármelas sin jabón, eso no me impedirá lavarme. Lo que sí querría es que honráramos la habitación pidiendo algo de beber.

El futbolista pidió una botella de coñac y se la bebieron entera. A continuación, dejaron el cuarto, tomaron un taxi y se fueron a Montmartre, concretamente, al local de las mujeres en el que Andreas ya había estado hacía unos días.

Después de pasar allí, sentados, dos horas y compartir más recuerdos del colegio, el futbolista condujo a Andreas a casa, esto es, a la habitación de hotel que le había alquilado, y le dijo:

—Se ha hecho tarde, te dejo a solas. Mañana te mandaré dos trajes. Y… ¿necesitas dinero?

—No —dijo Andreas—, tengo novecientos ochenta francos, que no es precisamente poco. ¡Que llegues bien a casa!

—Vendré en dos o tres días —dijo el amigo futbolista.

X

La habitación de hotel en la que ahora vivía Andreas tenía el número ochenta y nueve. Tan pronto como se encontró solo en la habitación, se sentó en una cómoda butaca de tapizado rosa y comenzó a mirar a su alrededor. Vio entonces el papel pintado de seda roja, salpicado de cabezas de papagayo con fino dorado y tres botones de marfil; a la derecha del marco de la puerta, cerca de la cama, quedaba la mesita de noche y, encima de ella, una lámpara con la pantalla verde oscuro; a continuación, estaba la puerta con un pomo blanco, detrás de la cual parecía esconderse algo misterioso, al menos para Andreas. Y por fin, más allá, cerca de la puerta, se encontraba un teléfono negro, instalado de tal modo que se podía descolgar mientras uno estaba tumbado en la cama.

Después de examinar un buen rato el cuarto y resuelto a familiarizarse con él, sintió una súbita curiosidad. Y es que le irritaba aquella puerta con el pomo blanco, así que, pese al miedo y al hecho de no estar acostumbrado a las habitaciones de hotel, se levantó y decidió averiguar adónde daba. Naturalmente, creyó que estaría cerrada, pero cuál fue su sorpresa cuando se abrió sola y hasta solícitamente.

Pudo entonces comprobar que se trataba de un cuarto de baño con azulejos relucientes, una bañera también resplandeciente y blanca, con un lavabo, y, en resumidas cuentas, lo que en su medio no habría dudado en denominar urinario. Sintió la necesidad de bañarse en aquel momento, de modo que dejó abiertos los grifos del agua caliente y el agua fría para llenar la bañera. Y cuando se desnudó para meterse, lamentó no tener más camisas, pues, al quitársela, comprobó que la suya estaba muy sucia y temía el momento de salir del baño y tener que volver a ponérsela.

Se metió en el baño y se dijo que hacía mucho tiempo desde la última vez que se había lavado, así que se bañó con auténtica ansia. Se levantó, se volvió a poner la ropa y estuvo un rato sin saber bien lo que hacer.

Más por desesperación que por curiosidad, abrió la puerta de la habitación, salió al corredor y vio a una muchacha que acababa de salir también de su habitación, igual que él. Le pareció joven y hermosa. Sí, le recordó a la vendedora de la tienda donde había adquirido la cartera y algo también a Karoline. Por eso, hizo una leve inclinación delante de ella y la saludó, y como contestó a su saludo asintiendo con la cabeza, él sacó pecho y, ni corto ni perezoso, le dijo:

—Es usted muy guapa.

—Usted también me gusta —respondió ella—, quizás nos veamos mañana.

Y se perdió en la oscuridad del corredor. En cambio, él, necesitado de amor como de pronto se sintió, quiso saber el número de la habitación en que ella se alojaba.

Era el número ochenta y siente. Y tomó buena nota en su corazón.

XI

Volvió a su cuarto y se quedó un rato aguzando el oído. Estaba incluso decidido a no esperar a la mañana siguiente para volver con la hermosa joven. Y es que, aun convencido como estaba después de tantos milagros, de que tenía a la fortuna de su parte, creía que ello más bien lo autorizaba a una especie de euforia y, en cierto modo, a adelantarse a su favor, como por deferencia, para no ofenderla ni lo más mínimo. Por eso, al adivinar los pasos ligeros de la muchacha de la número ochenta y siete, dejó su puerta cuidadosamente entornada para comprobar que se trataba, en efecto, de ella, que volvía a su habitación. Lo que no pudo notar a consecuencia de todos aquellos años sin experiencia fue el hecho, nada insignificante, de que la muchacha se había percatado de que la espiaba. Por eso, tal y como aprendiera en el trabajo y también por costumbre, ella se apresuró a su cuarto y se las arregló para darle en un santiamén un aspecto más ordenado, apagó la lámpara del techo, tomó un libro y se tendió en la cama a leer, alumbrada por la lamparita del velador, aunque era un libro que ya había leído hacía mucho.

