La mujer del amor infinito
Cuando se conocieron, ella tenía 24 años y él 49. Ella era soltera y él viudo. les bastó mirarse a los ojos para no separarse jamás
Por María Sucarrat *
Juan Domingo Perón y María Eva Duarte vivieron juntos ocho años. Ella era actriz amateur, él militar profesional.
Los presentaron en un festival a beneficio de las víctimas del terremoto de San Juan. Fue en 1944. Ella se acercó al VIP, él le arrimó una silla. Se sentaron, charlaron. Los organizadores habían preparado una cena de agradecimiento. Se quedaron perplejos cuando, con la mesa puesta, vieron al coronel cruzar la puerta del Luna Park: “Nos vamos, muchachos, nosotros: No se pongan mal, que queda más para ustedes.” Eva iba, sonriente, a su lado. El auto oficial los dejó en un restaurante de Barrio Norte. De allí, los llevó al Tigre. La salida terminó el lunes a la mañana, cuando ese mismo auto dejó a Evita en su departamento. Las semanas que siguieron, se encontraron a cenar, a tomar café. Eva escuchaba atenta lo que Perón le contaba. Lo interrumpía poco. A él le gustaba hablar. A ella escucharlo. Pasaron algunas semanas hasta que se presentó una oportunidad: el departamento contiguo al de Eva, en la calle Posadas 1567, estaba en alquiler. Los primeros días de febrero, Perón se mudó. Durante el día vivía cada uno en el suyo, y sólo compartían las noches.
El 26 de febrero [1944] con Edelmiro Farell como nuevo presidente, Perón fue nombrado ministro de Guerra. Lo primero que hizo después de recibir la noticia fue ir a Radio Belgrano para contárselo a Evita. El cargo cambió sus rutinas, y la vida comenzó a parecerse a una convivencia. Él adoraba hacer reuniones de trabajo en la casa. Ella se quedaba en una salita al lado del living. Varias veces por la tarde, los compañeros de Perón escuchaban un “muchachos, permiso” y aparecía ella con una bandeja con tazas de café. Algunos días, la pareja estaba sola. Eva le cocinaba churrascos con ensalada o salchichas con chucrut. Por lo general comían en el comedor pero cuando Eva no iba a la radio, llevaba dos bandejas enormes a la cama.
Al cabo de unos meses, Evita decidió cambiar su imagen. Lo consultó a Perón. Él le dijo que llamara a Paco Jaumandreu. El modisto le sugirió ropa elegante para su trabajo como actriz y sport para estar al lado del coronel. Perón le puso, además, un instructor alemán de gimnasia. Quería que modelara su figura. Decía que estaba gordita. Ella, en tanto, comenzaba a opinar sobre las charlas de Perón con sus compañeros, sobre sus funciones como ministro de Guerra. Juan se metía en el guardarropa de su compañera, y Eva en las reuniones políticas. La relación no era bien vista. Los militares le sugerían que dejara a la actriz. Perón no lo hizo y redobló la apuesta: el 9 de julio entró con Eva del brazo a la velada del Teatro Colón.
En medio de una crisis política, con el pedido de renuncia, Perón le escribió una carta a Eva en la que le pedía casamiento: “Mi tesoro adorado: hoy he escrito a Farrell pidiendo que acelere mi retiro: en cuanto salgo, nos casamos y nos iremos a cualquier parte a vivir tranquilos… Quereme mucho. Hoy lo necesito más que nunca. Tesoro mío, tené calma y aprendé a esperar. Esto terminará y la vida será nuestra. Muchos pero muchos besos y recuerdos para mi chinita querida. Perón.” El 10 de diciembre se casaron en la Iglesia San Francisco, en La Plata. La luna de miel fue en San Nicolás. Perón preparaba su campaña proselitista. Eva hacía mayonesa casera. Se mudaron a una casona de la calle Teodoro García. Los fines de semana iban a la quinta de San Vicente. Ella cambiaba los sombreros con flores por el pelo suelto, sandalias chatas con zoquetes blancos y usaba las camisas enormes de su marido. El 4 de junio, Perón fue elegido presidente. Ella, a su vez, seleccionó un equipo de gente para que la acompañara día y noche. Sólo unos pocos meses se prolongó su vida de enamorados, no porque no lo estuvieran, sino porque las obligaciones complicaban todo. Volvieron a mudarse. Esa vez al Palacio Unzué, en Libertador y Austria, donde los dos jugaban carreras a ver quién llegaba más rápido del primer piso a la planta baja, deslizándose por las barandas de mármol de la escalera imperial.