Después de un rato, llamaron temerosamente a la puerta y, como era de esperar, Andreas entró. Se detuvo junto a la puerta, aunque a aquellas alturas tenía la certeza de que enseguida lo invitaría a acercarse. Y en efecto, la hermosa joven no se movió un palmo, ni siquiera soltó el libro, tan solo preguntó:

—Y usted, ¿qué quiere?

Andreas, con la seguridad que le habían dado el baño, el jabón, la butaca, las cabezas de papagayo y el traje, respondió:

—No puedo esperar a mañana, señorita.

La joven no dijo nada.

Andreas se acercó a ella, le preguntó qué leía y ella respondió con franqueza:

—No me interesan los libros. Estoy aquí solo de paso —dijo desde la cama—, me quedo hasta el domingo. El lunes tengo que presentarme en Cannes.

—¿Para qué? —preguntó Andreas.

—Bailo en el casino. Me llamo Gabby. ¿No le suena mi nombre?

—Claro, lo conozco de los periódicos —mintió Andreas, y habría querido añadir «con los que me cubro», pero no lo hizo.

Se sentó al borde de la cama y la joven no puso ninguna objeción. Incluso soltó el libro. Y Andreas se quedó hasta la mañana en la habitación ochenta y siete.

XII

El sábado por la mañana se despertó con la firme intención de no separarse de la muchacha hasta su partida. Sí, en su interior germinó incluso la tierna idea de un viaje con ella a Cannes. Y es que, como suelen hacer los hombres (y en especial los borrachos sin dinero), tendía a considerar una fortuna la pequeña cantidad de dinero que llevaba en el bolsillo. Por eso, aquella mañana volvió a contar sus novecientos ochenta francos. Y como estaban en una cartera y esa cartera, a su vez, estaba guardada en el bolsillo de un traje nuevo, casi le parecía tener diez veces más. Así que no se molestó en absoluto cuando, una hora después de haberla dejado, la hermosa joven entró en su habitación sin llamar y le preguntó cómo iban a pasar el sábado antes de su marcha a Cannes, a lo que él respondió como de carrerilla:

—Fontainebleau.

En algún lugar, quizás medio en sueños, había oído aquel nombre, pero ahora no sabía ni cómo ni por qué había llegado a su boca.

Alquilaron un taxi, se fueron a Fontainebleau y resultó que la muchacha conocía allí un buen restaurante donde se podía comer buena comida y beber buena bebida. El camarero también la conocía a ella y la llamaba por su nombre de pila. Y si nuestro Andreas hubiera sido celoso por naturaleza, habría tenido en este caso motivos suficientes para enfadarse. Pero no era celoso y tampoco se enfadó. Pasaron un tiempo comiendo y bebiendo y regresaron a París en un taxi; sí, allí estaba ante ellos la luminosa noche de París, pero en realidad no sabían muy bien qué hacer con ella. Se sentían como esas personas que no se pertenecen, que solo el azar ha colocado en el mismo camino. La noche se extendía ante sus ojos como un desierto demasiado abierto y ellos dudaban qué hacer tras despachar con ligereza la vivencia esencial que a un hombre y una mujer les es dada. Finalmente, se decidieron por aquello que le está destinado a la gente de nuestro tiempo cuando no saben lo que hacer: ir al cine. Se sentaron, la luz no estaba del todo apagada, no estaba oscuro, sino casi a media luz. Y allí se tomaron de la mano la muchacha y nuestro amigo Andreas. Pero había algo de indiferencia en aquel gesto de él y aquello hizo que se sintiese infeliz. A continuación, cuando llegó la pausa, pensó en ir con la muchacha a beber y eso hicieron, se fueron y bebieron. El cine ya no le interesaba lo más mínimo. Acongojados, se dirigieron al hotel.

La mañana siguiente era domingo y Andreas despertó consciente de que debía devolver el dinero. Se levantó más aprisa que el día anterior, tanto que hasta la muchacha se despertó sobresaltada y preguntó:

—¿A qué tanta prisa, Andreas?

—Tengo que saldar una deuda —contestó.

—¿Cómo?, ¿hoy domingo?

—Sí, hoy domingo —respondió.

—¿Es a un hombre o a una mujer a quien debes dinero?

—A una mujer —dijo vacilante.

—¿Cómo se llama?

—Teresa.

En ese momento la hermosa joven saltó de la cama, apretó los puños y le pegó con ambos en la cara.

Él se escabulló, salió de la habitación y abandonó el hotel. Sin volver la vista atrás, encaminó sus pasos a Santa María de Batignolles, convencido de que aquel día podría devolver por fin los doscientos francos a la pequeña Teresa.

XIII

Sin embargo, quiso la Providencia —o, como preferirían los menos creyentes, el azar— que Andreas llegara otra vez justo a la salida de la misa de diez. Como era de esperar, cerca de la iglesia volvió a ver el garito en que había estado bebiendo el día anterior, así que volvió a entrar.

Pidió de beber. Pero, cauteloso como era y como todos los pobres de este mundo son hasta cuando han vivido un milagro tras otro, quiso primero comprobar si tenía el dinero suficiente, así que sacó su billetera. Cayó entonces en la cuenta de que apenas le quedaba nada de los novecientos ochenta francos: tan solo doscientos cincuenta.

Se quedó pensando y comprendió que la hermosa joven del hotel le había robado dinero. Pero no le importó. Se dijo que todo placer tiene su precio; él había obtenido placer y era natural pagar por ello.

Quiso esperar allí hasta que repicaran las campanas, las campanas de la capilla cercana, para ir a misa y saldar por fin la deuda con la pequeña santa. Aunque antes le apetecía beber, y, en efecto, pidió de beber y bebió. Las campanas comenzaron a repicar, anunciando la misa. Entonces llamó:

—¡Camarero, la cuenta!

Pagó, se levantó y, justo delante de la puerta, se topó con un hombre de hombros muy anchos al que enseguida reconoció y llamó por su nombre:

—¡Woitech!

Y el otro, al mismo tiempo:

—¡Andreas!

Se fundieron, pues, en un abrazo, y es que habían sido compañeros en Quebecque, en la misma galería de la mina.

—Si te apetece, espérame aquí veinte minutos —dijo Andreas—, lo que dure la misa, ni un minuto más.

—¡No, eso no! —dijo Woitech—, ¿desde cuándo vas tú a misa? No soporto a los curas y menos a los que van a verlos.

—Pero a quien yo voy a ver es la pequeña Teresa —dijo Andreas—, tengo una deuda con ella.

—¿Te refieres a santa Teresita? —preguntó Woitech.

—Eso es —respondió Andreas.

—¿Cuánto le debes? —preguntó Woitech.

—Doscientos francos —dijo Andreas.

—¡Entonces te acompaño! —dijo Woitech.

Las campanas repicaban todavía. Se fueron a la iglesia y, cuando ya estaban dentro y había comenzado la misa, Woitech le susurró:

—¡Dame cien francos! Acabo de acordarme de que me espera uno ahí enfrente. Como no le devuelva lo suyo, voy a la cárcel.

De inmediato, Andreas le dio los dos billetes de cien francos que aún tenía y le dijo:

—Ahora voy yo.

Al comprobar que no le quedaba dinero para devolverle a santa Teresa, pensó que era absurdo seguir más tiempo en misa. Solo por decoro, esperó cinco minutos y luego se acercó al bar donde lo esperaba Woitech.

Desde aquel momento fueron compañeros, tal y como se prometieron uno al otro.

Por supuesto, Woitech no le debía dinero a nadie. El billete de cien francos que Andreas le había prestado lo escondió en un pañuelo y lo aseguró con un nudo. Con el otro billete, invitó a Andreas a beber y a beber y a beber, y cuando se hizo de noche, se fueron al local de las mujeres complacientes y allí se quedaron tres días. Cuando salieron, ya era martes y Woitech se separó de Andreas con las siguientes palabras:

—Nos vemos de nuevo el domingo, a la misma hora y en el mismo sitio.

—¡Hasta la vista! —dijo Andreas.

—¡Hasta la vista! —contestó Woitech, y desapareció.

XIV

Era una tarde lluviosa de martes; la lluvia caía con tanta fuerza que pareció tragarse a Woitech en cuestión de segundos. Esa fue al menos la impresión que tuvo Andreas.