Después de ocupar el quinto piso de la Dirección de Correos y antes de instalarse en la Secretaría de Trabajo, Eva partió de gira a Europa. Pasó por España, Italia, Francia, Suiza, Portugal. En todos los lugares, siempre pidió que la llevaran a recorrer los barrios más pobres. Y regresó con una idea: montar la Fundación Eva Perón, que finalmente inauguró el 19 de junio de 1948, con un capital de 10 mil pesos. Entonces, ya casi no dormía. Cuando Perón salía para la Casa de Gobierno, ella ni siquiera había tocado la cama. El marido le dejaba cartas que acompañaba siempre con ramitos de flores. Los jueves a la tarde, dejaban todo para encontrarse en el cine de la mansión y ver juntos una película. Cuando iban a San Vicente, alguna semana, él le prohibía tocar el teléfono. Ella se escabullía y llamaba igual. El trabajo era su prioridad.
El 9 de enero de 1950, en el acto de inauguración del Sindicato de Conductores de Taxi, Eva se desmayó. Fue internada, el doctor Ivanissevich la operó. No había sido una apendicitis, como dejaron trascender. Perón lo entendió todo de golpe. Su primera esposa, Aurelia Tizón, había muerto de cáncer. El militar no supo qué hacer.
Evita decidió salir de la habitación matrimonial para recuperarse y no molestar a su marido. A los pocos meses, recayó. Ivanissevich le explicó que debía operarla otra vez. Ella le respondió con un carterazo en la cara. Perón, que se había prometido cuidarla, la seguía de cerca. “Negrita, ¿tomaste los remedios? Tenés que dormir, chinita.” Ella se le escapaba siempre.
En 1951, sin que Juan y Eva lo hubieran hablado nunca, el rumor de que la mujer sería candidata a vicepresidenta tomó cuerpo. Pero no pudo ser. Eva estaba delgadísima, sin fuerzas. Perón sabía lo que iba a ocurrir. El año siguió entre internaciones y radiaciones. Eva votó por primera vez, al igual que todas las mujeres, pero lo hizo desde la cama del hospital. El 1º de mayo se obstinó en acompañar a su marido a la Casa de Gobierno y pronunciar, sin saberlo, su último discurso. El 4 de junio se volvió a obstinar. Perón asumía la presidencia y ella quería acompañarlo. “Si vos vas parado en el auto, Juan, yo también.” Su esposo mandó fabricar un arnés de hierro que, oculto bajo el tapado de piel, la mantedría de pie. Luego volvió a su habitación para no salir más.
La última vez que hablaron fue la noche del 25 de julio. Él estaba en Casa de Gobierno. Ella lo mandó llamar. Quería estar a solas con él. “Juancito, quería verte un poco. Sé que no tengo mucho por vivir. Quiero agradecerte todo lo que hiciste por mí.” Perón la hizo callar. Puso el dedo índice sobre su boca. Pero ella siguió. “Y te pido una cosa más, Juan. No abandones nunca a los pobres. Son los únicos que saben ser fieles.” El militar lloró. Su mujer ya nunca le volvería a hablar.
* Autora de ‘Vida sentimental de Eva Perón’, Editorial Sudamericana, 2006
(De: ‘Ni un paso atrás’ Nro 2, publicación de Madres de Plaza de Mayo, noviembre 2011)