Le pareció que su amigo había desaparecido en la lluvia del mismo modo que había aparecido, por casualidad. Y como ya no llevaba dinero en el bolsillo a excepción de treinta y cinco francos, mimado por la fortuna, como él mismo se creía, y sin dudar de los milagros que con toda seguridad habían de ocurrirle aún, decidió hacer algo muy común entre los pobres y los que se dan a la bebida: encomendarse de nuevo a Dios, el único en quien creía a aquellas alturas. Así pues, se dirigió al Sena y bajó la escalera de costumbre, la que lleva al hogar de los desamparados.

Vino a tropezar entonces con un hombre que estaba a punto de subir y cuya figura se le antojó muy familiar. Lo saludó cortésmente. Era un hombre trajeado y de avanzada edad. Se quedó parado mirando a Andreas y finalmente le preguntó:

—¿Necesita usted dinero, buen hombre?

Andreas reconoció en la voz a aquel señor con quien se había encontrado hacía tres semanas. Por eso le dijo:

—Sé muy bien que le debo dinero, tenía que devolvérselo a santa Teresita, pero me han ocurrido tantos imprevistos, ¿sabe?… Ya es la tercera vez que me resulta imposible devolverle el dinero.

—No sé de lo que me habla —dijo el hombre mayor y con traje—, no tengo el honor de conocerle. Al parecer me confunde usted con otro, pero no creo equivocarme al pensar que se halla en un aprieto. Respecto a santa Teresa, a la que acaba de referirse, sepa que me encuentro tan unido a ella que estoy dispuesto a adelantarle el dinero que le debe. ¿Cuánto es exactamente?

—Doscientos francos —respondió Andreas—, pero, con todos mis respetos…, ¡usted no me conoce! Soy un hombre de honra y sin embargo no podrá ir a reclamarme el dinero. Tengo honra pero no domicilio, duermo bajo uno de esos puentes.

—¡Pero no pasa nada! —dijo el señor—, también yo acostumbro a dormir ahí. Si me acepta el dinero, me hará un favor tan enorme que no tendré cómo agradecérselo. ¡Yo también le debo tanto a santa Teresita…!

—Entonces —dijo Andreas—, estoy a su completa disposición.

Tomó el dinero, esperó un momento a que el señor subiera los escalones y entonces subió él mismo también aquella escalera, derecho a la rue des Quatre Vents, al viejo restaurante ruso-armenio Tari-Bari. Y allí se quedó hasta el sábado por la tarde. Entonces se acordó de que al día siguiente era domingo y tenía que ir a la capilla de Santa María de Batignolles.

XV

El Tari-Bari estaba muy lleno, pues algunos vagabundos dormían allí de día y de noche; por el día, detrás del mostrador y, por la noche, sobre las bancas. Andreas se levantó muy temprano el domingo, no tanto porque temiera faltar a la misa como por miedo a que el patrón le reclamara la comida, la bebida y el alojamiento de tantos días.

Pero no calculó bien: el patrón se había levantado mucho antes que él. Y es que ya lo conocía y sabía que Andreas tendía a aprovechar la menor ocasión para irse sin pagar. A consecuencia de eso, nuestro Andreas tuvo que abonar todo el tiempo de martes a domingo y aun mucho más de lo que debía por lo que había comido y bebido. Porque el patrón del Tari-Bari sabía diferenciar aquellos clientes que sabían sumar de los que no. Y nuestro Andreas, como muchos borrachos, pertenecía a los que no. Así que se gastó una gran parte del dinero que tenía, pero dirigió sus pasos a la capilla de Santa María de Batignolles, incluso a sabiendas de que ya no tendría bastante dinero para pagarle a santa Teresa. Aparte de pensar en su pequeña acreedora, también lo hacía en su amigo Woitech, con el que estaba citado en la misa.

Así que se aproximó a la capilla, pero, por desgracia, volvió a llegar una vez más al final de la misa de diez y se topó con la multitud que salía. Como era ya costumbre, dirigió sus pasos al local de al lado, pero oyó que lo llamaban desde atrás y notó que alguien lo asía con mano firme por el hombro. Cuando se volvió, pudo ver que era un policía.

Nuestro Andreas, ya lo sabemos, iba sin papeles, igual que muchos de los suyos, así que tuvo miedo y se echó la mano al bolsillo para aparentar que sí tenía alguno en regla. Sin embargo, el policía dijo:

—Ya sé lo que está buscando, pero busca usted en vano en el bolsillo. Se olvidó la cartera, ¡aquí la tiene!

Y luego añadió de broma:

—¡Eso nos pasa por beber tanto aperitivo los domingos por la mañana!

Andreas agarró la cartera a toda prisa y sin apenas tiempo para devolver siquiera un saludo con el sombrero. Inmediatamente después, se dirigió a la taberna de enfrente.

Allí esperaba ya Woitech, aunque tardó un rato en darse cuenta de su presencia. Pero, entonces, sí, entonces lo saludó si cabe con más afecto. Y no pudieron dejar de intercambiarse invitaciones y Woitech, educado como la mayoría de los hombres, se levantó del taburete y cedió a Andreas el puesto de honor, dio la vuelta a la mesa con su andar vacilante, se sentó enfrente, en una silla, y se prodigó en cortesías hacia su amigo. Bebían exclusivamente Pernod.

—Me ha vuelto a ocurrir algo extraordinario —dijo Andreas—, cuando voy a cruzar la calle hacia aquí, me agarra un policía del hombro y me dice: «Se ha olvidado la cartera», entonces me da una cartera que no es mía y yo me la guardo. Ahora voy a averiguar lo que contiene.

Dicho esto, se saca la cartera y se pone a investigar: dentro hay muchos papeles que no le interesan lo más mínimo, pero más tarde encuentra dinero, se pone a contar los billetes y resulta que son doscientos francos. Entonces dice Andreas:

—¡¿Lo ves?! Es una señal de Dios. ¡Ahora mismo voy ahí enfrente y saldo al fin mi deuda!

—Pero para eso tendrás tiempo cuando acabe la misa. ¿Para qué quieres ir antes? Durante la misa no puedes pagar nada. Cuando haya acabado, vas a la sacristía. ¡Ahora bebamos!

—¡Claro, como quieras! —respondió Andreas.

En ese momento, se abrió la puerta y, mientras Andreas caía presa de un terrible dolor en el corazón y una gran debilidad en la cabeza, pudo ver cómo entraba una muchacha joven y se sentaba justo enfrente, en un taburete. Era muy joven, más joven, creía, que ninguna otra muchacha que viera jamás, e iba vestida de azul celeste, un azul como solo puede serlo el mismo cielo y solo en los días bendecidos. Andreas se lanzó trastabillando hasta ella, hizo una inclinación y le dijo:

—¿Qué hace usted aquí?

—Estoy esperando a que mis padres salgan de misa, vienen aquí a recogerme el cuarto domingo de cada mes —contestó ella, intimidada por aquel hombre mayor que así se le dirigía.

De hecho, tenía un poco de miedo.

Andreas le preguntó:

—¿Cómo se llama?

—Teresa —dijo ella.

—¡Ah, qué encantador! Nunca pensé que una santa tan grande, tan pequeña, una tan grande, tan pequeña acreedora me iba a conceder el honor de venir a buscarme después de haber faltado tantas veces a mi cita.

—No entiendo lo que me dice —dijo la muchacha, llena de turbación.

—Qué detalle por su parte —le respondió Andreas—, qué gran detalle y cuánto se lo agradezco. Hace ya mucho tiempo que le debo doscientos francos y aún no había podido dárselos, mi santa señorita.

—No me debe ningún dinero, yo llevo aquí alguno en el bolsillo, tómelo y váyase, que mis padres vienen pronto.

Woitech vio toda la escena en el espejo, se balanceó sobre el sillón, pidió dos Pernod y quiso arrastrar a nuestro Andreas para que bebiera con él.

Sin embargo, cuando se dispone a acercarse al mostrador, Andreas cae al suelo como un fardo y todos los que están en el bar se asustan, incluido Woitech. Pero la que más se asusta es la muchacha llamada Teresa. Como no hay cerca médico ni farmacia, lo arrastran a la capilla y, una vez dentro, a la sacristía. Y es que algo sí entienden los curas de muerte y de morirse, o eso piensan los propios camareros, pese a no creer. Y también la muchacha que se llama Teresa no puede por menos que acompañarlos.

Así pues, se llevan a nuestro Andreas a la sacristía, pero, por desgracia, no puede hablar ya, tan solo hace un movimiento como queriendo asirse el bolsillo interior izquierdo de la chaqueta, donde está el dinero que debe a su pequeña acreedora, y dice:

—Señorita Teresa.

Luego da un último suspiro y muere.

Que Dios nos conceda a todos los borrachos una muerte tan dulce y tan bella.

(De: El alumno aventajado y otros cuentos. Traducción de Alberto Gordo y Juan Andrés García)